Cervantes y Goya: una lectura intertextual entre Orson Welles y Terry Gilliam

Cervantes and Goya: an intertextual reading between Orson Welles and Terry Gilliam

 

Antonio Candeloro

Universidad Católica San Antonio de Murcia (UCAM)

acandeloro@ucam.edu

ORCID ID: 0000-0003-4645-6188

 


Resumen: De entre todas las aventuras del Quijote, la de los molinos de viento que el personaje ve (o se empeña en ver) como gigantes en el capítulo VIII de la Primera Parte es de las más cinematográficas de toda la obra. El objetivo de este artículo es analizar de qué forma Orson Welles y Terry Gilliam reescriben esta famosa escena a través de su peculiar uso del lenguaje cinematográfico. En particular, se analizará el significado que adquiere la presencia de algunas obras emblemáticas de Francisco de Goya en ambos textos fílmicos. Se demostrará cómo tanto las pinturas negras como El Coloso y El gigante contribuyen a elaborar un discurso perspectivista sobre la locura de Don Quijote y a reescribir la famosa escena de los molinos de viento a partir de los citados hipotextos pictóricos.

 

Palabras clave: Miguel de Cervantes, Francisco de Goya, literatura y cine, cine y pintura, intertextualidad.


Abstract: Of all the adventures of Don Quixote, the one with the windmills that the character sees (or insists on seeing) as giants in chapter VIII of the First Part is one of the most cinematographic of the entire work. The objective of this article is to analyze how Orson Welles and Terry Gilliam rewrite this famous scene through their peculiar use of cinematographic language. In particular, the meaning acquired by the presence of some emblematic works by Francisco de Goya in both film texts will be analyzed. It will be shown how both the black paintings and The Colossus and The Giant contribute to elaborate a perspectivist discourse on Don Quixote’s madness and to rewrite the famous scene of the windmills based on the aforementioned pictorial hypotexts. The objective of this article is to analyze how Orson Welles and Terry Gilliam rewrite this famous scene through their peculiar use of cinematographic language. In particular, the meaning acquired by the presence of some emblematic works by Francisco de Goya in both film texts will be analyzed.It will be shown how both the black paintings and

 

Keywords: Miguel de Cervantes, Francisco de Goya, literature and cinema, cinema and painting, intertextuality.


1. INTRODUCCIÓN: «¿QUÉ GIGANTES?»

De entre todas las aventuras del Quijote, la de los molinos de viento que el personaje ve (o se empeña en ver) como gigantes en el capítulo VIII de la Primera Parte es de las más cinematográficas y de las más emblemáticas de toda la obra. El elemento visual aparece implícitamente ya en el título del mismo capítulo: «De un buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación» (Cervantes, 2004: 103)[1]. Lo que el narrador le adelanta al lector es la presencia de algo «espantable», esto es, que provocará (o podrá provocar) el miedo (tanto del lector como de los dos protagonistas) y, al mismo tiempo, la presencia de algo «inimaginable», esto es, tan inaudito e inédito que el lector no podrá evitar percibir el efecto de suspense y sorpresa implicados en esta aventura (aunque se nombren elementos más típicos del paisaje rural de Castilla La Mancha como son los molinos de viento). Tanto el efecto terrorífico como el elemento sorprendente relacionado con algo «inimaginable» o «jamás imaginado» se unen al tercer eje significativo del título de este capítulo: la aventura es tan original que se merece «felice recordación», esto es, la memoria perpetua tanto dentro del texto escrito que la hospeda como en la mente del lector empírico[2].

La sorpresa empieza con un adverbio indefinido: «En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo […]» (Cervantes, 2004: 103 –las cursivas, cuando no esté debidamente señalado– son nuestras). ¿A qué «esto» se refiere Cervantes? ¿Es una notación de corte temporal o más bien espacial? Del capítulo anterior sabemos que Don Quijote y Sancho Panza abandonan sus respectivos hogares a escondidas, de noche y «sin que persona los viese». Pocas líneas después de esta notación cronológica (o espacial: en este momento / en este lugar), el narrador especifica que Don Quijote vuelve a «tomar la misma derrota y camino que el que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel» (Cervantes, 2004: 101). El narrador se mueve del plano temporal al plano espacial para volver a subrayar que esta vez el camino es más llevadero y más ligero porque «por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo, los rayos del sol no les fatigaban» (Cervantes, 2004: 101). Ahora bien, la pregunta que surge espontáneamente es: ¿cuánto tiempo dura la fuga de Don Quijote y Sancho Panza para dar con el mismo camino que vio a Don Quijote protagonista único y solitario por el campo de Montiel en los primeros siete capítulos de la obra, cuando la invención de Sancho todavía no está destinada a cambiar para siempre el rumbo y, sobre todo, el carácter dialógico de toda la novela? Lo que sí es cierto es que Miguel de Cervantes, tras la elipsis que deja en un cálculo incierto la distancia y la duración del viaje nocturno de los dos anti-héroes, en la inminencia de la aventura de los molinos de viento subraya la presencia del sol: los rayos del mismo, al amanecer, no son tan directos ni tan molestos como para fatigar la cabalgadura del amo y el escudero. Además, el hecho de que la aventura de los molinos de viento ocurra por la mañana nos ayuda a entender la importancia que cobrará lo que Darío Villanueva define, justamente, como la ocularización y, paralelamente, la auricularización de la perspectiva desde la que se narran los hechos: «El oído y la voz conforman el intenso dialogismo de la novela cervantina […], con ese intensísimo uso del dijo y el respondió a modo de plano y contraplano verbales y auditivos» (Villanueva, 2008: 84)[3]. De hecho, basta con subrayar el primer verbo con que se abre la narración del capítulo VIII para comprobar la importancia que vista y oído adquieren en cuanto sentidos principales que permiten el desarrollo tanto de la acción como del diálogo entre Don Quijote y Sancho Panza: «En esto, descubrieron […]», término que, según el Diccionario de Autoridades, implica tanto la acción de «Quitar la cubierta de alguna cosa, destaparla, ponerla de manifiesto» como la de «hallar aquello que estaba ignorado, o escondido hasta entonces: como Descubrir un thesoro, una Província, o tierra no conocida» (s.v.). El sol manchego del amanecer no es, entonces, un elemento baladí a la hora de «descubrir» lo que Don Quijote pretende ver desde su punto de vista caballeresco: en lugar de molinos de viento, «treinta o pocos más, desaforados gigantes» (Cervantes, 2004:103). También es sintomático y llamativo el hecho de que el personaje utilice el mismo idéntico verbo del narrador externo y omnisciente: «porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren […]», elemento verbal que, al constatar el lector la distorsión que Don Quijote está a punto de aplicar a lo que ve, crea un evidente efecto cómico y, al mismo tiempo, antifrástico.

Frente a la visión distorsionada de su amo, el escudero contesta con una pregunta del todo lógica y verosímil: «¿Qué gigantes?». Don Quijote le contesta recurriendo de nuevo al verbo «ver»: «Aquellos que allí ves […]» (Cervantes 2004: 103). Cervantes mantiene alto el ritmo del turno de las preguntas y las respuestas jugando esta vez con el uso tanto de los verbos de la vista -mirar, ver y parecer- como con el verbo ser, en una dicotomía constante que será el eje central de toda la novela: la que surge del contraste abismal y ontológico entre ser y parecer o, lo que es lo mismo, entre realidad y ficción, entre mundo empírico (el que ven Sancho y los demás personajes cervantinos) y mundo literario (el que Don Quijote se empeña en ver y evocar a partir de los libros de caballería que le han trastocado el cerebro). Si, como afirma acertadamente José Luis Pardo (2000: 178), «ver es leer […] y […] hacemos diferentes lecturas […] en función del contexto» tanto que «sólo hay sentido propio o recta interpretación si se determina el contexto», está claro que aquí Don Quijote distorsiona y moldea el paisaje exterior en función de su imaginación desatada de caballero andante del XVII, ignorando la realidad del contexto espacial y temporal en el que se mueve. La lucha contra los gigantes es parte central del curriculum vitae de los protagonistas de las novelas caballerescas que inspiran a Don Quijote y lo empujan hacia la aventura, como nos recuerda Martín de Riquer[4]. El punto es que también Don Quijote se adueña de los mismos verbos para contradecir a Sancho: si este le da al primero una lectio magistralis sobre cómo funcionan los molinos de viento («Mire vuestra merced […] que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino», Cervantes, 2004: 103 – donde el doble binomio «se parecen» / «son» y «parecen» / «son» crea una rima interna nada casual), Don Quijote le contestará a Sancho con las mismas armas lingüísticas, pero para subrayar la falta de experiencia de este en el ámbito de las novelas caballerescas («Bien parece […] que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes; y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla», Cervantes, 2004: 103-104)[5].

Además del contraste constante reiterado entre «ser» y «parecer», esta segunda respuesta de Don Quijote nos obliga, de nuevo, a preguntarnos por el elemento visual y cinematográfico implícito en esta escena: si el deíctico «ahí» evoca un espacio indefinido, en la orden que el amo le da a su escudero miedoso («quítate de ahí»), el sintagma «en el espacio» vuelve a evocar un lugar del todo indefinido, si lo relacionamos con el segundo mandato de Don Quijote hacia Sancho: «ponte en oración». Don Quijote quiere y pretende ser el único protagonista de esta escena llena de peligros, de suspense y de miedo y a Sancho le atribuye el papel del testigo ocular, esto es, del espectador que, a pesar del miedo, asistirá a la «jamás imaginada aventura» evocada ya en el título del capítulo que nos interesa. Auricularización y ocularización vuelven en el primer plano cuando, efectivamente, Don Quijote toma las riendas de Rocinante y se encamina corriendo hacia los molinos de viento: en este caso se solapan no solo las dos visiones (realista, por un lado, idealizada o literaria, por el otro), sino también las dos voces: la de Sancho que grita «advirtiéndole que, sin duda alguna, eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer» (Cervantes, 2004: 104) y la de Don Quijote que exclama (con lenguaje anticuado y efecto cómico): «Non fuyades cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete» (Cervantes, 2004: 104). Al grito de amenaza de Don Quijote sigue un nuevo elemento natural que complicará ulteriormente esta escena y la animará de manera icástica: el viento, que, al provocar el movimiento de las aspas de los molinos, estimulará todavía más la imaginación de Don Quijote que, tras evocar el nombre de su amada Dulcinea, se cubre con la rodela, pone la lanza en ristre y embiste con la misma una de las aspas[6]. El efecto es catastróficamente cómico: la lanza se parte «llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo». En esta escena, como nos recuerda Italo Calvino, Cervantes consigue plasmar a través del lenguaje verbal y en un fragmento narrativo relativamente breve el contraste entre la ligereza y la pesadez, entre la ambición del caballero andante al cumplir su misión enderezando entuertos y defendiendo a los más débiles y la dureza de la realidad empírica, contra la que chocan nuestros sueños más íntimos y arraigados[7]. El choque entre el personaje y el molino de viento, la ruptura inmediata de la lanza y la caída al suelo encarnan un detalle visual que el cine ha plasmado en las múltiples reescrituras que los directores han ido forjando a lo largo de los siglos. Es lo que veremos estudiando la versión de Orson Welles (Don Quijote de Orson Welles, 1992) y la de Terry Gilliam (The Man Who Killed Don Quixote, 2018): dos reescrituras que modifican y amplían los significados implícitos en la famosa aventura de los molinos de viento a través de una serie de diálogos intertextuales, además de intersemióticos, entre modelos y fuentes dispares, siendo algunas pinturas de Francisco de Goya los hipotextos centrales[8].

 

2. LA MIRADA DE ORSON WELLES

Ya desde el prólogo, el director americano aparece con una cámara en la mano en el acto de grabar algunos rincones emblemáticos del Madrid a él contemporáneo, hasta toparse con la famosa estatua de Plaza de España en la que Don Quijote, Sancho Panza y el mismo Miguel de Cervantes aparecen como monumentos históricos que encarnan también documentos vitales de la huella eterna de la obra cervantina (Halbwacks, 2004: 25-52; Ricoeur, 2010: 21-79). Al encuadre en detalle de la estatua -que se configura como primera del acto de mirar y, al mismo tiempo, de narrar al personaje protagonista de la película- y a la primera intervención con del director, que introduce la historia citando literalmente el famoso íncipit de la novela, sigue el encuadre del actor que interpreta a Don Quijote, Francisco Reiguera, en el acto de leer sus queridas novelas caballerescas y de declamar los famosos versos enrevesados de Feliciano de Silva: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de vuestra fermosura» (Cervantes, 2004: 40). En este sentido, podemos afirmar que Orson Welles se mantiene fiel a la presentación que del personaje protagonista nos ofrece el narrador del : el espectador entiende perfectamente que quien lee esto y pronuncia en voz alta y con tanto énfasis no es un lector común ni tampoco cuerdo. Lo que, en cambio, llama la atención es la postura corporal que adquiere el personaje del loco hidalgo: mientras lee los versos citados, Francisco Reiguera pone su mano izquierda en el pecho (a la altura del corazón) siguiendo la idéntica postura del famoso cuadro de El Greco , obra de 1580 y retrato del típico noble y soldado que, además de evocar el económico y social de Don Quijote –que, al ser hidalgo, pertenece a la nobleza decaída de principios del siglo XVII– bien podría recordarle al lector la primera descripción física que Cervantes nos ofrece del protagonista en el capítulo I de la novela: «Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro […]» (Cervantes, 2004: 39). La única diferencia de relieve estriba en el hecho de que el Quijote de Welles no se presenta con la ropa elegante que luce el caballero de El Greco (la gorguera blanca y la espada siendo elementos visuales que contrastan cromáticamente con el resto del traje negro), sino con un camisón roto y desvaído que evoca la falta de higiene personal y la locura que ya se ha adueñado del pobre Alonso Quijano el Bueno.

La presencia de la pintura española se amplía en el momento en el que el director nos presenta a Sancho Panza: en muchos encuadres, el personaje, magistralmente interpretado por Akim Tamiroff, se sienta en el suelo a descansar según la postura en la que Diego de Velázquez retrata a El bufón el Primo (de alrededor de 1645) y al también famoso Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas (de 1635). La cámara enfoca al actor que interpreta a Sancho Panza muy de cerca y desde abajo de tal forma que los pies llegan a ocupar el primer plano, la cabeza se empequeñece y la expresión del rostro del personaje adquiere los mismos rasgos trastornados de los bufones de la corte de Felipe IV arriba citados; rasgos que Francisco Reiguera encarna al revés, sobre todo cuando cabalga junto con su escudero: Welles tiende a encuadrar al personaje desde ángulos visuales extremos que acentúan, si cabe, su notable delgadez y el aspecto alargado de su cara, igual que ocurre en el caso de muchos personajes de la pintura de El Greco. Pensemos, por poner un ejemplo, y junto con el ya citado El caballero de la mano en el pecho, en San Jerónimo (de 1605-1610) o en San Jerónimo penitente (de 1615), cuya actitud hierática bien representa Don Quijote en su versión paródica cuando, en Sierra Morena, se abandona a las locuras que imita de Amadís de Gaula en el nombre del amor que siente por su Dulcinea del Toboso (igual que San Jerónimo, Don Quijote actúa casi completamente desnudo y con la mirada puesta hacia el cielo). Lo que más llama la atención, sin embargo, es el hecho de que tanto la pintura de El Greco como la de Velázquez, citadas implícitamente a lo largo de toda la película, ceden el primer plano a la de Francisco de Goya en la escena de los molinos de viento. A través de un montaje rápido y del uso sapiente del fundido (técnica del lenguaje cinematográfico que consiste en solapar dos o más imágenes en el mismo encuadre), Orson Welles lleva a cabo una reescritura fílmica del texto cervantino en la que algunos cuadros y dibujos de Goya adquirirán un rol fundamental a la hora de activar el choque visual de Don Quijote frente a los supuestos gigantes y, paralelamente, del espectador frente a lo que ve en la película. La intención de Welles es la de trasladarle al espectador la visión distorsionada del loco hidalgo. Para conseguirlo, aumenta la cantidad de diálogo que le pertenece a Sancho Panza, añade frases que no aparecen en el texto cervantino y, sobre todo, convierte los molinos de viento en imágenes terroríficas que gritan y chillan junto con el ruido estruendoso y rítmico de las aspas. El punto nodal es que esas imágenes coinciden con algunas de las pinturas negras más famosas de Goya (todas ubicables cronológicamente en la última fase de la vida del pintor, esto es, entre 1820 y 1823): en particular, el director de Citizen Kane cita Dos viejas comiendo, El aquelarre y Saturno, tres pinturas que, cada una de una forma distinta, evocan los lados más misteriosos y “espantables” de la realidad humana[11]. Si en el primer caso la vieja que aparece en el lado derecho toma la forma de una calavera y un esqueleto que no sabemos si está a punto de exhalar el último respiro (mientras que la otra parece reírse, al señalar con el índice de la mano izquierda algo que no vemos porque está fuera del encuadre y al tener en la mano derecha una cuchara que, en lugar de comida, parece remover la oscuridad que contiene el plato de madera), en el segundo caso asistimos al ritual satánico según el cual las brujas sentadas frente a una cabra (encarnación del Demonio) están esperando el milagro al revés y cuchichean entre sí (las caras deformes están pegadas la una a la otra de una manera casi claustrofóbica: todo el mundo mira al cabrón tapado por una manta negra y que ocupa casi totalmente la parte inferior izquierda del encuadre). Finalmente, Saturno representa al personaje mitológico en el acto espantoso de comer el brazo izquierdo de uno de sus hijos, ya manco del otro, con la cabeza degollada y con el cuerpo profusamente manchado de sangre. Si en Dos viejas comiendo se evoca la muerte como fase terminal de la vejez con tono satírico y despiadado, en El aquelarre y en Saturno se evocan otras dos potencias mortíferas para el ser humano: el Demonio, por un lado, y Cronos, entendido como “tiempo destructor” que todo lo consuma, por el otro (Panofski, 1972: 93-138).

Dinamizando las pinturas negras de Goya a través del sonido que les atribuye y utilizando la técnica del fundido, Orson Welles nos hace partícipes de la locura de Don Quijote a través de una visión que trastoca nuestra percepción de las imágenes citadas: los molinos de viento que Don Quijote, en el texto literario y original de 1605, confunde con gigantes (esos mismos monstruos que pueblan las novelas caballerescas en auge en el siglo XV) se convierten en las pinturas negras de Goya de la primera mitad del siglo XIX. En esta escena, Welles lleva a cabo un discurso heterogéneo en el que el cine se convierte en máquina (o en mecanismo encantador) que atrapa las imágenes históricas de la pintura goyesca para que actúen a partir de su misma inmovilidad congénita[12]. Al mismo tiempo, evocando la última etapa de la vida de Goya, Welles nos permite leer esta escena en relación con el tema de la locura que, como la crítica no ha dejado de subrayar, atraviesa toda la obra del pintor zaragozano. Pensemos, en particular, en Corral de locos, de 1746, donde vemos a un grupo de enfermos mentales mientras contemplan entre la risa y la desesperación la lucha fratricida de dos compañeros desnudos, o en Casa de locos (1812-1819), un óleo sobre tabla en el que, de nuevo, Goya retoma el mismo tema, pero humanizando a los protagonistas, esto es, a las víctimas de la exclusión social que juegan a interpretar los papeles de sendos personajes emblemáticos (el soldado con tricornio, el indio con plumas, el cura con tiara). Se trata de sendas visiones del “mundo al revés” que también caracterizan la serie de Los disparates, veintidós grabados al aguafuerte y a la aguatinta que Goya realizó entre 1815 y 1824 y en los que, a su vez, retoma algunos temas satíricos y algunas escenas macabras de Los caprichos, la serie de ochenta grabados aparecida en 1799.

Ahora bien: si la relación entre cine y pintura siempre es ambigua y problemática (el cine dinamiza la pintura y, en este caso específico, la dota de una banda sonora que no existe en la realidad: de ahí la cara de miedo y de sorpresa del Don Quijote de Welles), la relación entre Orson Welles y Francisco de Goya es compleja y decisiva[13]. Como demuestra Emilio Ruiz Barrachina en su documental Orson Welles y Goya, de 2008, el director americano empieza a rodar las primeras escenas de su versión inacabada del Quijote cervantino en 1957, esto es, precisamente en el mismo año en el que empieza a rodar un documental personal en el que el director americano da amplio testimonio de su fascinación por España, por su cultura, por su literatura y por su arte. Welles graba lo que contempla tanto en el Museo del Prado como en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando imaginando ya algunas de las escenas más importantes de su reescritura fílmica de la obra cumbre de Cervantes[14]. Pero hay más: en su reescritura fílmica de la escena de los molinos de viento, Welles lleva a cabo un discurso crítico sobre el tema de la locura a partir del diálogo intertextual e intersemiótico entre Goya y Cervantes. Sin citar nunca el grabado nº 43 de Los caprichos, el titulado El sueño de la razón produce monstruos, Welles reescribe la escena de los molinos de viento con técnica cervantina y perspectivista al mezclar cine, literatura y pintura. En parte, es lo que hace Goya precisamente en ese famoso grabado: las letras surgen de la mesa en la que el pintor apoya la cabeza en el acto de dormirse (y de sufrir pesadillas). La pintura es evocada de forma metonímica gracias a la presencia de unos pinceles esparcidos sobre la misma mesa. El cine (o lo que Darío Villanueva definiría como “precinema”) es evocado a partir de la presencia macabra y temible de los animales que perturban el sueño del mismo pintor y que ocupan la parte superior derecha de todo el grabado: búhos, gatos, murciélagos y otros seres monstruosos coinciden con los gigantes que obnubilan la mente de Don Quijote y lo condenan al fracaso en la obra de Cervantes. Sin embargo, Welles adopta la misma postura de Don Quijote cuando reescribe la escena de los molinos de viento: exalta el heroísmo de quien, incluso frente a ciertas imágenes terroríficas, no se rinde ante el peligro, de la misma forma especular y ex contrario de lo que ocurre en una de las escenas “fantasmas” de la película, la que se desarrolla en un cine como reescritura del famoso episodio de los títeres de Maese Pedro (capítulos XXVI-XXVII de la Segunda Parte), en la que Welles nos muestra a un Don Quijote alienado que no sabe reconocer los límites y las fronteras físicas de la gran pantalla con respecto al mundo de ficción que se proyecta en la misma[15]. De ahí, el acto de locura de destripar con su espada la tela en la que aparecen las imágenes en movimiento de una película a mitad de camino entre el péplum y el western. El problema de la visión (de la capacidad de ver correctamente la realidad externa) es central tanto en una como en otra escena, precisamente a raíz de lo que se narra en el capítulo VIII de la Primera Parte del Quijote: la palabra desmiente lo que los ojos ven; las imágenes se evocan a partir de la potencia retórica de la palabra literaria y de la potencia creativa de la imaginación[16]. De ahí que cuando Sancho le critica a Don Quijote el hecho de ver «las cosas no con los ojos de la cara sino con los de su desbocada fantasía» –palabras que no aparecen en la novela de Cervantes– podemos estar de acuerdo con él en cuanto al discurso crítico que Orson Welles desarrolla sincronizando en una misma escena encuadres que animan grabados y que le dan voz (terrorífica) a algunas de las más espantosas pinturas del último periodo de la obra de Goya[17]. Y es precisamente del solapamiento de texto literario, texto fílmico y texto pictórico en un mismo contexto espaciotemporal de donde surge la reflexión heterocrónica de Welles sobre la locura quijotesca. Aspecto que queda todavía más patente si al grabado nº 43 acercamos Don Quijote acosado por monstruos, un dibujo que Goya realiza en el mismo arco temporal de Los disparates (1812-1820) y en el que el mismo pintor parece reescribir el grabado sobre El sueño de la razón produce monstruos. Don Quijote está aquí despierto, a diferencia de Goya en el grabado nº 43, y mira al espectador sentado al borde de su silla y con la espada apoyada en la misma. En la mesa, en lugar de los pinceles de Goya, se ven varios libros, uno de los cuales, enorme y abierto de par en par, el personaje está leyendo y sosteniendo entre sus manos (las manos indican el punto en el que acaba de interrumpir el acto de lectura para mirar al espectador en primer plano). Los monstruos son los mismos o son muy parecidos a los del grabado citado y ocupan el mismo lugar: un murciélago gigantesco parece amenazar al pobre hidalgo, mientras que detrás del mismo se ven a dos damas indefensas y al lado derecho de las mismas unos seres monstruosos que parecen levitar en el espacio. Las imágenes especulares entre uno y otro grabado de Goya también parecen desarrollar una visión perspectivista sobre el contraste entre razón e ilusión, entre raciocinio e imaginación. Se trata de uno de los nudos fundamentales del arte de Goya, un arte en el que, como demuestra Victor Stoichita, la «explosión de fantasmas que invaden el espacio de la representación» es un elemento constante. Este elemento crea un puente visible entre el texto de Cervantes y la película de Orson Welles[18]. Lo que ve el espectador es lo que contempla Don Quijote por culpa de su imaginación desatada: la pregunta de Sancho «¿qué gigantes?» es la premisa para que tanto el lector de Cervantes como el espectador de la versión de Orson Welles contemplen el lado oscuro de lo que leemos y de lo que vemos cuando leemos[19].

 

3. LA MIRADA DE TERRY GILLIAM

La reescritura fílmica de Terry Gilliam empieza con una notación irónica: «Tras veinticinco años de hacer y deshacer…», nos avisa un cartel en letra blanca sobre el fondo negro de la pantalla. Es evidente cómo, a través de la ironía (e incluso de la autoironía), el director americano toma distancia de los múltiples fracasos que tuvo que sufrir y acatar antes de llegar a la versión final de su proyecto de transposición fílmica de la obra cumbre de Cervantes. Igual que Orson Welles, Terry Gilliam sufrió la “maldición” de todos los que intentaron plasmar en imágenes la obra cervantina; pero si en el caso de Welles podemos incluso llegar a pensar que el director de Ciudadano Kane nunca quiso llevarlo realmente a cabo de forma definitiva[20], en el caso del director de Las aventuras del barón de Münchhausen sí que el proyecto estuvo fraguándose desde los años 90; se intentó llevar a la realidad en el 2000; y se conseguirá terminar solo en el 2018. El documental Lost in La Mancha, de 2002, dirigido por Keith Fulton y Louis Pepe, dos ayudantes de Gilliam, demuestra la frustración y la impotencia del director que se ve abocado a tirar la toalla frente a tantas adversidades e imprevistos durante el primer rodaje de la obra, en la que a Jean Rochefort tenía asignado el papel de Don Quijote, a Johnny Depp el de Sancho Panza y a Vanessa Paradis el de la amada de este último. The Man Who Killed Don Quixote empieza, entonces, con un comentario extradiegético por parte del mismo director hacia su propia obra[21]: lo que vamos a ver es fruto de muchos años de contratiempos y luchas entre la imaginación de quien quiere trasladar y reelaborar el mito de Don Quijote en la gran pantalla y la realidad que pone obstáculos de los más inesperados a la misma. Al comentario del director de forma escrita le sigue la voz en off del protagonista: la película arranca con la voz fuera de campo del protagonista que lee un fragmento que vemos plasmado en una página impresa al lado de una de las famosas ilustraciones de Gustave Doré. Si la imagen existe en el plano de la realidad y, de hecho, forma ya parte del imaginario colectivo de los lectores del Quijote, no es así por lo que concierne la frase que vemos plasmada en el papel impreso:

 

I was born by the special Will of Heaven in this Age of Iron, to restore the lost Age of Chivalry. I am the man for whom all Dangers are expressly reserved and Grand Adventures and Brave Deeds also! My name is Don Quixote de la Mancha.

 

Si Orson Welles nos presenta a sí mismo en el papel de director que, cámara en la mano, va buscando al personaje entre los paisajes urbanos del Madrid a él contemporáneo, hasta toparse con la famosa estatua de Plaza de España arriba citada; en el caso de Terry Gilliam, el espectador no ve sino que oye a Don Quijote leerse a sí mismo, esto es, en el acto de declamar en voz alta un fragmento de un libro que no existe, puesto que esas palabras no aparecen en ninguna línea de la novela cervantina (tampoco es baladí subrayar cómo esa frase ocupa la página entera del inexistente libro que, a su vez, ocupa el espacio completo del primer encuadre: algo inverosímil, dado el tamaño de la imagen de Doré comparado con el tamaño de la letra adoptado para esa página inicial de la obra). Gilliam inventa una presentación verbal ex novo apoyándose en Gustave Doré, que convierte al personaje en icono reconocible por parte del espectador, por lo menos desde su edición ilustrada de 1863, pero, al mismo tiempo, reelabora la famosa reflexión de Don Quijote sobre la Edad de Oro y la de Hierro que aparece en el capítulo XI de la Primera Parte, cuando el mismo caballero andante se sienta a comer junto con Sancho al lado de unos cabreros:

 

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío (pág. 133).

 

Don Quijote se presenta, entonces, como un héroe llamado a renovar por voluntad divina (“Will of Heaven”) aquella “Age of Chivalry” que Gilliam compara con la “edad de oro” evocada por el personaje cervantino en contraste con la actual “Age of Iron” o “edad de hierro” en la que ciertos valores humanos ya no tienen cabida o no ocupan el plano de relevancia que les correspondería[22]. Lo novedoso de la reescritura fílmica de Gillian estriba en el hecho de que en este caso el mismo héroe se ve destinado a resucitar esa “edad de oro” por voluntad divina: “Will of Heaven”, especifica esa primera página de un libro que solo existe en la gran pantalla de esta nueva versión cinematográfica.

Lo que vemos a continuación es precisamente la escena más cinematográfica de la novela: Don Quijote y Sancho cabalgan por los campos de Castilla La Mancha hasta que se topan con los molinos de viento que el primero se empeña en interpretar y ver como gigantes. Sancho pone la pregunta de siempre: «¿Qué gigantes?», pero no puede frenar el ímpetu de su amo que se estrella contra una de las aspas del molino quedando enganchado en la misma con la punta de su lanza. El golpe de teatro ocurre cuando Toby Grisoni, director frustrado, grita: «¡Stop!» y para la acción. El espectador descubre repentinamente que lo que estamos viendo no es real, sino que es el set de un anuncio que Toby graba sin muchas ganas y sin convencimiento. El espectador ve una película en su hacerse; el problema es que esta película degrada el heroísmo quijotesco (o lo atenúa) en el nombre de un anuncio que, como dirá expresamente el mismo Toby, tendrá que gustarle a todo el mundo. En realidad, esta misma degradación del impacto visual de la escena de los molinos de viento será fundamental para el desarrollo de la película: hastiado por su productor y por los otros miembros de la troupe, Toby decide coger una moto y alejarse del lugar en el que está rodando el anuncio para volver a evocar una película que grabó siendo estudiante de cine en la Universidad. Es la vuelta al lugar del primer rodaje juvenil, en un pueblo llamado significativamente “Los sueños”, el motivo principal que determinará un cambio radical en la trama: Toby, con su moto, ve un cartel que dice: «Quixote vive». Es aquí cuando Toby descubre que, efectivamente, Don Quijote sigue con vida: acompañado por una vieja gitana con aspecto de bruja, Toby se acerca a una especie de caravana que anuncia el espectáculo de Don Quijote todavía vivo; lo más curioso del caso es que el cartel que señala dónde está la atracción (como en una feria para niños) es un dibujo de Goya, en particular, la estampa que los críticos de arte han denominado El gigante: (fot.1). En este primer cartel, vemos de nuevo el mismo texto escrito con el que Toby se había topado antes en la entrada del pueblo: «Quixote vive» (redactado en blanco sobre fondo negro y en caracteres mayúsculos). Si nos fijamos bien, veremos también a un pequeño Don Quijote dibujado en el acto de enfrentarse al gigante con la lanza en ristre y con Rocinante en el acto de erguirse frente al monstruo: (fot.2). Si este primer encuadre encarna el primer acercamiento de Toby a Don Quijote, el segundo encuadre se convierte en una adivinanza de corte icónico: al entrar en el ambiente oscuro y macabro de la caravana, Toby se topa con el viejo zapatero del pueblo de “Los sueños” al que había asignado el papel de Don Quijote en su película juvenil. El viejo Javier, vestido de Don Quijote, está leyendo el Quijote detrás de unas sábanas en las que se proyecta la película juvenil del mismo Toby Grisoni y delante de una nueva pintura de Goya, esto es, de lo que la crítica denomina El Coloso: (fot. 3 y fot. 4). Como queda evidente comparando la estampa y el cuadro, las dos obras tienen múltiples puntos en común: en ambas aparece un gigante; en el caso de El gigante, en el acto de estar sentado y de mirar hacia el espectador, con la mirada proyectada hacia el horizonte que se adivina fuera del encuadre, el pelo despeinado y la luna menguante que ilumina tenuemente la espesa oscuridad de la noche desde la parte superior derecha del dibujo; en el caso de El Coloso, en el acto de avanzar hacia la izquierda del encuadre, con el puño izquierdo erguido para contrarrestar al enemigo o para mantenerse en guardia contra algún peligro que el espectador no puede ver ni verá nunca, mientras unas nubes le tapan la cintura y parte de las piernas y, sobre todo, mientras la población indefensa parece darse a la fuga corriendo alocadamente en múltiples direcciones junto con animales y ganado en el medio de lo que parece una apocalipsis. Los expertos en la pintura del genio zaragozano relacionan ambas obras, aunque, a día de hoy, todavía no han podido llegar a una atribución cierta y definitiva y dirimir todas las dudas alrededor de El Coloso[23]. La pregunta, en relación con la reescritura fílmica del Quijote de Terry Gilliam, es: ¿qué hace Goya dentro de la caravana de este nuevo Don Quijote? ¿Cómo se relacionan estos gigantes goyescos con la escena de los molinos de viento?

La primera hipótesis atañe a lo que se ve en el primer cartel que anuncia la feria quijotesca: Don Quijote, en el capítulo VIII de la novela de Cervantes, ve a gigantes, y decide afrontarlos, aunque Sancho Panza le explique que esos son molinos de viento. Gilliam reproduce al pie de la letra la locura del personaje enfrentándolo a un gigante icónicamente emblemático cual es el que Goya pintó hacia 1812 quizás si para criticar o describir por imágenes los horrores de la Guerra de la Independencia[24]. La segunda hipótesis atañe al lugar en el que el viejo Javier, enloquecido, declama sus hazañas con un ejemplar del Quijote en sus manos. Gilliam nos lo presenta en una actitud doble y ambivalente: en cuanto alguien que se lee a sí mismo (como el Don Quijote del capítulo II de la Primera Parte que prevé al “historiador” que cantará sus múltiples hazañas, cuando Sancho Panza todavía no ha hecho su aparición en el escenario de la trama novelesca); en cuanto alguien que se ve a sí mismo a través de la película proyectada en las sábanas blancas de la caravana. Es importante subrayar este detalle y doble lectura, por pantalla y a través de las páginas impresas de un libro. Cuando Toby todavía no ha visto, sino que tan solo ha escuchado al viejo zapatero declamar las mismas palabras con las que se abre la película, tiene que cruzar esas sábanas, esto es, tiene que penetrar físicamente dentro del antro del loco hidalgo y cruzar materialmente los fotogramas de su película juvenil para descubrir quién está detrás de las mismas. Es una escena poética y, al mismo tiempo, es una cita o reescritura de la escena en la que el Don Quijote de Orson Welles, al no haber visto nunca una película, decide intervenir a favor de las doncellas que ve en un western o péplum desenvainando su espada y descuartizando literalmente la tela de la gran pantalla del cine en el que entra sin saber cómo funciona el séptimo arte y las imágenes en movimiento (sufriendo en su propia piel su incapacidad para distinguir lo que está “dentro” y lo que se queda “fuera” del encuadre, igual que, en la novela de Cervantes, Don Quijote no sabe distinguir los títeres y las manos de los que están “detrás” del escenario y los mueven en el famoso “espectáculo de Maese Pedro” en los capítulos XXVI y XXVII de la Segunda Parte del Quijote).

Cuando el viejo Javier se topa con Toby lo confunde con Sancho Panza: he ahí el quid de la cuestión. Para que la película arranque de nuevo, Don Quijote necesita a su ayudante, esto es, a alguien que lo rescate de esa especie de feria en la que parece encarcelado. Deberíamos preguntarnos por la función de la vieja gitana que lleva a Toby hacia la caravana: podría ser ella misma la encargada de vigilar al viejo zapatero y evitar que se salga de la jaula; o simplemente, podría ser ella la responsable de encender el proyector y las escasas luces que iluminan el antro oscuro, una especie de ayudante que actúa dentro de esa nueva versión de la famosa Cueva de Montesinos en la que, por pocos euros, es posible asistir a un espectáculo que atrapa porque está a mitad de camino entre la farsa y la tragedia, entre lo cómico y lo trágico[25]. Pero hay más: antes de ver a Toby y confundirlo con Sancho Panza, el viejo zapatero declama y explicita el motivo de su aflicción: «I’m four hundred years old, it’s not easy to live so long, but I cannot die». Si los caballeros andantes “tradicionales” aspiran a la eternidad a través de sus hazañas heroicas, este caballero andante “enloquecido” vive su eternidad como una condena: es duro vivir tanto y no poder morir nunca. Pero, de nuevo, la frase cambia radicalmente su matiz en el momento en el que Don Quijote cree ver y reconocer a Sancho Panza en el momento en el que la cara de Toby Grisoni se solapa literalmente con la del actor que, en su película juvenil, interpretaba el papel de Sancho. Es tras este encuadre solapado y la consecuente anagnórisis, cuando el viejo Javier gritará: “Oh, Sancho, you came back to save me!”; Toby le contestará de forma racional y contundente: «I’m not Sancho and you are not Don Quixote», pero el mecanismo de ficcionalización de la realidad ya está puesto en marcha: «Sancho, Sancho, rescue me from these enchanters, Sancho, save me, take me over, Sancho». Esta petición de ayuda nos confirma que el Don Quijote de Gilliam está atrapado en su cárcel imaginaria, en un acto de la lectura que no se acaba nunca, por culpa de unos “encantadores” que no le permiten salir de la caravana, hasta que Toby no penetra en la misma y, al solapar su cara con la del Sancho cinematográfico de su película juvenil, determina el arranque de una nueva película, en la que, efectivamente, Don Quijote-Javier podrá librarse del encantamiento de sus enemigos y podrá fugarse junto con su ayudante Sancho Panza-Toby Grisoni. La escena se acaba de forma estruendosa: al no querer aceptar ese falso reconocimiento, Toby intenta deslizarse del abrazo de su amigo anciano; sigue una breve lucha que desemboca en un incendio de toda la caravana por una vela que se cae al suelo.

Si volvemos a mirar con detenimiento El Coloso de Goya veremos cómo en ese cuadro aparecen carruajes del siglo XIX que recuerdan (o podrían recordar) la caravana destartalada en la que Don Quijote está atrapado. Si en el caso de El gigante Gilliam interviene “dentro” de la estampa de Goya añadiendo un detalle que no está en el texto pictórico original (un Don Quijote con la lanza en ristre y un Rocinante enhebrado en el margen inferior del mismo), en el caso dees el cuadro, con sus personajes que huyen entre carruajes y ganado, el elemento visual que entra “dentro” de la película y determina el contexto espacial en el que este nuevo loco lee fragmentos de la novela cervantina y se mira en el “espejo” de la película que rodó en el pasado. El resultado de la lucha entre el anciano y Toby es muy parecido al que vemos en El Coloso: la caravana se prende fuego y Toby huye despavorido y, en esta escena alocada y apocalíptica el viejo zapatero podría encarnar incluso la locura, el terror y la violencia que Goya ya representó antes de en las pinturas negras citadas por Orson Welles en su reescritura fílmica. [26] Sin embargo, a partir de ese momento, Don Quijote vuelve a vivir porque el viejo zapatero ya no parará de actuar como lo hizo en la película juvenil de su amigo americano. Precisamente gracias a Toby ha conseguido salir de la caravana. Por ende, los dos volverán a cabalgar juntos; de la misma manera, volverá de nuevo la escena de los molinos de viento, una escena dentro de una película que rompe la verosimilitud de lo que, en un principio, se nos presentaba como el rodaje de un anuncio televisivo. Toby ya no puede evitar dejar arrastrarse por su actor anciano y a participar activamente en las locuras de su amo. Hasta llegar al final de la película en la que, tras la muerte del mismo Don Quijote-Javier por un accidente inesperado, el mismo Sancho Panza˗Toby Grisoni empezará a sufrir lo que Salvador de Madariaga definió como “la quijotización de Sancho”.[28] Sin embargo, a partir de ese momento, Don Quijote vuelve a vivir porque el viejo zapatero ya no parará de actuar como lo hizo en la película juvenil de su amigo americano. Precisamente gracias a Toby ha conseguido salir de la caravana.

En la segunda escena del episodio de los molinos de viento el efecto será parecido al del prólogo de la película. El personaje cae tras romper la punta de su lanza contra una de las aspas al querer defender a una doncella, esto es, una joven gitana montada en una bici. Es aquí cuando Terry Gilliam solapa en la misma escena dos capítulos diferentes del Quijote cervantino: cuando la joven se acerca al pobre hidalgo le enseña el pecho sin querer. Don Quijote se sorprende y, dándole las gracias, le explica a la mujer que él no puede concederse a nadie más que a su fiel amada, Dulcinea del Toboso. En la misma escena, Gilliam solapa de forma perspectivista y reescribe dos escenas ubicadas en dos lugares distintos de la novela: el cap. VIII se une aquí al cap. XVI de la Primera Parte, cuando será Maritornes quien, confundiendo a su amante con el caballero andante, y en la oscuridad de la venta de Palomeque, empujará al pobre hombre a declamar las siguientes palabras:

 

Quisiera hallarme en términos, fermosa y alta señora, de poder pagar tamaña merced como la que con la vista de vuestra gran fermosura me habedes fecho; pero ha querido la fortuna, que no se cansa de perseguir a los buenos, ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer a la vuestra fuera imposible. Y más, que se añade a esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida fe que tengo dada a la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos; que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto (Cervantes, 2004: 189-190).

 

Compárese este largo parlamento de Don Quijote (cuyo efecto cómico surge tanto de la elocutio del personaje como de la situación grotesca del falso ofrecimiento sexual por parte de Maritornes) con el del viejo zapatero en la reescritura de Terry Gilliam: «I see the love light in your eyes, is understandable. I’m honoured, but, alas, I’m betrothed to another». En un par de frases hechas, el director americano sintetiza el texto cervantino y añade el toque cómico en la observación de la gitana hacia Sancho Panza-Toby: «Does he have squirrels in the attic?», expresión idiomática para preguntarle si su amigo no está del todo chiflado.

La tercera y última escena de los molinos de viento aparece en el final de la película, cuando Don Quijote ha muerto y, como adelantábamos, Toby empieza a creerse verdaderamente Sacho Panza. Huyendo de la mansión de los mecenas rusos que venden vodka en España, Angelica y Toby cabalgan juntos hasta toparse, de nuevo, con los molinos de viento. No es baladí subrayar que Angelica, “nombre hablante” al indicar a la mujer amada por el protagonista en el Orlando Furioso de Ludovico Ariosto, fue la encargada de representar a Dulcinea del Toboso en la película juvenil de Toby. El punto es que en esta tercera escena reiterada del mismo episodio del capítulo VIII de la novela, los molinos de viento no parecen sino que son gigantes de verdad. El espectador ve a través de los ojos y del filtro literario del protagonista, enésima reencarnación del mito de Don Quijote que, sin temer morir en el nombre de Angelica, lucha contra los tres seres monstruosos hasta casi fallecer. Es cuando Toby saca la espada y le corta parte de la boca al gigante cuando el monstruo se convierte en una de las aspas del molino de viento y Toby cae estrepitosamente al suelo. Angelica corre a ayudarlo pero Toby, todavía trastornado, la confunde con Sancho Panza. Y es solo cuando Angelica finge ser “otro”, esto es, cuando acepta el nuevo papel que Toby, el director completamente “quijotizado”, le asigna, cuando este se levanta y vuelve a cabalgar junto con su amada. En el final, Gilliam vuelve a homenajear tanto a Orson Welles como a Grigori Kózintsev: las siluetas de los dos personajes se estallan sobre el fondo oscuro de un paisaje manchego en el que el sol está a punto de desaparecer –o de aparecer, según el punto de vista cronológico desde el que miremos esta escena– y seguirán cabalgando ad infinitum. El mito de Don Quijote no muere, es atemporal. No es casualidad que en esta última escena la voz en off de Don Quijote-Javier se solapa de forma sincrónica con la de Sancho Panza-Toby en el acto de leer el primer fragmento en simbolizando un mecanismo de relojería perfecto en el que el final se une circularmente al principio. Aunque no haya conseguido matar a los gigantes, Don Quijote, a través de Toby y de Angelica, se independiza de la cárcel encarnada por la caravana presidida por el cartel de El gigante y de El Coloso goyescos y seguirá realizando hazañas más allá de las que podamos contemplar en el encuadre.  

4. CONCLUSIÓN: CRUCE DE MIRADAS

Si para su reescritura fílmica de la obra cumbre de Miguel de Cervantes, Orson Welles se inspira en las pinturas de El Greco y de Velázquez y, en el caso de la famosa escena de los molinos de viento, evoca el tema de la locura del personaje y de su valentía contra los gigantes entrecruzando las imágenes de los molinos de viento con algunas de las más emblemáticas pinturas negras de Goya, Terry Gilliam parece inspirarse en Orson Welles no solo por la presencia de El gigante y El Coloso goyescos, sino también por su técnica perspectivista a la hora de representar el choque de visiones del loco hidalgo y de Toby Grisoni entre la realidad y el sueño, entre el plano empírico y el plano onírico. Si en el caso de Orson Welles, Goya, con sus pinturas negras, es metonimia de los magos enemigos y de los embaucadores contra los que Don Quijote está condenado a fracasar («el sueño de la razón produce monstruos»), en el caso de Terry Gilliam los gigantes de Goya presiden el lugar en el que Don Quijote está atrapado en una repetición ad libitum de su propio mito. Como en el caso de Sísifo, Don Quijote lee una y otra vez sus aventuras en el libro impreso con el que se abre la película y se mira a sí mismo en el “espejo” de la película juvenil de Toby proyectada en las sábanas blancas detrás de las cuales actúa de forma maniática. Si en el caso de Orson Welles la escena de los molinos de viento amedrenta al espectador también por el uso sapiente de los efectos sonoros (siendo el director americano el primero en “ponerle” sonido al ruido de las aspas que giran por el viento), en el caso de Terry Gilliam la escena de los molinos de viento se repite tres veces en un climax ascendente y acorde con la vuelta a la ilusión, al mundo de la juventud y a la exaltación del poder de la imaginación por parte de Toby, un director frustrado que graba la primera escena de los molinos de viento para un anuncio televisivo. En la segunda escena, Toby será Sancho en el papel de testigo ocular que mira sorprendido y fascinado el ímpetu loco de su viejo amigo. Finalmente, en la tercera y última escena los molinos de viento ya son gigantes “de verdad” que andan y están a punto de comerse literalmente a Toby, ya convertido en un nuevo Don Quijote. Al mismo tiempo, Gilliam homenajea a Orson Welles no solo por la cita de algunas pinturas de Goya, sino también en el encuadre final, en el que las dos siluetas de los dos personajes principales se convierten en iconos que cabalgan más allá de toda frontera espaciotemporal[29].

Quizás sea cierto lo que afirma el filósofo italiano Massimo Carboni en un ensayo sobre el cine de Dreyer (Carboni, 2018: 24): «Il mondo che vediamo proiettato sullo schermo non è totalmente controllato né totalmente casuale: è un mondo di cui non sappiamo (e tendenzialmente non sapremo mai) in quale misura sia intenzionalmente costruito», o, lo que es lo mismo: «El mundo que vemos proyectado en la pantalla no está totalmente controlado ni es totalmente casual: es un mundo del que no sabemos (y, tendencialmente, nunca sabremos) hasta qué punto haya sido intencionadamente construido». En este sentido, el Quijote de Cervantes es realmente, como afirma Darío Villanueva (2016): «antes que nada, […] una imagen, un choque de visiones». Ese mismo choque de visiones llevan a cabo de forma brillante y cada uno según su propia poética tanto Orson Welles como Terry Gilliam a través de su peculiar manera de entender el lenguaje cinematográfico y el texto cervantino; a veces, de la mano de los mismos hipotextos visuales, como es el caso de algunas de las obras más impactantes de Francisco de Goya.

IMÁGENES

Imagen1

Fot.1: El gigante (1818 o antes), Francisco de Goya y Lucientes.

The Metropolitan Museum of Art.

 Imagen2

Fot. 2: fotograma de The Man Who Killed Don Quixote (2018):

la entrada de la caravana de Don Quijote.

Imagen3

Fot. 3: fotograma de The Man Who Killed Don Quixote (2018):

el interior de la caravana de Don Quijote, con El Coloso de Goya de fondo.

 Imagen4

Fot. 4: El Coloso (hacia 1812), Francisco de Goya y Lucientes.

Museo Nacional del Prado.

 

 

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Villanueva, Darío (2020), El Quijote antes del cinema: filmoliteratura, Madrid, Visor.

 

Fecha de recepción: 04/03/22.

Fecha de aceptación: 12/05/22.

 



[1] Cervantes juega con el horizonte de expectativas del lector empírico desde los títulos de los capítulos de su obra aprovechando al máximo el elemento del “suspense” relacionado con la vista y con el sonido. En este sentido, son emblemáticos el capítulo XX de la Primera Parte, titulado «De la jamás vista ni oída aventura que con más poco peligro fue acabada de famoso caballero en el mundo como la que acabó el valeroso Don Quijote de la Mancha» (como el lector recordará, la aventura de los batanes se desarrolla precisamente gracias al equilibrado, ritmado y paulatino uso de los efectos sonoros y visivos provocados por estas máquinas que Don Quijote interpreta como monstruos espantosos), o el capítulo IX de la Segunda Parte, «Donde se cuenta lo que en él se verá» (donde ver equivale a leer; sobre este aspecto cfr. Mendelsund, 2015).

[2] Y en esto Cervantes no iba desencaminado porque, efectivamente, esta escena será –a lo largo de los siglos– una de las más reproducidas iconográficamente de toda la novela; cfr. Lucía Megías, 2006; del mismo modo, Cervantes no se equivocaba cuando le hace decir a Sansón Carrasco que del Quijote «no ha de haber nación ni lengua donde no se traduzga» (Cervantes, 2004: 706).

[3] Villanueva utiliza ambos términos a partir de los análisis sobre cine y literatura de François Jost en su ensayo L’oeil-caméra. Entre film et roman (1987) y vuelve sobre el estudio del Quijote junto con el de otros clásicos de la literatura y del cine en Villanueva, 2020. Sobre las múltiples versiones y reescrituras cinematográficas del Quijote cfr. Arranz, 2016, además de de la Rosa, González y Medina, 2005.

[4] Cfr. Riquer, 2010: 139: «El gigante es un elemento casi imprescindible del libro de caballerías desde sus inicios medievales […]; y en las degeneraciones del género en el siglo XVI esta monstruosa especie prolifera enormemente».

[5] Es lo que subraya acertadamente Claudio Guillén en su lectura crítica del capítulo VIII (Cervantes, 2004, II: 34): «Cabe pensar que cualquier objeto puede tener varios sentidos para sus intérpretes. Pero DQ y Sancho no están interpretando. Ahora bien, ninguno ve las cosas inocentemente, como por primera vez; y en segundo lugar, las cosas no interesan –ni tampoco las ideas– como tales, autónomas, sino como parte de las personas que se relacionan con ellas y las incorporan al itinerario abierto de su existencia. Un labrador manchego no descubre sino sabe que esas aspas hacen andar la piedra de un molino, pues las costumbres hacen posible su rutina cotidiana, sin tener que examinar su entorno a cada paso. DQ no conoce sino reconoce desde lejos el molino de viento como lo más previsto y parecido al gigante que le espera en la novela de caballerías que está protagonizando. No hay miradas pasivas sino consecuencias de experiencias y expectaciones previas» (lo que será todavía más patente y explícito precisamente a partir del capítulo VIII gracias a la presencia –y a la invención acertadísima– de la mirada de Sancho Panza). Sobre la confusión entre molinos de viento y gigantes y las relaciones entre esta aventura y una escena de la Comedia de Dante resulta esclarecedor el estudio de Gargano, 2010, en el que, a propósito de miradas «activas» se subraya que «lo que provoca el error del caballero cervantino no son las condiciones externas, en las que se realiza la visión; esta vez, ni la carencia de luz ni tampoco la distancia excesiva impiden la verdadera visión, si no fuera por el trastorno mental de quien mira» (pág. 98). Le doy las gracias a Assunta Claudia Scotto Di Carlo por señalarme este artículo, además de por algunas reflexiones a distancia sobre la pintura de Goya.

[6] Sobre las características de la rodela, la lanza y las demás armas ofensivas que utiliza Don Quijote cfr. Riquer, 2010: 551-574.

[7] Cfr. Calvino, 2000: 22: «La scena di Don Quijote che infilza con la lancia una pala del mulino a vento e viene trasportato in aria occupa poche righe del romanzo di Cervantes; si può dire che in essa l’autore non ha investito che in minima misura le risorse della sua scrittura; ciononostante essa resta uno dei luoghi più famosi della letteratura di tutti i tempi». Lo de que Don Quijote voltee en el aire, como podemos comprobar volviendo a leer el texto, no es del todo cierto o tan explícito como deja entender Calvino; sí es cierto que desde la versión fílmica de Georg Whilem Pabst, Don Quichotte, de 1933, esa escena del vuelo con consecuente caída al suelo será decisiva en todas las demás reescrituras cinematográficas, como veremos en seguida. Pabst es de los primeros en contradecir el texto literario y mostrar a Don Quijote con la lanza rota pero ensartada en una de las aspas del molino de viento; el director soviético Grigori Kózintsev, en su Don Quijote, de 1957, se acordará de la solución visual de Pabst y amplificará el efecto de vuelo en el aire de la escena (en este caso, el cielo y la tierra, lo que está abajo y lo que permanece arriba, se confunden tanto que el director parece adelantar la escena del astronauta que se pasea y hace deporte en la lavadora gigante que Stanley Kubrick inventa para su versión de 2001: A Space Odissey de 1968).

[8] Sobre el concepto de intertextualidad y el uso del término hipotexto cfr. Genette, 1989; sobre el concepto de traducción intersemiótica cfr. Jakobson, 1981: 67-77, además de Segre, 2003 y Eco, 2003: 258-276.

[9] Cfr. Candeloro, 2016: 1-24. En este caso adopto el término en el sentido que le da Leo Spitzer en su famoso estudio «Perspectivismo lingüístico en el Quijote» en Lingüística e historia literaria (Spitzer, 1955: 135-187). Sobre la versión incompleta y que Jesús Franco llevó a cabo con la ayuda de Oja Kodar, mujer de Orson Welles y heredera de los apuntes que este guardó en relación con las cintas del Quijote, cfr., entre otros, Gentile, 2007, además de d’Angela, 2004 y Rosenbaum, 2007.

[10] Es importante subrayar el carácter pictórico de esta presentación del personaje wellesiano: tras la lectura de los versos de Silva, Don Quijote se queda congelado en un encuadre que estiliza todavía más su porte y su figura. La imagen congelada subraya el origen pictórico del encuadre que nos permite entrar en contacto directo con Don Quijote.

[11] Sobre las relaciones entre cine y pintura son fundamentales Aumont, 1989 y Costa, 2002: 49-96.

[12] Y como nos recuerda acertadamente Cometa, 2012: 46: «[…] il desiderio di mettere in movimento le immagini non è circoscrivibile nell’epoca del cinema ma è anzi un Desiderio (e una paura) che ha guidato tutta l’antropologia dell’immagine, almeno in Occidente, sin dai suoi primordi». Sobre este deseo irrefrenable que es, al mismo tiempo, un miedo atávico, cfr. también Belting, 2007: 71-108.

[13] No será casualidad que Pier Paolo Pasolini elija precisamente a Orson Welles en el papel del director en La ricotta (1963). En este caso Welles intenta rodar (en vano) unos tableaux vivants a partir de la Deposizione di Volterra (1521) de Rosso Fiorentino y de Il trasporto di Cristo (o Deposizione) (1526-28) de Jacopo da Pontormo.

[14] Sobre este aspecto cfr. Quiñonero, 2020: 177-190.

[15] De ahí que Giorgio Agamben defina esta escena como «Los seis minutos más bellos de la historia del cine» (Agamben, 2005: 120-124). Se puede contemplar la escena “fantasma” –por no haberla incluida Jesús Franco en su versión y comentada por Jonathan Rosenbaum– en este enlace: https://youtu.be/jt-8btq7kt8

[16] Sobre las relaciones entre “lo visible” y “lo decible” resulta siempre esclarecedor el magnífico análisis que lleva a cabo Foucault de Las Meninas de Velázquez: cfr. Foucault, 1969: 13-25, donde, entre otras cosas, se afirma que «[…] la relación del lenguaje con la pintura es una relación infinita. No porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit que se empeña en vano por recuperar. Son irreductibles uno a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis» (pág. 19). No hace falta subrayar que toda reescritura pictórica o cinematográfica del Quijote explota y surge a raíz de esta relación infinita entre “lo visible” y “lo decible”, desde los grabados de Gustave Doré hasta la versión de 2018 de Terry Gilliam.

[17] Sobre el concepto de sincronización es fundamental Ejzensteijn, 1974: cap. I “Palabra e imagen” y cap. II “Sincronización de los sentidos” (respectivamente en las págs. 13-53 y págs. 55-83). En todo su análisis del montaje y del lenguaje cinematográfico, Ejzensteijn desarrolla una constante comparación no solo con la literatura (Dickens, Maupassant, Milton, pero incluso Góngora y Garcilaso de la Vega), sino también con la pintura, en particular, con la de El Greco; sobre el “cinematismo” del pintor griego cfr. Ejzensteijn, 2019, además de Molina Barea, 2017. Sobre la dicotomía entre la visión que se realiza a través de «los ojos de la cara» y la que depende de «los ojos de la desbocada fantasía» cfr. también Mill, 1996: 11: «Una alucinación es una opinión errónea –es creer en una cosa que no existe–. Una ilusión, por el contrario, es asunto exclusivo del sentimiento, y puede existir separada por completo de la alucinación». Ahora bien, está claro que el drama (tragicómico) de Don Quijote depende, de hecho, de que, en su caso particular, la ilusión casi nunca se separa de la alucinación o, lo que es lo mismo, la ilusión casi siempre va acompañada por la alucinación, como en el caso de los molinos de viento que él ve como gigantes.

[18] Cfr. Stoichita y Coderch, 2000:155-192. Sobre las pinturas negras cfr. también el fascinante ensayo de Bonnefoy, 2018, además de Foradada, 2019 y Hervás León, 2019.

[19] También es oportuno subrayar cómo Welles amplía las observaciones sensatas y del todo razonables y racionales de Sancho Panza precisamente para resaltar el atrevimiento y el heroísmo desatado del loco hidalgo amplificando y ampliando los diálogos presentes en el texto cervantino: la pregunta «¿Qué gigantes?» se convierte en «¿De qué gigantes habla, señor? Esos son simples molinos»; cuando Don Quijote cita a Briareo, Sancho añade: «Permítame usted decirle que tiene la cabeza a pájaros y que ve las cosas no con los ojos de la cara sino con los de su desbocada fantasía» (con el contraste explícito entre visión ocular real y alucinación visual distorsionada por la literatura caballeresca ya puesto de relieve arriba); cuando Don Quijote se prepara a atacar, Sancho se reafirma en su postura prudente: «Si sigue así le dejaré solo, y si no me regala la ínsula, poco me importa, pues más vale un Sancho sin propiedades que unas propiedades sin Sancho». En la escena siguiente, Sancho se cansa tanto de la palabrería de su amo que llega a mirar a la cámara en primer plano y decirle al mismo espectador: «No tiene arreglo». Es aquí cuando Welles, de nuevo con su voz en off, rompe la verosimilitud de la narración fílmica, entra dentro de la película y le contesta al pobre escudero: «¿Y por qué intentas comprenderle? Limítate a seguirle, como hacemos nosotros».

[20] Esta es la hipótesis que defiende Rosenbaum, 2021.

[21] Keith Fulton y Louis Pepe volverán a filmar la ilusión, la frustración y las montañas rusas emocionales que vivirá en el set Terry Gilliam en el documental He dreams of Giants (2019), continuación ideal de Lost in La Mancha, aunque, esta vez, habrá final feliz. El título explicita el hecho de que la lucha no es, en este caso, contra sino con los gigantes, parte fundamental del imaginario del director americano.

[22] Sobre el topos de la “edad de oro” y su significado dentro del capítulo IX la bibliografía es inabarcable; puede ser útil para empezar y gozar de una panorámica detallada Traver Vera, 2001: 82-95, además de la bibliografía citada por Javier Blasco en su “Lectura crítica” del capítulo IX en Cervantes, 2004, II: págs. 41-43.

[23] Sobre la vexata questio, la bibliografía es amplia; a favor de la atribución a Goya Glendinning, 2004 y 2009; en contra, Mena Marqués, 2009.

[24] Cfr. Glendinning, 2009: 294: «[…] la figura alegórica del gigante desnudo, a veces símbolo de la fiereza y el valor del pueblo español ante las invasiones de los godos y los moros; a veces representación emblemática, en obras de la época de la Guerra de la Independencia, de los grandes capitanes, que habían logrado vencer a los enemigos de España en las batallas heroicas del pasado. Tales figuras abundan en los poemas patrióticos publicados en 1808, que circulaban muchas veces en más de una edición debido a su popularidad».

[25] Sobre la Cueva de Montesinos y su relación con los sueños de Don Quijote y el cine cfr. Reinstädler, 2019, además del imprescindible estudio de Égido, 1994.

[26] Según Glendinning este gigante podría representar a esos capitanes y generales españoles que lucharon con valor y valentía contra Napoleón y los franceses en el transcurso de la Guerra de la Independencia. cfr. Glendinning, 2004: 53-55.

[27] Podríamos también decir que el viejo zapatero, de forma especular y contraria al Don Quijote de Orson Welles, que pretende entrar “dentro” de la película que contempla en una sala de cine, consigue salir “fuera” de la pantalla juvenil de su amigo al volver a toparse con este de forma empírica y tangible. En ambos casos, vale lo que dice Luis Buñuel del efecto hipnotizador del cine: cfr. Buñuel, 2012: 87: «La hipnosis cinematográfica, ligera e imperceptible, se debe sin duda, en primer lugar, a la oscuridad de la sala, pero también al cambio de planos y de luz y a los movimientos de la cámara, que debilitan el sentido crítico del espectador y ejercen sobre él una especie de fascinación y hasta de violación».

[28] Cfr. Madariaga, 1967. Sobre este aspecto cfr. también López Navia, 2021, según el cual: «la propuesta de Gilliam es especialmente original al respecto, porque un personaje que no es ni tampoco se cree Sancho Panza, sanchificado por el discurso y la visión de quien no es, pero cree ser, Don Quijote, acaba quijotizándose proactivamente sin que el proceso deje de estar teñido de un punto de enajenación mental» (pág. 194).

[29] Además de en las primeras escenas de la película juvenil de Toby: si volvemos a mirar bien, notaremos que las imágenes iniciales de las mismas son casi cita literal del Quijote de Welles: Don Quijote y Sancho Panza aparecen en el medio de una procesión típica de Semana Santa, exactamente como aparecen los dos en el final (o presunto final) de la obra inacabada de Welles -los dos cabalgan juntos entre los gigantes de cartón piedra y las estatuas de la Virgen y de Cristo en las procesiones de Semana Santa en Sevilla-. Sobre este aspecto cfr. Corsi, 2018: 143-163, donde el autor subraya acertadamente las semejanzas estilísticas de ambas películas sobre todo en la adopción de ciertas técnicas típicas del cine expresionista (pág. 163).