La posguerra española en clave de western rural:

las adaptaciones cinematográficas de Intemperie (2019) y Sordo (2018)

 

The Spanish postwar in rural western terms: the film adaptations of Intemperie (2019) and Sordo (2018)

 

 

 

 

Álvaro López Fernández

Universitat de València

alvaro.lopez-fernandez@uv.es

ORCID ID: 0000-0002-1930-9150

 

Raúl Molina Gil

Universitat de València /

Universidad de Alcalá

molinagilraul@gmail.com

ORCID ID: 0000-0001-8100-4481

 

 

Resumen: El cine español contemporáneo sobre la memoria histórica ha renovado sus modelos con técnicas y motivos del western. Dos casos notables son las adaptaciones de Sordo (Alfonso Cortés-Cavanillas, 2018) e Intemperie (Benito Zambrano, 2019). De esta forma, el cómic de David Muñoz y Rayco Pulido (2008), sobre un soldado de la Operación Reconquista, devendrá en una persecución entre pistoleros por el Pirineo. A su vez, la película sobre Intemperie de Jesús Carrasco (2013) ubicará su trama en la Andalucía de posguerra para ofrecer una reflexión sobre la subalternidad y la violencia del franquismo. A continuación, analizaremos la suma de estas dos estructuras reconocibles para el público, y sus consecuencias formales.

 

Palabras clave: Adaptaciones, Western, Memoria histórica, Ruralidad, Intemperie, Sordo.

 

Abtract: Contemporary Spanish cinema on historical memory has renewed its models with techniques and motifs of westerns. Two notable cases are the adaptations of Sordo (Alfonso Cortés-Cavanillas, 2018) and Intemperie (Benito Zambrano, 2019). In this way, the comic by David Muñoz and Rayco Pulido (2008), about a soldier in Operation Reconquista, become a sort of chase between gunmen through the Pyrenees. Meanwhile, the film based on Intemperie by Jesús Carrasco (2013) will set its plot in post-war Andalusia to offer a reflection on the subalternity and violence during Franco’s regime . In the following, we will analyse the combination of these two recognisable structures for the audience, and their formal consequences.

 

Key Words: Adaptations, Western, Historical memory, Rurality, Intemperie, Sordo.

 

 

1. INTRODUCCIÓN. EL WESTERN AL SERVICIO DE LA MEMORIA HISTÓRICA[1]

Llama la atención que casi simultáneamente se estrenasen dos películas españolas que incidían en la imagen de la inmediata posguerra española como un western de perseguidores y perseguidos: Sordo (2018, La Caña Brothers), de Alfonso Cortés-Cavanillas, e Intemperie (2019, Morena Films, Movistar Plus+, RTVE, Áralan Films, Ukbar Filmes), de Benito Zambrano, basadas respectivamente en el cómic homónimo de David Muñoz y Rayco Pulido (2008, Ediciones de Ponent; 2018, Astiberri Ediciones), y en la novela de Jesús Carrasco (2013, Seix Barral). En ambos casos, el material de partida era cercano en el tiempo, pero no inmediato, es decir, las adaptaciones no fueron una consecuencia instantánea del impacto formal que tuvo el cómic o del éxito internacional de la novela (desde enero de 2013 hasta el estreno en noviembre del 2019 de la película se suceden veintiséis reimpresiones de Intemperie). Ello supone un aliciente para intentar dar un contexto y preguntarse por los motivos de esa coincidencia, no tan intuitiva, entre western y memoria política española que muestran las adaptaciones, pues uno de los dos elementos no era palpable en el material de partida.

De esta forma, como en un quiasmo, si en el texto de Jesús Carrasco era reconocible la influencia del western, la adaptación repolitizó la acción al ubicarla en el marco explícito de los años cuarenta en Andalucía. A su vez, Sordo, que ya incluía una carga política al versar sobre una operación militar en la posguerra española, se llenó en la pantalla de una retórica (duelos, cabalgadas, etc.) propia de los relatos del oeste. En paralelo, ambas adaptaciones ofrecían, además, una ambientación rural mucho menos abstracta y simbólica que sus originales.

Todos estos ejes se adivinan ya en los carteles promocionales de los filmes, que significativamente difieren de las cubiertas de los libros. Así, mientras que la novela de Jesús Carrasco partía de la imagen impersonal de una cabra suiza blanca (fotografía de Adrian Burke), el cartel presenta a Luis Tosar con sombrero de vaquero, sentado, con la vista en el horizonte delante del niño protagonista. La disposición y los ropajes de ambos remiten a un nomad's land, pero en la geografía del fondo se vislumbran los perfiles de un paisaje propio del sur peninsular. Por su parte, la última portada del cómic de David Muñoz y Rayco Pulido (autor este de la misma) era la imagen cenital de un guerrillero, en verde, ovillado sobre una manta ajada, mientras que el cartel, a la manera de Drew Stuzan, lo agiganta y posiciona en el punto de fuga, vestido como un vaquero, con rifle, gorro y poncho, rodeado de otros protagonistas también armados, en menor escala de tamaño, bajo los cuales desfilan soldados a caballo. El vestuario, las rectas de los rifles, los violentos tonos anaranjados de la acuarela y la disposición a modo de «retrato masculino desafiante» (Morales Carrión, 2016: 124) remiten al prototipo de carteles de western contemporáneos, no solo hollywoodienses.

De hecho, para abordar esta confluencia, habría que tener en cuenta el progresivo arraigo del género en la cinematografía española reciente, con destacados largometrajes, como Blackthorn. Sin destino (2011), de Mateo Gil, y cortometrajes, como Nubes rojas (2016), de Marino Darés, o La higuera (2019), de Mikel Mas. Esa línea ha continuado en tiempos pospandémicos en manos de autores consagrados con el estreno de la serie Libertad (2021), de Enrique Urbizu; la reformulación, con actores internacionales, de Pedro Almodóvar con Extraña forma de vida (2023); o el thriller de terror La espera, de F. Javier Gutiérrez (2023). Estos estrenos han terminado de sobrescribir la visión del western en España como un remedo pulp, que fue tan notoria durante el franquismo, sostenida sobre todo por las novelitas de quiosco en cuyas páginas Pedro Gutiérrez Recacha cifraba el auténtico origen del western cinematográfico español (2006: 268), por encima de la influencia norteamericana, lo cual apunta ya a una relación dialógica inicial entre literatura y cine. Hablamos de esas «novelitas de a duro» de Marcial Lafuente Estefanía, autor de unas 2600 obras; de José Mallorquí y su célebre personaje, El Coyote, protagonista de más de 120 narraciones y que llegó a tener una notable proyección internacional (Charlo, 2020)[2]; y de otros tantos como Juan Gallardo –Curtis Garland– que «se veían obligados a ocultar su nombre auténtico bajo un seudónimo de resonancias norteamericanas en un intento de favorecer la comercialidad del producto» (Gutiérrez Recacha, 2006: 268).

Ello no impidió (es más, alentó) la realización temprana de interesantes y notables películas del oeste dirigidas por cineastas españoles, como La venganza (1958), de Juan Antonio Bardem; Antes llega la muerte (1964) y Condenados a vivir (1972), de Joaquín Luis Romero Marchent, que también dirigiría varias adaptaciones de El Coyote y, más adelante, de El Zorro; o ¿Quién grita venganza? (1968), de su hermano Rafael Romero Marchent (ambos co-creadores de la posterior serie Curro Jiménez). Ello hizo del western español (a menudo asociado con productoras británicas e italianas) un fenómeno en efervescencia que atrajo a profesionales de todo el mundo. Entre ellos, señala Gutiérrez Recacha (2006: 270), a Climt Eastwood, un joven actor de televisión por entonces desconocido que llegaría a España en los años sesenta de la mano de Sergio Leone para rodar dos filmes: Por un puñado de dólares (1964) y La muerte tenía un precio (1965). La dupla Sergio Leone/ Clint Eastwood, en buena medida gracias al éxito de este último título, cimentan en los decorados de Almería y Hoyo de Manzanares (homenajeados y grotesquizados luego en 800 balas [2002] de Álex de la Iglesia) el spaghetti western, con la consiguiente eclosión de productores y directores italianos, como Sergio Corbucci, que muy pronto agudizaron el dramatismo y la violencia inherentes al nuevo registro. Paradójicamente, el desarrollo del subgénero ayudó a consolidar, como reacción, la afición por el western más clásico, de modelos fordianos, para el espectador nacional, en cuyo inconsciente estético quedarían grabados motivos, planos y atmósferas de los principales títulos de los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Como indicaba Jesús Carrasco, a propósito de Intemperie: «Yo me he criado viendo western sábados por la tarde y hay imágenes propias de western y elementos de western: la persecución, el llano, la sequedad…También es cierto que me he criado en un lugar donde está eso. No sé quién alimenta quién» (Carrasco en López Fernández, Gómez y Almar, 2018).

Después de todo, un atributo del western es su capacidad de proyección mítica y, por tanto, de universalización. Así, para John G. Cawelti el género se define esencialmente por la ambientación en un entorno «simbólico que representa la frontera entre el orden y el caos, entre la tradición y la novedad. Es este escenario el que genera ciertos tipos de crisis que involucran a ciertos tipos de personajes y requieren la intervención de un tipo particular de héroe» (1999: 9). Estas narraciones problematizan la noción de frontera, en tanto entidad física que organiza los bandos y, también, como entidad alegórica que separa el aquí civilizado (y reconocido) del allá primitivo (la otredad desconocida): la estrella de cinco puntas del sheriff frente a los forajidos que incumplen la norma o frente los pueblos originarios, en muchos casos animalizados, que evitan el «correcto» desarrollo de la villa y el «adecuado» progreso del hombre blanco. Las películas de Intemperie y Sordo, que elevan considerablemente el heroísmo de su material de partida mucho más residual y degradado, parten del giro de esta ecuación binaria y germinal: el nosotros que empatiza con el espectador no es el representante de la ley (el alguacil de Intemperie o los militares franquistas de Sordo), sino el revolucionario que la quiebra (el niño que escapa y el guerrillero decidido a instaurar, de nuevo, una República social en España), pues, al cabo, las leyes construidas desde el poder pueden distar mucho de ser normas humanizadas. Sí se mantiene, sin embargo, aquella dualidad a la que también aludía Kitses: «wilderness and civilization» (2004: 13), el páramo yermo de Intemperie y la crueldad pirenaica de Sordo frente a la promesa de la ciudad o el entorno liberado.

En este sentido, cobra interés que en las promociones de ambas películas se mencionase explícitamente el término western. Luis Martínez fue uno de los primeros críticos en advertir esta relación sintomática de la guerra como «western y crepúsculo» tanto en Intemperie como en Sordo: «lo más genuino del cine español con la más elemental gramática del cine; la Guerra Civil con, en efecto, el western» (2019). Al hilo, Lucía Martín Baena, en una crítica de Intemperie para La Sexta, hablaría del filme como un «western pata negra» (2019).

Por su parte, en lo que respecta a las narrativas de la memoria, tal y como se desprende de la base de datos y estudios recientes del grupo Memory Labs de la Universitat de València, entre 2016 y 2020 se produjo un segundo boom literario y fílmico (tras el primer auge a principios de siglo a partir de Soldados de Salamina novela y película)[3]. En este segundo movimiento se incidió más en figuras marginales como el maquis y su resistencia, tema que a pesar de algunas iluminaciones como la novela Luna de lobos, de Julio Llamazares (1985), llevada al cine por Julio Sánchez Valdés (1987), no había sido especialmente transitado en las letras españolas. Probablemente, uno de los disparadores fuera la publicación de Inés y la alegría (2010), de Almudena Grandes, cuya trama guarda una estrecha relación con Sordo, pues ambas exploran la llamada «Operación Reconquista de España», promovida por el PCE en colaboración con la Resistencia Francesa.

Ello se liga con la consolidación de un tercer género, más impreciso y abarcador, que tiene que ver con la popularizada tendencia que la crítica bautizó como literatura neorrural, cada vez más canalizada en pantalla. Buena parte de los especialistas (Vicente Luis Mora, 2018; Geneviève Champeau, 2018; Gómez Trueba, 2022) señalan el inicio de la corriente en 2013, precisamente tras el impacto de la novela de Jesús Carrasco, y su impulso definitivo a partir de la publicación de La España vacía, de Sergio del Molino en 2016. Las novelas de esta vertiente comparten la ubicación de las acciones en espacios rurales, pero adquieren diversas materializaciones, como la plasmación de los procesos históricos de vaciado del entorno (La tierra desnuda, de Rafael Navarro de Castro, 2019; Vibración, de José Ovejero, 2024); la llegada de urbanitas al mundo rural y su choque con la realidad, a veces extremada o kafkiana, del campo (Las ventajas de la vida en el campo, de Pilar Fraile, 2018; Un amor, de Sara Mesa, 2020); la emergencia de lo fantástico y de otros registros no miméticos, como el realismo mágico o lo fantástico (las obras de Irene Solà, de Cristina Sánchez-Andrade o de Ana Martínez Castillo son claros ejemplos); la recuperación de la memoria histórica (pequeñas mujeres rojas, de Marta Sanz, 2020; Paisaje nacional, de Millanes Rivas, 2024); la investigación policíaca de crímenes (Terra alta, de Javier Cercas, 2019); o la descripción de una suerte de locus eremus rural. En este último eje encuadra Champeau (2018) obras como Intemperie (Jesús Carrasco, 2013), Por si se va la luz (Lara Moreno, 2013), El bosque es grande y profundo (Manuel Darriba, 2013) o Las efímeras (Pilar Adón, 2015), por su ambientación en un espacio metafórico, la presencia de un imaginario (post)apocalíptico y cierta tendencia a la distopía o a lo que Bauman denominó retrotopías (2017).

En otras palabras, y aclarado el arraigo reciente de los principales géneros implicados en las adaptaciones, esta unión de los procedimientos temáticos y narrativos del western con el reclamo de la memoria histórica supone una confluencia de expectativas reconocibles y, por tanto, un doble intento de comunión con el público, que identifica los patrones y atmósferas de dos corrientes de moda (a las que habría sumar el auge de lo neorrural), cada una asociada con una considerable cuota de espectadores en el mercado cinematográfico español. Como veremos, la operación implicará, sin embargo, hacer no pocas concesiones y forzar varias de esas coordenadas, bien los estragos de la guerra o los elementos inherentes al western, para que los productos sean percibidos de un modo más cercano y asimilable y se allane el interés de un abanico amplio de espectadores. No en vano, el cómic y la novela son dos textos especialmente complejos por su lirismo ucrónico (más en el caso de Intemperie) y por su experimentalismo formal (más visible en Sordo) e incorporan no pocos rasgos de extrañamiento. Al hilo, rescatamos por su elocuencia la reacción de Jesús Carrasco tras el visionado del filme: «Me sorprendió que fuera tan nítidamente western, pero tan nuestra también; no hay revólver, ni simbología, ni vestimenta vaquera, ni sheriff. Es un western, pero profundamente español» (EFE, 2019).

 

2. INTEMPERIE: CONCRECIÓN ESPACIO˗TEMPORAL Y RESIGNIFICACIÓN HISTÓRICA DE UNA NOVELA ABSTRACTA

Esta redundancia en la españolidad de la película responde, en primer lugar, a la adaptación concreta las coordenadas espacio˗temporales de la novela. Jesús Carrasco construyó un paisaje asolado e impreciso que, aunque vinculable con la Meseta castellana, resultaba voluntariamente abstracto, mítico si se quiere. Un paisaje sometido a los abusos y conflictos éticos que genera lo que el narrador llama recurrentemente «la ley del llano». En este sentido, el texto original era más vinculable al western que a un libro sobre los estragos y humillaciones de la posguerra, pues se sostenía en una suerte de ley tácita y no en una norma escrita, cuyo cumplimiento no era controlado por las estructuras de un Estado dictatorial que respondiera a una ideología nacional-católica, sino a una maldad jerárquica, originaria. Por centrar el argumento, la novela seguía la historia de un niño que huye por un llano inclemente porque el alguacil (justicia y poder de la región) abusa sexualmente de él con la connivencia de sus padres, ante lo cual solo encuentra el refugio de un cabrero (encarnación del maestro marginal de cualquier narración mítica) que le enseña una forma de vida nómada y ética. A instancias de esto, Carrasco pespuntó una novela brutal en sus violencias y proyectó un entorno ruinoso, hiriente y seco que se sabe estaba basado en el paisaje toledano de su infancia, pero, a propósito, distorsionado e innominado: sin nombres ni fechas. No aparece la palabra «España» o guerra, ni se alude al pasado de ningún protagonista. De hecho, como él reveló en una entrevista, ese Toledo «bien podría ser Arkansas o Texas» (Carrasco en López Fernández, Gómez y Almar, 2018).

En sintonía, algunos de los artículos más interesantes sobre la Intemperie de Jesús Carrasco, aunque han podido tener un menor eco crítico, son aquellos que se han apartado de su consideración como novela neorrural y han optado por privilegiar su carácter simbólico. Es el caso del estudio de John B. Margenot III (2017), que la entiende la como representación de una atávica lucha moral de opuestos entre el bien y el mal, para lo cual analizaba las imágenes demoníacas que la atraviesan según los arquetipos de Northrop Frye y los escritos de Gilles Deleuze, Félix Guattari y Henri Lefebvre sobre el espacio y la nomadología. El propio llano es, según su interpretación, un terreno moral injusto en constante negociación y disputa, que configura el eje de ese «dystopian world devoid of redemption» (2017: 221). También el propio Sergio del Molino, aunque reconociera en sus lindes «el mundo perdido de la España vacía», concedía que «en realidad, se trataba de una novela de tipo postapocalíptico, con un niño que huye de casa y se enfrenta a la soledad de un paisaje yermo y devastado» (2016: 167), como luego precisaría Champeau (2018).

Por su parte, la película apostó por dotar a la historia de un realismo contextual. En este sentido, la trayectoria previa de los responsables ya permitía otear algunas de las claves de la adaptación. Así, el director Benito Zambrano, que también participó en el guion, había mostrado una querencia por el tratamiento de lo social (Solas, 1999; Padre coraje, 2002), lo identitario (Habana blues, 2005) y la memoria histórica (La voz dormida, 2011) en anteriores trabajos señeros o en algunos posteriores, como la reciente El salto (2024). Por encargo de la productora Morena Films, del grueso del guion se ocuparon los hermanos Remón. Pablo Remón, como dramaturgo, había sido autor de 40 años de paz (2015), cuya trama versa sobre las narrativas de la memoria, y de diversos guiones sobre la crisis (Cinco metros cuadrados, 2011; Todo un futuro juntos, 2014) y la vida rural (El perdido, 2016; No sé decir adiós, 2017), lo que también abordó en las obras de teatro Muladar (2014), una tragedia contenida de los años 50, y en las oscuras comedias La abducción de Luis Guzmán [2013] y Los mariachis [2021], con remedos de western. Más conocido hoy como novelista, Daniel Remón coescribió con su hermano los textos de Cinco metros cuadrados, El perdido, Muladar o Casual day (2007), protagonizada por Luis Tosar. Su trabajo en Intemperie les valió el Goya al Mejor guion adaptado en 2020[4], entre otras cosas por la coherencia vehicular a la hora de resignificar históricamente la trama.

En relación con ello, la maldad en la película no supone ya un rasgo pesimista intrínsecamente humano, sino que su ejercicio es vinculable con las disposiciones de poder del franquismo. El ejecutor es el capataz (trasunto fílmico del alguacil de la novela), que somete a los pauperizados habitantes del llano hasta el punto de ser capaz de apropiarse de un niño ajeno. Basta ver que la hermana del niño (personaje inventado para la ocasión) se mea de miedo cuando se enfrenta a él para comprender el temor físico que sienten quienes viven bajo su yugo. Por todo ello, la reflexión no es ya sobre el ser —y el abuso— en sí mismo, sino sobre su conversión en un «aparato represivo del Estado» (Althusser, 1974)[5] cuyas acciones no son consecuencia de su propia naturaleza, sino de la presión que sobre él dispone un aludido terrateniente jerárquicamente superior. En resumidas cuentas, si la novela dialoga con el Homo homini lupus de Hobbes, la película transita sobre condiciones más contemporáneas: aquellas aludidas por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la ilustración (1998) al afirmar que los fascismos históricos, el nazismo y el holocausto no fueron fruto de una vileza primitiva. Su entramado no podía erigirse sobre la irracionalidad, sino sobre una política de perpetración de la violencia, cuya estructura de mando entiende la razón como un instrumento de dominio del semejante. Esto es, en el caso de la película, como una forma de autoridad puesta al servicio de los intereses económicos de un sistema dictatorial, artificialmente legitimado por la victoria en la Guerra Civil. El capataz, que ha de dar sustento a sus trabajadores, es el primer representante de una escala de poder y de una ideología opresiva construida desde los parámetros empiristas.

De forma consecuente, el cronotopo de la trama en la adaptación se explicita en las primeras escenas cuando aparece el sobretítulo: «España, 1946: siete años después de la Guerra Civil», entre la imagen de los matorrales que el niño está pisando en su huida. Más adelante, un autobús precisa la ubicación de la acción a través de su rótulo: «Granada-Lanjarón-Orgiva». Ello nos traslada a la topografía real y precisa de los escenarios de la película, voluntariamente subrayada por Benito Zambrano, quien se llevó el texto a su imaginario personal: «Soy de Lebrija, he trabajado en el campo: sé de capataces, de los señoritos, de los dueños no solo de la tierra, sino de las personas, y ese ambiente seco, duro. Vi que era la campiña andaluza nuestra» (EFE, 2019).

Las lógicas abstractas de dominación quedan insertas, así, en la resonancia histórica del latifundismo andaluz. También por ello el alguacil es ahora «el señor capataz», interpretado por Luis Callejo. De hecho, su primera aparición es abroncando a docenas de jornaleros hambrientos que detienen su trabajo para arrastrase por el suelo intentando cazar una liebre. Este carácter explotador e inclemente, hasta el maniqueísmo, une la novela y la película y hace que ambas pueden ser leídas como sendas historias de perdedores. En este contexto, se habilita una reflexión sobre las condiciones de la subalternidad que deben ser, como indicara Spivak, siempre leídas en relación con el otro (2009). Así, en pantalla, el niño, su familia y las gentes del pueblo lo son en toda la extensión del término: viven en condiciones de precariedad absoluta, dentro de una cueva y sin apenas comida ni ropa. El capataz resulta, a su vez, un explotador explotado o, en palabras de Guha, un «subalterno que ejerce el poder» (1958: 48), es decir, aquel que siendo subordinado utiliza las herramientas del explotador hacia quienes habitan un escalón por debajo: es el amo ciego de Lazarillo, del que huirá el niño dejándolo tendido sobre un charco de sangre tras la violenta refriega en la que paga con su propia medicina. La bala es, en este espacio árido, la columna en la que el ciego se abrió la cabeza en un alejado día de lluvia.[6] Y es que, además de un western, Intemperie es también una novela y una película de aprendizaje: un viaje, una suerte de road movie (como La carretera de McCarthy)[7] o de Bildungsroman[8] por el llano. De hecho, una consecuencia de la película al fortalecer las coordenadas españolas y renunciar a un marco distópico es que la memoria estética del espectador la conecta más con la picaresca. La trascendencia formativa queda reforzada cuando el moribundo pastor por fin, un amo bueno se despide del protagonista diciendo: «cuánto has crecido, niño» (Intemperie, 2019) como conclusión a su niñez.

Una diferencia sustancial respecto al tratamiento de ambas huidas es que la novela focaliza la acción por entero en el niño y solo conocemos aquello de lo que es testigo, es decir, miramos con los ojos del que huye, del agredido. En la película, sin embargo, como ocurrirá en la adaptación de Sordo, el montaje se torna mucho más polifónico y expone las acciones del niño protagonista, pero también las del capataz y sus secuaces (que prácticamente copan los primeros veinte minutos del filme). El ejercicio de simultaneidad otorga a la narración mayor agilidad y tensión dramática, lo que genera una narración amplia y dinámica, pero también más subordinada a las expectativas del mercado, como sucede en Sordo. No en vano, los dos textos originarios se caracterizaban por su silencio: Sordo era un cómic casi mudo e Intemperie una novela que reducía el diálogo, relacionado con la incomunicación, a su mínima expresión, hasta el asombro por la palabra. Ninguna de las dos adaptaciones cinematográficas, sin embargo, llega a redundar en este vacío, lo que hubiera hecho de ellas un producto mucho más insólito y complicado de promocionar, sino que apuestan por lo dialógico y destacan, incluso, por su carácter explicativo.

En este sentido, la película incorpora un objetivo a la fuga del niño: se dirige a la Ciudad, sin más señas, apenas mencionada en el libro, como meta para escapar del entorno y de su pasado de abusos. La urbe se plantea entonces como un escenario de oportunidades frente a la represión política del pueblo y a la escasa realización que puede ofrecer un mundo rural oprimido, situación que el espectador reconoce con facilidad. Esta oposición rural-urbano no funciona en la novela, donde el objetivo del niño son unas lejanas y desconocidas montañas en el norte, pues, según palabras del cabrero, son una tierra más allá de la jurisdicción del alguacil, «donde no faltaba el agua en ninguna época del año» y donde podrían sacar adelante el rebaño (Carrasco, 2013: 172). Si la huida a la montaña indica una forma retirada de habitar una realidad más fértil, menos expuesta a la violencia social, el uso de la ciudad como fin del camino responde a una condición «urbanocéntrica» de la existencia que ha sostenido el pensamiento occidental contemporáneo (Badal, 2019: 17). Dentro del universo de posguerra española, la huida a la montaña podría haber ligado al niño y al pastor con toda la imaginería antifranquista del maquis, sin embargo, la escapada a la urbe durante los años cuarenta los vehicula con los éxodos rurales aspiracionales de millones de personas. De esta forma, aunque la ciudad quede inconcreta, la traslación espacio-temporal determinada de la película, frente a la abstracción de la novela, modifica las connotaciones de la huida: la impregna de una esperanza social que cuestiona el determinismo del llano y abre una opción de ascenso comunitario urbano.

Asimismo, la ubicación en esta ruralidad andaluza de posguerra también afecta a la caracterización estereotipada de algunos personajes. Por ejemplo, uno de los villanos (encarnado por Vicente Romero Sánchez), mientras arrastra por el suelo con su caballo al atado pastor, confiesa que fue novillero hasta que una cogida acabó con su carrera y casi con su vida (un presagio de la muerte de su ayudante minutos después). Por supuesto, en la película, tanto el cabrero como los perseguidores estuvieron implicados en «nuestra guerra» (Intemperie, 2019) y también en la de Marruecos. El capataz fue legionario mientras que el cabrero (interpretado por Luis Tosar) tras combatir allí se quedó a vivir en territorios árabes, de ahí su sobrenombre despectivo en el filme, El Moro. Los bandos sociopolíticos contrarios de ambos contendientes se plasman en pantalla en el tiroteo final. Entonces, el capataz, que ya ha exhibido una ideología no ya nacional-católica sino nazi (porta una navaja decorada con una esvástica y al ejecutar a un tullido le escupe: «te he hecho un favor»), llega a decir que ojalá «la guerra durase siempre» (Intemperie, 2019).

Explicitada esta aplicación de la memoria histórica española en el ámbito rural, el salto de sostener el paisaje árido andaluz como un escenario de western a partir de algunos motivos es mucho más breve. Una adaptación tan alejada de estos parámetros como La novia, de Paula Ortiz (2015), que reinterpreta Bodas de sangre, manifestaba una retórica de persecución propia del western, cambiando, eso sí, la pistola por la simbólica navaja lorquiana. En el caso de Intemperie, el libro de Jesús Carrasco orillaba ya las condiciones de un western crepuscular y, por tanto, sucio, grotesco, basado en la espera, en primeros planos literario y con una fisicidad más áspera y desagradable que el filme. En apenas diez páginas, por ejemplo, el niño se meaba, bebía agua con gusanos, se cagaba, lo drogaban, le salían costras en los pómulos, lo encerraban y acababa con el pulgar colgando tras arrancarse unas cadenas. Como muestra de esta violencia material, asociada a la podredumbre, reproducimos fragmentos de uno de los pasajes más destacados de la novela: el de un osario atravesado «de formas coralinas», cuyo trabajo estético demuestra que la escritura de Carrasco no pierde lirismo, eufonía y luminosidad metafórica a medida que se recrudece:

 

Frente a ellos, la meseta se hundía formando una vaguada de la que emergía, amplificada, la misma peste que había percibido al pie de la loma. El niño trató de identificar el origen del hedor, pero a aquella hora todavía no había luz suficiente como para distinguir las formas coralinas del osario que se extendía bajo ellos […] Huesos en todas las etapas posibles de degradación. Sedimentos de polvo cálcico, hileras de vértebras vacunas, poderosas pelvis. Arcos costillares y cornamentas. Una res sin ojos a la que todavía le aguantaba el pellejo. Un saco hediendo en medio del día que despuntaba. El faro de su descanso. Se instalaron a cierta distancia del buey podrido, bajo la sombra arqueada de un espino […] Vio al macho cabrío rebuscando comida junto a la res muerta y se dirigió hacia allí. Cuando llegó, el macho se movió y golpeó el cuerpo del buey con los cuernos, haciendo que una rata saliera del interior del cadáver (2013: 69-70).

 

La película, en contraposición, es más limpia, heroica y dialogada y, por ende, más cercana al western clásico. Eso no significa que no haya ciertos ecos visuales del spaghetti western, como sucede con la imagen de la cara consumida del niño en el desierto, como la de Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo; con el plano que nos enseña al alguacil y sus subordinados en hilera antes de separarse para buscar al niño (Fot. 1 del «Apéndice»); o con la disposición del tiroteo final, junto a una estación de tren que evoca la escena de Hasta que llegó su hora. Sin embargo, los largos planos de paisaje, los homenajes más explícitos (como cuando la cámara se detiene en el quicio de la ventana en un guiño a Centauros del desierto), los diálogos redundando en la importancia de los valores, la elección de Luis Tosar como intérprete del pastor (que no es un anciano como en la novela original) y héroe reconocible, etc., nos remiten a un western más fordiano; por un lado, más moral y, por otro, más concentrado.

Por ende, la película se orienta a un final climático, contrario al de la novela, y concede al espectador el tiroteo encarnizado que espera, atravesado de siluetas de sombreros, entre el capataz (con sus secuaces) que quiere volver a secuestrar y abusar del niño y su protector, el pastor. La cámara se recrea en los movimientos bélicos de este hasta que consigue eliminar al capataz rompiéndole el cuello con su cayado (su atributo funcional), escena tras la cual la película se precipita a su cierre, pues la muerte del villano se ofrece como el elemento liberador y culminante de la fuga del niño. En la novela, sin embargo, toda la fiereza del pastor queda fuera de plano, debido a la focalización en el niño, que ha apartado la vista. De esta forma, el asesinato es solo escuchado. La caída del cuerpo del alguacil primero se siente de forma espectral y luego se constata con una cosificación grotesca: «El niño sintió desplomarse el cadáver a su lado porque su carne desplazó el aire y lo comprimió contra él. La arcilla prensada del suelo recibió los restos del hombre y la vibración de las losas se propagó hasta él. En su aturdimiento, discriminó el último sonido que produjo el alguacil, el de su cráneo golpeando el suelo. El ruido de un calabacín muy maduro [...] Luego un mínimo rebote y se acabó» (Carrasco, 2013: 194).

En relación con ello, Zambrano, Daniel Remón y Pablo Remón también eliminan el valor cristiano presente en la novela. En pantalla, Tosar es un soldado traumatizado que cree en el valor de la sepultura («Hay vivos que no merecen ningún respeto, pero los muertos sí»), pero alejado de toda referencia al Dios católico, lo que opera como un modo más de oponer a los bandos enfrentados por parte de los guionistas. De esta forma, en la película, el pastor ayuda al niño no desde la caridad cristiana que salpica el texto original, sino como una redención por las muertes causadas en guerras pasadas.  En consecuencia, las tumbas que cava el niño para él y para sus perseguidores son en el filme únicamente un túmulo de piedras, un tanto primitivista. Carrasco, por su parte, tras insistir en el esfuerzo que el niño realiza para que el cuerpo del pastor esté boca arriba dentro de la sepultura, nos dice:

 

Permaneció de pie, mirando el lugar bajo el que yacía el cabrero, y después se alejó unos pasos. Volvió con dos palitos de no más de una cuarta y los colocó en el suelo, uno encima del otro, formando una cruz. La contempló y no logró entender lo que significaban aquellos dos trozos de madera en ese lugar remoto y sombrío. Empezó a rezar un padre nuestro, pero a mitad comenzó a murmurar hasta que la oración se embarró en sus labios y la dio por terminada. Le hubiera gustado conocer el nombre del viejo (Carrasco, 2013: 220).

 

En estas líneas se observa que el autor incidía en el rito cristiano, pero no como un ejercicio de puesta en valor de la religiosidad, sino para evidenciar la ausencia de Dios o la permisividad con la que este acata la violencia hacia quienes han obrado en contra de las injusticias. De ello deriva el final circular de la novela: años después, el niño ha tomado el papel de pastor nómada del anciano y contempla una lluvia insólita y regeneradora mirando, dice el narrador, «como Dios aflojaba por un rato las tuercas de su tormento» (2013: 221). La de la novela es, si se quiere, una visión más existencialista, pues representa heideggerianamente al ser humano arrojado (yecto) a la vida que, sin embargo, es también capaz de abrazar el sartreano axioma de que un ser humano es lo que hace con lo que otros hicieron de él, al heredar, al cabo, la forma de vida de su maestro y devenir, por ende, proyecto.

En la película no llegará la lluvia, pero sí se anunciará una tormenta, lo que es un símbolo muy distinto. Como muestra, en la última escena del filme el niño prosigue su camino a la ciudad junto a un reducido número de cabras, escapando del territorio, pero también del pasado y del trauma. Su personalidad, por ende, no está tan ligada a la tierra como en el libro. Este se iniciaba de forma circular y cíclica con el niño escondido en un agujero, en el vientre de la tierra, y antes del epílogo, concluía con él dentro de la tumba del cabrero. Son dos imágenes uterinas, no presentes en el filme. La circularidad de la novela no es, con todo, una vuelta al origen, sino la representación de un nuevo comienzo tras el aprendizaje del infante, convertido ahora en depositario de la memoria del cabrero: no hay huida, sino asimilación. La película, sin embargo, representa en sus extremos una oposición de atmósferas y movimiento: del niño corriendo entre los marchitos matorrales en el rápido inicio a la humedad y sosiego de sus pasos finales, bajo unas nubes de tormenta que niegan la permanencia de la aridez.

Con todo, quizás la gran pérdida de la adaptación sea estilística. Como se ha aludido antes, la novela apuesta por el esplendor del lenguaje, mientras que la película, alejada de ese lirismo introspectivo, se orienta antes a un sentimentalismo brutal (véase la escena de la muerte del perro y de las cabras degolladas) del que hay que reponerse, y que se ve reforzado por algunos largos y panorámicos planos de un bello pero sequísimo paisaje, potenciado, en ocasiones, con un efecto de calor en la cámara. En contraste, quedan las ráfagas de oscura expresividad de Carrasco, distanciadas de la acción: «los animales, apretados, berreaban y se subían unos sobre otros como si fueran un guiso hirviente» (2013: 34); o «La visión que el muchacho tenía de la llanura desde aquella sombra miserable se volvió acuosa [por sus lágrimas]» (2013: 168).

Paradójica y significativamente, la resonancia cinematográfica ha sido lo que ha terminado de asentar la trama de Intemperie en el imaginario colectivo y de fijarla como una narración realista, histórica y rural, a pesar de que la novela no partía de estos marcos. Tampoco otras adaptaciones, como el cómic homónimo de Javier Rey (2016), que apostó por un tono más expresionista privilegiando lo onírico y lo silencioso y que llegó a incluir una monstruificación del alguacil perseguidor (Fot. 2 del «Apéndice»).

 

3. SORDO: UN WESTERN PIRENAICO SOBRE LA OPERACIÓN RECONQUISTA

Sordo, de David Muñoz y Rayco Pulido, se publicó en 2008, unos meses antes de que vieran la luz Las serpientes ciegas, de Bartolomé Cava y Hernández Seguí, y El arte de volar, de Antonio Altarriba, y un año después de 36-39. Malos tiempos, de Carlos Giménez; es decir, en un momento de exploración por parte del cómic de las historias trágicas de resistencia de la guerra y la posguerra.

 En este sentido, David Muñoz (coguionista, entre otras producciones, de la película de Guillermo del Toro El espinazo del diablo [2001], que cruza fantástico y memoria) y Rayco Pulido (Premio Nacional del Cómic en 2017 con Lamia, también emplazada en la posguerra) recrean en el cómic la llamada «Operación Reconquista», esto es, el fallido intento de liberación española acaecido en 1944 como un plan combinado de la Resistencia Francesa y de un millar de soldados republicanos exiliados en Francia. Sordo se centra en uno de ellos, Anselmo, un antiguo maestro republicano y ahora soldado que pierde su capacidad auditiva por la prematura explosión de una bomba y que debe huir y esconderse de una partida franquista que ha apresado a su compañero.

Con esta premisa, los autores desarrollan una obra de trazos broncos en riguroso blanco y negro y prácticamente muda. En ella, contemplamos secuencialmente la vejación atávica de Anselmo por las escarpadas geografías del Valle de Arán (como el niño de Intemperie, magullado, meado, tembloroso de frío en esta ocasión). En dicho espacio, y auspiciado por una dinámica de caza y persecución, se embarca en una espiral traumática en la que deberá asesinar a quienes pueden delatarlo y en la que también será testigo impotente de violentas escenas hacia sus conocidos, como la violación de Rosa, esposa de su compañero. A consecuencia de todo ello, y de la merma del sentido del oído, su capacidad de entendimiento y cordura van menguando. Esto lo comprobamos por la narración progresivamente más inconexa de las viñetas y menos empática con los personajes con quienes se cruza, hasta el punto de que él mismo terminará ejecutando a su amigo republicano fugado (después de muchas torturas) en medio de la nieve, por creerle un espía en su delirio. La escena final en que Anselmo cae rendido en la nieve (Fot. 3 del «Apéndice»), abandonado incluso por la bestia que le ha estado hostigando (un oso en el cómic; un lobo en la película), mientras repite «Rosa no me mires» (Muñoz y Pulido, 2018: 65) y se infiltra en el vacío, en el blanco de la viñeta, es la escena más fiel que traslada la película y que también le sirve de clausura.

La adaptación cinematográfica realizada por el director Alfonso Cortés-Cavanillas (2018, pero estrenada en 2019), coguionista del filme junto con Juan Carlos Díaz, toma esta trama, pero la amplía considerablemente y la hace polifónica, de un modo aún más marcado y significativo que Intemperie (2019). Así, aunque la película mantiene un efecto de inmersión de la sordera de Anselmo, es decir, se escucha solo un ruido ahogado durante los breves instantes en que hay una focalización interna, el seguimiento de la acción se realiza desde la perspectiva de múltiples personajes, perseguidos y perseguidores. De hecho, el filme se abre con la imagen de un profético cráneo de caballo con el que se topa la mirada del sargento de la partida franquista (interpretado por Imanol Arias) que está acechando a los republicanos.

En relación con esta presentación, la decisión axial de la adaptación que emprenden Cortés-Cavanillas y Díaz es convertir el texto en un evidente western, cuyos elementos de género apenas eran residuales en el cómic. Un western de maquis, como la adaptación de Luna de lobos (1987) de Julio Sánchez Valdés. En consonancia, Anselmo, interpretado por Asier Exteandía, porta un abrigo, un sombrero que roba al hijo de un marqués y una escopeta, mientras cabalga por el monte (Fot. 4 del «Apéndice»), acompañado por la música de Carlos Martínez, que recupera los tonos de Ennio Morricone, y la fotografía de Adolpho Cañadas, quien, como decía el crítico Luis Martínez, «destaca en su declarada voluntad de épica y de hípica» (2019).

La condición de fugitivo del protagonista, que atraviesa un territorio boscoso de seres liminares, especialmente mujeres represaliadas, evoca antes a Cold Mountain de Anthony Minghella (2003), que a la dinámica de supervivencia de, por ejemplo, El renacido, de Alejandro Gómez Iñárritu (2015), pero su viaje está atravesado de tiroteos y escaramuzas. Entre medias, se vislumbran no pocos homenajes a referentes del género, como aquel que, de nuevo, evoca la escena inicial y final de Centauros del desierto (Fot. 5 del «Apéndice»).

La película presenta así un código reconocible y gustoso para el espectador, que dinamita, aunque no sin audacias, el minimalismo formal del material de origen. Como sucedía en la adaptación de Intemperie, el primer tramo se centra antes en el villano que en el fugitivo: un capitán franquista que no aparece en el cómic que porta una Winchester de 1882 y que afirma que su labor es «cazar indios» (Sordo, 2018). Toda una retórica de un western consciente de sí mismo, que también explota los referentes fílmicos de la Guerra Civil en nuevas escenas. No en vano, Anselmo entrega una bala al sargento franquista al que va a liberar (en contraposición con lo que harán los captores del Régimen en el filme) con la condición de que no olvide que esa bala está en su bolsillo y no en su cabeza cuando se le presente la ocasión de matar a algún soldado republicano. La escena dialoga con aquella de Soldados de Salamina en la que Sánchez Mazas es encañonado por un miliciano republicano que le permite huir, en este caso sin mediar palabra.

 Al hilo, la ambientación de la película redunda en un «efecto de memoria»[9], según terminología de Peris Blanes, que, sin embargo, se desvía de sus objetivos cuando hace extrema su espiral de violencia, tan turbadora como súbita. En este sentido, la brutalidad de la naturaleza salvaje del monte (espejo del orden empobrecedor y cruel de la posguerra) no justifica, por ejemplo, que un soldado franquista ofrezca fugarse a una mujer republicana, de la que lleva enamorado años, y en la secuencia siguiente, tras una escena de tensión de mimbres tarantinianos, la acribille a balazos solo por haber dado refugio a Anselmo. Esto acarrea una falta de credibilidad, consecuencia de abrazar una parte pulp del western muy alejada del material de partida: la historia desangelada de un hombre aislado, progresivamente más animalizado, cuyas distorsiones son suavizadas por el blanco y negro distante y confuso del dibujo.

Por su parte, la película potencia los elementos extravagantes y la conmoción repentina del gore. Quizás el ejemplo más claro de esta querencia sea la creación del personaje de una mercenaria rusa (interpretada por Olimpia Melinte), francotiradora letal con parche en el ojo, fruto de un duelo, que ha de hallar a Anselmo. Sus méritos «son todos mis muertos» (Sordo, 2018), dice en una cantina lúgubre, propia del western, donde asesina por un desaire a los dos coroneles franquistas que la habían contratado, mientras suena el pasodoble «En tierra extraña» de Concha Piquer. La música asciende durante la ejecución mientras escuchamos: «cesó la alegría, / ya todos lloraban, / ya nadie reía, / todos lloraban. / Y oyendo esta música, / allá en tierra extraña, / eran nuestros suspiros / suspiros de España». También en la escena clave de la adaptación de Soldados de Salamina sonaba un pasodoble: el soldado republicano cantaba y bailaba bajo la lluvia precisamente «Suspiros de España», aunque desde órbitas contrapuestas. Y es que Sordo no opera una lógica de perdón, sino de sospecha e incomunicación, que se acaba por materializar en el asesinato final, por parte de Anselmo, sordo, de su compañero liberado, ciego, ante el convencimiento de que lo había traicionado, y del que se arrepentirá al sollozo de «Amigo» (Sordo, 2018) instantes después.

En relación con ello, el carácter siniestro de la mercenaria rusa, sin ningún tipo de escrúpulos, trasciende la estela de aquellos temibles forajidos que cabalgaban en las novelitas las llanuras del oeste americano, y se acerca antes a una demonización, un producto de la guerra, en el límite de lo mimético, como una jinete pálida, pero más depravada. Su perversidad se materializa en la desagradable escena de violación de Rosa: es ella quien la acomete con su pistola y también quien tortura a su marido, insertando clavos en sus rodillas. Si hasta entonces el filme había seguido una estética grotesca, es decir, una degradación de expectativas entre lo ridículo y lo terrible (Iehl, 1997; Roas, 2009), desde un distanciamiento antes bajtiniano (positivo) que kayseriano (negativo), la segunda parte del metraje transita una senda de horror, cuyo exceso puntual acaba por romper el equilibro genérico de la adaptación, pues se diluye su condición de obra de la memoria.

Esta violencia no cala, sin embargo, en la forma: la gramática cinematográfica de Sordo suaviza la sintaxis agresiva de las viñetas originales, en consonancia con la confusión mental de Anselmo, y su claridad se aleja de la angustiada distorsión de trazos del cómic, que promueve una reflexión más humanista y desasosegada en torno a la guerra, el trauma y la enajenación. Por todo ello, como señaló Andrea G. Bermejo, la película «encontrará a su mejor público entre los amantes del western. Y es entonces, con sus dignas persecuciones a caballo y sus guiños a Ford, donde Cortés-Cavanillas emplea su mejor munición» (2019).

 

4. CONCLUSIONES

Las adaptaciones cinematográficas de Intemperie (2019) y Sordo (2018), en su explícita combinación de western y memoria, añadieron aquel elemento del que carecían sus textos originarios en un intento de comunión con el público receptor a través de dos códigos de significación muy reconocibles de la oferta cinematográfica española. Para allanar el proceso, las películas de Zambrano y Cortés-Cavanillas agrandaron el núcleo narrativo del libro, apostaron por la polifonía, incorporaron motivos canónicos identificables y evitaron o redujeron los juegos con el silencio y la aspereza estética del material de partida. Al fin y al cabo, tanto la novela de Jesús Carrasco como el cómic de David Muñoz y Rayco Pulido eran dos objetos culturales densos, broncos y experimentales en su lenguaje (literario y gráfico) y, por ende, difíciles de orientar, en principio, a un público amplio.

Todavía hoy tiene difícil explicación el impacto comercial de la novela de Intemperie, por su restricción formal y hostilidad temática. Sin embargo, sí es explicable que, en términos de taquilla, la película pudiera multiplicar el volumen de espectadores potenciales, al materializarse como una obra para casi todos los públicos, que reduce buena parte de los pasajes más crudos de la novela.[10] Ahora bien, atendiendo a la factura técnica, a la coherencia narrativa interna y a la recepción, Intemperie es una adaptación exitosa, cuyos aspectos añadidos y eliminados responden a un plan consecuente de acercamiento (la memoria compartida, la claridad del enfoque, el final climático…) al que se somete toda la película. La adaptación de Sordo, sin embargo, a pesar del despliegue de su producción, resulta antes una adaptación desequilibrada, no por la complejidad de llevar a la pantalla el montaje y trazos de las viñetas, sino por la voluntad de insertar hasta sus últimas consecuencias múltiples elementos de distinto tono (pulp, gore, grotescos o tarantinianos) alrededor de una estructura de western que deterioran la verosimilitud de esta historia de posguerra. Así, mientras que Intemperie puede otorgar nuevos sentidos histórico-realistas a la novela, en el caso de Sordo tales excesos pueden fracturar el efecto de memoria, o la recuperación problemática de esta, al desligarse de la sucesión material de los acontecimientos.

En todo caso, ambas adaptaciones suponen una muestra precursora de un intento de renovación cinematográfica a partir de la combinación de herramientas narrativas y estéticas en apariencia distantes, pero que pueden funcionar conjuntamente gracias a ciertas similitudes sostenidas en la dualidad (los buenos y los malos) y lo liminar, en la plasmación permanente de la violencia o en el motivo vehicular de la persecución, y que generan su propio pacto narrativo de credibilidad.

 

 

IMÁGENES 

Un grupo de personas paradas en la calle

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Fotografía 1

 

Un dibujo de una persona

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Fotografía 2

 

Texto, Carta

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Fotografía 3

 

Un caballo en el desierto

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Fotografía 4

Imagen borrosa de una persona

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Fotografía 5

 

 

 

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ISSN-e: 2695-639X                         DOI: 10.24310/tlc.6.2024.20108

 

Fecha de recepción: 11/03/2024.

Fecha de aceptación: 24/05/2024.



[1] Esta investigación ha sido desarrollada con la ayuda de una Subvención para la Contratación de Personal Investigador en Fase Postdoctoral (CIAPOS) de la Generalitat Valenciana (números de referencia: CIAPOS/2022/005 y CIAPOS/2022/069).

[2] El caso de las novelas de El Coyote es muy particular, como señala Charlo, pues no respondían a los esquemas básicos del resto de propuestas y poseían una notable calidad literaria, ya que mezclaban hechos absolutamente imaginarios con la historia de Estados Unidos y Sudamérica, lo que hizo que «los potenciales lectores se multiplicaran […] ya que podían gustar, como así fue, a personas que tuviesen cierta formación y que requiriesen que los relatos tuviesen cierta calidad» (2020: 6), llegando a alcanzar tiradas de 65.000 ejemplares en su época de máximo esplendor. Estas novelas tuvieron relevancia internacional, tal y como señala Charlo al estudiar sus traducciones y reediciones en Alemania, Austria, Dinamarca, Finlandia, Francia, Inglaterra, Italia, Noruega, Portugal, Suecia, Checoslovaquia, Argentina y Brasil.

[3] La base de datos del Laboratorio Digital de Novelas sobre Memoria Histórica Española puede consultarse en la web: https://mnlab.es/. El análisis al que hacemos referencia fue presentado por José Martínez Rubio en su comunicación «La industria editorial española y el auge de las narrativas de la memoria» en el marco de las I Jornadas Internacionales de Investigación CREGEL: crítica, edición y géneros literarios, celebradas en la Universidad Internacional de Valencia los días 22 y 23 de noviembre de 2023.

[4] En el marco de revitalización de las narrativas de la memoria antes aludido, es sintomático que ese mismo año fueran galardonadas dos películas que atienden a realidades muy distintas del periodo bélico y del franquismo: Mientras dure la guerra (Alejandro Amenábar, 2019) y La trinchera infinita (Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga, 2019)

[5] Recuperamos un párrafo de Althusser sobre el funcionamiento de estos, pues en cierta manera se adapta a lo que percibimos al ver Intemperie: «El rol del aparato represivo de Estado consiste esencialmente en tanto aparato represivo, en asegurar por la fuerza (sea o no física) las condiciones políticas de reproducción de las relaciones de producción que son, en última instancia, relaciones de explotación. El aparato de Estado no solamente contribuye en gran medida a su propia reproducción (existen en el Estado capitalista dinastías de hombres políticos, dinastías de militares, etc.) sino también, y sobre todo, asegura mediante la represión (desde la fuerza física más brutal hasta las más simples ordenanzas y prohibiciones administrativas, la censura abierta o tácita, etc.) las condiciones políticas de la actuación de los aparatos ideológicos de Estado» (1974: 29).

[6] La referencia al Lazarillo, además de permitir una vinculación con la novela de aprendizaje, también posibilita la reflexión sobre la subalternidad en tanto elemento contextual. Rescatamos una interpretación de Lazarillo desarrollada por Manuel Asensi que bien podría ser aplicada a Intemperie: «[Lazarillo] se trata de una narración acerca de los diferentes tipos de subalternidad, y acerca de la diferencia entre el subalterno que se convierte en dominante en aquellos contextos en que puede ejercer su poder (el ciego, el clérigo de Maqueda, el escudero, el buldero, etc.), y el subalterno que no puede ejercer esa función de dominante en ningún contexto» (Asensi Pérez, 2009: 63).

[7] Esta relación ha sido analizada por David Navarro Martínez (2019), quien ha destacado que ambas son novelas de aprendizaje, apocalípticas y sostenidas en la plasticidad lírica de su prosa y en un «silencio referencial a modo de elipsis», como más tarde sentenciaría Calvo Carilla (2022: 79). En la misma línea, para este investigador «Carrasco toma buena nota de la espacialidad irredenta de la novela de McCarthy» (2022: 79). Teresa Gómez Trueba también encuentra concomitancias entre ambos por «esa insalvable sensación de desamparo que encuentra el hombre civilizado cuando retorna a lo primigenio» (2022: 11). En cualquier caso, no solo The Road es susceptible de compararse con Intemperie, también el western crepuscular de Blood Meridian or the Evening Redness in the West (1985), tanto por la violencia intestinal del juez Golden, asimilable a la del alguacil, como por el motor vehicular de la persecución.

[8] La interpretación de Intemperie como Bildungsroman fue enunciada por Rosa María Díez Cobo en su análisis sobre la espacialidad de la obra: «Podríamos, en este sentido, afirmar que Carrasco diseña su obra a modo de Bildungsroman, de novela de aprendizaje donde, si bien el joven resultará fortalecido por los terribles envites de un destino adverso e injusto, esto acontecerá en una atmósfera donde los actos de solidaridad y amor quedan opacados por la inclemencia del territorio» (Díez Cobo, 2017: 21).

[9] Peris Blanes desarrolla este concepto a partir del «efecto de realidad» barthesiano y señala su habitual aplicación en las narrativas y en el cine de la memoria: «En general, podríamos señalar que los elementos que producen un efecto textual de memoria son aquellos que inscriben el universo diegético en un ambiente o una atmósfera que el receptor identifica claramente con una representación del pasado no directa, sino filtrada por el tamiz de la memoria. En el discurso cinematográfico y televisivo, pues, se trataría de elementos que contribuyen a crear un cierto ambiente visual y sonoro, desde la vestimenta, la escenografía y la iluminación hasta el registro de actuación y la música. En el discurso literario, esa atmósfera de memoria se conseguiría a través de una determinada utilización de un léxico en desuso y de la referencia a objetos de un mundo pasado; de la construcción de una temporalidad pausada y difusa; de la recreación de espacios codificados que concentran imaginariamente las formas de socialidad pasadas (la mercería, la casa rural, la bodega…); de una tonalidad descriptiva que hace hincapié en los elementos ambientales como la luz (o su ausencia) y el silencio; y, en fin, de una voluntaria morosidad verbal, que pareciera traducir al tiempo sintáctico y narrativo la experiencia temporal de épocas pasadas» (Peris Blanes, 2011: 43)

[10] Y a pesar de ello, y como prueba de cierta arbitrariedad final en las elecciones del público, la adaptación no obtuvo la taquilla esperada: fue el vigésimo quinto largometraje español más visto del 2019, con apenas 518.686 euros de recaudación al cierre del ejercicio.