El sombrero sobre el escritorio

Conferencia de Luis Camnitzer

Luis Camnitzer

Artista, EEUU

Resumen

“El sombrero sobre el escritorio” es una conferencia impartida en el ciclo de conferencias Encuentros de Arte & Arquitectura que desarrollamos en el Departamento de Arte y Arquitectura de la Universidad de Málaga el jueves 13 de mayo de 2021.

Artista uruguayo de origen alemán, Luis Camnitzer (Lübeck, Alemania, 1937) es una de las figuras clave del arte conceptual latinoamericano que ha desarrollado una prolífica obra (como ensayista, crítico de arte, comisario de exposiciones, pedagogo, conferenciante y creador de acciones y objetos) centrada en la capacidad transformadora del arte, al que considera en esencia un producto de la reflexión.

En esta conferencia diserta sobre las diferencias que halla entre las disciplinas del arte y de la arquitectura. Camnitzer, desde una inicial formación en la Facultad de Arquitectura de Montevideo y una posterior deserción de esta aterriza en el mundo del arte desde donde presta una especial atención a la labor educativa y a la defensa de un arte y educación que funcionen como un todo indivisible. A través de vídeos, fotografías, collages, grabados e instalaciones, propone desde entonces conceptos clave como la desmitificación del papel del artista en la sociedad del consumo, la capacidad artística del lenguaje, la desmaterialización del objeto artístico, el poder evocador de las imágenes y la implicación del espectador.

Reseña de Juan Carlos Robles y Ciro de la Torre

Palabras Clave: Arquitectura, reordenación del espacio, poder, meta-disciplina del conocimiento, pedagogía, funcionalismo.

cómo citar este trabajo / how to cite this paper

Apellido, N. (2022). Título del artículo que se haya de maquetar en este archivo seguido del subtítulo en su caso. Umática. Revista sobre Creación y Análisis de la Imagen, 5.

https://doi.org/10.24310/Umatica.2022.v4i5.15915

Artículo especial
Special Article

Correspondencia/Correspondence

Luis Camnitzer
camnitzer1@gmail.com

Financiación/Fundings

Departamento Arte y Arquitectura de la Universidad de Málaga

Received: 30.09.2022
Accepted: 28.12.2022

La arquitectura no es un tema al que le dedico mucho espacio mental, y en consecuencia lo que voy a decir aquí va a ser un poco fragmentario, desorganizado y con consideraciones que se me fueron ocurriendo mientras escribí esto. Aunque no creo en las autobiografías voy a empezar con algunos datos autobiográficos. La razón es que me parece que estos datos, aunque provenientes de mi vida, en cierto modo no tienen nada que ver conmigo, por lo menos no literalmente. La anécdota aquí es solamente un truco de presentación para otras cosas que superan o trascienden lo personal. Aquí se justifican solamente porque efectivamente yo estudié arquitectura hace más de medio siglo, aunque no lo he hecho hasta el final.

Mi entrada a la facultad de arquitectura no fue del todo premeditada y quizás mi salida tampoco. Mi abuelo, que murió antes de que yo naciera, había sido arquitecto en Alemania. Creo que nunca construyó nada, pero sí sé que iba a las conferencias de Peter Behrens cuando Gropius todavía era su estudiante. Como gran honor, Gropius le llevaba los libros al atril. Quizás fue por mi abuelo que mi familia siempre supuso que yo iba a ser arquitecto. No lo invocaban, sino que usaban un argumento muchísimo más sutil e insidioso. La teoría era que en una conversación informal siempre se puede adivinar la profesión del que habla, quien es un abogado o quien es un médico. Pero en el caso de un arquitecto, creían ellos, éste tiene una cultura tan amplia que no hay manera de identificarlo profesionalmente.

La presión, explícitamente humanista, estaba muy presente y quizás sea por eso que yo no pensaba en la arquitectura como parte de mi futuro. Yo quería ser químico. Realmente quería ser químico, pero la explicación de eso sería parte de la autobiografía que no interesa. Lo que importa es que a los dieciséis años ya teníamos que comprometernos con una carrera profesional. En mi liceo el director había organizado charlas a cargo de aquellos profesores que eran profesionales para que nos hablaran de su profesión. Un compañero de clase, ese sí interesado en arquitectura, quiso ir a escuchar a un profesor de matemáticas que iba a hablar del tema. Ese profesor no era el nuestro y era conocido como un excéntrico. Era famoso porque en el primer día de clase pedía que los alumnos estudiaran la tapa, la contratapa y el lomo del libro de texto. Nadie lo hacía, pero en la clase siguiente, les exigía que hablaran de lo que habían estudiado y se enojaba porque nadie lo había tomado en serio. Los estudiantes decían que estaba loco, pero hoy, por supuesto, ese ejercicio me parece brillante.

De manera que fui a la charla. Fue un día de invierno con una enorme tormenta de vientos y lluvias. Estuvimos esperando más de 10 minutos a que llegara el profesor. Finalmente se abrió la puerta con un portazo violento. El profesor—se llamaba Lussich—entró como una tromba acelerada por el mal humor. Si pedir disculpas se sacó el impermeable chorreando y al mismo tiempo, como con una tercera mano, hizo aterrizar su sombrero sobre el pupitre. Mientras terminaba de sacarse el impermeable apuntó el dedo hacia su sombrero y nos declaró, en forma irrebatible: “Esto que acabo de hacer allí es arquitectura! He reordenado el espacio de ese pupitre.” No me acuerdo que más dijo porque quedé enceguecido por un relámpago. Fue en ese instante que la química se fue al diablo y a la semana siguiente me anoté en arquitectura. Creo, retrospectivamente, que de alguna manera capté en esos momentos que la arquitectura no es una profesión sino una actitud. O más aun, que si las profesiones son nada más que profesiones no sirven para nada. Que recién empiezan a servir si son actitudes con las cuales se puede ordenar y reordenar el universo. Podía haber ido a una charla de mi profesora de química, una señora Ramos a quien le tenía mucho respeto. Ella ya me había hecho ver que mezclando letras se logran cosas tangibles de una diversidad increíble, que se presentan como gases, líquidos o sólidos y que potencialmente pueden ser cosas previamente desconocidas. Creo que era eso lo que me había atraído, más que la arquitectura tal como era vista por mis padres. Y si ella hubiera tirado su sombrero y nos hubiera explicado como los residuos del perfume de su pelo habían cambiado la personalidad del aire que flotaba sobre la mesa y que eso era química, seguramente hoy mi vida sería distinta.

Me doy cuenta ahora que en ambos casos lo que importaba era el poder. La profesión como tal, el estudio disciplinario, consiste en una serie de recetas y protocolos que hay que seguir obligadamente. El poder está ubicado en los que transmiten esos datos y nosotros tenemos que aceptarlos y seguirlos. Recién cuando nos rebelamos, cuando identificamos las fronteras, es cuando conquistamos la libertad de la verdadera originalidad o, incluso, de la locura. Mezclar letras o tirar sombreros sobre la mesa son actos que permiten expresar rebeldía y que trascienden las definiciones estrictas de las disciplinas. Así fue como terminé en la facultad de arquitectura. Por suerte era un régimen educacional bastante abierto y progresista del cual no me puedo quejar.

Creo que ya estaba en tercer año cuando nos visitó el escultor vasco Jorge de Oteiza. Oteiza viajó mucho por América Latina y fue muy influyente, entre otras cosas por sus discusiones con los poetas concretos en Brasil, y con varios artistas abstractos en Colombia. En Uruguay había concursado para un monumento en honor del presidente que sentó las bases progresistas del país ya en la primera década del siglo veinte: José Batlle y Ordoñez. El concurso se llamó en 1958. Oteiza, junto con el arquitecto Roberto Puig, presentó un proyecto sensacional. Desgraciadamente les robaron el premio. El concurso fue declarado desierto, con un segundo y tercer premio, éste último dado a Oteiza y Puig. No me acuerdo los detalles ahora, pero el concurso fue un escándalo y en 1960 Oteiza se quedó en Montevideo por un año, protestando y dando charlas. El proyecto había sido patrocinado por el partido colorado, el partido político de Batlle, que en ese momento estaba en el gobierno. Los premios fueron dados durante el gobierno siguiente, del partido blanco, opositor. El jurado incluía a los tres escultores más tradicionalistas y reaccionarios del Uruguay, y el segundo premio le fue dado a un grupo de arquitectos fascistas que habían diseñado edificios para el EUR de Mussolini. Para peor habían entregado su proyecto después de la fecha establecida como plazo. 1

Las protestas de Oteiza, aun si legalmente válidas, no sirvieron para nada, pero las charlas y el contacto con él sí, y yo fui uno de los marcados. En la charla que no dio en la Facultad habló del diseño. Pero no lo hizo como una materia aplicada a la industria sino como una actitud general frente a la vida. Nuevamente se me presentó la actitud como algo más importante que la profesión disciplinaria. Dentro de esa visión del diseño tanto el arte como la arquitectura no pasaban de ser pequeños forúnculos especializados.

En esa época mi generación estaba trabajando en la reforma del plan de estudios de la Escuela de Bellas Artes y Oteiza, puramente con esa visión, fue muy importante para nosotros. Hoy, para mi, esa actitud general, ese pensamiento abarcador, está ocupado por el arte utilizado como una meta-disciplina del conocimiento. Es el diseño el cual bajó de nivel y que junto a la arquitectura quedaron como los forúnculos, porque es solamente el arte el que permite tratar tanto con lo predecible como con lo impredecible.

El diseño está muy bien, pero se trata de solucionar un problema que tiene la solución escondida adentro de él. Es por lo tanto una solución limitada y casi pre-existente. En arte la situación es mucho más caótica y libre. La solución no está dentro del problema y por lo tanto no se puede extraer. La solución está por todos lados y hay que encontrarla dentro del caos. Y para peor, una solución puede aplicarse a una multitud de problemas, o sea que las variables son infinitas y actúan en todas las direcciones. En el diseño se extrae la solución más elegante, la que administra la información en la forma más simple sin sacrificar la complejidad. Es un requerimiento parcialmente satisfecho por la estética funcionalista cuando se exige que la forma siga a la función. Al descartar la decoración se está administrando la información hacia una economía dirigida exclusivamente al problema que inicia el proceso.

Generalmente no nos referimos al funcionalismo como una estética, pero al fin de cuentas es eso. En el siglo veinte hemos convertido al funcionalismo en una especie de formalismo económico en donde la parte económica nos es relativamente invisible y por eso su presencia es insidiosa. La elegancia allí termina siendo económica, aun si es un requerimiento estético, y la satisfacción estética viene controlada desde allí . En arte, en cambio, la elegancia viene al final del proceso y como broche de oro. Es una condición de la perfección en donde todos los ingredientes son necesarios y nada es superfluo. En arte es administración de la información en su estado más puro y sin consideraciones económicas. Diría que como metodología el diseño es una actividad centrípeta y va a lo concreto mientras que el arte es centrífugo y va hacia lo desconocido. Esto no es para disminuir al diseño y a la arquitectura, sino para marcar las diferencias.

Me encantaría sentarme con Oteiza hoy y renegociar los términos de sus planteos. Intuyo que al final estaría de acuerdo. Alguien que pudo definir a la escultura por sus vacíos en lugar de sus presencias sólidas no puede pensar de otra manera. Me acuerdo que en la pequeña cena de despedida que le organizamos él decidió no asistir. Pusimos una boina vasca en la silla de honor y coherentemente con su escultura celebramos su ausencia. Oteiza logró movernos el piso completamente porque nos hizo atisbar el mundo entero en lugar de la profesión. Estoy seguro, además, que Oteiza fue el responsable involuntario de que al final de todo yo terminara abandonando mis estudios de arquitectura.

Poco después de la partida de Oteiza me saqué una beca y me fui a Nueva York por unos seis meses. Cuando volví llegué para terminar el proyecto de cuarto año en la facultad. Me quedaban todavía el proyecto de quinto, Historia de la Arquitectura Nacional, y Cálculo de Hormigón. El Proyecto sería urbanístico, Historia era dada por el profesor más aburrido de la civilización occidental y cristiana, y Cálculo para mi era equivalente a ser ciego y tener que aprender a escribir en chino. O sea, Cálculo era un obstáculo muy serio. Pero para esta historia aquí el argumento más poético e igualmente verdadero fue otro. Un día fortuito salí del taller, que estaba en un segundo piso, y me asomé a la baranda para mirar el jardín de la Facultad.

La Facultad es un edificio que fue especialmente diseñado para esa función por Román Fresnedo Siri y es una de las joyas arquitectónicas de la década del cincuenta. Bordea un jardín interno con un mini anfiteatro y un estanque que en mi época era utilizado para sumergir a los que se acababan de graduar. La imagen del jardín siempre me había causado placer. Miraba el estanque y luego los senderos que Fresnedo Siri había marcado cuidadosamente con piedra laja sobre el césped. Fue allí que tuve mi revelación. Fue simétrica a la que había tenido una década antes con el sombrero del profesor de matemáticas. Me di cuenta que el cesped estaba entrecruzado con caminos alternativos hechos por la circulación natural de los que atravesaban el jardín. Todo el esfuerzo que el arquitecto había puesto para planear la circulación con sus piedras lajas había sido al santo botón. La gente, no él, había decidido por donde caminar.

Ya en esa época mi utopía arquitectónica consistía en utilizar paneles cibernéticos. El usuario podría mover paredes en todas las direcciones para armar su propio espacio. En mi fantasía las paredes se desplazarían la dirección deseada con un simple movimiento de las manos, y el techo podría subir o bajar de altura según los estados emocionales que uno tuviera o sufriera. O sea, las decisiones espaciales estarían en manos del habitante y no del arquitecto. Pero ese día fueron esos caminitos en el césped los que me gritaron: “Que es lo que estás haciendo? Vas a tener la arrogancia de diseñarle espacios a la gente? Lo que hay que hacer es ayudarle a la gente para que diseñe sus propios espacios!” El mensaje era clarito: La arquitectura de autor, esas esculturas semi-habitables que más tarde estarían representadas por Frank Gehry y Zaha Hahid, no estaban en mi futuro. Eric Mendelsohn, quien para mí era el anticuerpo para la visión bipolar compartida entre Le Corbusier y Frank Lloyd Wright que imperaba en la Facultad, así también dejó de interesarme de un momento al otro.

Pero mi súbito esclarecimiento tenía un problema práctico. Ese rol de facilitador que me estaba sugiriendo el jardín no tenía mercado, ni en Uruguay ni en el resto del mundo. En Uruguay, a esa altura, la arquitectura tradicional ya tenía serios problemas económicos. Prácticamente el primer día de clases nos habían enseñado que había un conflicto ético de intereses entre ser arquitecto y ser contratista constructor. Algunos de mis compañeros más adelantados ya habían tenido que romper con esa ética, otros terminaron trabajando de dibujantes para arquitectos establecidos, y finalmente, entre los que no se exiliaron hacia otros mercados, algunos terminaron trabajando en oficinas públicas y en bancos. Así que esa experiencia, sumada a que no me veía estudiando y aprobando el maldito examen de Cálculo de Hormigón, ayudaron a mi separación de la carrera. Reafirmaron, sin embargo, mi interés en la pedagogía.

Mis estudios de arquitectura sin embargo fueron más formativos que los que tuve en arte. En arte, la experiencia fue autodidacta y de resistencia a lo que se me ofrecía. Mi generación luchó por el cambio del plan de estudios, una lucha que ganamos hacia 1960, aunque no significó que la escuela mejorara mucho. En arquitectura, logré ignorar la imagen prevalente promulgada por Gropius, esa de que el arquitecto es el capo del equipo y controla todo y a todos, inclusive al artista. Era la época en que en lugar de créditos uno todavía podía acumular aprendizaje. Estábamos organizados en equipos horizontales, aglutinados por un proyecto en particular que cada uno solucionaba a su manera. Pero simultáneamente estábamos organizados en equipos verticales, en donde el estudiante de quinto año tenía la ciudad y dirigía a los demás, el de cuarto planificaba un barrio, el de tercero una unidad barrial o un hospital, y así para abajo. Significaba que compartíamos ambas visiones y toda la información, y que estábamos integrados en un contexto mayor que nuestro proyecto personal. Hoy no sé cual es la situación. Sé que gracias a las presiones de Estados Unidos y de los Acuerdos de Bolonia los créditos invadieron a América Latina, y crearon un caos que no me animo a tratar de desentrañar.

La mezcla de equipos horizontales con equipos verticales me educó en el rigor de las perspectivas y la adquisición de conocimientos. El esquicio como primera exploración de ideas donde todavía está todo: lo posible y lo imposible, incluyendo la reacción emocional frente a un proyecto, también fue fundamental. El enfoque en los proyectos como un problema a resolver, esto algo que en principio parece una idea banal, fue crucial para entender que el arte también es una forma de problematización. El entender al funcionalismo como una estética basada en la elegancia y la administración controlada de la información fue un producto directo de la experiencia arquitectónica. El conflicto de intereses entre el arquitecto y el constructor, que ya mencioné, me dio un ejemplo ético fácil de traducir la ética a otras áreas. Extrañamente las escuelas de arte no enseñan ética y creo que eso explica mucho de lo que vemos en las galerías. Si las escuelas de arte tuvieran cursos de ética se producirían muchas menos obras, tanto por respeto a la ecología como al público. Y mi primer contacto con el concepto de tautología, un tema importante en mi producción conceptualista, no fue gracias a estudios de semiología o de arte, sino que tuvo lugar durante un censo que hicimos para la ciudad desde la Facultad.

En su momento no le di la importancia a mi descubrimiento, pero fue allí donde tuve mi primer contacto con lo que hoy llamaría “tautología poética”. En la pared de un cuarto de baño colectivo derruido me encontré con un texto crudamente escrito en la pared en un sospechoso color marrón. Decía: “No sea cochino. Use papel en lugar de limpiarse los dedos escribiendo en la pared”.

Esto parece un chiste, pero en realidad es un tema muy serio. La definición de tautología se refiere a algo que se describe a si mismo en forma repetitiva, por ejemplo A es igual a A, o :”Tengo tres palabras”. Un pleonasmo es algo parecido, pero lo hace utilizando más palabras de las necesarias, típicamente por ejemplo: “Lo vi con mis propios ojos” en lugar de decir “Lo vi”. El asunto es que en los años sesenta cuando se puso de moda el arte conceptual hegemónico y mi obra incluyó la lengua escrita, la tautología se convirtió en un instrumento favorito. Permitió que el arte se explorara a si mismo sin recurrir a referencias externas, incluyendo los materiales. Quedó claro allí que la redundancia o la calidad de pleonasmo, eran elementos que interferían con la obra. Es de allí que se aclara eso que mencioné antes, lo de la administración de la información, de evitar la complicación sin sacrificar la complejidad como algo que determina la elegancia de una solución.

La obra clásica al respecto de este arte tautológico es la caja de madera que hiciera Robert Morris en 1961. La caja contenía una grabación de los sonidos producidos en el proceso de fabricar la caja. El título, coherentemente, es “Caja con el sonido de su propia producción”.2 Por el lado positivo, este tipo de obra tautológica reveló con claridad la importancia de la problematización del arte y la relación que la obra tiene como una solución para un problema planteado. Esto no es algo nuevo porque ya cuando le ponían una plaquita de bronce con la palabra “paisaje” al cuadro de un paisaje teníamos una situación parecida. Pero mientras que el paisaje puede evocar otras cosas, ya sean hedonistas o emocionales, la caja de Morris excluía o trataba de excluir todo lo que no perteneciera la círculo cerrado construido por la obra. Con ese tipo de arte, la creación artística se independizó de la artesanía y se asumió como una forma de elaborar y adquirir conocimientos.

Por el lado negativo, ese tipo de obra tiende a excluir al espectador. No genera conocimientos nuevos, no espera una reacción, y se limita a declarar tanto su presencia aislada como su aislamiento. Es lo que una vez llevó a que mi mujer, sin preparación artística alguna, comentara: “eso es arte autista”. Y otra cosa, por lo menos polémica porque no todo el mundo la comparte, es que en esta investigación hay un cierto misticismo, una voluntad de llegar a un alma hipotético del arte eliminando las interferencias. De ahí la desmaterialización. Supone que en arte hay un valor absoluto que es independiente del público y que seguirá existiendo después que todo el material haya desaparecido y que todos estemos muertos. Lo paradójico en este esfuerzo de incomunicación es que el arte conceptual y su aspecto tautológico surgieron como consecuencia de la Teoría de la Información. La Teoría se había puesto de moda en esa época y trataba de organizar y cuantificar la comunicación, interpretando la incomunicación como el efecto de disturbios involuntarios que se interponen en el proceso.

Pero una vez que se aclaran las relaciones posibles que hay entre problema y solución, con la versión extrema en donde la solución es el problema y el problema es la solución, (que es una forma de decir que A es igual a A), estamos sacando la producción artística del campo artesanal para pasarla al campo de la comunicación. Y si bien en el caso de Morris se podría decir que la obra trata solamente de comunicarse consigo mismo, se ubica sin embargo en el campo de la comunicación y no de la artesanía. Dado el contenido de la grabación, quizás comunica la parte artesanal, pero eso no condiciona el terminado de la obra. El terminado de la obra, como en todo buen producto adquirible en un supermercado, trata de explotar la sicología del comprador en lugar de dar prioridad a la exploración de las posibilidades del virtuosismo técnico, como lo era durante la tradición anterior.

El concepto de una tautología poética, entonces, es importante porque en lugar de desarrollarse en un círculo cerrado utiliza una espiral abierta que envuelve e incorpora al espectador. El genial y anónimo autor del texto que descubrí en ese cuarto de baño, y que seguramente fue históricamente anterior a la de Robert Morris, ya había delineado esa espiral. Pero por expresarse en un barrio marginal de Montevideo nunca logró un lugar en la historia del arte. Es cierto que su texto fue superficialmente didáctico en el sentido que daba una orden explícita. Pero al mismo tiempo expresaba resistencia a esa misma autoridad que arbitrariamente el autor se atribuyó al dar la orden. Se convirtió así en una obra pedagógica del tipo banal de “A es igual a A”, pero por como lo plantea estamos compartiendo la posibilidad y el poder de deshacer esa igualdad. El poder se redistribuye para compartirlo con el usuario.

La invitación de hablar públicamente en o para una escuela de arquitectura fue inesperada. Desde mi deserción no he vuelto a pensar seriamente en el tema de la arquitectura. Mi educación arquitectónica terminó con los principios de fama de Paul Rudolph y con el descubrimiento que Philip Johnson, quien aparte de parasitar a Mies van der Rohe, era nazi. La próxima parada en mi interés fue, más recientemente, gracias a un rascacielos de Vignoly. Vignoly es un famoso arquitecto uruguayo a quien respeto. La curvatura de la fachada de vidrio de su edificio concentró los rayos de sol derritió un Bentley estacionado en una calle de Londres. Logró así que la arquitectura se convirtiera en arte. Hoy quizás me hubiera interesado terminar la carrera.

En general, sin embargo, mi desconfianza hacia la arquitectura es la misma que le tengo a toda forma de arte público. Poner cosas inescapables en los espacios públicos, ya sin siquiera pensar que también hay que vivir y trabajar en las construcciones, me parece totalitario. Con el arte en los museos y galerías por lo menos tengo la opción de no ir y de no ver. Con lo que pasa en la calle no tengo alternativas. Ya no se trata entonces de lograr construcciones y artefactos variables y efímeros, sino de concebir estéticas efímeras concebidas y ejecutadas por los usuarios. La estética efímera es ciertamente un paso adelante desde mis ideas de una arquitectura cibernética como la veía hace medio siglo. Pero también tengo que confesar que, siempre que no pensemos en modas, “estética efímera” es una linda frase que no tengo idea de cómo se realizaría en la práctica. Es obviamente un tema que cobra vigencia en tiempos de pandemia y de confinamiento. La arquitectura interior creada y armada por el usuario, aun si en estas circunstancias es un instrumento terapéutico, puede cambiar nuestra percepción y definición del espacio y de la profesión.

En el mundo que consideramos “normal”, ese que hoy y para estos temas pasa a ser el “mundo vacunado”, enfrentamos un problema más profundo. Al igual que los perros, nos gusta marcar nuestros territorios. Para ello en lugar de charquitos utilizamos nombre, firma, apariencias que nos separan de los demás, y tratamos de encontrar lugares prominentes para que todo el mundo nos vea. Se trata entonces de dejar rastros grandes. Son rastros que hablen de nosotros en lugar de enfocar en como podemos ayudar a transformar a la sociedad para arreglar sus múltiples enfermedades. Esta tarea de curar males, hoy algo más obvio que nunca, ciertamente es más importante que dejar rastros en los árboles para que los huelan los demás. Pero la negligencia en esto ocurre en todos los campos, particularmente en los que se basan en el reconocimiento de la autoría.

Es interesante que la arquitectura de autor en su versión más exagerada y desopilada es un síntoma del neoliberalismo oligarca. En las economías anteriores, ya sea del capitalismo desregulado y desaforado, o de las economías controladas tanto de izquierda como de derecha, el diseño funcionalista y la arquitectura simbólica de confitería ignoraban las ideologías y eran visibles en toda la gama política. Los edificios funcionales se diseñaban tanto en el fascismo como en las democracias, y lo mismo con la arquitectura simbólica. Últimamente estoy coleccionando postales de edificios con grandes columnatas en las fachadas. Veo que en la misma década que se hizo el Haus der Kunst en Munich, un emblema nazi, se construyó el edificio central para la recaudación de impuestos en Estados Unidos. Ambos edificios son visualmente intercambiables y están estéticamente diseñados con la misma pomposidad que expresa el poder del estado. O sea, son edificios que dan miedo.

Entretanto, la misma división oligarca que se da en la economía general también se produce en los estudios de arquitectos. La mentada originalidad que pondría al arquitecto en el mismo nivel del artista visual está reservada para los emporios arquitectónicos con nombres de estrella. En esos términos, Frank Gehry y Jeff Koons son equivalentes tanto como autores que como empresas. El resto de los arquitectos diseña por catálogo, armando rompecabezas con las unidades que se encuentran en sus páginas. Hay, por lo tanto, una dinámica de masificación de la estética que no tiene nada que ver con la ideología de una prefabricación planeada para satisfacer necesidades habitacionales populares. Es un producto de una industrialización del gusto después de un relevamiento de los promedios de demandas dirigido al lucro.

Ese empobrecimiento de las posibilidades de expresión arquitectónica producido, primero por la falta de educación del consumidor, y luego por la estratificación de los creadores, está en un franco proceso de empeoramiento gracias al deterioro ideológico de las instituciones educativas. Hace pocos meses comparé al ex-ministro de educación español José Ignacio Wert con Hermann Göring, el ministro de Hitler quien fuera el fundador de la Gestapo nazi. Como ministro, Wert manifestó que el estudio de las artes distrae de los estudios más serios y que por lo tanto hay que reducir su presencia curricular. Por su lado, y aunque Göring no lo dijo, siempre se le atribuye la frase “cuando oigo la palabra cultura esgrimo mi pistola Browning”. La frase no es de Göring sino de Hans Johst. Johst fue un escritor nazi menor, y en ese sentido seguramente estoy cometiendo una injusticia con mi comparación, aunque no sé exactamente contra quien.

De cualquier manera, estamos entrando en un período histórico ya no solamente dominado e informado por una oligarquía corrupta, sino configurada por lo que se denomina STEM, la sigla inglesa para ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas. STEM se ha convertido en la bandera educativa esgrimida para defender la competitividad de los países en el mercado internacional y lograr la dominancia. La política del ministro Wert se plegaba a esta visión.

La idea de una competencia tecnológica entre naciones es un concepto totalmente enajenado desde el punto de vista de los individuos que componen una comunidad. Ya la idea de una identidad basada en las fronteras geográficas de lo que llamamos “país” es algo bastante disparatado. Una vez que los esfuerzos se concentran en lograr el prestigio de una abstracción geográfica y de una economía que beneficia a unos pocos, ya entramos en el campo de la locura. Pero no es esto lo que quiero discutir aquí.

Lo que me alarma como artista y como alguien preocupado por la educación en general, es el efecto que STEM tiene sobre nuestras ideas de lo que es la creatividad. STEM empezó como una acentuación de la preparación tecnológica y la colección de cursos se mantenía disciplinaria. Una reacción a este enfoque concentrado en la ciencia y la tecnología sugería agregar una A significando arte a la sigla, pero también en forma disciplinaria. La sigla pasaría entonces a ser STEAM, vapor en inglés. Pero más recientemente hay una consciencia de que la fragmentación disciplinaria no es algo tan deseable y que las disciplinas tecnológicas tienen que ser discutidas transdisciplinariamente e incorporando la creatividad. Quizás con esto los propulsores de STEM están siguiendo las creencias de mis padres en eso de tener una cultura que no permita poder identificar la profesión. La integración de la creatividad en las divisiones tecnológicas suena muy bien, parece positivo y me parece una conquista sana. Ya hace décadas que la cultura corporativa se adelantó en esto premiando la creatividad bajo la palabra “innovación”, el concepto de “pensar fuera de caja”, y la productividad generada por el fracaso.

El asunto es que en ausencia de una formación artística esta aplicación de la creatividad es algo peligroso. Ya de por sí, la creatividad está tendiendo a ser identificada como un sinónimo de ingenio. Se ignora así que el ingenio no es más que una forma de recombinar y conectar lo que tenemos a mano para aumentar su efecto. El ingenio es uno de los aspectos fundamentales del diseño, no del arte. Si no tengo un martillo a mano para clavar un clavo utilizo una piedra. O si las reglas que existen para hacer las cosas me resultan ser obstáculos, hago trampa. Hacer trampa no está bien visto, pero esto es así porque lo juzgamos de acuerdo a las reglas de una moral basada en la competitividad dentro de reglas fijas. Pero en términos de solucionar problemas, hacer trampa es nada más que una forma eficiente de lograr lo que uno quiere resolver. Y el que no crea que esto es cierto, que revise la manera en que los millonarios evitan pagar impuestos sin violar las leyes, o violándolas.

La creatividad verdadera es otra cosa que el ingenio. Genera nuevos significados que desafían los significados viejos, trasciende lo conocido, y es una actividad típica de las artes y de las ramas de las humanidades bien usadas. En ese desafío la generación de nuevos significados obliga a la revisión de lo que conocemos, al uso ingenioso de nuestros conocimientos, a la identificación de las fronteras de lo conocido, y luego a la exploración de aquellas cosas que están del otro lado de esas fronteras. Mientras que el ingenio nos mantiene dentro de las fronteras de lo conocido, la creación artística—en sus mejores manifestaciones—nos lleva fuera de ellas.

Volviendo a la tautología entonces, es muy difícil que la tautología auto-contenida nos revele algo desconocido por medio de la generación de nuevos significados. La caja de Morris lo hizo un poco, pero solamente porque ese tipo de especulación todavía no había sido aceptada dentro del campo del arte. El constructivismo de principios de siglo veinte había llegado a aceptar que un cuadrado es un cuadrado y que para serlo no tenía necesidad de referirse a otra cosas. Y con los ready-made de Marcel Duchamp se estableció que ya no era necesario hacer arte por producción y con ello mantener el reinado de la artesanía. En cambio se podía hacer arte por designación. Con la tautología poética esas cosas para mí se abrieron aun más. Me permitió pensar en otro tipo de acceso y de empoderamiento de lo que se define como el público. No es la única manera de hacerlo, pero en mi caso fue una puerta de entrada.

Sin de antemano saber que iba a terminar en los detalles que siguen, veo ahora que me tengo que preguntar si la arquitectura merece tener el título de arte. No importa la respuesta porque en última instancia es algo personal. En mi caso Gropius siempre me dio rabia porque yo estaba estudiando arte y arquitectura al mismo tiempo, y como artista yo no me iba a someter a ningún arquitecto, ni siquiera si el arquitecto era yo. Pero esa posición la tomé dentro de un entorno convencional tanto para la arquitectura como para el arte.

Hoy veo la disyuntiva como más compleja y la pregunta es más refinada porque también incluye otras preguntas: ¿En que medida, si estoy generando significados nuevos con un edificio estoy también bloqueando la posibilidad de generar nuevos significados por parte del usuario? Si estoy embarcado en una primera misión de cumplir con la necesidad de satisfacer el bienestar del usuario, ¿cómo determino mis márgenes de libertad para crear verdaderamente? Si tengo que equilibrar las necesidades materiales del usuario con mi libertad de creación, ¿no defino entonces a la arquitectura como una de las artes aplicadas—algo así como el diseño—en lugar de una de las artes consideradas “mayores”?

La enumeración de dilemas de este tenor podría seguir interminablemente, pero todo esto se puede resumir en un desafío serio: Si el arte es el campo de la imaginación ilimitada, la arquitectura me impone una imaginación con límites. ¿Como supero esas limitaciones? La respuesta convencional está dada por la arquitectura de autor: Al diablo con el usuario, aquí me expreso yo. O si no, ¿como logro expresarme sin dañar al usuario? Hay ejemplos para ambos casos, pero el campo de las respuestas sigue siendo el tradicional y continúa basándose en las jerarquías artificiales impuestas a las artes. Allí se trata de crear un híbrido entre los intereses creativos del yo con los intereses materiales de los demás.

Desde un punto de vista político creo que la perspectiva cambia por que tenemos que poner el énfasis en la distribución de poder tanto en lo relativo al yo, como las jerarquías en general. La jerarquía entre las artes no importa. La autoría no importa. La competitividad y el reconocimiento personal, no importan. Sí importa eliminar la jerarquía que separa al creador del consumidor. Importa la liberación e independización del usuario para que éste empiece a crear en lugar de quedar sometido al consumo.

En arte esto es más fácil de hacer porque no está el bagaje de lo funcional. Como ya lo dijera Kant, el arte no sirve para nada. Esa falta de funcionalidad es la que le da al artista, en forma no invasiva, un tipo de poder que es absoluto al mismo tiempo que invisible y no muy efectivo. En cambio, el arquitecto no tiene ese poder o lo utiliza después de mal adquirirlo. En la arquitectura el abuso de poder es visible inmediatamente. El edificio termina siendo un mausoleo en su propio honor o, servil y mercenariamente, en honor de quienquiera lo patrocine. Lo que no se considera son los efectos enajenantes en el usuario Pero con el tiempo esos mausoleos deforman la estética colectiva. A veces esta dinámica se puede resistir, como en el ejemplo de los caminos que los estudiantes pisaron en el césped de la Facultad en Montevideo. Otras veces queda absorbido en el entorno de lo cotidiano y empobrece la cultura. Es por eso que, más importante que formar buenos arquitectos, es formar buenos pedagogos que utilizan la arquitectura. La actitud general entonces sería la creatividad por medio de una buena educación, y los forúnculos son todo lo que viene después. Hoy, en momentos que la materialidad está ausente, al menos por un rato, tenemos una buena oportunidad para pensar en esas cosas. Por ejemplo, ¿cómo podemos utilizar la realidad aumentada y el espacio virtual para experimentar con el espacio en nuestros propios términos y no el de una estructura de poder? ¿Cómo podemos comunicar espacios sin imponerlos? ¿Cómo podemos utilizar el espacio como un lenguaje dialógico en lugar de ejercer monólogos? La primer arquitectura es nuestro cuerpo, y este actúa como una prisión. Mal que bien, las arquitecturas siguientes mantienen esta característica. ¿Cómo nos liberamos de la materialidad que nos aprisiona?

Notas


2 Box with the Sound of its Own Making”