SALAFRANCA VÁZQUEZ, ALEJANDRO, Y PÉREZ
VEJO, TOMÁS, LA CONQUISTA DE LA IDENTIDAD:
MÉXICO Y ESPAÑA, 1521-1910 [PRÓLOGO DE JON
JUARISTI], 2021, TURNER NOEMA,
ISBN 9788418428876
Introducción. La equis y la jota
Los mejicanos llevan más de doscientos años escribiendo con la equis, aunque pronunciando con la jota, el endónimo de su país ―el de mayor población hispanohablante del mundo entero―, que fue uno de los Estados-nación resultantes del desgajamiento y ulterior fragmentación del viejo corpachón de la monarquía hispánica, allá por la vertiente norteña del continente americano, de uno de los virreinatos, sin duda el más rico en términos materiales y culturales, que lo componían: el de Nueva España. Los demás territorios desprendidos de este último a lo largo del siglo XIX ―o que en algún momento de su historia habían formado parte de él― y luego cristalizados como países o fórmulas similares, asimiladas, asociadas o sucedáneas son, hoy en día, grosso modo, por orden alfabético, los siguientes (ex uno, plures): Canadá, Costa Rica, Cuba, El Salvador, Estados Federados de Micronesia (islas Carolinas), Estados Unidos de América, Filipinas, Guam (territorio insular no incorporado de Estados Unidos de América), Guatemala, Haití, Honduras, islas Marianas del norte (estado libre asociado a Estados Unidos de América), Nicaragua, Palaos, Puerto Rico (estado libre asociado a Estados Unidos de América), República Dominicana y Venezuela (esta última estuvo bajo la lejana égida novohispana, con la denominación de «provincia de Venezuela», desde 1527 hasta 1777, año en que pasó a formar parte de la Capitanía General de Venezuela). Antes que los mejicanos, los novohispanos también habían usado la equis, durante tres centurias, para castellanizar el sonido de la lengua náhuatl que designaba la capital de los mexicas y, por extensión, mucho de lo a ella atingente. Semejante fenómeno lingüístico no es, en puridad, más que un arcaísmo ortográfico, también presente en topónimos tales como Tejas (Texas) o Jerez (Xerez), inter alia, u otros vocablos del español (por ejemplo, anexo, Quixote o Ximénez), que responde a la forma escrita en la que, antaño, el idioma representaba el sonido que hogaño incumbe a la letra jota. Para aludir en negro sobre blanco tanto a ese gran país norteamericano heredero del virreinato de Nueva España como a sus naturales y demás características que les sean propias, los usuarios del español, en la norma peninsular (ibérica) actual, suelen alternar las dos grafías, pero durante mucho tiempo, al menos desde el siglo XIX, favorecieron, por la regla de la analogía (declinatio naturalis) varroniana ―que se ocupa de registrar y sistematizar las regularidades― la que reproduce la representación fonética (la jota) y arrumbaron, por reputarla una anomalía (declinatio uoluntaria) ciceroniana ―que es en donde encuentran cabida las, en muchos casos, enriquecedoras irregularidades― la que se aleja de ella (la equis). Con todo, a lo largo de ese mismo decimonono siglo los liberales mejicanos convirtieron en un problema político la plasmación por escrito de la pronunciación del endónimo coloquial de su país (pp. 155 y 176), con el propósito no oculto de constatar a) que su México (con la equis mexica) ya existía antes de la llegada de Hernán Cortés y b) que, una vez desaparecido el virreinato de Nueva España, ese México suyo atemporal y residente por derecho propio en el inconmensurable evo praeter historiam volvía a ser lo que siempre había sido, pero aún mejor: una prolongación gloriosa, perfeccionada y perenne de aquel, definitivamente despercudida de la ignominiosa jota gráfica gachupina. El Diccionario panhispánico de dudas, siempre atento a las sensibilidades de sesgo ideológico o político, recomienda que Méjico y mejicano se escriban como México y mexicano «[…] por ser las [grafías endonímicas] usadas en el propio país», mas también, aunque eso no lo diga el infolio, por constituir una seña de identidad y soberanía tan potente y representativa como el águila, el nopal y la serpiente del escudo que ocupa el centro de la bandera tricolor del país norteamericano, de inspiración garibaldina. La letra equis constituye emocionalmente para Méjico y los mejicanos, en suma, un irrenunciable símbolo medular equivalente, quizás, a lo que la letra eñe postula para España ―otro de los Estados-nación brotados, malgré lui, del desmoronamiento convulsivo de la monarquía hispánica― y muchos españoles. Todas las sociedades ―en particular las élites que las configuran, atraviesan, condicionan y dirigen desde arriba― y cada uno de los individuos que las componen precisan de mitos (entre los más apreciados se hallan los étnicos y los fundacionales, como bien señala Zunzunegui, 2023), símbolos y deidades en los que enmarcar sus identidades respectivas y que les permitan explicarse y aceptarse como tales. Que respondan a la documentada, e importuna, verdad histórica no solo no es necesario, sino, en muchos casos, hasta inconveniente.
Justo de esto mismo, de identidades y de cómo conquistarlas, trata la monografía aquí reseñada, compuesta a cuatro manos, que no al alimón (suum cuique tribuere), por dos investigadores españoles trasplantados y arraigados en Méjico desde hace casi tres decenios, Alejandro Salafranca Vázquez y Tomás Pérez Vejo, colegas ambos entre sí y, sin embargo, cuates, y prologada por el sabio Jon Juaristi en un luminoso escrito estipulado a modo de miniensayo.
Primera parte. Esse est percipi
En 1710, un obispo anglicano sorprendentemente irlandés, George Berkeley (1685-1753), publicó en Dublín, escrito en inglés, un opúsculo filosófico titulado Treatise Concerning the Principles of Human Knowledge, Part I (Tratado sobre los principios del conocimiento humano, en una de sus traducciones al español) con el que pretendía confutar los planteamientos que sostenía su adversario, John Locke, acerca de la percepción humana. En el punto tercero de esa obrita mal recibida por la comunidad intelectual de la época (nunca hubo parte II, aunque sí una recomposición, dispuesta a guisa de diálogo didáctico, que vio la luz en 1713 con el título de Three Dialogues Between Hylas and Philonous), Berkeley dio a conocer, mitad en latín, mitad en inglés, la noción fundamental de su pensamiento empirista de corte idealista, que él gustaba de llamar inmaterialismo: esse is percipi (esse est percipi: «ser es ser percibido» o, mejor, «nada existe fuera de la conciencia»). Según el prudente ministro de la Church of Ireland, solo existe lo que uno percibe a través de los sentidos y luego manufactura en su conciencia a modo de fenómeno inteligible; es decir, la realidad no es sino una representación elaborada con los materiales aportados por estos últimos como experiencia sensorial destinada a ser perceptible y cognoscible dentro de los límites de la razón. Hay una ciudad y una universidad epónimas en California que, solo con el nombre, le rinden homenaje todos los días al filósofo de la Emerald Island. Algo más de dos centurias y media después, en 1967, Borges y Bioy Casares dieron a la estampa un cuento homónimo (Esse est percipi) en el que fabularon, a partir de las enseñanzas del pensador, que el universo y todo lo que contiene, incluidos los partidos de fútbol y la conquista del espacio, son lo que parecen porque así lo cuentan los profesionales encargados de tejer intensas alegorías en forma de tapiz imitador (recreador) de la realidad, con su campo y su cenefa, para que la gente, mera espectadora, las perciban y vivan no como ficciones, sino como verdades inconcusas (estas, escribieron los dos argentinos, «[…] son cosas que no existen fuera de los estudios de grabación y de las redacciones»). Por lo demás, las hermanas transgénero Wachowski han rodado las cuatro películas de la saga Matrix (The Matrix, 1999; The Matrix Reloaded, 2003; The Matrix Revolutions, 2003; y The Matrix Resurrections, 2021) basándose en el principio berkeleyano de que lo real no tiene más límites que lo percibido. Antes que todos ellos, incluso antes que el propio filósofo irlandés, el ingente Pedro Calderón de la Barca (1600-1681) ya había dejado escrito para siempre, haciéndose eco de la sabiduría hinduista, la mística persa, la moral budista, la tradición judeocristiana y la filosofía platónica, que la vida es sueño («¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son»). Hoy en día, el mundo va camino de convertir el universo en metaverso —y aun en multiverso—, mediante la reinterpretación sustitutiva de lo analógico en lo digital y, subsiguiente y consiguientemente, de la recreación de la realidad bajo la especie de versiones paralelas o alternativas, mas siempre intervenidas o interesadas por terceros.
El primero de los autores del libro escrutado en estas líneas, Alejandro Salafranca Vázquez, un malagueño tan español (con eñe) como mexicano (con equis) afincado en la ciudad de Méjico desde hace más de treinta años, antropólogo formado en la Escuela Nacional de Antropología e Historia de ese país hermano, especialista como pocos o como ninguno en la plasmación pictórica y plástica de las diferentes etapas de la historia mesoamericana desde 1519 hasta la actualidad, experto en gestión cultural y museística e investigador de largo aliento y vasta y espléndida obra, es el encargado de dilucidar por qué conductos ―y, especialmente, por qué razones― lo que ha pervivido o sobrevivido como objeto artístico en el período indagado (1521-1910) no es más que la deliberada aplicación a la historia de Méjico y España por parte de sus respectivas clases dirigentes, en busca de la huidiza identidad, de las enseñanzas berkeleyanas acendradas en el principio de esse est percipi. A la gente le gusta más creer que pensar: es más fácil. Por eso mismo, el autor destaca en la primera parte de la monografía, titulada «La conquista de México en el arte de la monarquía católica» y cimentada en un formidable aparato bibliográfico y de notas, que la pintura ejecutada en este lado del Atlántico ha ninguneado, o casi, muchos de los magnos acontecimientos sucedidos allá antes y durante el virreinato novohispano y ensalzado solo lo hispánico en el marco de lo europeo (pp. 38 y 39), en tanto que la pintura de aquel lado de la orilla de la mar océana ha procedido justo al revés (pp. 40-42): en uno y otro caso, sostiene el autor, únicamente ha quedado reflejado en el arte lo que les ha interesado a unos pocos, a los de siempre, a los de arriba, empeñados en forjar la conciencia de todos los demás a partir de lo por ellos seleccionado, con el designio deliberado de ahormar la realidad a lo representado, y no viceversa (Granés, 2022, pp. 170 y ss.).
Particularmente atinada resulta la apreciación de Salafranca Vázquez de que la acción de Castilla en América solo admite como compulsa histórica posible lo ejecutado por los árabes entre Damasco y al-Ándalus, el yihad, en poco menos de cien años (p. 36), si bien convendría redondear semejante aserto con la acotación de que el imperio mogol, el más extenso de la historia en términos territoriales, tampoco constituye una referencia comparativa desdeñable, sobre todo en lo concerniente al número de tropas efectivamente mogolas presentes en los ejércitos conquistadores. Refiere con acierto el autor, por añadidura (p. 40), que la legitimidad de lo logrado (esto es, lo conquistado, lo fundado ex novo, lo construido, destruido y reconstruido, lo legado, etcétera) por los castellanos en tierras americanas de ultramar no yacía en el poder de las armas, tecnológicamente superiores ―estas representaban la potestas, que se daba por supuesta―, sino, antes bien, en el designio divino, argumentado sesudamente y enconadamente por reputados teólogos y juristas en la junta de Valladolid (1550-1551), en forma de imperium, y que la pérdida de todo ello solo adquirió ribetes de drama y trauma en 1898, siete décadas más tarde de que aconteciera: «Parece confirmarse aquella máxima de que las Indias las perdió el rey[,] y Cuba la perdió la nación española» (p. 55).
Cabe resumir la tesis toral del trabajo de Salafranca Vázquez en que la conquista emprendida por Hernán Cortés en 1519 a) jamás fue percibida no ya como significativa, sino ni tan siquiera como representativa, por los responsables de determinar los destinos de la gran pintura de Estado, incluida la de tema bélico, de la monarquía hispánica radicada en Madrid entre los siglos XVI y XIX, y b) constituyó, en cambio, los cimientos sobre los cuales se edificó y dio forma e identidad al virreinato de Nueva España (y también a todo lo que aconteció después de que este se desgajara de aquella, de todo lo cual se ocupa el coautor de la obra, Pérez Vejo, en la segunda parte de esta). Pues bien, para demostrar y exponer su tesis, el autor se vale de una muchedumbre de láminas (treinta y cinco, entre cuadros, esculturas, biombos, enconchados y billetes de banco), impresas a todo color nada más comenzar el libro, y de una argucia narrativa, una «ucronía pedagógica» (p. 25), no por falaz menos feliz: la supuesta reunión, en pie de igualdad, en el salón de reinos del hoy desaparecido palacio del Buen Retiro de Madrid de diversos notables, incluidos los americanos, procedentes de todos los rincones del imperio entonces regido por Felipe IV, el rey Planeta, así como de algunos territorios rivales, como la Serenissima o Francia, para admirar las obras allí expuestas, agrupadas en cuatro ejes temáticos fundamentales (el territorial, el mitológico, el dinástico y el bélico); es este último, el de las pinturas de batallas, el que atrae especialmente la atención del especialista, porque, como él mismo indica «[…] al no haber ningún cuadro que represente hechos anteriores al reinado de Felipe IV, no aparece, en consecuencia, ninguna referencia a la conquista de Tenochtitlan o del Tanhuantisuyo […] la conquista de las Indias es invisible e inexistente[,] por pretérita […]» (p. 29). La ausencia en el salón de reinos del palacio del Buen Retiro de obras representativas de las conquistas acometidas por Cortés o Pizarro, entre otros, solo puede explicarse por remisión a la susomentada máxima berkeleyana de esse est percipi: como raison d’État, al Austria no le interesaba representar la realidad indiana del pasado, porque esta, en puridad, no le resultaba relevante; lo que de veras le importaba destacar al cuarto Felipe no era sino lo contemporáneo a él, lo bullente y lo candente del siglo XVII, no lo pretérito, que ya estaba superado y subsumido en el imperio: lo novohispano era, a la sazón, constitutivamente hispano y carecía de público interés. Ser es percibir, y únicamente se percibe lo manifestado o lo representado. A lo demás no le cabe sino el silencio (p. 40). Al rey Planeta no le valía de nada, pues, auspiciar que se plasmara en una tela, para darle carta de naturaleza, lo que entonces estaba desprovisto de valor para la res publica. A los nobles peninsulares tampoco, porque no participaron en la gesta americana (p. 41) y, en consecuencia, esta no significaba cosa alguna para sus respectivos intereses privados. Hubo que esperar más de dos siglos para que la monarquía hispánica, encarnada en los Borbones, se decidiera a incluir en su programa iconográfico de creación de memoria histórica colectiva un par de obras de temática americana: «[…] los Borbones fueron los más españoles de todos los monarcas desde Juana de Castilla», sostiene el autor (p. 49). La Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando, creada por real decreto en 1752, tampoco contribuyó a tejer un relato histórico común a las dos orillas atlánticas del imperio (pp. 52-53), sino que, antes bien, insistió en la amnesia y la preterición de los temas indianos, a excepción de una única obra, Defensa del castillo del morro de La Habana, de José Rufo, «[…] de escaso interés iconográfico (ibidem)».
Idéntica referencia filosófica berkeleyana sirve para justificar la pululación, la superfetación, de obras plásticas puestas al servicio del virreinato novohispano, primero, y los nacionalismos hispanoamericanos de corte liberal retoñados a raíz del ocaso de la monarquía hispánica, después. Nueva España, en concreto, «[…] el reino más próspero de la monarquía [hispánica]» (p. 110), llevó a cabo, a través de sus élites, un esfuerzo inmenso destinado a generar un pasado simbólico y legitimador que estuviera a la altura de su próspero presente y borrara cualquier rastro de indigencia identitaria. El virreinato se sintió en la necesidad de decirse a sí mismo, y al mundo entero, lo que era (esse), a partir de la manifestación percibida de lo que quería y debía ser (est percipi). Los soportes elegidos para representarlo fueron unos biombos y enconchados tan insólitos como singulares, empleados en las casas ricas como parte del ajuar decorativo (pp. 113 y ss.), amén, claro está, de las clásicas, y útiles, telas pintadas, entre otros objetos de rara belleza. Entre los temas públicos preferidos irrumpió uno inédito: el de la confrontación bélica de la conquista cortesiana, asumido con tanta naturalidad como orgullo histórico, en el que, por primera vez, los bandos en liza aparecieron plasmados en igualdad de condiciones en un producto de caballete (pp. 112 y 123).
Salafranca Vázquez reflexiona, asimismo, de profundis, acerca de lo que quizá sea la porción más sugestiva de su muy documentada, razonada y enriquecedora exposición: el papel fundamental que ejercieron en la debelación de Tenochtitlán diversos pueblos mesoamericanos subyugados por los mexicas, en especial el tlaxcalteca. En su valoración del conocido como Lienzo de Tlaxcala (pp. 64 y ss.), el autor asegura que «Los tlaxcaltecas […] serán unos consistentes constructores de memoria histórica y aportarán un relato contundente sobre su destacado papel en la fundación del reino [novohispano,] frente a todo aquel que cuestionó su calidad de conquistadores […]» (p. 64). A este asunto, ya tratado por lo menudo en la parte de la monografía que le corresponde, el especialista le ha dedicado hace poco una obra colectiva (Salafranca Vázquez, 2022), de la que es coordinador y que merece por sí sola una reseña aparte. Lo relevante aquí, en todo caso, es el hecho de que también las élites tlaxcaltecas, que nunca leyeron a Berkeley, fueron perspicazmente conscientes de que no podían permitirse no ser percibidos ni por sí mismos ante su propio pueblo ni por terceros si deseaban ser tenidos en cuenta en su presente y en el futuro. Por eso desplegaron un vasto programa pictórico compuesto por ochenta y seis piezas a lo largo del cual dejaron claro para la posteridad que, en realidad, fueron ellos, acompañados y dirigidos por los castellanos, y no al revés, los que vencieron a los mexicas y a sus aliados en la gran campaña bélica mesoamericana que culminó con la conquista de lo que hoy es Guatemala (p. 65). Los imaginarios (sobre todo los colectivos) no son sino formas (verdaderas a veces, pero casi siempre falsas) de percibir la realidad, y no la realidad misma. El pueblo tlaxcalteca, sabedor de que solo se recuerda lo que se plasma o representa, se empeñó con ahínco en elaborar un imaginario pictórico que respondiera, ad aeternum, a la realidad histórica que quería que se perpetuara. Su propósito, por desdicha, solo ha calado entre los intelectuales no intoxicados por las invenciones nacionalistas de muchos políticos necesitados de explotarlas para eternizarse en el poder. Quizá Faulkner estaba pensando en los tlaxcaltecas cuando dejó escrito en su novela Requiem for a Nun (1951) eso de que The past is never dead. It's not even past.
Segunda parte. Probatio diabolica
Somos esclavos del pasado, pero soberanos del futuro. El problema radica en que «quien controla el pasado controla el futuro, y quien controla el presente controla el pasado», como bien notó George Orwell en su célebre distopía literaria 1984 (1949) cuando, tras participar en el bando republicano de la guerra civil española y estar a punto de morir asesinado en Barcelona durante la represión del Gobierno de Negrín contra el POUM en 1937 ―circunstancia esta que dejó una huella indeleble en su visión ulterior del mundo―, quiso denunciar la manipulación interesada de la realidad que supone todo ejercicio totalitario del poder por parte de quien se haya adueñado de él a través de un medio más o menos legítimo y tenga el propósito de perpetuarse en su poltrona de mando erga omnes.
Solucionar semejante problema implica, casi siempre, enfrentarse a una probatio diabolica. Esta máxima jurídica, característica del procedimiento inquisitorial y presente en multitud de ordenamientos de todo el mundo, da cuenta de una figura típica del ámbito procesal consistente en que nadie está obligado a probar «[…] aquello para lo que se debería poder viajar atrás en el tiempo», según lo dictaminado por el Tribunal Supremo español (STS, sala 3.ª, sección 2.ª, sentencia del 19-11-2012, recurso de casación 2978/2011). La historia está compuesta de hechos, y el derecho, de supuestos fácticos y actos administrativos. Pues bien, contar los primeros de manera concatenada o verificar los segundos recurriendo a los principios de la lógica, la racionalidad, la ética, la buena fe y la proporcionalidad constituye a menudo una actividad no exenta de verse afectada por el riesgo de esa probatio diabolica recién citada, que obliga al historiador a probar algo imposible o al letrado a demostrar un supuesto o un acto que no dependen de su representado, sino de la volición de la parte contraria. En ambos casos, la probatio diabolica implica una alteración de la onus probandi, por cuanto, por ejemplo, le exige al especialista en historia de España o historia de América que avale un hecho negativo o imposible de probar, salvo que pueda desmaterializarse y volver al pasado para documentarlo ―exempla gratia, que la nación mejicana o la nación española no hayan existido desde siempre―, y le requiere al abogado de la parte cumplidora de una obligación adquirida que acredite, únicamente mediante la aportación de los medios propuestos por la representación de la otra, incumplidora de esa misma obligación, la misión inverosímil de que esta última en verdad no la observó.
Tomás Pérez Vejo, otro español (con eñe), esta vez cántabro, también avecindado desde hace varios decenios en la ciudad de Méjico, en cuyo Instituto Nacional de Antropología e Historia ejerce su magisterio en calidad de profesor-investigador, es un experto en combatir la peste de la probatio diabolica en su dimensión histórica aplicada a los nacionalismos mejicano y español. Su amplia y rica obra se centra, por una parte, en desmontar los relatos imaginarios fabricados por las élites de Méjico y España, en tanto que naciones resultantes de la descomposición de la monarquía hispánica, que él gusta de denominar católica (en el sentido de «universal»), para legitimar la espasmódica eclosión de estas últimas a raíz de la invasión napoleónica de la península ibérica y, por otra parte, en refutar la concepción tradicional de dicha monarquía como una metrópoli explotadora, y depredadora, de las colonias ―colonias a la usanza inglesa, francesa, neerlandesa o belga, entre otras escasamente modélicas, se entiende― que nunca tuvo.
Fue el narratólogo y teórico de la literatura búlgaro-francés Todorov (1966) quien, antes de meterse en la camisa de once varas de la conquista de América (1982), munido de todos los tópicos característicos del historiador poscolonial moralizante del norte de Europa que ve la paja en el ojo ajeno, por diminuta que sea, pero nunca la viga en el propio, aunque tenga un tamaño descomunal, dio a conocer la terminología clásica para designar lo que se cuenta, la historia, y cómo se cuenta, el discurso, cuando algo se cuenta. La primera, formada por hechos imbricados entre sí, según ha quedado indicado antes, siempre es subjetiva, dado que está subordinada, en todos los casos, a que el sujeto que la percibe (esse est percipi) la interprete como estime oportuno antes de narrarla. El segundo, constituido por tiempos, aspectos y modos aparentes, así como por silencios, subterfugios y retruécanos tapados, es lo que sirve, convenientemente manejado por dicho sujeto, para dar a conocer lo que se relata, destacando o velando lo que le interese a fin de producir el efecto deseado. No obstante, antes que Todorov, ya los padres del formalismo ruso Vladimir Propp y Víktor Shklovski habían propuesto, a comienzos del siglo XIX, los términos fabula («fábula») y sjužet («trama») para referirse a los mismos conceptos de qué se cuenta y cómo se cuenta (Domínguez Caparrós, 2002, pp. 195 y ss.). Otro crítico y teórico literario francés, Genette (1972), añadió, por fin, una tercera noción al par ya señalado y modificó, parcialmente, la terminología empleada ad usum para aludir a ellos. Todo lo que se cuenta, postula Genette, está formado por una tríada de constituyentes dependientes entre sí: la historia o diégesis (la sucesión de acontecimientos), el relato o discurso (el enunciado, generado oralmente o por escrito, para exponer esos acontecimientos) y la narración (u operación mediante la cual se cuenta lo contado y la historia deviene en relato).
En la segunda parte de la obra objeto de estos escolios, titulada «Una conquista, dos naciones» y dotada, como la anterior, de un poderoso andamiaje bibliográfico y crítico, Pérez Vejo (pp. 148-149) enuncia de esta suerte casi genettiana la tesis nuclear de su trabajo: «En la invención de las naciones, como en las de otras muchas formas de identidad colectiva, la historia tuvo el papel de protagonista principal. Somos aquello que nos contamos que somos, y una nación es, en esencia, la fe en un relato» (la cursiva es añadida). Al igual que su compañero de monografía, el autor recurre a la miríada de láminas ya mencionadas arriba para sustentar muchos de sus postulados, que no son sino una elucidación por lo extenso de dicha tesis. Todos los mexicanos ―con equis de mexicas, naturalmente―, refiere, son herederos naturales de estos últimos, representados como los buenos en toda aquella pintura de historia que aspirara a ser bendecida oficialmente por la liturgia nacionalista de las nuevas élites liberales dominantes en la nación norteamericana tras las guerras de Reforma (pp. 205 y 208), mientras que los restantes pueblos nativos que lucharon contra ellos del lado de los españoles de Cortés, plasmados como los malos, o fueron unos traidores o estaban muy mal informados. «La elección de los episodios representados en la pintura de historia no es […] aleatoria[,] sino determinada por el sentido de la narración, que privilegia unos, los considerados decisivos para construir la nacionalidad, en detrimento [de] otros, los marginales o no relevantes. Es el sentido del relato el que determina la importancia de los hechos, [y] no al revés, y[,] como consecuencia[,] cuáles deben ser representados y cuáles no» (p. 149). Algo similar ocurrió en el espacio político y territorial peninsular de la monarquía hispánica superviviente de la invasión napoleónica, la cual se acostó como imperio transoceánico en 1808 y se despertó como nación destazada y reducida a escombros en 1814 ―y, por ello mismo, hambrienta de pintura excitadora de sentimientos de pertenencia―. «La pintura de historia decimonónica no era solo pintura, y quizá ni siquiera en primer lugar pintura, sino, por encima de cualquier otra consideración, parte de un complejo discurso político cuyo fin último consistía en el control de los imaginarios colectivos[:] política en estado puro» (p. 204), remata Pérez Vejo.
Es ese relato rabiosamente hispanófobo, antigachupinista y prehispánico de los liberales mejicanos del siglo XIX el que, triunfante, campante, galvanizante, ha fagocitado el discurso oficial no solo de la nación norteamericana, sino también de todas las sociedades hispanoamericanas de los últimos doscientos años (integrantes de la Ñamérica de Caparrós, 2021), enfermas de neurosis histórica (p. 208) e incapaces de resolver el misterio ―el dato mata el relato― de por qué la conquista hispánica fue atroz, pero sus resultados en materia de lengua, cultura y religión resultaron fructuosos para muchos (p. 198), aunque no para todos (los mal llamados pueblos originarios). Para ilustrar el relato liberal decimonónico mejicano, Pérez Vejo estudia con profusión de detalles el cuadro de Leandro Izaguirre titulado El suplicio de Cuauhtémoc, encargado por el Estado durante el porfiriato para exhibirlo en la Exposición Universal Colombina de Chicago de 1893 y luego adquirido por el mismo patrocinador en 1901 (p. 214). La tela, argumenta, supone la culminación del imaginario colectivo auspiciado por la exaltación nacionalista mejicana, por cuanto proclama la crueldad de la conquista hispánica, encarnada en la tortura por soasamiento de pies del príncipe mexica, a la vez que promulga el fundamento prístino y la más depurada seña de identidad de la nueva nación: el orgullo del indígena de antaño, eterno y vengado, vencido pero no quebrado, con el cual no tiene ningún parecido el «mugroso» indio de hogaño. «A partir del cuadro de Izaguirre[,] todo mexicano, socializado por el Estado para ser mexicano, verá ya la conquista de la misma forma» (ibidem), sostiene, y colocará a Cuauhtémoc en el altar de la mejicanidad, justo al ladito de otros próceres de la patria, como Allende, Aldama, Hidalgo, Iturbide, Juárez o Morelos (pp. 217-218). Cabría añadir a este respecto que Payàs Puigarnau (2010, p. 23) va más allá, por cuanto asegura que la traducción vista como proceso, denominada por ella «[…] práctica de escritura interlingüística», desempeñó un papel esencial «[…] en la creación y continuación de un discurso identitario [en el virreinato de Nueva España] a lo largo de todo el periodo colonial (ibidem)», lo cual podría aceptarse como cierto si muchas de las categorías históricas de carácter epistemológico que emplea la investigadora desde las mismas páginas seminales de su trabajo (colonia, colonial, colonizador, nación, etcétera) no estuvieran ya viciadas semánticamente in nuce.
Pérez Vejo condensa todas sus conclusiones referidas a este asunto en una sola, y esta última, en un párrafo iluminador (p. 225). Al terminar el siglo XIX, señala, el Estado mexicano (con equis) había culminado su propósito de plasmar en emotivos lienzos estimuladores del sentimiento de pertenencia e identidad, teológicamente nacionalista, la totalidad «[…] de los episodios relevantes y significativos de la conquista» (ibidem), para, de ese modo, elaborar el relato de nación ―no por mítico e inventado menos exitoso, dado que ha perdurado con un éxito clamoroso hasta nuestros días― que deseaba, que necesitaba, contar a sus ciudadanos. Hoy en día, todo buen ciudadano mejicano (con jota) cree, porque así lo ha mamado desde pequeño, que la sempiterna nación mexicana (con equis) fue destruida, en una bacanal de sangre y devastación, por Cortés y los gachupines y traidores indígenas que lo acompañaban en 1519 y posteriormente vengada y reconstruida en todo su esplendor tres siglos más tarde por los beneméritos padres de la patria, herederos directos no de los conquistadores, sino de los conquistados.
España, ya configurada como nación tras la implosión de la monarquía hispánica por la arremetida napoleónica, entre otras causas endógenas y exógenas, también tuvo (tiene) su propio relato nacionalista, tan imaginario y fabulado como el anterior. En él, las conquistas americanas que acabaron pintadas en manufacturas de mediano o gran formato no fueron sino la representación de la idiosincrasia del glorioso e inveterado pueblo español, inalterada desde el principio de los tiempos y compuesta, cómo no, por el honor y el orgullo caballerescos, el espíritu guerrero, la piedad y magnanimidad con el vencido, don Quijote y Sancho, la misión civilizadora y extirpadora de la barbarie, la evangelización y el prurito imperial. La pericóresis nacionalista peninsular se cifró en la anhelada unión de los españoles del siglo XIX con los conquistadores de América y los héroes de la reconquista. Las hazañas de nuestros egregios antepasados, se dijeron los patrocinadores del nacionalismo patrio decimonónico, son nuestras hazañas, y hoy somos lo que somos y somos quienes somos porque ellos ya fueron lo que fueron y fueron quienes fueron. Nuestra mayor prez, remataron, es que somos sus herederos y también sus legatarios (p. 265). Semejante invención, claro está, solo encuentra explicación en dos hechos: el primero, que España, en el siglo XIX y principios del XX, ya no era un imperio en ese presente de entonces, pero sí que lo había sido durante trescientos años en el pasado; y el segundo, que aquella era la única bandera sentimental que cabía tremolar para agitar las emociones, de sesgo casi religioso, hacia la nación. Viriato, Sagunto, Numancia, don Pelayo, el Cid, Guzmán el Bueno, el Gran Capitán, Colón, Elcano, Cortés, Pizarro, Juan de Austria, Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, María Pita, Blas de Lezo, Agustina de Aragón, Manuela Malasaña, Daoiz, Velarde y Ruiz, y tantos otros, forman el panteón de los héroes y las gestas nacionales de España desde Roma hasta la guerra de la independencia contra los franceses. Que España no existiera propiamente como Estado-nación hasta 1812 fue una circunstancia que dichos patrocinadores reputaron como insignificante, porque el perfil mítico de la nueva entidad político‑administrativa que pretendían confeccionar y lanzar a la sociedad para que esta la asumiera sin reservas (esse est percipi) despreciaba semejantes nimiedades apofánticas.
Conclusiones. Coda
André Breton viajó a México (con equis) en 1938. Allí conoció a Trotski y a Frida Kahlo y vio y experimentó cosas que aparecían ante sus ojos como desprovistas de toda lógica. Diego Rivera y él redactaron al alimón el opúsculo Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Tras concluirlo, regresó a Francia y, cuando le preguntaron que qué le había parecido el país norteamericano, parece ser que contestó lo siguiente: «No intentes entender México desde la razón: tendrás más suerte desde el absurdo». Hay quienes afirman que Dalí, contemporáneo suyo, corroboró más tarde esa aseveración tras haberlo visitado: «De ninguna manera volveré a México. No soporto estar en un país más surrealista que mis pinturas». En cuanto a España, la imagen que ha calado entre los viajeros de todo el mundo es la de un país merecedor de su leyenda negra al completo y sin discusión ―no hay más Inquisición que la española, y todo buen genocidio de indígenas lleva la indeleble marca hispánica a ojos de cualquiera poco avisado―, un país de charanga y pandereta amante de los toros (en especial de los que lo persiguen a uno a toda carrera por callejuelas estrechas y con mucha gente alrededor vestida de blanco y con fajín rojo) en el que se duerme la siesta y se sale de fiesta a diario, se comen tapas a todas horas, se llega tarde constantemente, se grita por cualquier motivo, hace siempre mucho calor y por eso hay tanta gente en la playa, se va a misa por la mañana, se sacan procesiones a la calle por la tarde, se prenden grandes hogueras por la noche y se vive muy bien cuando se está jubilado.
Muchas veces los imaginarios son el producto resultante y combinado de lo que hemos proyectado ser y lo que los demás han percibido que somos, tópicos y clichés incluidos, sean o no ciertos: esse est percipi. Desmontarlos casi siempre implica una probatio diabolica.
Cómprense y léanse el libro aquí glosado. Forma parte de la espléndida colección (Noema) que la editorial Turner ha dedicado a la historia, el pensamiento y las humanidades y les servirá para verificar que el mundo está lleno de mundos y que, para comprenderlos y resistir la angustia propia y la estulticia ajena, o al revés, es mejor estar bien asesorados.
Miguel Duro Moreno
Universidad de Málaga (España)
Fuentes y bibliografía
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Cómo citar este artículo: Duro Moreno, M. (2024). Salafranca, Alejandro, y Pérez Vejo, Tomás, La conquista de la identidad: México y España, 1521-1910 [prólogo de Jon Juaristi], 2021, Turner Noema, ISBN 9788418428876. TSN. Transatlantic Studies Network, (17), 213-220. https://doi.org/10.24310/tsn.17.2024.20525. Financiación: este artículo no cuenta con financiación externa.