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Seconds: la distopía que dejó de serlo

 

Seconds: the dystopia that stopped being one

 

ENRIC MAS AIXALÀ

Universitat Politècnica de Catalunya

    enricmas@gmail.com            ORCID ID: 0000-0002-1552-7775

Trasvases entre la literatura y el cine, 3, 2021, págs. 195-214

ISSN-e: 2695-639X      DOI: 10.24310/Trasvasestlc.vi3.11446

 

 

 

Resumen: Analizamos la importancia de Seconds (1963), de David Ely, a través de un análisis literario-fílmico y político-social que pone al descubierto aspectos no descritos en las escasas investigaciones publicadas hasta la fecha. Exponemos la relación de esta obra con el sistema político-económico vigente basado en la obsolescencia programada. Asimismo, desvelamos la influencia que Seconds haya podido tener en el actual programa internacional de protección de testigos o, incluso, si dicho programa podría haberse inspirado en esta novela, aspectos que han convertido a Seconds en una distopía que ha dejado de serlo.

 

Palabras clave: adaptación fílmica, David Ely, John Frankenheimer, masculinidad, distopía, obsolescencia programada, programa de protección de testigos, avatar.


Abstract: We analyze the importance of Seconds (1963) by David Ely through a literary-filmic and political-social analysis that uncovers aspects not described in the few papers published to date. We expose the relationship of this work with the current political- economic system based on planned obsolescence. Likewise, we reveal the influence that Seconds may have had on the current international witness protection program or, even, whether this program could have been inspired by this novel, aspects that have made Seconds a dystopia that has stopped being one.

 

Keywords: Film Adaptation, David Ely, John Frankenheimer, masculinity, dystopia, planned obsolescence, witness protection program, avatar.


 

1.                     INTRODUCCIÓN: ASPECTOS DESCONCERTANTES

Hay aspectos muy desconcertantes que planean sobre Seconds (1963), de David Ely. Por ejemplo, no existe ni una sola edición del libro en castellano. No es que no se encuentre, es que no ha existido nunca, ni en España ni en ningún otro país de habla hispana. En cambio, en nuestro territorio, se editó en catalán (en 1982), pero dentro de una colección dedicada a la novela negra, como si se tratara de un error. Además, la página que Wikipedia dedica al autor, David Ely, ni siquiera está en inglés, su idioma nativo, como tampoco lo está en castellano. Por si esto fuera poco, de las siete novelas y dos colecciones de relatos que ha escrito, solo una se ha vertido al castellano, Pánico organizado (traducción de The Tour), en una única edición de 1969. A todo ello hay que añadir que dicho autor seguía activo hasta 1997, cuando publicó su novela The Drum, y que no es precisamente un escritor desconocido en sus EE. UU. natales1.

Más síntomas intrigantes los encontramos en las pocas investigaciones relacionadas con Seconds, las cuales se basan, sobre todo, en la carrera cinematográfica del director John Frankenheimer. Si comparamos los escritos dedicados a Seconds con la cantidad de artículos (además de películas y documentales) que versan, por ejemplo, sobre la mayoría de las obras de Philip K. Dick, coetáneo de Ely y con un legado literario similar, tanto en volumen como en originalidad, nos damos cuenta de que existe una desproporción notable. Pasados 57 años desde la publicación de Seconds, debemos considerar la importancia de un análisis literario-fílmico y político- social de esta distopía que, como veremos, ha dejado de serlo.

 

2.                     SECONDS: MASCULINIDAD Y OBSOLESCENCIA PROGRAMADA

       Seconds explica la historia de Arthur (John Randolph), un empleado de banca de mediana edad que recibe una llamada telefónica de Charley (Murray Hamilton), un viejo amigo suyo (también empleado de banca) que supuestamente se había suicidado meses atrás. Este le explica que no solo no está muerto, sino que, gracias a una empresa,  ha  podido  vivir  lo  que  describe  vagamente  como     un« renacimiento». Arthur, seducido por la idea de renacer, sigue las instrucciones dictadas por Charley, que lo llevan a una empresa secreta que  proporciona  una  nueva  identidad,  vocación  y  apariencia (más juvenil y viril) a sus clientes para que puedan renacer y empezar de nuevo como personas libres, solteras, sin lazos familiares (su muerte será simulada a la perfección), sin responsabilidades profesionales, puesto que se les otorga otro oficio, que no necesitarán para mantenerse, y liberadas de las asfixiantes necesidades económicas.

Arthur M. Schlesinger Jr., en The Vital Center (1949), utilizó un lenguaje plural para describir la crisis de la identidad masculina en la sociedad norteamericana de mediados del siglo XX. Alejado de los argumentos polarizados típicos del inicio de la Guerra Fría, propuso que la ansiedad de la época se había originado en el estado posindustrial, dominado por burócratas corporativos, gubernamentales y académicos que dirigían la vida estadounidense. Argumentaba que la crisis, como suele pasar en todas las civilizaciones, era interna. Así, en palabras de Schlesinger, el conservadurismo estaba dominado por una plutocracia aterrorizada por el cambio, carente de confianza y resolución, que generaba una política fundada en la cobardía de la clase media y basada en la «paz en nuestro tiempo» (1949: 14), siempre cediendo ante las amenazas de violencia. Sirvan como ejemplo no solo las políticas de Gran Bretaña y Francia ante los avances iniciales de Hitler, sino también las estadounidenses. Sin embargo, los progresistas de izquierda eran aún más peligrosos, pues tampoco estaban preparados para Hitler. «¿Por qué el progresismo no estaba preparado para Hitler?» (Schlesinger, 1949: 39). Porque, como hijo del racionalismo del s. XVIII y del Romanticismo de medianos del s. XIX, «el progresismo estaba comprometido con un optimismo injustificado sobre el hombre» (Schlesinger, 1949: 40). La corrupción del poder no se encontraba en sus cálculos, que eran demasiados optimistas, y los progresistas tenían una concepción suave y superficial de la naturaleza humana, así como de la política. Dichas concepciones resultaron totalmente inadecuadas. Por un lado, Schlesinger nos muestra que el conservadurismo estadounidense, que comenzó en un plano alto, fue finalmente castrado y capturado por el líder empresarial permanente (Thompson, 1950). Además, los capitalistas carecen de habilidad y voluntad para gobernar, originando un proceso de suicidio capitalista que se fundamenta en la impersonalización de la propiedad y de la organización empresarial (Thompson, 1950). Por otro lado, el progresista basa su filosofía en una creencia sentimental en el progreso, en una concepción suave y superficial de la naturaleza humana: el hombre puede ser reformado únicamente con argumentos y lógica, con el fetichismo económico (Thompson, 1950). Schlesinger propuso que  la  síntesis de  los  liberales de  la  Guerra  Fría  y  los capitalistas corporativos construyó en EE. UU. una coalición de moderados  que conforma, todavía hoy, una alianza bipartidista de centro.

Estos aspectos político-sociales están estrechamente unidos a la idea de la masculinidad imperante en la época. Así, Schlesinger argumentó algo totalmente nuevo: que los conservadores encarnaban una potencia masculina gastada, mientras que los liberales representaban «una fascinación femenina por el poder rudo y musculoso del proletariado» (1949: 46), unos y otros con un miedo enorme a la responsabilidad. Entonces llegó J. F. Kennedy, no solo la encarnación del liberal viril que Schlesinger había imaginado años antes, sino que representaba el antídoto necesario para la crisis de masculinidad de la nación (Cuordileone, 2000), mediante discursos de

«coraje, no complacencia, es nuestra necesidad hoy, liderazgo, no ventas» (Kennedy, 1960).

Al analizar las tesis de Schlesinger, se ha remarcado que «el texto ofrece un notable estudio de caso de la forma en que las imágenes eróticas y los dualismos de género pueden estructurar una narrativa histórica […]. El género organiza The Vital Center» (Cuordileone, 2000: 519). También se ha evidenciado que dentro del papel que jugaron la autoimagen individual y la reputación institucional en el proceso de formulación de políticas, el culto a la dureza y la virilidad no debe subestimarse (Cuordileone, 2000). Incluso se ha relacionado este culto a la virilidad con eventos históricos tan importantes como la invasión de Bahía de Cochinos o la Guerra de Vietnam (Barnet, 1972; Halberstam, 1972; Dean, 1998; Cuerdileone, 2000). Además, debemos formular una de las preguntas clave: «Si nuevas organizaciones económicas de poder incomparable convocan a un gobierno de nuevo poder para regularlas, ¿cómo evitar que las organizaciones económicas dominen al gobierno?» (Thompson, 1950: 146).

Seconds escenifica de una forma magistral el ambiente político, social y sobre todo moral de medianos del siglo XX. El trasfondo social de la masculinidad es, sencillamente, abrumador. Tal como ya se ha expuesto en investigaciones anteriores, Seconds internaliza los dualismos de género que estructuran el lenguaje de la política estadounidense de posguerra (Michaud, 2005). Así, el personaje de Arthur es un empleado de banca, hombre profesional, símbolo de la masculinidad complaciente en una era de capitalismo de consumo desenfrenado (Michaud, 2005). Estos hombres liberales de mediana edad, maridos, padres, trabajadores responsables, adolecen de una masculinidad desgastada y son muy receptivos a la idea del renacimiento. David  Ely  utiliza  las metáforas del útero, de la  niñez  y otras     que expresan la idea del renacimiento al finde forma repetida en Seconds, ya que, desde que Arthur es seducido por la empresa secreta para renacer, desde ese instante, Arthur desea renacer: ya no hay vuelta atrás. En una primera llamada de Charley, Arthur ya sintió que «estaba terriblemente enternecido. Creo que incluso lloré» (Ely, 1982: 18). Esas llamadas son una onda de interferencia que se propaga por el subconsciente de Arthur certificándole que ha de cambiar de vida, que lo desea. Una vez que entra físicamente en las instalaciones de la empresa (referida en todo momento como «Compañía»), su director aumenta la amplitud de estas ondas al interrogarle sobre su «vida de cada día», ante lo que Arthur/Wilson únicamente suelta lo que su subconsciente le deja –«¿Me pregunta si me gustaba mi vida? […] Supongo que era una vida confortable. No tenía que pensar mucho» (Ely, 1982: 18)– y habla a sí mismo en pasado. Poco después, una empleada le comunica que al día siguiente irá a la Sala de Partos –«así es como lo denominamos, Sala de Partos. ¿Usted está renaciendo, verdad?» (Ely, 1982: 32)– y, bajo los efectos de las drogas suministradas por la Compañía, esta misma empleada le desnuda: «En la condición somnolienta en que se encontraba, fue transportado a las épocas de niñez, y se imaginó que era una niño pequeño, al que cambiaban los pañales» (Ely, 1982: 34). Pero la empleada va más allá y «los dos cuerpos se unieron harmoniosamente» (Ely, 1982: 35). La metamorfosis, en tan solo cuatro páginas, mujer-esposa-madre- amante de la empleada, desde el punto de vista de los sentimientos semiconscientes de Arthur/Wilson, es admirable, sobre todo porque se le presenta al lector una última metamorfosis: la de prostituta.

Se ha evidenciado el papel particular que tienen los trabajadores de la Compañía para vender el concepto de renacimiento y su relación con un sistema endémico de manipulación más allá del nivel de nuestra conciencia (Michaud, 2005). Es un sistema utilizado por los denominados «persuasores ocultos» (Packard, 1957), de los cuales, sin duda, Ely debía ser un buen conocedor. Así, Packard afirma que «Se están haciendo esfuerzos a gran escala para canalizar nuestros hábitos irreflexivos, nuestras decisiones de compra […] mediante el uso de conocimientos extraídos de la psiquiatría y las ciencias sociales» (Packard, 1957: 11) y que estos persuasores ocultos hablan el lenguaje del «manipulador en profundidad».

Una vez que han fallado el producto o los servicios que la Compañía ofrece (como veremos), se vuelve a la idea de la ausencia de responsabilidad: la empresa vende, pero carga la responsabilidad al cliente. Esta es otra novedosa idea que nació poco antes de Seconds (y que  Ely  también  debía  conocer  a  la  perfección):  la obsolescencia programada. Este término fue popularizado por el diseñador industrial Brooks Stevens en 1954, y con él se refirió al proceso por el que se«inculca en el comprador el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor, un poco antes de lo necesario» (Adamson, 2003: 129), algo en lo que Stevens no veía nada de malo (Chapman, 2013). Posteriormente, se ha definido como «death dating» (Chapman, 2013: 370), es decir, como el diseño de los productos con fecha de caducidad preestablecida, y con ello al objeto, principalmente, de que sean poco duraderos, lo que proporciona a la economía únicamente ventajas y traslada a los consumidores (y al medio ambiente) los inconvenientes. Algunos autores ya han alertado de que dicho diseño provoca una dualidad en el consumidor: una obsolescencia funcional y otra psicológica, la cual provoca una manipulación deliberada y centrada únicamente en las ganancias provenientes del gasto del consumidor, a través del fomento de comportamientos de compra derrochadores (Chapman, 2013; Packard, 1961).

Este es un aspecto realmente importante de Seconds que ha pasado desapercibido. En un estudio de la filmografía de John Frankenheimer se ha indicado que Seconds (el filme) subraya la vulnerabilidad del ciudadano ante una industria cultural que cultiva el descontento para acelerar el ritmo del consumismo (Cornea, 2011). También se ha descrito que Arthur/Wilson no entiende que debe adoptar la mentalidad consumista para que su vida como renacido resulte satisfactoria (Easton, 2012), y que su destino implica una inversión de roles que ahora lo coloca en la posición del cliente impotente (Easton, 2012), cuando en su otra vida era él, como empleado de banca, quien podía denegar préstamos a los clientes. Un matiz que John Frankenheimer enfatizó al incluir una escena inicial en su filme que no aparece en la novela: Arthur está en la entidad bancaria dictando a su secretaria la denegación de un préstamo, sin estar el cliente siquiera presente, sin que este pueda ejercer ningún derecho, si es que lo tiene. Además, el traspaso de la responsabilidad al consumidor origina un mecanismo de sacrificio que permite a la Compañía reclamar un sentido de identidad moral a pesar de comercializar un producto que es peligroso y posiblemente fatal para cualquier persona (Easton, 2012). Además, como se ha indicado en otros textos, la Compañía parece depender del fracaso y la insatisfacción de sus clientes para proporcionar nuevos clientes (Easton, 2012), puesto que como le ocurre a su amigo Charley a sus clientes (productos) fracasados se les pide que, antes de ser sacrificados físicamente yendo al departamento de Procuración de Cadáveres para ser el cuerpo de otro cliente cuya muerte haya que simular, piensen en algún conocido a quien llamar y convencer para  que  este  se  transforme en  un nuevo  cliente de   la Compañía.

Pero hay claros indicios de que la Compañía no solamente depende de su propio fracaso, sino que es un ejemplo claro de la obsolescencia programada como base económica principal, incluso adoptando al ser humano como producto. Este argumento se evidencia en el episodio de la novela en el que el abogado de la Compañía (Rudy) le explica a Arthur los tres tipos de muertes simuladas que puede comprar, mencionando que la de primera clase (por causas naturales,

«sencillas», para que los familiares puedan encontrar un cadáver y que, además, no esté desfigurado) cuesta treinta mil dólares. No se menciona el precio total del renacimiento, pero basta con plantearse qué cifra se necesitaría para simular una muerte con el cadáver de otra persona (aplicando al fallecido una cirugía de la hemorragia cerebral, como en el caso del libro) y pagar los otros servicios necesarios para completar el proceso: realizar al cliente una cirugía estética de transformación, entregarle una casa en la playa de California con un sirviente interno, falsificación de títulos de su nuevo oficio, arreglo de los aspectos del seguro de su muerte (cuyos beneficios deben cobrar sus familiares o beneficiarios, no la Compañía), viajes, una total manutención durante el resto de su vida, etc. Es lógico pensar que no se le podría cobrar a un empleado de banca, fuese cual fuese su nivel profesional, la suma de dinero que cubriera todo esto y dejara, además, un beneficio a la Compañía. Ello únicamente sería viable si fuera un servicio enfocado a clientes muy ricos o a empresarios con un poder adquisitivo enorme y no a trabajadores por cuenta ajena. Se menciona que algunos clientes «lo consiguen», se adaptan a la nueva vida. De hecho, lo que también se desprende de la novela es que en California los clientes viven en una comunidad relativamente aislada y muchos de ellos llevan años con una nueva identidad sin problemas aparentes y sin impulsos de querer volver a su antigua vida o de contactar con sus exfamiliares. Pero siguiendo la lógica económica antes expuesta– este no puede ser el balance general de la mayoría de los clientes, hecho que también se deduce del discurso final del director de la Compañía, en el que se refiere a los fracasos que ha tenido:

 

Al principio no  les  prestaba  demasiada  atención,  ya que estaba absorbido con la cosa administrativa […]  los fracasos  cada vez iban aumentando y, al fin, tuve que admitir que había basado mis sueños en una idea falsa y que me basaba  también  en  un engaño […] Y, respecto a esta idea falsa y este engaño, era sencillamente eso: que mi negocio parecía atraer a los clientes que precisamente  no quería. Todavía más, muchas veces me he preguntado si realmente he llegado a atraer otros clientes que no aquellos que no quería (Ely, 1982: 117).


 

Asimismo, el director se lamenta de que, cuando llegó a la conclusión de seguir con un negocio un poco «deshonesto», ya «había construido toda una organización. Centenares de personas trabajaban para mí […] yo ya no era el único en tener toda la autoridad, porque esto es una empresa moderna […] con su Consejo de Directores, Socios, etc.» (Ely, 1982: 118).

Aunque se ha argumentado que la propia concepción de la juventud de la Compañía es defectuosa (Easton, 2012), lo que es efectivamente cierto, si la obsolescencia programada es el motor de la historia, la realidad de la sinopsis del libro resulta mucho más siniestra, ya que la Compañía sabe perfectamente de antemano que la juventud que ofrece es defectuosa –lo es de forma premeditada– y que no es más que otra pequeña pieza defectuosa que colocar a los clientes/productos para hacerlos fracasar, para convertirlos en obsoletos. Por tanto, las personas no son defectuosas antes de ser clientes de la Compañía (como argumenta su director), sino que es la propia Compañía quien provoca su fracaso –y a cuantos más, mejor–. Todo el discurso final del director de la Compañía huele a falsas lamentaciones, como si el máximo responsable de una gran multinacional de hoy se apenara de que su compañía fuera enorme y no hubiese deseado que creciera tanto ni captar a tantos clientes. En realidad, aunque cabe hacer la lectura del arrepentimiento, hay que situar el discurso en el contexto de la gran obra que consiguió crear David Ely, donde todo gira en torno al engaño y al autoengaño. De este modo, en primer lugar, se crea una sociedad dentro de otra a base del engaño que va en dirección Compañía-empleados-cliente. En segundo lugar, existen otros núcleos de autoengaño centrados tanto en la propia dirección de la Compañía, provocando el fracaso de sus propios productos, como en el cliente. Esto provoca que el usuario solo tenga dos opciones: o bien acepta el engaño –en el caso de que esté satisfecho–, o se niega a creerlo –en el caso de Arthur. Y es dentro de estas estratagemas de engaño y de autoengaño, donde el director de la Compañía se encuentra verdaderamente cómodo porque, tal como se desprende de su discurso final, hubiera podido abandonarlas en cualquier momento (dimitiendo), ya que hay un «Consejo de Directores, Socios, etc.».


  3.                     SECONDS: ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA DE JOHN FRANKENHEIMER

Plan diabólico (nos referiremos a ella con su título original, Seconds, 1966) forma parte, junto con El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962) y Siete días de mayo (Seven Days in May, 1964), de la trilogía de la paranoia de John Frankenheimer (Pratt, 2011). Este director no solo captó intensamente la esencia de la novela de Ely, sino que trasladó al cine sus sensaciones, tanto en la forma argumental como técnica, optando, como veremos, por una filmación no ausente de riesgos.

Una de las claves visuales del filme partió de la decisión de incluir al veterano director de fotografía James Wong Howe, de 67 años, quien se desenvolvía de forma excelente en multitud de formatos cinematográficos, desde el blanco y negro con escenas en gran angular (Hud, Martin Ritt, 1963) hasta el color fotografiado en VistaVision (The Rose Tattoo, Daniel Mann, 1955). Además, se incorporó al director de arte Ted Haworth, capaz de crear decorados que se distorsionasen en perspectiva y poderlos filmar así con lentes estándar (LoBrutto, 1997). Cabe recordar la escena en la que Arthur, drogado, es seducido por una empleada de la Compañía, la cual tiene relaciones sexuales con él sin su consentimiento (ver punto 2, párrafo 5). Esta secuencia contiene una puesta en escena psicodélica que está en consonancia con el estado del personaje, lo que crea un efecto perturbador: las paredes de la habitación se inclinan en ángulos extremos para crear una falsa sensación de perspectiva, con un suelo ondulante de tablero de ajedrez en blanco y negro.

La psicodélica sensación de pesadilla kafkiana de la novela se consigue trasladar a la película gracias, en gran medida, a la puesta en escena. Otro avance distópico que se ha hecho realidad a día de hoy es la filmación del personaje desde un punto de vista subjetivo (y mientras se mueve) con una cámara fijada a su cuerpo, a la vez que objetivo (pues él mismo aparece), algo totalmente inusual en 1966. De hecho, esta idea marcó la creación de la SnorriCam (también conocida como chestcam o bodycam), utilizada por primera vez en Pi (1998), de Darren Aronofsky. Aunque su concepto se había usado antes en una escena de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), en que el detective Milton Arbogast (Martin Balsam) cae por las escaleras (filmada mediante una superposición que da ese efecto), fue en Seconds cuando la técnica fue usada físicamente, con una cámara adosada al cuerpo de los actores, y de una forma más amplia (Rebello, 1990; Swinney, 2015; Snorri, 2021). Lo más importante de esta idea es que nos recuerda de forma sorprendente a los vídeos actuales grabados con teléfonos móviles    a modo de selfie y al hecho que este concepto aparecido reiteradamente en Seconds se haya generalizado mundialmente. El tándem Frankenheimer-Howe se adelantó a la realidad, en su forma técnica, mediante la ficción, del mismo modo (como veremos) que David Ely se adelantó en el contenido. Hay que añadir la utilización de grandes angulares extremos, de 18 mm y de 9,8 mm, fijados en los lugares más insólitos imaginables: en camillas de hospital mientras trasportan al actor Rock Hudson tumbado, en sillas con ruedas para poder desplazarlas, escondidas en cubos de basura o dentro de maletas mientras son llevadas por los operadores de cámara. Es muy probable que Frankenheimer estuviese influido por trabajos recientes en el momento de la filmación, tales como Soy Cuba (Ja Kuba, Mijaíl Kalatózov, 1964) –cuyo director de fotografía, Serguéi Urusevski, afirmó en 1965 que «la posibilidad de esta lente [de 9,8 mm] todavía me asombra» (Turner, 2019)–, así como por el cinema vérité y sus características tomas con cámara en mano, sumamente frecuentes en Seconds. Influencias del cinema vérité ya pudieron verse en su film El mensajero del miedo (1962), con escenas durante la convención política culminante –con una iluminación de contrastes marcados y carteles ondeando que recuerdan al documental Primary (Robert Drew, 1960)–, así como en las escenas de las audiencias del senado que parecen copiar el aspecto de las retrasmisiones televisivas de la audiencia del senado dirigida por el senador Joseph McCarthy en 1954 contra oficiales del ejército por presunta actividad comunista (Bowie, 2006).

Frankenheimer y su equipo tampoco se quedaron atrás en la parte argumental. Aunque hay secuencias de la novela que no aparecen en el filme (aparte de algunas que se rodaron pero se eliminaron en el montaje final, como la visita de Arthur/Wilson a la casa de su hija, escena que se ha perdido y de la que, parece ser, solo se conserva un fotograma [Lewis, 2013]), se incluyeron otras (con gran acierto) no existentes en la novela, o modificadas respecto a cómo se presentan en esta, además de nuevos personajes. Así, ya al principio, durante el reclutamiento de la Compañía, Arthur/Wilson es derivado desde una sastrería-tintorería a un almacén «con cajas llenas de polvo, amontonadas de cualquier forma» (Ely, 1982: 7), mientras que, en la película, el almacén es una planta empaquetadora de carne, con hileras interminables de animales colgados y abiertos en canal –lo que subraya en el subconsciente del espectador lo que le espera al protagonista, la realidad de la obsolescencia programada–. Como espectador, la amplificación de este efecto en el filme toma unas dimensiones que únicamente se reconocen analizándolo a su término, a modo de bucle sensorial.

Otro cambio notable lo encontramos en la llegada (en la novela) del protagonista a la comunidad de California, donde su sirviente (John, interpretado en el film por Wesley Addy) se toma la libertad de contratar a una modelo (Sarah Jane, personaje que no figura en el film) que «no parecía tener más edad que una chica de escuela» (Ely, 1982:

52) y que inmediatamente empieza a quitarse la ropa, lo que acaba en un intento de «perversión de una menor de edad» (Ely, 1982: 54) pero a la inversa, pues es Sarah Jean la agresora. Es otra prostituta al servicio de la Compañía (recordemos la escena de las relaciones sexuales no consentidas de un Arthur/Wilson drogado con otra empleada). En tan solo dos páginas después, el protagonista se encuentra en la playa a una mujer de mediana edad que «sonreía con aire de complicidad sexual» (Ely, 1982: 58) y que, tras una corta conversación, le dice que vive en una casita tan pequeña y tan sencilla…, pero que tiene una cama. En estos momentos, el Arthur/Wilson con reminiscencias del empleado de banca se siente traicionado: «¿Qué derecho tenía la Compañía a fabricarle una fachada que desdecía completamente su naturaleza interior?» (Ely, 1982: 58).

En el filme, esta persecución kafkiana sobre alguien que no desea practicar el consumismo corporal se transforma en algo muy interesante. No aparece Sarah Jane, y la mujer de la playa se convierte en Nora, por la que se siente atraído y quien resulta ser otra empleada de la Compañía, una chica de compañía. En el film, Arthur/Wilson sí cae en la tentación porque cree que ella es un espíritu libre, en todos los sentidos. Ella le invita a un festival con supuestos amigos, que resulta ser una fiesta báquica. Como se ha indicado en un interesantísimo estudio (Easton, 2012), este ritual báquico es uno de los puntos de contacto de la película con el mundo clásico grecorromano, a modo de experiencia bautismal de Arthur para renacer en Wilson, quien se llama Antiochus tanto en la novela como en la película, otro punto de unión grecorromano. Para el público estadounidense de medianos del siglo XX, el Antíoco más conocido probablemente sería Antíoco IV Epífanes, el villano bíblico del Libro de los Macabeos, donde se presenta a este monarca helenístico como una amenaza a la identidad judía, conectándolo con la introducción del gimnasio y la supresión de la circuncisión, hecho que es aprovechado por algunos varones judíos para disfrazar sus circuncisiones y participar en la cultura del gimnasio para obtener ventajas en los círculos helenísticos (Gruen, 2005; Easton, 2012). Según este punto de vista, la cultura helénica, bajo Antíoco IV, amenazó a la cultura judía, no solo directamente como es conocido históricamente, sino también indirectamente al incitar a los hombres a alterar la apariencia de sus cuerpos. Se ha planteado que Arthur puede asociarse con un individuo no griego que se siente seducido por el atractivo de una nueva identidad helénica (la de Wilson), que le daría acceso a una nueva vida de privilegios y oportunidades (Easton, 2012).

Además, continúan los vínculos con la cultura grecorromana: en la fiesta se consagra ritualmente a Arthur/Wilson al dios Baco. De esta manera, aparece una estatua –en dos planos–, posiblemente identificada con Dionisio (deidad griega a quien originariamente se dedicaba el ritual, asimilada posteriormente en el mundo romano con Baco) y se desnudan todos los personajes, quienes entran en una tina enorme llena de uva. Luego, desnudan a un Arthur todavía molesto, el cual sale de ella sin sus inhibiciones (Easton, 2012). Además, Nora se llama Marcus de apellido, lo que continua la cadena de motivos clásicos de la película (Easton, 2012). Este énfasis fílmico en el mundo grecorromano brinda posibilidades infinitas al espectador para una interpretación en clave de tragedia griega. Curiosamente, el código Hays, vigente entonces en EE. UU., hizo que la secuencia del festival se acortara y que algunas escenas fueran eliminadas. En palabras de Frankenheimer: «El resultado fue que parecía una orgía […] y no lo filmé de esa manera» (Champlin, 1995: 94). Ironías del momento: la edición original era mucho más inocente que la censurada. Dicha edición fue incluida por primera vez en 1997 en LaserDisc y más recientemente ha sido restaurada para su edición en Blu-ray y DVD.

Hay otra divergencia importante entre el filme y la novela: el final. La novela presenta un Arthur/Wilson «divorciado de su propio cuerpo» que se limita a «encogerse de hombros» (Ely, 1982: 118) ante el discurso de autojustificación del director de la Compañía. Ya no queda casi nada de Arthur: es una sombra en el cuerpo de Wilson. Su ocaso llega, línea a línea, a través de diálogos donde nadie contesta a lo que se le pregunta. Primero, con su amigo Charley, quien se preocupa más por su colección de sellos que por Arthur/Wilson: otro fracaso de la Compañía. Después, con el doctor Redfield, a quien solamente le interesa que el protagonista capte otro potencial cliente para la Compañía de entre sus conocidos o amigos. También con un técnico que le realiza un examen médico final, así como con el doctor Morris (un sacerdote), quien le dice: «nuestro tiempo es solo una sombra que pasa y se va» (Ely, 1982: 115). Es un final hilarante, como si Winston (1984) entrara en la Habitación 101 y se encontrara con unos torturadores que no le infligieran daño físico, sino que lo condujeran a un  viaje  kafkiano  por  los pasillos  de  su  propia  alma  castigada. El personaje orwelliano en un mundo kafkiano. El efecto es tan penetrante como actual: huele a consumismo y miseria. Arthur/Wilson acepta finalmente su destino en su mensaje final: «NO IMPORTA» (Ely, 1982: 119).

El filme, en cambio, muestra el viaje final de un Arthur/Wilson quien comprende demasiado tarde que no va a renacer otra vez (no va a ser reciclado). Él es trasladado al quirófano, amordazado y atado a una camilla, como si se tratara de un loco peligroso, incluso de un animal rabioso, hacia el sacrificio. En este caso, el sacerdote se limita a acompañarle por los pasillos mientras lee pasajes de la biblia a modo de extremaunción, mientras él se mueve y babea convulsionando al intentar quitarse las ligaduras. A diferencia de lo que ocurre en la novela, Arthur no acepta el final de Wilson y a la inversa. Cuando ya es anestesiado, le aparecen, como un sueño final, las imágenes de él con su hija cuando era pequeña acompañados de su perro correteando por la playa, única reminiscencia de felicidad.

 

4.                     TRAS LAS OTRAS HUELLAS DE SECONDS

Es posible rastrear las huellas que Seconds ha dejado en el catálogo fílmico. Una de ellas es, curiosamente, el título que se le dio al libro en su versión en catalán, Substituts (sustitutos). Aunque pueda parecer que este título no es adecuado y llama al equívoco, como se afirma en alguna web de análisis literario (Aguilera, 2015), debemos hacer un voto particular. Seconds, ‘segundos’, puede leerse como un doble mensaje: como unidad de tiempo (tan presente en la historia) y como

«aquel que ocupa el número dos en una secuencia o está subordinado», aunque también puede interpretarse como alusivo a una «segunda oportunidad» o incluso a una «segunda persona que tiene la misma fama o rasgos destacados que la primera» (por ejemplo, «She is often described as a second Marilyn Monroe») posiblemente los anglófonos tengan este significado mucho más interiorizado que los hablantes de otros idiomas. Si elegimos esta vertiente, llegamos a la película Los sustitutos (Surrogates, Jonathan Mostow, 2009), la cual está basada, en teoría, en la serie de cómics del mismo nombre de Robert Venditti, publicados entre 2005 y 2006, pero que, como ya se ha advertido, presenta una trama casi idéntica al cuento Alter Ego (1967). Este cuento, del autor chileno Hugo Correa, está incluido en la colección de narraciones cortas que conforman Los títeres (1969), que presentan a «avatars biomecánicos como figuras centrales» (Pizarro, 2018). Alter Ego reformuló el antiguo motivo del doble: Demetrio, un exitoso comerciante, ha adquirido recientemente un alter ego, pero su manejo implica el uso de un «casco introyectador», una suerte de  escafandra con la que el dueño puede interactuar y comunicarse con el mundo a través del títere (Pizarro, 2018). Aunque se desconocen los entresijos de las creaciones de Correa, Venditti y Ely, hay que recordar que Seconds (1963) reformuló antes el antiguo motivo del doble, así como del renacimiento, actualizándolo a la sociedad, la técnica y la cultura de medianos del siglo XX. Para ir de aquí a Avatar (James Cameron, 2009), solo necesitamos dar un pequeño paso. Cuando se le preguntó a Cameron por la inspiración de su guion, respondió que «son todos los libros de ciencia ficción que leí cuando era niño» (Jensen, 2007). No tardaron en acusarle de muchos plagios o deudas. El público ruso se apresuró a señalar que Avatar tiene elementos en común con The Noon Universe, de Arkadi y Boris Strugatski: el planeta llamado Pandora, la situación temporal (en el siglo XXII) e incluso el nombre del grupo de humanoides que habitan en Pandora, «the Nave» en el mundo de los hermanos Strugatski, «the Na’vi» en Avatar (Harding, 2010; Marquardt, 2010). Cameron siempre ha salido al paso insistiendo en que la idea de Avatar es original (Marquardt, 2010). Hay que añadir que su base vertebradora debe mucho más al mundo de Surrogates y, retrocediendo, al de Seconds, de David Ely.


 

5.                     SECONDS: DE LA DISTOPÍA A LA REALIDAD

Aunque se ha señalado que David Ely toma prestadas de la obra Babbit (1922), de Harry Sinclair Lewis, las críticas a la clase media o la práctica del autoengrandecimiento como vía hacia el éxito (Easton, 2012), lo cierto es que Thorstein Veblen, en su The Theory of the Leisure Class (1899), ya criticó la competencia en la sociedad y la cultura del consumidor de finales del s. XIX (Ames, 1948). Así, podríamos seguir retrocediendo en el tiempo y hallar continuas fuentes escritas. Idéntica circunstancia encontramos, en lo referido a la creación/destrucción, a la dualidad y a la identidad fracturada, en el término doppelgänger de la narrativa romántica (acuñado por el escritor alemán Jean Paul en 1796) que dominó gran parte del siglo XIX. Si continuamos viajando hacia atrás, nos encontramos con el mito de Frankenstein, con el Fausto de Marlowe, con la mitología judeocristiana medieval, con el Prometeo griego, con las mitologías acadia y babilónica, con el Enki sumerio… y así hasta los albores de la humanidad.

Pero lo que hace de Seconds una obra innovadora es que fue capaz de trasladar esta clásica temática que impregna nuestro folklore a la mentalidad moderna de posguerra, actualizándola y refrescándola. Todavía más impactante: fue capaz de construir una distopía que, como veremos, no solo es posible, sino que se ha hecho realidad. Así, a diferencia de Philip K. Dick (con obras llenas de robots, alienígenas o seres sobrenaturales), David Ely se adentró como pocos en la consciencia del ciudadano de clase media y en su vertiginoso descenso a los infiernos, auspiciado por la alianza político-económica bipartidista, instalada ya no solamente en EE. UU., sino en la mayoría de Occidente.

Cabe destacar la flagrante ausencia de Seconds en la lista de distopías que aparecen continuamente, incluso en medios especializados. Ironías del destino: estas descuidadas ausencias hacen justicia a la novela, ya no es una distopía. Lo descubrimos analizando (otra vez) la base política y económica de mediados del siglo XX.

¿Puede existir una necesidad de cambiar físicamente a las personas (sin alterar su psique), de aislarlas de sus lugares de origen, de sus personas queridas? ¿Puede desaparecer alguien literalmente sin que se den cuenta en su trabajo ni en sus relaciones sociales estables? ¿Puede existir o existe una empresa que realice tales servicios? La respuesta es : muchos gobiernos de países actuales se asemejan a la Compañía descrita en Seconds. Es decir, las posibilidades que ofrecen son inusitadas y, por extraño que pueda parecer, perfectamente legales.

En 1963, Joseph Valachi, miembro de la mafia italoamericana, rompió el omertà, o código de silencio, al testificar sobre la estructura interna de la mafia y de la delincuencia organizada ante una comisión del Congreso de EE. UU. Fue la primera persona en EE. UU. a la que se ofreció protección por prestar testimonio antes de que se estableciese un programa oficial de protección de testigos (ONU, 2008). En 1970 se aprobó la ley RICO (Racketeer Influenced and Corrupt Organizations Act), una normativa federal que garantiza la seguridad física de los testigos que se hallen en situación de riesgo, que fue reformada y ampliada en 1984. En su articulado, se establece que, para que un testigo pueda acogerse al programa, debe cumplir unas condiciones relativas a su perfil psicológico y a su capacidad de respetar las normas y restricciones impuestas por el programa (ONU, 2008). Desde entonces, programas parecidos se han implantado en muchos otros países, desde Australia hasta Sudáfrica, así como la protección de testigos en los tribunales penales internacionales. Asimismo, la Oficina de las Naciones Unidas (ONU) contra la droga y el delito aprobó un manual de buenas prácticas para la protección de los testigos en 2008. En este programa, encontramos un capítulo dedicado a la reubicación y cambio de identidad donde se establece que

 

el cambio de identidad consiste en la creación de un nuevo perfil personal […] ocultando su identidad original mediante la emisión de documentos personales con un nombre nuevo, reasentándolo en una zona nueva y creando un pasado sustitutivo (2008: 86).


 

Hallamos afirmaciones sorprendentes: «El principio fundamental es que el programa de protección de testigos no debe resultar beneficioso ni perjudicial para el testigo» (2008: 86). Las características personales que son alteradas varían según los países: los hay donde las autoridades no reinventan completamente la vida del testigo,   sino   que   se   limitan   a  cambiar   únicamente   lo   que es «necesario», y los hay donde se cambian elementos «adicionales» (2008: 86). Y, a este respecto, se deben adoptar varias medidas para resolver problemas prácticos como, por ejemplo, dejar un número de apartado de correos, a modo de dirección de correspondencia, perteneciente  a  la  «dependencia  de  protección»  (es  decir,  a     la «Compañía»). Además, la dependencia también puede solicitar que se prohíba la publicación de fotografías antiguas del testigo, y, a pesar de los avances en la identificación biométrica, y dado que las características físicas ordinarias son las más utilizadas para identificar a las personas, la ley de algunos países permite recurrir a la cirugía plástica como «modo de dar una nueva identidad al testigo alterando sus rasgos faciales» (2008: 86). El número y tipo de documentos nuevos que se entregan a los testigos incluye desde el pasaporte hasta los títulos profesionales o de oficio y títulos académicos. Se indica también que puede no ser aconsejable que los testigos conserven determinados elementos en sus antecedentes personales, como su experiencia laboral o sus estudios, ya que otros podrían rastrearlos con facilidad (2008: 87), y que es infrecuente que las personas que se acogen al programa deban recibir una capacitación nueva o incluso que se empleen como trabajadores no cualificados. En el contexto sociocultural, «si se ubica a un testigo protegido en una comunidad nueva, la identidad asumida debe poder resistir el escrutinio» (2008: 88). Así, es fundamental comprender la existencia de lazos familiares fuertes en una sociedad, de forma que, en sociedades cerradas, «las personas de fuera llaman la atención, lo que dificulta la integración» (2008: 88). Y en lo referido al hogar,

 

los participantes reciben alojamiento en zonas seguras con protección personal durante períodos que oscilan entre unas pocas semanas y varios meses, después de los cuales se les traslada de nuevo. Obviamente, esas prácticas exigen muchos recursos y repercuten gravemente sobre la condición psicológica del testigo. La reubicación en el extranjero puede ser la única opción disponible a largo plazo (2008: 89).


 

Leyendo estos puntos del programa (ya internacional), no podemos dejar de pensar en la fecha del primer caso de un testigo protegido, 1963, el mismo año en el que se publicó Seconds. Plantearse si David Ely se inspiró en el caso para desarrollar una nueva –por aquel entonces– distopía o, más insólito todavía, si partió de cero y creó esta distopía, que se ha ido haciendo realidad casi punto por punto –hasta el extremo de que Seconds parece, pasados cincuenta años, casi una sátira del programa– resulta obligado para todo analista. Incluso cabe plantearse si algún legislador de EE. UU. conocía la novela Seconds y hasta qué punto pudiera haber inspirado ciertos aspectos del programa de protección de testigos2. Las lecturas son infinitas y el tema da para preguntas todavía más inquietantes: si una persona que vive en los EE. UU. de hoy retrocediera a 1963 y escribiera un libro en cuyo argumento situara el futuro del programa de protección de testigos, ¿sería muy diferente a Seconds?

Y es que, hasta donde tenemos conocimiento, Seconds se ha convertido en el primer caso de distopía convertida en realidad, quizás no en todos sus detalles, pero sí en el trasfondo, en las posibilidades y en los medios, además de en los factores psicológicos que afectan (nos afectan) al ciudadano actual. No son meros aspectos aislados los que coinciden hoy en día con lo real –aspectos que sí han predicho incontables ficciones literarias (bastaría con recordar a Jules Verne, por ejemplo) –, sino la posibilidad de que un sistema político- económico basado en la obsolescencia programada, con todas sus graves consecuencias (como los delitos), pueda alterar, literalmente, a las personas en pro de su protección, su mejora o su reciclaje.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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1 La agente literaria de David Ely me ha manifestado recientemente que el autor ha fallecido (Alison Picard, comunicación personal, 21/12/2020), aunque desconozco la fecha exacta de su fallecimiento. Otro aspecto desconcertante: en las enciclopedias y portales especializados de Internet, David Ely sigue constando como vivo a día de hoy.

2 En un intento de encontrar alguna respuesta a estas cuestiones, me he dirigido recientemente al autor David Ely a través de su agente literaria en EE.UU., quien me ha manifestado su fallecimiento, como indico en nota 1.

 

 

Fecha de recepción: 03/01/21.

Fecha de aceptación: 19/04/21.