Monográfico. Sección III
TSN nº 16, 2024. ISSN: 2530-8521
MODERNIDAD, DEMOCRACIA Y PANDEMIA ANTE LA EMERGENCIA DE LOS NUEVOS AUTORITARISMOS. HUMOR Y MEDIATIZACIÓN DE LA POLÍTICA EN TIEMPOS DE PANDEMIA
Modernity, Democracy and Pandemic in the Emergence of New Authoritarianisms
Juan Carlos Orejudo Pedrosa
Universidad Autónoma de Zacatecas (México)
https://orcid.org/0000-0001-8866-0334
Alan Gabriel Lozano Jiménez
Universidad Autónoma de Zacatecas (México)
https://orcid.org/0009-0004-1373-6276

RESUMEN

Modernidad y democracia constituyen el horizonte ético y político de nuestro tiempo. La ética del discurso de Habermas y Apel, la teoría de la justicia de Rawls, reflejan el esfuerzo de fundamentación de nuestras normas con base en los valores democráticos. El presente trabajo asume una mirada crítica respecto a la situación de las democracias actuales, así como el impacto de la pandemia en la agudización de una crisis generalizada de los sistemas democráticos. Al analizar la situación de la democracia durante la pandemia del covid-19, se ha constatado el ascenso de elementos autoritarios: nuevos mecanismos de violencia, nuevas formas de control, coerción social, centralización del poder político y económico. La pandemia ha desvelado una crisis del sistema capitalista, dejando en evidencia la nula capacidad de protección del sistema democrático global. Partiendo de autores como Bauman, Hannah Arendt, Donatella di Cesare, Zizek y Byung-Chul Han, analizaremos la crisis de las democracias modernas y los elementos autoritarios de las mismas, partiendo del impacto de la pandemia en los sistemas de gobierno democráticos. Se analizarán, por último, los elementos que fomentan la tesis de las democracias autoritarias como sistemas inherentes a las dinámicas capitalistas globales.

Palabras clave: Modernidad, democracia, pandemia, libertad, autoritarismo, democracia autoritaria

ABSTRACT

Modernity and democracy constitute the ethical and political horizon of our time. Apel and Habermas’ discourse ethics, Rawls’ theory of justice, reflect the effort to sustain our rules based on democratic values. In this paper we will take a critical look at the situation of current democracies, as well as on the impact of the pandemic on the exacerbation of a generalized crisis of democratic systems. When analysing the situation of democracy during the covid-19 pandemic, the rise of authoritarian features has been observed: new mechanisms of violence, new forms of control, social coercion, centralization of political and economic power. The pandemic has shown a crisis in the capitalist system, revealing the null protection capacity of the global democratic system. Taking into account some authors such as Bauman, Hannah Arendt, Donatella di Cesare, Zizek and Byung-Chul Han, we will analyse the crisis of modern democracies and their authoritarian elements, from the impact of the pandemic on democratic government systems. Finally, we will analyse the elements that promote the thesis of authoritarian democracies as inherent forms to global capitalist dynamics.

Keywords: Modernity, democracy, pandemic, freedom, authoritarianism, authoritarian democracies
• Contenido •

Introducción

El debate entre Rawls y Habermas se produce en torno a la cuestión de una revitalización de la democracia en el mundo político contemporáneo. El liberalismo democrático que desarrolla Rawls en su obra Liberalismo político de 1993 tiene como base los principios del liberalismo: la protección de los derechos individuales en el marco de un Estado de derecho, el cual no interviene en la moral de los ciudadanos, siendo estos libres para perseguir su propio bien sin ninguna coacción externa. El punto de partida de nuestro análisis es el concepto de democracia moderna, que en la modernidad se ha desarrollado en dos vertientes, la liberal y la republicana, las cuales manifiestan grandes diferencias entre sí (Renaut, 2005, p. 59). El espacio público de deliberación y el espacio público de aparición representan un aspecto central de la democracia moderna que será objeto de análisis por parte de Habermas y de Hannah Arendt.

I

Habermas, en su obra Historia y crítica de la opinión pública, la transformación estructural de la vida pública, analiza el surgimiento de la opinión pública y del espacio público moderno, que, como sostiene acertadamente Jean Marc Ferry, «apunta […] al concepto kantiano de “publicidad”» (Ferry, 2015, p. 16). Hannah Arendt, por su parte, realiza un impetuoso esfuerzo por recuperar el espacio de la vida pública y de la política entendida como participación activa de los ciudadanos en los asuntos de la polis. En palabras de Habermas en su obra Perfiles filosófico-políticos: «En el libro The Human Condition, que puede considerarse como su principal obra filosófica, Hannah Arendt había tratado de renovar a su manera la pretensión de la política clásica. […] Hannah Arendt quiere averiguar qué es lo que podemos aprender todavía de la política de Aristóteles» (Habermas, 2000, p. 200). La libertad-participación de los antiguos se opone punto por punto a la libertad de los modernos centrada en los individuos, que se retiran a su vida privada donde pueden vivir libremente sin obstáculos ni coacción. Tanto Habermas como Arendt parten de un modelo comunicativo de acción, el cual hace referencia a la capacidad de los hombres de actuar conjuntamente y de manera concertada dando lugar a lo que podemos denominar una democracia participativa.

Como señala Habermas, «Hannah Arendt sitúa la praxis en el espacio fenomenológico en el que los agentes se presentan, se encuentran los unos con los otros, en el que son vistos y oídos y en el que se ven solicitados cada día. Como politóloga que era, estaba interesada ante todo por la cuestión normativa de cómo debía ser institucionalizado ese espacio como ámbito público» (Habermas, 2000, p. 358). ¿Qué significa lo público para Hannah Arendt, teniendo en cuenta que toma como modelo la polis griega?

La palabra «público» significa dos fenómenos estrechamente unidos, si bien no idénticos por completo. En primer lugar significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible. Para nosotros, la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad. (Arendt, 2005, p. 71).

¿Qué significa «actuar» en el sentido político de Hannah Arendt? «Actuar significa ser capaz de tomar iniciativas y de hacer lo no anticipado. Precisamente este potencial innovador es el que torna vulnerable el ámbito de la praxis y lo hace depender de instituciones que lo protejan. Solo cuando estas instituciones nacen de la fuerza de las convicciones comunes de aquellos que actúan de común acuerdo adoptan la forma de una “constitución de la libertad”; y la libertad solo puede mantenerse cuando esas instituciones políticas prestan a su vez protección a esa fuente de intersubjetividad no menoscabada de la que brota el poder engendrado comunicativamente» (Habermas, 2000, p. 358). Hannah Arendt desarrolla una visión fenomenológica de la acción, que solo tiene sentido por sí misma en el momento de aparición en el espacio público, es decir, en el momento en el que los hombres se juntan para hablar y actuar de manera conjunta con total libertad, es decir, sin interferencia alguna de la violencia y de la coacción. Los hombres son libres en el momento en que aparecen en un espacio público donde pueden hablar y actuar libremente. En palabras de Habermas: «La acción comunicativa es el medio en el que se forma el mundo de la vida compartida intersubjetivamente» (Habermas, 2000, p. 209). El poder, como lo define Hannah Arendt, no lo posee nadie, sino que surge de la propia interacción simbólica entre los hombres que actúan y hablan conjuntamente.

El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan […]. El poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan. (Arendt, 2009, p. 226).

Charles Taylor retoma de manera apropiada la idea de «opinión pública» desarrollada por Habermas: «La opinión pública se considera elaborada por una discusión entre quienes la mantienen y en la que diversos puntos de vista son en cierto modo confrontados y son capaces de llegar a una opinión común […]. Compartimos una opinión pública común, si lo hacemos, porque la hemos desarrollado juntos» (Taylor, 1997, p. 339). En este sentido, como señala Taylor, la opinión pública se propone como «producto de la reflexión, emerge de la discusión y refleja un consenso activamente producido» (p. 339). Taylor anticipa algunas de la tesis de Habermas en torno a la democracia moderna, la cual se apoya en los derechos universales del hombre y, por otra parte, conecta con la crítica que Claude Lefort realiza al «humanismo cívico» de Hannah Arendt.

Resulta difícil ver a partir de qué fundamentos filosóficos se podría establecer que el reconocimiento mutuo de los hombres como semejantes debe pararse en las fronteras de la ciudad. (Lefort, 2006, p. 142).

El ideal de una sociedad justa basada en la libre discusión originada por la acción comunicativa entre hombres libres e iguales constituye el punto de partida de nuestra reflexión. La actual ciencia política no puede quedar al margen de los diferentes discursos a favor de una mayor integración de los individuos en la toma de decisiones políticas. La apuesta por una mayor integración política consti- tuye el eje del pensamiento político contemporáneo.

Habermas reclama una postura que se acerca a la postura republicana, con la exigencia de unos mecanismos de comunicación y de diálogo entre los hombres, con el fin de llegar a acuerdos racionales sobre los fines colectivos, creando una mayor integración social con el fin de favorecer la participación de los ciudadanos en la esfera pública. El liberalismo político de Rawls, el cual se desmarca del humanismo cívico de Rousseau, defiende la neutralización de la esfera pública respecto a la elección de valores. El liberalismo político de Rawls, en base a su defensa de la libertad del individuo para fijar su fines y metas en la vida, se propone trazar de manera rigurosa una línea divisoria entre lo público y lo privado, y en definitiva, de pensar «el derecho sin la moral» (Renaut, 2005, p. 217).

El propósito de Rawls consiste en preservar el equilibrio y la estabilidad del sistema político y jurídico propuesto a pesar de las diferencias de los valores últimos y fines morales de los individuos. Para superar el conflicto insuperable de valores en el plano moral y religioso, Rawls propone, como veremos, el concepto de «consenso por superposición». En su obra, de 1993, El liberalismo político, Rawls propone el concepto de «consenso por superposición», con el fin de asegurar un fundamento racional a los valores compartidos por una sociedad igualitaria y democrática en aras de alcanzar un consenso normativo sobre los principios de justicia. Rawls defiende una sociedad ordenada bajo las condiciones de cooperación racional entre los hombres que se rigen por principios equitativos sin dejar de lado la cuestión de la disensión producida por una sociedad esencialmente pluralista (Renaut, 2005, p. 230). Rawls va a fundamentar el consenso racional sobre la justicia en unas razones morales de carácter individual que se superponen, preservando su diferencia y confluyendo de manera unánime a la validez o justificación de los principios de justicia. En su obra titulada Rawls y la igualdad democrática, Bertrand Guillarme se cuestiona de manera acertada si es posible considerar la teoría del consenso por superposición de Rawls como una teoría realista en un sentido determinante e incuestionable.

Suponer como hace Rawls que su concepción de la justicia pueda ser aceptada por una gran mayoría de ciudadanos razonables cuyas doctrinas exhaustivas divergen les ha parecido a muchos como algo perfectamente irrealista. […] Ciertos autores han propuesto para resolver el problema del liberalismo político y de su estabilidad proponiendo un consenso menos ambicioso: lo mejor que podemos esperar en las condiciones modernas del pluralismo, estiman estos autores, es un amplio acuerdo sobre los procedimientos democráticos de decisión y sobre las reglas que condicionan su funcionamiento. (Guillarme, 2016, p. 233).

El consenso por superposición corresponde concretamente a las razones marcadas por la subjetividad de las personas privadas que las defienden. Rawls establece los principios de consenso para una razón pública, de tal manera que tenemos unas razones diferentes para afirmar principios comunes. Las diferentes razones de los individuos, como seres inmersos en su vida privada, no deben penetrar, en su dimensión conflictiva, en el espacio público, garantizando de este modo «la neutralidad moral del espacio público» (Renaut, 2005, p. 233). La neutralidad del Estado en relación a la elección de valores de los individuos favorece el pluralismo y la tolerancia (Renaut, 2005, p. 192). Los principios de justicia, haciendo abstracción de toda identidad personal y comunitaria, son considerados, para muchos autores, la causa de la alienación del hombre moderno desposeído de sus tradiciones y de sus sentimientos de pertenencia como miembros de una comunidad particular.

Por un lado, el hombre y por otro, el ciudadano. Esta división es precisamente la que Rousseau, Marx y otros han denunciado como alienación de la persona en la sociedad burguesa. […] Es el dominio de lo que Rawls llama el «consenso por intersección» (overlapping consensus). Es únicamente en esta esfera en la que los societarios hacen abstracción de sus pertenencias y de las convicciones mejor enraizadas. El sistema político, por su parte, permanece neutro en relación a estas concepciones múltiples y a veces en conflicto de la vida buena. (Dupuy, 1998, pp. 146-147).

Rawls defiende a partir del concepto de «consenso por superposición» la neutralización moral del espacio público. Rawls presupone una suerte de denominador moralmente común que podemos aceptar políticamente, haciendo referencia a una razón pública, común a todos, que sea compatible con las razones privadas diferenciadas (Renaut, 2005, p. 227). El proyecto liberal del que parte Rawls presupone que existen diversas convicciones morales privadas razonables, las cuales son razonables en la medida en que son compatibles con las condiciones de coexistencia y con el proyecto de una cooperación social (Renaut, 2005, pp. 227-228). En estas circunstancias, es suficiente para el liberalismo de Rawls presuponer que somos racionales para inferir el acuerdo sobre las normas fundamentales de la vida en común. Las concepciones morales privadas se recubren o se superponen como si el acuerdo ya estuviera garantizado por medio de la razón.

La ética del discurso que propone Habermas conduce al consenso de las voluntades individuales por medio de la discusión pública en un espacio compartido entre los interlocutores, los cuales componen un mundo intersubjetivo denominado democracia. «Es en la medida en que el principio de discusión adquiere una forma jurídica que se transforma en democracia» (Bernardi, 1999, p. 190). La oposición que siente Habermas por el liberalismo político de Rawls se debe a que la defensa rawlsiana de una deliberación racional de los principios de justicia no se inscribe en una deliberación democrática que deje espacio al poder de participación ciudadana en la toma de decisiones políticas y de justificación de las normas jurídicas. Para Habermas, el Estado de derecho no puede legitimarse plenamente sino por medio de procedimientos democráticos, es decir, por medio de una democracia deliberativa.

Ni cientificismo instrumental, ni decisionismo existencial […] la discusión es […] el principio mismo de la razón práctica. […]. La verdadera discusión es la que solo conoce las razones (Grûnde), o si uno prefiere, los únicos argumentos del discurso y no los falsos argumentos de la autoridad, de la intimidación, de la amenaza o de la coacción violenta. […] En este sentido, la teoría política de Habermas se apoya en un modelo democrático del consenso […] lo universal no es algo dado en la forma de un principio abstracto; sería más bien anticipado en cuanto que «universal concreto», en el horizonte de la universalización, único principio, afirma Habermas, en el cual se expresa la razón práctica. (Ferry, 1987, pp. 37-38).

La democracia deliberativa de Habermas es un intento por superar la dicotomía entre la democracia directa de los antiguos y la democracia representativa de los modernos (Cf. Manin, 2006). Habermas propone una revitalización de la democracia mediante una ética del discurso. Es preciso retroceder en el tiempo, a la época de Platón, con los sofistas, quienes a los ojos de Platón son los primeros defensores de la democracia como empleo de la elocuencia y de la persuasión para imponer el mejor argumento. La ética del discurso de Habermas consiste precisamente en la competición entre diferentes razonamientos que luchan entre sí de manera discursiva para llegar al mejor argumento. Habermas va a continuar, por otros medios, la ética del discurso o la comunicación intersubjetiva. Esta idea republicana considera inseparables la democracia y el Estado de derecho.

Una soberanía popular, por anónima que resulte, se repliega sobre los procedimientos democráticos y la implementación jurídica de sus exigentes presupuestos comunicativos solo para hacerse valer como poder generado comunicativamente. (Habermas, 1999a, p. 245).

La idea de soberanía popular, o de pueblo soberano, pasa actualmente a nuestros ojos por una definición bastante aceptable de la democracia moderna. El contrato social de Rousseau afirma en voz alta que no existe ningún poder legítimo que no emane directamente de la soberanía del pueblo (Bernardi, 1999, p. 34). La modernidad democrática establece que ningún poder puede ejercerse de manera legítima si no se obtiene la adhesión de aquellos sobre los que se ejerce el poder. En la teoría deliberativa de la democracia de Habermas es la publicidad crítica, y concretamente la opinión pública, el factor indispensable para una auténtica democracia. La ética del discurso, en Habermas, viene a reforzar la esfera de la opinión pública, capaz de favorecer una democracia radical. «Se trata de un espacio público, construido lingüísticamente, en el seno del cual es posible encontrarse en libertad» (Renaut, 1999, pp. 217-218).

Habermas defiende el carácter dialógico de la razón, de tal modo que cualquier ser humano que posee la competencia comunicacional pertenece a una comunidad de interlocutores. La teoría de la acción comunicativa representa un tipo de racionalidad que conlleva una teoría consensuada de la verdad y de la validez de las normas en el plano de la razón práctica, es decir, la ética. La ética del discurso se basa en el hecho de que sus elementos de análisis, es decir, los argumentos, convierten en racional una discusión práctica. La ética en cuestión no hace referencia a cualquier tipo de comunicación o de diálogo, sino concretamente a un tipo de argumentación denominado discusión. Habermas se ha aproximado, hasta cierto punto, a unas posiciones cercanas al falibilismo de Popper para oponerse al principio de un fundamento último de la razón tal como la defiende Apel. Habermas abandona el trascendentalismo de Apel y elige «una reconstrucción falible y revisable de las bases universales del habla» (Renaut, 1999, p. 203).

Es debido a la pluralidad de los poderes de decisión que nace la deliberación (Bernardi, 2003, p. 51). La deliberación, a diferencia de la justicia como imparcialidad de Rawls, no hace abstracción de los intereses de los sujetos situados en una situación dada, los cuales entran en diálogo con el fin de alcanzar un consenso sobre los mejores argumentos en el plano de la orientación práctica de los sujetos racionales. Aquellos que deliberan están, de alguna manera, en asamblea consigo mismos para llegar a una decisión. La deliberación no consiste en determinar los fines de la acción humana, sino su comprensión (Bernardi, 2003, p. 52). Esencialmente, se delibera sobre los medios más apropiados para realizar los fines que hemos elegido. Esta deliberación, aplicada al problema que nos ocupa, desemboca en que todos los ciudadanos, considerándose como iguales, entienden participar igualmente en el poder de decisión. Deliberar consiste tanto en la decisión tomada como en el proceso que conduce a una toma de decisión. La necesidad de compartir, en el espacio público, la decisión es lo que da lugar a la deliberación. «La deliberación es la forma bajo la cual el poder de decisión se ejerce cuando es compartido» (Bernardi, 2003, p. 52).

Para Habermas, es el proceso democrático el que lleva toda la carga de la legitimación. Tomar una decisión consiste en dar a su voluntad la forma de una ley, es decir, de una voluntad que vale para otras voluntades (Bernardi, 2003, p. 11). La noción misma de democracia implica la identidad de aquellos que deciden por medio de la discusión y de aquellos a quienes obligan (Bernardi, 2003, p. 10). Según Habermas, las prácticas que rigen a una sociedad son justas si sus principios son susceptibles de ser aceptados en una situación de discurso ideal.

Entre la decisión racional de la ciencia y la decisión irracional del poder totalitario, se sitúa la alternativa democrática de llegar a una decisión racional por medio del procedimiento de deliberación, a través del cual se llega a un acuerdo provisional sobre la verdad y los mejores argumentos al término de una discusión crítica entre ciudadanos libres e iguales. Para Habermas, la vida ética del hombre se desarrolla de manera colectiva a través de las formas democráticas de deliberación. La discusión que se produce en la esfera pública de manera democrática conduce a un tipo de racionalidad que no se denomina razón instrumental, sino acción comunicativa.

Algunos autores, como Sylvie Mesure y Alain Renaut, sostienen que no existe una distancia u oposición tan drástica entre Rawls y Habermas, en la medida en que ambos reconocen la importancia de los acuerdos racionales entre los individuos que componen una sociedad plural y democrática. Rawls mismo reconoce la importancia de los procesos de intersubjetividad que intervienen en las situaciones reales de discusión, especialmente en su obra Justicia como equidad: una reformulación (Mesure y Renaut, 1996, pp. 180-181). En esta obra, Rawls distingue claramente entre «humanismo cívico», al que se opone contundentemente, y «republicanismo clásico», que aprueba dentro de los límites de su teoría de la justicia.

No confundamos el humanismo cívico […] con la obviedad de que debemos vivir en sociedad para realizar nuestro bien. Antes bien, el humanismo cívico establece que el principal bien humano, cuando no el único, es la implicación en la vida política, a menudo bajo la forma que históricamente se ha asociado a la ciudad-Estado, con Atenas y Florencia como modelos. […] El republicanismo clásico, por otro lado, es la concepción según la cual la seguridad de las libertades democráticas, incluidas las libertades de la vida no política (las libertades de los modernos), requiere de la activa participación de los ciudadanos, los cuales poseen las virtudes políticas necesarias para sostener un régimen constitucional. (Rawls, 2002, pp. 194-195).

II

Los discursos monológicos, de carácter autoritario, se hacen evidentes y manifiestos en las situaciones de excepción, como la pandemia del covid-19 (Žižek, 2020, pp. 77-78). El decisionismo político que deriva en diversas formas de autoritarismo, en la actualidad, pone en riesgo el funcionamiento adecuado de las democracias representativas. Como veremos a continuación, la pandemia del covid-19 no solo hace imperiosa la búsqueda de la política (Bauman, 2019, pp. 17-66), sino también el esfuerzo por evacuar, en la medida de lo posible, la guerra de los dioses de Weber, que implica la guerra interminable entre los Estados, los cuales luchan desesperadamente en el plano económico, como señala con gran acierto Donatella di Cesare, por escapar a la asfixia capitalista (Di Cesare, 2020, p. 33).

La propia asfixia capitalista ha generado la interiorización de elementos autoritarios en las democracias modernas. La incompatibilidad del modelo capitalista con el sistema político democrático tiene como impacto democracias autoritarias. Los casos concretos de México y Estados Unidos son un ejemplo de ello. Por ende, nos proponemos adentrarnos en el análisis de las democracias de Estados Unidos y México con el fin de hacer una crítica a las falencias mostradas por el sistema electoral de ambos países, su nula capacidad de protección y los elementos autoritarios de estas.

Este análisis se presenta con el fin de mostrar las debilidades de este tipo de sistema de gobierno en el contexto de la pandemia en un país que se contradice y que muestra signos de agotamiento en su sistema político electoral y de una democracia que ha carecido de la capacidad de congeniar con el modelo económico vigente. El país más democrático del mundo (bajo el discurso) ha tenido un proceso electoral convulso y México ha tenido unas elecciones marcadas por una creciente violencia y la polarización, lo cual da pie a un análisis profundo para determinar los motivos por los cuales la democracia en ambos países se ha visto altamente golpeada en la pandemia.

El argumento con el que sustentamos la comparativa de ambas democracias recae en las similitudes entre sistemas políticos. México y Estados Unidos son estados federados, con un sistema político presidencial, y sus Constituciones son muy similares. Ambos se desarrollan históricamente a partir de una revolución de independencia: Estados Unidos respecto a Inglaterra y México respecto a España.

Conceptualmente, entendemos la democracia como el sistema político que aglutina valores en el ejercicio del gobierno, la democracia como generación de Estado y de formas de representación de grupos sociales. La democracia para nosotros es un vehículo de procreación de igualdad, libertad y justicia y el modo de contención de poderes que estén por encima del ciudadano, es el medio de integrar a todos los grupos en los procesos de defensa de sus derechos.

Por lo cual, la democracia se caracterizará por ser un sistema político que permitirá libertades, una idea de igualdad que es intrínseca al ser humano, búsqueda del bienestar común y de la justicia; todo esto genera espacios de decisión que caracterizan la democracia moderna. Estos valores permiten una arena de juego sana y una competencia, por lo cual es necesario primero encontrar un punto de equilibrio entre los valores para posteriormente llevar el proceso a la praxis.

Para Robert Dahl, la democracia es entendida como el mejor sistema legible, como el más igualitario, como el que otorga más libertad y el que conduce al desarrollo humano. Aquel que mediante el voto protege los intereses de todo el grueso poblacional, llegando al consenso de una forma pacífica. Es, en sí, el medio más inclusivo y, si bien no es la única alternativa, es la mejor alternativa existente (Dahl, 1992).

Aunque Dahl también precisa algunas falencias de su modelo de poliarquía. Las preocupaciones por una tiranía de la mayoría y las presiones sociales, así como también la incompatibilidad entre el mundo real, el caos que reina en este y el empirismo de la teoría. «La teoría de la poliarquía, una ordenación inadecuada, incompleta y primitiva de la reserva común de conocimientos sobre la democracia, se formula con la convicción de que, en algún punto situado entre el caos y la tautología, algún día seremos capaces de elaborar una teoría satisfactoria sobre la igualdad política» (Dahl, 2014, p. 410).

Los procesos electorales en el mundo han sufrido serias modificaciones y adecuaciones, con el fin de continuar con una necesidad inherente de los sistemas de gobierno democráticos. Para los sistemas democráticos la participación ciudadana es vital para demostrar una buena salud del sistema político, si bien autores como Lipset o Shumpeter ven los procesos democráticos procedimentales y el votar como un vehículo de mediación de conflictos entre clases. «La democracia es una realidad concreta que se limita a proporcionar condiciones para el cambio regular de los Gobiernos y facilitar la participación de la población —su mayor parte— en la toma de decisiones a través de sus representantes» (Figueroa, 2018, p. 9).

Si bien hay otros que abundan más sobre el tipo de democracias de orden procedimental, autores como Macpherson o Held realizan modelos democráticos con el fin de explicar necesidades mucho más allá de este conflicto de clases y conciben la democracia como el agente de desarrollo del individuo (Held, 1990). La democracia ya no solo es un agente de mediación, sino de desarrollo del colectivo inmerso en el Estado democrático (Macpherson, 1997), en el caso concreto de Estados Unidos.

Pero son característica principal de las democracias los procesos de elección. Encontramos también que la «noción de que la democracia es benéfica para el desarrollo económico fue sostenida generalmente sobre la base de argumentos generales, como, por ejemplo, una mejor distribución del ingreso, incremento de la demanda con los consiguientes estímulos a la inversión, etcétera» (Figueroa, 2018, p. 12).

Esta noción de democracia sujeta al mercado y que tiene una relación dialéctica para que el sistema funcione es propuesta por Víctor Figueroa en el texto antes citado. Figueroa nos muestra una realidad que se vive en Estados Unidos, de modo que, si entendemos la necesidad que conlleva tener desarrollo para una democracia sana, podríamos concluir que la democracia norteamericana muestra signos de ser sana; pero no es así.

A nivel global, el coronavirus modificó las elecciones; los procesos electorales pospuestos, cancelados (IDEA, 2020) o que modificaron su modus operandi son varios: «De 143 elecciones programadas en el calendario internacional, la pandemia del covid-19 ha obligado a que solo 28 comicios se realizaran en las fechas previamente establecidas, 102 elecciones fueron pospuestas indefinidamente y apenas 19 estén por realizarse, sin ajustes en sus calendarios, entre el 24 de abril al 31 de diciembre» (González, 2020).

En cuanto a las elecciones de Estados Unidos, se han mostrado datos alentadores en la participación ciudadana. Los motivos de la mayor participación de votantes van desde la poca aceptación de los modos de gestionar la pandemia por parte del Gobierno de Trump a la crisis económica, política y social que azota al gigante americano, el negacionismo y los discursos de odio racial, así como la poca confianza en que el presidente Trump pudiera revertir la situación, pues era el país más afectado en el mundo y con más contagios. La pandemia en Estados Unidos se propaga sin control: «De los más de 53 millones de contagios reportados a nivel global, más de 10,3 millones son de habitantes de Estados Unidos, casi un 20 % del total global en una nación cuya población representa el 4 % del planeta» (BBC, 14 de noviembre de 2020). Con estas cifras encontramos que el proceso de elección estadounidense se vio influenciado en gran medida por este contexto de desastre sanitario y que los escrutinios se vieron en la necesidad de modificarse y adecuarse.

Con estos números y la necesidad de una nueva forma de hacer política, las elecciones de Estados Unidos se vieron frente a uno de los retos más grandes en décadas. El coronavirus configuró una nueva realidad y la principal democracia del mundo tuvo que enfrentarse a nuevas formas de realizar campaña, a una nueva organización de comicios seguros, al cuidado de toda actividad relacionada con el proceso electoral, a un conteo y emisión de votos diferentes a los que se habían encontrado antes. El cómputo, los votos anticipados y el voto por correo fueron temas de debate en el país, pero nos muestran una nueva forma de democracia procedimental. Estados Unidos ha sido una guía para los procesos electorales venideros e invita a revisar aciertos y errores de las elecciones realizadas en dicho país.

El Gobierno de Trump se enfrentó a un proceso electoral con la intención de buscar una reelección. Como ya se mencionó con anterioridad, la nueva realidad invitó y obligó a una nueva forma de votar y de hacer política. En las elecciones encontramos récords de participación. Al día 4 de noviembre, Biden había recabado más de 69,77 millones de votos y Trump había logrado poco más de 67,16 millones de votos, lo que permitía saber que se estaba frente a dos hitos de la historia democrática estadounidense: el presidente más votado de su historia, Biden, y el expresidente que pierde con más votos, Trump. Todo el proceso electoral estuvo inmerso en la polarización desde sus inicios; mientras que Biden usó la pandemia como medio de ataque político, Trump la minimizó, lo que supuso una de las principales causas de que fallase su intento de reelección.

En consecuencia, la participación y cantidad de votos, así como los resultados electorales, han mostrado una democracia procedimental en Estados Unidos que se podría considerar sana. Pero tanto la llegada de Trump al poder en las elecciones pasadas como sus constantes modos de gobernar nos muestran los peligros de una democracia que poco a poco se ha desgastado y que en los últimos procesos electorales ha mostrado las fallas de un sistema poco justo.

Elecciones, libertad y juego limpio son la esencia de la democracia, el inexcusable sine qua non. Los Gobiernos creados por medio de elecciones pueden ser ineficientes, corruptos, de cortas miras, irresponsables, dominados por intereses concretos e incapaces de adoptar las políticas que exige el bien público. Estas cualidades los convierten en Gobiernos indeseables, pero no en Gobiernos no democráticos. (Huntington, 1991, p. 23; citado en Figueroa, 2018, p. 19).

En esta idea de Huntington fundamentamos la conclusión de las falacias de la democracia estadounidense. Si bien hay elecciones, se carece de libertad y se ha dado a entender que el proceso electoral, inmerso en todo el contexto ya descrito, ha sido fraudulento. Trump ha demandado un fraude y lo ha hecho con total convicción, lo que no deja muy bien parado al sistema electoral estadounidense, y por otra parte muestra poca confianza en sus instituciones.

Donald Trump planteó demandas para anular el escrutinio de votos por correo o invalidar la certificación de papeletas por considerar que había habido fraude. Pensilvania, Míchigan y Arizona han dado la espalda al presidente de Estados Unidos y han puesto fin a sus querellas haciendo cada día más inevitable lo inevitable. (Monge, 2020).

El no aceptar los resultados, un Gobierno irresponsable que ha gestionado la pandemia como un juego y la declaración de fraude demuestran nula confianza en su sistema y sus instituciones, y por ello lo convierten, según la descripción de Huntington, en un Gobierno no democrático. La elección histórica se terminó manchando gracias a una pataleta infantil y ha puesto en el punto de mira a la democracia estadounidense. Los reclamos de Trump han sido al mismo tiempo silenciados, cuestión que también da pie a la crítica. La bandera de la libertad que con tanto orgullo ondea la sociedad norteamericana ha sido manchada en todo un proceso inmerso en la polarización y lleno de bemoles. Si bien se puede analizar todo lo positivo que tienen la elección de Biden, la participación ciudadana, la de grupos minoritarios y la cantidad de personas que salieron a demostrar su inconformidad con un Gobierno que ya se ha descrito aquí como incapaz.

Está también el análisis de una problemática de fondo, la elección de personajes mediáticos como Donald Trump y la desconfianza en las instituciones estadounidenses a raíz de las acciones del presidente de turno, que dan muestra de que, si bien hay participación ciudadana, las demandas y reclamos de la gente no son solucionados por un sistema democrático sesgado. La poca libertad de expresión durante el Gobierno de Trump, las minorías oprimidas y la violencia, así como el racismo, la discriminación y el conflicto de clases que parte de la democracia liberal y capitalista están ahí. La actual elección puede ser vista como una victoria del sistema democrático estadounidense o como una llamada de atención a otros Gobiernos de tipo trumpista.

La victoria de Biden es, en sí, la victoria de la democracia de tipo liberal, pero no es la conquista de los derechos y libertades, y por tanto, no es una victoria más allá de las urnas. Al final, el coronavirus puede ser la crisis necesaria para la reconquista de derechos y una mejor distribución de la riqueza. La pandemia y el mal manejo de la misma ya empiezan a configurar y a impactar en procesos electorales: Nueva Zelanda o Corea del Sur nos muestran que la gestión del coronavirus será un próximo agente para que los ciudadanos elijan gobernantes. Ahora, la pandemia ha infectado la democracia estadounidense. Que el votante haya salido a las urnas puede denotar participación ciudadana o hartazgo político, la situación da pie a muchos análisis, de tal modo que la conclusión nos muestra que el trumpismo y el sistema democrático estadounidense terminaron siendo contagiados por su misma inoperancia.

Aunado a ello, el ascenso de la violencia como forma de control nos muestra la otra cara de la democracia. El proceso electoral, así como los procesos de transición de un Gobierno a otro, no fueron pacíficos y, por tanto, la creciente violencia en Estados Unidos, así como el uso represivo de la fuerza, nos muestran la cara autoritaria del Gobierno estadounidense.

Una de las características de los autoritarismos es el uso represivo de las fuerzas del orden público. La policía o la milicia son aliados de estos Estados, generan violencia y formas de control mediante el miedo o el terror. La militarización es un fenómeno y una característica de los autoritarismos propios de América Latina, aunque no en exclusiva. La violencia y la militarización fungen como otras características del sistema autoritario.

En el caso de la militarización en América Latina, se argumenta que es uno de los fenómenos producidos por los «neoautoritarismos» o el capitalismo autoritario. «El argumento de la seguridad y defensa del hemisferio ha sido tradicionalmente utilizado como medio de presión política para negociar la integración y los tratados de libre comercio (TLC) con Estados Unidos» (Vega, 2009, p. 145). En la búsqueda de establecer y consolidar su influencia, el poder militar es usado desde una «imagen hobbesiana del poder, al instalar la protección, léase la seguridad interior y exterior del Estado, como valor central de la sociedad» (Vega, 2009, p. 145).

En esta instauración de un establishment americano, la militarización en el continente puede responder al mismo tiempo a otros objetivos: problemas de seguridad interna, establecimiento de un poder o control del poder en manos de unos cuantos mediante las vías armadas y las fuerzas militares.

Otros análisis indican que, a raíz de las tensiones de la Guerra Fría, América Latina vio necesario reforzar dichas fuerzas. Con la idea integral de búsqueda de seguridad nacional y la batalla de Occidente en contra del comunismo, representó un ascenso de la fuerza militar por encima de la democracia como agente de protección y legitimación.

La aplicación de esta visión de seguridad nacional propició la denominada reorganización de la sociedad, a la cual solo la podían conducir las fuerzas armadas, única parte del Estado que tenía la comprensión real del peligro que se enfrentaba y la voluntad de asumir los enormes costes de la guerra contrainsurgente. De esta manera, queda abierta la puerta para la toma del poder por parte de los militares y de su ejercicio con una extrema dureza. (Vergara, 2012, p. 12).

Con esto en mente, encontramos un contexto confuso donde la milicia se encuentra en una encrucijada con una serie de cambios: la instauración de las democracias y la caída de los Gobiernos autoritarios de corte burocrático-militar, así como el fin de la Guerra Fría, que dejan una era de paz temporal. La militarización en América Latina y en el mundo global responde a un contexto específico: la guerra contra el narcotráfico y el terrorismo. Estos han generado una nueva ola de militarización que lleva a que la milicia y la policía vuelvan a ganar un poder que ha desembocado en ataques violentos de parte de las fuerzas del Estado a los ciudadanos. Esto se fundamenta en las problemáticas antes descritas, como el terrorismo o el narcotráfico.

Por lo cual, la militarización adquiere una connotación negativa. La presencia del ejército en las calles representa una vuelta a los autoritarismos, lo cual no era algo común en los regímenes democráticos. Las tareas de las fuerzas armadas en los regímenes democráticos modernos, where governments have militarized public safety and recast the role of the armed forces for domestic law enforcement purposes, «los Gobiernos han militarizado la seguridad pública y han reformulado el papel de las fuerzas armadas con fines de aplicación de la ley» (Flores-Macías y Zarkin, 2019, p. 2). Con esta reformulación, la línea entre militares y fuerza policiaca se ha ido difuminando (Flores-Macías y Zarkin, 2019) y con ello los regímenes democráticos se acercan más a los autoritarismos militares-burocráticos latinoamericanos de mediados del siglo XX.

La militarización, según Kraska (2007), se puede entender de la siguiente manera: The process where by civilian police increasingly draw from, and pattern themselves around, the tenets of militarism and the military model, «proceso en el que la policía civil se modela siguiendo los principios del militarismo y del modelo militar» (citado en Flores-Macías y Zarkin, 2019, p. 3).

El problema en ciernes es que los niveles de militarización de algunos Estados democráticos van creciendo, lo que genera que algunos puedan convertirse o llegar a la forma más extrema de militarización. In the most extreme form of militarization —constabularization— military-style training and capacity will make security personnel more prone to treating suspected criminals as a threat to their survival and reacting violently —even in situations that do not require the lethal use of force, «es la forma más extrema de militarización, el entrenamiento, el estilo militar y la capacidad harán que el personal de seguridad sea más propenso a tratar a los presuntos delincuentes como una amenaza a su supervivencia, y que reaccionen violentamente, incluso en situaciones que no requieren el uso de fuerza letal» (Flores-Macías y Zarkin, 2019, p. 5). Un entrenamiento militar, el ver a los civiles como potenciales criminales y el uso de la fuerza letal para situaciones que no merecen tales niveles de violencia generan un clima autoritario. Aunados a otras crisis adicionales, observamos rasgos cada vez más autoritarios en democracias consolidadas o democracias en plena consolidación, lo que supone un retroceso democrático y un peligro para los ciudadanos.

El caso de George Floyd muestra esta creciente violencia policial y el uso de la fuerza militar en contra de civiles. Estados Unidos muestra cifras terribles en el tema del abuso policial, para ello juega un papel muy importante la raza, lo cual nos muestra también el creciente repudio racial y los elementos de ultraderecha en el sistema político americano. «Cada año mueren más de mil personas por la acción —justificada o no— de la policía» (BBC, 3 de junio de 2020).

En varias ciudades de Estados Unidos encontramos este uso excesivo de la fuerza. «Los agentes de policía participan en tiroteos injustificados, palizas graves, ahogamientos fatales y tratamientos físicos innecesariamente duros» (Human Rights Watch, 1998). Todo este clima de violencia policial y los estudios sobre la misma nos arrojan un panorama desalentador y elementos para poder hablar de una violencia sistémica y racial, enfocada en migrantes o personas pertenecientes a minorías raciales.

Adicional a ello, el último indicio de una violencia sistémica en el gigante americano, de una crisis institucional y de la poca capacidad de la democracia para generar consenso y protección. Un ejemplo de ello fue el asalto al Capitolio, la incitación a pasar por encima de las instituciones democráticas, a despecho de la voluntad del presidente Trump. Todo ello nos muestra un sistema político que ha generado una polarización excesiva y, sobre todo, el atropello de la confiabilidad democrática. «La presidencia de Donald J. Trump, desde el inicio enraizada en el enojo, la polarización y la promoción de las conspiraciones, llega a su fin con una turba violenta que irrumpió en el Capitolio instigada por un líder derrotado que intenta aferrarse al poder como si Estados Unidos fuera otro país autoritario» (Baker, 2021).

La violencia en este caso sirvió como forma de debilitar, polarizar y controlar sectores poblacionales. En la violencia se sustenta el terror de los totalitarismos, para los autoritarismos.

Discurso del odio y de incitación a la violencia, elementos que le permitían ver los aspectos autoritarios y, también, los rasgos fascistas del presidente que aún no controlaba a las instituciones del Estado para, en sus palabras, «despertar odios atávicos». La polarización a través de la retórica a la que recurren todos los fascistas para imponer la apolítica (indiferencia hacia la política en sus sociedades es una característica del fascismo de cualquier época y lugar). (Sagal, 2014, p. 29).

Con el uso de la violencia se reconfigura la autoridad a través del miedo y, por tanto, se generan enemigos comunes que pueden cohesionar o mitificar al Gobierno. De tal forma que se puede controlar a una población y al mismo tiempo generar la poca participación política del resto.

La turba incitada por Trump desde medios electrónicos como Facebook o Twitter dejó como resultado «cinco muertos y múltiples heridos, y hasta este fin de semana se habían realizado más de 100 detenciones» (BBC, 16 de enero de 2021). Al mismo tiempo, dejó en evidencia lo endeble del sistema político americano, también el daño que Gobiernos ultraconservadores de derecha pueden hacerle a un país, generando la desconfianza en las instituciones democráticas.

Para Žižek (2009), la violencia en la modernidad sufre un fenómeno que conlleva a «cambiar de tema» con la finalidad de ignorar el problema, lo cual también pone de manifiesto que «la violencia subjetiva es, simplemente, la más visible» (Žižek, 2009, p. 22). Consideramos importante recalcar el papel de la configuración de la violencia en el capitalismo moderno, que según Žižek hace que la violencia como tal adquiera niveles y formas diferentes y nuevas formas de ejercicio. Dicha idea marxista del impacto de la economía en el accionar humano genera una violencia sistémica propiciada por el materialismo histórico como motor de los problemas sociales. El tema del Capitolio solo fue dejado de lado. Se buscó mecanismos para callar al expresidente Trump y se le vetó de las redes sociales. Pero el gran problema sigue en ciernes, el alzamiento violento de grupos específicos, el creciente problema de la violencia policial, el odio racial y, sobre todo, la crisis de desigualdad del capitalismo depredador.

Por último, es importante analizar la reconfiguración de la soberanía de un país, así como los canales digitales como generadores de violencia y, por tanto, los canales por los cuales Trump generó tal polarización tanto en su mandato como en los días finales de su Gobierno: los medios electrónicos. El tema electoral ya se ha tocado en el presente, pero no los efectos de las votaciones y de la democracia digital, desde la desconfianza hasta que las empresas privadas dueñas de los medios pueden interferir, ya sea en la opinión o en la libertad de expresión.

Otra de las principales maneras autoritarias que han surgido con la pandemia y con el creciente uso de las tecnologías de la información es la vigilancia digital. Esto ha generado una pérdida de libertad, así como el control de empresas transaccionales o Estados autoritarios de la vida de los individuos. Este tipo de dominación moderna, mediante datos, redes sociales, motores de búsqueda y bombardeo de publicidad, sería el espacio perfecto para la instauración de regímenes autocráticos. Una sociedad como la que describe Orwell se puede vislumbrar en la vigilancia actual, el sueño de cualquier dictador del siglo pasado se encuentra a un clic de distancia. Es conveniente recalcar que este control tan marcado de la información trasgrede la esfera de lo privado. El Gobierno chino y algunos pares asiáticos, así como grandes países capitalistas como Estados Unidos, han aprovechado una ventana de oportunidad cultural que ofrecen sus ciudadanos, fundamentada en la obediencia y en la colectividad, como en el caso de Asia, o en el hiperconsumo, como es el caso de Estados Unidos, para instaurar estas formas de control.

La vigilancia moderna también reestructura una nueva concepción del soberano, aquel que decide el estado de excepción (Márquez, 2009). «A la vista de la epidemia quizá deberíamos redefinir incluso la soberanía. Es soberano quien dispone de datos. Cuando Europa proclama el estado de alarma o cierra fronteras sigue aferrada a viejos modelos de soberanía» (Han, 2021). La reconfiguración del soberano y la creación de un enemigo en la pandemia nos generan un estado de guerra, catalizador de grandes autocracias en épocas pasadas. La pandemia ha generado una nueva forma de vigilancia digital, agresiva y bien organizada, que cumple con el objetivo de contener una pandemia, pero que seduce al autócrata en otros usos. Las redes sociales se han configurado como los nuevos soberanos, controlan el consumo, acallan la opinión, configuran nuevos canales de debate y al mismo tiempo posicionan las ideas de un grupo oligarca.

La vigilancia, en la idea líquida de Bauman, responde al control del consumo, al autoritarismo capitalista, con el concepto de vigilancia líquida se pretende explicar «lo que está ocurriendo en el mundo del control monitorizado, el seguimiento, el rastreamiento, la clasificación» (Bauman y Lyon, 2013, p. 5). Esto responde a una sociedad que catalogan como postpanóptica, que funciona como un gran ojo que todo lo ve, que todo lo mercantiliza y que busca la protección de un grupo dominante.

El modelo panóptico se considera desde la perspectiva del consumidor. Es esta la última estancia del continuum de la vigilancia. En el marketing a partir de bases de datos, el objetivo es hacer creer a los clientes potenciales que son importantes cuando lo importante es clasificarlos y, por supuesto, sacarles más dinero en las futuras compras. Aquí, la individualización se convierte claramente en un bien; si existe un poder panóptico, este está al servicio de los comerciantes, que intentan adormecer y engañar al incauto. (Bauman y Lyon, 2013, p. 39).

Lo preocupante de la situación recae en que la vigilancia líquida y la teoría panóptica aunada a la posmodernidad y las nuevas tecnologías generan un control total de la información y de las dinámicas del consumo. Más aún, reforzando la tesis de Byung-Chul Han en torno a la autoexplotación, lo cual va unido al mecanismo de autosometimiento y a las ideas de Zygmunt Bauman sobre la individualización y el consumo, los datos que las grandes corporaciones necesitan se los entregamos nosotros.

En resumidas cuentas, al igual que los caracoles transportan sus casas, también los empleados del nuevo mundo moderno líquido deben crear y cargar con sus propios panópticos individuales. Se ha cargado sobre los empleados y sobre cualquier otro tipo de subordinados la responsabilidad total e incondicional de mantener y asegurar el funcionamiento del dispositivo panóptico sin interrupciones (dejar el móvil o el iPhone en casa cuando nos vamos a dar una vuelta, y con ello dejar de estar constantemente y a la entera disposición de nuestro superior, constituye una falta grave). (Bauman y Lyon, 2013, p. 42).

Tomando en cuenta la vigilancia como una herramienta del Estado autoritario, como instrumento del tirano en la constitución de un régimen de control suministrado por el mismo individuo para que lo establezca sin la menor resistencia, no solo hay que centrarse en el tirano, sino también en «el espíritu que mueve a la vigilancia, las ideologías que la promueven, las circunstancias que la hacen posible y la gente normal que la acepta, la cuestiona o que decide que, si no puede ganarle, se unirá a ella» (Bauman y Lyon, 2013, p. 12). Y es que en el hambre de modernidad y en la convulsa idea del progreso los Estados han entregado todo, hasta su privacidad. Los autoritarismos posmodernos son antiéticos, las democracias modernas abandonaron la libertad en pro del control.

Estados Unidos entró en las dinámicas autoritarias posmodernas mediante mecanismos violentos como la policía, la desconfianza de las instituciones democráticas, así como nuevas formas de control que han reconfigurado su soberanía y su libertad. Con ello encontramos que la democracia estadounidense ha entregado su libertad en pro del control capital y del consumo.

El caso mexicano se puede analizar desde una óptica muy similar, estamos ante una crisis de confianza en las instituciones, en ascenso de la militarización y la violencia, y comicios electorales deslegitimados o con elementos violentos en ellos. La crisis democrática actual y la pandemia han generado violencia, terrorismo y el terror.

Para Donatella di Cesare, uno de los lados oscuros y violentos de la democracia salió a flote con la pandemia. «El que veía en el ethos democrático la garantía contra todo abuso o violación» (Di Cesare, 2019) ha estado errado, ya que el terrorismo y la violencia son una cara no visible, pero parte del discurso democrático. «Podemos pensar que la democracia es el Gobierno que dice: “No necesito el terror para gobernar”. Pero el terror queda inscrito en la democracia. La democracia tiene este lado oscuro y violento que puede salir a la luz» (Di Cesare, 2019).

El lado violento de la democracia mexicana es visible cada proceso electoral, el sistema político mexicano categorizado como democrático ha interiorizado las formas violentas de control y al mismo tiempo ha generado un ambiente de violencia estructural que se da día con día en el país. México ha transitado hacia un proceso de desdemocratización. La violencia, la militarización, la desconfianza en las instituciones democráticas y la polarización, así como la poca capacidad del Estado para generar bienestar, pueden ser categorizadas como formas de acercarse a los autoritarismos en nuestro país.

La crisis de la democracia en México se puede analizar desde el grado de capacidad del Estado para el cumplimiento de demandas de los grupos sociales, lo que Tilly denomina «capacidad estatal» (Bizberg, 2015, p. 123). La «capacidad estatal» o las demandas de la sociedad condicionan el desarrollo de la democracia y los niveles de la misma. México enfrenta un período de posdemocracia y de desdemocratización, generando una ausencia de elementos democráticos; ambos procesos se han ido configurando en plena pandemia. Esto ha generado el despojo de elementos considerados democráticos, como son la igualdad, la libertad y la justicia. Al mismo tiempo que se cancelan ciertas conductas democráticas en el país a raíz del coronavirus, el sistema degrada los valores democráticos.

En el fondo, sin embargo, son dos procesos diferentes que pueden, incluso, conjugarse provocando daños devastadores en lo que a la pérdida de libertad se refiere. La desdemocratización contempla la cancelación efectiva de ciertas prerrogativas democráticas, normalmente por un breve período de tiempo o para afrontar sucesos excepcionales (de terrorismo, catástrofes naturales, etcétera). La posdemocracia, por el contrario, es un proceso solapado, presentado como «natural», que garantiza las libertades formales, pero las degrada o las despoja de su verdadero contenido democrático. (Bauman y Bordoni, 2016, p. 133).

El primer elemento que nos puede apoyar para explicar la creciente presencia de elementos autoritarios, así como la generación de una democracia deficiente en el país, es la polarización y desconfianza en las instituciones democráticas mexicanas. En la democracia mexicana, las viejas prácticas del antiguo régimen prevalecen en los procesos democráticos actuales. La transición democrática y la democracia en México no terminan de constituirse, sobre todo con la intervención del ejecutivo en procesos electorales y en la escalada de conflictos entre el organismo encargado de gestionar las elecciones y el presidente Andrés Manuel López Obrador.

A lo largo del proceso electoral, hemos podido constatar la escalada de declaraciones en contra del organismo encargado de observar y organizar las elecciones en México. El caso Salgado Macedonia como candidato a gobernador de Guerrero y la resolución de quitarle la candidatura se constituyó como un problema y la intervención del ejecutivo genera un clima de desconfianza y de deslegitimación al INE.

De hecho han sido sobre todo el presidente mexicano y la cúpula de su partido quienes han construido una trinchera ideológica en torno a un caso que tiene que ver con la aplicación de la legislación. Córdova se empleó en explicarlo y recordó que «respetar la ley representa el piso mínimo de funcionamiento de una democracia constitucional». (Manetto, 2021).

El conflicto entre ejecutivo y el organismo autónomo ha seguido, en los canales de comunicación que ha instaurado el actual Gobierno mexicano, y se han encontrado varias frases dichas por el propio mandatario. Se ha acusado al organismo de generar una democracia simulada en el país: «Dicen que traemos una campaña en contra de la autoridad electoral y que queremos someter a la autoridad electoral, no, no somos iguales, nada más que ya basta de estar simulando de que son demócratas cuando siempre han estado al servicio de la antidemocracia, siempre» (Infobae, 2021). También ha señalado en otras ocasiones «que su triunfo en las elecciones fue porque era imposible parar la ola a su favor, pero el INE “permitió fraudes”» (Forbes, 2020).

Esta serie de declaraciones generan la deslegitimación y la desconfianza en el sistema político mexicano, así como en las instituciones encargadas de dar legalidad y certeza jurídica a los procesos de elección en México. Aunado a la intervención, las irregularidades y la corrupción y compra de votos, en el sistema mexicano, históricamente, ha presentado una serie de problemas para generar elecciones limpias y confiables.

El segundo punto a tratar es la violencia y la presencia militar, donde encontramos que el Estado ha perdido la capacidad, a raíz de la guerra contra el narco planteada en el sexenio del presidente Felipe Calderón. Toda esta violencia desencadenó un incremento de índices de homicidios y todo tipo de crímenes violentos. Esta violencia tuvo como efecto la creciente desaprobación y la creación de movimientos que tuvieron como fin la búsqueda y la exigencia de derechos por parte de los manifestantes que exigían justicia para ellos y sus familiares. «Se demanda en democracia aquello que se exigía a los militares en el poder en el ocaso del autoritarismo en el Cono Sur: respeto a los derechos humanos, paradero de los desaparecidos, conocimiento preciso de las muertes de las víctimas» (Bizberg, 2015, p. 133).

Por otro lado, el clima de violencia en el país genera deficiencia en la democracia mexicana. Las cifras de asesinatos en México en el primer semestre de 2018 a 2020 son de 17.772, 17.776 y 17.123, respectivamente. Solo en 2020, con armas de fuego murieron 12.398 personas (INEGI, 2021), aproximadamente el 72 % de asesinatos en México, producto de la violencia, la militarización y la poca producción del sistema para generar progreso y oportunidades para todos.

Los índices de violencia y la falta de capacidad estatal para generar un espacio de seguridad tanto económica como política y social generan en México un clima autoritario, donde los procesos de violencia se normalizan cada vez más. Es común observar casos como el asesinato en manos de la policía del civil de Jalisco por no portar cubrebocas o el abuso policial a la migrante que acabó con la vida de esta en Tulum. La esfera de la violencia en México ha ido interiorizándose hasta constituirse como un común denominador, penetrando en todas las áreas de la vida del mexicano.

La explosión de la violencia que produjo la «guerra contra las drogas» incrementó considerablemente la inseguridad en el país y la debilidad del Gobierno en varias regiones, como ha sucedido tan palpable y trágicamente en Iguala con el asesinato de seis normalistas y la desaparición y posterior asesinato de otros 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, con la complicidad entre el Gobierno, las fuerzas policiacas y el crimen organizado. (Bizberg, 2015, p. 137).

Por último, la violencia en los procesos electorales del 6 de junio de 2021, el asesinato de candidatos previo a los procesos electorales, así como la quema de boletas, la presencia de tiroteos, de grupos armados, el abandono de cuerpos mutilados, disturbios. «Balaceras en Puebla y Oaxaca, restos humanos abandonados en Tijuana y una masacre en Chiapas horas antes de abrir las casillas ensombrecen los comicios» (Ferri, 2021). Todo ello genera el terror inherente de la democracia y la violencia intrínseca en la misma, la «demoprotección» y el «demopoder» no están presentes en la democracia mexicana.

La «demoprotección», entendida como la protección de un pueblo contra la tiranía, y el «demopoder», que significa el establecimiento del poder popular (Sartori, 2014). Mientras que la «demoprotección» en la idea de Sartori (2014) se encarga de ser el medio de protección que tiene el pueblo en contra de los poderes autocráticos, también se encarga del cuidado de los valores democráticos, para con esto poder llegar a la instauración de un «demopoder» que se logra bajo la aceptación popular y el voto.

La «demoprotección» se refiere a «los medios legales y estructurales para limitar y controlar el ejercicio del poder» (Sartori, 2014, p. 522). Esto apoya la protección de los ciudadanos en contra de poderes autocráticos y al mismo tiempo instaura libertad y defensa. Sartori lo define como la forma para «cualquier cultura con independencia de las configuraciones socioeconómicas subyacentes» (Sartori, 2014, p. 522). El «demopoder» «remite a elementos del contenido político, de los inputs y outputs concretos que se procesan por y dentro del sistema político» (Sartori, 2014, p. 522). Concretamente, es la parte de la organización estatal.

El Estado mexicano, desde la implantación de las idea de democracia como mecanismo de generar protección e instaurar poder, se ha visto rebasado. Porque en la violencia sistémica generada por el necrocapitalismo y por el mismo Estado no hay cabida para una protección efectiva. Al mismo tiempo, desde el discurso político, las instituciones que genera el demopoder en México no son confiables, los comicios no son seguros y los resultados no son aceptados.

Conclusiones

Los casos mexicano y estadounidense nos dan una muestra del modo en que en la modernidad las democracias globales han interiorizado formas autoritarias, como lo son la violencia y la polarización, así como la falta de mecanismos de legalidad y confianza en los procesos electorales. Las formas autoritarias en las democracias del continente son muchas y variadas. La represión política y la violenta en Colombia, la personalización y centralización del poder en El Salvador, la creciente presencia de gobernantes o partidos de ultraderecha como Bolsonaro en Brasil, el aumento de partidarios de este tipo de partidos en Italia, España o Alemania, la perpetuación del poder de Putin en Rusia, el control de la información y de la vida diaria en China. Los casos particulares analizados aquí dan pie para reflexionar y analizar de manera más profunda los elementos autoritarios y las formas de gobernabilidad represiva que se viven en el continente americano y que han tenido un ascenso muy marcado durante la pandemia.

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TSN nº16, 2024. ISSN: 2530-8521