Los mitos literarios y su trasvase al cine
acostumbrado a una situación de por sí anómala y aprenden a convivir con
ella, resultando el miedo a lo desconocido sustituido por otra nueva
situación que de esa intrusión de los “otros” se ha derivado.
Es comprensible que algunas formas narrativas contemporáneas hayan
mutado en una revisión de los arquetípicos monstruos y los hayan
reutilizado desde una nueva perspectiva. El vampiro, por ejemplo, es una
paradigmática figura que tiene sus antecedentes literarios en los relatos El
vampiro (1849) y La familia del Vurdalak (1839), ambos de Alekséi
Konstantínovich Tolstói, y sobre todo en El vampiro (1819) de John
Polidori y que, posteriormente, se convirtió en un monstruo ampliamente
conocido y popular gracias al Drácula (1897) de Bram Stoker. Recordemos
que el vampiro es un no-muerto, alguien que fue humano pero que dejó
de serlo, gracias a la intervención de fuerzas sobrenaturales, normalmente
de origen demoníaco y oscuro. El no-muerto, al haber sido un humano
previamente, no deja de mostrarse con una monstruosidad ambigua, ya
que siempre se percibe como mitad hombre, mitad monstruo. No
obstante, la tradición literaria y después la fílmica han insistido en
aleccionarnos de que esa porción de naturaleza humana, tras la muerte y
posterior mutación vampírica, era eliminada totalmente y sustituida por la
dominante naturaleza infernal. A pesar de ello, los vampiros que resultan
atractivos no han dejado de aparecer una y otra vez en la ficción. Desde el
Conde seductor, pasando por bellas seductoras vampiresas que son
caracterizadas con un erotismo magnético y que tienen su origen
romántico en Carmilla (1872), de Joseph Sheridan Le Fanu, y en La morte
amoureuse (1836), de Théophile Gautier. De hecho, a pesar de su condición
de monstruos, el cine de serie B (a partir de los productos de la Hammer,
sobre todo con Christopher Lee como conde Drácula) ha insistido en
ofrecernos una visión romántica y sugerente del vampiro, que a diferencia
del monstruo horrendo de su antecesor más stokeriano Nosferatu, está
dotado de expresiones humanas, raciocinio y elegancia.
Uno de los monstruos que con mayor flexibilidad se ha ido adaptando
al signo de los tiempos es el vampiro. Como señalan Joan Gordon y
Veronica Hollinger en la ficción vampírica contemporánea las barreras
entre lo humano y lo monstruoso son cada vez más delgadas y confusas
(
1997: 2-5). Esta “humanización” del vampiro, como veremos, se ha ido
intensificando a lo largo del tiempo, y cada vez son más los filmes y las
novelas que recurren a esta reconversión del monstruo en un ser cercano a
nosotros, dotado de emociones, de palabra e incluso de belleza. Así, no
solo se le hace más humano, sino que se le despoja de su sentido maligno
y, en definitiva, de su naturaleza terrorífica. Series, novelas y películas
actuales no dudan en representar al típico vampiro como un adolescente
enamorado y atribulado por las vicisitudes de la sociedad en la que vive. El
vampiro ha sido enteramente subsumido por nuestra sociedad de consumo
y su imagen, totalmente actualizada, ha devenido en icono cultural. Como
sostiene Alicia Nila Martínez Díaz, hoy día asistimos a la «vampirización
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