An interview with Lupe Álvarez by Giada Lusardi
Lupe Álvarez
Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador.
Pontificia Universidad Católica del Ecuador, Ecuador.
cómo citar este trabajo / how to cite this paper
Álvarez, L., & Lusardi, G. (2024). Entrevista a Lupe Álvarez por Giada Lusardi. Umática. Revista sobre Creación
y Análisis de la Imagen, 7.
Lupe, ¿cómo explicas el surgimiento de estas nuevas narrativas?
El tema es interesante, claro. Hay mucho por discutir. Efectivamente, podemos hablar de algunos factores que han removido los relatos tradicionales de la historia del arte, obligando a un replanteo de sus fundamentos. Ya no puede hablarse con propiedad del estatuto autónomo del arte cuando muchos de los valores artísticos que la tradición instituyó han sido superados y cualquier pregunta sobre una definición sustantiva de lo artístico se ha tornado impropia. Hoy llamamos arte a un sinnúmero de propuestas que desbordan totalmente los cánones de la disciplina y emergen perspectivas trans y extra disciplinares que precisan abrirse a las contingencias y performatividades que expanden el horizonte de lo artístico más allá de cualquier teleología.
La proliferación de imágenes, los nuevos canales de difusión y la intervención de nuevos actores, no solo en el análisis, sino también en la formación de tendencias y gustos, generan conexiones inéditas para cualquier estudio académico convencional y forman un circuito atendido por amplias comunidades; para poner un ejemplo: Instagram o los influencers de YouTube exponen a las audiencias a un espectro inabarcable de perspectivas, lenguajes y referentes que exceden cualquier proyecto académico. Del mismo modo, formas más democráticas y accesibles de adquirir conocimientos a través de internet y las redes sociales, considerando que la educación medial ya no tiene un locus, representan cambios fundamentales que han transformado el escenario y necesitan ser atendidos.
Creo que la academia tiene que vérselas con ese entorno. No solamente con el modo en que circulan vertiginosamente las imágenes, sino con los cambios de jerarquía que se producen en la evaluación misma de dichas imágenes. ¿Por qué hay cambios de jerarquía? Porque actualmente, por ejemplo, se han modificado las relaciones convencionales académicas entre el saber y el no saber; es decir, nuevas perspectivas teóricas avalan las pedagogías que valoran todo tipo de saber, no solamente el saber experto, y se elaboran metodologías y proyectos, coherentes con el tratamiento de producciones culturales y artísticas cuyo estatuto en el mundo del arte se encuentra en un constante escrutinio. Estamos ante un acceso sin precedentes a la producción simbólica y esta avalancha se nos presenta al margen de un sentido lineal o evolucionista y a contrapelo de la dialéctica de innovación y ruptura que articuló la historicidad moderna.
Este panorama, con toda su economía política (no solamente de las imágenes) y todas las formas en que las producciones artísticas se politizan, despolitizan, o son analizadas y puestas en valor, más allá de lo estético, precisa un análisis del mundo del arte y de los procesos de aprendizaje histórico-artístico, que incluya los cambios epistemológicos impulsados por campos de saber como los estudios culturales o visuales, entre otras perspectivas de lo que se considera “teoría”, frente a la manera en la que se comportaban la antigua historia y crítica del arte. Resulta inminente abordar construcciones de valor y formas de historizar aquellas implicaciones que en la producción artística tienen los movimientos sociales y los compromisos poético-políticos con el ecologismo, los proyectos decoloniales, feministas, antirracistas y todo un sinnúmero de plataformas que adquieren un cariz ideológico-poético marcado en sus modos de hacer.
No creo que haya un fenómeno de sustitución de unas cosas por otras, sino una ampliación de los antiguos cánones que implica el examen crítico de sus fundamentos teóricos, metodológicos y epistemológicos. Creo que uno de los aportes fundamentales del debate que hemos llamado “posmoderno” es la desjerarquización, o lo que Lyotard llamaba el ocaso de las grandes narrativas de la Ilustración y el progreso; esa manera en la cual se remueven jerarquías entre lo que llamábamos alta y baja cultura desde la implosión de los medios de masas o de revalorizaciones que surgen de las prácticas curatoriales que, en general, no son inmediatamente incorporadas a la tradición de la historia del arte. Siempre hay que aclarar que cuando uno habla de la superación de los opuestos binarios de alta y baja cultura, se refiere en rigor a un tipo específico de “alta cultura” que afirma su superioridad frente a la cultura de masas. Existen otras perspectivas del análisis cultural, donde lo que se entiende por procesos de subalternización demanda la inclusión de esa producción cultural que no está al amparo ni de los medios masivos, ni está incluida en los grandes relatos de las disciplinas convencionales. Estas perspectivas se enfocan en la producción simbólica inscrita en territorios y comunidades, y se confrontan con formas de valorar que necesitan ser constantemente revisadas. Un ejemplo importante de esto es la 60ª edición de la Bienal de Venecia curada por Adriano Pedrosa.
Estamos ante un gran proyecto inclusivo en el que se necesita profundizar, pues muchas veces carece de una estructura reflexiva que comunique de forma plausible los fundamentos detrás de esa inclusión. Entonces, pudiera generarse una banalización o una inclusión, diríamos, festinada de contenidos sin la profundidad necesaria para que las formas de valorarlos sean aceptables, visibles y comunicables. Hay muchas celebraciones, pero también muchas críticas, porque estos procesos necesitan ser estudiados y mirados, no como algo que va a asentarse inmediatamente, sino como una travesía que vaya generando un saber con discursividad propia, vocabulario fundamentado y una pedagogía diferenciada donde queden fuera formas de adoctrinamiento, superficialidad o romantización.
Dentro del ámbito formal y académico al que me he referido, hay que vérselas con esos otros actores que están construyendo también formas de saber, mirar, sentir, apreciar y expresar afectos y que no tienen metodologías cifradas en los códigos habituales para las disciplinas artísticas. Por eso insisto en que esto es una travesía, no algo que llegará mañana, ni algo que vendrá de la mano de un iluminado. Son procesos que se construirán colectivamente con muchas voces y archivos, acervos de imagen, y que negociarán su legitimidad en el campo cultural, mucho más allá del artístico.
Me parece un tema fascinante, y como actores en determinadas esferas, necesitamos involucrarnos. Como productores de conocimiento en la esfera pedagógica, en la crítica, en la curaduría o en la teoría, debemos estar preparados para dar espacio a estas otras voces. En mi caso, combino todas estas esferas y veo que muchas veces no estamos preparados, porque este es un desarrollo compulsivo, no gradual. Incluso, yo diría que la palabra desarrollo no es la adecuada. Creo que, como en los años 60, estamos en un momento en el que tenemos que construir la terminología para esas otras convivencias.
Y hablando de vocabulario y de cómo nombrar, la “historia del arte” ha ido desapareciendo de los planes de estudio, omitiendo la palabra “historia”. En su lugar, se nombran materias como Arte Moderno y Contemporáneo, lo que refleja un posicionamiento ideológico y político en contra de la utilización de ese término. ¿Cuál es tu postura sobre esto?
Yo soy de esas personas que están omitiendo intencionalmente la palabra historia en relación con la historia del arte. Hay una diferencia entre historia e historización; o sea, la historicidad es una cosa y la Historia es otra. La historia es un relato que tiene una tradición disciplinar, fundada por el idealismo alemán en el Romanticismo. Entonces, sus perspectivas se atienen normalmente al paradigma histórico hegeliano, o sea, a la idea de que existen los espíritus iluminados, los hitos, las obras que marcan esos hitos, los procesos de periodización fundados en la dialéctica de innovación y ruptura, un enfoque cronológico basado en categorías fundamentales de la historia del arte tradicional, como el estilo, el período, etc. Y evidentemente, esa historia del arte, desde mi experiencia y práctica, si no busca contribuir a ser reformada, va a ser eliminada. Yo me alejé de ese mundo hace 40 años, desde que me gradué prácticamente; fui aquellas que, con otras personas, fomentó otro tipo de acercamiento.
Para comprender cómo llegaste a esta posición, cuéntanos cuál fue tu formación en Cuba.
Tuve dos carreras. Una carrera solapada y otra evidente. Estudié en un momento en Cuba en que la carrera de Filosofía fue abolida por un tema político. Se enseñaba Historia de la Filosofía en la Facultad de Artes y letras, donde yo estudié inscrita en la carrera de Historia del Arte. La gran académica Zayra Rodríguez, entonces directora de lo que había quedado como departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana, escogió a los alumnos que ella consideraba destacados en el pensamiento teórico y filosófico y formó un grupo que sería acreditado para enseñar Historia de la Filosofía, ya que la carrera formal de Filosofía había sido clausurada. Yo formé parte de ese grupo y me formé para ser profesora de Historia de la Filosofía y, a la vez, historiadora del arte. Una vez graduada, entré inmediatamente en el ISA (Universidad de las Artes) para formar parte del Departamento de Filosofía. Eran tiempos y protocolos académicos totalmente diferentes a los que conocemos ahora.
Luego estudié en la Unión Soviética donde fui a investigar la Vanguardia Rusa de los años 20 y 30 del siglo XX en el Instituto de Cultura Krúpskaya en la antigua ciudad de Leningrado, hoy San Petersburgo.
Mis maestros eran expertos culturólogos y estetas en el extinto campo socialista, unos capos que no tenían tanta visibilidad debido a la hegemonía de Occidente. Aunque no eran tan conocidos, eran estrellas en sus campos, y tuve una formación muy buena, privilegiada diría yo, porque combinaba muchas disciplinas y perspectivas, aunque no en un programa formal de estudios. También mi experiencia en el Consejo Artístico del Centro Wilfredo Lam, desde donde se forjaba la Bienal de la Habana, fue para mí otra universidad. Pude tener acceso a debates y conocimientos de primera línea y la posibilidad de conocer y escuchar en vivo e intercambiar con las figuras más relevantes de América Latina y el mundo en los marcos de la preparación de las bienales y en sus eventos teóricos. Allí fundé muchas amistades con colegas reconocidos internacionalmente, que perduran hasta hoy y que me ofrecieron muchas oportunidades de crecimiento intelectual.
A mi regreso a La Habana, ya en los años noventa, fundé la cátedra de Teorías de la Cultura Artística en la Universidad de La Habana con un programa muy ambicioso que seguían lxs estudiantes a lo largo de la carrera. Eran momentos en los que era muy evidente la necesidad de una formación teórica en conversación con las prácticas artísticas en todas sus dimensiones. En esa época comencé mi práctica como crítica en una dimensión más teórica.
Siempre ejercí una crítica no descriptiva, sino más bien centrada en descubrir las arquitecturas conceptuales detrás de las manifestaciones artísticas, sus posicionamientos estéticos y sus procesos. Mi materia fundamental, (porque imparto varias en la Universidad de las Artes) la desmarqué de una Historia del Arte Contemporáneo y la nombré Procesos Conceptuales Posteriores a los 60.
Creo que los estudios históricos sobre el arte moderno generalmente están enclavados en una noción histórica convencional, a pesar de que se trata de un ya antiguo debate.
Hubo muchos relatos teleológicos dentro de una tradición que discutió las formas clásicas del arte del siglo XIX. Esas visiones adquirieron jerarquía, por ejemplo, la visión de Clement Greenberg, que trazó la historia del Modernismo, o la visión de Hans Robert Jauss y otros teóricos que plantearon visiones contrapuestas a la de Greenberg. Por eso, casi a mediados de siglo XX, se originaron los debates en torno a Modernismo y Vanguardia, que finalmente hicieron poco factible la visión historicista de la Modernidad.
De todas maneras, el arte moderno todavía es historicista, no porque así lo demande la práctica, sino porque el saber sobre el arte moderno tuvo razones teleológicas que así lo justificaron. Y si vamos a hablar de la diferencia que hay entre Estados Unidos y Europa, se ve más clara la confrontación de perspectivas, porque el Modernismo para Europa no se identifica con lo que América Latina y los Estados Unidos llamaron Modernismo. Entonces, hay mucho que debatir allí y, en consecuencia, hay que asumir una posición sostenida en esas disputas e informada por ellas.
En mi caso, estudié desde una perspectiva de historia del arte que indudablemente fue una historia de la visualidad. La escuela de historia del arte donde me formé propiciaba una experiencia directa, concreta y física con los materiales, los objetos de arte y documentos de arte, y con un centro adscrito al departamento llamado Centro Studi e Archivio della Comunicazione (CSAC) que se configuraba, sobre todo en los años sesenta, en relación con la teoría de la cultura, las teorías fenomenológicas, la escuela de Husserl y de Merleau-Ponty, las teorías vinculadas con los estudios de semiótica, la teoría de la comunicación y el pensamiento de Umberto Eco, quien enseñaba en la cercana Universidad de Bolonia. Por lo tanto, mi idea de historia del arte es como una historia de la comunicación visual crítica. Hay que imaginarla en esta lógica: como historia de la imagen. En fin, lo que quiero decir es que creo que existe un estigma sobre una escuela específica de historia del arte que siento que no he vivido. Porque hay muchas historias del arte…
Hay muchos relatos…Desafortunadamente, dominó un paradigma impuesto por Occidente, entonces, todas las historias convergieron hacia allí, incluida la Historia del Arte. De hecho, en muchos lugares aún se estudia Historia del Arte dentro de las carreras de Historia. En Cuba no. Desde 1945 se fundó el Departamento de Historia del Arte por Luis de Soto y se convirtió en carrera donde se ha producido mucho saber desde perspectivas diversas.
En ese ámbito, me parece muy valioso el debate propuesto por la revista sobre una aproximación a la historia del arte y la cultura visual desde América Latina. Por otro lado, ¿cómo consideras que tu formación en Cuba se vincula con tu experiencia en Ecuador?
Las personas que pasaron mis cursos supieron que tenía una visión alternativa que no estaba entrampada en la historia del arte convencional. Umbrales del arte en el Ecuador, esa muestra emblemática que abrió el proyecto original del MAAC, no tenía nada que ver con la historia del arte convencional, por ejemplo, y uno de los problemas que enfrentó esa muestra fue precisamente el de posicionarse de manera diferente con respecto al paradigma teleológico y cronológico de la historia del arte y con la periodización tradicional de la modernidad local.
En Cuba, la inclusión de la teoría de la cultura cambió la enseñanza de la historia del arte. A mi regreso de Rusia, en la década de los 90, empecé a aportar a esa transformación. Creo que hay una manera coloquial de enfrentarse a la historia del arte que no ha sido suficientemente escrutada. En América Latina, hay muchas historias del arte cuyo enfoque parte de teorías de la comunicación, semióticas, psicoanalíticas y sociológicas. Hasta la década de 1940, la sociología del arte tuvo una influencia tremenda en la historia del arte. De hecho, uno de los libros más influyentes e importantes en los currículos académicos fue La Historia Social de Arnold Hauser. Pero esto nunca significó que los elementos de la psicología de la percepción que venían de Rudolf Arnheim y la Gestalt no hubieran influido también en la historia del arte. Hay también una gran tradición marxista y de los estudios semióticos en América Latina. Hay muchísimas influencias. Nosotros recibimos clases, por ejemplo, de Yuri Lotman. Estudiamos a Jan Mukařovský y al Círculo de Praga, a Umberto Eco, entre otros semiólogos relevantes en el plano de la visualidad. En Argentina, los estudios de Josef Albers después de su emigración a los Estados Unidos influyeron en los estudios históricos del arte. Insisto en que hay un nombramiento coloquial que, en los planes de estudio, no ha sido suficientemente escrutado como para tener un vocabulario más propio. Esto no quiere decir que las visiones sean homogéneas. América Latina es un contexto muy variado donde perviven un crisol de perspectivas. En Cuba, en particular, hubo una excepción histórica donde los intelectuales recibieron formación de grandes voces de la filosofía occidental. Yo fui fruto de ese mundo.
¿Qué significó para ti llegar al Ecuador, considerando este bagaje tan particular que relatas? Pensando también en la necesidad de los artistas por aproximarse a un lenguaje más cercano al arte contemporáneo, un término con el que normalmente se te ha asociado en la escena local…
El arte contemporáneo, aunque esta definición forme parte de un extenso y aún actual debate, puede ser nombrado como tal porque existen parámetros muy objetivos para entender qué paradigma, o falta de él, compara a estos procesos de ampliación del espacio cultural del arte, y cómo se presenta la diferencia con el estatuto moderno. Los estudios de este último acotan un paradigma histórico bastante definible, aunque como todo lo que se revisa con preguntas del presente, no clausurado.
Llegué aquí por una necesidad de los artistas de adquirir estos bagajes. De hecho, mis cursos fueron tomados por muchas personas destacadas de la escena, incluyendo a Jenny Jaramillo, Jorge Espinosa, Ana Fernández, María Teresa García, Consuelo Crespo, Pepe Avilés y los fotógrafos Wilson Pacha y Patricio Ponce, entre otros cuyos nombres llenarían esta entrevista. Asistieron personas de Quito, Guayaquil, Cuenca e Ibarra con una gestión muy importante llevada a cabo por el Centro Ecuatoriano de Arte Contemporáneo (CEAC).
En cierto momento, tenía pensado ir para Colombia porque se me presentó una oportunidad en la Universidad de los Andes, pero no salió por temas administrativos. Sin embargo, me surgió un trabajo en Ecuador, y aquí estoy.
¿Qué proyectos destacas en tu vida en Ecuador además de «Umbrales del Arte Moderno en Ecuador»?
«Umbrales del Arte Moderno en el Ecuador: una mirada a los procesos de nuestra modernidad estética» fue un proyecto dentro del MAAC, relacionado con las colecciones del Banco Central, pero logramos muchos proyectos más como el Programa de inserción en la esfera pública, los proyectos de debate, Ataque de alas, y más. El proyecto que mencionas fue el más visible y generó mucho debate e incomprensión.
Uno de los errores de la historia del arte convencional es creer que se trata de un panorama universalista. Esa visión es totalmente colonial si considera que la función de la historia del arte es dar todos los grandes nombres y tendencias nombradas y reconocibles. Cuando buscas problematizar esa visión debes usar una metodología distinta, como la de Nelson Goodman, que me ha inspirado mucho para articular mi propia perspectiva: la ejemplificación. Es decir, a partir de una problemática, sitúas ejemplos que clarifiquen los procesos estudiados y esos ejemplos se llevan a un proceso de aprendizaje y curaduría, siempre situando su parcialidad y las perspectivas desde las que son invocados.
En el caso de Umbrales, exploramos las lecturas más importantes de las modernidades de América Latina y las situamos, es decir, indagamos en cómo se construyó el campo cultural local a la luz de determinadas problemáticas. Entonces, generamos conocimientos situados a partir de esas lecturas que tenían que ver con el ancestralismo, remezones vinculados a la cuestión colonial, la incidencia de manifestaciones que pueden considerarse modernas dentro de la hegemonía de la República, el realismo social y los sujetos subalternos, las culturas populares… Estos eran procesos de ejemplificación fundamentada. No se trataba de la inclusión de todos los artistas y procesos. En rigor, el superobjetivo era abrir la puerta a prácticas curatoriales diferentes a aquellas que se habían instituido, elaborando claves que nos permitieran leer las obras no como cumbres, sino como significantes culturales, que es el término que manejábamos. Esto causó polémica e incluso presiones por parte del Banco Central y la Fundación Malecón 2000, que en aquel entonces lideraba el proyecto del nuevo museo.
La escritura sobre arte ha sido una constante en mi vida, una herramienta indispensable para comprender el mundo. Y, con mi formación influencia por los estudios en letras y la filosofía, considero a la escritura como un proceso esencial para entender y comunicar la complejidad de las cosas. Lupe, ¿en qué términos piensas tú la escritura en su relación con el arte?
Mi escritura está a caballo entre la escritura académica y la escritura creativa. Valoro mucho la escritura creativa. Mi mentalidad es especulativa y filosófica porque tengo esa escuela y es básicamente esa la que está presente en Umbrales. Mis curadurías tienen que ver con develar, con traer al mundo de lo visible las arquitecturas de los procesos artísticos. En ese sentido, no hay mucha escritura de ese tipo aquí en Ecuador. Creo que la más cercana es la de Ana Rosa Valdez, porque tiene mi escuela.
He escrito toda la vida vinculada a la teoría del arte, a la estética y la filosofía. Es la manera en que concibo y pienso el arte, es decir, una escritura poco moldeable en el sentido de una sola visión, aunque, claro, depende del proceso que esté evaluando. La escritura sobre el arte no es algo que pueda tener reglas porque parte del objeto, de lo que te detona una determinada práctica; igual que el arte, no puede reglamentarse.
En sus reflexiones, Lupe Álvarez nos ha invitado a repensar profundamente la manera en que entendemos y enseñamos el arte contemporáneo en América Latina. Desde su experiencia y formación diversa, ha destacado la necesidad de adaptarse a un entorno cultural en constante cambio, donde las nuevas narrativas y enfoques metodológicos amplían y enriquecen nuestra comprensión del arte. Su visión de una escritura curatorial que revela más que interpreta, y su llamado a incluir una multiplicidad de perspectivas en el campo académico y cultural, nos desafía a todos a ser agentes de cambio y transformación en nuestras prácticas y en nuestra comprensión del arte y la cultura contemporánea.