Los mitos literarios y su trasvase al cine.  
Hacia un nuevo paradigma posterrorífico:  
la socialización del monstruo  
Literary myths and their transfer to the cinema.  
Towards a new post-terrifying paradigm:  
the socialization of the monster  
PEDRO PUJANTE  
Universidad de Murcia  
pujante1000@hotmail.com  
ORCID ID: 0000-0002-2047-3548  
Resumen: En el presente artículo se  
pretende discutir brevemente sobre la  
evolución que la figura estética de tres  
de los monstruos clásicos (vampiro,  
zombi y demonio), provenientes de la  
literatura, ha experimentado en el  
cine, para reflexionar sobre cómo se  
ha construido un bestiario contem-  
poráneo radicalmente renovador, sin  
perder de vista su naturaleza literaria.  
Como aquí trataremos de mostrar, en  
los últimos tiempos su total asimi-  
lación ha provocado que en algunas  
ficciones literarias y audiovisuales la  
crisis de la monstruosidad haya  
devenido en una ruptura de la  
alteridad, es decir, los “otros” han  
Abstract: In this article we intend to  
reflect briefly on the evolution that  
the aesthetic figure of three of the  
literature classic monsters (vampires,  
zombies and demons) has expe-  
rienced in the cinema, in order to  
reflect on how a radically renewing  
contemporary bestiary has been  
constructed both in cinema and  
literature. As we will try to show  
here, in recent times their total  
assimilation has caused that in some  
audiovisual and novelistic fictions the  
crisis of the monstrosity has become a  
rupture of alterity, that is, the  
“others” have been incorporated into  
the “our-Self”, and ceased to be  
regarded as strangers. Besides, the  
supernatural terror has been replaced  
by social preoccupations.  
sido incorporados al “nosotros”  
y
dejado de ser contemplados como  
extraños, y el terror sobrenatural se  
ha sustituido por una problemática de  
carácter social.  
Palabras clave: literatura de error,  
Keywords: horror literature, horror  
cinema, mitochritic, monsters, series,  
fantastic.  
cine  
de  
terror,  
mitocrítica,  
monstruos, series, fantástico.  
Trasvases entre la literatura y el cine, I, 2019, págs. 167-180  
ISSN-e: 2695-639X  
DOI: 10.24310/Trasvasestlc.v1i0.6229  
Pedro Pujante  
INTRODUCCIÓN  
Existe un consenso en establecer que el concepto de “fantástico”  
evoluciona y está en gran medida determinado por la época y la cultura en  
que la obra está inserta. Si bien es cierto que para que se produzca el  
efecto de lo fantástico ha de quebrantarse, transgredirse o alterarse el  
tejido de lo real (Roas, 2011; Campra, 2011; etc.), hay que asumir que lo  
que consideramos real es siempre relativo y varía con el transcurso del  
tiempo. El contexto social, político y cultural condiciona y redefine la  
estética de la ficción fantástica. Los avances científicos alumbran zonas  
oscuras que habían permanecido ocultas, y lo que en un pasado se  
consideraba una intervención por parte de fuerzas sobrenaturales es más  
adelante explicado desde los presupuestos de la ciencia, las matemáticas o  
la física. Esto es más evidente en los discursos fantásticos que en otras  
ficciones, ya que el efecto fantástico se ve determinado y, hasta cierto  
punto, condicionado por su tiempo y su ecología cultural, y, por tanto,  
redefinido constantemente por factores extratextuales. Como ha explicado  
el profesor David Roas, «lo fantástico, por tanto, debe estar inscrito  
permanentemente en la realidad» (2001: 25). Lo que hace un siglo se  
consideraba fantástico hoy es ciencia, y lo que hace tan solo diez años  
parecía una quimera o descabellada ciencia ficción hoy ya es tecnología  
obsoleta.  
A pesar de estos cambios drásticos en las ficciones fantásticas se siguen  
manteniendo intactos algunos de sus protagonistas más emblemáticos.  
Personajes principales de relatos fantásticos han sido y siguen siendo los  
monstruos. En gran medida ilustran y encarnan la maldad, la otredad, y  
también son los representantes de ese mundo tras la frontera de lo real, los  
habitantes habituales de lo fantástico. En este sentido, es nuestra intención  
reflexionar en este artículo sobre cómo han evolucionado los monstruos  
desde la literatura hasta llegar a nuestros días, especialmente a través del  
cine, y cómo se representan en algunas películas y series de televisión en  
las que monstruos canónicos, como son el zombi, el vampiro y el  
demonio, han sufrido una evolución radical y, por tanto, han sido  
alterados en lo que se refiere a su recepción epistemológica. En los  
ejemplos que aquí comentaremos se plantean algunas situaciones en las  
que estos tres modelos clásicos de la literatura y el cine de terror han  
derivado en situaciones “posterroríficas”, ya que los efectos de terror o  
sobrenaturales que producían han sido totalmente asimilados (incluso  
obliterados) y la sociedad, mientras se enfrenta a ellos, los combate y los  
supera, tiene que arrostrar otros problemas nuevos que de estos derivan.  
Así, el terror sobrenatural, que proviene de lo desconocido, deja de tener  
sentido en sí mismo en tanto estas entidades han sido incorporadas al  
tejido social, pierden su poder de extrañamiento y devienen elementos  
socialmente aceptados. La brecha, incluso la vacilación todoroviana, que  
caracteriza lo fantástico, ha sido cerrada y nos encontramos con escenarios  
que nos remiten a poéticas neofantásticas o de ciencia-ficción, cronotopos  
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Los mitos literarios y su trasvase al cine  
que se caracterizan por asimilar lo fantástico como parte de la “realidad”,  
entremezclando elementos imposibles con otros de naturaleza cotidiana.  
La literatura fantástica, como sabemos, tiende a inscribirse en la  
realidad. Si los relatos fantásticos clásicos proponían una dicotomía entre  
lo real y lo imposible y señalaban una línea divisoria para después  
traspasarla o violentarla, se constata una tendencia a insertar lo fantástico  
en lo cotidiano porque así el efecto es mucho mayor. En el siglo XX  
éramos testigos de una nueva tendencia en lo fantástico, sobre todo tras  
Kafka, donde la realidad ya no solo era violentada sino que acababa por  
volverse fantástica. Jaime Alazraki ha venido a definir este nuevo  
marchamo literario como “neofantástico”. Y una de sus características  
principales pasa por sustituir el factor terrorífico por la provocación de  
perplejidad o inquietud. Además, los discursos fantásticos literarios y  
fílmicos procuran ser cada vez más verosímiles porque el  
lector/espectador asimila los códigos a gran velocidad y el género  
automatiza fórmulas que acaban por volver el relato previsible y le hace  
perder su efecto fantástico. Podríamos sostener que el escarabajo-Samsa  
creado por Kafka es el primer monstruo posterrorífico, o al menos un  
precursor de este cambio de paradigma que aquí analizamos, ya que como  
explica Alazraki (1983), la vacilación se anula y además el hecho fantástico  
queda inscrito en la realidad. El terror metafísico se convalida por una  
situación absurda en la que la preocupación social y familiar se sitúa en el  
centro del relato.  
Para evitar la automatización de fórmulas y renovar los escenarios de  
terror tradicionales, algunos cineastas, guionistas y escritores han ideado  
novedosos contextos en los que el terror ha sido sustituido por un  
posterror”, término que aquí traemos para explicar recientes ficciones en  
las que la presencia del monstruo no solo ha sido ya asimilada, y su  
problemática (su efecto perturbador y terrorífico) trascendida, sino que la  
sociedad y el individuo coexisten con él en evidente “armonía”. La tríada  
que conforma el bestiario clásico de la mitología de terror contemporánea  
(
vampiros, zombis y demonios), en los filmes y series que aquí  
consideraremos, son trascendidos y el individuo ya no es espantado por  
ellos ni sufre su presencia a título personal. El escándalo provocado por lo  
desconocido (como el efecto fantástico), entonces, ha sido suplido por un  
posterror”, caracterizado este por acaecer en un escenario en el que se ve  
afectada la esfera social (y no tanto la subjetividad del protagonista), en un  
ecosistema abierto en el que cambia el problema y se expande a otros  
círculos menos restringidos, con incidencias menores en lo psicológico y  
más en lo sociológico. Es decir, el trauma individual lo sustituye un trauma  
colectivo, y los conflictos psicológicos/paranormales se extienden y  
problematizan otros ámbitos socioculturales. Así, se plantean relatos  
basados desde nuevos discursos y ópticas. Este cambio radical de  
paradigma se debe, entre otros motivos, a la paulatina secularización de la  
sociedad, situación que evidencia una diferenciación cultural modulada por  
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Pedro Pujante  
discursos alejados de lo supersticioso y lo religioso. Rosemary Jackson  
reflexiona sobre el diálogo de lo fantástico con lo cultural y afirma que «en  
una cultura secularizada, el deseo de lo otro no se desplaza hacia regiones  
alternativas del cielo y el infierno, sino que se dirige hacia las zonas  
ausentes de este mundo, transformándolas en “otra” cosa, diferente de la  
familiar y confortable» (1986: 17). Así pues, es comprensible que en un  
mundo cada vez más secularizado y desembarazado en gran medida de  
sólidos agentes religiosos que promuevan un sustrato cultural de intensa  
espiritualidad, basado en credos y dogmas y una visión teocéntrica de la  
vida, la ficción fantástica haya abandonado sus vínculos iniciales con lo  
espiritual y apele a un cuestionamiento más afín a la sociedad o la propia  
cotidianidad.  
1. CAMBIO DE PARADIGMA: EL MONSTRUO ES COMO NOSOTROS  
El monstruo, explica Ana Casas en Las mil caras del monstruo, «no es un  
ser estático, sino que evoluciona con el correr de los tiempos, cambia  
según sea una u otra su localización histórica o geográfica» (2012: 10).  
Como señala, por otra parte, Trapero Llobera, el «monstruo servirá para  
reflexionar acerca de la cara oscura de la sociedad, de la moral y la  
ideología que operan culturalmente» (2015: 70-71). Así, observamos, por  
una parte, una «domesticación de monstruo», según expresa David Roas,  
y también una instrumentalización del monstruo como artefacto de  
reflexión social, que ha sido traducido a códigos contemporáneos y  
reconvertido en un ser que no es fuente de terror supersticioso sino, más  
bien, un agente social disruptivo. Este cambio de paradigma no es  
accidental ni súbito, y se viene gestando desde hace ya varia décadas, como  
se nos muestra en sagas cinematográficas como Blade (1998-2004),  
protagonizada por un híbrido humano-vampiro heroico; o Underworld  
(
2003-2016), en la que humanizados vampiros luchan contra los hombres  
lobo; o en la serie American Horror Story (2011-2018), en la que los  
monstruos son los protagonistas y, en gran medida, han comenzado a  
humanizarse. Este cambio de paradigma reescribe una tradición y la  
sustituye por una nueva estética que tiende a «la caracterización de los  
monstruos como seres muy cercanos a los humanos con los que pueden  
llegar a confundirse» (Platts, 2014). Sin embargo, es posible remontarse  
más si cabe para comprender esta “secularización de lo fantástico”. Desde  
la citada La metamorfosis (1915) de Franz Kafka ya se advierte una tendencia  
a construir un monstruo con otros fines distintos a la historia de terror  
fantástica, más al servicio de una reflexión sociológica, ética o metafísica.  
Herederos de Kafka son también los relatos neofantásticos  
hispanoamericanos, en los que se asimila lo extraño para dar paso a una  
visión de la realidad en la que la trasgresión (de esta realidad) no está en el  
centro del relato. Es interesante descubrir que tanto en las narraciones  
posterroríficas que aquí examinamos y algunos relatos neofantásticos (por  
ejemplo “Casa tomada”, de Julio Cortázar) los protagonistas se han  
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Los mitos literarios y su trasvase al cine  
acostumbrado a una situación de por sí anómala y aprenden a convivir con  
ella, resultando el miedo a lo desconocido sustituido por otra nueva  
situación que de esa intrusión de los “otros” se ha derivado.  
Es comprensible que algunas formas narrativas contemporáneas hayan  
mutado en una revisión de los arquetípicos monstruos y los hayan  
reutilizado desde una nueva perspectiva. El vampiro, por ejemplo, es una  
paradigmática figura que tiene sus antecedentes literarios en los relatos El  
vampiro (1849) y La familia del Vurdalak (1839), ambos de Alekséi  
Konstantínovich Tolstói, y sobre todo en El vampiro (1819) de John  
Polidori y que, posteriormente, se convirtió en un monstruo ampliamente  
conocido y popular gracias al Drácula (1897) de Bram Stoker. Recordemos  
que el vampiro es un no-muerto, alguien que fue humano pero que dejó  
de serlo, gracias a la intervención de fuerzas sobrenaturales, normalmente  
de origen demoníaco y oscuro. El no-muerto, al haber sido un humano  
previamente, no deja de mostrarse con una monstruosidad ambigua, ya  
que siempre se percibe como mitad hombre, mitad monstruo. No  
obstante, la tradición literaria y después la fílmica han insistido en  
aleccionarnos de que esa porción de naturaleza humana, tras la muerte y  
posterior mutación vampírica, era eliminada totalmente y sustituida por la  
dominante naturaleza infernal. A pesar de ello, los vampiros que resultan  
atractivos no han dejado de aparecer una y otra vez en la ficción. Desde el  
Conde seductor, pasando por bellas seductoras vampiresas que son  
caracterizadas con un erotismo magnético y que tienen su origen  
romántico en Carmilla (1872), de Joseph Sheridan Le Fanu, y en La morte  
amoureuse (1836), de Théophile Gautier. De hecho, a pesar de su condición  
de monstruos, el cine de serie B (a partir de los productos de la Hammer,  
sobre todo con Christopher Lee como conde Drácula) ha insistido en  
ofrecernos una visión romántica y sugerente del vampiro, que a diferencia  
del monstruo horrendo de su antecesor más stokeriano Nosferatu, está  
dotado de expresiones humanas, raciocinio y elegancia.  
Uno de los monstruos que con mayor flexibilidad se ha ido adaptando  
al signo de los tiempos es el vampiro. Como señalan Joan Gordon y  
Veronica Hollinger en la ficción vampírica contemporánea las barreras  
entre lo humano y lo monstruoso son cada vez más delgadas y confusas  
(
1997: 2-5). Esta “humanización” del vampiro, como veremos, se ha ido  
intensificando a lo largo del tiempo, y cada vez son más los filmes y las  
novelas que recurren a esta reconversión del monstruo en un ser cercano a  
nosotros, dotado de emociones, de palabra e incluso de belleza. Así, no  
solo se le hace más humano, sino que se le despoja de su sentido maligno  
y, en definitiva, de su naturaleza terrorífica. Series, novelas y películas  
actuales no dudan en representar al típico vampiro como un adolescente  
enamorado y atribulado por las vicisitudes de la sociedad en la que vive. El  
vampiro ha sido enteramente subsumido por nuestra sociedad de consumo  
y su imagen, totalmente actualizada, ha devenido en icono cultural. Como  
sostiene Alicia Nila Martínez Díaz, hoy día asistimos a la «vampirización  
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Pedro Pujante  
del mito del vampiro», ya que este se ha corrompido y perdido su fuerza  
original o, al menos, este ha sido reducido (2010). Ya se percibe esta  
tendencia en el filme de Coppola Bram Stoker’s Dracula de 1992, que a  
pesar de mantener muchos de los rasgos del vampiro tradicional (fealdad,  
avidez por la sangre, poderes sobrenaturales y vínculos con lo oscuro)  
también es puesta de manifiesto su faceta más romántico-sentimental.  
Es la escritora Anne Rice quien con Entrevista con el vampiro (1976)  
inicia un ciclo novelístico paradigmático en el que el vampiro protagonista  
toma la palabra y, de este modo, en primera persona, narra sus vicisitudes  
a lo largo de siglos de “vida”. Este procedimiento consigue distanciar al  
nuevo vampiro del clásico, intercambiando la vertiente religiosa (el  
vampiro se considera ateo, nihilista) por un planteamiento filosófico-  
existencial; la faceta monstruosa por otra más “humana” (el vampiro habla  
y muestra sus sentimientos y sufrimientos al asesinar) y, finalmente,  
autoconsciente de su naturaleza inmortal pero no-humana que le condena  
a vagar por el resto de la eternidad, sin una familia real y sin relaciones  
afectivo-sexuales normales. Esta visión neorromántica del vampiro es  
también explorada por el cineasta Jim Jarmusch en Only lovers left alive  
(
2013). Aquí se narra la relación entre una pareja de amantes vampiros,  
Eve y Adam, que son presentados como sofisticados, sensibles, cultos e  
intelectuales. La evolución los ha llevado a dejar de matar y se proveen de  
hemoglobina saludable desde los hospitales, ya que los humanos están cada  
vez más contaminados volviéndose tóxica su sangre.  
Otro ejemplo reciente que muestra con gran nitidez la progresiva  
humanización del monstruo lo podemos hallar en el filme noruego Déjame  
entrar (2008), de Tomas Alfredson, y basado en la novela de John Ajvide  
Lindqvist, quien también firmara el guion. Esta cinta, si eliminamos la  
naturaleza vampírica de la niña protagonista, puede ser considerada una  
pieza de cine social. El argumento trata de un niño llamado Oskar que vive  
en un suburbio de Estocolmo. El joven es víctima de abusos por parte de  
sus compañeros de colegio. Un día llega al vecindario una niña llamada Eli  
(
que resulta ser una vampira) acompañada de un adulto, quien la provee  
de sangre y cuida de ella. La cinta, con una factura melancólica y oscura,  
examina las relaciones entre los dos niños. Esta postura nos muestra la  
inocencia del monstruo, así como su vulnerabilidad en un inhóspito  
mundo de adultos-humanos, en una sociedad en la que no hay lugar para  
marginados o diferentes. Independientemente de la carga social y  
emocional del relato, nos interesa destacar cómo se construye una figura  
vampírica a través de los tópicos del inadaptado, del niño huérfano y de la  
identidad preadolescente. Es decir, mediante correlatos propiamente  
humanos, realistas y sociales. Con los mismos ingredientes (crítica social,  
personajes inadaptados y fantásticos) se construye la película Border (2018),  
de Ali Abbasi, también basada en un relato y con guion de John Ajvide  
Lindqvist. En esta peculiar fantasía social los protagonistas son troles  
(
alguno no sabe su naturaleza hasta el final de la película) que habitan en el  
172  
Los mitos literarios y su trasvase al cine  
mundo de los humanos y que tratan de conservar sus raíces ancestrales,  
amenazadas por la sociedad humana. No es este el lugar para discutir en  
profundidad el filme y sus subtramas y argumento, pero sí que conviene  
remarcar que en ella el monstruo cobra el estatus de personaje principal al  
que se le otorga la voz y que capitaliza la perspectiva narrativa de los  
acontecimientos. El monstruo aquí es un outsider y no es asimilado por la  
sociedad, es cierto, sino que es él quien, en un giro totalmente inusual en  
la narrativa fantástica, ha asimilado la “conciencia de clase” humana y vive  
según sus reglas y costumbres. También es reseñable cómo el cine social se  
apropia de los tópicos, personajes y fórmulas de los relatos fantásticos  
construyendo una nueva visión de lo fantástico donde confluyen las  
preocupaciones sociales y temas de actualidad como la pornografía infantil,  
la inmigración o las relaciones familiares.  
Regresando al tema que nos ocupa, recordemos que los vampiros,  
además del terror sobrenatural que causaban porque podían robar tu alma  
inmortal y condenarte a vagar como un espectro por el resto de la  
eternidad, suponían un problema de orden práctico: ocasionaban un gran  
número de muertes y desapariciones, una alarma social. La causa es  
sencilla: necesitan tu sangre para alimentarse. Pero, ¿qué ocurriría si este  
problema se eliminase de la ecuación gracias a la creación de una sangre  
sintética? Este es el escenario que se plantea en la serie televisiva True Blood  
(
2008-2014), basada en las novelas que forman The Southern Vampire  
Mysteries (2001-2013), de Charlaine Harris. En esta serie se parte  
precisamente de esa premisa: se ha comenzado a comercializar una sangre  
sintética diseñada por científicos japoneses. De este modo los vampiros  
pueden “salir del ataúd” e integrarse en la sociedad. Por supuesto la  
aceptación de los otros nunca es total y los monstruos (cada vez más  
humanizados) son todavía víctimas del rechazo por parte de un amplio  
sector de la sociedad. Un ejemplo de este incipiente cambio de paradigma,  
en el que el monstruo trata de ser reconocido socialmente, ya está latente  
en el personaje de Frankenstein de Shelley o, por mostrar un ejemplo más  
concreto y reciente, lo encontramos en el segundo capítulo de la cuarta  
temporada de American Horror Story cuando afirma el personaje de Jimmy  
Darling, un freak deforme: «Don’t call me freak. If they just go to know  
us, they would see that we’re just like them».  
El terror al vampiro, por consiguiente, es, en estas ficciones últimas,  
transformado por una suerte de xenofobia, y el temor individual y místico  
deviene en problemática social y cultural. Esta veta “postvampírica”  
también ha sido explotada en películas como Daybreakers (2009), en la que  
se lucha por encontrar una cura para el vampirismo; o en la cuarta  
temporada de la serie creada por Guillermo del Toro y Chuck Hogan, The  
Strain (2014-2017), adaptación de la novela Nocturna (2009), en la que tras  
una explosión que provoca una nube que oscurece el planeta, los vampiros  
se hacen con el poder sobre la Tierra y someten cruelmente a los  
humanos, de los que se alimentan, transformando la sociedad en una  
173  
Pedro Pujante  
dictadura vampírica despiadada, con ecos de la obra de Matheson I Am  
Legend (1954). A pesar de las grandes diferencias entre los aristocráticos  
vampíricos de Stoker y las nuevas razas de vampiros contemporáneos,  
siguen las dos manifestaciones coincidiendo en su aspiración a la  
inmortalidad y en su supremacía social respecto a los humanos. No hemos  
traído aquí ficciones como Crespúsculo, porque a pesar de que el vampiro se  
ha humanizado (incluso banalizado hasta extremos ridículos) y vive entre  
nosotros, sigue escondiendo su identidad real ante la sociedad y, por  
consiguiente, perteneciendo al mundo de lo desconocido.  
De un modo análogo se desarrolla y plantea la británica miniserie  
televisiva In the flesh (2013-2014), creada por Dominic Mitchell, aunque  
esta vez el monstruo protagonista es el zombi. Una figura popularizada por  
George Romero y que desde sus orígenes se proponía como una metáfora  
de la discriminación social. Si bien es cierto que el zombi ha evolucionado  
desde una etapa vinculada al vudú haitiano, pronto fue absorbido por la  
industria cinematográfica y se difundió como el monstruo vaciado de  
conciencia e identidad y multitudinario que hoy conocemos. De hecho, si  
algo sirve para vincular a los primeros zombis vudú (por ejemplo, I Walked  
with a Zombie, Jacques Tourneur, 1944) con los más recientes infectados  
(
28 Days Later, Danny Boyle, 2002), es que «todos ellos han sido  
previamente despojados de sus funciones mentales básicas, quedando a  
merced de fuerzas que no pueden controlar» (Sánchez Trigos, 2013: 15);  
es decir, carecen de voluntad, de un yo que los haga seres con identidad  
propia. El zombi representa a la muchedumbre, al ser anónimo, al paria de  
una sociedad alienada que ha dejado que sus individuos se conviertan en  
seres autistas, incomunicados, que vagan formando masas amorfas e  
inadaptadas que amenazan nuestra forma de vida. El zombi es el  
representante moderno de la otredad y si el vampiro encarna al  
aristócrata, el muerto viviente hace lo propio con las clases medias y bajas.  
En las tres etapas que detallan Boluk y Lenz, ya se advierte que «la tercera  
y
última etapa [...] describe al zombi como un ser humano  
patológicamente infectado» (2008: 3). Es decir, su monstruosidad ha sido  
capitalizada por motivos científicos y no místicos. Sus motivaciones son  
evidentes para la sociedad y no forman parte de un mundo oculto y  
sobrenatural. Ha pasado el zombi de representar al ser sin alma a encarnar  
la ausencia más absoluta de identidad del hombre contemporáneo, el  
hombre anónimo.  
In the flesh nos sitúa en un mundo que podríamos llamar más  
posterrorífico que postapocalíptico, en el que ya se ha erradicado la  
enfermedad contagiosa que convierte a los humanos en muertos vivientes,  
gracias a un fármaco. De este modo, el problema (ya no sobrenatural sino  
médico) radica en integrar de nuevo en la comunidad a la que pertenecían  
a los afectados por el Síndrome de Fallecimiento Parcial (Partially  
Deceased Syndrome o PDS), un término eufemístico que funciona como  
fórmula para desplazar semánticamente el terror sobrenatural por códigos  
174  
Los mitos literarios y su trasvase al cine  
médico-sociales. Este proceso de adaptación no es sencillo porque los  
recuperados del PDS habían sido anteriormente “monstruos” irracionales  
que devoraban y asesinaban a miembros de su comunidad, lo que ocasiona  
un enorme rechazo, pero también espanto, por lo que se mantiene gran  
parte del terror que los zombis clásicos producían. De hecho, la  
medicación contra el PDS no es definitiva, tan solo paliativa y cuando se  
suspende su consumo, el afectado se convierte de nuevo en un “monstruo”  
peligroso y antropófago. Aquí se perciben paralelismos con los adictos a  
opiáceos, a los yonquis callejeros dependientes de la metadona que  
despiertan desprecio y desconfianza entre los miembros de las sociedades  
contemporáneas, aunque en el caso de los afectados del PDS,  
paradójicamente, a pesar de no ser responsables de su “enfermedad”,  
portan el estigma de haber sido asesinos feroces. El mismo planteamiento  
de esta serie ha sido llevado al cine en el filme The cured (2017), de David  
Freyne.  
Aunque estas materializaciones del zombi puedan parecer novedosas,  
no cabe duda de que la transformación de la figura del monstruo-zombi se  
ha venido gestando desde sus mismos orígenes. El zombi, a diferencia del  
resto de monstruos, ha supuesto una alarma social desde el comienzo,  
desde la primera cinta de George Romero. Por supuesto que al principio  
los humanos vueltos a la vida todavía suponían una ruptura con lo real que  
nos enfrentaba ante el hecho fantástico. Cabe recordar que, a pesar de que  
ya la primera incursión en el universo zombi de Romero, contaba con  
grandes dosis de crítica social (desde ese protagonista afroamericano), la  
primera escena tiene lugar en un cementerio, lugar característico de las  
narraciones de terror decimonónico. Pero en la filmografía del propio  
Romero ya advertimos esa evolución que aquí queremos analizar, aunque  
de un modo bastante esquemático. En sucesivas entregas, el número de  
zombis aumenta y el mundo se transforma en un lugar infestado por las  
antropófagas criaturas cuya proporción es muy superior al número de  
humanos, los cuales, incluso, han de vivir en estados de tipo feudal para  
protegerse de la amenaza zombi. Este escenario postapocalíptico lo vemos  
en Land of the Dead (2005), la cuarta entrega de la saga zombi de Romero.  
Aquí la sociedad, debido a la infestación de muertos vivientes que asola el  
mundo, se convierte en un universo distópico, estableciéndose un tipo de  
sociedad de castas seudomedieval, en la que las diferencias entre ricos y  
pobres se acentúan con gran intensidad. Aunque esta película no es  
posterrorífica en el sentido que nosotros aquí entendemos, sí que muestra  
algunos de los antecedentes de este tipo de narraciones. Por un lado, la  
sociedad ya comienza a asimilar a los monstruos como un fenómeno  
problemático y no tanto como una amenaza sobrenatural. Además, la  
humanización del monstruo cobra vital importancia en la trama. De hecho,  
uno de los zombis, conocido como “Big Daddy” (que tenga nombre propio  
es relevante y merece la pena subrayarlo), muestra autoconciencia de su  
naturaleza, maneja armas de fuego y enseña a sus compañeros muertos a  
175  
Pedro Pujante  
utilizarlas. Esta capacidad de aprendizaje, exclusivamente humana, es una  
clara evolución de la figura del monstruo, inédita hasta la fecha en el  
desarrollo del zombi tradicional. “Big Daddy” es inteligente, cooperativo y  
capaz de liderar un ejército de muertos vivientes, demostrando ser  
consciente de su condición, además de mostrar un alto nivel de empatía  
hacia sus congéneres. Esta autoconciencia es evidente en otros zombis de  
la película: una animadora que agita los pompones, un músico que trata de  
soplar su corneta o una pareja de muertos vivientes que continúan cogidos  
de la mano. Así no solo se humaniza al monstruo, también se ahonda en la  
idea de que “los otros somos nosotros”, a la vez que se incide en  
metaforizar las diferencias sociales entre ricos y pobres, entre parias y  
privilegiados.  
Pero quizá la serie que de forma más original ha traído el tema de los  
muertos vivientes para plantear un dilema de orden social (y también  
familiar) sea Les Revenants (2012-2015). Esta serie francesa, creada por  
Fabrice Gobert, consta de tan solo dos temporadas. En el pueblo de  
Annecy los fallecidos han comenzado a regresar a su casa después de varios  
años desde su defunción y entierro. Lo terrorífico es, de algún modo,  
relativizado debido a que los “regresados” o “aparecidos” aparecen con el  
mismo aspecto y edad que tenían el día de su fallecimiento. Este inusual e  
inexplicable evento causa, como es evidente, gran revuelo y conmoción en  
la tranquila comunidad francesa. Que los fallecidos regresen con apariencia  
totalmente humana hace que, a diferencia de los zombis tradicionales, no  
causen rechazo. Además, los revenants pueden hablar y recordar sus  
experiencias previas a la muerte, y se comportan como “seres humanos de  
carne y hueso”. Esta paradójica situación es el punto clave que hace de esta  
serie posterrorífica una de las narraciones con más complejidad tanto social  
como emocional. Los dilemas que se plantean son de carácter técnico:  
¿
dónde han de vivir si sus familiares han rehecho sus vidas o ya han  
fallecido? ¿Quién se hace cargo de su manutención y cuidado? Derivan de  
esta situación grandes cuestiones humanitarias y socioeconómicas. Pero  
sobre todo, aquí hay que subrayar la gran relevancia que adquieren los  
dilemas éticos y emocionales. ¿Qué lugar ocupa el exnovio fallecido en la  
nueva relación de su antigua pareja con el nuevo esposo? ¿Qué  
sentimientos despierta la reaparición de un niño fallecido hace varias  
décadas en unos padres o familiares que ya han transitado por el duelo y  
que tratan de vivir sus vidas a partir de aquellas pérdidas?  
En cualquier caso, esta serie en la que la humanización del monstruo es  
más bien una monstruoficación del ser humano, sigue conservando los  
elementos del género de terror intactos, y la problemática social no diluye  
para nada el elemento sobrenatural, el misterio y, por tanto, también el  
efecto fantástico en cuanto a ruptura del tejido de lo real. Sus presencias, a  
pesar de ser humanas y reconocibles por todos (o quizá más si cabe por  
esto mismo, como también provoca pavor la figura del Doble), siguen  
causando estremecimiento entre los vecinos. Y, sin duda, también entre  
176  
Los mitos literarios y su trasvase al cine  
los telespectadores, quienes no pueden dejar de establecer vínculos entre  
lo familiar de la situación y lo siniestro que en ella subyace. Explicaba  
Freud en su famoso estudio Das Unheimliche (1919) que lo siniestro puede  
ser producido con el regreso de los muertos a la vida; y más adelante,  
refiriéndose a la creación artística sostenía Freud que el efecto siniestro es  
más potente cuando «el poeta aparenta situarse en el terreno de la realidad  
común», y que este (el poeta) «puede exaltar y multiplicar lo siniestro  
mucho más allá de lo que es posible en la vida real, haciendo suceder lo  
que jamás o raramente acaecería en la realidad» (1992: 249). Esto es más  
que evidente en la factura de esta narración, en la que la realidad más  
trivial se ve, de pronto, subvertida por un acontecimiento tan siniestro  
como la vuelta a la vida de los muertos. Y además, con la particularidad de  
que estos “muertos” están “vivos”. Su amenaza consiste en desmantelar el  
orden social y emocional de los habitantes de Annecy, una comunidad  
cerrada y aislada, pero que de algún modo sirve de espejo en el que  
reverbera la propia naturaleza humana. Hay que matizar que estos revenants  
se acogen mejor a la descripción de fantasma o espectro que a la de zombi  
propiamente dicho. No comen carne, hablan y, aunque no carecen de  
corporalidad, su naturaleza siniestra parece evocar más al alma del  
fallecido, a su espíritu (aunque sea simbólicamente), que al propio  
fallecido.  
El monstruo que culmina la tríada clásica es el demonio, un ente  
híbrido, ya que al materializarse a través de la posesión su esencia está  
construida por lo carnal-humano y lo espiritual-demoníano. Esta figura, el  
demonio, «funciona como una metáfora de lo humano [...] y en realidad  
no es una criatura sobrenatural sino un motivo antropológico mediante el  
cual proyectamos, exteriorizamos y representamos el lado oscuro del  
hombre» (Thacker, 2015: 38). A diferencia de los dos monstruos  
anteriores aquí la humanidad del afectado se conserva en gran medida, o al  
menos es compartida con la presencia invasora. Esta dualidad ha hecho que  
la sensación de terror sea más intensa si cabe, ya que el poseído suele  
conservar su humanidad y, por tanto, su sufrimiento. Recordemos novelas  
que han sido llevadas con éxito al cine como The exorcist (1971), cuyo  
esquema se ha repetido hasta la saciedad. En cualquier caso, la posesión,  
tema terrorífico que se inscribe siempre en el ámbito de lo unipersonal, es  
planteada en la película Ava’s possessions (2015), como un discurso  
posterrorífico” y, por tanto, social. En este filme de Jordan Galland, su  
protagonista, Ava Dopkins, tras padecer una posesión demoníaca, debe  
asistir obligatoriamente a una terapia para poseídos (Poseídos Anónimos)  
como requisito impuesto por un juez si no quiere ingresar en prisión. El  
yonqui-zombi es aquí una suerte de poseído-alcohólico, que debe lidiar  
con las consecuencias de su posesión desde la terapia en grupo  
institucionalizada. El aporte más original de esta película se lo debemos a  
que quizá por vez primera se acepta que una posesión diabólica sea tratada  
por medios no religiosos o esotéricos sino terapéutico-sociales. El  
177  
Pedro Pujante  
problema se desplaza de la esfera de lo oculto, privado y sobrenatural (al  
menos en gran parte) al ámbito de lo público, lo racional y lo social.  
2. CONCLUSIONES  
En definitiva, en lo que coinciden estos tres tipos de narraciones es en  
proponer discursos “posterroríficos”, en los que los monstruos han dejado  
de ser problemas en sí mismos, han sido superados como entidades  
ultraterrenas y sobrenaturales y han sido reciclados e incorporados al  
tejido social para reformular novedosos retos y dilemas, que trascienden la  
esfera individual para incorporarse a lo social. El vampiro ya no es un  
monstruo que solamente se te puede aparecer en tu solitaria alcoba  
(
aunque también, como podría hacerlo cualquier asesino humano), sino  
que saciado de su sed de hemoglobina arrostra dilemas de integración  
social, posicionamiento en la jerarquía laboral y política, y en definitiva,  
trata de emanciparse de las sombras y los solitarios ataúdes para hacerse un  
hueco en la historia de los hombres. Los zombis, por su parte, enfermos  
que jamás habían sido escuchados y aquejados de un virus irreversible,  
tratan de lidiar con el trauma, el dolor propio y ajeno y sobre todo, tras  
haberse hallado una cura, intentan ser aceptados por los vecinos que un día  
fueron sus víctimas y sus meriendas. Algo similar ocurre con el  
endemoniado, quien, estigmatizado, jamás había gozado de una dimensión  
social, pero que ahora, según la peculiar cinta de Galland, quizá la única  
que plantea este dilema de recuperación terapéutica en sustitución del  
agua bendita, los rezos y la cruz, se considera un enfermo (sin negar la  
presencia de un demonio virulento) y por tanto una persona que puede y  
debe recuperarse mediante la correspondiente terapia.  
Sintetizando se podría concluir que estos discursos “posterroríficos” se  
caracterizan por racionalizar el terror, intercambiando su naturaleza  
sobrenatural por problemas más reales (infecciones, virus...) o al menos  
más próximos a nuestra realidad social, familiar o política; también se  
definen por ensanchar el trauma personal a otros problemas de carácter  
social; y, finalmente, por humanizar al monstruo terrorífico y mostrarlo  
como un “humano inadaptado o problemático”. Podemos añadir que otro  
de los rasgos que caracteriza a estos relatos posterroríficos lo constituye el  
hecho de que se le ha otorgado voz al monstruo, es decir, es portador de  
un discurso. Como han explicado tanto Campra (2008) como David Roas  
y Ana Casas (2016), respecto a algunas nuevas formas en la literatura  
fantástica, «una de estas innovaciones ha sido, indudablemente, la de darle  
la palabra a las criaturas del otro lado» (Campra, 2008: 148). Esta  
personificación y “humanización” del otro, juego entre alteridad e  
identidad, es una de las características también de estos relatos  
posterroríficos, que confieren al nuevo monstruo rasgos humanos, a la vez  
que se le ofrece la oportunidad del discurso. Roas y Casas atribuyen esta  
otorgación de voz al otro al «nuevo paradigma de la realidad y la visión  
posmoderna del sujeto» (2016: 197).  
178  
Los mitos literarios y su trasvase al cine  
Como exponíamos al inicio de este artículo, la realidad histórica es uno  
de los motores que mueve la definición genérica de la ficción fantástica.  
Los monstruos y el terror también sufren cambios, evolucionan y se  
adaptan a la sociedad, a los miedos y terrores que de ella emanan. Se  
observa que, no obstante, estas criaturas siguen conservando muchos de  
sus rasgos arquetípicos, rasgos que los constituyen como monstruos  
temibles, y también otros que los definen socialmente: el vampiro  
aristocrático que se siente superior al humano; la posesión satánica como  
metáfora de la alienación de la clase social media; y el zombi que  
metaforiza las clases más bajas e incómodas para el sistema capitalista.  
También hemos contemplando en nuestro análisis un caso peculiar de  
posterror (Les Revenants) en el que los elementos sobrenaturales se  
conservan, pero el ataque a los cimientos de la esfera social y emocional no  
deja de ser de gran impacto. Este peculiar caso podría considerarse como  
un eslabón (no cronológico aunque sí temático) que podría establecerse  
entre las ficciones terroríficas y posterroríficas. En las primeras, como ya  
hemos discutido, el efecto fantástico se mantiene y define sus propias  
naturalezas. En las últimas, lo fantástico se diluye y se abre paso a una  
nueva resignificación conceptual, a través de lecturas sociopolíticas,  
económicas y culturales. Además, esta peculiar serie de televisión se  
dimensiona gracias a la gran carga emocional que de su trama principal se  
desprende, la cual configura y da sentido a la obra en su totalidad.  
En una sociedad cada vez más culta, agnóstica, científica  
e
interconectada, es razonable que los estereotipos de los monstruos se  
hayan racionalizado, se humanicen y dejen de causar miedo sobrenatural.  
Entonces no queda otra alternativa que articular una nueva poética  
posterrorífica”, un cambio radical de paradigma, porque los monstruos  
clásicos morirán de viejos pero el terror y lo fantástico, con novedosas  
fórmulas, habrá de acompañarnos por muchos años.  
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