Ontología del impacto:
una historia del futuro
en Crash (David Cronenberg, 1996)

 

Ontology of Impact:

A History of the Future in Crash (David Cronenberg, 1996)

 

 

IVÁN GÓMEZ GARCÍA

Universidad Ramon Llull

ivangg@blanquerna.url.edu

ORCID ID: 0000-0003-0393-7117

 

 

 

Resumen: David Cronenberg estrenó en 1996 la adaptación de Crash, una novela de J. G. Ballard publicada en 1973. El film retrataba un universo frío y distópico en donde los afectos quedaban sustituidos por las heridas y los accidentes de automóvil provocados. El propósito del artículo es analizar cómo el director adapta los plantea-mientos morales de Ballard a través de procedimientos narrativos que tratan de traducir en imágenes el ominoso mundo imaginado en la novela y cuál es el efecto de deter-minadas decisiones creativas adop-tadas en la cinta. También se pre-tende analizar cómo ese futuro distópico responde a la tradición de un subgénero que, en sus variantes más críticas, siempre se ha compor-tado como un termómetro de nues-tras inquietudes sociales y un aviso sobre nuestro irrenunciable futuro.

 

Palabras clave: Cronenberg, Ballard, adaptación, distopía, futuro, posthumanismo.

Abstract: In 1996, David Cronenberg released the adaptation of Crash, a novel by J. G. Ballard published in 1973. The film portrayed a cold and dystopian universe where affections were replaced by injuries and caused car accidents. The purpose of the article is to analyze how the director adapts Ballard's moral approaches through narrative procedures that try to translate into images the ominous world imagined in the novel and what is the effect of certain creative decisions adopted in the film. It is also intended to analyze how this dystopian future responds to the tradition of a subgenre that, in its most critical variants, has always behaved as a thermometer of our social concerns and a warning about our inalienable future.

 

 

 

Keywords: Cronenberg, Ballard, Adaptation, Dystopia, Future, Posthumanism.

 

 

Creo en la inexistencia del pasado, en la

muerte del futuro y en las infinitas

posibilidades del presente.

J. G. Ballard, «Credo» (1984)

 

 

1. DAVID CRONENBERG O EL ARTE DE LA TRANSFORMACIÓN

La anécdota es muy conocida y la recordaba el cineasta Aki Kaurismäki en una entrevista: Hitchcock le dijo a Truffaut que Crimen y castigo era una novela inadaptable porque contenía muchas palabras. Kaurismäki, con su habitual ironía, explicaba que él intentó adaptarla para enseñarle al mundo que podía hacerse pero que posteriormente se dio cuenta de su error[1]. Es conocida la actitud de Hitchcock frente a los textos canónicos de la literatura universal, que, según él, contenían demasiado material narrativo (en Truffaut, 1974 [1966]: 57-58); trasladarlos a la pantalla suponía muchos problemas porque el espectador ya tiene una serie de preconcepciones sobre cómo son, qué contienen y, en el fondo, qué puede esperarse de la traducción fílmica de un gran texto y un autor de renombre. Por eso prefería trabajar con textos menores y autores más desconocidos, para poder manipular a su antojo el contenido narrativo. Bien podría parecer que Cronenberg comprendió el mensaje del mago del suspense. La filmografía del director canadiense está plagada de adaptaciones y, aunque ha trabajado con textos de autores importantes como Don DeLillo o William S. Burroughs, se diría que ha preferido mantenerse alejado de materiales originales que pudieran haber lastrado su particular visión del mundo. Y es que, en el terreno de la adaptación, Cronenberg ha demostrado ser un consumado experto, consiguiendo algo realmente complicado: que todo resultado audiovisual, o casi todo, acabe encajando perfectamente bien en la visión y el mundo propios de un artista fundamental para la historia del cine contemporáneo. Lo ha sido, y lo es, porque sus propuestas han diseccionado cincuenta años de evolución social, económica y científica, mostrando una teoría de la historia a partir de relatos sobre virus mortales, señales de vídeo asesinas o mundos virtuales inhabitables. Sus obsesiones cinematográficas se integran en un continuo de películas coherente que habla del cuerpo transformado por el impacto de la tecnología, de la conciencia evolucionada, de la mente trastornada o, como en Crash, de un futuro sin esperanza en donde metal y carne se funden en un impacto sensual.

Cronenberg no había leído nada de J.G. Ballard hasta los años ochenta. El productor Jeremy Thomas le recomendó la novela Crash, que Cronenberg leyó para pensar casi inmediatamente que no podría convertirse en un film. Pero acabó escribiendo el guion, un texto sintético de 77 páginas, ya que no quería embarcarse en producciones de la dimensión de Videodrome (1983). Es interesante comprobar que libro y película aparecen en momentos históricos completamente distintos, separados por más de veinte años, pero que presentan una identidad común a pesar de esa distancia. La reinterpretación que hace Cronenberg del texto original permite salvar esa brecha temporal y conectar con la idea de futuro que el texto manejaba en el año 1973, actualizando la propuesta, para poder construir un relato que apunta hacia el siglo XXI. Y eso es así porque Cronenberg fue un participante activo del contexto cultural de los setenta, década en la que estrena tres películas que cimentarán una parte importante de su fama y le convertirán en autor de culto: Vinieron de dentro de... (Shivers, 1975), Rabia (Rabid, 1977) y Cromosoma 3 (The Brood, 1979). Pues bien, existen nexos entre estas tres películas y la novela de Ballard, por mucho que Cronenberg no hubiese leído nada del autor inglés cuando estrenó estas cintas. Las películas citadas son hijas del desencanto posrevolucionario que se fue adueñando poco a poco de los setenta, tiñéndolos de grisura, rechazo, rabia y decepción. Algo que empezó a vislumbrarse ya a finales de los sesenta, un tiempo en el que «los signos se invirtieron. El no valor se convirtió en valor. De la nada, el todo se engendró, el todo se engendró de forma irresistible. Obligando a asumirlo, es decir, a morir un poco» (Baynac, 2016 [1978]: 39). El despertar de ese tiempo revolucionario fue amargo. Una parte del cine estadounidense de género se oscureció, con las pesadillas de Wes Craven, Tobe Hopper, George Romero o John Carpenter, que ofrecían pocas respuestas y menos esperanza (véase Wood, 2003 [1986])[2]. Por su parte, Inglaterra estaba sumida a mediados de los setenta en una profunda crisis económica y social, también política. La novela Crash es hija de ese contexto, pionera en algún sentido, pues se adelanta a lo peor de la crisis, y se publica, además, un año después del estreno inglés de La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971), de Kubrick, adaptación de otro texto seminal como el de Anthony Burgess, con el que tantas conexiones plantea.

El contexto que rodea al estreno de Crash en 1996 es razonablemente diferente. Es un tiempo de cierta confianza en el futuro del capitalismo tras la reciente caída del bloque comunista. Lejos quedaban ya en el imaginario las crisis financieras de los ochenta y aún faltaba un año para la crisis asiática de verano de 1997. El mundo vivía en una relativa estabilidad y todavía era visible una promesa sobre la liberación que provocaría el auge de las tecnologías de la información. Pero la película no se contenta con esa visión cómoda de la realidad, sino que radiografía un presente brumoso y lo hace imaginando un futuro enfermizo en donde personajes sin memoria ni pasado buscan el placer en la violencia de un impacto que les puede generar la muerte pero que, a un mismo tiempo, les mantiene más vivos que nunca. Cronenberg comprende bien el mecanismo de la adaptación: trasladar un texto a la pantalla es transformar su valor de cambio, negociar con dos realidades diferentes y con consumidores distintos, que en el mejor de los casos se entrelazarán y posibilitarán reflexiones cruzadas. Crash tiene sentido en 1973 y en 1996. El Crash fílmico funciona como un aviso sobre la idolatría y la veneración que ya en ese tiempo generaba la tecnología conectiva, solo que en el guion de Cronenberg la tecnología tiene un aire retrofuturista y la conexión entre sujetos es física, no estrictamente virtual. Con todo, no hay que olvidar que en Crash los accidentes son filmados en vídeo y los monitores, que eran omnipresentes en Videodrome, inundan las estancias habitadas por cuatro chalados que consumen las imágenes de forma clandestina. Aquí la tecnología es la del desecho, la de la comunión alrededor de un monitor de tubo envejecido cuya tecnología mira al pasado. Son los restos de una economía industrial en decadencia que deja imágenes de sus objetos antaño fetiches, los coches, y que ahora funcionan como un mero vehículo para el impacto final.

El futuro distópico que dibuja Crash es reconocible y se parece sospechosamente a nuestro inmediato presente. La novela de Ballard es enigmática, desangelada, dibuja un Londres gris y apático en el que habitan subculturas enfermizas. Cronenberg recoge el testigo y sitúa la historia en una suerte de futuro distópico incierto, anexado ya sin remedio a nuestro presente inmediato. Tanto la novela como su adaptación comparten algo fundamental: exploran cómo los personajes buscan incansablemente abolir su yo y su individualidad a través del impacto y la fusión con el metal. Una cuestión en la que, en palabras de José Luis Molinuevo, «parecen coincidir los posmodernos y los transhumanistas» (2006: 140)[3]. Este tema, tan esencial para el movimiento ciberpunk, vertebra una parte importantísima de la obra del director canadiense.  

Así las cosas, la adaptación de Cronenberg que aquí nos ocupa puede entenderse desde las siguientes variables (compartidas, casi todas ellas con la novela, como veremos): a) La sutil pero identificable influencia de una posición vanguardista en la búsqueda de un estilo expresivo adecuado a la imagen del futuro que se construye en la película; b) la coherencia de las decisiones que toma Cronenberg y que convierten Crash en un elemento perfectamente emparentable con el resto de su producción centrada en la imaginación del futuro y cercana al horror o la ciencia ficción; c) la presencia de un discurso sobre la evolución biológica del ser humano común a novela y película, y central en la obra de Cronenberg; d) la descripción y reflexión sobre un nuevo régimen escópico que describe cambios en el espectro de lo visible. Y, en nuestra opinión, todos y cada uno de estos elementos son rastreables igualmente en la novela de Ballard.  

 

2. UN MUNDO SIN FUTURO O EL RETROVISOR DE LA HISTORIA

James Dean murió en un accidente de coche el 30 de septiembre de 1955. Otros personajes famosos fallecieron de manera similar, o atropellados. Fue el caso de Grace Kelly, Roland Barthes, Albert Camus, T. E. Lawrence, Jayne Mansfield o, más recientemente, alguien como Paul Walker. Las variaciones sobre el tema son muchas: atropellados, accidentados mientras viajaban en moto o estrellados con potentes coches. El automóvil, como las motocicletas, ha generado su propia iconografía y también sus mitos. Algunos cineastas de principios del siglo XX utilizaron los automóviles de entonces para construir sencillas y divertidas películas en donde ocurrían todo tipo de accidentes. Los atropellados eran incluso capaces de quedar completamente aplastados y reducidos al grosor de un cartón para luego rehacerse impunemente. El mundo moderno implicaba muchos riesgos y el cine los reflejaba. Poco podían imaginar aquellos espectadores de los orígenes del cinematógrafo que medio siglo después algunas personas se obsesionarían con la imagen de un coche, la del modelo Lincoln 63 en el que viajaba J. F. Kennedy el día en que fue asesinado. Algunos devotos de la conspiración rebobinaban una y otra vez la película de Abraham Zapruder, tratando de encontrar la solución al enigma de la muerte del presidente en un fotograma congelado. Esos detentadores de un secreto demasiado arriesgado como para confesar siquiera su existencia están representados en Crash. Son las almas perdidas de la pandilla de Vaughan, víctimas de esos accidentes que provocan ellos mismos y que miran sin descanso en viejos monitores de televisión, que les devuelven crueles imágenes de accidentes y colisiones de vehículos.

Hay algo en el gesto de los seguidores de esa subcultura del impacto violento de Crash que los emparenta claramente con las vanguardias clásicas, y muy específicamente con el futurismo. En el Manifiesto del futurismo (1909), Filippo Tommaso Marinetti planteaba: «Afirmamos que la magnificiencia del mundo se enriquece con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras con su capó adornado de gruesos tubos semejantes a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente que parece correr sobre la metralla, es más hermoso que la Victoria de Samotracia. Queremos celebrar al hombre que coge el volante, cuya asta ideal atraviesa la Tierra, también ella lanzada a la carrera en el circuito de su órbita» (en Ródenas de Moya, 2007: 90). Y en su poema «La canción del automóvil» (1908), el futurista Marinetti describía la belleza de esos caballos de acero que se lanzaban hacia un infinito liberador. El metal chocaba contra el pasado. Los futuristas manifestaron un espíritu revolucionario y violento de nulas consecuencias prácticas, aunque se entusiasmaron con el mundo moderno y sus hallazgos, como el arte del cine, que designaron como el medio auténticamente futurista (Tejeda, 2008: 90-91).  

Antes incluso de que el futurismo alimentase la idea de una fusión imposible entre hombre y máquina, otros autores pioneros habían fantaseado con esa posibilidad. En Los cantos de Maldoror (Les Chants de Maldoror, 1868-1869), Isidore Ducasse, Lautréamont para la posteridad, consideraba el encuentro fortuito entre un paraguas y una máquina de coser como algo bello y digno de ser admirado. En realidad, Lautréamont miraba hacia el futuro y veía un mundo sin Dios ni tutelas, en donde la voluntad ocupaba los espacios en blanco dejados por una moral caduca. Maldoror es un ser sobrehumano, un ángel caído, un asesino que lucha contra Dios y contra la idea de lo sagrado. El placer, la violencia y el asesinato forman parte de una nueva filosofía vitalista que pretende sustituir siglos de servidumbre voluntaria por un nuevo yo, siempre sediento de poder y conocimiento. Una actitud, en el fondo, parecida a la exhibida por autores que desde sus elecciones vanguardistas trataron en los primeros años del siglo XX de superar las pleitesías realistas del arte, que ellos identificaban, en parte, con una historia periclitada.

Pero lo viejo, lo reprimido y lo histórico siempre vuelven. Así debemos entender la construcción de los mundos distópicos de Ballard y Cronenberg. La distopía es para ambos autores una fórmula narrativa conocida y en la que se sienten cómodos para expresar sus ideas. El futuro que habitualmente plantean ambos autores no recrea un mundo de viajes interestelares a la velocidad de la luz, sino que es un futuro reconocible, cercano a nuestro presente, casi una especie de mundo alternativo. Isaac Asimov decía que los escritores de ciencia ficción no son futurólogos, no prevén el futuro y no avisan de lo que realmente va a pasar, sino que están más bien ligados a su entorno inmediato[4]. Ese futuro, necesariamente peor que nuestro presente, puede tener muchos aspectos, incluso puede ser un entorno postapocalíptico en donde el desastre último ya ha ocurrido. Pero también puede ser, como en el caso que nos ocupa, un lugar ciertamente ominoso, caótico, al borde del desequilibrio total, todavía poseedor de una cierta habitabilidad y esperanza, como si algún día un mejor sistema pudiera resurgir (Tower Sargent, 1994: 9).

 Así debemos entender el mundo que vislumbra J.G. Ballard en Crash (1973) y que adapta Cronenberg unos años después. Esa distopía dibuja un mundo de contrastes, en el que una subcultura violenta reúne en su seno una mirada desprejuiciada sobre un futuro social en donde el sexo será una dolorosa experiencia de fusión entre el metal y la carne (una realidad para ellos ya en ese momento); ese futuro se entremezclará con un pasado que se resiste a morir y que reaparece en forma de tecnología obsoleta, vídeo de VHS o señal de televisión. La tensión que viven los personajes de Crash es la que avivaba la discusión filosófica y estética de algunos movimientos de vanguardia, siempre mirando hacia adelante, hacia un futuro luminoso al que se accedía mediante la destrucción. Con todo, esas teorías sobre la superación de formas obsoletas en el arte, y en la vida, no lograban deshacerse por completo de la tradición histórica, que readaptaban o reformulaban a través de fragmentos remontados e incorporados a la obra vanguardista.  

En Crash presenciamos la destrucción y el daño provocados por los accidentes de automóvil. Vemos con detalle las heridas ocasionadas por el impacto del metal caliente en los cuerpos de los personajes. El accidente es también el mecanismo de excitación sexual de sus protagonistas y la herida, la hendidura, se convierte en un nuevo órgano sexual para el futuro. Ahí habitan los protagonistas de esta historia. En la novela es un sujeto llamado Ballard el que relata lo ocurrido. Y las primeras líneas del primer capítulo son muy explícitas. Ballard nos dice que su amigo Vaughan murió el día anterior en un accidente de coche, el único auténtico que sufrió en su vida, pero que había ensayado en muchas ocasiones. La muerte abre la novela y planea de manera insistente sobre todos los capítulos.

Cronenberg decide trasladar los mismos personajes de la novela a la pantalla y mantener en lo esencial sus credenciales y relaciones entre ellos. Elige un estilo aséptico, distante y frío para la planificación. En ese escenario de ciudad posmoderna, de autopistas infinitas que dan vueltas sobre sí mismas, reina como un dios Maldoror-Vaughan (interpretado por Elias Koteas), el profeta de un Apocalipsis que llegará en forma de gran impacto. El actor James Spader dará vida, por su parte, al James Ballard que vehiculará el punto de vista de la adaptación.

En el prólogo de su novela, J. G. Ballard argumentaba que la catástrofe ya había ocurrido, que el desastre no era algo remoto propio del mañana sino nuestro irremediable presente. Solo tenemos que saber mirar para encontrar las pruebas. El concepto capital del siglo XX, según Ballard, es la ruptura de los límites en forma de matrimonio de razón y pesadilla (2012 [1973]: 5). Nuestro mundo es un predicado de la ciencia y la tecnología, que aspiran a todo y han impuesto una moratoria al pasado. Ese pasado está muerto y enterrado, no hay nada en el retrovisor. Vivimos, según Ballard, el tiempo de la «filosofía del asiento eyectable [que] une el primer vuelo de los hermanos Wright con la invención de la píldora» (2012 [1973]: 7).

Lo que se ve en el retrovisor del coche es un conjunto de fragmentos de ese pasado. Son piezas sueltas, que difícilmente constituyen un todo coherente. Para J.G. Ballard el pasado resurge en forma de fragmentos de memoria y restos de tecnología low-tech, sin que podamos extraer de ellos más que un tenue reflejo de lo que fuimos. Los personajes de Crash están abocados a un presente acelerado y perpetuo. Con todo, el pasado sí tiene algún papel en la obra de Ballard. El personaje de Vaughan aspira a morir en un choque frontal con un automóvil en el que viaje Elisabeth Taylor. La gran actriz de Hollywood es el vestigio de un tiempo anterior, un fragmento que atesora la memoria de un mundo que ya no podemos entender ni recuperar, pero con el que podemos chocar frontalmente.

Otra cuestión importante al analizar la adaptación de la novela tiene que ver con el momento en el que se rueda y se estrena la adaptación. La versión de Cronenberg llega no solo años después de la New Wave de la ciencia ficción con la que podemos emparentar la literatura de J.G. Ballard, sino después del nacimiento del ciberpunk, esa otra versión distópica de nuestro presente-futuro tan de moda en los ochenta y primeros noventa. Afirma Dani Cavallaro (2000: 29) que la New Wave de la ciencia ficción es el preludio de una serie de preocupaciones por el impacto de la tecnología en el presente no menos que en el futuro, y que dichas reflexiones forman parte del corazón conceptual del posterior movimiento ciberpunk. Ambos enfoques compartirían el gusto por representar la mezcla entre tecnología, crimen, drogadicción y sexualidad, a lo que el ciberpunk le añadiría unas gotas de cultura informática. Un tema como la fusión de la carne y el metal es muy propia del ciberpunk, pero la idea de una tecnología invasiva que se adueña del cuerpo y transforma la identidad está ya en la New Wave de los setenta.  

Crash es la historia de unos sujetos a la deriva. No otra cosa pueden ser hombres y mujeres que viven obsesionados con los accidentes de automóvil y que se excitan sexualmente al pensar y recrear la violencia del impacto, el metal penetrando la carne indefensa y los vidrios estallando en mil pedazos sobre los rostros de los conductores. Estos personajes viven atrapados por una subcultura del motor y la velocidad, del detalle técnico casi entomológico sobre la fuerza del émbolo y la resistencia del parachoques. Esos vehículos transitan unas autopistas que parecen no llevar a ningún lugar. La geografía urbana en Ballard y en Cronenberg es un elemento central de las historias. El Crash de Ballard transcurre en Londres. Cronenberg sitúa la historia en un Toronto frío e impersonal (un no-lugar que es cualquier lugar). El cambio no es importante. Es igualmente un lugar sin tiempo, una suerte de pantano repleto de autopistas que se cruzan y te devuelven siempre al punto de inicio. Es el mismo espacio de Videodrome. O la ciudad de Rabia, transitada por camiones que recogen cuerpos inertes y abandonados en contenedores de desechos. O los espacios sin nombre de Scanners (1981). Son ciudades atravesadas por lo que el sociólogo Mike Davis llama «muros de autopista». Aquí las vías de comunicación están pensadas para segregar, estratificar y separar a los seres humanos. Para convertirlos en mónadas flotantes ajenas a todo, al contacto, el cariño o el simple calor humano[5]. Es por ello que una autopista sin fin, que da vueltas sobre sí misma, es la perfecta metáfora del laberinto que habitan los protagonistas de novela y película.

La ciudad de Crash es rica en no-lugares, porque las autopistas son las arterias por las que circula la sangre que alimenta a la bestia. Para Marc Augé la ciudad posmoderna es un espacio de anonimato, un lugar monótono y frío sin identidad ni memoria, como los propios personajes de novela y película, y en donde realmente se «experimenta solitariamente la comunidad de los destinos humanos» (2000 [1992]: 122). Sin embargo, esa visión negativa del no-lugar como enclave carente de memoria e historia, sin marcas, da paso a la idea del no-lugar como espacio de tránsito. El antropólogo Manuel Delgado dice que Augé se equivoca al concebir ciertas intersecciones de la ciudad posmoderna «como un lugar de paso y no como el paso por un lugar. Esa transhumancia incansable convierte los lugares en no lugares, la ciudad en una no-ciudad o ciudad tácita absoluta», por lo que la connotación negativa de Augé no tendría sentido realmente (2006: 69). Delgado defiende una nueva conceptualización del espacio urbano en donde la tercerización, la tematización y la trivialización destruyen lo urbano y convierten el espacio en una mera urbanización sometida a la ideología constructiva, pero en donde el tránsito y el paso por un lugar ya suponen un indicio claro de un uso productivo del mismo (2006: 60). Desde esa perspectiva, más presente en Cronenberg que en J. G. Ballard (sin duda, la visualización ayuda a ello), los seguidores de Vaughan serían agentes de cambio, revolucionarios que reivindican el espacio urbano como propio, al transitar por lugares que su actividad patológica convierte en espacios de vida, y que todos los demás habitantes de la ciudad ven con desconfianza o directamente evitan. La frialdad con la que Cronenberg retrata las escenas, la distancia que asume respecto a los personajes y la ausencia de la voz del narrador de la novela acentúan este aspecto. Con Cronenberg vemos y sabemos desde una cierta distancia, desde una lejanía que posibilita una cierta seguridad, pero que, a un tiempo, permite comprender esos gestos ambiguos de los personajes (su mortal tendencia a chocar fatalmente unos con otros) como reivindicaciones desesperadas de los que vienen a ser los últimos vitalistas, habitantes de un Toronto deshumanizado que les suministra los escenarios donde representar sus dramas vitales.

Así es como el cambio, lo provisional y la aceleración pasan de ser experiencias propias de la modernidad a convertirse en elementos centrales de una vida ciudadana que transcurre en grandes urbes caóticas, autorreguladas y precariamente homeostáticas, tan propias de nuestros tiempos posmodernos o metamodernos. Para Vaughan el no-lugar se ha convertido en un espacio antropológico atravesado por la memoria, aunque esa memoria esté en ruinas. Vaughan es repulsivo y fascinante a un mismo tiempo. Esta suerte de ambivalencia se aprecia en la novela de Ballard y también en la adaptación de Cronenberg. Los personajes de Crash suben a sus vehículos y transitan por las venas de esa ciudad segregada, pero que ellos no aceptan como propia y se empeñan en reescribir con su actitud desprejuiciada. Por las ventanillas y la luna delantera ven una proyección de la realidad, aunque ellos pretenden construir una totalmente alternativa. Como el protagonista de Cosmopolis (David Cronenberg, 2012), que pasea en su coche lujoso mientras el mundo está en llamas a su alrededor, o como el Travis Bickle de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), que planea una venganza y ansía la redención y el perdón mientras mira asqueado por la ventanilla de su vehículo, son personajes atrapados en un mundo que rechazan y que tratarán de cambiar. Entre lluvias y cielos plomizos, los personajes de Crash están agotados de esperar el fin y hacen todo lo posible por precipitar su llegada. Son suicidas, pero también son vitalistas, existencialistas, inconformistas, luchadores y defensores de una identidad marginal. ¿Quién no puede apoyarlos en tiempos de uniformidad y conformismo social?  

Crash se publica en 1973, el año de la primera crisis del petróleo. Fue un tiempo de escasez. Poco después se formaban largas colas en las gasolineras de EE.UU. para llenar el depósito del automóvil. La inestabilidad se cronificó y la violencia política fue el indeseado efecto del fin de las utopías de los sesenta. Ballard imaginó una subcultura de los coches convertidos en armas afiladas y cortantes, conducidos por cuerpos lanzados hacia un futuro sin nombre ni rostro. Vemos cuerpos proyectados hacia un tiempo abolido en donde las emociones han sido sustituidas por los instintos. En cierta manera las preocupaciones de Ballard estaban ya en las primeras obras de Cronenberg. Pero en 1973 el director canadiense iniciaba su carrera y no había estrenado su primer gran largometraje, Vinieron de dentro de... (1975). El germen de la novela de Ballard estaba en el cuento «¡Crash!», que formaba parte de La exhibición de atrocidades (1970). Una pieza breve, como las otras que contiene el volumen, pero muy sugerente. El cuento arranca con una frase sin verbo: «El contenido sexual latente del choque de automóviles» (2002 [1970]: 153). Es una imagen poderosa que contiene una contradicción interna. En los mundos de Ballard esas luchas de contrarios no son noticia. Tampoco en las películas de Cronenberg. El cuento se presenta como un informe médico. Se han hecho pruebas a los familiares de las víctimas de accidentes fatales: «Luego de un breve rechazo inicial, los familiares suelen regresar al sitio del accidente e intentar allí una reconstrucción del mismo. En un extremo dos por ciento de los casos hubo orgasmos espontáneos mientras se simulaba una carrera en la ruta del accidente» (2002 [1970]: 153). En los experimentos llevados a cabo se piensa en el desastre automovilístico óptimo, también en la herida perfecta. Las amas de casa de los suburbios se interesaron por las heridas genitales graves de carácter obsceno: «los tipos de accidente que hubieran podido provocar lesiones de esta índole son un reflejo evidente de obsesiones poliperversas extremas» (2002 [1970]: 155-156). La exhibición de atrocidades está plagada de momentos humorísticos. Pero a principios de los setenta no se podía adaptar algo de esta naturaleza. Así que la adaptación tuvo que esperar a que Cronenberg hubiese desarrollado su poética del desastre y su filosofía de la Nueva Carne. Ése era el momento propicio para adaptar una fantasía sobre la fusión de la carne y el metal. Como dice Chris Rodley, «la visión distópica de la novela sigue siendo tan contemporánea ahora como lo fue en los setenta»; novela y película comparten algo esencial, ya que los personajes ligan sus mentes, cuerpos y sexualidad a la tecnología dominante (2020 [1997]: 246). Y por mucho que la tecnología de 1973 no tenga nada que ver con la de 1996, la reflexión es la misma: ¿en qué medida nuestra identidad se verá afectada por una tecnología invasiva que alterará de manera esencial e incontrolable nuestra materialidad? [6]

 

3. LOS CUERPOS SUFRIENTES: METAL, PIEL, SUPERFICIE

Unos conductores miran a otros mientras se produce el impacto de sus respectivos coches. Algunos miran obsesivamente fotografías de accidentes. O vídeos con los detalles de lo que sucede tras un gran impacto. Son los seguidores de Vaughan. En el film Videodrome una legión de adictos consume su ración diaria de televisión en la Cathode Ray Mission. El protagonista de esa película, el productor de televisión Max Renn (interpretado por James Woods), encuentra entre esas almas perdidas a William Burroughs. En la misma Videodrome mirar el programa de televisión pirata prohibido, en donde se ejerce una violencia desmedida y mortal contra cuerpos anónimos, es motivo para desarrollar un tumor cerebral. En Crash la visión del metal penetrando la carne excita a los personajes y les provoca una pulsión de muerte[7]. La perspectiva del choque es un horizonte de expectativas vitalista. Se trata de mundos extraños, habitados por parafilias y adicciones que capturan cuerpos y mentes por igual. Y en la base de la perversión se sitúa la mirada. Los personajes observan constantemente en las novelas de Ballard, como también lo hacen en las películas de Cronenberg. Miran el mundo que les rodea, mientras que nosotros, como lectores o espectadores, solo podemos ver sus acciones. Cuando nos asomamos al interior de los personajes, lo hacemos a través de las heridas en los cuerpos. El psicologismo no forma parte de los mundos de Ballard, ni de los de Cronenberg[8].

Mauricio Montiel rescata una cita de El imperio de los signos, de Roland Barthes, para explicar como el Ridley Scott de Blade Runner (1982) trascendió las limitaciones de la mirada occidental. Decía Barthes que el ojo occidental está sumido en una mitología del alma, central y secreta, cuyo fuego, resguardado en la cavidad orbital, se irradiaría hacia un exterior carnal, sensual y pasional (2010: 241). Miramos objetos y personas para desearlas y moldearlas. En Crash esa lógica se vuelve aparatosamente perversa. En el cine de Cronenberg el circuito se invierte. El agresivo entorno, la imagen-virus y la onda cerebral penetran los cuerpos y transforman las mentes de las personas. La cavidad orbital vive sobrecargada y saturada de estímulos. Los replicantes de Blade Runner, dice Montiel, llevaban la fecha de caducidad impresa en los ojos (2010: 243). Los de Crash la llevan en el cuerpo.

Los protagonistas de Crash aspiran a fusionarse con la máquina en una suerte de éxtasis postecnológico. Para ellos el cuerpo moldeado, transformado, deformado, mutilado y aniquilado es el final del trayecto. Es una aspiración mística que constituye el punto central de un futuro posthumano: nos fundiremos con el metal, seremos una señal de vídeo, viviremos como bits fluyendo por las autopistas informacionales. William Gibson declaró en 1984 que la idea para su novela Neuromante (1984) se le ocurrió mientras leía declaraciones de D.H. Lawrence sobre la dicotomía cuerpo/espíritu en la cultura judeocristiana. Por su parte, J.G. Ballard comentaba en una entrevista concedida a Lynn Barber para Penthouse (septiembre de 1970) que ya no veía posible el sexo orgánico, el cuerpo contra cuerpo, la piel sobre la piel. Lo que Ballard veía extenderse ante él era un nuevo orden de fantasías sexuales y experiencias limítrofes, vinculadas a los accidentes de tráfico, los viajes en avión, la mercadotecnia, el mundo de la tecnología y las comunicaciones. Ese mundo de nuevos estímulos estaba llamado, según él, a modificar la estructura de nuestras fantasías sexuales. De esa idea marco nace Crash. También el concepto de la Nueva Carne. Max Renn grita con alivio «larga vida a la Nueva Carne» antes de descerrajarse un tiro al final de Videodrome. Las distopías sucias de Cronenberg, Ballard y Gibson suponen una redefinición de la dicotomía cuerpo/espíritu que ha cimentado una buena parte del pensamiento filosófico occidental y una apuesta por el valor del pensamiento encarnado. Ballard apuesta por la unidad de los contrarios, por la fusión de lo aparentemente irreconciliable (Capanna, 2009:215).

Los cuerpos ocupan en Crash el centro del espectáculo. Los personajes muestran predilección por la deformidad, la herida abierta, el metal que recubre el cuerpo, el vidrio que rasga la carne, el metal caliente que penetra en ti. Todo forma parte de una extraña parafilia que bien podría llamarse gabinete de atrocidades motorizadas. En La exhibición de atrocidades, Ballard escribe (2002 [1970]: 22):

 

La exhibición de atrocidades. Al entrar en la exhibición, Travis ve las atrocidades de Vietnam y el Congo mimetizadas en la muerte alterna de Elizabeth Taylor; atiende a la estrella cinematográfica agonizante erotizando el bronquio perforado sobre las terrazas demasiado ventiladas del London Hilton; sueña con Max Ernst, señor de los pájaros: Europa después de la lluvia.

           

Allí, en esa antinovela o colección anómala de relatos, aparece por primera vez el personaje de Vaughan. Otros cuentos del volumen evocan a Ronald Reagan o Marilyn Monroe. También podemos leer el impactante El asesinato de John Fitzgerald Kennedy considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo.

En los mundos distópicos de Ballard-Cronenberg la muerte es un elemento más del espectáculo mediático. En Videodrome la muerte ronda las emisiones televisivas y las pasarelas de las ferias comerciales. En La zona muerta (The Dead Zone, 1983) un magnicidio interrumpe el curso de los acontecimientos históricos; en eXistenZ (1999) una diseñadora de videojuegos arriesgará su vida para salvar su creación, pues morir en el mundo digital es morir en el mundo real (ni siquiera esta distinción está ya clara para los personajes de la película).  

Pero ¿quiénes son realmente estos personajes obsesionados con las experiencias límite? La película Crash se inicia con la historia de la pareja formada por James Ballard (James Spader) y Catherine (Deborah Unger). James es director de cine. Ambos están obsesionados con el sexo y se explican las relaciones que mantienen con otras personas. Una noche James se despista mientras conduce su vehículo y choca frontalmente con otro coche. En el accidente muere el otro conductor, el marido de la Dra. Helen Remington (Holly Hunter). Así es como Ballard conoce a Helen. Se ven en el hospital del aeropuerto, donde el director de cine se recupera de sus heridas. Y se reencuentran en el depósito de vehículos de la policía, al que ambos acuden para ver los coches destrozados en los que viajaban cuando se produjo el choque. Ambos personajes inician una relación. Una noche, Helen lleva a James a un espectáculo al aire libre. Se trata de un número orquestado por un sujeto misterioso llamado Vaughan. El espectáculo recrea con todo detalle el mítico accidente de coche de James Dean. Incluso tienen un Porsche 550 como el del famoso actor. Vaughan se sube como copiloto al Porsche. Vemos dos vehículos conducidos por especialistas. Se lanzan uno contra otro. Y chocan. La policía llega y dispersa a la gente. El espectáculo es, obviamente, ilegal. Pero James ya ha entrado en contacto con Vaughan, que es el líder de un extraño grupo que se dedica a recrear accidentes de tráfico famosos. Helen ha trabajado en varios proyectos con Vaughan, quien la ha fotografiado mientras mantenía relaciones sexuales con hombres en coches.       

J.G. Ballard es un autor que tiene predilección por las fantasías con famosos. Las imágenes icónicas de su tiempo, de todos los tiempos, acaban destrozadas en mil pedazos. Cada uno de esos trozos es un resto, un fragmento que le hemos robado a la historia y que acaba convertido en depositario de una memoria que se borra y se pierde. Así funcionan los relatos de La exhibición de atrocidades, que suelen repetir un mismo esquema: un personaje de identidad fracturada se mueve hacia «la representación catártica, ritual y espectacular de su trauma» (Costa, 2008: 24).

En la película los personajes se citan en lugares semivacíos. Practican sexo en el aparcamiento del aeropuerto, se encuentran bajo los puentes de las carreteras o bien miran al vacío desde el balcón de un apartamento con vistas a la autopista. Son lugares sin tiempo, transitados por cuerpos anónimos. En ellos ocurren los hechos más relevantes de la historia, como el accidente que paraliza media autopista y que es resultado de la recreación efectuada por el ayudante de Vaughan, Colin Seagrave (interpretado por Peter MacNeil). El coche conducido por Ballard, y en el que viaja también Vaughan y una prostituta que han recogido en un aparcamiento, topa con el barullo. Colin ha logrado la recreación del accidente de Jayne Mansfield. Se ha travestido de mujer y ha preparado el choque, decapitación incluida. Y esta vez el choque deviene fatal. Finalmente, alguien logra la obra de arte definitiva. La reproducción de una muerte que incluye, a su vez, una muerte. Vaughan lo fotografía todo con ansia, con precisión, con gran deleite. Se fija en la carne mutilada, en el metal fundido con los cuerpos que ha penetrado. Toda la información es necesaria porque buscan la recreación perfecta. Helen también observa con ansiedad los más mínimos detalles de un viejo VHS. Los miembros de esta extraña secta son devotos de la tecnología low-tech y viven atrapados en un régimen de pulsiones escópicas incontrolables. No saben que el conocimiento requiere olvidos, omisiones y rechazos.

Al final vivimos atados al cuerpo. El trascendentalismo del Cronenberg temprano no tiene que ver con la aspiración de convertir nuestras psiques en ceros y unos y dejar atrás nuestros cuerpos obsoletos. Su esencialismo tiene que ver con la fusión de diversas materialidades. Lo explorará igualmente en La mosca (The Fly, 1986). También en Inseparables (Dead Ringers, 1988). No es la misma obsesión de Hans Moravec con la posibilidad de descargar nuestras mentes reconvertidas en unos y ceros en chips de silicio. Es un tipo de aspiración trascendentalista algo diferente. El psicologismo que nos permitiría, en el fondo, comprender los motivos de las desviaciones está ausente de la novela de Ballard y de su adaptación. La identidad personal se construye mediante las miradas deseantes de otros, no mediante el autoanálisis o la explicación racional. También mediante la obsesión proyectada sobre los demás. La identidad de los personajes de Crash está atrapada en un circuito de retroalimentación infinito, cuyo combustible es el deseo enfermizo, que solo la muerte puede romper.

 

4. EL INTERIOR Y EL OLVIDO DE LO QUE FUIMOS

Decía Nietzsche en uno de los aforismos de Más allá del bien y del mal que cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti. Los personajes de Crash miran sin cesar al abismo, hasta que sus vidas se funden con él. Estos sujetos no tienen memoria ni miran a su pasado. Se han olvidado de quiénes son. Del pasado solo quieren rescatar fragmentos, aquellos que tienen que ver con los accidentes que recrean. Nada más[9].

¿Qué ven los personajes cuando se asoman al interior de sí mismos? ¿Dónde están las emociones perdidas en Crash? Cronenberg confesó a Chris Rodley que la filmación de la película se volvió muy emocional pero que no entendió por qué (2020 [1997]: 263). Esa emoción se trasladó al espectador, asqueado o entusiasmado ante lo que veía. Pero más allá de eso, ¿qué hay dentro de los personajes de Crash?

Sería fácil asociar una pulsión de muerte con las conductas que vemos en la pantalla. Pero en realidad la psique de estos buscadores de sensaciones límite es más compleja. Ellos buscan superar el límite epidérmico, liquidar la distinción entre interior y exterior del cuerpo, «mezclar carne y metal para ascender en la condición de ser» (Oliveros Aya, 2023: 228). Como recuerda Pablo Capanna en El tiempo desolado, el mundo es, para Ballard, un lugar abstracto en donde no hay valores (2009: 108). No cabe en este caso echarse atrás, sino sumergirse en la destrucción y nadar. Su postura encaja con las ideas de Cronenberg. En la larga entrevista concedida a Chris Rodley, y ya citada, el director canadiense recuerda que, para él, un virus no es necesariamente maligno y negativo (aquí alude a sus cintas Vinieron de dentro de..., Rabia, Cromosoma 3, Videodrome). El virus es una metáfora, una idea que infecta al ser humano. Pero ante la infección simplemente hay que aceptar la nueva condición, como Max Renn acepta sus transformaciones y da la bienvenida a la Nueva Carne en Videodrome. En las películas de Cronenberg el antiguo límite epidérmico que separaba el interior del sujeto de los elementos de su medio ambiente tiene tan poco sentido como la idea de límite pensada como horizonte temporal. No hay nada que esperar, no hay advenimientos en el horizonte, ni salvación, ni escatología posible; frente a la espera cristiana y su idea del elegido se alza un discurso desencantado que no cree en la historia ni en el progreso, porque no hay lugar al que llegar ni destino que cumplir. No hay límite, como no hay sentido en el avance ni en la sucesión de accidentes que ocurren en la ficción.

Rodney Brooks comenta en su libro Flesh and Machines (2002) que en los últimos tiempos nos hemos visto obligados a asumir que los seres humanos somos, a ojos de la industria, máquinas y que, como tales, podemos ser objeto de las mismas manipulaciones tecnológicas que aplicamos a cualquier otra máquina. En su opinión, la tecnología de nuestros cuerpos y de nuestra industria se generalizará como si ambas cosas fueran lo mismo. La empresa que mueve los hilos en Videodrome, llamada Spectacular Optical, ya entiende el mundo en estos términos. Porque Vaughan no deja de ser el líder de una secta. Una muy especial, obsesionada con los detalles técnicos de accidentes famosos. Pero todos ellos, Helen, Ballard, Catherine, el propio Vaughan, tienen un anhelo, por malsano que pueda parecernos, de trascendencia. Para Cronenberg el cuerpo en sí no deja de ser un receptáculo obsoleto destinado a ser mejorado mediante la infección o la mutilación. Esta puede llegar como un virus que altera el estado mental de lo sujetos provocándoles un deseo sexual incontrolable (Vinieron de dentro de...) o bien como una imagen totalizadora que provoca tumores y transformaciones irreversibles (Videodrome).

Esa trascendencia, el paso hacia un futuro posthumano, también puede producirse mediante la fusión de la carne y el metal, como en Crash. Esta fusión es uno de los motivos visuales popularizados por el ciberpunk. Somos un producto de nuestro tiempo, moldeados por la imagen, la mercadotecnia y las tecnologías modificativas. Turner, uno de los protagonistas de Conde Cero (1986), una novela de William Gibson, se topa con una mujer al arrancar su periplo y dice lo siguiente (2002 [1986]: 14):

 

Se irguió sobre un codo para mirarla. El rostro de una extraña, pero no el que su vida en hoteles le había enseñado a esperar. Hubiera esperado una belleza rutinaria producto de cirugías electivas y el inexorable darwinismo de la moda, un arquetipo cocinado a partir de los principales rostros de los medios masivos de comunicación de los últimos cinco años.

 

Somos el subproducto de un subproducto televisivo, acaso publicitario. ¿Cómo buscar la autenticidad perdida en un mundo que no cree en ella, que no la tolera ni la hace posible? Pues se estudia un accidente fatal de tráfico con una estrella mediática implicada y se recrea; se duplica. Los sujetos como Vaughan o Helen encuentran la autenticidad en la recreación de un hecho pasado traumático. La duplicación les hace únicos, y no puede entenderse como una mera copia. Con esa malsana duplicación pueden sentirse finalmente vivos.   

Si algo caracteriza a la gran mayoría de autores ciberpunk es, seguramente, su ambigua postura ante la tecnología. Razón de ser de sus ficciones, elemento central de sus pronunciamientos teóricos y auténtico motor de sus (pre)visiones, la tecnología y sus aplicaciones centra el discurso ético y estético de las novelas de Gibson, Sterling, Stephenson o Rucker, entre otros. Este subgénero de la ciencia ficción, nos recuerda Dani Cavallaro (2004), ha sido descrito de muchas maneras: como «poético y posthumano» (Henry Targowsky), como un «estilo cultural-literario postmoderno que proyecta un futuro computerizado» (Michael Heim), como «ubicua dataesfera de información computerizada» (Lawrence Person), como «expresión literaria sino del posmodernismo, del capitalismo tardío» (Fredric Jameson), como «nueva forma de existencia» con olvido de las ataduras al cuerpo físico incluida (Wolfgang Jeschke) o como la colisión de la sensibilidad rebelde del punk y los ordenadores de sobremesa (Pat Cadigan). Definiciones, todas ellas, que dan importancia a elementos que redefinen el paisaje físico y humano que habitamos. Y aunque Ballard escribe La exhibición de atrocidades y la novela Crash antes de la eclosión del ciberpunk, algo comparten estas obras con este movimiento creado por Gibson y Sterling. Es la idea de que el futuro no existe porque ya ha ocurrido: el futuro es un ahora inquietante y perpetuo. En ese mundo del desastre presente, todo se compra y se vende, todo puede convertirse en una imagen publicitaria (recordemos, Vaughan aspira a la recreación perfecta). Como bien dice Cavallaro (2004: 254): «La realidad y la identidad se muestran inestables por su reducción al estatus de bienes de consumo, es decir, productos intercambiables y desechables condenados a un destino de obsolescencia planificada y rápida».

La recurrencia de los espacios vacíos en Crash es el síntoma de un mundo sin tiempo (como en el fondo es el mundo de la publicidad). Porque, a pesar de que siempre transitan coches y sujetos por los diferentes espacios de la película, no dejan huella alguna. Las únicas huellas visibles de su paso son los accidentes. El futuro anexionado a este presente enfermizo tiene un aspecto de pesadilla postecnológica, a pesar de la sobriedad y la sencillez con la que Cronenberg filma las escenas. Dice Vivian Sobchack en su texto «Postfuturism» (2007) que cuando la gente sueña o tiene pesadillas en la ciencia ficción contemporánea nunca despiertan realmente, porque el sueño/pesadilla es su estado real, su manera auténtica de habitar el mundo. La ciencia ficción distópica de los últimos años es una pesadilla. Los ambientes oníricos y pesadillescos que vemos en Blade Runner, Videodrome o Johnny Mnemonic (Robert Longo, 1995) son, en esencia, los mismos que vemos en Crash. No debemos llevarnos a engaño. Bajo las limpias interfaces que pueblan algunas fantasías ciberpunks laten las condiciones para la abolición de lo humano. Pero, ¿debemos llorar o escandalizarnos ante esta próxima desaparición? Varios personajes de las novelas de J.G. Ballard y de las películas de Cronenberg, sin duda alguna los de Crash, creen y celebran ese futuro posthumano en el que trascenderemos nuestras limitaciones corporales. Esa ambivalencia fuerza los límites de lo moralmente aceptable. En su momento Ballard alabó la adaptación del director canadiense como «la primera película psicopática, la primera en asumir la complicidad del público de un modo sádico» (en Capanna, 2009: 53). Posteriormente matizó que un personaje como Vaughan es un loco y que no hay que entender las cosas literalmente, pero todo apunta en la misma dirección: Ballard creía firmemente que la evolución biológica por el impacto de la tecnología era algo imparable (y no sabemos si también inasumible, y en esto concuerda por completo con la posición de Cronenberg).

Ese ir más allá de nuestra propia naturaleza supone una redefinición de los principios del humanismo clásico. Como bien dice Horario Moreno en Cyberpunk. Más allá de Matrix:

 

El racionalismo iluminista configuraba una identidad estética, ética y científica. La razón ordenaba y dirigía la vida en la armonía liberal: los derechos del hombre como ser libre y racional aparecen como innegables en el racionalismo en lucha incesante contra el mito, la magia y la religión. El Humanismo es la cuna de la noción moderna de progreso, que suponía un avance técnico-científico ilimitado, inherente al orden racional unido a los valores ético-estéticos (2002: 32).

 

En un mundo posmoderno plagado de simulaciones y simulacros, de imágenes invasoras y virus letales, de verdades demolidas bajo el peso de la duda y el relativismo pseudocientífico, cabe la fantasía total del accidente erotizado. Hasta el binomio dominador-dominado salta por los aires. La razón ilustrada fue a morir a la república de Saló, según la interpretación de Pasolini en Saló, o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975). En Saló también encontramos la aspiración a trascender. Apegados a los apetitos del cuerpo, cegados por una irreal fantasía de poder sobre el otro y sobre sí mismo, los enloquecidos habitantes de tan singular república quieren llegar a la esencia misma de la corporeidad. Su materialidad lo es todo.  

Pero posiblemente Cronenberg no estaría de acuerdo con la crítica de Horacio Moreno. Para el director canadiense, la bioevolución que sufriremos los seres humanos es imparable. Quizás sea deseable, como decíamos. En ese sentido, la posición de un teórico como José María Molinuevo, lector atento de la ciencia ficción distópica, encaja más con el discurso de Crash. Dice José Luis Molinuevo que

 

[…] es posible rescatar modelos como los de ese humanismo activo en la época de las nuevas tecnologías, eliminando la parte negativa de la crítica a la razón instrumental, convertida en un absoluto, a su vez, por los frankfurtianos. Dos elementos ayudan a ello: la visión de una modernidad compleja, no reductible al falso tópico de época de la razón; y de la técnica, no como producto histórico suyo, sino como la forma esencial del ser humano determinada por su constitutiva miseria de estar en el mundo y por el deseo de salir de ella (2004: 45).

 

Los filósofos de la Escuela de Frankfurt y los representantes de la teoría crítica siempre han sospechado del papel histórico que técnica y tecnología han jugado a lo largo del siglo XX. Es la sombra del asesinato en masa que tiene su epítome en Auschwitz. Pero los profetas de ese futuro anexado al presente, como Ballard, Burroughs, Gibson o Bruce Sterling, solo pueden certificar lo ocurrido. Nuestra condición irreversible es la del cuerpo invadido, moldeado y alterado. Viviremos/vivimos con memorias prostéticas y recuerdos implantados. Nuestro destino está unido inexcusablemente a la tecnología. Como recuerda Sánchez-Mesa, la «progresiva disolución de lo real o de las referencias en imágenes y la asimilación del principio de catástrofe […] como un medio ambiente naturalizado, son otras de las características de la cibercultura» (2004: 14). O la distopía hecha realidad. Sin embargo, como el propio Sánchez-Mesa se encarga de recordarnos, no todo el mundo asimila virtualidad a falsificación. La teórica de los nuevos medios Marie-Laure Ryan comenta que «si vivimos una condición virtual […] no es porque nos veamos condenados a la falsificación o al simulacro, sino porque hemos aprendido a vivir, trabajar y jugar con lo fluido, lo abierto, lo potencial» (2004: 101). Pero lo cierto es que la tecnología puede ser aterradora. Dice Mark Dery en Velocidad de escape que

 

la cibercultura está alcanzando claramente su velocidad de escape tanto en el sentido filosófico como en el tecnológico. Es una cámara de resonancia para fantasías trascendentalistas sobre la eliminación de todas las limitaciones metafísicas y físicas. Es irónico que sean la misma visión científica del mundo y la imparable aceleración tecnológica, que para algunos han producido el vacío espiritual y la fragmentación social que son campo abonado para las creencias milenaristas, las que estén creando también una escatología propia: la teología del asiento eyectable (1996: 16).

 

¿Dónde está el límite? El científico Otto Rossler acuñó un neologismo que quería dar cuenta de las preguntas cada vez más increíbles que se hacen algunos científicos. Lo cuenta John Horgan en El fin de la ciencia (1998). La limitología sería así una empresa posmoderna, una especie de indeseado efecto del esfuerzo por deconstruir la realidad. ¿Y si la teoría matemática ha alcanzado ya sus límites últimos? ¿Y si estamos jugando a ser Dios sin saberlo? Rossler advertía del daño que ha hecho la mala comprensión de las teorías de Einstein. La teoría de la relatividad ha sido traducida en demasiadas ocasiones por un absurdo todo es relativo al punto de vista del observador que, como formulación omnicomprensiva e incontrastable, carece de valor. La pregunta por el límite ya es una forma de comprensión avanzada y una vía hacia el conocimiento. Intentar sin más transgredir todos los límites puede acelerar la entropía que rige el universo. El mismo Rossler comenta que cuando recabamos información del mundo estamos contribuyendo a su entropía y, por tanto, a su incognoscibilidad. Avanzamos en una carrera suicida hacia la muerte del calor. De momento, en Crash, han muerto los afectos. Conscientes o no de ese viaje acelerado hacia la extinción definitiva, los personajes no deconstruyen la realidad para buscar un sentido último y oculto, sino que destruyen sus cuerpos fundiéndolos y mutilándolos con el metal. No hay más sentido que el impacto y no hay más destino que acabar convertidos en un amasijo informe de fragmentos irreconocibles. Vaughan logra finalmente morir tras haber ensayado el momento en multitud de ocasiones. Así se inicia la novela Crash. Ese momento pasa a cerrar la película, en una perfecta inversión de los tiempos representados. Vaughan estrella su vehículo en el techo de un autobús lleno de turistas. Y entre las luces de las ambulancias, vislumbramos a la actriz Elizabeth Taylor. A su manera, Vaughan lo ha logrado. Para abolir el ser solo hace falta un buen impacto. Y tras el choque no nos convertiremos en unos y ceros sino en lo que siempre hemos sido, un cuerpo sufriente, frágil y destinado tarde o temprano a corromperse. La película de Cronenberg acaba con el accidente de Catherine, tras una suerte de carrera agresiva con el vehículo de Ballard. Catherine sobrevive al impacto, aunque está herida. Ballard llega junto al vehículo accidentado. Se tumba y practican sexo. El movimiento continúa. Los personajes de Crash están abocados a repetir compulsivamente las mismas acciones hasta que topen con el último impacto. Son criaturas de presente perpetuo atrapadas en un ciclo vital perverso y antinatural. Aunque en los mundos de Cronenberg persiste la duda sobre cómo definir realmente la naturaleza humana. Su planteamiento sobre la indudable bioevolución que nos aguarda es atrevido y sigue siendo válido en nuestro acelerado mundo actual.

 

 

 

 

5. CONCLUSIONES

Dice Vivian Sobchack (2007: 223) que

 

Nuestra experiencia de la continuidad espacial ha sido radicalmente alterada por la representación digital. Fragmentado en unidades discretas y constantes, por microchips y luces estroboscópicas, el espacio ha perdido gran parte de su función contextual como el terreno para las continuidades de tiempo, movimiento y espacio. El espacio es más a menudo un texto que un contexto.

 

Algo terriblemente parecido les ocurre a los protagonistas de Crash. No hay ahí tecnología digital sino los restos de un mundo low-tech. Pero la conclusión es la misma. La humanidad se ha redefinido y el ser humano sigue empeñado en descarrilar la biología, lo cual puede ser interpretado como el último gesto revolucionario o el principio de la contrarrevolución. Así de ambiguo es el texto, particularmente la adaptación de Cronenberg.

El director canadiense insistió en su momento que las similitudes entre novela y película se debían a que la novela estaba herméticamente sellada, pero que la adaptación había posibilitado crear un ser con vida propia (en Rodley, 2020 [1997]: 247). Así las cosas, podríamos extraer una serie de conclusiones que nos ayuden a valorar la adaptación: a) La adaptación no puede simplemente identificarse como algo literal, porque a pesar de la proximidad entre ambas propuestas, la película adquiere una significación y un estatuto propios (que, en parte, hemos intentado comentar aquí); b) Ello es así por la proximidad entre los dos mundos y la imaginación del futuro que comparten J.G. Ballard y Cronenberg, visiones que podemos calificar de distopías críticas; c) La película es un reflejo entremezclado del contexto histórico de la novela y de la ciencia ficción New Wave pasado por la lente de un director que ha absorbido ampliamente las enseñanzas éticas y estéticas del ciberpunk; d) La apuesta de la adaptación solo puede entenderse desde los discursos del posthumanismo, el trascendentalismo y la bioevolución que apuntan hacia un futuro en donde los seres humanos se habrán transformado por el impacto de las tecnologías; e) Finalmente, lo que añade Cronenberg no desvirtúa las intenciones originales de Ballard, sino que las complementa, con su particular apuesta por un mundo de nuevos y extremos regímenes escópicos que hacen de la obsesión por el impacto una renovada ontología vital.

 

 

 

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ISSN-e: 2695-639X                    DOI: 10.24310/tlc.6.2024.19797

 

Fecha de recepción: 21/02/2024.

Fecha de aceptación: 13/05/2024.

 

 

 



[1] Citado en el documental Selección TCM: Aki Kaurismäki (Pedro González Bermúdez, 2012).

[2] Robin Wood es un crítico que desconfía mucho de la producción de Cronenberg, de la que salva, eso sí, La zona muerta (The Dead Zone, 1983), por ser, a su juicio, la mejor adaptación de Stephen King que se había realizado hasta ese momento. Wood compara la visión desencantada y pesimista de un Brian De Palma, del que tampoco tiene un gran concepto, con la del director canadiense. Sin embargo tiene mejor opinión de Carpenter, Romero y Craven (Wood, 2003 [1986]: 115).

[3] Cronenberg ya había tratado ese mismo tema en otras películas anteriores, y de manera muy central en su particular adaptación, estrenada en 1991, de otro texto polémico y salvaje como es El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1959) de William Burroughs.

[4] Estas declaraciones están recogidas en un documental sobre la figura de Asimov estrenado recientemente y coproducido por el canal ARTE: Isaac Asimov, un mensaje para el futuro (Mathias Théry, 2022). Este hecho ha sido igualmente señalado por diferentes estudios sobre la distopía. Dice Antonio Santos: «Aunque proyectada hacia un futuro más o menos próximo, la distopía habla fundamentalmente, como sucede con la variante eutópica, de la situación del tiempo presente» (2019: 51).

[5] De hecho, Mike Davis nos recuerda que «en las décadas de 1950 y de 1960 los grandes motores de la destrucción de los barrios eran la renovación urbana y especialmente la construcción de autopistas» (2007: 241).

[6] Hay que recordar aquí que J.G.Ballard participó como actor en un cortometraje de 1971 que adaptaba el relato ¡Crash!. La pieza fue dirigida Harley Cokeliss, un director estadounidense que haría fortuna en las series de televisión.

[7] Cronenberg y Ballard demuestran en su obra una amplia conciencia sobre el poder conformador que ha tenido la pantalla televisiva desde los años sesenta. En una conversación con Graeme Revell el escritor inglés comentaba que en Gran Bretaña la conciencia nacional en los años setenta y ochenta fue creada por la televisión (en Vale, 2005: 45).

[8] Como dice Rodríguez Ahumada (2014: 114), «sentimientos de separación y voyerismo son resaltados por los movimientos de la cámara, las distancias inusuales, y la incapacidad de sutura».

 

[9] Hablamos aquí del famoso aforismo 146 de Nietzsche, que completo reza: «El que lucha con monstruos ha de tener cuidado de no convertirse también en monstruo. Cuando miras durante mucho tiempo hacia un abismo, también este mira dentro de ti».