¿Qué es una imagen menor?

Apuntes sobre las posibilidades políticas de la autorrepresentación visual

What is a minor image? Notes on the political possibilities of visual self-representation

Pablo Caldera

Universidad Autónoma de Madrid, Madrid, España.

Resumen

Este trabajo examina la noción de autorrepresentación a través de las prácticas visuales de la subalternidad y de la idea de sujeto colectivo bajo el concepto de “imagen menor”, que procede de los estudios de Deleuze sobre la literatura de Kafka. Para ello, es preciso repensar los conceptos de representación y enunciación en el contexto de la imagen digital, todo lo cual implica una crítica radical al modelo de interpretación puramente representacional. Se hace necesario pensar la dimensión performativa y la dimensión retórica de las imágenes, sus articulaciones a través de discursos y sus capacidades para romperlos, pero también para constatarlos o consolidarlos. La potencia política de las imágenes no puede así estudiarse solamente desde la perspectiva de la crítica de la representación, sino entendiendo que toda representación está ligada a un carácter epistémico. Por ello el trabajo elabora el concepto de “imagen menor” que, unido a las dimensiones contemporáneas de la injusticia epistémica, pretende dar cuenta de la importancia política de la autorrepresentación.

Palabras Clave: autorrepresentación, cultura visual, representación, subalternidad.

Abstract:

This work examines the notion of self-representation from the vantage point of the subaltern studies, and the idea of collective subjectivity under the concept of “minor image”. In order to develop this approach, the present dissertation rethinks the concepts of representation and enunciation in the context of digital images, by means of implying a radical critique of the paradigms of representational interpretation. It is necessary to think about the performative and rhetorical dimension of images, their articulations through discourses and their ability to disassemble, to verify or to consolidate these same discourses. The political strength of images cannot be examined only through the long-established critique of representation; it rather needs an understanding of every representational act as linked to an epistemic value. Finally, the concept of “minor image” is proposed in a sense that, combined with the contemporary dimension of epistemic injustice, aims at a reiteration of the political relevance of self-representation.

Key Words: self-representation, visual culture, representation, subalternity.

Summary – Sumario

Introducción

El camino a la autorrepresentación: miradas oposicionales

Enunciación y agencia

Autorrepresentación y subjetividad colectiva

¿Qué es una imagen menor?

Conclusiones

cómo citar este trabajo / how to cite this paper

Caldera, P. (2021). ¿Qué es una imagen menor?. Apuntes sobre las posibilidades políticas de la autorrepresentación visual. Umática. Revista sobre Creación y Análisis de la Imagen, 4.

https://doi.org/10.24310/Umatica.2021.v3i4.13561

Artículo original
Original Article

Correspondencia/Correspondence

Pablo Caldera
pablo.caldera@uam.es

Financiación/Fundings

Sin financiación

Received: 24.09.2021
Accepted: 26.11.2021

Introducción

¿Pueden las imágenes servir de artefactos políticos? El propósito de este trabajo es responder afirmativamente a la pregunta: sí, sobre todo cuando estas se tratan de “imágenes menores”. El desarrollo de este concepto requiere, sin embargo, la contrastación de una hipótesis, para la que se necesita un despliegue teórico algo arduo. La hipótesis es la siguiente: si una cultura básicamente viene definida por una cierta forma convencional de la acción (Díaz de Rada, 2010), podríamos decir que la “cultura visual”1 de nuestro presente es en parte “cultura occidental” en tanto que implica una serie de convenciones en la forma de relacionarnos con las imágenes que se han instaurado como hegemónicas: el “valor de exposición” de las imágenes arcaicas, la homogenización valorativa que conlleva la proliferación de imágenes digitales y, sobre todo, la disolución de los agentes. Es convencional que en la práctica visual contemporánea se diluya el agente, se olvide el sentido tras la acción de formar una imagen. Esta hipótesis es palpable sobre todo en la publicidad y las imágenes mediáticas difundidas en televisión o en redes sociales, que sustituyen al agente como desencadenante por el agente como difusor. Las prácticas autorrepresentativas, que producen imágenes menores, ofrecen una revaluación de ese sentido oculto, desnudan a los agentes que, en la forma de autorrepresentación subalterna, se muestran como colectivos.

Las imágenes menores son aquellas que no pueden ser sino políticas, pues proceden de una práctica que, se quiera o no, es contrahegemónica. Las prácticas audiovisuales de autorrepresentación, que han proliferado en las últimas décadas gracias al desarrollo de los medios digitales, constituyen un ejemplo fundamental, sobre todo si proceden de prácticas relacionadas con la representación de sujetos subalternos, lo que llamaremos “el asalto a la representación”.

El camino a la autorrepresentación: miradas oposicionales

Cuando bell hooks fue al cine a ver Imitation of life de Douglas Sirk salió transformada. No volvería a ver una película en muchos años, no hasta que hubo desarrollado una mirada oposicional (hooks, 1992). A este proceso de transformación, ese lapso entre el instante en el que bell hooks decide dejar de mirar la pantalla al sentir que aquello dolía y el retorno a la sala oscura, esta vez con una mirada desafiante y crítica, lo denominamos proceso de subjetivación política.

Pero ¿qué es una representación? ¿Constituye algo más que un «proceso de creación de significado», como estipuló Stuart Hall (1997)? Hall daba cuenta de la dificultad para aislar el concepto, distinguiendo entre tres modelos de representación: el transparente o reflexivo, propio de una concepción realista dura según la cual la realidad objetiva es aprehensible por los sujetos tal como es; una visión intencional, según la cual la representación es inseparable de la subjetividad; y una visión, la propia de los estudios culturales, que Hall llama constructivista y que asocia la construcción de significado a los procesos de representación. Dentro de este grupo sitúa Hall los escritos de Michel Foucault, quien con Las palabras y las cosas instauró un debate que pronto se desvinculó de la filosofía del pensador francés, y que fue uno de los principales motivos de los primeros números de la revista Representations, inaugurada en 1983. En suma, lo que le interesaba a Hall y al resto de componentes de la Escuela de Birmingham era insistir en el peso político que la mera idea de representación, en tanto producción de significado, trae consigo. De hecho, Hall situaba ahí muchos de los problemas de la cultura y la definición de esta: significados que confrontan. Como decimos, hablar de representación trae consigo una carga semiótica difícil de sortear.

La noción de representación a la que nos referimos aquí, sin embargo, refiere a todo lo relacionado con los estudios visuales. Antes del nacimiento e institucionalización de la disciplina homónima, la noción de representación estaba ya conceptualizada por todos aquellos que se dedicaban al análisis de la fotografía. Lo primero fue desmontar la idea de objetividad en la que luego caerían los neopositivistas: encuadrar es ya delinear, subrayar, mentir, reducir, constreñir la realidad de cierta forma: «fotografiar es encuadrar, y encuadrar es excluir» (Sontag, 2010, p. 45). Corresponde un lugar en la sociología de la comunicación para este tipo de preocupaciones: la teoría del framing (Tuchman, 1978) o encuadre, usada especialmente en el análisis de la mediatización de las tragedias. Esta idea fue forjada en el siglo XIX, fruto del descubrimiento y el asombro por este arte recién nacido, y puesta en práctica en la fotografía documental.

Pero el paradigma de la noción de “representación” que aquí vamos a tratar procede del canónico texto de Spivak (1983) Can the subaltern speak? Spivak encontraba en El dieciocho brumario de Marx una diferencia esencial para poder pensar contra la idea deleuziana del fin de la representación, la diferencia entre «hablar por» (vertreten) y «sustituir» (darstellen); el ámbito de la política, el político en tanto que representante de sus ciudadanos, y el ámbito de la filosofía o el arte, la re-presentación (Spivak, 2009: 56). Para Spivak, existe una radical discontinuidad entre estos dos sentidos de representación, el que tiene lugar en «en el marco del Estado y de la economía política» y «en el de la teoría del Sujeto por otra» (2009, p.57). Al primer marco le corresponde el vertreten alemán; darstellen al segundo, del que procede la palabra Darstellung, comúnmente traducida por representación en los textos filosóficos en alemán, de Kant a Heidegger, que toma el sentido de escenificación o significación. Mientras que, para Spivak, tanto Deleuze como Foucault caen en el error de confundir ambos términos, Marx tenía claro en el Dieciocho brumario que los campesinos eran incapaces de representarse a sí mismos en tanto que conciencia colectiva, por lo que buscaban una voz que hablase por ellos. Así, Deleuze y Foucault confundían «representante y retrato» (2009, p.58), ignoraban el carácter de sustitución implícito en el darstellen, que arrebata singularidad al sujeto que es representado y que fortalece así la necesidad de una agencia colectiva por parte del representante. En la jerga derridiana, Spivak argumentará más tarde que «sólo es posible apreciar la complicidad entre vertreten y darstellen, su identidad-en-la-diferencia como espacio de la práctica (…) si no se funden ambos términos en un juego de palabras» (Spivak, 2010, p.258). En un libro posterior, Crítica de la razón poscolonial, Spivak advertía del peligro de reducir los estudios poscoloniales a una mera crítica de la representación: «los estudios sobre el discurso colonial, cuando se centran sólo en la representación de los colonizados o en el tema de las colonias, pueden servir en ocasiones para la producción del saber neocolonial actual, colocando el colonialismo/imperialismo a salvo en el pasado y/o sugiriendo una línea continua desde aquel pasado hasta nuestro presente» (Spivak, 2010, p.12).

No nos interesa aquí tanto la idea de qué sujetos son hoy en día subalternos, sino principalmente tomar la pregunta de Spivak, que enlaza la idea de visibilidad e invisibilidad social con el problema de la enunciación, para articular la problemática de la autorrepresentación. En efecto, no es posible aplicar toda la teoría de Spivak en torno al «ventriloquismo» al ámbito de las imágenes, ni tampoco es necesario reproducir sus pasos para concluir que hay una serie de sujetos, poco importa si caen bajo la estricta categoría de “subalternos” o no, que no encuentran espacio en la representación. Aunque, como argumenta J. Maggio, la noción de Spivak está también sostenida sobre el pensamiento dualista entre el yo y el otro: «la distinción yo/otro está atada en la tensión entre “hablar” y “ser escuchado”» (Maggio, 2007, p.430). En todo caso, la noción de subalterno ha variado desde la aparición de los “estudios subalternos” a principios de los años 80, cuando las principales influencias provenían de la historiografía marxista británica, E.P Thompson y Eric Hobsbawm.

Ahora bien, ¿cómo se relaciona esto con la circulación de imágenes en la iconosfera digital? La circulación de imágenes-agentes dinamiza estructuras. Si el estereotipo es fijación (fixity), quizás en el tránsito circulatorio y radical podamos encontrar una vía de escape a él. La imagen ya no cuelga, ya no se acude a ella, sino que ella acude a nosotros y nos sorprende, se independiza de sus puntos de referencia y partida y constituye núcleos de sentido propios que, al ser relacionales, van cambiando en su discurrir. Alteran la percepción del Otro y suponen una bomba para la iconosfera de la diferencia. ¿Puede darse teóricamente la existencia de una ontología de la imagen dentro del régimen ontológico que Levinas había anunciado en Totalidad e Infinito, según el cual la ontología dominante siempre procura convertir lo Otro en lo Mismo eliminando la diferencia? ¿Es acaso posible una representación de la diferencia que no conlleve un repliegue en la identidad? El historiador del arte Victor I. Stoichita (2016) denominó “iconosfera de la diferencia” a la articulación del imaginario del Otro: aquel conjunto de representaciones de la alteridad que, mediante su reproducción acrítica, se encargan de esculpir y fijar un estereotipo. La iconosfera de la diferencia se forma en paralelo a la formación de la otredad: todo, salvo el yo, es excedentario; la ontología dominante es fruto de la reducción del Otro a lo Mismo.

Se hace hincapié en una de las características fundamentales de la construcción de la imagen de lo Diferente, y más exactamente en el detalle de que el Otro, el Distinto, el Diferente, el Diverso, el Desigual se concibe siempre en solitario, pues lo más frecuente es que aparezca en una relación que establece un sinfín de diferencias (Stoichita, 2016, p.40).

Así pues, la otredad se puede entender, en abstracto, como una cuestión relacional. Pero eso sería reduccionista y descabellado, pues está en juego no solo la representación sino, en ocasiones, también la vida. Por tanto, si reducimos la cuestión del Otro a una concepción meramente relacional de la que es imposible salir al haber decidido que toda mirada es una mirada que solo funciona desde ese par excluyente, caeremos en el problema que conlleva reconocer al otro como imagen. Así, es comprensible que Fanon (2009) concluyera que un sujeto racializado está para siempre en combate con su propia imagen. ¿Pueden las prácticas autorrepresentativas acabar con esta “peculiar” forma de injusticia?

Enunciación y agencia

Como ya hemos explicado en la primera parte del trabajo, Stuart Hall (1997) comprende la semiosis desde un punto de vista explícitamente político: toda creación de significado conlleva una relación de poder en tanto que invisibiliza otros medios de expresión. En este marco radical de comprensión semiótica, catalizado por el “giro lingüístico”, Hall procede a señalar los problemas de un acceso minoritario a la enunciación. La cuestión de la enunciación, desde el punto de vista de la opresión lingüística significativa, entronca con la pregunta de Spivak: ¿cómo hablar cuando no se puede hablar?

Homi Bhabha (2015) sostendrá que la enunciación ha de ser comprendida desde el punto de vista foucaultiano, aquel que entiende la lucha epistémica de la genealogía como una insurrección de los saberes deslocalizados. Frente a la unidad del saber de la ciencia, el impulso teórico de Foucault planteaba unas prácticas genealógicas que propulsasen una suerte de acceso minoritario a la enunciación. Así pues, el rechazo (disavowal) es el camino mediante el cual, para Bhabha, las minorías pueden llegar a enunciar: la capacidad política de la enunciación reside en el asalto a la misma, es decir, en la toma de la palabra. Este reclamo del derecho a tomar la palabra conlleva un proceso temporal largo y confuso, aquel que «transforma la ausencia en enunciación y la negación en demanda de justicia» (Bhabha, 2015, 14). En ese proceso hallamos un hueco de temporalidad inexacta, en él se instaura el proceso de subjetivación política. Hay una dislocación temporal desde la ausencia y el rechazo hasta la capacidad de enunciación y demanda de justicia en la que se inscribe la formación de la conciencia política que explica el siguiente esquema:

El paradigma de la representación se activa políticamente cuando rastreamos sus ausencias. Aunque esta cuestión puede ser estirada y expandida hasta tocar el problema de la ausencia en las instituciones o en la política, cuestiones dependientes de factores históricos mucho más concretos, ayuda a circunscribir políticamente la problemática de la representación: el patriarcado, y también la hegemonía blanca, funcionan como silenciadores. La política de la representación se enmarca así en una guerra de posiciones. En este sentido, el verbo diferir marca, para Homi Bhabha, «el inicio de la enunciación [subversiva] en un momento de transición política» (Bhabha, 2015, p.19). Del eje representación-enunciación surge una pregunta esencial: ¿qué es lo que convierte a la representación en un agente transformador y no sólo en un medio de expresión? (Bhabha, 2015, p.25). Una vez comprendida la enunciación como formulación eminentemente política, se puede entender cómo esta «abre un espacio discursivo para representar la nueva etnicidad» (Bhabha, 2015, p.26).

¿Se puede hablar de capacidad deíctica de la imagen? ¿Qué ocurre cuando solo quedan dispositivos de enunciación, cuando no hay sujeto tras ellos? Una imagen solo lo es en su sentido relacional, su importancia radical reside en sus capacidades imágenes para comunicar. Por ello, no resulta extraño afirmar que «una imagen aislada, fija, desconectada del fuera de campo poblado por una infinidad desquiciada de otras imágenes deseosas de ser entrelazadas entre sí, se vuelve invisible» (Martínez Luna, 2019, p.142). En su discurrir mediático las imágenes tienen necesariamente que mentir: su composición de aparente libertad circulatoria es ilusoria y falsa, en su reproducción capitalista de la libre elección y su transmutación continua producen una apariencia de naturalismo que no es sino segunda naturaleza:

«podría ser entonces que la imagen exista solo en un plano equivalente al de la enunciación en el lenguaje, en los términos de Benveniste, es decir, como un acto lingüístico y comunicativo de apropiación de la lengua que solo adquiere significación cuando es efectivamente actualizado por el hablante en el momento de la enunciación» (Martínez Luna, 2019, p.136).

Las imágenes digitales, además, no refieren una temporalidad otra ni tienen ese carácter melancólico que caracteriza a las imágenes fílmicas, sino que la e-imagen se caracteriza por su pérdida del seño de ubicación, la imagen se desterritorializa (Brea, 2010, p.79). Debido a esta falta de ubicación, se produce un cambio en el modelo de la economía de las imágenes: de producción a abundancia, de representación a performatividad. Al desligar la imagen de una ontología fundamentada en la perpetuidad y centrar su atención en el carácter epistémico, en sus producciones de verdad y sus articulaciones intersubjetivas, estas imágenes son capaces de recoger toda la carga política de la autorrepresentación.

Con la conceptualización de las “imágenes menores”, nos referiremos a la capacidad de estas en tanto que agentes posibilitadores de una expresión colectiva que se torna política; incluso podríamos referirnos a ellas como agentes de enunciación en tanto que posibilitan la misma mejor que las palabras o el discurso escrito, entendiendo el hablar como no solo «el acto de emitir palabras, sino de poder existir» (Ribeiro, 2017, p.36).

Dentro de la iconosfera de la diferencia cobran especial importancia todos aquellos sujetos silenciados. Interpretamos el silencio en la representación como la imposibilidad de acceso al poder sobre la propia imagen, como la construcción de la Otredad desde la identidad del yo como mismidad, esa idea según la cual todo es excedentario salvo yo. «No sabemos comprender al otro sin absorberlo e incorporarlo, sin hacerlo parte de nosotros» (Esposito, 2009, p.31), y por ello, cada vez más, se intenta “traer” a los colectivos subalternos, acoplarlos a regímenes de representación tradicionales. También sucede en el ámbito institucional, donde la representación sigue cobrando una importancia esencial. Algunos casos específicos, como la reciente reforma del museo de Baltimore, el NMAI de Washington, o, yendo más allá, los museos comunitarios de México, nacidos y pensados en la década de los 80 para “impulsar” la participación social y “activar” la vida en comunidad, funcionan como “espacios de igualdad” y garantes de la modernidad de la sociedad, buscando así la pluralidad en la representación. Si bien estas situaciones parecen «empoderar a la gente local, debemos ser cautelosos antes de describirlas como esquemas de autorrepresentación porque los subalternos están en estos casos siendo “consultados” e “invitados” en lugar de estar iniciando sus propias formas de expresión» (Hendry, 2005, p.44). En todo caso, la preocupación por la autorrepresentación institucional es un fenómeno reciente, producto de la globalización: «lo que trajo la globalización a los museos fue una tensión entre los sujetos, sus imágenes, el aparato neoliberal y su representación» (Montero Fayad, 2019, p.83).

¿Cobran realmente las imágenes una importancia fundamental en este contexto diaspórico? Para bell hooks se trataba de un ámbito fundamental que todavía en los años 90 estaba sin investigar: «experimentamos nuestra crisis colectiva como africanos dentro del ámbito de la imagen» (hooks, 1992, p.6). ¿Qué es mirar? ¿Es posible desarrollar una mirada afectiva? Si, tal y como sostiene Kaja Silverman, «mirar es insertar una imagen en el seno de una matriz constantemente cambiante de recuerdos inconscientes, lo cual puede hacer libidinalmente significante un objeto culturalmente insignificante, o bien privar de valor a un objeto culturalmente significativo» (Silverman, 2009, p.12), mirada no tiene por qué ser sinónimo de reacción. Cuando se habla de “devolver la mirada” a una imagen, o de que una imagen “nos devuelve la mirada”, estamos reduciendo el campo de lo visual a un solo espacio de posibilidad pragmática. Ya el psicoanálisis lacaniano (1994) había planteado la construcción de la subjetividad (el ego) desde lo visual mediante el estadio del espejo. Con el acceso mayoritario a la capacidad (pos)fotográfica y la intermedialidad de la imagen, es decir, la abundante accesibilidad a la cámara-en-mano, podemos concluir que las imágenes, y también el modo mediante el cual las producimos, cobran una importancia especial, «porque las imágenes no son más que pantallas en las que proyectamos nuestra identidad y nuestra memoria, es decir, aquello de lo que estamos hechos» (Fontcuberta, 2016, p.80).

La democratización de los medios visuales, la accesibilidad ya no minoritaria a la reproducción de la imagen, suponen la apertura a eso que Mignolo (2010) llamó un “desprendimiento epistemológico”. Si entendemos la autorrepresentación como una suerte de “asalto a la imagen”, un adueñamiento de porciones de espacio público de visibilidad de las que los sujetos que se autorrepresentan habían sido desprovistos, quizás podremos vislumbrar la posibilidad de un cambio de paradigma desde la enmienda a la imagen asentada del Otro. Es lo que llamaremos “intervenir la representación”.

Circunscribiremos aquí la práctica de la autorrepresentación al ámbito de la subalternidad, pues es en este contexto donde creemos que alcanza un matiz político insoslayable que conlleva la emergencia en la imagen de un sujeto colectivo. Con la práctica de la autorrepresentación desde lo subalterno se pretende desequilibrar un modelo de representación injusto, quebrantarlo desde dentro con los mismos mecanismos mediante los cuales se erigió. Si establecemos una genealogía de la autorrepresentación como modo de resistencia, habríamos de remontarnos a los primeros ejemplos de literatura feminista. Pero, acudiendo a las artes plásticas, concretamente a un cuadro de la artista norteamericana Julie Heffernan, se puede observar este fenómeno. En Self Portrait as Woman Recovering from Effects of Male Gaze (What’s Underneath) de 1992, Heffernan desactiva los mecanismos clásicos de la autorrepresentación pictórica para poner el foco justamente en la hegemonía de la visión masculina que se desarrolla a través de toda la historia del arte. Este autorretrato no es otra cosa que un bodegón intervenido: la mujer, como las manzanas, no ha sido más que un mero objeto de representación, reducido en el cuadro a producir placer visual, a lo largo de la historia del arte.

Heffernan introduce en el lienzo pequeños detalles que ayudan a comprender por qué este autorretrato es un bodegón: se trata de estudiar los efectos de la mirada masculina sobre el objeto femenino, y quién sino Venus para demostrarlo. En la parte superior del lienzo, Heffernan sugiere –con texto– que Venus es la representación femenina por excelencia: un cuerpo neutralizado y objetualizado, tanto como una manzana. En la fruta introduce visiones como la de Adán y Eva –ella, culpable del pecado original por una manzana– o la llegada de unos conquistadores a una tierra plagada de mujeres. Sitúa a la mujer como objeto del arte por excelencia: si el bodegón es aquello que sólo ha sido puro arte, la forma más clásica de la representación, la mujer para el sistema artístico ha cumplido una función similar: no es nada más que una herramienta de evocación. En suma, lo que Heffernan sostiene en su lienzo es que incluso un autorretrato femenino puede caer bajo las lógicas de la mirada dominante si no se toma claramente una posición contra hegemónica que anule la continua constitución del Otro como sombra del Yo. Así, podemos entender mejor cómo toda autorrepresentación de sujetos subalternos —porque una mujer, en este caso específico dentro del mundo del arte, ocupa una posición de subalternidad— reclama un quiebre en la percepción. Ya Griselda Pollock (2001) había analizado el caso del autorretrato con su hija de Elisabeth Vigée-Lebrun como algo que desequilibraba esta economía de la representación forjada en el estereotipo.

Comprendemos la importancia política de la mirada cuando asumimos que existe, también en el ámbito visual, la enunciación, y que esta produce matrices de discursividad por los que se cuelan rápidamente los prejuicios y los estereotipos ligando la otredad a lo ajeno, lo ajeno a lo peligroso y lo peligroso a lo marginal en un círculo vicioso sin fin. Erigir una mirada contestataria es una cuestión de justicia, y nunca había sido tan posible como hoy, cuando la producción de imágenes ha alcanzado cotas de posibilidad muy altas. Lejos de neutralizar la capacidad política de las imágenes, la democratización de medios ha acrecentado debates plurales en torno a la censura y la propiedad mediática, la hegemonía de los imaginarios culturales o la insubordinación radical de las imágenes a los poderes fácticos. No solo la proliferación del selfie, comúnmente tildado de práctica egocéntrica y narcisista sin prestar atención —salvo algunos teóricos importantes como Gunthert (2015, 2018)—a su grandísimo papel en la construcción de una subjetividad propia y en su fuerte presencia en la comunicación moderna. A su vez, es el medio fundamental para la autorrepresentación: «Self-representation has the potential to create greater visibility for demographics that are usually underrepresented or misrepresented in traditional mainstream media» (Caldeira et al., 2018, p.25). La permeabilidad entre la vida online y la así llamada “vida real” se hace cada vez más patente: aplicaciones de transmisión directa y el “fenómeno storie”, que nos lleva a compartir la vida en directo, tomando la decisión de qué excluimos y qué no, y configurando nuestro cuerpo online como una posible extensión de nuestra carne, demandan una reflexión de corte político sobre la configuración de nuestro modo de vida. La política también se juega en redes, como ha apuntado Highfield (2016); el acceso a las plataformas con la democratización de la medialidad lo anticipa.

Las imágenes son capaces de oprimir, no solo en su instrumentalización por parte de los poderes fácticos sino en su discurrir mediático. La pluralidad de nuevos medios que aproxima la capacidad de autorrepresentación a todo un conglomerado de sujetos subversivos que hasta ahora habían sido representados como alteridad, en tanto que construcción, no solo rompe la línea inquebrantable entre representación y poder; sino que abre las posibilidades de proposición de una mirada oposicional que no se reduzcan al simple hecho de no mirar, como en el caso de bell hooks, sino que al fin activen los mecanismos de asalto a la representación. El poder que ejerce la representación sobre los oprimidos es un poder de segundo grado: no es un poder constituyente sino reproductor; no instaura, mantiene. La autorrepresentación como práctica es capaz de «crear un espacio para la imagen transgresora» (hooks, 1992, p.6).

Autorrepresentación y subjetividad colectiva

Las prácticas de la autorrepresentación posibilitan la emergencia en la imagen de un sujeto colectivo. La llegada a la posición de la enunciación, lo que antes hemos denominado “toma de la palabra” tiene una relación muy clara con la identidad: identidad entendida como devenir, como proceso que además se crea “dentro” y no fuera de la representación (Hall, 1990). La autorrepresentación desde la subalternidad produce una subjetividad colectiva porque no conoce afuera de lo político: lo que convierte a la representación en un agente transformador más allá de sus posibilidades expresivas es esta toma de posición y de conciencia y responsabilidad con lo mostrado que permite la homogeneización técnica de la imagen digital. Por eso, la autorrepresentación se centra mucho más allá de la capacidad representativa de las imágenes, enlaza las funciones retóricas y performativas de las mismas, sus articulaciones a través de discursos y sus capacidades para romperlos y sostenerlos. Si los actos de habla —sujetos siempre a condiciones de enunciación—, en su función performativa, son capaces de “reunir” a colectividades,2 deberíamos poder decir lo mismo de las imágenes, que tienen incluso mayor fuerza performativa que los actos de habla, pues permiten una enunciación colectiva. La práctica de la autorrepresentación, en tanto que enmienda a la imagen establecida del otro, es capaz de ilustrar un uso de la imagen como resistencia política. Ahora bien, la solidez con la que se defiende la vocación política de esta práctica conlleva la proposición de dos postulados sin los cuales no se entendería la vocación política de la autorrepresentación:

Puede que la autorrepresentación connote una serie de ideas relacionadas con el do it yourself (hazlo tú mismo) neoliberal,5 y en ese sentido sea explícitamente política al entender el quiebre en el eje de la representación de esa manera (Thumin, 2012). No obstante, la autorrepresentación desde posiciones vinculadas a la subalternidad puede ser, como ya hemos explicado, la única manera de quebrantar la construcción de la otredad, y escapa a esta deriva neoliberal porque implica necesariamente la noción de colectividad. No se trata de hablar como hablar por, sino de una toma de conciencia, un proceso de subjetivación política que vincula la noción de sujeto subalterno con la de subjetividad colectiva.

Sería inadecuado comprender la autorrepresentación únicamente desde la accesibilidad al medio sin estudiar el proceso que se adhiere a la práctica. Así pues, si en la introducción hablábamos de la formación de una mirada oposicional, de ese proceso que va desde el rechazo a la toma de la palabra, ahora podemos afirmar que esa línea es justamente la que enmarca la formación de la conciencia política: hemos de inscribir ahí la autorrepresentación y ahí ha de plantearse nuestro análisis. A través de las prácticas autorrepresentativas no solo se reclama un quiebre en la percepción, sino también la asignación de una porción del espacio público. Se trata de apropiarse de porciones de espacio, un espacio público que se ha tornado «asimétrico, jerarquizado en su accesibilidad, uso y apropiación» (Torres Pérez, 2006, p.218).

En su informe sobre la xenofobia y el racismo en Europa, James G. Ford argumentaba que «es en el ámbito de la cultura en el que se elaboran y reelaboran las imágenes que después pueden constituir la base del éxito de la propaganda y las actividades del racismo declarado, o también de su fracaso, siempre que a esa propaganda y a esas actividades se les oponga una resistencia» (1991, p.221). La autorrepresentación como práctica ofrece justamente ese punto de resistencia, un muro de contención al poder discursivo racista, motivo por el cual la autorrepresentación de inmigrantes nunca está exenta de características fundamentalmente políticas: su actitud contestataria es suprema.

¿Qué es una imagen menor?

Conceptualizamos este tipo de imágenes como “imágenes menores” atendiendo a la categorización de la literatura de Kafka llevada a cabo por Deleuze y Guattari en su libro de 1975. De acuerdo con los pensadores franceses, dicha obra era “literatura menor” porque incluía a los excluidos por la hegemonía: «una literatura menor no es la literatura de un idioma menor, sino la literatura que una minoría hace dentro de una lengua mayor»; una literatura menor siempre es política y tiene una fuerte «conciencia de desterritorialización» (1978, p.29). Este tipo de ejercicio artístico no deja espacio para el afuera de lo político, no solamente porque esto ni siquiera existe y lo aparentemente apolítico siempre está velado por lo político, sino porque en la vida que retrata dicha “literatura menor” es inconcebible una operación que no esté enmarcada por límites de corte político. En la literatura menor «todo es político» porque, a diferencia de las grandes literaturas en las que un problema de corte individual tendía a lo político mediante la unión del individuo con el ambiente o el trasfondo, «la literatura menor es completamente diferente: su espacio reducido hace que cada problema individual se conecte de inmediato con la política» (1978, p.28). La literatura de Kafka ha servido no solo a Deleuze, sino también a Adorno y Butler (2012) en su configuración de un sujeto desestereotipado.

Esta literatura, además de estar marcada por la desterritorialización, «siempre es colectiva», como la imagen de autorrepresentación de un subalterno. Están marcadas por la ausencia de una subjetividad única: «no hay sujeto, sólo hay dispositivos [agencement] colectivos de enunciación», por lo que «lo que el escritor dice totalmente solo se vuelve una acción colectiva, y lo que dice o hace es necesariamente político (…) el campo político ha contaminado cualquier enunciado» (1978, p.31). Kafka escribía como judío checo en un alemán de Praga, una lengua claramente desterritorializada. Por ello, sus enunciados no estaban alineados con un modelo único de enunciación individual, sino que se formaban en la agencia de una colectividad. Así, una máquina de expresión se convierte en un subversivo modelo político: la literatura menor es «capaz de minar el lenguaje y de hacerlo huir por una línea revolucionaria sobria» (1978, p.33). Pero ¿puede servirnos esta conceptualización deleuziana para hablar de autorrepresentación subalterna? Como ya hemos explicado, entendemos la autorrepresentación no como una creación ex nihilo de imágenes o una toma de conciencia política explícita, sino desde el prisma de la agencia de un dispositivo de enunciación que no puede ser sino colectivo. Esta colectividad viene ligada a la etnohistoria, aquellos hechos históricos que se transmiten generacionalmente y cincelan la identidad biográfica de un grupo. Debido a la imposibilidad de hablar desde un lugar otro, pues lo que se reclama es ocupar un lugar del espacio público que se entiende como privación —es decir, una porción del espacio público de la que se ven privados los subalternos—, acudir a la etnohistoria en la representación resulta fundamental. Es por ello que la cultura de la representación hegemónica se ve contestada desde la subalternidad por la toma de la imagen concreta.

La neutralidad empática que producen las imágenes que retratan sujetos subalternos —el efecto Abu Ghraib o la reproducción sistemática de la imagen del cadáver de Aylan en la playa— no puede sino contrarrestarse desde una fuerza autorrepresentativa, una condición que ha sido silenciada debido a la inaccesibilidad a los medios y que ahora puede ir ocupando, poco a poco, su lugar. Esta importancia de la autorrepresentación no prohíbe cualquier representación de la otredad sin más, sino simplemente precisa la atención focal sobre la importancia del hecho de representar en tanto que producción de verdad, y de la representación no solo en el arte —se refiere comúnmente, cuando se habla de “representación”, al ámbito de las series de televisión— sino en todos los ámbitos de eso que configura la cultura visual. Así pues, cualquier imagen, ya sea una colgada en internet que se autodestruye a las veinticuatro horas —y que, justamente por ello, conlleva una concentración de visibilidad y movimiento mayor que una imagen estancada en el tiempo— como un documento de corte “artístico” que acaba colgando en las paredes de un museo, dispuesto a construir una historia también dentro del ámbito institucional, dedicado a contestar la mirada de un público concreto y convertido en ya en objeto —sin por ello dejar de ser “cosa”—, evidencia una importancia fundamental si su fundamento y origen es la autorrepresentación. La imagen menor posibilita la trascendencia del límite del habla de los subalternos que estableció con soltura Spivak, y ayuda a quebrantarlo.

La autorrepresentación, asimismo, opera uniendo las dos funciones paradigmáticas de la imagen digital: por un lado, al tratarse de una representación pensada para ser contestataria, activa los mecanismos profundos de la idea de imagen como representación; por otro, conecta con la fuerza performativa que caracteriza al régimen de hiperabundancia digital. La paradoja del empoderamiento de lo diferente no conduce a un callejón sin salida, sino que encuentra en la autorrepresentación la solución a la pregunta acerca de «cómo se puede llegar a producir un fenómeno de empoderamiento de la diferencia y si en ese empoderamiento las diferencias empoderadas perderían su estatus de diferencia para empezar a ser representadas de otra manera» (Montero Fayad, 2019, p.87)

Así pues, una imagen menor posibilita la emergencia de un sujeto hasta entonces invisible, ni siquiera concebido como tal, como una mujer negra, en el espacio de visibilidad que antes había reificado a ese sujeto o producido un estereotipo fijo en torno a él: primero la más pura invisibilidad, luego las fotografías de corte colonial, los retratos de la negritud como algo Otro o como meros apéndices en la narrativa blanca y, finalmente, la fetichización de lo Otro revestida de subversión moral en el Black Book de Mapplethorpe. La ausencia de representación de los subalternos en la producción audiovisual puede verse como un caso de “injusticia epistémica” en tanto que se imposibilita la accesibilidad al discurso. Algunos estudios de la cultura visual digital se han acercado, sin usar el término de Fricker, a la autorrepresentación desde este punto de vista. Quizás el ejemplo más vistoso sea el estudio de Tobías Raun (2016) sobre la generalización del método vlogger (video-blog) en jóvenes trans. En él, Raun habla de la cámara como espejo conectado, lo que supone una práctica de resistencia para los individuos que se encarga de entrevistar. Para Raun, la cámara ofrece una posibilidad única de quebrar el espacio de la representación y alcanzar una misión incluso terapéutica que ejerce un papel importantísimo en la forja de una subjetividad que hasta entonces no encontraba su espacio de referencia y expresión. La decolonización, como ya apuntó Mignolo (2009) es una revolución epistémica. Según el pensador argetino, Frantz Fanon «reclama e instaura un conocimiento-otro: instala el sujeto moderno/colonial como legítimo sujeto de conocimiento frente al sujeto moderno/imperial» (Mignolo, 2009, p.312), su obra abrió una grieta en la idea de hombre que produjo una microrrevolución epistémico-política. Así pues, la aplicación al ámbito visual de la idea de “injusticia epistémica”, que recientemente ha desarrollado Miranda Fricker (2016) y que sirve para trazar una ligazón fundamental entre epistemología y política, es una exigencia.

La injusticia epistémica también se vierte sobre la identidad; es decir: silenciar durante siglos la importancia de una identidad que se sabe diferente a la hegemónica y que tiene negado el acceso a la hegemonía de la representación es una cuestión de injusticia no solo social, sino fundamentalmente epistémica en tanto que lo que se prohíbe es algo así como el derecho a aparecer, a formar parte no solo del sistema de conocimiento en el sentido más estricto y académico del término, sino también en el sentido mundano, cotidiano, del término. En ese sentido, la enfatización de las diferencias es una parte del camino de la emancipación fundamentalmente necesaria. Quizás no ha de ser el punto final del camino, que se vincula con la desarticulación de las identidades, pero es indudable que, para llegar a atacar una cultura hegemónica, el lugar de oposición contracultural debe ser ciertamente “identitario”. El conflicto entre identidad y subjetividad, aunque no es exactamente el conflicto entre lo identitario y lo subjetivo —la equivocidad de este último concepto quizás haga más difícil la distinción— sí es imprescindible para comprender la autorrepresentación. La identidad es entendida tradicionalmente desde las ciencias sociales como un «sentimiento de mismidad y continuidad que experimenta un individuo en cuanto tal» (Erickson, 1977, p.586). La identidad colectiva se asocia con articulaciones con un potencial político mayor, generalmente referida a la formación más o menos compacta de grupos de individuos que comparten, de base, una identidad común, y que asimismo la reconocen como tal, llegando un momento en el que la identidad colectiva se muestra predominante sobre la individual (Habermas, 1987).

Pero, como hemos dicho, el asalto a la representación conlleva un proceso de subjetivación colectiva que no necesita caer en el laberinto únicamente identitario para hacer de la autorrepresentación un ejercicio político. Ocurre en las obras de Kerry James Marshall, en las que el color negro se convierte en lo primordial para la subjetivación de las figuras que muestran. Mediante esta reducción al absurdo del estereotipo racista, Marshall pretende modificar los cánones de representación estética de la negritud, haciéndolos aún más negros, más indistinguibles, pero diferentes. No hay homogeneización nada más que en el uso del color, estático y sin variaciones, si bien la singularidad de los individuos que representa se mantiene intacta: hay una subjetividad colectiva que no se pliega en la identidad estanca, sino que permite una comunión plural de singularidades. Se trata de subjetividad porque la conciencia sobre la negritud es total y abarca cada elemento de la imagen, pero no hay una idea de colectividad identitaria más allá del recalco en el color de piel, acaso un giro irónico del estereotipo racial.

Conclusiones

La representación de los migrantes suele bascular, tanto visualmente como en la prensa o en el lenguaje popular, entre la pasividad y el miedo, entre la misericordia y la desconfianza.6 Esta idea de pasividad se refuerza con la inaccesibilidad a la autorrepresentación y se deshace con la conquista de esta; constituye un paso más hacia la ruptura de lo que para Nick Couldry (2010) era la mayor desigualdad mundial en la esfera pública, y que recuerda al canónico texto de Spivak: el “mis-framing of voice”, la imposibilidad de hablar. Así, se evita el riesgo de caer en la esencialización de la identidad tanto en la práctica como en la teorización. Lo demuestran fenómenos de recientísima aparición, como la red de asociaciones (hasta el día de hoy, 1218) #RegularaciónYa, que piden al gobierno español, entre otras cosas, la regularización de los migrantes precarios, y que dedica un espacio en su presentación a lo que denomina “Nuestras voces”,7 una amplia galería de documentos visuales que proceden de prácticas autorrepresentativas y que introducen de lleno esta idea de imagen como foco de resistencia; imágenes menores que sustituyen al fotoperiodismo, tan presente hasta hace poco en el ámbito asambleario. El Sindicato de Manteros y Lateros se daba a conocer en Madrid, como antaño hiciera La Fiambrera en el mismo barrio, mediante una acción: empapelaron las paredes con carteles negros en los que se denunciaba sobriamente el racismo institucional. La autorrepresentación es una forma más de salir del reducto de la invisibilidad social, ahora posibilitada por la hipermedialización y la accesibilidad.

Con la conceptualización de las “imágenes menores” se ha pretendido realizar una distinción que se cree útil para desarrollos y aplicaciones posteriores, una distinción que toma en consideración al agente —en este sentido, se puede ver como una vuelta al texto de Walter Benjamin El autor como productor— y que pretende no desligar más las imágenes de su proceso de producción y difusión, diferenciando entre el agente productor y el agente difusor. No todas las imágenes menores están vinculadas a prácticas autorrepresentativas, pero sí casi todas las prácticas autorrepresentativas de la subalternidad producen imágenes menores. Las imágenes que producen artistas afroamericanos como Mickalene Thomas, Lorna Simpson, Amy Sherald o Texas Isaiah infieren en el autorretrato como asalto a la representación de la Otredad. También el fotógrafo español David Nebreda, enfermo de esquizofrenia y recluido en su casa desde hace 50 años, utiliza su propio cuerpo retratado como dardo político contra la imagen establecida del enfermo. Cindy Sherman jugaba con la continua renovación de su propia imagen para romper los cánones establecidos en torno a la idea de mujer; artistas nacidxs a principios del siglo como Hobbes Ginsberg se autorretratan para acabar con la idea de “transición” asociada a lo trans, y entendida como una categorización forzada. Distintas formas de autorrepresentación que suprimen los prejuicios raciales, de clase o de género, y que ayudan a desanudar la mirada hegemónica de la historia del arte.

La diferenciación imagen mayor – imagen menor puede servir, a mi entender, como preámbulo para una investigación mayor en torno a la facultad política de las imágenes, vinculando estas a su capacidad deíctica, sus procesos de difusión y producción y su contextualización museística y cultural. He intentado analizar las prácticas autorrepresentativas aquí nombradas desde una posición prudente y descriptiva, ajena a esas subjetividades colectivas que se nombran, con el miedo constante de estar hablando por ellas.

Referencias

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Notas


1. Concepto que, según Ketih Moxey (2015), se diferencia de los “estudios visuales” por el peso que confiere a la subjetividad y en la función social de los medios.

2. Es lo que sostiene Judith Butler en su estudio sobre las formas de reunión colectiva: «Como acto de habla, “Nosotros, el pueblo” es una enunciación que quiere propiciar la colectividad social que nombra. No es que describa esa pluralidad, sino que reúne a ese grupo por medio del acto de habla». (Butler, 2018, p.177).

3. Weber (1984: 5): «Por acción debe entenderse una conducta humana (bien consista en un hacer externo o interno, ya en un omitir o permitir) siempre que el sujeto o los sujetos de la acción enlacen a ella un sentido subjetivo. La “acción social”, por tanto, es una acción en donde el sentido mentado por su sujeto o sujetos está referido a la conducta de otros, orientándose por ésta en su desarrollo».

4. Para Judith Butler, el sujeto colectivo no puede formarse en la acción performativa, pues «si decimos que el sujeto colectivo se forma en el curso de su acción performativa, entonces es que no está constituido: cualquiera que fuese su forma antes del ejercicio performativo no es la misma que tiene en el momento de actuar y después de haber actuado.» (Butler, 2018b: 179), por lo que argumenta que el “acto performativo” no es un acto solo, sino que refiere a un conjunto de acciones diferenciadas que finalmente. Las prácticas autorrepresentativas que suponen la emergencia de “imágenes menores” descubren a los agentes de la acción, por lo que en una imagen menor podríamos encontrar el correlato visual de un proceso de subjetivación.

5. No se puede olvidar que, precisamente por su modalidad renovadora de paradigmas, la autorrepresentación también es un fenómeno muy utilizado en la publicidad. No obstante, este “uso” de la autorrepresentación no se acomoda a la definición del término que aquí usamos, pues en este caso está mediado por una organización —la que sea— y subordinado a unos intereses y unos fines comerciales, que impugnan toda reivindicación y neutralizan la definición misma de “autorrepresentación” que hemos propuesto.

6. En el informe de 2017 sobre representación de la “crisis migratoria” realizado por Lilie Chouliaraki, Myria Georgiou y Rafal Zaborowski de la London Schoolf of Economics and Political Science, se recogen datos interesantes sobre el papel deshumanizante de los medios —en este caso, prensa escrita— para con los inmigrantes: de los periódicos elegidos —varios, de diferentes ideologías y de nueve países europeos—, menos de un tercio, al referirse a una persona migrante, hablaba de su edad, y menos de un 7% de su antigua profesión. Solo se incluían los nombres de un 16% de los sujetos de los que se hablaba (Chouliaraki et al., 2017: 29). La otredad no siempre está intrínsecamente relacionada con el peligro; también lo está con la pasividad.