La paradoja de Pierre Menard: el filme
Antígona de Giorgos Tzavellas
y la dificultad de
adaptar una tragedia griega clásica
Pierre Menard’s
Paradox: the film Antigone
from Giorgos Tzavellas and the
difficulty of
adapting a classical Greek tragedy
BEGOÑA CAPLLONCH
Universitat Pompeu Fabra
begona.capllonch@upf.edu ORCID
ID: 0000-0001-6908-6517
Trasvases entre la literatura y el cine, 3, 2021, págs. 117-135
ISSN-e: 2695-639X DOI: 10.24310/Trasvasestlc.vi3.10683
Resumen: A
partir del ejemplo de la versión
cinematográfica de la Antígona de Sófocles realizada por Giorgos Tzavellas
en 1961, una película que hizo gala de una supuesta fidelidad para con la obra
original al apartarse del espíritu y la estética del denominado cine péplum, en este trabajo abordaremos la dificultad de adaptar al medio cinematográfico una tragedia ática. Reflexionaremos, asimismo, sobre la revisitación de los clásicos, y consideraremos
el asunto de la fidelidad
estableciendo una analogía con las
interpretaciones historicistas de la música antigua.
Palabras clave: Antígona, Giorgos Tzavellas,
adaptación cinematográfica, tragedia griega
clásica, música antigua.
Abstract: In this work we will address the difficulty of adapting to the cinematographic media an Attic tragedy,
from the version of Sophocles’ Antigone by the filmmaker Giorgos
Tzavellas in 1961; a film that exhibited its
supposed fidelity to the original work by departing from the spirit
and aesthetics of the so-called peplum cinema. We will also reflect on the
revisitation of the classics and consider
the issue of fidelity by establishing an analogy with historicist interpretations of early music.
Key words: Antigone, Giorgos Tzavellas, film adaptation, classical Greek tragedy, early music.
1. PARADOJAS Y
MALENTENDIDOS EN TORNO A LAS ADAPTACIONES
FIDEDIGNAS: LA IMPOSIBLE REESCRITURA DE LOS CLÁSICOS
Con un propósito muy distinto al que perseguían los filmes que la crítica clasificó mediante el apelativo
de cine péplum, un subgénero de la cinematografía
de tema histórico donde las antiguas civilizaciones eran mayoritariamente utilizadas
como pretexto ornamental por su espectacularidad, el realizador ateniense
Giorgos Tzavellas rodó su filme Antígona con la pretensión de reflejar con rigor la homónima tragedia
de Sófocles; y pese a que en estas páginas cuestionaremos esa presunta fidelidad de la cinta con respecto a la
obra original (una fuente ya inaprehensible
por la virtualidad de su naturaleza escénica), lo cierto es que la
película de Tzavellas,
estrenada el 22 de enero de 1961, dio paso a un tipo de largometrajes sobre
mitos y tragedias clásicas cuyas realizaciones distan ya mucho de aquellas superproducciones decorativistas1: bastaría
recordar la Electra (1962) de Michael
Cacoyannis (a la que seguirían otras adaptaciones de asunto helénico como Las Troyanas o Ifigenia) o incluso la Phaedra (1962) de Jules Dassin, una cinta en la que se
moderniza el contexto argumental del
Hipólito de Eurípides, pero a la que
el director logró insuflar el espíritu
trágico2.
Se suele argüir que trabajos como los de Dassin
superan ya los rigores de la tragedia
para adentrarse en el sentimentalismo melodramático, pero como toda obra adaptada debe necesariamente
acomodarse al nuevo lenguaje del medio que la vehiculará, no solo podría
transgredir los valores y las convenciones de la categoría a la que se adscribía
originariamente, sino incluso
asumir los rasgos característicos de los géneros de la disciplina a la que se traslada: este sería el caso,
por ejemplo, del filme español Fedra West (1968)
de Joaquín Luis Romero Marchent, autor que subsumió
la tragedia ática en las coordenadas
del wéstern moderno.
La crítica de su
tiempo recibió con elogios la Antígona
de Tzavellas, al considerar que
se trataba de la primera tentativa seria de adaptar
cinematográficamente
un drama de la Antigüedad clásica. No cabría
discusión alguna en cuanto a la necesidad u oportunidad de acudir a una pieza de Sófocles, dado que, como recuerdan
Jean-Pierre Vernant y Pierre Vidal-Naquet, estas obras «de los dramaturgos atenienses expresan y a la vez elaboran […] una nueva forma
de comprenderse para el hombre,
de situarse en sus relaciones
con el mundo, con los dioses, con los otros y también
consigo mismo y con sus propios actos» (1989: 88), lo cual no es sino la respuesta a la innecesaria pregunta de
por qué las expresiones artísticas son
inherentes al género humano. La cuestión de la fidelidad hacia esos modelos
de creación de la consciencia trágica, sin embargo, resulta siempre intrincada,
dado que cabría postular primero qué requisitos legitimarían la presunta idoneidad de esa fiel traslación. Como apuntaba Robert Stam, el problema es que el discurso sobre la fidelidad
para con un obra literaria
«se centra en argumentos esencialistas», y esa supuesta esencia que cabría desentrañar es ya pura entelequia,
pues todo texto, en suma,
contiene
una serie de signos verbales que pueden disparar una plétora de posibles lecturas. Al ser una estructura abierta, constantemente reelaborada y reinterpretada por un
contexto ilimitado, el texto alimenta y es alimentado
dentro de un intertexto permutado infinitamente, visto a través de
la retícula siempre
cambiante de la interpretación. De hecho, cuando
los críticos se refieren
al espíritu o la esencia de un texto literario, a lo que se refieren es al consenso de la crítica dentro
de una comunidad interpretativa (Stanley
Fish) sobre el significado de la obra (Stam, 2009: 36-37).
De hecho, las modernizaciones –y, con mayor motivo,
las versiones libres
de las obras clásicas–, como parten de un deliberado apartamiento con respecto del modelo
original, ya quedan en cierto modo liberadas
del compromiso de sujetarse a las leyes –o a la tiranía– del primigenio arquetipo; y aunque suelen ser
controvertidas, en verdad ejemplifican la intemporalidad de los clásicos, cuya vigencia no perece
porque no dejan de ser elocuentes
para cualquier época que los asimila, y no solo
en función de lo que entendemos que significaron en su momento,
sino sobre todo por lo que
significan para el presente en el que se adaptan3: ejemplo palmario
sería la libérrima versión de Antígona
que recrea I Cannibali (1970) de
Liliana Cavani,
filme que plasma las aberraciones del poder político y eclesiástico de los tiempos modernos, sembrando de cadáveres
las calles de Milán y al compás del himno desenfadado que corea la banda
sonora musical de Ennio
Morricone. La transtemporalidad de la tragedia antigua reside en que, más que
proporcionar ilusorias resoluciones (inevitablemente provisorias y siempre revisables), configuró
universalmente la formulación de los cuestionamientos que nos resultan ineludibles,
pues «desde la perspectiva
trágica, el hombre y la actividad
humana no se perfilan como realidades que se pueden circunscribir y definir, […]
sino como problemas sin respuesta,
como enigmas cuyos dobles sentidos siempre quedan por descifrar» (Vernant/Vidal-Naquet, 1989:
90). De cualquier
modo, si bien la libre versión de un clásico puede
parecer ingeniosamente audaz o
clamorosamente irreverente, una fallida translación fidedigna siempre nos resulta, en cambio, inadmisible.
Por otra parte, la
pretensión de una fidelidad certera –ya irrealizable en sentido estricto– conduciría a la paradoja del Quijote de Pierre Menard ideada por Jorge Luis Borges (1999:
41-55), pues aunque constatáramos que las páginas de
Menard coinciden palabra por
palabra y línea por línea con las de Miguel de Cervantes, la distancia entre las dos obras
siempre sería irreductible: la intemporalidad de un clásico, en efecto, no solo
no puede transferirse a la inevitable temporalidad de sus
infinitas reescrituras, sino siquiera
a su impracticable calco (aunque
Menard, como sabemos,
nunca se propuso algo tan burdo como transcribir mecánicamente el original cervantino); y en ello radica, de hecho, la estética de la recepción, pues cada época
convierte en otro un mismo texto, cual corriente heraclitiana siempre distinta en el fluir temporal. Damos por
sentado que Tzavellas –por
fortuna– nunca
pretendió que su Antígona
«calcara» la de Sófocles, pero la cuestión es que el realizador, como
veremos, prácticamente reprodujo palabra por palabra y línea por línea el
texto del antiguo dramaturgo como si ello pudiera
garantizar la fidelidad
para con el original. Siguiendo, pues, con el juego de Borges, también un clásico imperecedero que nunca dejó de
remedar obras ajenas para ser fiel a sí mismo, podríamos afirmar, sobrescribiendo las palabras de su relato, que «Ser, de
alguna manera, Sófocles (Cervantes) y llegar a Antígona (Quijote)» sería «menos arduo […]
que seguir siendo Giorgos Tzavellas (Pierre Menard) y llegar a Antígona
(Quijote), a través
de las experiencias
de Giorgos Tzavellas (Pierre Menard)»4. En nuestro caso, además, la
obra clásica se transpone a otro
código semiológico: al cinematográfico; y como recordaba Leonard B. Mitry,
los valores significados por una obra no existen
«independientemente de la expresión que los ofrece» (1989: 425-426), por
lo que trasladar íntegro el texto no
garantizaría la inmutabilidad de su ya lábil sentido. Además, el texto
primigenio de Antígona siquiera es «la
obra». Ignoramos cuán fiel creyó Tzavellas que podía llegar
a ser a una pieza dramática del 442
a.C., pero cabría preguntarse qué debe entenderse por fidelidad, cuando el texto al que hoy se reduce
el drama ni identifica ni puede suplantar la naturaleza espectacular del original. Y es que huelga decir
que todo texto dramático no supone
sino una hipótesis de lo que habrá de convertirse en una realidad escénica, pues incluso el texto más «completo,
descriptivo y rico en acotaciones destinadas a su montaje
debe considerarse siempre
como un esquema» (Bettetini, 1977: 80). Y de ahí que autores como Hans-Thies Lehmann definan el teatro «as a process and not
as a finished result, as the activity of production and action instead of
as a product, as an active force (energeia)
and not as a work (ergon)» (2006:
104). No pretendemos entrar ahora en el debate que mantienen
los textocentristas frente a los escenocentristas5, sino solo rubricar
que cualquier pretensión de fidelidad para con
una obra de teatro ya debería presuponer que reescribir el texto no acredita, forzosamente, la
plausibilidad de la adaptación. En el caso del
drama griego antiguo, además, no solo no hay acotaciones, sino que las palabras únicamente constituían la
parte de un ritual celebrativo en el que
armonizaban la música, el canto y la imagen6. La tendencia a lo que podríamos denominar
textualismo, por tanto, carecería aquí de sentido;
y aun en el caso de concederle a la palabra
escrita una inadecuada autonomía, tampoco resultaría obvio realizar una versión
literal o caligráfica, pues siquiera
hemos mencionado los escollos de carácter filológico que plantea un texto de la
Antigüedad clásica.
No obstante, presuponemos que el planteamiento de Tzavellas no era el
de realizar una adaptación caligráfica del texto de Sófocles (para empezar, rodó la película en griego moderno
y con subtítulos en inglés,
por lo que ya prescindió de la musicalidad y cadenciosidad de los versos originales); y que tampoco debió de ambicionar aproximarse al
ideal de la reconstitución arqueológica, algo que, como ya apuntó Patrice Pavis, no podría sino
responder a una ilusión por la «pura dificultad técnica para reconstruir el pasado y reconstituir el trabajo del
actor» (2015: 293). Además, esta
reconstitución podría acabar convirtiéndose «en una impostura, en un trabajo puramente formal preocupado por los detalles
arqueológicos y no lo
suficiente por la nueva relación
de la obra con el público y, en consecuencia,
la concretización inducida
por el cambio de la recepción», motivo por el que, si bien el objetivo de esa
supuesta reconstitución habría sido el de
acercar la obra clásica a los espectadores, lo que en realidad conseguiría, paradójicamente, es alejarlos
al distraerlos con «una visión del pasado»
(2015: 294). Esa supuesta reconstitución fidedigna, por consiguiente, en realidad resultaría distorsionadora,
dado que le arrebataría a la obra su
vitalidad de clásico intemporal para reducirla a un fósil indescifrable (aunque, lógicamente, los
criterios que rigen una supuesta reconstitución y los medios con los que esta se lleva a cabo pueden conducir a resultados muy dispares).
Este mismo debate sería
extensible a la interpretación de la denominada música antigua (un apelativo ya muy ambiguo además de polémico, en tanto que podría entrar en colisión
con el no más preciso
de música clásica), aunque, especialmente en sus inicios, se (mal)entendía por defecto que, por
el simple hecho de interpretar un tipo de música entonces
inaudita, y de ejecutarla a través de reproducciones de instrumentos antiguos, ya se estaba llevando a cabo una reconstitución
arqueológica de ese repertorio, lo cual
distaba mucho de ser cierto. Esas interpretaciones que se llevaban a cabo mediante lo que entonces se conocía como criterios históricos –ahora se habla de interpretaciones históricamente informadas (un eufemismo parecido
para decir lo mismo:
que cada músico hace lo que puede, con mayor o
menor talento y con mejor o peor conocimiento)– solían llevarse a cabo no en función de las pautas que habrían
regido la composición de esa obra en el
pasado, sino de cómo desde el presente
los músicos las entendían, lo cual ya evidencia un error de
planteamiento: ejecutar una obra antigua desde
la perspectiva presente no es necesariamente inadecuado, siempre y cuando no se confunda
con el hecho de tratar
de ejecutarla en función de cómo esos parámetros debieron de entenderse en
la época en la que se establecieron7.
Ciertamente, la dimensionalidad
que entraña rodar un largometraje multiplica
de manera exponencial las complicaciones a las que debe enfrentarse un
intérprete musical (aunque quizás se aproximaría a la labor que asume un director de orquesta),
pero en ambos casos, un individuo del s.
XXI debe tomar una serie de decisiones con respecto a una obra que no constituye ya un hecho, sino una hipótesis (en
un caso, basado en la espectacularidad
de un drama; en otro, en la delicuescencia de un sonido); y la huella de esa hipótesis más o menos desdibujada –cuando no prácticamente desleída– se reduce a los símbolos
de un texto o de una
partitura. Evidentemente, los paratextos pueden ayudar a esclarecer los restos gráficos de esa entidad intangible, pero deben igualmente interpretarse y son
susceptibles de tergiversarse o confundirse. En nuestro caso, además, la ejecución de esa partitura original se traslada a otro ámbito (del teatral al cinematográfico), una cuestión a la que
regresaremos más adelante. Pero
examinemos, en primer lugar, las características de la película de Tzavellas.
2. LA
ENGAÑOSA LITERALIDAD DEL PLANTEAMIENTO DE TZAVELLAS: EL DELIBERADO
ANTINATURALISMO DEL FILME
2.1. La
sujeción a la historia y la textualidad de
las imágenes
Giorgos Tzavellas, que formaba parte del grupo de
directores que integraba la denominada Escuela de Atenas junto con Nikos Tsiforos y Alekos Sakellarios, se propuso rodar Antígona animado por el hecho de
que el Teatro Nacional griego
estaba entonces recuperando los dramas antiguos
tanto en Epidauro
como en el Odeón de Herodes Ático (Valverde García,
2009: 178), y buena parte del equipo técnico y del elenco de su película
procede, precisamente, de las filas de ese Teatro Nacional8. Y aunque su
obra, como habíamos apuntado, se aleja ya del espíritu del cine péplum,
no escapa por completo, al menos formalmente, a la estética de esa tradición monumentalista, pues
gracias al cuantioso presupuesto del que dispuso, se pudieron contratar a
los casi 500 extras que participaron en la cinta –entre los que se encontraban incluso los jinetes
de la Guardia Real Griega– y que poblaban esa Tebas de cartón piedra que se construyó
ad hoc en los estudios
Alfa de Atenas
(Valverde García, 2009: 178-179)9. No obstante, el
deliberado uso del blanco y negro supuso ya toda una declaración de intenciones, pues era el aviso, como
veremos, de que era el texto lo que el
director pretendía enfatizar.
En realidad,
la fidelidad por la que apostó Tzavellas se reduce a seguir la trama de la Antígona sofoclea (los personajes y el
modo en que se suceden los acontecimientos se ciñen a la
forma en que se inscriben en el original) y
a no reinterpretar la tragedia mediante el prisma de ninguna clave conceptual o simbólica ajena al mythos. Y
de acuerdo con este planteamiento, el guion del filme reprodujo,
servilmente, el texto de Sófocles vertido al griego moderno
en una adaptación del propio
Tzavellas, ya guionista experimentado.
Con todo, el medio audiovisual le proporcionaba al realizador muchos recursos
para «ilustrar» ese texto, y la película, en efecto, es pródiga en recreaciones que lo
apostillan: para empezar,
Tzavellas opta por transcribir visualmente todos los
pasajes no miméticos
de la obra (esto es, los que se relatan sin ser representados), en lugar
de filmar el parlamento mismo, por lo que los tres acontecimientos del pasado que se verbalizan en Antígona se dramatizan cual comunes flashback cinematográficos: así, observamos cómo la hija de
Edipo le rinde honores
a su hermano Polinices y es apresada, mientras lo reporta el asustadizo guardia; asistimos a las funestas
revelaciones experimentadas por Tiresias, y vemos cómo Hemón se atraviesa una espada –aunque, en este caso, de espaldas
al espectador–, mientras
la voz en off del mensajero
lo narra, motivo por el que podríamos concluir que la cinta relata con imágenes lo que el decoro ocultaba
mediante las palabras. Como argumenta
Fernando García Romero (1998: 200-202) aduciendo ejemplos de Cacoyannis y Pasolini, poner en imágenes
tanto los prólogos
como los parlamentos de los mensajeros es algo
muy común en las versiones
cinematográficas de las tragedias clásicas –que no del teatro filmado–, pero en la cinta que nos ocupa, la argucia pretendía,
paradójicamente, no potenciar
la imagen, sino utilizarla para resaltar el texto. Asimismo, Tzavellas opta por dramatizar tanto la párodos
inicial como los estásimos,
pues vemos cómo personajes o situaciones recrean
lo referido por el corifeo y el coro; y también somos
testigos de otros acontecimientos mencionados por los versos, como el honorífico ritual
fúnebre que recibe Eteocles según lo decreta Creonte. De hecho, y aparte de
algunas dramatizaciones quizás excesivas y un tanto fantasiosas, la única
licencia manifiesta que se toma Tzavellas es la que desvelan las últimas secuencias de la película,
pues sin que esta vez lo refrenden
los versos de Sófocles, somos testigos de cómo Creonte,
ya cadáver animado,
se desposee de su tiara y la deja caer al suelo. A
continuación, saldrá del palacio donde ya no se distingue del resto de los ciudadanos (la corona era el
lábil atributo que engañosamente lo
diferenciaba de sus congéneres) y, finalmente, franqueará las puertas de la ciudad escenificando así un autodestierro que lo iguala a Edipo, no en vano el
padre de la mujer a la que ha enviado a la muerte. En el último plano,
rodado con cámara fija, lo veremos alejarse, de espaldas, adentrándose en una tierra sin nombre.
Ciertamente, las distintas recreaciones a las que da
imagen Tavellas ayudan a suavizar los raccords, aunque también dan contextura a
la obra reforzando o subrayando la trama que con tanta intensidad condensa Sófocles. La prolijidad visual, pues, parece compensar
el deliberado antinaturalismo de las actuaciones, pues en la
línea no realista de Max Reinhardt,
la impostación de los actores y su porte declamatorio los sitúa, en efecto, al margen de la expresión
directa de la cotidianeidad (lo cual propicia, por otro lado, que puedan encarnar su
condición de arquetipos). Así pues,
y pese a que esa falta de naturalidad fue objeto de crítica, en realidad era un modo de elevar
a los personajes a la tesitura de héroes
trágicos que les correspondía; y en lo mismo abunda el Blanco y Negro de la cinta que tanto contradeciría el colorismo del espectáculo original
de Sófocles, aunque quizás el excesivo artificio con el que se presenta la figuración de la película (los envarados
atuendos, las atusadas cabelleras…)
le resta a la obra la gravedad pretendida, dado que lo que se presumía
caracterización se resuelve disfraz. Asimismo, tampoco es verosímil el tratamiento de la música, puesto que
todos los bloques musicales son
extradiegéticos (o de foso)10; no obstante, en alguna ocasión se simula
que la música es diegética (o de pantalla), como si de veras la estuvieran escuchando los personajes, como en la escena del Episodio
I contextualizada en el palacio de Creonte justo antes de que
llegue el asustadizo guardia para denunciar
que alguien ha hecho
una libación para el cuerpo de Polinices: en
ese momento, una joven está tocando un aulos, aunque lo que suena
no se corresponde exactamente con la fuente
sonora visible ni con el modo en que la muchacha emplea el instrumento.
Tzavellas, en verdad, no escatima
en apuntes explicativos o aclaratorios, y de
ahí que todos los bloques musicales de la película subrayen la tesitura emocional de las escenas e incluso
preparen al espectador advirtiéndolo de
los acontecimientos funestos. De hecho, incluso los movimientos de la cámara tratan de ser explicativos,
como cuando Antígona está ya encerrada
en la roca y se nos avisa de que está
próximo su ahorcamiento al detenerse el plano sobre el velo que habrá de servirle
de soga. Asimismo,
esa vocación pedagógica de la cinta también se delata en la argucia
de su inicio: la Antígona
sofoclea comienza in medias
res, habida cuenta
de que el público de su época era
perfectamente conocedor de las entrañas del mito, y Tzavellas,
con el fin de proporcionar esa información que presupone ignorada, opta por referir esa protohistoria antes
del comienzo de la acción.
Así pues, y tras los créditos (precedidos por el logo de
la productora Norma Film:
precisamente, una máscara del antiguo teatro griego), unas imágenes que reproducen las de las prototípicas figuras
que decoraban los vasos áticos van
ilustrando, acompañadas por sobretítulos, el destierro de Edipo y el litigio entre sus dos hijos varones; y todo ello sazonado con una banda sonora
musical en la que prevalece, claro está, una lira: uno de los instrumentos
más significativos de la Antigüedad helénica. De este
modo, el realizador se aseguraba de la «correcta» comprensión del comienzo ex abrupto de la tragedia; de una historia que Tzavellas
enfatiza, además, con las subsiguientes imágenes de los restos de una
batalla en los extramuros de la ciudad de Tebas entre los que se distingue
una incólume figura vestida de blanco que corresponde, como adivinamos, a Antígona.
De cualquier modo, y como ya
exponíamos más arriba, en ningún caso
Tzavellas pretende inocular verismo
en lo que filma: ni trasladando la trama
a la realidad del
público de los años 60 –lo que correspondería a una historización, opuesta a la reconstitución
arqueológica (Pavis, 2015: 294)–, ni tratando de recrear ese pasado histórico; en todo
caso, ofrecía, desde su tiempo y para sus contemporáneos, la idea que él juzgaba fiel –aunque a nosotros nos parezca ya estereotipada– de ese pasado histórico; y de ahí no solo
la bicromía y la solemnidad gestual de los actores, sino incluso la vocación
pedagógica de la película, que guía al espectador en los afectos – con
la música– y propicia la comprensión de la trama al subrayar con imágenes los pasajes no miméticos del original (como los que corresponden al parlamento de los mensajeros). Probablemente, mediante esa ausencia
de verismo y su sujeción al texto de
Sófocles, Tzavellas pretendió trasladar al filme la
esencia trágica del drama; una cuestión, sin embargo, nada elemental, como consideraremos a continuación.
3. LOS
PROBLEMAS DE ADAPTACIÓN DE LAS CONVENCIONES DE
LA TRAGEDIA: DE LA PALABRA A LA IMAGINACIÓN
En el drama ático, el sentido
trágico se descubre,
como sabemos, en «la
tensión de fuerzas contradictorias a la que el hombre está sometido» (Vernant/Vidal-Naquet, 1989: 94), motivo por el que, como señalan Juan Pedro Enrile
Arrate y Alfredo Fernández Sinde (2009: 207 y sigs.), entre los elementos que deberían resolverse satisfactoriamente
en cualquier puesta en escena (o versión cinematográfica) contemporánea de una tragedia
de la
Grecia antigua cabría destacar, en primer lugar, la expresión
de ese conflicto irresoluble
entre fuerzas contrarias que alienta toda la acción; y, complementariamente a esta premisa, que se consiguiera que los actores
que representan ese conflicto lo interpretaran a través del ideal de grandeza que es
el propio de los héroes trágicos, quienes no se mueven en la cotidianeidad, sino en una tesitura superior: «son personajes que prescinden
de amoldarse a los cauces comunes, de regirse por lo previsible dentro de una sociedad
dada, son personajes que se despreocupan de lo que llamamos realidad, y se mueven
en un ideal de grandeza» (2009: 208). Así pues, en el
caso que nos ocupa, podríamos decir que los dos protagonistas, Irene Papas (Antígona)
y Manos Katrakis (Creonte), cumplen perfectamente con el requisito exigido, e incluso podríamos
añadir que, a nuestro juicio, la magnanimidad
que desprende en esta cinta el personaje de Creonte se equipara mejor a la
de su émula Antígona que en el texto
de Sófocles, dado que, en el drama original, la figura del tirano enflaquece ante el arrojo
y las convicciones de la hija de Edipo (especialmente, en el pulso que sostienen, en el Episodio II, durante su
enfrentamiento en el palacio). En el filme de Tzavellas, de hecho, es Creonte, a nuestros ojos, el personaje
que de manera más flagrante experimenta la violencia del conflicto
trágico en el que se desarrolla el pathos (sobre todo, en las últimas escenas), y ello pese al
hieratismo de su enjuto rostro,
que se diría esculpido en piedra. En lo
tocante a Antígona, en cambio, parece que es su belleza lo que la sitúa, en la película, al margen del resto de los
individuos, pues si bien no tenemos por cometido
enjuiciar aquí el trabajo de la actriz,
es manifiesto que será en las adaptaciones realizadas por Cacoyannis donde Papas despuntará. No obstante, tanto Creonte
como Antígona hacen
gala, en esta cinta, del rango
y del valor que deben identificar a los héroes trágicos, tal y como lo apuntó Aristóteles en el capítulo
quince de la Poética; y hacen creíble
la desmesura (hybris) por la que habrán de sucumbir.
Asimismo, el
elemento de la tragedia ática con el que debe
lidiar insoslayablemente cualquier versión cinematográfica de la misma
es, claro está, la instancia coral; un
componente que, como rubricó Schlegel, actúa
cual «espectador idealizado. Mitiga la impresión de una representación profundamente estremecedora o profundamente conmovedora,
al oponer al espectador sus propias emociones expresadas líricamente, es decir, musicalmente, trasladándolo al
lugar de la reflexión» (reproducido en Zimmermann, 2012: 123). En nuestra actual
cultura, sin embargo,
nada hay «equiparable a la importancia de los coros en la vida social
y religiosa» (García Romero,
1998: 194), motivo por el que, salvo en los casos de teatro
filmado, donde los coros se suelen preservar con mayores o menores innovaciones
(como en Los Persas de Jean Prat o en
Edipo Rey de Tyrone Guthrie), o bien se suprimen, o bien se adaptan como diálogos entre varios
personajes. Y es que, como señala García Romero, con los recursos
propios del arte cinematográfico, «el coro pierde por regla general
buena parte del papel que tenía asignado en la tragedia antigua», y aunque en tales filmes «no falta, de una u otra manera, la
presencia física de un coro, […] su
función queda muy disminuida o considerablemente adulterada» (1998: 196). Como
habíamos apuntado, la
información referida por el coro es asumida, en la cinta de Tzavellas, por diferentes personajes, por lo que, como
precisa el mencionado investigador, aunque en la película del ateniense
«aparece, sí, un coro», este
no
es tratado como una unidad (no se mueve coreográficamente ni canta), sino como un grupo
de varios individuos que conversan entre
sí y comentan la acción
según el parecer
de cada uno de ellos, como sucede
en el estásimo primero; [y] otras veces las partes corales del original son
sustituidas por monólogos o, como en
la Electra de Ughetto,
por los comentarios de una voz en off (García Romero, 1998: 196).
Ciertamente, con
respecto de su antecesor Esquilo, Sófocles ya
redujo la relevancia funcional del coro, pero no su presencia
coadyuvadora para con la tesitura
emocional de los personajes, pues no en vano una de sus innovaciones fue la de ampliar el número de coreutas. Tzavellas, sin embargo,
desbarata el cometido original del coro al transformarlo
en un pasaje de tránsito que permite,
eso sí, engarzar los distintos episodios. No
obstante, y teniendo en cuenta que no se trataba de realizar una reconstitución arqueológica del drama
primigenio, no hubiera tenido mucho
sentido preservar los coros en su forma y función originales, dado que estos tienen significado,
precisamente, en el marco genuino de la
tragedia antigua. Acomodarlos a la narrativa del lenguaje audiovisual en el que
ahora se insertan
no nos parece una solución
desatinada, puesto que más
incongruente hubiera sido introducirlos a la manera de Sófocles pero fuera de
la estructura original. El problema, con todo, es que la forma
en que los transforma Tzavellas resulta algo artificiosa, por lo que los coros acaban asimilándose a la ambientación
contextual del filme.
3.2. La tiranía de la littera y el ejemplo
de una tragédie en musique
En cualquier caso, lo que evidencia la película de Tzavellas
es que la fidelidad al texto por la que apostó el director no solo se resiste a adaptarse
a la narrativa cinematográfica, sino que ya entraría en contradicción con el drama mismo, dado que, como hemos ya
apuntado, las palabras eran solamente
uno de los componentes de la tragedia clásica, que no el eje al cual el resto de los elementos se supeditaba.
El director le atribuye al filme la tiranía de la littera con
la que, inadecuadamente, se suelen asimilar las obras
dramáticas como si fuesen textos literarios autónomos, pero no hay que confundir la materia textual
con la realidad escénica. De ahí que la teoría teatral
moderna distinga diferentes niveles de texto dramático: «the linguistic
text, the text of the
staging and mise en scène,
and the “performance text”» (Lehmann,
2006: 85), siendo este último el que se
concretaría en una situación real y en su interacción con el resto de los componentes de esa actuación. Aunque el medio cinematográfico es, al igual que el dramático, visual, Tzavellas tomó la fuente sofoclea considerándola como una obra finita –que no como un esbozo de espectáculo–; posteriormente, revistió ese
texto con los atuendos, utilería
y decorados que
conforman el
repertorio de tópicos de la imaginería griega, tal y como los había codificado su tiempo. El
resultado no causa extrañeza, porque
precisamente reconocemos e identificamos esos tópicos que vinculamos al mundo
heleno, y porque podemos confirmar
que el guion reproduce el texto de Sófocles que nos proporcionan
nuestras socorridas ediciones, por
lo que tomamos por fidelidad lo que en realidad no es sino identificación o reconocimiento: reconocemos, sí, los
elementos que utiliza Tzavellas para versionar el clásico, lo cual no
significa que su película sea fiel al original.
Sencillamente, se identifica mejor el modelo que en el caso de la película I Cannibali,
porque todos los personajes, parlamentos y sucesos que filma Tzavellas estaban ya en la obra de Sófocles.
En la cinta de Cavani,
en cambio, debemos hacer un esfuerzo
abstractivo para suplir el hiato que se manifiesta
entre la antigua Tebas del s. V a.C. y la delirante Milán de los años 70. No estamos afirmando, evidentemente, que la
cinta de Cavani sea más fiel que la de Tzavellas (la realizadora italiana, además, tampoco lo pretendía: se trata claramente de una inspiración); lo que tratamos
de argüir es que las obviedades de la película
de Tzavellas no la convierten forzosamente en una adaptación fidedigna. Lo que cabría
plantearse, sin embargo, es hasta qué
punto sería operativa, si es que fuera en verdad posible, esa acreditada fidelidad.
En el caso de que
se tratara de una reconstitución
arqueológica (que, como ya apuntó
Pavis, no está exenta de dificultades), tendría validez, precisamente, en tanto que evidencia arqueológica fechada y catalogada, que ya no como obra clásica intemporal. Podríamos traer a
colación, por ejemplo, la
extraordinaria reconstitución arqueológica de la obra Atys (1676) de Jean-Baptiste
Lully (con libreto de Philippe Quinault) que en 2011 realizaron, en la Opéra-Comique de París,
el director de escena Jean- Marie Villégier,
el director musical William Christie y el conjunto
instrumental Les Arts Florissants.
Esta tragédie en musique (un género que pretendía emular, precisamente, la esencia de las tragedias clásicas), basada en los Fasti de Ovidio,
es un espectáculo en el que conciertan música, danza, palabra
e imagen, y los directores lo llevaron a cabo tras un minucioso análisis de diversas fuentes documentales en torno a
su puesta en escena en el s. XVII,
luego atendiendo a la coreografía, decorados, vestuario, uso de los instrumentos, gestos actorales,
dicción, etc. La exquisita lectura de la
obra que ofrecieron los directores posee un valor
incalculable, pero todos y
cada uno de los elementos
que la componen significan en función de las
coordenadas de la época en la que la obra surgió y de las circunstancias contextuales en que se representaba, por lo que, aun tratándose
de un clásico, la pieza no entraña la universalidad que convoca la tragedia sofoclea. No se trata, evidentemente, de
establecer agravios comparativos, sino de constatar una serie de evidencias. Esa versión
del drama Atys es poco
accesible, porque reclama la asunción de un código previo cuyo desciframiento conducirá a la cabal
comprensión de todos sus elementos. Por supuesto, un espectador sin la instrucción específica podría caer rendido
ante la belleza del espectáculo, aunque, por lo común, no comprenderá a qué se deben, por ejemplo, la falta de
dinamismo de la danza, la extrema
artificiosidad de la distribución escénica de los personajes, el amortiguado volumen de la sonoridad o el
extraño diálogo entre las voces planas de los cantantes y la elocución
desacompasada de los instrumentos, dado que todo ello se aleja completamente del modo
en que la tradición occidental ha ido
educando el oído moderno (y, sobre todo, tras el Romanticismo). Todos los parámetros del espectáculo
tienen, en efecto, un sentido, pero este se
resuelve en el contexto de la tragédie en musique del s. XVII –un género, además, específicamente francés y en honor a la monarquía gala– y no en el s. XXI (y ni siquiera en la idea que, en el s. XXI, se tiene del espectáculo barroco en general). No
estamos afirmando, nada más lejos de ello, que
la supuesta mayor o menor inteligibilidad de una obra para el público de una época deba condicionar los criterios de
adaptación de la misma, dado que no es
nuestro objetivo entrar en consideraciones de índole sociológica. Asimismo, tampoco tenemos interés alguno en
enjuiciar la labor de un realizador frente a otros, pues de lo que se trata, en suma, y más allá de medir el alcance de la fidelidad para
con un espectáculo del pasado, es de reflexionar
en torno al valor epistemológico de un montaje dramático o de una propuesta cinematográfica.
Por otra parte, y
como nos hemos referido más arriba, la cinta
de Tzavellas enfatiza
el hieratismo de los rostros
y la ceremoniosidad de algunos gestos que abundarían en la teatralidad de la película, pues el trabajo actoral
de las representaciones dramáticas exige una definición del ademán y de la posición
escénica mucho mayores que la del medio cinematográfico, que puede
recurrir, como sabemos, a los primeros planos –una técnica que,
además, le imprime a la imagen mucha carga afectiva, tal y como lo señaló Eisenstein (citado por
Deleuze, 1983: 125)–.
Esa supuesta teatralidad de la película, sin embargo, que fue otro de los recursos que utilizó Tzavellas para ser fiel al original, se resuelve
falaz en la pantalla. Ciertamente, el cine comparte con el teatro algunos de sus rasgos idiosincrásicos, pues ambas disciplinas se desarrollan en la espectacularidad (son medios, en efecto, para spectare) y presuponen, teóricamente, la
concurrencia del espectador en un
espacio colectivo
en el que este experimentará tanto lo que sucede en el
espacio de lo representado (el escenario, la pantalla) como lo que ocurre en el lugar de la representación (el teatro, la sala de proyecciones), pues también el propio espectador asiste al sentir del público. Indudablemente, son también muchos los
elementos que distancian uno y otro arte, pues
el cine no entraña el carácter irrepetible de la interpretación teatral,
que por mucho
que se represente no puede ofrecer espectáculos idénticos.
Cierto es que el espectador de la obra cinematográfica puede
vivir una experiencia estética análoga
a la del público del teatro. Esa experiencia estética,
que sería el equivalente
moderno de la antigua catarsis (y la kátharsis era, como sabemos, la verdadera finalidad de toda tragedia
ática), podría vivirla el espectador
cinematográfico con la misma intensidad que el público de un teatro, frente al impacto emocional
causado por la obra que estuviera desarrollándose
ante sus ojos de forma simultánea a la percepción de la misma, pero el carácter vivo del drama difiere, lógicamente, de la naturaleza exánime de la cinta de
celuloide: en un teatro, lo acontecido no solo
tiene lugar ante los ojos del público, sino «revistiendo las formas de la existencia real en la actualidad del espectáculo» (Vernant/Vidal-Naquet, 1989:
91); y en el ámbito de la tragedia antigua, además, aquello que la palabra convocaba remitía
a un pasado mítico cuya inexcusable ausencia
justificaba, precisamente, la
presencia efectiva de unos personajes en una escena (que no su presencia
virtual en la pantalla de una sala de proyecciones). Por otra parte, en el teatro también los ejecutantes están
experimentando la interpretación de
la obra a la vista de los espectadores, lo cual
significa que esa pieza no solo podrá ir transformándose a medida que se
construye (lo que podríamos entender
como una reconstrucción vertical),
sino que seguirá transformándose a
lo largo del tiempo en que se represente (en
la historia de las
representaciones, en su reconstrucción
horizontal), puesto que esa indeterminación
del texto a la que tanto nos hemos referido aquí le garantiza, precisamente, su vitalidad y mutabilidad. La cinta cinematográfica, en cambio,
constituye, en su forma, un cuerpo virtual
invariable, pese a que no podrá eludir,
paradójicamente, los efectos
del paso del tiempo.
Sea como fuere,
la teatralidad del filme de Tzavellas no solo no
acerca la película al drama original, sino que la desvirtúa del medio cinematográfico a la que pertenece.
Finalmente,
y aunque suponga una obviedad que por notoriamente sabida casi es necedad expresarla, lo que llevó a cabo Tzavellas, como haría
cualquier otro cineasta o director de escena, fue atribuirle al drama de Sófocles la dimensión visual
de la que el texto –que no la obra en su realización natural– carece. Como recordaba José Luis
Sánchez Noriega (2000: 39), «la mayor diferencia del valor de los sintagmas verbales respecto a
los visuales […] radica en la analogía de la imagen. Se suele decir que la
palabra se sitúa en un nivel de abstracción, mientras que la imagen es concreta, representacional, remite directamente a un referente». Tzavellas, en efecto,
tradujo unos versos, unas palabras, en unas imágenes
de ineludible concreción que,
aunque reducen a una sola realidad la infinidad de posibilidades
referenciales del texto original, no dejan de constituir, en puridad, la resulta de un acto imaginativo. Y partiendo de este hecho, apelar
a la fidelidad en
términos tradicionales ya supone, consecuentemente, una aporía. En verdad, lo mismo ocurría en cada
representación del drama antiguo,
puesto que, siendo la tragedia esa «simulación de un sistema coherente de acciones encadenadas que conducen a la
catástrofe», y por las que «la
existencia humana accede a la consciencia» de sí misma, esta solo tendría lugar, precisamente, a través
del montaje de esa experiencia imaginaria que
constituye toda representación (Vernant/Vidal-Naquet, 1989: 95). En consecuencia, tal vez el único modo de ser fiel a una tragedia antigua sería, paradójicamente,
el de recurrir a las traiciones de la
imaginación.
4. CODA
El hecho de que hayamos
cuestionado la pretensión de fidelidad de la
versión de Tzavellas no significa, pese a todo, que anatemicemos su propuesta o que no reconozcamos la valía de su trabajo.
El problema es que
el concepto de «fidelidad» presupone el de «verdad», pues como precisa Pavis, solo asumiendo «la idea de una
verdad del texto, inscrita en él,
indiscutible e inalienable», tendría sentido
concebir «una necesaria y posible fidelidad de la interpretación» (2015: 406). Esa presunta fidelidad, pues, se basaría en
la ilusión de que podemos estar «leyendo, interpretando y actuando la obra conforme
a las intenciones del autor,
como si existiera
una lectura correcta, una lectura que no traicionara una verdad verificable en la pieza dramática o en la obra
interpretada» (2015: 406). No existen,
como sabemos, posibles lecturas correctas o unívocas, pues las obras ni convocan ni entrañan esa verdad
que sería inapelable y a la que cabría
rendir pleitesía. El
dominio de la «verdad», además, es ya ajeno a la
literatura, pues como expresaba
Alfonso Reyes mucho antes de que surgieran los estudios sobre las modalidades ficcionales y la
teoría de los mundos posibles, «la
experiencia psicológica vertida en una obra literaria puede o no referirse a un suceder real. Pero a la literatura tal experiencia no le importa
como dato de la realidad, […] sino porque es interesante en sí misma»
(1952: 86).
A tenor de todo lo expuesto,
y relegando ya el asunto de la aporética fidelidad, la cuestión es que, en lo que
concierne a las transposiciones
escénicas o cinematográficas de los clásicos, nosotros no defendemos a ultranza una supuesta sujeción al modelo. El respeto por la obra y por su tradición no implican necesariamente
que cada (re)lectura deba hacerse en
los medios y con los criterios de la pieza original. De ser así, las Variaciones Goldberg de J. S. Bach, una composición
concretamente intitulada Aria mit verschiedenen Verænderungen vors Clavicimbal mit 2 Manualen (porque debía
ejecutarse, en efecto, con un clavicémbalo de dos teclados), nunca hubiera
podido interpretarse al piano y, en
consecuencia, nos hubiéramos visto privados
de las singulares e iluminadoras versiones de Glenn Gould (cuya interpretación, por cierto, permite
reflexionar acerca del sistema de
composición de Bach, y hasta sobre el modo de articular, incluso con el clavicémbalo, las diferentes voces de
la partitura). Siguiendo las especificaciones
del compositor de Leipzig, la pieza siquiera
podría interpretarse con un cembalo italiano (demasiado percutido) o con cualquier
otro clavicémbalo de un solo teclado.
En cuanto a las versiones escénicas o
cinematográficas, cierto es que nosotros preferimos las adaptaciones modernas,
las muy personales o, incluso, las recreaciones libres, a las presuntas
transposiciones (pseudo)fieles, pues estas acaban por proyectar una imagen
falaz de la obra, y más
cuando se autoproclaman dignas de crédito. Muy
distintas son, ciertamente, algunas lecturas que podríamos denominar filológicas
como la que hicieron Villégier y Christie del Atys lullyano, que es una reconstrucción tan espléndida como excepcional (aunque no menos
extraordinarios debieron de ser los medios materiales y económicos con los que
contó, fuera del alcance de la mayoría de los teatros).
Por otra parte,
la variedad de los distintos enfoques de las diversas adaptaciones muchas veces permite descubrir
nuevos puntos de vista o ahondar en los viejos
dilemas; y, asimismo,
a veces los clásicos se nos revelan sin que siquiera se haya pretendido aludir a sus ubicuos ancestros, pues como apunta
García Romero, acaso el mejor reflejo cinematográfico de una tragedia antigua lo patentizan los filmes de Eisenstein y,
especialmente, sus dos partes de Iván el Terrible
con
los gestos y movimientos estilizados, pausados y enfáticos de los actores, los rostros de mirada fija y
hieráticos como máscaras, los
movimientos y disposición coreográficos de los grupos que representan al pueblo o a los boyardos, y también sus cantos y danzas corales,
monodias y amebeos (con el solista
incluso enmascarado), perfectamente integrados en la acción (1998: 203).
Borges (o, mejor dicho, el otro Borges, ese al que le ocurren las cosas)
precisaría que este
ejemplo es uno de los
muchos que demostraría esa «técnica
del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas» con la que Menard enriqueció –sin querer–
ese maravilloso «arte detenido y
rudimentario de la lectura» (1999: 55), y que nos impelería, en efecto, a aprehender las obras cual corriente continua de
prolepsis y analepsis, aunque
nosotros ya nos conformábamos con esas palabras de Menard en torno a que «Pensar, analizar, inventar»
–léase adaptar, recrear, imaginar…– «no son actos anómalos»,
sino «la normal respiración de la inteligencia» (1999: 55).
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1 No
obstante, y como bien señala María Teresa Magadán
Olives (2007: 393-406) en un estudio en el que establece una documentada periodización de la filmografía sobre asunto griego que abarca desde el cine mudo hasta el año
2005, cabe precisar que la visión que divulgaba del mundo helénico el cine péplum era ya muy distinta, por ejemplo, de la que mostraba de la Roma imperial.
2 Algo más tarde hallaríamos
las adaptaciones de Edipo Rey (1967)
y de Medea (1969)
3 Como patentizó George
Steiner (1987), precisamente la tragedia Antígona ha
tenido una fecunda pervivencia en la filosofía, las letras y el arte de la cultura occidental.
Además, los conflictos que asolaron a la Europa de la primera mitad del siglo XX supusieron un contexto idóneo para
propiciar un sinfín de versiones y recreaciones
de carácter denunciatorio. La Antígona (1947)
de Bertolt Brecht, por ejemplo, que partía de la traducción alemana
que redactó Hölderlin de la tragedia
sofoclea, sitúa la acción en el Berlín de 1945, un poco antes de que las fuerzas aliadas
ocuparan el territorio alemán.
En la de Jean Anouilh,
estrenada en París en 1944 –en plena ocupación alemana, por tanto–, la
hija de Edipo representa a la Resistencia frente a la figura de un Creonte que simboliza el poder del general
Pétain; y en el drama de 1961 del checoslovaco Peter Karvaš, que sitúa la historia en un campo de concentración, Antígona encabeza la
rebelión de un grupo de reclutas. Como es
lógico, no todas las obras
se han amparado en la Segunda Guerra
Mundial: la Antígona
furiosa (1986) de la bonaerense Griselda Gambaro denunciaba el terrorismo de estado
que minó Argentina durante los años de la denominada «guerra sucia»; La tumba
de Antígona (1967) de María Zambrano
supuso, a la sombra de la Guerra
Civil española, una reflexión en torno a un conflicto
fratricida y al desarraigo del exilio; y a la luz del mismo acontecimiento, y tomando
entonces a Creonte como símbolo del
franquismo, cabría leer la Antígona que
Salvador Espriu escribió
en 1939. La figura de Antígona, en fin, sigue
denunciando hostilidades y enarbolando confrontaciones
endémicas, como en Le Quatrième
mur (2013) del tunecino Sorj
Chalandonen, una
obra situada en un Beirut en guerra en donde una Antígona palestina y sunita debe convivir con comunidades de chiitas,
caldeos y maronitas.
4 Hemos recreado, como es manifiesto, un pasaje del texto original
del relato «Pierre Menard, autor del Quijote» (Borges, 1999: 50).
5 Según
Stephen Bottoms, los primeros serían los que «abordan
la representación concentrándose sobre
el lenguaje y las literaturas en las que esta con mucha frecuencia se funda»; y los segundos, «los
que consideran el evento de la representación
como su principal preocupación y el texto como un simple soporte para este acontecimiento»
(citado por Pavis, 2015: 405).
6 Recuérdese cómo definía
Aristóteles la «tragedia» en el capítulo sexto de la Poética (49b24 y sigs.): «Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y completa, de cierta amplitud, en lenguaje sazonado, separada cada una de las
especies [de aderezos] en las distintas partes,
actuando los personajes y no mediante
relato, y que mediante compasión
y temor lleva a cabo la purgación
de tales afecciones. […] Necesariamente, pues, las partes de toda tragedia
son seis, y de ellas recibe su calidad
la tragedia; y son: la fábula, los caracteres, la elocución, el pensamiento, el espectáculo y la melopeya».
7 Esta cuestión
la denunció ya Richard Taruskin en un incendiario artículo que, publicado
en The New York Times el 29 de julio de 1990, llevaba por título «The Spin Doctors of Early Music».
El libelo se divulgó más tarde en otras fuentes –y con algún epílogo aclaratorio– bajo el epígrafe
de «The Modern Sound of Early Music», pero el
texto original puede consultarse en el siguiente enlace: https://www.nytimes.com/1990/07/29/arts/the-spin-doctors-of-early- music.html [Fecha de
consulta: 31/10/ 2020].
8 Conforman los
créditos de la
película la siguiente
relación de personas
(no
9 En torno a esta cuestión, vid. el recorrido que traza Alejandro
Valverde García (2012: 251-271) de la filmografía sobre el
mundo griego a partir, precisamente, de las obras que rodaron directores griegos (y,
en especial, en la década de los 60).
10 La terminología en torno al modo en que la música se relaciona
con la diégesis fílmica es muy amplia; sobre
esta cuestión y los términos
empleados por los distintos
teóricos (nosotros ponemos entre paréntesis los acuñados por Marcel Chion), vid. Alunno (2005: 15-24).
Fecha de recepción: 12/11/20.
Fecha de aceptación: 10/03/21.