Las nuevas tecnologías han cambiado las formas de vida e interacción social. Los movimientos sociales recurren al uso de plataformas virtuales para que sus acciones logren más alcance y mayor visibilidad (Acosta, 2020). Experiencias sociopolíticas recientes como Primavera Árabe, #15M español o #YoSoy132 mexicano revelan cómo el papel de las tecnologías digitales ha sido relevante y característico de la producción política (Avalos González, 2019). «Desde 2010, hemos presenciado una ola de levantamiento global sin precedentes protagonizado por jóvenes, nucleado por las redes, incubado por renovadas tácticas de disidencia, ensayado con nuevas formas de participación y propagado un torrente de creatividad e imaginación» (Benson, 2015, p. 112 en Avalos González, 2019, p. 2).
Con la llegada de la pandemia por covid-19, los procesos de digitalización han dado un giro histórico contundente. Google, Amazon, Facebook, Alibaba, Tencent constituyen grandes representantes del cambio tecnológico y promotoras de la consolidación de plataformas como nuevas infraestructuras de lo económico y lo social. Dichas corporaciones han logrado inmiscuirse en cada espacio de la vida, recabando datos y recaudando ganancias exorbitantes en detrimento de otros sectores de la producción a escala global, consolidando lo que especialistas han denominado «capitalismo de la vigilancia».
El presente artículo se dirige a elaborar un estado del arte sobre activismos digitales en la nueva fase digital y su relación con el desarrollo del capitalismo de la vigilancia, insumo fundamental para ser utilizado en estudios pertenecientes al programa de investigación PAC UNLa, o Programa de Análisis de la Construcción de Sentido en Plataformas Digitales, perteneciente al Instituto de Cultura y Comunicación (ICC) de la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).
La estructura de presentación incluye una primera sección de abordaje metodológico. La segunda trata el capitalismo de la vigilancia como elemento clave de la nueva fase digital. Una tercera sección se detiene en el activismo digital como objeto de estudio. La cuarta aborda características de los activismos digitales y usos de las tecnologías digitales. La quinta sección describe desafíos que enfrentan los activismos en el capitalismo de la vigilancia y el problema de la conducción. Finalmente, se sintetizan reflexiones finales en términos de hallazgos, alcances e inquietudes posibles de ser abordadas en futuras investigaciones.
El presente estudio busca describir características y usos del activismo digital y su relación con el capitalismo de la vigilancia a fin de analizar su estado actual y evolución futura. A través de una metodología cualitativa, se propone elaborar un estado del arte para la búsqueda, selección y organización bibliográfica. De acuerdo con Sautu et al. (2005), el estado del arte «discute las líneas de investigación y las tradiciones teóricas vigentes en el momento de su elaboración, y las similitudes y divergencias entre ellos» (Sautu, et al., 2005, p. 88). En cuanto a las decisiones y alcances, cabe señalar que el estudio se limitó a realizar una primera aproximación al tema a través de la identificación de publicaciones realizadas en revistas académicas, libros, capítulos de libros y ponencias. A pesar de la intención de abarcar otros medios de producción y comunicación de conocimientos, el vasto universo de producciones encontradas y la limitación temporal de la investigación llevaron a asumir esta restricción. El proceso de detección de artículos y ensayos se realizó mediante la revisión de bases de archivo disponibles en los sitios web de revistas científicas y repositorios como REDALYC, SCIELO, DIALNET, CONICET Digital, entre otros. Los criterios definidos para la selección incluyen: a) artículos publicados entre 2014 y 2021; b) que abordan el problema del «activismo digital»; c) que se ocupan de la discusión sobre el concepto «activismo digital» y sus derivados; d) que estudian el problema en un contexto empírico específico; e) que reflexionan el problema de los activismos digitales en relación a algoritmos, datificación de lo social y vigilancia; f) prioridad a bibliografía actualizada y con perspectiva de género. Para el análisis cualitativo de los artículos identificados se utilizó una técnica de fichaje basada en preguntas, a saber: ¿qué núcleos conceptuales prevalecen en la discusión sobre activismos digitales? ¿Cuáles son los principales consensos y disensos? ¿Cuáles son los supuestos subyacentes? ¿Qué dimensiones abordan? ¿Qué actores identifican y cuáles son los intereses que representan dichos actores? Posteriormente al proceso de fichaje, se elaboró una serie de etiquetas de análisis o códigos que sirvieron para identificar, asociar y agrupar distintos textos, así como para ordenar la estructura del presente artículo.
La economía de plataformas ha empezado a ocupar un lugar cada vez más preponderante en la agenda pública a escala global. Se habla de ciudades inteligentes, negocios disruptivos y trabajadores flexibles; una economía digital que depende cada vez más de la tecnología de la información para sus modelos de negocios (Srnicek, 2018).
Es posible observar el incremento de disputas geopolíticas por el control de la tecnología 5G-6G, desarrollo de inteligencia artificial (IA) e Internet de las cosas (IoT), bio y nanotecnología, big data, impresión 3D, realidad virtual y aumentada, como objetivos que orientan la lucha intercapitalista actual.
Estos procesos se han visto acelerados en el marco de despliegue de la cuarta revolución industrial (Schwab, 2017) y la denominada sociedad en red (Castells, 2013). Otros estudios (Caciabue, 2019 y Giménez, 4 de mayo de 2020) profundizan el concepto de «red» señalando que el sistema capitalista global actual adquiere un diseño en red que dispone de una capacidad de centralizar un poder real a través de una «red global de control corporativo» y un control estricto sobre el conjunto del sistema económico, al tiempo que descentraliza la producción y terceriza el trabajo asalariado directo. Un estudio (Battiston, 2013 en Caciabue, 2019) analiza la estructuración económica y financiera del mundo a partir de una base de datos de treinta millones de empresas. Descubrió que las veintiocho corporaciones sistémicamente importantes trabajan con un activo consolidado promedio de 1,82 billones de dólares estadounidenses para bancos y 0,62 billones en el caso de las aseguradoras. A modo de comparación, el PBI de Brasil, sexta economía mundial, representa 1,7 billones de dólares. Esas veintiocho corporaciones constituirían un supernodo donde se concentrarían el poder, las riquezas y el control sobre el sistema económico mundial. Cada una de estas corporaciones contaría con hasta siete escalones de empresas multinacionales subsidiarias, multiconectadas.
La automatización y digitalización estarían abriendo paso a una nueva fase digital y la emergencia de una personificación social denominada nueva aristocracia financiera tecnológica (NAFT), que supone a los dueños de grandes empresas tecnológicas y fondos financieros como núcleo de poder que estaría buscando consolidar nuevas formas de gobernanza global (Giménez, 4 de mayo de 2020).
Según Srnicek (2018), la configuración del capitalismo de plataformas atravesó tres momentos: la respuesta a la recesión de los años setenta; el boom y posterior caída de las puntocom en los noventa; y la salida a la crisis del 2008. «Las plataformas se volvieron una manera eficiente de monopolizar, extraer, analizar y usar las cantidades cada vez mayores de datos que se estaban registrando» (Srnicek, 2018, p. 45).
Zuboff (2021) introduce al debate contemporáneo el concepto de «capitalismo de la vigilancia», nuevo orden económico que «reclama unilateralmente para sí la experiencia humana, entendiéndola como una materia prima gratuita que puede traducir en datos de comportamiento» (Zuboff, 2021, p. 21) para mejorar productos o servicios.
En la economía digital hay una convergencia de vigilancia y actividad lucrativa. Los usuarios son rastreados mediante cookies. Asimismo, existe un crecimiento competitivo tendiente a la monopolización. A mayor cantidad de usuarios que interactúan en una plataforma, más valiosa se vuelve (Zuboff, 2015). Para tomar dimensión, Zuboff (2021) señala que en 2016 entre Facebook, Google y Alibaba acapararon la mitad de la publicidad digital mundial.
La pandemia por covid-19 incrementó estos procesos. Silvestris (2021) señala que el tráfico mundial de Internet aumentó casi un 40 % entre febrero y mediados de abril de 2020. De acuerdo con el último informe digital 2021 de We Are Social, 16,5 nuevos usuarios por segundo se unieron cada día durante los últimos doce meses (1,4 millo- nes); mientras que el informe de abril de 2021 revela que más de seis de cada diez personas usan Internet (4.720 millones), lo que equivale a más del 60 % de la población mundial. Según el estudio, las plataformas propiedad de Facebook representan cuatro de las cinco más utilizadas a nivel mundial. Por último, Mena Roa (11 de agosto de 2021) comparte las estimaciones de AllAccess (https://www.allaccess.com/merge/archive/32972/infographic-what-happens-in-an-internet-minute), que indican que en 2021 en tan solo un minuto se compartirán alrededor de 695.000 stories (https://es.statista.com/grafico/23725/usuarios-activos-diarios-mundiales-de-instagram-stories-whatsapp-status-facebook-stories-y-snapchat/) en Instagram, los usuarios de WhatsApp y Facebook Messenger enviarán 69 millones de mensajes y se subirán quinientas horas de contenido a YouTube. Estas cifras parecieran ser solo una pequeña muestra del ritmo frenético con el que actualmente se generan e intercambian datos en la red. Aun así, especialistas indican que la actividad en Internet seguirá incrementándose gracias a la adopción (https://es.statista.com/grafico/16309/numero-de- suscripciones-moviles-a-redes-5g/) cada vez más generalizada de 5G-6G y al aumento del número de personas conectadas en los próximos años. 1
Internet es un territorio en disputa; una «red de redes» que logró configurarse en medio de comunicación, interacción y organización social (Castells, 2003).
[…] Más que una tecnología neutra, Internet adquiere su forma como resultado de los conflictos políticos, sociales y económicos que se dan en el mundo físico y material, que actualmente no pueden comprenderse sin el mundo digital: los procesos que ocurren a uno y otro lado están mutuamente imbricados. (Goldstein, 2004, en Lechón Gómez y Mena Farrera, 2019, p. 118).
En las sociedades de la información y el conocimiento, la acción colectiva suele tener como epicentro a las TIC (Castells, 2009). A propósito, antes de avanzar, conviene precisar una distinción entre conceptos vinculados al ámbito de las tecnologías. De acuerdo con Zukerfeld (2015), en el campo académico es usual encontrar que todas las tecnologías son tratadas del mismo modo. Sin embargo, el concepto «tecnología» refiere a «conocimientos que se concretizan en la forma que asume un bien determinado con un propósito instrumental (y que, funcionan como medios para producir otros bienes y servicios)» (Zukerfeld, 2015, p. 5). Según el autor, las tecnologías de la información (TI) incluyen máquinas analógicas (teléfono o videocaseteras) y digitales (computadoras y teléfonos móviles, etcétera). De este modo, los conceptos de tecnologías de la información (TI), o tecnologías de la información y las comunicaciones (TIC), exceden largamente a las tecnologías digitales. Sin embargo, las tecnologías digitales cuentan con la capacidad de integrar en los mismos artefactos todas las funciones de las TI, como almacenar, procesar, transmitir o convertir información, y han evolucionado durante más de cuarenta años a un ritmo que no registra antecedentes en la historia humana. En este estudio se apela a respetar dicha distinción para evitar posibles confusiones.
Ortiz (2016) clasifica diversos autores que han introducido términos generales que aluden al campo del activismo político en Internet, entre ellos «activismo en Internet» (Kahn y Kellner, 2004; Earl y Kimport, 2011, 2014; Earl, Hunt y Garrett, 2014), «activismo online» (Vegh, 2003; Juris 2008; Xu, 2016), «ciber- activismo» (Morris y Langman, 2002; McCaughey y Ayers, 2003; López y Roig, 2006; Tascón y Quintana, 2012; Fernández Prados, 2012; Sampedro, 2014; Carty, 2015), «activismo digital» (Robles, 2008; Gerbaudo y Treré, 2015; Chadwick, 2016), «tecnoactivismo» (López, 2006; Callén, 2011) o «tecnopolítica» (Toret, 2013). También señala categorías asociadas a conflictos militares, como los estudios de Arquilla y Ronfeldt, que comienzan a investigar tipologías emergentes e incorporan al debate los términos «ciberguerras» y «guerras en red». Según la autora, en 1992 trabajan el fenómeno de la cyberwar y en 1993 acuñan el concepto de netwar, término amplio que abarca desde las formas más radicales de conflicto, como ciberataques, hasta las más pacíficas, como los comités en defensa de los derechos humanos que se forman en Internet.
Para Caciabue, Giménez y Vargas (2018) la guerra de redes se basa en la estructuración de unidades de combate, diseminadas y autónomas, que se dedican al ataque hacia un objetivo común desde múltiples direcciones y dimensiones con el objetivo de destrozar la voluntad de lucha y romper la unidad y la cohesión del enemigo. La estrategia militar definida como soft-power consiste en la estrategia central de la guerra de redes, mientras que, si incorpora el uso de instrumentos militares o de seguridad (hard-power), se convierte en guerra de enjambre (swarming).
Más allá de la clasificación propuesta por Ortiz (2016), en la literatura es posible identificar estudios que abordan el activismo digital como actividad propia de movimientos sociales que usan lo digital (Barranquero, 2014; Castells, 2015; Ortiz, 2016; Lechón Gómez y Mena Ferrera, 2019; Acosta, 2018, 2020). Un segundo grupo de estudios que ponen el acento en la acción colectiva en línea (Garrido, 2012; Silva Reis y Natansohn, 2019; Flores Márquez, 2019; Avalos González, 2019). Y finalmente, un tercer y último grupo de estudios que señalan la participación en línea como acción individual (Couldry, 2012) o slacktivismo (Morozov, 2009; Córdoba Hernández, 2017; García-Estévez, 2018).
Como parte de los estudios que hacen referencia a movimientos sociales que desarrollan acciones dentro o fuera del ciberespacio, Ortiz (2016, p. 177) propone la categoría de «cibermovimiento social», entendida como
[…] actor colectivo, estructurado en forma de red distribuida, que, intencionalmente y con cierta continuidad, utiliza las oportunidades comunicativas de la era de Internet y de la web social para conseguir afectar al cambio social, a través del impulso de sus acciones colectivas, que pueden desarrollarse dentro y/o fuera del ciberespacio, con el objetivo de sensibilizar a la opinión pública sobre un conflicto social y unos objetivos públicos que se reivindican desde una identidad colectiva establecida.
A pesar de las diferencias, los movimientos sociales que usan lo digital repiten una estructura o modelo que se caracteriza por cinco rasgos centrales: 1) se inician en Internet y se difunden por redes móviles; 2) se convierten en movimientos visibles para la sociedad a través del espacio urbano; 3) surgen al margen de los canales tradicionales de los partidos políticos y sindicatos, y desafían la autoridad estatal; 4) su masa crítica incide en las instituciones de representación y obtienen ciertas victorias reivindicativas; 5) son movimientos en red, sin centro formalizado, basados en redes multimodales múltiples y cambiantes (Barranquero, 2014; Castells, 2015).
Por su parte, Lechón Gómez y Mena Ferrera (2019) recuperan las definiciones de hacktivismo desde Burgos Pino (2014), «el hacktivismo como una forma emergente de acción social que pretende cuestionar y transformar el orden social existente a través del activismo tecnológico. Dicho activismo se sustenta en los principios de la socialización del conocimiento, la cooperación tecnológica y la autogestión comunicacional», y Aceros Gualdrón (2006), para quien «el hacktivismo es una forma de ecología política y un nuevo movimiento social» (Lechón Gómez y Mena Ferrera, 2019, p. 122).
En cuanto al segundo grupo de estudios, Garrido (2012) estudia la participación política juvenil bajo la categoría de «cibermilitancia». Más recientemente, Silva Reis y Natansohn (2019) utilizan el término «ciberactivismo» para referirse a toda y cualquier forma de uso de las TIC por parte de grupos civiles para fines de acción colectiva. Para Flores Márquez (2019) la llegada de los activistas a Internet es una conquista en tanto que ha posibilitado el acceso de actores no institucionales a la expresión pública. A diferencia de algunos planteamientos teóricos, como el de Couldry (2012), que plantean la emergencia de un nuevo actor político individual en línea, la autora propone el activismo como un actor político colectivo.
Estos actores políticos no tienen reservas de autoridad política en el sentido tradicional, de adscripción a partidos políticos y otras figuras de la política formal, pero sí en el sentido activista de convertirse en copartícipes con la capacidad de intervenir sobre los asuntos públicos, de desafiar las lógicas de la democracia centrada en la representación para ejercer una ciudadanía participativa orientada hacia el cambio social. (Flores Márquez, 2019, p. 250).
Avalos González (2019, p. 8) entiende el activismo político juvenil contemporáneo como
[…] la participación de los actores sociales jóvenes en la organización, desarrollo y difusión de acciones colectivas, a partir de un conjunto de posicionamientos sociopolíticos respecto a una causa o frente a un conflicto social y mediante el uso estratégico de tecnologías comunicativas para convocar a otros actores sociales y disputar hegemonía.
Finalmente, el tercer grupo aborda la participación en línea desde voluntades individuales (Couldry, 2012) y lo que algunos críticos han denominado peyorativamente slacktivismo (Morozov, 2009), clicktivimismo, «activismo de hashtag» o «activismo de sillón» (García-Estévez, 2018) para referirse al empoderamiento ciudadano en el contexto tecnológico-digital.
El término slacktivismo surge de la combinación de activism («activismo») y slacker («holgazán, vago, ocioso, flojo») y sirve para describir actividades políticas que no tienen impacto en la vida real, pero sirven para aumentar la sensación de bienestar de los ciudadanos que las realizan (Christensen, 2011, Glenn, 2015, y Morozov, 2009, en Córdoba Hernández, 2017). A pesar de no buscar el compromiso político convencional, su eficacia radica en ser motor de opinión y visibilidad con el que se genera sensibilidad y solidaridad transnacional, ampliando el alcance. De ahí su importancia como recurso de movilización (Córdoba Hernández, 2017).
En síntesis, dos condiciones fundamentales del activismo digital remiten al aspecto relacional, de participación en un contexto social concreto, y lo tecnológico-digital como potenciador de procesos organizativos y estrategias activistas de interlocución, interpelación y disputa de códigos y valores.
Fuentes (2020) concibe el activismo digital como un modo de acción contrahegemónica. En su obra sistematiza experiencias de activismo digital en México, Argentina y Chile desarrolladas en las déca- das de 1990, 2000 y 2010 hasta la actualidad.
Según este estudio, los métodos de lucha históricos del activismo digital van desde las sentadas virtuales o el método de «conceptualismo html» hasta experiencias de narrativa digital y distribución del registro de acontecimientos sociales por correo electrónico; listas de discusión por e-mail, foros y newsletters; páginas web; blogs; o performances en espacios públicos que han posibilitado la articulación de activistas del mundo entero.
«En 1991, se escucha hablar por primera vez de la palabra “ciberfeminismo”, acuñado por el grupo australiano VNS (VeNuS) Matrix. El ciberfeminismo era un conjunto de acciones político-estéticas coordenadas por “ciberputas y anarcociber-terroristas” para hackear “el sistema operacional del Big Daddy”» (Evans, 2014, en Silva Reis y Natansohn, 2019, p. 392).
En esa década aparecen también los primeros colectivos hackfeministas, tales como SubRosa, uno de los principales grupos fundadores del hacktivismo que contribuyó a dar visibilidad internacional al levantamiento zapatista de 1994 y es considerado «el primer gran episodio de ciberactivismo del que se tiene noticia» (Ford, Gil, 2004, en Silva Reis y Natansohn, 2019, p. 392). Otros grupos involucrados en este levantamiento popular fueron el colectivo estadounidense Electronic Disturbance Theater (EDT) o Teatro de Disturbio Electrónico y Anonymous Digital Coalition (ADC), activistas italianos que organizaron las primeras sentadas virtuales en apoyo al levantamiento zapatista contra el NAFTA, Tratado de Libre Comercio en América del Norte entre México, Estados Unidos y Canadá, implementando técnicas de hackeo como «ataque distribuido de denegación de servicio» (DDoS, según las siglas en inglés) o saturación de servidores con excesivas solicitudes de datos.
Para realizar las sentadas virtuales se convocaba a miles de personas de cualquier parte del mundo cierto día a cierta hora y se identificaban símbolos del neoliberalismo (bancos, grupos financieros) con la tarea de «plantarse» en estas instituciones. Las acciones encomendadas consistían en ingresar en sus buscadores las direcciones web de la lista y pulsar manualmente los botones «retorno» o «enter» reiteradas veces. Las sentadas virtuales requerían de muchas personas para intensificar sus efectos. Según Fuentes (2020), más que la «eficiencia tecnológica» de los colectivos hackers, el EDT buscaba la «eficacia simbólica» propia de la performance cultural; más que realizar una hábil y desafiante infiltración, la acción apuntaba a mostrar un frente unificado o enjambre.
Ya con el desarrollo y uso extensivo de redes sociales, empiezan a aparecer flash mob callejeros, como «Triller por la educación» y «1800 horas por la educación», desarrollados por estudiantes chilenos (2011); performances feministas argentinas, como «Operación Araña» (2018); o los recientes activismos con uso de hashtags, como las campañas de Ni Una Menos y las de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito en el contexto local; las promovidas a nivel internacional por Black Lives Matter, tras los levantamientos desatados por el asesinato de George Floyd por parte de la policía norteamericana (2020) o las desarrolladas en el marco de las protestas de Chile (2019) y Colombia (2021).
Según las especialistas, las redes sociales funcionan como catalizador de la movilización social. La ubicuidad y cultura de la comunicación móvil hacen que las personas estén «siempre conectadas», compartiendo «noticias de último momento». El contenido generado por usuarios en redes sociales no es periférico al evento callejero como algo que fue; las réplicas en redes sociales avivan una performance y la transforman en una constelación de «performance» asincrónica, conducidas por la «novedad» y la relevancia del contenido como versiones de lo en vivo en red (Fuentes, 2020).
Lo «en vivo» ya no puede ser definido exclusivamente por la copresencia de actores y espectadores. Un ejemplo oportuno pueden ser las transmisiones en vivo realizadas por las cuentas de Instagram de los colectivos @primeralineacol (336.000 seguidores), @escudos_azulesoficial (135.000 seguidores) y el @laoreja (471.000 seguidores) durante los meses más agudos de las protestas en el marco del Paro Nacional de Colombia, prácticamente todos los días que se desarrollaron represiones por parte del Escuadrón Móvil Antidisturbios (Esmad) bajo las órdenes del Gobierno de Iván Duque Márquez en los barrios populares de las principales ciudades del país, con miles de personas conectadas que eran testigos y replicadores activos de los acontecimientos. Un caso alusivo fue el vivo de Instagram de René Pérez, conocido como Residente-Calle 13, quien fue testigo de la detención de más de doce manifestantes. Según La Nación (2021), el usuario en Instagram @JahFrann (400.719 seguidores) transmitió lo que estaba pasando en el sector llamado La Luna (Cali) y varios influyentes se unieron a su transmisión, entre ellos el cantante @residente (6.381.448 seguidores): «Ahora ustedes, con estas transmisiones, son los medios noticiosos, es la manera más real y honesta para que las demás personas alrededor del mundo sepan lo que está pasando», dijo Residente mientras miraba las imágenes.
Es emblemático el caso de movimientos feministas y ambientalistas que vienen ocupando espacios digitales para discutir, reflexionar y reivindicar nuevas inflexiones para el tratamiento de problemáticas sociales.
El movimiento feminista está siendo el único que tiene la capacidad de manifestarse a nivel mundial, coincidiendo en las consignas y universalizando la lucha. A su vez, podemos destacar como las luchas que surgen en nuestros territorios locales luego adquieren impacto global ya que utilizamos las redes sociales como medios para encontrarnos, generar organización y construir poder. (Leyes y Riera, 2020, p. 257).
Es posible localizar el 2015 como año bisagra. Se registró capacidad de movilización alcanzada por las mujeres en red, cuando diversas iniciativas de movilización y solidaridad surgieron o se consolidaron (Silva Reis y Natansohn, 2019). Algunos ejemplos de Argentina y Latinoamérica que se pueden citar han sido la marcha de Ni Una Menos (2015), el primer paro a Mauricio Macri (2016), las campañas #MiraComoNosPonemos y #YoTeCreoHermana (2017), que han dado a luz una etapa de denuncias y escraches públicos por situaciones de violencia de género; el Primer Paro Internacional de Mujeres (2017); las performances «Operación Araña» (2018) o «El violador eres tú» (2019), ya citadas, entre otras.
Los datos de acceso a la red (We Are Social, 2021; Mena Roa, 19 de febrero de 2021) dan cuenta del nivel de conexión actual. El estilo de vida «siempre conectado» habilita el «estar presente» que significa «tanto compartir el aquí y ahora de un evento como recrear su reiteración online mediante reportes instantáneos, transmisión en vivo y documentación digital» (Fuentes, 2020, p. 156).
Para Flores Márquez (2019) existen dos condiciones fundamentales para una persona activista. La primera es que ejerce una ciudadanía participativa en torno a asuntos públicos; la segunda, que se trata de usuarios de Internet, es decir, sujetos con acceso a tecnologías digitales que hacen uso y apropiación de las mismas. Sin embargo, aclara que dicha participación política en Internet no siempre inicia de cero; por lo general, es motivada por una cultura política previa.
Con el devenir del desarrollo tecnológico, los activismos se han ido desarrollando a la par, generando procesos de participación cada vez más sofisticados. A continuación, se propone una clasificación de estudios bajo dos criterios a considerar. El primero respecto a las características de los activismos digitales. El segundo abarca usos de las tecnologías digitales por parte de estos colectivos.
Las emociones juegan un papel importante en la expresión pública. Partiendo de los postulados de Ranciere (2009), Flores Márquez (2019) sostiene que la visualidad es un elemento central en la comunicación de los activistas en Internet; en ella se conectan la dimensión emocional y racional.
Por un lado, el uso de recursos visuales permite a los activistas ofrecer evidencias de las problemáticas del mundo contemporáneo que critican. Las fotografías o videos permiten a los activistas dar cuenta de sus acciones y, con ello, presentar una identidad en el espacio digital. Por otro lado, la incorporación de datos de investigaciones a la expresión contribuye a generar credibilidad.
«Estas intervenciones apelan a alterar la mirada sobre un asunto concreto, mediante la creación de microsituaciones» (Ranciere, 2005, en Flores Márquez, 2019, p. 188). Una estética de este tipo tiende a anticipar futuros posibles y propuestas profundamente disidentes para interpretar el mundo.
Sádaba y Barranquero (2019) destacan la acción de líderes, portavoces o figuras relevantes (influencers) que aprovechan los social media para difundir sus relatos.
Entre los líderes de opinión, las figuras influencers despliegan su acción en medios digitales. Se trata de celebridades con miles o millones de seguidores en las redes sociales, capaces de viralizar contenidos, es decir, de multiplicar la difusión y la propagación de videos, imágenes, etcétera.
Pérez y Campillo (2016) afirman que la actividad influencer se basa en la capacidad que tiene una persona de influir en un determinado colectivo para modificar sus opiniones; esta audiencia sigue sus pasos de manera incondicional y admiran y comparten su estilo de vida.
Según las autoras, condiciona las actitudes sociales hacia la aceptación o el compromiso con ciertas posiciones y valores, por lo que los denominados hoy «líderes blandos» (Sánchez, 2012, en Sádaba y Barranquero, 2019) irradian su acción sobre círculos de amistades y contactos que reinterpretan los mensajes recibidos; generan respuestas como comentarios, likes o shares; y acaban constituyendo grupalidades compartidas (Rybas y Gajjala, 2007, en Sádaba y Barranquero, 2019).
«Los hashtags convocan de manera simbólica y material» (Fuentes, 2020, p. 228). Las redes sociales operan como soporte de performances, facilitando un trabajo descentralizado y distribuido a través del cual se generan respuestas a casos específicos.
Las operaciones descentralizadas permiten replicar acciones de los colectivos organizados, por ejemplo el caso #NiUnaMenos (Laudano, 2019) y las diferentes ramas desplegadas distribuidas en cada territorio, ajustan una campaña y sus acciones concretas a los contextos locales y/o viceversa, los territorios pueden socializar campañas de denuncia o protesta de su localidad potenciales de réplica en escalas nacionales o regionales, como, por ejemplo, los casos de femicidios o desapariciones forzadas como #JusticiaPorUrsula, que denuncia el feminicidio de Úrsula Bahillo; #DondeEstaTehuel, que reclama la aparición del joven trans Tehuel de la Torre; o #MeCuidanLasPibas (Alcaráz, 2021; Orozco Agudelo, 2021).
A nivel internacional existen otros casos, como #MeToo, uno de los hashtags de mayor éxito en el ámbito de los derechos de las mujeres; o el caso #NiUnaMenos, #NoeOneWoman o #Non UnaDiMeno.
Los activismos digitales entrelazan consonancias culturales e historias, cruzan luchas en diferentes tiempos y espacios. Es el caso de los hashtags #VivasNosQueremos, que podría ser entendido como una reactualización de #VivosLosQueremos (Fuentes, 2020), iniciado en México y utilizado como declaración de protesta frente a la desaparición de los cuarenta y tres estudiantes de Ayotzinapa en septiembre de 2014. «Un hashtag no es propio ni apropiable, es una etiqueta, un lugar de arribo y de partida para una conversación, para una relacionalidad. Al estar conectados pueden cooperar sin la co-presencia, lo que les otorga una maleabilidad inesperada para la acción» (Rovira, 2016, p. 139).
En definitiva, los hashtags estarían funcionando hoy como agitadores en red, organizadores tácticos, engranajes de persistencias activistas que buscan ser virales en la era de la conectividad digital y aglutinadores de la historia de luchas de género, raza, etnia en el marco de la lucha de clases, conectando protestas on line y off line.
«La multitud conectada conforma un “sistema red” con las características de las redes libres de escala» (Barandiaran y Aguilera, 2015, p. 175, en Rovira, 2016, p. 148). Según los autores, la robustez o capacidad de mantener sus funciones esenciales a pesar de perturbaciones, la flexibilidad o cambio y adecuación a condiciones variables, la adaptabilidad o capacidad de ajustar su estructura y comportamiento son características que permiten que la red crezca exponencialmente de forma autoorganizada, sin implosionar y sin comando central. Ahora bien, unos pocos nodos pueden llegar a tener muchísimas conexiones, los llamados hubs, mientras que la mayoría tienen solo unas pocas. Los núcleos hubs o líderes pueden ser dinámicos. La posición dominante de un nodo depende de su actividad, permanentemente monitoreada por el resto de nodos.
Nunes (2014), en Rovira (2016), señala que los nodos que parecen muy poco conectados a veces pueden convertirse en hubs en momentos de actividad extraordinaria de la red. En esos casos, un nodo o cluster ocupa temporalmente una «función de vanguardia» en relación con el sistema-red durante un tiempo y espacio determinados. El «liderazgo distribuido» debe ser entendido como esa combinación de las propiedades topológicas de la red, donde los hubs pueden crecer o decrecer, aparecer o liderar sin ser necesariamente una autoridad en el proceso.
Asimismo, siguiendo estos planteamientos, la forma habitual de conexión de los activismos digitales en la sociedad en red ha sido la estructura jerárquica o la red en estrella, la mayoría de las veces marcada por la unidireccionalidad, donde cada elemento de la red tiene un peso específico de autoridad y relevancia que no suele modificarse. Las formas organizativas más horizontales, como las asambleas o las organizaciones territoriales, suelen formar un entramado o cuadrícula que funciona bien cuando el número es pequeño, pero deja de ser operativo cuando crece. Solo la comunicación digital posibilita que las redes distribuidas libres adquieran la potencia para tener impacto significativo (Rovira, 2016).
Por otro lado, «en la comunicación en Internet, las interacciones dejan rastros y pueden ser visualizadas» (Flores Márquez, 2019, p. 227). Los estudios de conversaciones en entornos digitales (Vargas, Hernández, Macías, 2019; Calvo y Aruguete, 2020; Pedraza, Hernández y Sainz, 2020) que emplean grafos son ejemplos reveladores.
En tanto que materialidad tecnológica, la red es soporte de las interacciones entre sujetos. En tanto que producción de sentido, la red involucra múltiples fuentes, productores, espacios y usuarios; se trata de una lógica reticular de producción de sentido. Así, un nodo puede ser entendido como parte de una red mucho más amplia de producción de sentido.
Según Flores Márquez (2019), la red cuenta con tres niveles de alcance:
Los estudios indagados muestran una apropiación creativa del espacio público por parte de los activismos digitales en sus búsquedas por hacer visibles sus causas.
Flores Márquez (2019) sostiene que la visibilidad tiene diferentes niveles o capas de alcance en diversos espacios comunicativos: la red, la calle y los medios masivos de comunicación.
Respecto al alcance de las actividades de calle, son visibles de un modo limitado con trascendencia local. Los medios locales, en cambio, tienen un alcance algo más extendido; sin embargo, por lo general las voces replicadas son las de actores institucionales tradicionales. Finalmente, la red y su extensión mediante interacciones facilita la extensión a otros segmentos de lo social.
Uno de los condicionantes actuales de la red consistiría en la fragmentación de los espacios que conduce a una visibilidad relativa, es decir, a comunicar en nichos segmentados, dado que los seguidores son sujetos que comparten preocupaciones por causas específicas. Sin embargo, Flores Márquez (2019) afirma que, por muy relativa que sea su visibilidad, la expresión pública en Internet es un elemento clave que permite avanzar hacia el reconocimiento de diferentes visiones de mundo, varias de ellas en franca oposición al orden social. Parafraseando a la autora, la expresión pública de los activismos es disidente, evidencia una disputa por la construcción de sentido del mundo y también muestra la fragmentación del espacio público.
Mientras los medios tradicionales suelen ser monomediales, en Internet se produce la convergencia digital, que integra en su seno diferentes lenguajes: escrito, visual, auditivo, además de activar el hipertexto y facilitar la interactividad (Rovira, 2016). Giménez (4 de mayo 2020) plantea que actualmente atravesamos una sobreproducción de la mercancía información que estaría generando una crisis en actores estratégicos como los medios masivos de comunicación, poniendo en tensión su hegemonía y alterando, por ende, la forma de ver el mundo de las clases subalternas.
Es posible apreciar que las estrategias y tácticas desarrolladas por los activismos en los entornos de la calle y de la red tienen por objeto obtener visibilidad y posiciones favorables para materializar la disputa de sentido en torno a determinados conflictos sociales.
Así configuran contenidos comunicativos que abrirían la narrativa al contacto entre personas, grupos y redes para incidir en la construcción de un gran debate sobre el conflicto, oponiendo narrativas contrahegemónicas al poder mediático y su discurso dominante, dinámica en la que participarían distintas comunidades posibles de convertirse en comunidades en acción, es decir, comunidades de apoyo colaborativo llamadas y dispuestas a la acción.
Con las conexiones inalámbricas todo puede ser simultáneamente experimentado y transmitido. La calle es tomada por los cuerpos en relación sinér- gica con sus extensiones tecnológicas. Según Rovira (2016), el streamer se vuelve figura principal de un panóptico invertido: el que da a ver lo que está pasando desde su ojo situado, desde su cuerpo implicado, es también el que vigila al poder mediante su exposición viva en la calle, enarbolando su teléfono móvil. De esta manera, el vigilado inicia su oportunidad de microcontrol.
Una de las características centrales de los activismos digitales remite al uso estratégico de las herramientas digitales para la organización, la comunicación y la acción (Toret, 2015; Gutiérrez Rubí, 2014, 2018). Aparecen ideas en torno a los dispositivos tecnológicos y las habilidades que deben ser adquiridas con la experiencia.
Siguiendo a Avalos González (2019), la diversidad de usos alude, por un lado, a las prácticas de activismo que implican el manejo de cámaras, computadoras, teléfonos móviles y redes sociodigitales para la convocatoria, organización y difusión de las acciones colectivas, y por otro, el sentido estratégico de las prácticas en el transcurso y desarrollo de las protestas, ocupaciones y acciones directas que confiere un uso diferenciado de las tecnologías digitales y plataformas para el registro y circulación de los acontecimientos en tiempo real para articular los hechos y vivencias a otras experiencias en distintas ciudades y para sumar significaciones a las movilizaciones y resistencias en sentido más general.
Bajo este marco, la concepción de lo tecnológico excede el aspecto meramente técnico, es decir, va más allá de la idea de artefacto, pasando a asumir un significado de dispositivos para la acción que se encuentran entrelazados con procesos de subjetividad diferenciados según las condiciones contextuales de los activistas, incluidas sus propias trayectorias dentro del espacio social como actores políticos.
Flores Márquez (2019) sostiene que la lógica de producción de contenidos de los activistas en Internet es amateur; se centra en la figura de voluntarios y se vuelve un proceso de experimentación y aprendizaje constante.
Algunas características de la producción de contenido activista son: a) administración de espacios digitales en línea organizada por turnos y cobertura de eventos presenciales (en la medida que la comunicación no es desarrollada por profesionales, los grupos se ven sujetos a buscar entre sus integrantes ciertos responsables que necesariamente tengan incorporada la identidad del colectivo o el «nosotros»); b) interacción permanente con su audiencia; c) los grupos activistas aprenden unos de otros; d) lógica de «ensayo y error»; e) comparten contenido producido por otras fuentes; etcétera.
Según la autora, la colaboración entre grupos activistas no solo permite la reutilización y apropiación de materiales y recursos, sino también el reconocimiento de otros actores con los que se comparte una preocupación, se debate y se construye una idea de cómo debería ser el mundo. Este elemento implica una conexión entre lo local y lo global, es decir, hay preocupaciones e intereses que se comparten globalmente, pero el trabajo en torno a ellos opera localmente, en la búsqueda de transformaciones mediante la experiencia (Pleyers, 2010, en Flores Márquez, 2019).
El poder de enunciación que es ejercido por medio de un lenguaje propio, que encuentra en la generación de contenidos audiovisuales, tiene una potencia importante (Rovira, 2016). Las tecnologías digitales no pueden ser analizadas como objetos/instrumentos, sino como parte de procesos, como hipermediaciones, «procesos de intercambio, producción y consumo simbólico que se desarrollan en un entorno caracterizado por una gran cantidad de sujetos, medios y lenguajes interconectados tecnológicamente de manera reticular entre sí» (Scolari, 2008, p. 113).
La relación entre producción política y tecnologías digitales no solo posibilita dinámicas de organización, sino también la generación de contenido, donde se destaca el lenguaje audiovisual, que lo sitúa en un escenario de disputas de códigos, valores y relatos sobre hechos sociales. La performatividad política que se despliega a través de los alfabetismos digitales, desde la transmisión de un video en tiempo real hasta un meme, un hashtag o una asamblea por streaming, adquiere su capacidad de interpelación por los elementos que recupera de las visualidades que atraviesan la producción política y la posibilidad de construir imágenes que les permiten ir deconstruyendo lo social (Avalos González, 2019).
Gutiérrez Rubí (2021) señala que Internet, las tecnologías digitales y las redes sociales actúan de altavoz y argamasa social. Según el autor, el arte les da alma, sentido y contexto, mientras que el activismo lo convierte en energía política.
Fuentes (2020) denomina performance o «acto en vivo» a los acontecimientos artísticos, culturales o políticos que obran como «formaciones de desobediencia colectiva» (p. 38). Según la autora, la categoría performance sirve para ver el comportamiento social como una suerte de teatro de la vida en el que los actores sociales interactúan con una audiencia explícita o implícita problematizando o subvirtiendo construcciones sociales (familia, identidad de género, mandatos sociales, etcétera). El término performance, entendido como «arte en acción», proviene del latín, agere o acción, que significa «poner algo en movimiento» (Fuentes, 2020, p. 41).
Generalmente, las performances cuentan con una serie de momentos: a) momento de inicio, convocatoria a través de redes sociales y primeras acciones de coordinación y organización empleando tutoriales para compartir coreografías, maquillaje, consignas, etcétera; b) momento de la acción en sí misma; c) momento de cierre a través del reencuentro con la red y reflexiones de la experiencia: ¿qué ocurrió en la escena?, ¿cuántas personas participaron?, ¿cómo llegaron?, ¿qué se informó sobre la performance?, ¿cuál fue su impacto?
Las performances son disruptivas. Irrumpen en la cotidianeidad para exponer la perspectiva sobre una determinada situación. Como práctica artística, tienen un carácter efímero; no pueden ser capturadas a través de fotos o videos, que son registros de la misma pero no la performance en sí misma. Sin embargo, Weltverde y Gerlitz en Fuentes (2020) destacan la relevancia e inmediatez de los posteos.
[…] Expanden el impulso de la performance contemporánea hacia la participación del público generando un diálogo transversal entre los espectadores reales y potenciales, es decir, la diseminación en redes sociales es un aspecto central que vincula los acontecimientos en vivo con espectadores que no necesariamente se encuentran de manera presencial en la escena. (Fuentes, 2020, p. 45).
«El violador eres tú» (2019), iniciada en Chile por el colectivo feminista Las Tesis, logró ser replicada en múltiples países y resignificada por múltiples colectivos (Peker, 2019; Alcaraz, 2021).
En síntesis, la performance conecta espacios situados en la calle y en las redes, y configura simultáneamente acciones a través de varios medios. Son formas de lucha centrales de los activismos digitales actuales. Sin embargo, no son nuevas. Podrían ser entendidas más bien como bisagra entre prácticas históricas del activismo digital, como las sentadas virtuales, y las recientes performances en red.
Finalmente, Peirano (2015) desarrolla recomendaciones que todo activista debe tomar en materia de seguridad para la lucha social en y desde Internet. No es objeto de este estudio hacer una descripción minuciosa, dado que la seguridad en la red se trata de un campo de estudio extenso. A modo de ejemplo, algunas de las recomendaciones que, entre otras, menciona la especialista son: a) evitar conectarse a redes públicas o abiertas; b) usar protección asegurándose de que el antivirus esté actualizado; c) si se está conectado a una red pública, evitar enviar información sensible; d) encriptar mensajes; e) emplear Tor 2.
Asimismo, remarca la importancia de emplear red privada virtual (VPN), «red de ordenadores que se crea por encima de la que ya existe» (Peirano, 2015, p. 56). «La VPN funciona como una red local, pero ofrece protección internacional, multiplataforma, anónima, segura y cifrada. Y también funciona como una darknet: lo que pasa dentro se queda dentro. O mejor dicho, si el servicio es legítimo, lo que pasa dentro no ha pasado jamás» (p. 57).
«Social platforms allow activists to document (almost in real time) unfolding protest events, and massively share their emotions regarding these events» (Papacharissi y De Fatima Oliveira, 2012, en Poell y Van Dijck, 2015, p. 529). Como se aprecia en apartados previos, estos tipos de comunicación de la protesta pueden interpretarse como una forma de empoderamiento. Sin embargo, al mismo tiempo, encuentran determinaciones importantes a la hora de mantener y extender su alcance.
A modo de mención, en la literatura se registran por lo menos tres desafíos al respecto: 1) vigilancia de la masa por parte de agencias gubernamentales o «Estado policíaco global»; 2) modelos comerciales de corporaciones que impulsan la segmentación y perfiles de usuarios; y 3) dependencia infraestructural.
Schwab y Malleret (2020) aseguran que la transformación digital encontró su catalizador. La pandemia vino a acelerar la innovación, apresurando cambios tecnológicos ya en marcha, y a acentuar uno de los mayores desafíos sociales e individuales planteados por la tecnología: la privacidad. Afirman que, para combatir el covid-19, se han puesto en movimiento un arsenal de mecanismos de rastreo de contactos con el potencial de convertirse en una vigilancia de la masa. En el mismo sentido, Robinson (2017) señalaba ya la conformación de un «Estado policíaco global», mientras que Giménez (25 de junio de 2020) coincide en que cada vez son más los mecanismos de disciplinamiento e hipervigilancia a través de la manipulación y procesamiento de grandes flujos de información que circulan en la red de «humanos y cosas interconectados».
Según los autores, a medida que se acrecienta la pobreza a nivel mundial y las políticas neoliberales operan en el campo de la política, aparecen jóvenes que avivan los modos de participación y la necesidad de defender el derecho a la movilización colectiva a la par de Estados y poderes globales que reprimen cada vez más las expresiones de disenso populares.
En reiteradas ocasiones se han registrado cortes de Internet en las movilizaciones. El caso emblemático es India y los cortes por protestas sociales (Martínez, 2019; Tariq, 2020). Según el grupo de defensa de Internet Access Now, el 67 % de las suspensiones de Internet en el mundo se producen en la India. Desde 2012, el país ha interrumpido 373 veces el acceso a la red, según los datos del Centro para el Derecho y la Libertad de Software (SLFC). También señala que en 2019, de los 213 bloqueos registrados en el mundo, India protagonizó 121, es decir, más de la mitad. Según estos estudios, los Gobiernos justifican sus acciones sobre la necesidad de garantizar la seguridad pública, aumentar la seguridad nacional y detener la difusión de noticias falsas, entre otras razones.
Por otro lado, respecto del problema de control de datos por parte de corporaciones, Jensen (2009), en Silva Reis y Natansohn (2019, p. 396), explica:
[…] La construcción de movimientos feministas a partir de plataformas online corporativas, a ejemplo de Facebook, Twitter, etcétera, presenta una enorme ambigüedad. A pesar de que esas plataformas han desarrollado un papel crucial en la visibilidad de las luchas feministas, ellas han generado nuevos riesgos a las militantes, dada las posibilidades de vigilancia implícitas en sus códigos nada transparentes, las condiciones nebulosas con que son construidas sus políticas de uso, consentimiento y sus servicios, cuya monetización de contenidos obscurece informaciones sobre los movimientos sociales menores y locales.
Tomando las reflexiones de Tufekci (2018) publicadas en la revista Technology Review del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Avalos González (2019) señala que es posible enfrentarse a un análisis agudo que atempera el tono eufórico y celebratorio de los diversos usos de tecnologías vinculados a los movimientos sociales recientes y a una reflexión precisa sobre el entramado de problemáticas de la cultura digital que están asociadas a la concentración mediática, la vigilancia y el robo de datos, la polarización y marketing de precisión, y la cooptación de herramientas tecnológicas por parte de regímenes autoritarios.
Poell y Van Dijck (2015) sostienen que las redes sociales no solo permiten la actividad del usuario, sino que dirigen esta actividad en gran medida a través de mecanismos de selección algorítmica que privilegian tipos particulares de contenido. Es decir, las plataformas dan forma a cómo los usuarios pueden interactuar entre sí a través de las mismas. Estas formas de configuración tecnológica no se corresponden a los intereses de usuarios ni activistas, sino que se basan en modelos comerciales de corporaciones de redes sociales, a través de la personalización de la experiencia del usuario.
En este marco, «las infraestructuras de Red no son libres, están en manos de compañías y agencias gubernamentales que tienen acceso directo a los canales de transmisión de datos. La información querrá ser libre pero su capacidad de movimiento es realmente muy limitada» (Peirano, 2015, p. 24).
Finalmente, le sigue la problemática de la dependencia infraestructural como otro de los grandes desafíos que enfrentan los activismos digitales. Según Silvestris (2021), empresas de tecnología están invirtiendo cada vez más en infraestructura y los proveedores de contenido como Microsoft, Google, Facebook y Amazon poseen o alquilan más de la mitad de todo el ancho de banda de las fibras ópticas submarinas. Se estima que el 97 % de las conexiones globales se realizan mediante cables submarinos de fibra óptica que luego llegan a las ciudades mediante otras tecnologías. Asimismo, la nueva infraestructura en red depende también del almacenamiento de datos. Según IEA (2020), los data centers consumen casi el 1 % de la energía a nivel mundial. La mayoría de estos datos estarían siendo almacenados hoy por las grandes compañías tecnológicas 3.
Como sostiene Peirano (2015), millones de personas dependen de unas pocas compañías que dominan la infraestructura. «Esto significa que la supervivencia de un país depende de un gobierno que no ha sido votado democráticamente» (p. 29), que opera según las leyes del mercado y no de la reglación local.
Frente a la vigilancia, los activismos digitales apelan a obtener herramientas de control de datos. Hablan de «autodefensa digital», «autocuidados digitales» o «comunalidad digital» (Lechón Gómez y Mena Farrera, 2019), así como de movimientos «hackfeminista» o «transhackfeminista» (Silva Reis y Natansohn, 2019), que no se limitarían a producir y divulgar contenidos, sino que, además, promoverían procesos de autonomía tecnológica, redes alternativas y rechazarían las complicidades del big data con el modelo de negocios de Internet.
Cabe preguntarse si estas formas de control y disciplinamiento social configuran los nuevos «toques de queda 4.0». No hay respuestas, pero sí se vislumbra que en la era de la vigilancia ninguna tecnología es neutral.
Todas nuestras acciones en Internet, y las de nuestros objetos «conectados», están mediadas y son resultado de los comandos predefinidos por algoritmos. Estos pueden ser entendidos como instrucciones a través de un conjunto de códigos que ayudan a los sistemas a resolver un problema o realizar una acción (Silva Reis y Natansohn, 2019).
Además de los estudios que muestran el problema creciente de la datificación de lo social (Peirano, 2015, 2019; Srnicek, 2018; Morozov, 2018; Zuboff, 2021; Giménez y Caciabue, 21 de abril de 2021), otros estudios revelan problemas que amenazan la participación real de la ciudadanía en los procesos democráticos, como la brecha digital (Elizalde, 2019; Becerra, 2021; Mena Roa, 19 de febrero de 2021) y la manipulación de la información (Morales, 2018; Galup, 2019; Calvo y Aruguete, 2020; Vargas, Hernández y Macías, 2019; Pedraza, Hernández, Sainz, 2020) 4.
En este escenario, los activismos digitales realizan sus acciones para construir poder y disputar hegemonía5. Coordinan acciones de gran impacto, consolidando comunidades llamadas y dispuestas a la acción, como el caso de la intervención al acto de Donald Trump en plenas elecciones presidenciales de Estados Unidos a través de la plataforma TikTok (BBC News, 2020). Este tipo de acciones podrían ser entendidas como modalidades tácticas suaves dirigidas a condicionar estructuras de poder «pesadas y estratégicas ejecutadas por el Estado y la policía» (Fuentes, 2020, p. 147).
Desde una perspectiva geopolítica, Giménez (2019) agrega que es importante poder leer estos movimientos en el marco de una guerra de carácter multidimensional, no convencional, híbrida en la cual grandes poderes tecnológico-financieros se disputan el reparto del globo. Según la autora, estas nuevas formas de lucha y organización también se encuentran en disputa. Podrían estar sujetas a la iniciativa popular o bien estar disponibles para ser conducidas por la iniciativa de actores del régimen dominante. Se pregunta entonces cómo hacer para que la fuerza social en conformación sea conducida por el campo del pueblo y no sea un arma para su sujeción.
De la mano de este interrogante, podría agregarse: ¿qué otros usos pueden ser empleados para potenciar el poder de participación que otorga Internet? ¿En qué medida los activismos digitales pueden contribuir a configurar una tecnología rebelde, a modo de instrumento articulador de rebeldías y de acción social? ¿Cómo hackear la tecnología subsumida al orden social dominante para hacer de Internet una herramienta de lucha y de democratización del conocimiento para construir transformaciones profundas en el tejido político y social?
De acuerdo con Giménez (2019), el caso del feminismo, entendido como sujeto revolucionario en disputa (Leyes y Riera, 2020), puede ser tomado como ejemplo fundamental para entender los activismos del siglo XXI, ya que, a pesar de las fuertes tensiones en su interior, ha logrado poner en práctica los usos y características de los activismos digitales bajo una concepción de «universalización de la lucha» siguiendo el camino de la construcción de poder local con impacto global.
La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.
Marx (1852): El dieciocho brumario de Luis Bonaparte
En función de lo expuesto, se presentan algunas consideraciones preliminares.
En cuanto a lo metodológico, el uso del estado del arte como estrategia metodológica resulta un elemento clave para el desarrollo de procesos investigativos en la medida en que permite el acercamiento a la realidad documental y supone una naturaleza epistemológica del objeto de estudio.
En tanto que los principales hallazgos del estudio, contribuyen a una suerte de reflexión sobre cómo y por qué Internet es considerado un territorio en disputa y cuál es el lugar del activismo digital como expresión de participación social y política. En relación a las limitaciones y alcances del estudio, no se abordó de manera exhaustiva el capitalismo de la vigilancia en tanto modelo de extracción y usos de datos por parte de grandes corporaciones. Por el contrario, bajo este marco, el estudio se limitó a abordar las características de los activismos digitales en torno al desarrollo de esta nueva fase del capitalismo y los desafíos que impone.
Respecto a los hallazgos, en primer lugar, las disputas en torno al acceso y usos de las tecnologías digitales están determinadas por temas vinculados al monopolio, datificación del conocimiento, manipulación de la información, brecha digital, violencia digital, así como debates históricos sobre gobernanza de Internet, neutralidad de la red y derechos humanos. Las mismas son protagonizadas por corporaciones, agencias gubernamentales, organizaciones sociales y políticas, sociedad civil, entre otros.
Aun así, el momento de desarrollo de la lucha intercapitalista demuestra el grado de concentración y centralización de la riqueza. No solo se ha empobrecido a vastos sectores sociales ampliando la desigualdad, sino que, además, ha facilitado la emergencia de una nueva personificación social y su conformación como núcleo de poder reducido, una nueva aristocracia financiera y tecnológica (Giménez, 2020) integrada por dueños de grandes corporaciones tecnológicas y financieras globales que estaría intentando consolidar las bases de una nueva gobernanza. Los activismos digitales no se encuentran ajenos a esta situación y frente a estos desafíos desarrollan sus acciones.
En segundo lugar, partiendo de la idea de que lo digital se ha convertido en un fenómeno esencial de nuestra vida cotidiana, las redes sociales estarían funcionando a modo de teatro de operaciones de la movilización social: permiten coordinar acciones concretas; moldear la protesta como un acto colectivo, potenciar la creatividad colectiva e individual; estimular los estilos para incentivar la participación; superar los desafíos técnicos; y convertir la acción en una experiencia de cooperación sincrónica y asincrónica. No es calle por un lado y plataformas por otro, como si el territorio digital fuese un terreno independiente y opcional. Es una nueva configuración en movimiento constante.
En efecto, el estudio permitió delimitar conceptos y agrupar desarrollos teóricos actuales, desde aquellos que analizan los activismos digitales ligados a movimientos sociales; otros que los ligan a la acción colectiva en línea; y un tercer grupo que analizan formas de participación en línea desde ciudadanías empoderadas.
Por otro lado, un tercer hallazgo refiere a las características de los activismos y los usos de las tecnologías digitales, los cuales son múltiples y diversos, desde performances y art-ivismos que conectan espacios y configuran acciones hipermediales hasta nuevas estrategias digitales de los activismos de hashtags que podrían estar funcionando como agitadores en red, organizadores tácticos y aglutinadores de la historia de luchas políticas, conectando protestas on line y off line. Estas nuevas formas de lucha y organización muestran que, en la medida que el capitalismo se vuelve más voraz, especulativo y abstracto —que no necesariamente quiere decir no-material—, la organización en red se consolida como método crucial para activistas y art-ivistas para enfrentarse a núcleos de poder tanto locales como globales. Los activistas se convierten así en intérpretes y ejecutores de nuevas formas de participación social y acción política.
Bajo este marco, una tarea impostergable para las ciencias sociales es el análisis de los marcos de acción colectiva de los activismos digitales como elemento clave para analizar y comprender los movimientos sociales actuales y la participación ciudadana; el uso del territorio digital y, especialmente, el uso de plataformas de redes sociales como herramientas potenciales de participación política; en otras palabras, el estudio de las sociedades actuales y su relación con las tecnologías digitales.
Finalmente, un último hallazgo acerca del empleo estratégico de las redes sociales que hacen los activismos digitales y que no significa que las usen acríticamente. Puesta así la idea, es menester resaltar que las formas de lucha y organización en red no debieran ser entendidas como una masa amorfa, sin vectores en tensión. La configuración en red no negaría la direccionalidad en términos de conducción estratégica, bajo programas y consignas determinadas, que disputan hegemonía. El análisis de estos nuevos movimientos y estrategias tampoco debería ser realizado por fuera del marco de desarrollo de la guerra multidimensional propia del momento político-estratégico actual.
En definitiva, este entramado configura las tensiones que enfrentan los colectivos organizados bajo nuevas formas de lucha y la importancia de avanzar en la desmercantilización de las relaciones sociales, desde una perspectiva local con alcance global. Estudiar los desafíos que impone el nuevo siglo resulta una tarea fundamental, de carácter estratégico, para poder abonar la creación de lo nuevo, ya que, como dijo Marx en pleno desarrollo de las luchas por la emancipación de su época, «la revolución social del siglo XIX no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir», lo que es lo mismo que decir: «Dejad que los muertos entierren a sus muertos», y con ello «cobrar consciencia de su propio contenido».
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1 A pesar del crecimiento del acceso mundial, en 2021 la brecha digital sigue siendo abrumadora. Según Digital Global Overview Report, en promedio el 60 % de la población mundial accede a Internet. Mientras el norte de Europa tiene un 96 % y América del Norte un 90 % de acceso a la red, África Oriental recién estaría contando con un 24 %. Sudamérica dispone de un 72 % (Mena Roa, 19 de febrero de 2021).
2 «Tor es un proyecto militar desarrollado en el Laboratorio de Investigación Naval de Estados Unidos por un encargo del DARPA. Aunque sigue recibiendo becas del Gobierno y del ejército norteamericano, sus responsables lo desvincularon de las fuerzas armadas en 2005 gracias al apoyo de la Electronic Frontier Foundation. Hoy el proyecto se llama The Tor Project y es el software que usan Snowden, Julian Assange y todos los activistas de perfil superior para sus comunicaciones» (Peirano, 2015, p. 66).
3 «Google tiene diecinueve centros en Estados Unidos, doce en Europa, tres en Asia, uno en Rusia y otro en Sudamérica pero su caballo de batalla está en Council Bluffs, Iowa […]. Apple tiene plantas en Newark, Santa Clara y Cupertino pero el gordo —cinco veces más gordo que cualquiera de los demás— está en Maiden, Carolina del Norte, y en 2013 empezó otros dos en Oregón y Reno. La gran nube de Microsoft está en Boydton, Virginia, en un pueblo de 431 habitantes. Facebook ha plantado la suya en Prineville, Oregón» (Peirano, 2015, p. 29).
4 Cada vez son más frecuentes denuncias que revelan problemas de seguridad en Internet. Un caso emblemático fue el de la consultora británica Cambridge Analytica (CA), que protagonizó el escándalo por el uso de 87 millones de datos de usuarios de Facebook para manipular a los votantes de distintos procesos electorales, en particular en Norteamérica (Lechón Gómez y Mena Ferrera, 2019). Otro caso fue el orquestado en Bolivia, durante el golpe de Estado al presidente Evo Morales a fines de 2019. Vargas, Hernández y Macías (2019) realizaron un informe de redes sociales para Mueve América Latina, el cual revela que más de 68.000 cuentas con perfiles falsos fueron creadas durante noviembre de 2019, mes de inicio del golpe.
5 En uno de los apartados de Cuadernos de la Cárcel, «Análisis de las situaciones. Correlaciones de fuerzas», Gramsci caracteriza el «momento» de la hegemonía situándola en la esfera de la superestructura: «Un tercer momento es aquel en el cual se llega a la conciencia de que los mismos intereses corporativos propios, en su desarrollo actual futuro, superan el ambiente corporativo, de grupo meramente económico, y pueden y deben convertirse en los intereses de otros grupos subordinados. Esta es la fase más estrictamente política, la cual indica el paso claro de la estructura a la esfera de las sobreestructuras complejas; es la fase en la cual las ideologías antes germinadas se hacen «partido», chocan y entran en lucha, hasta que una sola de ellas, o, por lo menos, una sola combinación de ellas, tiende a prevalecer, a imponerse, a difundirse por toda el área social, determinando, además de la unidad de los fines económicos y políticos, también la unidad intelectual y moral, planteando todas las cuestiones en torno a las cuales hierve la lucha no ya en un plano corporativo, sino en un plano “universal”, y creando así la hegemonía de un grupo social fundamental sobre una serie de grupos subordinados» (Gramsci, 2017, p. 415).