El asalto televisivo a la historia del arte.

Modos de ver en la disputa por la propiedad intelectual de las imágenes del arte

Television’s assault on art history. Ways of seeing in the dispute over the property of art images

Alberto López Cuenca

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.

Resumen

Este artículo parte de la escasa recepción crítica en castellano de la serie documental y el libro Ways of Seeing (WoS, 1972) y se aparta de las interpretaciones preponderantes anglosajonas para argumentar que su relevancia no se debería tanto a su temática como a haber retado la propiedad de las obras de arte y la autoridad académica mediante el asalto audiovisual al canon artístico. A diferencia de otras propuestas, WoS no habría recurrido a la televisión para afianzar el relato académico del arte, sino que habría encontrado en la mediación audiovisual la posibilidad de desligar sus imágenes de la autoridad de los expertos y la propiedad de las élites para favorecer experiencias heterodoxas. Esto se sustentará a) reconstruyendo el argumento que se ofrece en WoS respecto a cómo la audiovisualización cuestionaría la propiedad y autoridad de las imágenes del arte; b) relacionando su invitación a asaltar el canon artístico con los debates posteriores a 1968 en el trabajo de Hans Magnus Enzensberger, Oskar Negt y Alexander Kluge; y, c) inscribiendo WoS en un intento más amplio de conformación de una contraesfera pública que disputaría el orden legal y material de la “propiedad intelectual” que regulaba las mediaciones audiovisuales en el periodo.

Palabras Clave: John Berger, Hans Magnus Enzensberger, Oskar Negt, Alexander Kluge, Propiedad intelectual.

Abstract

Starting from the scarce critical reception in Spanish of the documentary series and book Ways of Seeing (WoS, 1972), and departing from the dominant Anglo-Saxon interpretations, this article argues that its relevance lies not so much in its subject matter as in the way it challenged the ownership of works of art and academic authority through an audiovisual assault on the artistic canon. Unlike other proposals, WoS would not have used television to uphold the academic account of art, but would have found in audiovisual mediation the possibility of freeing its images from the authority of experts and the ownership of elites in order to favour heterodox experiences. This argument is spelled out by a) reconstructing the position offered in WoS regarding the way audiovisualization defies the ownership and authority of art images; b) situating its invitation to raid the artistic canon in post-1968 debates in the work of Hans Magnus Enzensberger, Oskar Negt and Alexander Kluge; and c) inscribing WoS in a broader attempt to form a public countersphere that would contest the legal and material ‘intellectual property’ order that regulated audiovisual mediations at the time.

Key Words: John Berger, Hans Magnus Enzensberger, Oskar Negt, Alexander Kluge, Intellectual property.

Summary – Sumario

1. Introducción

2. Devenir información: el arte en circulación

3. Televisión y contraesfera pública

4. En nombre de la propiedad (intelectual)

5. Conclusiones: experiencia y materialidad televisiva

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López Cuenca, R. (2024). El asalto televisivo a la historia del arte. Modos de ver en la disputa por la propiedad intelectual de las imágenes del arte. Umática. Revista sobre Creación y Análisis de la Imagen, 7.

https://doi.org/10.24310/Umatica.2024.v6i7.20382

Artículo original
Original Article

Correspondencia/Correspondence

Alberto López Cuenca
alberto.lcuenca@correo.buap.mx

Financiación/Fundings

Este artículo se ha realizado en el marco de ATLAS/AV: la audiovisualización de la historia del arte entre el museo y la academia (Proyecto Generación de Conocimiento: PID2022-136753OB-I00)

Received: 31.07.2024
Accepted: 22.10.2024

1. Introducción

En un abarrotado auditorio del Museo del Prado, Francisco Calvo Serraller elogiaba en 2010 al autor de Ways of Seeing (WoS), un proyecto que según la prensa que daba noticia de la ceremonia había inaugurado “una nueva manera de entender el arte y [era] de referencia obligada para estudiantes y críticos” (Europa Press, 2010). En ningún momento el historiador del arte español mencionaría en su breve laudatio ni la serie de cuatro capítulos producida por la BBC en 1972 ni el libro homónimo publicado ese mismo año por la editorial Penguin. Algo nada sorprendente pues, aunque sea puntualmente celebrado por artistas y creadores, es fácil constatar la escasa recepción crítica en el ámbito académico hispanoparlante de WoS. Si bien puede aparecer en programas y planes de estudio, y hay quienes lo refieren como inspiración o influencia (García Canclini, 1990; Ludmer, 2015; Martín Barbero, 1978), y aún se trae a colación para abordar las cuestiones más dispares, como la representación del cuerpo abyecto femenino (Garro Larrañaga, 2011), el advenimiento de una utopía estética mediante la reproducción técnica (Pellejero, 2013) o la relación entre mentira y representación (Solaguren-Beascoa y Bardí-Milà, 2023), es notoria la ausencia en castellano de una consideración detallada respecto a su impacto en la historia, la teoría o la enseñanza del arte.

En inglés sí se han realizado numerosas valoraciones críticas que reconocen el papel pionero de WoS al analizar las artes visuales en clave de poder, raza, clase y género (Pollock, 2012, p. 127; Wallach, 1976) o para orientar la ruta de los Estudios visuales (Bal, 2012; Jones, 2003; Mitchell, 1986). Tampoco le han faltado conmemoraciones de revistas académicas (Gould y Leblond, 2023; Guins et al., 2012; Robson, 2023). Aunque ha sido igualmente criticado, ya sea en su conjunto (Fuller, 1988), por simplista y moralista (Merrifield, 2012, p. 44), doctrinario (Bruck y Docker, 2009, p. 77) o meramente por ser “un mal libro” (Art-Language, 1978). Cabe entender estas descalificaciones, al menos en parte, porque el trabajo de John Berger, el intelectual más conocido tras la serie y el personaje que le dio rostro en las pantallas de televisión, había promovido, desde sus inicios como crítico en The New Stateman en 1951, polémicas artísticas y políticas de las que WoS no podía disociarse. Esto hizo que quienes abordaran el proyecto no pudieran evitar señalar su carácter “provocador” (Hertel y Malcolm, 2016, p 18) o “polémico” (Conlin, 2016, p. 269; Fuller, 1981, p. 2; Merrifield, 2012, p. 15). En cualquier caso, los historiadores del arte anglosajones más tradicionales lo “han ignorado” (Conlin, 2020, p. 3) o “no se lo han tomado suficientemente en serio” (Sperling, 2018, p. 45). Cuando lo han hecho, WoS no ha salido muy bien parado pues, aunque haya quienes lo reconozcan como una inspiración, prácticamente nadie se atreve a escribir algo así, “como si sólo tuviera un mensaje que ofrecer, que dio en la década de 1960” (Elkins, 2003, p. 123). Tomando todo esto en consideración, es una incógnita por qué son tan elusivos para la historia del arte académica, especialmente en castellano, un best seller traducido a más de 20 lenguas (editado tempranamente en España por Gustavo Gili en 1974) que a dos meses de publicarse había vendido casi 60.000 ejemplares en inglés (Sperling, 2018, p. 407), y una serie televisiva notoriamente conocida. Si no es extraño que los historiadores del arte lo soslayen, pues advierten “una amenaza a su poder” (Lipton, 1975, p. 6), ¿qué hizo exactamente WoS para que aún provoque suspicacias?

De entrada, hay que señalar que tanto a la serie televisiva como a la publicación de WoS se le suele conceder sin aspavientos haber llamado la atención sobre el impacto de los medios de comunicación de masas en la experiencia de la pintura, sobre la dominante mirada masculina que se impuso históricamente a las representaciones femeninas o sobre la apropiación publicitaria de las formas pictóricas. También se admite que hizo esto en un registro accesible para una audiencia general. Sin embargo, la posición respecto a la propiedad de las obras de arte y la ideología de izquierdas que la inspiraban se estima que no ha resistido bien el paso del tiempo (Howells, 2003, p. 72; Lang y Kalkanis, 2017, s/p). Este artículo no se propone desmentir la evidente motivación marxista tras WoS –aunque amplía los términos para situarla–, pero sí sostiene que lo animaba de modo crucial la impugnación de la propiedad del arte, algo que lo habría hecho inaceptable para las disciplinas tradicionales. La clave de esto estaría en que tanto la serie como el libro no sólo habrían abordado la propiedad de las obras de arte y la legitimación de la autoridad académica como tema, sino que lo habrían hecho mediante el asalto audiovisual al canon artístico en la práctica. WoS, a diferencia de series como Civilisation (1969) de Kenneth Clark con la que a menudo se compara (Conlin, 2016), no recurre al medio televisivo para afianzar el relato académico del arte entre una audiencia masiva, sino que ejemplifica cómo la mediación audiovisual permite desligar las imágenes de la autoridad de los expertos y la propiedad de las élites y diseminarlas para favorecer experiencias e interpretaciones heterodoxas.

En lo que sigue se desarrolla este argumento para mostrar que, aunque no sea la más distintiva, sí sería la apuesta más radical y, por ello, inaceptable que animaba WoS: saquear el relato aceptado del arte mediante la audiovisualización televisiva para distribuir el botín a través de las pantallas. Para sustentar esto se propone a) reconstruir la posición que se ofrece en WoS respecto a la propiedad y autoridad de las obras de arte y su valoración del alcance de los dispositivos de reproducción mediáticos para sustraer y redistribuir sus imágenes y las implicaciones que esto conllevaría; b) situar esa invitación a asaltar al canon artístico en los debates teóricos posteriores a las movilizaciones de 1968 respecto al potencial emancipador de los medios de comunicación, tramando WoS con el trabajo de Hans Magnus Enzensberger, Oskar Negt y Alexander Kluge; y, c) inscribir la apuesta enarbolada por WoS en un ejercicio más amplio de intento de conformación de una contraesfera pública que, por una parte, interroga las posibilidades disruptivas de los medios para replantear la función social del arte y, por otra, disputa el orden de la “propiedad intelectual” que regula el poder de esas imágenes liberadas. Todo ello permitirá aventurar que las suspicacias generadas por WoS no se deberían tanto a su temática como a su acometida contra dos pilares sobre los que se sustentan no sólo la historia del arte imperante sino el capitalismo postindustrial de finales del siglo XX: la propiedad y la autoridad intelectuales que, como se verá, buscan regular el uso de las imágenes, así como las condiciones materiales en las que se constituye el ecosistema audiovisual.

2. Devenir información: el arte en circulación

Al inicio del primer capítulo de la serie televisiva Ways of Seeing se hace una afirmación contundente: hoy vemos el arte del pasado como nadie lo vio antes. La causa de esto radicaría en que accedemos a él a través de reproducciones serializadas captadas por una cámara. Como se apunta en la publicación, esta mediación tendría notables implicaciones, entre ellas que “[e]n la era de la reproducción pictórica la significación de los cuadros ya no está ligada a ellos; su significación es transmisible, es decir, se convierte en información de cierto tipo, y como toda información, cabe utilizarla o ignorarla; la información no comporta ninguna autoridad especial. Cuando un cuadro se destina al uso, su significación se modifica o cambia totalmente” (Berger et al., 1974, p. 32). Así, las reproducciones no sólo desvincularían el significado de las obras pictóricas de un lugar originario de inscripción, sino que al sacarlas de ahí las desplazarían del ámbito de influencia y control de quienes ejercían poder sobre ellas.

Las artes visuales han existido siempre dentro de cierto coto; inicialmente, este coto era mágico o sagrado. Pero era también físico: era el lugar, la caverna, el edificio en el que o para el que se hacía la obra. La experiencia del arte, que al principio fue la experiencia del rito, fue colocada al margen del resto de la vida, precisamente para que fuera capaz de ejercer cierto poder sobre ella. Posteriormente, el coto del arte cambió de carácter y se convirtió en coto social. Entró a formar parte de la cultura de la clase dominante y fue físicamente apartado y aislado en sus casas y palacios. A lo largo de toda esta historia, la autoridad del arte fue inseparable de la autoridad del coto. (Berger et al., 1974, pp. 40-41)

Al substraer las obras de arte de sus emplazamientos reservados y hacerlas transmisibles, las imágenes abren la posibilidad de inscribirlas en nuevas e impredecibles circunstancias. Esa multiplicación de imágenes y sentidos se pondría nítidamente de manifiesto en la mediación televisiva.

Lo que ocurre cuando una pintura es mostrada por las pantallas de los televisores ilustra nítidamente esto. La pintura entra en la casa de cada telespectador. Allí está, rodeada por sus empapelados, sus muebles, sus recuerdos. Entra en la atmósfera de su familia. Se convierte en su tema de conversación. Presta su significación a la significación de ellos. Y al mismo tiempo, entra en otro millón de casas y, en cada una, es contemplada en un contexto diferente. Gracias a la cámara, la pintura viaja ahora hasta el espectador en lugar de ser al contrario. Y su significado se diversifica en estos viajes. (Berger et al., 1974, pp. 26-27)

Estas imágenes que liberarían a las obras de arte no sólo las conducirían a los más disímiles espacios cotidianos, sino que pondrían en tela de juicio cómo y quiénes pueden ejercer autoridad sobre ellas. “Lo que han hecho los modernos medios de reproducción ha sido destruir la autoridad del arte y sacarlo –o mejor, sacar las imágenes que reproducen– de cualquier coto. Por vez primera en la historia, las imágenes artísticas son efímeras, ubicuas, carentes de corporeidad, accesibles, sin valor, libres” (Berger et al., 1974, p. 41).

Sin embargo, la substracción mediante las imágenes televisivas del arte y la posibilidad de dispersar sus significados se encuentran con serios retos. No basta con que las imágenes replanteen la experiencia de las obras de arte y posibiliten que otras personas produzcan con ellas sentidos propios, pues los discursos de la autoridad y el patrimonio se intentan imponer para aparentar que esas mediaciones no han cambiado nada.

Como las obras de arte son reproducibles, teóricamente cualquiera puede usarlas. Sin embargo, la mayor parte de las reproducciones –en libros de arte, revistas, films, o dentro de los dorados marcos del salón– se siguen utilizando para crear la ilusión de que nada ha cambiado, de que el arte, intacta su autoridad única, justifica muchas otras formas de autoridad, de que el arte hace que la desigualdad parezca noble y las jerarquías conmovedoras. (Berger et al., 1974, p. 37)

La transmutación de las obras de arte en imagen permitiría disputar su propiedad y su significado, que podrían ponerse en entredicho. ¿Sólo las condiciones fijadas por los especialistas para interrogar el arte serían aceptables? ¿De quiénes serían ahora los significados de las imágenes?

La cuestión no se dirime aquí entre la inocencia y el conocimiento (ni entre lo natural y lo cultural) sino entre una aproximación total al arte que intenta relacionarlo con todos los aspectos de la experiencia y la aproximación esotérica de unos cuantos expertos especializados, clérigos de la nostalgia de una clase dominante en decadencia. (En decadencia, no ante el proletariado, sino ante el nuevo poder de las grandes empresas y el Estado). La cuestión real es: ¿A quién pertenece propiamente la significación del arte del pasado? ¿A los que pueden aplicarle sus propias vidas o a una jerarquía cultural de especialistas en reliquias? (Berger et al., 1974, p. 40)

Una de las implicaciones más significativas de que las obras de arte devengan un tipo de información es que las imágenes pasan a conformar una compleja red de vínculos, no ya con aquello que representan sino de modo crucial con aquellas otras imágenes con las que se relacionan. Por ello, además de poder hacer referencia a un original, una representación se convierte sobre todo en el vínculo a otras imágenes. Así, el significado de una imagen cambia en función de lo que se ve a su lado o viene inmediatamente después. “La autoridad que conserva se distribuye en todo el contexto en el que aparece” (Berger et al., 1974, p. 37). Esto haría del arte del pasado un asunto político, ya que al haber devenido imagen masiva se harían factibles otras formas para su circulación y uso (Berger et al., 1974, p. 42). Su condición política no radicaría en la dimensión ideológica o representacional de las imágenes sino en su potencial para experimentar con otros modos de hacer, entender y sentir.

Esto conduce a una cuestión determinante para la regulación de esa red de relaciones o modos de circulación de las imágenes. Lo que estaría en juego no sería tanto la propiedad de objetos particulares como las condiciones generales para la reproducción de la información y su distribución. Si la audiovisualización televisiva de las obras de arte trastoca las condiciones en las que ha existido el arte, si su autoridad está cuestionada, esto se debe a que en su lugar hay un “lenguaje de imágenes”, por eso, lo que ahora importa es quién usa ese lenguaje y con qué propósito (Berger et al., 1974, pp. 41-42). En el cierre del primer episodio de la serie, el presentador advierte a los espectadores de que su experiencia se ve restringida porque la narración ha sido previamente ordenada para ellos y, antes, se les ha recordado que “las imágenes puede que sean como palabras, pero aún no hay diálogo. Ustedes no pueden responderme. Para que eso sea posible en los modernos medios de comunicación el acceso a la televisión debe extenderse más allá de sus estrechos límites actuales” (Lalululatv, 2021).

3. Televisión y contraesfera pública

La televisión, sin embargo, no parecía despertar mucho interés para la agitación política. Aunque había comenzado a ser analizada teóricamente con su paulatina expansión durante la década de 1950, salía mal parada en las consideraciones de Theodor Adorno (1954) o planteada como poco más que el escenario para la disputa entre alta y baja cultura en las de Umberto Eco (1964) o, quizás más perceptivamente, como un medio formalmente distintivo, pero condicionado a ser una “extensión del ser humano” por Marshall McLuhan (1964). En general, las posiciones marxistas manifestaban sus suspicacias respecto a las posibilidades emancipadoras de los medios de comunicación, que se entendían como mecanismos de manipulación ideológica, algo enfatizado no sólo en el trabajo de Adorno, Horkheimer o Marcuse (Kellner, 2005) sino en otras posiciones como las de Louis Althusser (1970) o más heterodoxas como las de Guy Debord (1967) o Jean Baudrillard (1972). Los Estudios culturales británicos, animados por el giro cultural de la New Left que los alejaba de la línea marxista más inflexible, abogaron por contrarrestar los determinismos –tecnológicos, políticos o económicos– que supuestamente definían a la televisión al enfatizar el papel activo de los espectadores durante su recepción (Brunsdon y Morley, 1978; Fiske, 1978; Hall, 1973; Williams, 1974). Sin embargo, no rastreaban su potencial para la agitación cultural o política, aunque en un informe sobre cómo la televisión abordaba la cultura en el Reino Unido elaborado para la UNESCO en 1971, Stuart Hall había elaborado un certero balance entre las singularidades técnicas del medio y su capacidad disruptiva. Señalaba, de entrada, que un entendimiento de la televisión como medio pasaba por reconocer que ya había revolucionado la relación entre comunicador, mensaje y audiencia.

Puede ser posible desde esa posición reapropiarse del contenido tradicional del “arte” y la cultura –pero esto también como cualquier otra cosa en la televisión debe comenzar por reconocer que la relación ritual entre “arte” y audiencia ha sido destruida y que la transformación y reproducción del contenido del “arte” es totalmente diferente cuando el instrumento de reproducción es la cámara y el receptor es la gran masa del público televidente. (Hall, 2021, p. 235)

Hall concluía, tras denunciar la utilización que unos pocos hacían del medio para dirigirse a una supuesta masa uniforme de destinatarios, afirmando que la televisión no invitaba a servir la cultura tradicional de modo más eficiente, sino a hacer real el eslogan que apareció en mayo de 1968 en las paredes de la Sorbona: “El arte ha muerto. Creemos la vida cotidiana” (p. 235).

A diferencia de las posiciones políticamente más escépticas, y en una actitud más cercana a las valoraciones de Hall, el recurso que Berger había venido haciendo a los medios de comunicación –primero la radio y, desde 1958, la televisión y, luego, el cine– lo convertía en un marxista atípico, más afín a la actitud de Bertolt Brecht y Walter Benjamin respecto al potencial disruptivo de los medios de masas y a Antonio Gramsci y el papel político de la cultura para la construcción de la hegemonía.1 Desde las primeras colaboraciones de Berger para la televisión, esta se revela no como un medio de difusión unidireccional del relato canonizado del arte para audiencias no especializadas sino como la posibilidad para replantear la función social de las imágenes del arte. Esto es algo que ya había comenzado a hacer desde inicios de la década de 1960 en programas como Drawn from Life para Granada Television, en el que incitaba y recogía opiniones sobre arte de legos y personas sin pedigrí académico (Sperling, 2018, p. 130). Las estrategias audiovisuales de Berger y sus colegas buscaban dar lugar a la intervención y la réplica en los medios de quienes se suponía que debían ser solamente sus receptores y, con ello, intentaban expandir el uso de la televisión más allá de sus límites actuales. No estaban solos en esa convicción. Al menos dos posiciones notables plantearon los medios de comunicación, también la televisión, como ámbitos para la construcción de la imaginación política posterior a las movilizaciones de 1968. Su apuesta pasaba, como en el caso de WoS, por retar la propiedad y la autoridad de la alta cultura y hacerla operar en sus formas mediatizadas como procesos colectivos de auto-organización o de conformación de una contraesfera pública. Al tramar WoS con esas posturas, su intervención televisiva se revela de modo crucial como una disputa por la propiedad y la autoridad de los medios y las imágenes del arte.

En el intercambio epistolar mantenido durante los preparativos de la serie de televisión, Berger recomienda al productor Mike Dibb leer Elementos para una teoría de los medios de comunicación, del poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger, que había sido publicado en inglés en New Left Review a finales de 1970 (Conlin, 2020, p. 12). A diferencia de lo que ocurre con las ideas de Walter Benjamin, no hay ni en la serie ni en el libro referencias explícitas al trabajo de Enzensberger. Sin embargo, se pueden apreciar las afinidades entre su ensayo y WoS. De hecho, son especialmente relevantes para situar WoS en la disputa más amplia respecto al papel de la televisión en la socialización de las imágenes del arte en la década de 1970.

Baukasten zur Theorie der Medien2 denuncia, de entrada, los miedos de la izquierda cultural frente a los medios de comunicación. Enzensberger entiende que esas reticencias se explicarían por sus antecedentes burgueses, para los que el potencial radical de los medios presentaría una seria amenaza.

[...] debido a que, por primera vez, ponen radicalmente en entredicho la cultura burguesa y con ello los privilegios de la intelligentsia burguesa, y de forma mucho más radical que cualquier auto-duda que esta capa pueda producir. En la hostilidad de la Nueva Izquierda hacia los medios, parecen reproducirse con progresivo disfraz los viejos temores burgueses –tales como el temor ante las “masas”– así como los viejos anhelos burgueses de volver a una situación pre-industrial. (Enzensberger, 1972, pp. 21-22)

De ahí que las posiciones “apolíticas” hayan logrado avances mucho más radicales respecto al uso de los medios que cualquier grupo de izquierda (Enzensberger, 1972, p. 52). Estas reticencias provocan que ni el antagonismo de izquierdas ni el uso que de los medios hace el underground contracultural despolitizado logren retar la apropiación que el capitalismo hace de ellos:

Porque, si bien es cierto que el underground utiliza de modo creciente las posibilidades técnicas y estéticas del disco, del magnetófono, de la video-cámara, etc., y explora sistemáticamente este terreno, también es cierto que no dispone de ninguna perspectiva política propia, por lo que, por regla general, se ve obligado a entregarse a la comercialización. […] En efecto, el capitalismo es el único que saca provecho de la hostilidad de la Izquierda hacia los medios de comunicación, así como de la despolitización de la anti-cultura. (Enzensberger, 1972, pp. 24-25)

Otro aspecto que parece despertar los recelos de la izquierda ilustrada es la inevitable manipulación ejercida por los medios. Así, lo que entienden que estaría en juego en las mediaciones sería su posibilidad para manipular al público, algo que para Enzensberger, sin embargo, no es necesariamente pernicioso, en la medida en que todos los medios de comunicación están manipulados, pues son usados parcialmente. No habría tal cosa como objetividad o desinterés en el uso de medio alguno. La cuestión, más bien, es para qué se manipulan los medios. “De lo cual se deduce que un proyecto revolucionario no debe eliminar a todos los manipuladores, sino que, por el contrario, ha de lograr que cada uno sea un manipulador” (Enzensberger, 1972, pp. 25-26).

Para la consecución de este fin, sin embargo, debe haber un drástico cambio en los modos de uso, ya que “[…] unos medios como la televisión y el cine en su aspecto actual, no están al servicio de la comunicación sino que más bien la obstaculizan. No permiten ninguna influencia recíproca entre el transmisor y el receptor; desde el punto de vista técnico, reducen el feedback al nivel mínimo que permite el sistema” (Enzensberger, 1972, p. 11). Lo que salta a primer plano con esta solicitud no es sólo la cuestión de la propiedad de los medios, de las imágenes y los textos, sino las formas de asociación y autogestión que estas disrupciones mediáticas requieren poner en marcha. Enzensberger señala cómo ese potencial descontrol de la propiedad y la autoridad hacen que tanto el comunismo como el capitalismo se opongan a él.

Una condición necesaria, pero no suficiente para lograr esta situación [un control social directo], es la eliminación de las condiciones capitalistas de la propiedad. Hasta el momento, no existe ningún ejemplo histórico sobre el proceso de aprendizaje auto-regulador y masivo, posibilitado por los medios electrónicos.

El miedo de los comunistas ante el desencadenamiento de este potencial, ante las posibilidades movilizadoras de los medios, ante la interacción de productores libres, es una de las principales razones de que incluso en los países socialistas siga imperando la vieja cultura burguesa, a menudo transformada y disfrazada, pero estructuralmente incólume. (Enzensberger, 1972, p. 26)

De ahí que la desestabilización de los privilegios y la propiedad sería sólo una posibilidad latente de los medios, pues “[u]nos aparatos como la cámara de fotografiar, la cámara de cine de 8 mm y el magnetófono, que prácticamente ya se encuentran en manos de las masas, han demostrado hace tiempo que el individuo, mientras permanezca aislado, sólo puede hacer uso de tales aparatos como aficionado, pero nunca le servirá para convertirse en productor” (Enzensberger, 1972, p. 32). Por eso, en última instancia, para Enzensberger no bastarían los usos individualmente divergentes: los medios deben ser apropiados y usados colectivamente. “Toda estrategia socialista de los medios ha de tender, por el contrario, a la eliminación del aislamiento de los participantes individuales en el proceso social de aprendizaje y producción. Pero esto no es posible sin la auto-organización de los interesados. He aquí el núcleo [político] de la cuestión de los medios” (Enzensberger, 1972, pp. 34-35).

Es precisamente la pregunta por la forma que ha de tomar esa “auto-organización” en las dislocaciones que posibilitan los medios de comunicación la que condujo a Oskar Negt y Alexander Kluge a plantearse, tras advertir el acceso restringido que tenían los trabajadores a los canales de comunicación, “si puede haber formas efectivas de contraesferas públicas que se opongan a la esfera pública burguesa” (1993 p. xliii). Su trabajo Öffentlichkeit und Erfahrung. Zur Organisationsanalyse von bürgerlicher und Proletarische Öfentlichkeit3 representa un intento por definir en qué podrían consistir esas contraesferas públicas mediáticas. Su reflexión tiene un punto de partida muy preciso, como posteriormente señalaría Negt, el volumen de Jünger Habermas Strukturwandel der Offentlichkeit (1962),4 que significó un giro tanto teórico como práctico en las consideraciones de la izquierda sobre los medios de comunicación (Negt, 1978, p. 66). Tras subrayar las limitaciones de la racionalidad burguesa, que Habermas había restringido a la experiencia de la escritura que había caracterizado el origen y desarrollo de la esfera pública, Negt y Kluge acometieron la tarea, por una parte, de mostrar momentos históricos en los se habían abierto grietas en las que otras fuerzas sociales habían conformado lo que los autores denominaban “esferas públicas proletarias”, para contraponerlas a la homogeneidad de la burguesa; y, por otra, propusieron rastrear las posibilidades que ofrecían las contradicciones del capitalismo de la época para conformar una “contraesfera pública” donde la audiovisualización cobraba especial relevancia.

Las fisuras históricas –crisis, guerra, capitulación, revolución, contrarrevolución– denotan constelaciones concretas de fuerzas sociales dentro de las cuales se desarrolla una esfera pública proletaria. Puesto que esta última no existe como esfera pública dominante, ha de reconstruirse a partir de tales fisuras, casos marginales, iniciativas aisladas. Estudiar los intentos sustantivos de una esfera pública proletaria es, sin embargo, sólo uno de los objetivos de nuestro argumento: el otro es investigar las contradicciones que surgen dentro de las sociedades capitalistas avanzadas por su potencial para una contraesfera pública. (Negt y Kluge, 1993, p. xliii)

Para dar lugar al potencial de esa contraesfera pública, necesitan hacer una aclaración importante. Si bien ambos están intelectual y biográficamente muy cercanos a Adorno y a la sensibilidad de la Teoría crítica dejan claro su alejamiento de las posiciones deterministas respecto a la función de los medios de comunicación: “La multitud de opiniones sobre el contenido de la televisión se presenta como una inmensa colección de ideas que sólo coinciden en un punto esencial: que, lejos de ser una comunicación directa entre seres humanos o grupos, la televisión está programada” (Negt y Kluge, 1993, p. 99). En ese sentido, es sorprendente que la mayoría de los procesos de telecomunicación “funcionan de un modo unidireccional: son formas de regulación de la comunicación que no conllevan respuesta” (Negt y Kluge, 1993, p. 101). Por eso, de la panoplia de posiciones homogeneizantes y deterministas sólo excluyen la de Enzensberger (p. 99), con quien coinciden en un aspecto crucial: “Las ideas brillantes o las resoluciones políticas no pueden resolver este problema [el de la comunicación directa]. El primer requisito es que se produzcan transformaciones masivas en el modo de producción de la televisión y en su relación con los telespectadores” (Negt y Kluge, 1993, p. 102).

En ese resquebrajamiento que la televisión permitiría efectuar sobre la supuesta homogeneidad de la esfera pública burguesa es donde cabe emplazar la intervención llevada a cabo por WoS que, sin embargo, parece quedarse a medio camino. WoS acomete nuevos usos para las imágenes del arte, pero contentándose con que la audiencia piense, dude y disienta a partir de ellos cuando, tanto para Enzensberger como para Negt y Kluge, sería imprescindible dar forma a otros modos de organización, de hacer con y desde las imágenes del arte. Una crítica a la televisión articulada en forma literaria o periodística en el medio de la esfera pública burguesa sería impotente, pues un modo de producción tan autosuficiente como el televisivo sólo sería susceptible de ser criticado por un tipo alternativo de producción televisiva. Por ello, Negt y Kluge piensan que la incorporación de los espectadores y las críticas externas al medio “pueden desempeñar un papel importante en el cambio de las estructuras de la televisión si se concretan en un corpus alternativo de material de difusión y en nuevas formas de organización” (1993, p. 127).

A diferencia de otros experimentos e iniciativas de autogestión televisiva en la década de 1970, WoS nunca se propuso alcanzar esa fase autogestiva ni retar abiertamente las condiciones de producción fijadas por la BBC. En este sentido, sería crucial, por una parte, emplazar WoS en relación con las responsabilidades y limitaciones de una televisión con un compromiso de “servicio público” como la BBC (Walker, 1993). Por otra parte, sería imprescindible tramar este experimento audiovisual no sólo con otros debates de orden teórico sino con los usos tácticos y efímeros, populares y contrainstitucionales, de numerosos experimentos que aún carecen de relatos y genealogías más densos: televisiones barriales, sindicales o indígenas (Boyle, 1997; Downing, 2001; Vinelli, 2014).

A ese respecto, es revelador el balance que Negt haría de los motivos que habrían dejado a medio camino el desplazamiento en el uso del medio televisivo mediante la autogestión. Un fracaso que habría sido generalizado, al menos en sus consideraciones sobre Alemania, por no poder sortear sus condiciones de origen en torno a 1968: “El movimiento de protesta desarrolló objetivos y plataformas de largo alcance […] que, sin embargo, no llegó a las masas, ya que éstas quedaron excluidas desde el principio por este modo de producción marcado predominantemente por intelectuales” (Negt, 1978, p. 67).

4. En nombre de la propiedad (intelectual)

No cabe achacar sólo a los limitados intereses de la clase intelectual el que no se conformaran contraesferas públicas audiovisuales más heterogéneas, algo que dependía de motivos tan diversos como específicos a los ecosistemas televisivos en los que éstas pudieron tomar forma. Sin embargo, el señalamiento respecto al monopolio que de dicha esfera hizo la élite intelectual –y sus innumerables albaceas, ungidos por una extensa red de instituciones de legitimación– apunta a una estrategia determinante para el control de los procesos de audiovisualización, que no se vieron frenados sólo por las renuencias de los intelectuales, sino por el aparato legal blandido en su nombre. El propio Negt hacía un apunte más prometedor cuando argumentaba que había sido una rebelión política en 1968 en Alemania occidental la que “destruyó la ilusión de una esfera pública liberal”, algo que se habría manifestado en, al menos, el intento por romper con la lógica ubicua del intercambio de mercancías y establecer un vínculo de inmediatez entre la comunicación y la experiencia (1978, p. 65). Este señalamiento exige ampliar la reflexión y preguntarse por la condición de mercancía –y la propiedad– de las imágenes y las experiencias generadas –y canceladas– por las nuevas formas de mediación tecnológicas, lo que permite emplazar el asalto televisivo a la historia del arte propugnado por WoS en el resquebrajamiento general de la esfera pública burguesa y letrada. En ese resquebrajamiento, frente a la diseminación audiovisual en curso, cobró especial notoriedad el cercamiento legal de las imágenes.

Las posiciones tanto de Berger como de Enzensberger partían de la convicción de que la mediación audiovisual permitía retar las condiciones de propiedad y autoridad sobre las obras de arte ejercidas por las instituciones culturales dominantes. Esto no quiere decir que no se dieran maneras de revalorización del objeto artístico frente al desbordamiento audiovisual ni que se incluyeran las manifestaciones audiovisuales como nuevos modos (des)auratizados del campo artístico (Ramírez, 2009). Sin embargo, lo que ambos advierten como distintivo del periodo fueron las renovadas formas legales para protegerse de las amenazas de la desapropiación audiovisual. Dado el proceso de desobjetualización de la cultura provocado por la audiovisualización, los modos de control a los que se recurre no son tanto físicos como legales, enarbolando las leyes de copyright o propiedad intelectual para someter el uso de las imágenes. En WoS se señala esto puntualmente: “El arte del pasado ya no existe como existió en otro tiempo. Ha perdido su autoridad. Un lenguaje de imágenes ha ocupado su lugar. Y lo que importa ahora es quién usa ese lenguaje y para qué lo usa. Esto afecta a cuestiones como el copyright de las reproducciones, los derechos de propiedad de las revistas y editores de arte, la política toda de los museos y las galerías de arte” (Berger et al, 1974, pp. 41-42).

La transmutación de la obra de arte en imagen e información en circulación hacía posible poner en cuestión el relato canónico y daba pie a la experimentación colectiva, pero también otorgaba una enorme relevancia a las leyes de propiedad intelectual para controlar su uso y asegurar su explotación comercial. Esta no es una cuestión menor, pues el paso de un bien escaso –el objeto artístico único y original– a uno en exceso –las imágenes reproducidas masivamente– es un síntoma de una transformación culturar mucho mayor. En las condiciones en las que se despliegan con las nuevas mediaciones audiovisuales, ¿quiénes, cómo y para qué producen y se reapropian de las imágenes del arte? Esta modificación en las formas materiales para la experiencia del arte y la cultura no sólo trastocaba la naturaleza de la obra, sino que podía desestabilizar la estructura institucional y conceptual en la que ésta se había inscrito históricamente. Enzensberger no escatimaba el alcance de esto:

Los nuevos medios están orientados hacia la acción, no hacia la contemplación; hacia el presente, no hacia la tradición. Su actitud frente al tiempo es completamente opuesta a la representada por la cultura burguesa, la cual aspira a la posesión, esto es, duración y preferentemente eternidad. Los medios no producen objetos almacenables y subastables. Acaban por completo con la “propiedad intelectual” y liquidan la herencia, es decir, la transmisión de capital inmaterial, específico de clase. (1972, pp. 28-29)

Sin embargo, esa sería una situación que sólo una autogestión colectiva y generalizada de los medios propiciaría. Así que, aunque el uso de las grabadoras, las cámaras fotográficas y de video estuviera extendiéndose entre la clase trabajadora, no se daba en los lugares de trabajo, ni en las escuelas, ni en las oficinas, en resumidas cuentas, en los sitios donde podía favorecer algún tipo de conflicto social por la propiedad (Enzensberger, 1972, pp. 35-36). Su utilización individual no pasaría de ser, pues, más que una industria casera “bajo licencia” (Enzensberger, 1972, p. 32). Esa limitación es la forma de control ejercida frente a los usos socializados de los dispositivos que cuestionarían tanto la propiedad como la autoridad de las imágenes, de donde Enzensberger concluye que “[c]omo es natural, la sociedad burguesa se opone a tales posibilidades con toda una batería de medidas jurídicas” (1972, p. 36).

Las vicisitudes de la edición impresa de WoS ponen esto claramente de manifiesto. Mike Dibb ha señalado cómo tenían “[…] la sensación de que el libro intentaba desafiar las convenciones de los libros de arte; aspirábamos a que fuera muy diferente de otros libros de arte. Y lo que es más importante, queríamos que fuera más barato, y durante un tiempo fue el libro de arte más barato del mercado” (en Kristensen, 2012, p. 190). En efecto, el libro circuló inicialmente a 60 peniques y debió vender unos 20.000 ejemplares en una semana (Kristensen, 2012, p. 192). Si WoS pretendía ser un libro popular para ello debía facilitar tanto su acceso como la libre circulación de sus contenidos, de ahí que los textos de la primera edición no tuvieran derechos de autor. Según recuerda Dibb: “Creíamos que las ideas debían ser libres. Y en la primera edición nos las arreglamos para colarlo, pero se detectó muy rápidamente y todas las ediciones posteriores tienen derechos de autor. Pero como la primera edición dice que el texto del libro no está protegido por derechos de autor, supongo que técnicamente cualquiera puede tomar el texto, aunque no las imágenes” (en Kristensen, 2012, p. 192). La experiencia de la disrupción audiovisual fue decisiva para pensar la posterior edición del libro en esos términos liberados, pues, como se aclara en la introducción, “[n]uestro punto de partida fueron algunas ideas de la serie de televisión Ways of Seeing. Hemos procurado ampliar y matizar estas ideas, que han influido no sólo en lo que decimos en este libro sino en cómo hemos procurado decirlo” (Berger et al., 1974, p. 11).

La tensión con los editores revela que, frente a los intentos por liberar el conocimiento que la audiovisualización hacía posible, cobraban cada vez mayor relevancia las restricciones impuestas por las leyes de propiedad intelectual ejercida en nombre de los autores y especialistas. Estas leyes, sin embargo, protegían fundamentalmente los intereses de los propietarios de las obras de arte y a los dueños de las empresas intermediarias que las difunden y las condiciones para su explotación económica en detrimento de otros usos. Su auge sería directamente proporcional a la expansión global del ecosistema audiovisual. Así, las prácticas de desapropiación cultural que posibilitaba la autogestión de las cada vez más extendidas mediaciones audiovisuales entrarían en conflicto con el régimen de propiedad intelectual global que se estaba reforzando. Por entonces se creaba la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual en 1967 –posteriormente convertida en un organismo de Naciones Unidas en 1974–,5 lo que concluirá con el establecimiento de un marco regulatorio transnacional cada vez más restrictivo y marcadamente comercial para el uso de la información, la cultura y las imágenes del arte. Esto no sólo haría de WoS un experimento ilegal, sino que incluso trabaría el ejercicio canónico de la Historia del arte por las restricciones y cánones que habría que pagar por el uso de las imágenes (Ramírez, 2005). De hecho, el denominado caso Betamax, en el que Universal Studios había intentado entre 1976 y 1984 que una sentencia judicial ilegalizara el uso de las videograbadoras domésticas producidas por Sony Corp. muestra prístinamente la importancia tanto económica como cultural que encerraba la disputa por el control de las imágenes (Greenberg, 2008; López Cuenca, 2018). Las nociones de autor, propiedad, originalidad, obra y regalía, que cobran consistencia con el pensamiento burgués del siglo XIX, serán el sustento conceptual de la propiedad intelectual. De ahí el profundo calado de lo que el devenir imagen del arte podía poner en entredicho. Dado el alcance de lo que estaba en juego, se entiende que cuando Berger reseñaba el libro The Dark Side of the Landscape de John Barrell, una indagación histórica sobre el surgimiento del paisaje como resultado de la privatización de las tierras comunales en Inglaterra y el consecuente empobrecimiento de parte de la población, estableciera un paralelismo: “¿No podría el eslogan ser ‘Abajo las alambradas, tanto las intelectuales como las agrícolas’?” (en Overton, 2018, p. 12).

Por eso, con la mutación de las obras de arte en imágenes –y con ello su disponibilidad para el montaje, circulación y experimentación– no se ponía en cuestión sólo la competencia académica de los historiadores del arte. Asaltar el canon cultural audiovisualmente posibilitaba modos de socializar las imágenes con los que dar lugar a otros horizontes de expectativas colectivas. Una vez que las obras de arte devienen imágenes, se pueden multiplicar las disputas por los significados de la historia que se cifran en ellas, lo que haría del uso del arte una cuestión ineludiblemente política. Así se resumía en la versión impresa de WoS:

Tal como usualmente se nos las presentan, estas cuestiones [sobre el copyright] son asuntos estrictamente profesionales. Pero uno de los objetivos de este ensayo es precisamente mostrar que tienen un alcance mayor. Una persona o una clase que es aislada de su propio pasado tiene menos libertad para decidir o actuar que una persona o una clase que ha sido capaz de situarse a sí misma en la historia. He aquí la razón, la única razón, de que todo el arte del pasado se haya convertido hoy en una cuestión política. (Berger et al., 1974, p. 42)

El arte del pasado se convertiría en una “cuestión política” porque al devenir imagen masiva se haría factible esquivar la propiedad y la autoridad canónicas. Su alcance político residiría no tanto en lo que las imágenes representan –en lo que dicen– sino en la capacidad para experimentar con otros modos de hacer, interpelar y sentir –cómo relacionamos imágenes entre sí. Enzensberger apuntaba en esta dirección cuando escribía que:

Ello no significa que [los medios] carezcan de historia o que contribuyan a la desaparición de la conciencia histórica. Por el contrario, permiten por vez primera que el material histórico quede fijado de tal forma, que en cualquier momento pueda ser reproducido. Y al poner este material a disposición de unos fines actuales, demuestran a cualquiera que lo utiliza, que la historiografía siempre es una manipulación. Sin embargo, la memoria que guardan para ser usada en cualquier momento, no está reservada exclusivamente a una casta de sabios. Se trata de algo socializado. La información acumulada está a disposición de todos, y esa accesibilidad es tan instantánea como la grabación. Basta con comparar el modelo de una biblioteca particular con el de un banco de datos socializado, para darse cuenta de la diferencia estructural entre ambos sistemas. (1972, p. 29)

De esto se desprende que el hecho de que las obras de arte hayan devenido un tipo de información no quiere decir que carezcan de materialidad, por eso la forma que adquieran los reservorios de información –una biblioteca privada frente a un banco de datos socializado– no es una cuestión tangencial. En esos reservorios se ejerce de distinto modo la propiedad –y, por extensión, el control de sus imágenes–: ¿De quiénes son? ¿Dónde están depositadas? ¿Cómo se accede a ellas y cómo se usan? Ello explica la importancia que cobra la propiedad de la infraestructura mediante la que se conforma el ecosistema audiovisual. “Los movimientos socialistas”, auguraba Enzensberger, “tendrán que emprender la lucha por la consecución de unas frecuencias propias y en un futuro inmediato tendrán que instalar sus propias emisoras y repetidores” (1972, p. 31). Efectivamente, lo que la propiedad intelectual regulaba no era tanto la propiedad de objetos particulares como las condiciones generales para la producción, reproducción y uso de la información.

5. Conclusiones: experiencia y materialidad televisiva

Para finales de la década de 1980, Enzensberger expresaría con acritud su desilusión respecto a cualquier potencial liberador de la televisión, a la que entendía totalmente desinteresada por producir contenidos y tachaba de “medio vacío” (2010). “Puede parecer peculiar, incluso temerario, el gasto millonario dedicado a lanzar satélites al espacio exterior y a cubrir toda Europa Central con una red de cable; se está produciendo una proliferación sin precedentes de ‘medios de comunicación’, sin la menor idea de lo que realmente debe transmitirse” (Enzensberger, 2010, p. 14). Esta denuncia de la despreocupación por los contenidos televisivos, sin embargo, minusvalora que los medios audiovisuales no sólo hacen circular signos, sino que también producen, de modo crucial, las condiciones para su experiencia.6 Como Enzensberger señala amargamente, la industria televisa más que en los contenidos está interesada en frecuencias, canales, códigos, cables, nodos de señal y antenas parabólicas (2010, p. 13). Esto, ciertamente, parece no tener tanto que ver con los programas como con las formas materiales de operación del ecosistema audiovisual, pero esa materialidad es indisociable de los modos de experimentar los contenidos.

Así, si la tecnología televisiva opera mediante la circulación de las imágenes del arte en lugar de preservando las obras originales, esto modifica la relación entre obra de arte y espacio, algo que tiene que ver tanto con los contenidos como con la materialidad de los medios. Basta recordar que en WoS se partía de la premisa de que las obras de arte tenían un lugar de emplazamiento –una cueva, un palacio, un museo–, donde eran percibidas, entendidas y usadas. La reproducción técnica las substraería de ellos, arrojando las imágenes del arte al flujo de la vida cotidiana (Berger et al., 1974, p. 41). Si esas imágenes devienen información en movimiento y son experimentadas desligadas de un lugar de pertenencia originario, “[n]os rodean del mismo modo que nos rodea el lenguaje” (p. 41). Sin embargo, este símil con el lenguaje cotidiano es equívoco, pues la aparente inmediatez con la que se asocia el habla invita a pasar por alto el complejo proceso de mediación material que durante décadas efectuó la audiovisualización televisiva.

Si debido a la intermediación de cámaras, antenas repetidoras y aparatos receptores las obras ahora viajan hacia el espectador en lugar del espectador a ellas (Berger et al., 1974, pp. 19-20), ¿qué infraestructura ha hecho posible esa forma de viaje? ¿Quiénes la administran? ¿Cómo modifica ese medio de transporte la experiencia del espacio en la que ahora se inscriben las imágenes del arte? Las imágenes no aparecen en cualquier lugar ni de cualquier manera. Que la “televisión” no sea lo mismo en todas partes –que la BBC, TVE, o ARD conformen ecosistemas audiovisuales singulares y en ellos se den también formas disidentes– tiende a pasarse por alto cuando se la concibe como una tecnología en lugar de como una mediación sociotécnica. De hecho, las imágenes quizás sean el estrato más “efímero, ubicuo, carente de corporeidad, accesible, sin valor, libre” (Berger et al., 1974, p. 41) del ecosistema audiovisual, pero no así los estudios de grabación y producción, la red de microondas, la infraestructura tecnológica y el orden legal que hacen posible la experiencia televisiva, que seguía siendo en la década de 1970 notoriamente excluyente. En esto coinciden todos los autores referidos y, particularmente, Raymond Williams quien resumiría: “en todos los sistemas actuales son muy pocas las personas que toman las decisiones principales sobre la producción” (1974, p. 153).

WoS apunta al proceso de reterritorialización que estaba en marcha con la expansión televisiva. Si las artes visuales siempre han existido dentro de cierto coto, si las imágenes las substraen y desplazan, ¿cómo se lleva a cabo materialmente ese movimiento? ¿Qué redefinidos espacios se producen ahora para su experiencia? Al nombrarlo, WoS apenas señala los modos como la infraestructura audiovisual estaba en proceso de ajustar masiva y simultáneamente escalas notablemente dispares de la existencia: psíquica, doméstica, urbana, continental, satelital. Enzensberger había percibido esto cuando afirmaba que los medios electrónicos no sólo habrían construido intensivamente la red de información, sino que también la habrían expandido extensivamente, de ahí que la soberanía nacional estuviera condenada a perecer: bastaba esperar al golpe de gracia de los satélites (1972, p. 16). No sólo la soberanía nacional estaba en cuestión por las múltiples escalas en las que se estaba desplegando el ecosistema audiovisual, sino también uno de sus relatos más significativos, el sostenido por la historia del arte. Llamar la atención sobre por qué en esa coyuntura WoS habría encarnado mucho más que una amenaza para la disciplina ha sido la modesta finalidad de este texto. Que lo que se ambicionaba era algo mayor que desmentir la competencia académica de la disciplina lo manifiesta su disputa por la propiedad y la autoridad de las imágenes del arte, que tiene tanto que ver con la historia del arte como, sobre todo, con las formas que estaba tomando el capitalismo postindustrial a finales del siglo XX.

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Notas


  1. 1. A inicios del siglo XXI, Berger afirmaba ser “todavía, entre otras cosas, un marxista” (2008, p. 121). De Antonio Gramsci había escrito en 1957, mucho antes de que se comenzara a conocer en inglés su trabajo, que era “uno de los más grandes intelectuales de este siglo” (Berger, 1957, p. 124). La recurrencia del trabajo de Brecht y Benjamin en la biografía intelectual de Berger está expuesta en Merrifield (2012) y Sperling (2018).

  2. 2. Aparecido en Kursbuch, núm. 20, Frankfurt am Main, 1970, pp. 159-186. Se sigue y cita aquí su versión en castellano consignada en el apartado de referencias.

  3. 3. Suhrkamp Verlag, Frankfurt, 1972. Se sigue y cita aquí su versión en inglés consignada en el apartado de referencias. La traducción de las citas al castellano es responsabilidad del autor.

  4. 4. Hermann Luchterhand Verlag GmbH & Co KG, Darmstadt y Neuwied, 1962. Publicado en castellano como Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, en traducción de Antoni Domènech y Rafal Grasa para la editorial Gustavo Gili en 1981.

  5. 5. Los orígenes de la OMPI datan del apogeo de la Revolución industrial y las Exposiciones universales, pues fue en 1883 y 1886 cuando se suscribieron, sucesivamente, el Convenio para la Protección de la Propiedad industrial en París y, en Berna, el Convenio para la protección de las obras literarias y artísticas. Su reformulación y expansión prácticamente un siglo después responderían al cambio en curso hacia un modelo postindustrial donde la capitalización de la información, el conocimiento y su circulación devenían económicamente determinantes.

  6. 6. Aunque esa noción tenga implicaciones marcadamente diferentes en cada caso –cifradas en las nociones de experience y Erfahrung–, algo que requiere de un análisis más detallado que no puede desarrollarse aquí, que los medios de comunicación pueden producir renovadas formas de experiencia tanto individuales como colectivas está en el trasfondo de las posiciones tanto de WoS como de Enzensberger, y es la preocupación central de Negt y Kluge. Véase al respecto Hansen (1993), Jay (2014) y Roldán (2022), entre otros.