Aesthetics and Complexity theory.
Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), España.
Resumen
Este artículo pretende exponer y discutir algunas modelizaciones procedentes del pensamiento de la complejidad y la auto-organización, poniéndolas en relación con los desafíos a los que debe atender la investigación en el área de la estética y la teoría del arte contemporánea. Abordaremos tres aportaciones concretas del paradigma de la complejidad como son “las dinámicas de reacción y difusión”, “la tendencia sistémica a la homeóstasis y la homeorresis” y finalmente “la articulación de procesos de repulsión, atracción y repulsión en corto, medio y largo rango”.
Palabras Clave: Complejidad, Auto-organización, Estética.
Abstract
This article debates some of the main categories of Complexity and Self-organization Theories analyzing them from the point of view of contemporary Aesthetics and Art Theory. Thus we shall discuss specifically three of the these categories, namely the autocatalytical processes of diffusion and reaction, the distinction between homeosthasis and homeorhesis and finally the dynamics of repulsion, atraction and repulsion in ferrofluid systems.
Keywords: Complexity, Self-organization, Aesthetics.
Summary – Sumario
2. La articulación entre los procesos de Reacción y Difusión
3. De la homeóstasis a la homeorresis en la vida y en el arte
4. Repulsión, atracción y repulsión en los diferentes rangos de la obra de arte
cómo citar este trabajo / how to cite this paper
Claramonte, J. (2020). Estética y teoría de la complejidad. Umática. Revista sobre Creación y Análisis de la Imagen, 3.
Este artículo expondrá y debatirá una serie de categorías y modelos procedentes del marco teórico propio de las ciencias de la complejidad tal y como ha sido desarrollado por una consistente tradición teórica cuya versión más reciente puede rastrearse en la obra de pensadores y científicos como Ivan Illich, Edgar Morin, Humberto Maturana, Ilya Prigogine, Lynn Margulis o Stuart Kauffman. En dicho contexto se asume la prioridad ontológica de lo complejo: Todo lo que hay –como ya sostuvo Nicolai Hartmann en su Ontología1– es ya un complejo, es decir, un conjunto de “componentes locales que son analíticamente simples y sintéticamente complejos” (Agazzi, 2002: 7). Se tratará por tanto de sistemas complejos cuya descomposición podrá ser llevada a cabo exhaustivamente sin que nos quede misterio alguno, pero cuya dinámica sintética de conjunto mostrará emergencias, esto es, comportamientos que no pueden atribuirse a ninguno de sus componentes por separado sino a la interacción entre dichos componentes. Ello lleva a postular la centralidad del principio de auto-organización entendido como “el conjunto de mecanismos dinámicos en cuyo seno las estructuras que aparecen en un nivel global proceden de las interaccciones entre sus componentes de menor nivel” (Nicolis and Prigogine, 1977)2, de tal forma que el cambio sucede sin estar dirigido ni controlado por ningún agente o subsistema determinado, ya se encuentre éste dentro o fuera del sistema auto-organizado en cuestión.
Por descontado que los rudimentos de este paradigma teórico fueron adelantados hace ya bastantes décadas cuando se realizaron las primeras investigaciones específicamente orientadas hacia el estatuto y el rol de la auto-organización. Así cabria mencionar los trabajos de Liesegang a finales del siglo XIX, Lotka, en 1910, Bray en 1921, Kolmogorov en 1937 o Belousov en 1950. No deja de ser curioso constatar que en su momento todos ellos vieron reiteradamente rechazadas sus publicaciones, llegando a provocar que algunos de éstos tuvieran que abandonar la investigación científica, acusados por sus pares de mostrar resultados “imposibles”. Todos ellos predijeron que la auto-organización, tanto en la materia inorgánica como en el campo de lo biológico o lo cultural podía emerger en sistemas complejos a través de procesos moleculares de reacción y difusión, en cuya investigación a principios de los años 50 del siglo XX fue pionero otro gran desacoplado llamado Alan Turing. Habría que esperar hasta 1973 –casi veinte años después de la muerte de Turing– para que el premio Nobel de química concedido a Ilya Prigogine viniera, en cierto modo, a reconocer la legitimidad de estas investigaciones.
La apuesta por el principio de auto-organización vendría así a cuestionar la pinza formada por la dupla Azar y Necesidad3 que durante tanto tiempo ha conformado las dos grandes polaridades en torno a las que se ha organizado la epistemología en la modernidad, ignorando cualquer atisbo de auto-organización, limitándose a oscilar entre la arbitrariedad y el determinismo, como explicaciones del funcionamiento del universo.
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Convendrá ahora ir situando el tema de este breve artículo y orientarnos hacia las implicaciones que el estatuto de la auto-organizacion pueda tener en el ámbito disciplinar de la Estética y la Teoría del Arte. Creemos que el planteamiento puede ser fértil si consideramos que, con una mínima variación, este mismo dualismo excluyente entre Azar y Necesidad se ha extendido también a nuestra inteligencia de lo estético, tal y como puede apreciarse en pensadores, aparentemente tan alejados entre sí, como –por mencionar autores bien conocidos– George Dickie y Dennis Dutton.
Según sostiene Dickie, al exponer su conocida teoría institucional del arte, “las obras de arte son arte como resultado de la posición que ocupan dentro de un marco o contexto institucional” (Dickie, 2005: 17). La cuestión clave para la teoría institucional es que nada hay en las obras de arte que las distinga de sus indiscernibles: de los objetos cotidianos que las obras replican –como sucede con los “ready-mades” o de reproducciones fidedignas o copias de la obra de arte que nos aportan la misma información que la obra original . Ello lleva a Dickie a sostener, apoyándose en investigadores de los años 50 como Paul Ziff, que “no hay condición alguna que sea necesaria para que algo sea arte” (Dickie, 2005: 19)... de manera que el que unas obras u otras ocupen un determinado lugar dentro del contexto del mundo del arte o que no lo hagan será algo tan perfectamente azaroso como lo puedan ser las mutaciones genéticas en el pensamiento de Darwin.
Por otra parte y al hilo de los desarrollos más recientes de la estética evolutiva, aquello que –no sin cierta ingenuidad– llamamos creatividad e incluso las emociones estéticas mismas, no serían más que el resultado necesario de las poderosas leyes físicas y biológicas que nos gobiernan. Eso explicaría que algunos, si no todos, nuestros gustos y preferencias estéticas fueran innatos y universales (Dutton, 2010).
Como hemos podido ver, es esta especie de dualismo reduccionista –en un sentido o en otro, lo mismo da– el que ha venido a ser cuestionado por las ciencias de la complejidad que han reformulado la contraposición dualista entre Azar y Necesidad, mediante los términos de Caos y Orden, haciendo que éstos dejen de ser excluyentes, es decir entendiendo que Caos y Orden no sólo coexisten sino que se co-producen. Y será precisamente para investigar las modulaciones de esa coexistencia y esa co-producción, que las ciencias de la complejidad han ido otorgando una importancia creciente al ya mencionado principio de auto-organización.
Desde este paradigma podremos ahora pensar las redes de objetos y relaciones que, para entendernos, llamamos ecosistemas, especies, culturas, etc... ninguno de los cuales aparecerá ya ni determinado mecánicamente ni completamente a merced de los azares del mercado o los caprichos del mundo del arte.
La gran cuestión era y sigue siendo –como quería D’Arcy Thompson– entender que tanto en los seres vivos como en los lenguajes artísticos, “las formas son siempre diagramas de fuerzas”4 (D’Arcy Thompson, 2013:11) es decir son configuraciones que muestran cómo frente a un conflicto dado emerge una respuesta adaptativa o reactiva y se da lugar a un nuevo conflicto, a un nuevo paisaje en el que la mencionada respuesta se hará hegemónica o se irá disolviendo hasta desaparecer.
En lo que sigue indagaremos en tres patrones de auto-organización extraídos de diferentes líneas de investigación en procesos de morfogénesis. La hipótesis de partida consistirá en defender no sólo que dichos patrones pueden resultar fértiles para el pensamiento estético, sino que nos aportan una comprensión más cabal de algunos de los rasgos específicos e irrenunciables que debe distinguir la Estética de otros ámbitos disciplinares.
Hemos visto cómo los sistemas complejos o sistemas auto-organizados se distinguen porque muestran un conjunto de propiedades que emergen de las interacciones entre sus componentes pero que no coinciden con las propiedades de dichos componentes.
Para poder dar cuenta de la aparición espontánea de estos patrones emergentes nos parece oportuno investigar las dinámicas características de procesos auto-catalíticos,
entre los cuales se pueden encontrar ejemplos como la reacción de Belousov-Zhabotinskii, la formación de células de Bernard o los anillos de Liesegang, “modelos clásicos mediante los que pensar de los procesos de auto-organización en la naturaleza no-viviente” (Isaeva, 2005:110). Con todo, tal y como hemos dicho, se hará preciso considerar el pionero trabajo de Alan Turing en 1952 para entender la dinámica interna concreta de dichos procesos. La lógica interna de estos patrones de auto-organización puede apreciarse en la doble dinámica de reacción y difusión.
Reacción es lo que sucede en los procesos locales, centrípetos por así decir, en los que unas sustancias se convierten en otras.
Difusión alude al proceso centrífugo por el que estas sustancias al transformarse se expanden por el espacio.
Desde los ya mencionados trabajos de Turing, el equilibrio dinámico entre reacción y difusión se ha utilizado para modelizar procesos biológicos, geológicos o ecológicos... o artísticos, como queremos aquí explorar. Para ello será bueno considerar cuales serían las dinámicas de producción artística más cercanas a los procesos de reacción y difusión estudiados por Turing y cómo éstos pueden ayudarnos a entender mejor lo que sucede en el ámbito de la producción artística y la recepción estética.
Así podríamos remitirnos a las investigaciones de Ernst Ulrich y Christine von Weizsacker que han podido cuestionar la teoría matemática convencional de la información. Esta teoría tal y como había sido canonizada por Shanon y Weaver en 1949 estaba primordialmente orientada al equilibrio y la estabilización de estructuras. En el modelo que dicha teoría proponía se contemplaba una única direccionalidad de cualquier información nueva, que sólo sería considerada propiamente como información si en un nivel sintáctico venía a confirmar las estructuras existentes. De otro modo sería ruido y como tal nada digno de ser tomado en cuenta.
Sin embargo, las críticas que aportaron los Weizsäcker apuntaban que la información nunca circula en un único sentido sino que fluye circularmente y es vuelta a producir una y otra vez en un contexto a la vez semántico y pragmático.
En ese plano de lo pragmático, los Weizsäcker estipularon un modelo según el cual la información –y con ella seguramente el quehacer creativo de cualquier artista– se podía considerar como la composición –la proporción dirían los clásicos– de la novedad y la confirmación.
La pura novedad puede desde luego contener información altamente relevante, pero se enfrenta con el problema de no poder acoplarse ni poder entrar en relación alguna con lo que ya hay, de tal modo que su relevancia queda cancelada al no poder ser interpretada siquiera. Esta novedad pura, de darse, se situaría en el momento de suma inestabilidad en el que los procesos estocásticos han dejado de confirmar la vieja estructura pero no han establecido aún la nueva.
Por su parte, la pura confirmación, si bien se acopla excelentemente con lo que ya hay, no sólo no nos aporta nada nuevo, sino que si se convierte en la única dinámica presente, nos lleva de cabeza al estancamiento y la muerte. Esta “pura confirmación” correspondería al sistema que ha alcanzado un equilibrio termodinámico, una saturación total y letal de sus acoplamientos.
La inteligencia que pueden aquí aportarnos las ciencias de la complejidad es la que nos permitirá entender que la dinámicas de novedad y confirmación –como las de Caos y Orden– no pueden considerarse como dinámicas aisladas y auto-suficientes, sino que al igual que sucede con los procesos de difusión y reacción se engarzan o se encabalgan en procesos auto-catalíticos.
Este mismo énfasis en el carácter auto-catalítico de los procesos de difusión y reacción nos puede también ser de buena ayuda para revisitar un texto tan clásico en el pensamiento estético como puede ser la Poética de Aristóteles. El estagirita definía el drama como una mimesis praxeos, la imitación o una puesta en escena de la conducta de un personaje, en el seno de un mythos, de una historia o un contexto generalmente conocido por los espectadores. De este modo, en Aristóteles la mimesis praxeos, la conducta representada o imitada tenía las características sistémicas de la difusión, de la novedad centrífuga, nos abría a aquello que no conocíamos y que sólo podíamos entender si éramos capaces de ponerlo en relación con lo que ya sabíamos. Y justo eso que ya sabíamos era el mythos, la historia conocida y compartida, que debía resultar familiar a los espectadores y de la que el dramaturgo extraía sus personajes. El mythos entonces jugaba en el bando centrípeto de la confirmación, proporcionándonos una base conocida que pudiéramos reconocer, un campamento en el que se podía producir una reacción como diría Turing, que nos desplegara, que nos explicara.
Si no hubiera novedad –difusión en los términos de Turing– en la praxis representada el drama sería trivial puesto que no nos permitiría aprehender nada nuevo... mientras que si dicha representación se hiciera a través de un mythos no compartido con los espectadores, el drama sería incomprensible y no daría lugar a ninguna reacción.
Se da pie así a dos placeres con los que estaría familiarizado el espectador aristotélico: el reconocimiento y la peripecia. Y aparecerían asimismo dos displaceres que quizás sean más habituales en la experiencia moderna del arte: la estupefacción ante lo pobre de la peripecia, lo limitado de la difusión de una obra o la perplejidad ante la ausencia de reconocimiento, la imposibilidad de acoplarnos con ella y producir nuestra propia reacción.
De nuevo, será gracias a la comprensión de los procesos auto-catalíticos expuestos por Turing que podremos entender que mythos y mimesis praxeos se encabalgan y se co-producen generando una dinámica auto-organizada. Esta dinámica que gobierna tanto los procesos de formatividad artística como los de experiencia estética ha de basarse siempre en la trama de reacción y difusión, mediante la que llegamos a alguna “novedad” que sólo podemos apreciar en relación a un orden de “confirmación” determinado. La importancia de esta articulación puede parecer obvia, pero no ha sido ese el caso durante la mayor parte de la historia del pensamiento estético que, en gran medida, ha estado marcada por la querella que oponía distintas formas de entender la correlación entre reacción y difusión o entre conformación y novedad. Ese fue el núcleo de la querella de los antiguos y los modernos.
Los antiguos, de Aristóteles a Eliot, han tendido a sostener que las obras de arte son dispositivos capaces de transformar la novedad en confirmación o el caos en orden.
Los modernos, de Baudelaire a Malraux, más bien han tendido a poner todo el énfasis en la transmutación de la confirmación en novedad, es decir del orden en caos.
Así las cosas, lo que nos aporta aquí el paradigma de la complejidad es la inteligencia que nos permite ver cómo ambas dinámicas son tan ciertas como incompletas, puesto que sin juego entre ambas no hay auto-catálisis, ni generatividad, es decir no hay auto-organización.
Entendida desde este paradigma, la querella de los antiguos y los modernos simplemente se limita a contraponer dos inteligencias parciales que parecen ignorar que son partes imprescindibles de un mismo juego: un juego auto-catalítico sin fin, cuyo resultado último es la producción y distribución de los diferentes modos de relación que habitan y despliegan los lenguajes artísticos.
En ese proceso auto-catalítico y contrariamente a lo que se nos ha enseñado desde nuestra más tierna infancia intelectual, la coordinación y el orden no tienen que producirse necesariamente a partir de ninguna instancia de control global, como la que podríamos pensar que es una abeja reina en un enjambre o un artista en su estudio. Ambos, de hecho, la abeja reina en el enjambre y el artista en el estudio, son sin duda componentes imprescindibles de sus respectivos sistemas, pero su rol –si consideramos el enjambre o la relación estética como sistemas auto-organizados– es el de interactuar con otros componentes igualmente importantes, y será a partir de esas interacciones locales que podrá emerger un patrón global, un modo de relación característico y apreciable como tal. Las obras de arte aparecerán más bien como instancias provisionales de los diferentes modos de relación que surgen de la interacción de componentes de nivel mas bajo, entre los que se encuentra –claro está– el artista, pero donde también hay que contar con los lenguajes heredados, los materiales disponibles, los receptores y el contexto social e histórico en toda su variabilidad. Esto ha quedado expuesto ya en diferentes intentos por construir una estética explícitamente relacional. Pero convendrá ahora ir más allá y prestarle atención a algunos rasgos más de la epistemología de la complejidad que parecen hacerla especialmente adecuada para dar cuenta de los problemas a los que debe hacer frente el pensamiento estético contemporáneo.
Una de las distinciones fundamentales que plantean las ciencias de la complejidad es la que nos lleva a diferenciar entre los procesos de auto-ensamblaje y los de auto-organización. Podemos resumir esta distinción diciendo que los procesos de auto-ensamblaje son característicos de sistemas que si bien son capaces de regularse a sí mismos lo hacen siempre orientándose hacia una posición estable y constante. El estado en el que se sitúan o al que tienden estos sistemas puede entenderse como una suerte de homeostasis, concepto acuñado por Claude Bernard, en 1865 y mediante el que se aludía a estos procesos de autorregulación a través de los cuales un sistema dado adopta cambios menores para poder seguir siendo el mismo. Al contrario, los procesos de auto-organización nos sirven para entender los procesos de cambio propios de los complejos que Prigogine llamaba sistemas alejados del equilibrio.
En estos casos, en vez de hablar de homeostasis nos conviene más el término homeorresis, propuesto por el genetista Conrad Waddington para aludir a los procesos de cambio y autorregulación que no tienen un estado estabilizado al que remitirse, sino que más bien mantienen cierta robustez estructural a la vez que siguen evolucionando. Los sistemas homeorrésicos, en consecuencia, no tienen como punto de referencia un estado acabado, sino que exploran lo que Waddington llamaba una creoda, una especie de valle epigenético que, según Franceschelli alberga el dominio del espacio paramétrico para el cual un proceso resulta estructuralmente estable (Bourgine y Lesne, 2011: 285).
Llevado a nuestro terreno esto nos permite entender de qué manera las obras de arte no pueden remitirse a un estado –un significado– estable y cerrado, esto es, no pueden reducirse a una única interpretación o una única verdad, sino que abren y exploran, también ellas, una suerte de valle epigenético: todo un espectro de variaciones posibles dentro del cual la obra en cuestión tiene plena fuerza y sentido. Es más, constatamos que las obras de arte –en tanto sistemas homeorrésicos– pueden mantener un elevado grado de orden interno sólo en la medida en que se hallan continuamente expuestas a las fluctuaciones externas derivadas de la multitud de sentidos e interpretaciones a las que se somete. Quiere esto decir que todas estas fluctuaciones –como las que provocan los diferentes juicios de gusto– no sólo no molestan sino que son, precisamente, las que mantienen viva a la obra en cuestión. Esto, como hemos dicho, abre en canal el ámbito de posibles acoplamientos que una obra auspicia y tolera, pero lo hace, sin embargo, manteniendo acotado dicho ámbito. Lo que pretende defender Waddington con sus creodas es que cualquier criatura –o cualquier obra de arte– no puede evolucionar en cualquier dirección o revelar cualquier sentido, sino que sus posibilidades caen siempre dentro de un valle epigenético que especifica tanto sus posibilidades como su necesidad.
La cuestión de las múltiples verdades que es capaz de revelar una obra de arte en su valle epigenético nos lleva de cabeza a considerar un segundo rasgo que tienen en común los sistemas auto-organizados y los dispositivos estéticos. A saber, ambos son susceptibles de ser descritos como sistemas multiestables, esto es, sistemas que son capaces de darse en diferentes estados estables.
Lo que descubre el paradigma de la complejidad y que resulta desde luego característico de la obra de arte es que esa multiestabilidad es tanto diacrónica como sincrónica. Así la obra es capaz de auspiciar y encajar diferentes experiencias a lo largo del tiempo o en relación a diferentes audiencias, pero también podemos constatar cómo la obra aparece de suyo y sincrónicamente como un complejo estratificado, logrando emocionarnos de modos diferentes, apoyándose acaso más en el estrato de lo espiritual, en el de lo matérico y/o en el de lo político. En este carácter estratificado de la complejidad auto-organizada ha abundado el biólogo Peter Medawar que “ha establecido un interesante paralelismo entre los niveles conceptuales emergentes en la física y la biología y los niveles de estructura y elaboración en las matemáticas.” (Davies, 2004: 146).
Así, siguiendo a Medawar, se entiende que los conceptos de la geometría sólo han podido ser concebidos y desarrollados apoyándose en un estrato más primitivo que no es otro que el de la topología que, como se es sabido se presenta como una simple colección de puntos dotados de propiedades tan básicas como las de conectividad y dimensionalidad. Será pues a partir de esa base, pero sin recluirse en ella que se ha podido desarrollar la geometría. Sería tan absurdo reducir la geometría métrica a topología, como pensar que podamos llegar a la geometría sin contar con el estrato en el que se plantean las bases de la topología. Esta misma inteligencia en imprescindible para una justa comprensión de la obra de arte que siempre aparece ante nuestros sentidos tramada en los diferentes estratos propios de lo inorgánico, lo orgánico, lo psíquico y lo social-objetivado. Otorgar una mayor o menor importancia y atención a cada uno de los estratos de la obra nos permite inclinarnos hacia diferentes interpretaciones o estados de estabilidad. Aunque, eso sí, cuando esa multiestabilidad se decanta en exceso hacia alguno de sus estados estables o incluso se atasca en él, puede bien suceder que la poética en cuestión se bifurque dando lugar a un nuevo sistema caracterizado por una forma diferente de equilibrio dinámico.
Hasta aquí hemos visto, apoyándonos en las ciencias de la complejidad, cómo la obra de arte contiene y despliega una dinámica sin-fin de expansión y contracción que la mantiene fluyendo en una especie de metaestabilidad estratificada. Volveremos ahora a la alternancia de tensión y compresión para estudiar cómo no basta con que se encadenen estos momentos sino que deben hacerlo en la escala o el rango adecuado. No nos conformaremos ya con sostener, como hace Stuart Kaufman, que las obras de arte y las experiencias estéticas constituyen sistemas ordenados al borde del caos (Kauffman, The origins of order), sino que más bien habrá que enfatizar que se trata de sistemas capaces tanto de producir un orden a partir del caos como de devolvernos al caos –otro caos– a partir del orden.
Podemos observar bien esta dinámica atendiendo a las conclusiones obtenidas por Bacri y Elias en sus experimentos con ferrofluidos. En ellos se pueden apreciar cómo se dan tres dinámicas que los investigadores caracterizan como una “repulsión en un rango muy corto, una atracción en un rango medio y de nuevo una repulsión en un rango más amplio” (Bourgine y Lesne, 2011: 16). Lo que esta dinámica de repulsión-atracción-repulsión –o de extrañamiento, armonización, extrañamiento– nos muestra en el ámbito de la estética es de la mayor importancia, puesto que nos revela los niveles en los que una obra debe y no debe resultar conflictiva o cuando debe darnos y darse un respiro.
Así, lo que nos revela la dinámica de auto-organización en los ferrofluidos es que, en primer lugar, toda producción artística debe albergar conflicto en su entraña misma, en el interior de las tramas –ya sean acordes, personajes o imágenes– mediante las que se construye el proceso de formatividad en cuestión. Esa es la repulsión a corto rango y es la que hace, por ejemplo, que los personajes de un drama no sean planos sino sinuosos y contradictorios como Odiseo, Antigona, Hamlet o Ignatius Reilly, o que la tensión tonal en una sonata o una sinfonía no suene estereotipada ni constituya un pastiche. Cuando falta esta repulsión en un rango corto, en el seno mismo de la obra en cuestión, nos encontramos con una obra sin nervio, una obra que nace muerta por previsible o ramplona.
Pero esa tensión, esa repulsión, debe quedar relativamente contenida, atrapada en los entresijos estructurales de la pieza, si no queremos que el resultado que aparezca ante el receptor sea una mole ruda e indigesta. Es por eso, dicen Bacri y Elias, que “cierta forma de confinamiento es una condición necesaria de la auto-organización” (Bourgine y Lesne, 2011: 37). La comparecencia y el despliegue de la obra debe cuidarse, construirse y decantarse en esa especie de confinamiento hasta generar un medio homogéneo (Lukács, Estética) o mejor dicho un medio homeorrésico, dotado de eso que Fellini llamaba un ordine incantato, el orden encantado que la hace funcionar como una atracción en un rango medio. Huelga decir que esta dinámica de atracción no constituye una exigencia formal exclusiva de las poéticas clásicas sino una condición general para la inteligibilidad, para la consistencia misma de cualquier obra de arte. Si la obra de arte no constituyera esa especie de “isla de compresión en un océano de tensión”, por usar los términos de Buckminster Fuller, entonces no podríamos ir y volver a ella, no podríamos añorarla ni darnos cita en ella, sino que se disgregaría antes siquiera de haberla acabado de ver, se disolvería ante nuestros ojos sin que pudiéramos interactuar con ella ni hacer fértil en nosotros el conflicto al que nos va a abocar.
Y en esto justamente ha de consistir la tercera dinámica, la repulsión en un rango largo. La obra de arte y la experiencia estética no sólo han albergado conflicto desde sus primeros compases y no sólo han sabido mantener ese conflicto relativamente contenido bajo una forma ilusoriamente armoniosa, sino que también nos habrán de preparar para otro conflicto. Otro conflicto que será ahora exterior, que se desplegará plenamente en la esfera pública, en la calle o en las sensibilidades de las personas aisladas o de las multitudes que se acoplen con ella. Por supuesto, estas tres dinámicas son por completo co-dependientes. Eso hace que el conflicto exterior, la repulsión en rango largo que buscan provocar las obras de arte comprometido o activista no se pueda improvisar, ni mucho menos que pueda depender de las buenas intenciones o las buenas palabras por parte del artista o sus intérpretes. Antes al contrario, será preciso que la obra misma –insistimos– también albergue conflicto en su fábrica misma y será preciso –por contra-intuitivo que parezca de entrada– que ese conflicto interior se nos presente tramado en algo suficientemente homogéneo y estable como para poder ser experimentado de forma consistente y compartida.
Este conjunto de dinámicas, de conflictos y conciliaciones será inherente a todo lenguaje artístico en la medida en que opera como un sistema auto-organizado. Obviamente habrá variaciones muy importantes en los grados de énfasis que diferentes épocas y sensibilidades han concedido a unos u otros momentos del proceso. Esas variaciones serán las que darán pie a las diversas poéticas, más cercanas al clasicismo si enfatizan la atracción y la homogeneidad en un rango medio; más cercanas al romanticismo y el expresionismo si buscan la repulsión en forma de conflicto interno y finalmente más próximas al arte comprometido o activista si dan prioridad al conflicto externo. Con todo, estas variaciones propias de toda poética no deben hacernos perder de vista ni la importancia de mantener vivo y abierto el juego entre las tres dinámicas, ni sobre todo la relevancia de una correcta asignación del conflicto o repulsión en los rangos extremos y la armonía-atracción en el rango medio.
Esta es la clave de la tercera aportación de las ciencias de la complejidad al pensamiento estético que queríamos presentar aquí. Si una poética –quizás procurando parecer máximamente apolínea– intenta suprimir el conflicto interno, la repulsión en rango corto, eliminando las tensiones, las ambigüedades y las contradicciones internas, caerá irremisiblemente –ya se trate de una película de acción o de una novela rosa– en el kitsch más espantoso. Pero cuidado, porque si otra poética demasiado escorada hacia lo experimental y lo novedoso, demasiado enamorada del conflicto en todos los niveles, no entiende la necesidad de dar lugar a un medio homogéneo-homeorrésico, si ignora la necesidad de construir una atracción de rango medio, entonces su quehacer estético y político será inaprehensible, al negarse a si misma la posibilidad de ser compartida e integrada en el repertorio de su receptor. Finalmente aun cuando una obra albergue conflicto y sea capaz de tramar sus términos en un medio homogéneo... si ve truncada su capacidad para devolver ese conflicto al mundo, en forma de una repulsión de rango largo, entonces será enojosamente estéril, por mucho que ese conflicto externo esté tan bien documentado y sea tan lúcido como una obra de Hans Haacke o de Santiago Sierra. En estos casos se perderá de vista la especificidad de la repulsión-conflicto en un rango largo... que se limitará –en el mejor de los casos– a mostrarse debidamente empaquetado y etiquetado en los más prestigiosos museos.
Tanto el conflicto interno como el externo tienen su tekhné y en este movimiento final de construcción de conflicto sistémico de rango largo la obra debe tramarse con las fuerzas políticas y sociales capaces de entenderla y de asumir las exigencias de su tiempo y circunstancia. Los casos de Zola, Courbet o Maiakovski encarnan procesos artísticos donde se deja ver especialmente esa articulación social y política de la que depende la repulsión-conflicto en un rango largo. Sólo así podrá este conflicto externo ser incorporado por los agentes en juego y volver a aparecer entonces como conflicto interno, en el arranque de un nuevo ciclo de formatividad, que deberá a su tiempo decantarse en alguna forma de orden y que a su vez nos acompañará en una nueva eclosión de conflicto externo en un rango largo. Un ejemplo en el que, a mi juicio, se dan con total claridad esas tres dimensiones es la obra poética de Miguel Hernandez, capaz de encapsular desgarro y angustia vital en sonetos y églogas contenidos y proporcionados... para luego recitarlos en el campo de batalla de una guerra sin cuartel contra el fascismo.
La importancia de la adecuada ubicación de estas dinámicas de repulsión y atracción puede entenderse considerando lo que sucedería si las cambiáramos de lugar. Si fallara la repulsión en un rango corto aparecerían entonces los mal llamados procesos de estetización, pasteleos carentes de conflicto interno. Si a su vez fallara la atracción en un rango medio nos las tendríamos que ver con obras engorrosas, estridentes e inabordables en un plano formal. Y si además carecieran de conflicto externo no podrían sino derivar en una u otra forma de complacencia y pancismo –como decía Maiakovski–. De todo ello podemos obtener una mayor inteligencia gracias a las ciencias de la complejidad y la auto-organización.
Como ha observado uno de los revisores de este artículo, nos hallamos ante un trabajo inconcluso, de manera que los comentarios incluidos en este apartado de las conclusiones no pueden sino ser anotaciones y esbozos de declaraciones valorativas más que conclusiones solventes.
En todo caso sí que parece pertinente intentar explicar qué es exactamente lo que pretendemos cuando tomamos en consideración todos estos modelos teóricos y los aplicamos al ámbito del pensamiento estético.
Se trata aquí, como hemos expuesto con mucho más detalle en otros trabajos recientes5, de explorar la categoría misma de auto-organización y de otorgarle un lugar central tanto a la hora de entender en qué consisten tanto los medios homogeneos que llamamos obras de arte como el tipo de efectos que éstas producen en nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia a través de lo que llamamos “experiencias estéticas”. La clave en lo sucesivo consistirá en entender la importancia de concebir las poéticas como formas de auto-organización. Auto-organización de los materiales, los lenguajes y las ideas que se replicará en los procesos de recepción y experiencia estética.
¿Acaso al hablar de procesos de auto-organización estamos simplemente haciendo metáforas? Si ese es el caso, ¿se trata de simples metáforas o se trata más bien de ese tipo de agencias a a las que Enmanuel Lizcano aludía cuando hablaba de metáforas que nos piensan? Según Lizcano sucede que creemos estar expresándonos libremente, cuando no estamos sino diciendo lo que la estructura de nuestra lengua y la multitud de metáforas que la habitan (que nos habitan) nos obligan a decir. Eso sí, sabemos también que por poderosas que aparezcan esas metáforas, esas figuras configuradoras que recibimos y aplicamos, de ningún modo podemos confundirlas con las cosas mismas. “Basta –dice Lizcano– con alterar y subvertir las metáforas imperantes para que empiecen a esbozarse otras cosas y situaciones, posibles aunque antes inimaginables. Y basta que las nuevas metáforas se extiendan y se vayan incorporando al lenguaje para empezar a habitar en otro mundo. Otro mundo, ciertamente, tan ficticio –pero también tan real– como éste, aunque seguramente más nuestro” (Lizcano, 2006: 27).
El tema aquí –y siempre– es que si bien no podemos confundir el dedo con la luna o nuestras categorías –en su limitado y sesgado alcance– con la consistencia del mundo, sí que podemos aspirar al pensamiento crítico y la lucidez de quien es capaz –aunque más no sea– de poner en juego diferentes sistemas categoriales y ver si con el cambio nos acercamos ya no a un mundo más nuestro, como parece anhelar Lizcano, sino a un mundo más suyo, y nuestro por extensión... pero no al revés. Esto tiene su importancia en el ajuste de cuentas que, inevitablemente, habrá que hacer con el insostenible antropocentrismo que ha determinado enteramente nuestro pensamiento y nuestra práctica como cultura e incluso como especie.
Esta es sin duda una de las aportaciones más cabales del pensamiento de la complejidad. Nos revela que la auto-organización no es un atributo privativo de nuestra chapucera y creativamente destructiva especie, sino que está presente en todos los estratos de lo que hay, si bien en cada uno de ellos se puede modular de diferentes maneras.
Es sólo en virtud de ese relativo acoplamiento entre los lenguajes de patrones que constituyen el mundo y los que nos conforman a nosotros mismos que la estética puede reconocer y otorgar sentido. La estética es relevante en un plano ético, político y antropológico no porque se ponga a arengar, como temía Adorno, sino porque nos recuerda de qué estamos hechos y con qué nos hacemos.
Y hablamos de Estética, de una Estética refundada quizás, porque tiene que tratarse de un pensamiento equipado para dar cuenta no sólo de nuestras maniobras categorialmente constructivas, sino también de los juicios de gusto que a modo de refracción emergen y nos llegan desde de esas maniobras y sus objetos. Maniobras y objetos que pueden adoptar cualquier lenguaje o formato: esto lo supo ver, a su manera, Levi-Strauss cuando en la introducción a sus Mitológicas nos explicaba el paralelismo entre las formas musicales propias de la música clásica –rondó, sonata, suite...– y las formas de los mitos.
Toda obra de arte, como toda experiencia estética constituyen el recuerdo y la propuesta de un modo concreto de auto-organización. Se trata de un “recuerdo” porque de alguna manera los patrones de auto-organización están en nosotros como están en la materia que nos conforma. Se trata de una “propuesta” porque, en tanto que persiguen la auto-organización, deben ser desarrollados una y otra vez por cada cual atendiendo a su particular circunstancia. Nada puede resultarnos más bello ni de más urgente utilidad. Y ojalá ésta fuea sólo una frase resultona para cerrar el artículo. Pensar la auto-organización nos parece del todo inexcusable en plena crisis pandémica, ecológica y geo-política. Todo lo demás es silencio. Ese que se nos atraganta y nos paraliza.
Referencias
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Notas
1. Especialmente en su tercer volumen dedicado a “la fábrica de lo real”.
2. “A set of dynamical mechanisms whereby structures appear at the global level of a system from
interactions among its lower level components” Nicolis and Prigogine, 1977, cited in Bonabeau et al.,
1997.
3. En la larga tradición epistemológica que va de Demócrito que sostenía que “todo cuanto existe es fruto del azar y la necesidad” a Jacques Monod, cuyo libro “Le Hasard et la nécessité” tomamos aquí como referencia.
4. La extensión e implicaciones de esta inteligencia de la forma como “diagrama de fuerzas” puede ser rastreada en http://bactra.org/notebooks/darcy-thompson.html . Asimismo ha encontrado interesantes resonancias en el ámbito de la arquitectura: https://www.researchgate.net/publication/230390738_Form_as_Diagram_of_Forces_The_Equiangular_Spiral_in_the_Work_of_Pier_Luigi_Nervi o en https://www.jstor.org/stable/1425799?seq=1
5. Marcadamente en Estética modal: Libro primero (Tecnos 2016) y también en Estética modal: Libro segundo (Tecnos 2021)