La propaganda estadounidense y la ocupación de Filipinas, 1898-1902

 

 

US Propaganda and the American Occupation of the Philippines, 1898, 1902

 

 

 

Laura Díaz Esteve

Universitat Pompeu Fabra / Universidad Autónoma de Madrid (España)

https://orcid.org/0000-0003-4503-1217

 

 

El presente artículo analiza la propaganda estadounidense que fomentó la americanización de Filipinas tras la guerra del 98. Mediante una revisión de la abundante bibliografía secundaria en torno a este tema, este texto mostrará cómo, tras el fin de la guerra hispano-cubana-filipino-estadounidense, el Gobierno de EUA justificó la ocupación de Filipinas argumentando que la población del archipiélago todavía no había alcanzado la madurez social, cultural y política necesaria para autogobernarse ni para defenderse de una potencia europea con ambiciones territoriales, por lo que los americanos debían tutorizarla y protegerla de una invasión extranjera. Para lograrlo, los medios estadounidenses invisibilizaron la lucha anticolonial filipina previa a 1898 y, además, ridiculizaron las aspiraciones de autonomía de la Primera República Filipina, erigida durante la guerra conjunta contra España.

 

Palabras clave

Guerra de 1898, guerra filipino-estadounidense, propaganda, imperio estadounidense, Primera República Filipina, República de Malolos

 

 

 

This article analyzes the US propaganda that promoted the American colonization of the Philippine Islands after the War of 1898. Through a review of the extensive secondary literature on the subject, it explains how the US government justified the occupation of the islands after the conflict by arguing that the population of the archipelago had not yet reached the necessary political, cultural, and social evolutionary stage to govern an independent country and defend it against the expansionist ambitions of other empires. Consequently, they argued, the United States had a responsibility to tutor the Filipinos until they were ready for self-government, while protecting them from foreign interference. To this end, most US media obscured the earlier Filipino revolutionary struggle and mocked the autonomy aspirations of the First Filipino Republic, established during the 1898 war against Spain.

 

Keywords

War of 1898, Philippine-American War, propaganda, US empire, First Philippine Republic, Malolos Republic


 


 

Distintos autores han señalado que el nombre «guerra hispano-americana» para referirse a la lucha entre España y EUA en 1898 es problemático[1]. El foco en las dos potencias oscurece las revoluciones que habían librado anteriormente tanto cubanos (1895-1898) como filipinos (1896-1897), así como la posterior resistencia filipina a la ocupación estadounidense (1899-1902/1913)[2]. En una línea similar, el uso en España de «la guerra de Cuba» también indica una clara preferencia por el estudio y la divulgación de lo que ocurrió en ese territorio, en vez de en el escenario del Pacífico. En esta cuestión, pervive todavía cierta fascinación con el mito de que la implicación estadounidense en la guerra la provocó principalmente la prensa sensacionalista al retratar a España como una potencia tiránica que explotaba y maltrataba a los cubanos. Partiendo de esa menor atención a las luchas anticoloniales cubana y filipina y de la predilección por el escenario del Caribe, este artículo expondrá el papel de la propaganda estadounidense para justificar la ocupación de las Filipinas tras la guerra de 1898. A partir de riquísimos trabajos desarrollados por historiadores, sobre todo en Filipinas y Estados Unidos, el texto mostrará cómo, más allá de la tan denunciada difamación de España, la propaganda estadounidense se ensañó con la población de las islas Filipinas, y en particular con su movimiento revolucionario, para justificar la nueva aventura imperial del país.

Tras una introducción a la propaganda estadounidense en favor de la guerra contra España, el artículo presentará al movimiento revolucionario filipino y cómo, en 1898, los norteamericanos defendieron la necesidad de colaborar con él en su lucha contra su enemigo común, alegando que debían neutralizar las fuerzas enemigas en el Pacífico y apoyar una lucha revolucionaria legítima. A continuación, el corazón de este texto mostrará cómo, tras el fin de la guerra hispano-cubana-filipino-estadounidense, el Gobierno de EUA justificó la ocupación de Filipinas argumentando que la población del archipiélago todavía no había alcanzado la madurez social, cultural y política necesaria para autogobernarse ni para defenderse de una potencia europea con ambiciones territoriales, por lo que los norteamericanos debían tutorizarla y protegerla de una invasión extranjera. Para lograrlo, los medios estadounidenses invisibilizaron la lucha anticolonial filipina previa a 1898 y, además, ridiculizaron las aspiraciones de autonomía de la Primera República Filipina, erigida durante la guerra conjunta contra España.

 

 

La propaganda de EUA en la guerra contra España

 

William R. Hearst es el protagonista de una de las anécdotas sobre periodismo más arraigadas en la cultura popular. Se cuenta que, antes del estallido de la guerra de 1898, este magnate de los medios telegrafió a un periodista que quería volver de Cuba por falta de acontecimientos noticiosos. «Quédese. Usted ponga las imágenes. Yo pondré la guerra»[3]. Si bien se considera apócrifo, el episodio condensa una teoría durante muchos años aceptada por la historiografía. Esta sostiene que Hearst, junto a otros poderosos editores de la prensa amarilla, como Joseph Pulitzer, enfrascados en una guerra de ventas, emprendieron una insidiosa campaña belicista contra la presencia española en Cuba y que esto fue lo que provocó que la ciudadanía de Estados Unidos exigiese a su presidente, William McKinley, ir a la guerra para liberar a los cubanos de la tiranía del viejo Imperio[4]. Pero, poco a poco, otras investigaciones han aportado una visión más matizada del papel de la prensa amarilla en la guerra del 98[5]. Muchas han rebajado la influencia de la opinión publicada, al ubicarla en la confluencia de muchos otros factores de igual o mayor importancia que fomentaron la intervención: el Gobierno de Estados Unidos intervino contra España para defender los intereses norteamericanos en Cuba, lo que cuadraba, a su vez, con una política de defensa del comercio exterior del país y de búsqueda de nuevos mercados tanto en el Caribe como en el Pacífico[6].

Dicho esto, como estableció Bonnie M. Miller, la prensa estadunidense ciertamente proporcionó «un guion muy efectivo a favor de la intervención»[7]. Además de apelar al deber de su Gobierno de defender todos estos intereses nacionales, la prensa sostuvo que su país tenía la responsabilidad moral de rescatar a los cubanos de España. Por un lado, denunciaron la violencia y los abusos perpetrados por las tropas españolas en la isla para reprimir la revolución, que incluían saqueos, violaciones y asesinatos contra combatientes, pero también sobre población civil. Vinculaban ese comportamiento a una supuesta naturaleza cruel; siguiendo las jerarquías raciales del momento, ubicaron la raza y cultura españolas en un estadio de inferioridad en relación a la población anglosajona de Estados Unidos. Como supuesta evidencia, se señalaba la inestabilidad de la política española del momento, así como la debilidad de sus flotas y todas las concesiones diplomáticas que habían hecho ante la presión estadounidense —como la promesa de introducir reformas en su gestión de las islas ante la amenaza del presidente McKinley de intervenir si no se retornaba a la estabilidad—. Como corolario de estas ideas, se defendía la incapacidad del viejo Imperio de seguir gobernando Cuba[8].

 

Ilustración 1. Esta portada de la revista Puck, de 1896, retrata a una avejentada y, como indica el pie de página, débil reina regente María Cristina, en representación de España, incapaz de contener a Cuba y las islas Filipinas. (Fuente: Pughe, J. S., 1896. «She is getting too feeble to hold them» / J. S. Pughe. Philippines Spain Cuba, 1896. Recuperado de la Biblioteca del Congreso, https://www.loc.gov/item/95523064/).

 

Por el contrario, Estados Unidos aparecía en la prensa del país como el potencial salvador de la población cubana. Muchas publicaciones sostuvieron que la base racial anglosajona y teutona del país los había preparado para ello. Así, por ejemplo, el Chicago Tribune argumentó: «Como Inglaterra, somos una rama de la gran raza dominante, y estamos obligados a aportar un buen gobierno a los pueblos más débiles que caen bajo nuestra esfera de influencia»[9]. En esta línea, se celebraban las tradiciones políticas democráticas americanas, así como su estabilidad y fuerza. De hecho, tanto la prensa como varios políticos presentaron el conflicto como una oportunidad que permitía que los estadounidenses, divididos tras la guerra civil, volvieran a luchar conjuntamente y la nación quedase reunificada. Además, la guerra era, para algunos, una oportunidad de que las jóvenes generaciones, todavía no curtidas por ningún conflicto, demostrasen su valía y fortaleza. Más generalmente, la entrada en guerra suponía, para muchos estadounidenses, que su país al fin ocuparía el lugar que le correspondía entre las grandes potencias del momento. Su preparación para intervenir en la política internacional de forma sustancial se evidenciaba, supuestamente, en las mencionadas cesiones diplomáticas de España ante las presiones del presidente McKinley de que introdujese reformas, así como en el desarrollo de su poderío naval[10].

A medida que iba aumentando este furor intervencionista, algunos medios estadounidenses volcados en criticar al régimen español en el Caribe mencionaron que también en las islas Filipinas este Imperio se estaba enfrentando a los resultados de su mala gestión y señalaron que otras potencias estaban interesadas en el archipiélago en caso de que España fuese derrotada[11]. Sin embargo, según Miller, las referencias a las Filipinas representaban «un mero pie de página a la historia de opresión de Cuba»[12]. Sin embargo, cuando el Congreso de EUA aprobó la entrada en guerra contra España, fue en el Pacífico donde tuvo lugar el primer gran choque: la batalla naval de Cavite. Allí, las tropas estadounidenses, supuestamente, pretendían neutralizar a su enemigo para evitar que, a posteriori, enviase sus fuerzas en el Pacífico a atacar la costa oeste de Estados Unidos. Como resultado, los medios del país se apresuraron a informar acerca de las Filipinas, sus habitantes y el movimiento nacionalista existente en las islas, con el que EUA cooperaría en su guerra contra España[13]. Sin embargo, la representación que hicieron de sus nuevos aliados no captó su complejidad. Antes de exponer este retrato de los medios de EUA sobre los filipinos, para entender su inexactitud, la siguiente sección sintetiza la naturaleza del movimiento nacionalista filipino y su alianza con Estados Unidos en el 98.

 

 

El desarrollo del movimiento reformista y revolucionario filipino hasta 1898

 

Durante el siglo XIX, la sociedad de las islas Filipinas experimentó profundas transformaciones a nivel político, económico, social y cultural[14]. Como analizó Josep Maria Fradera, tras la guerra de los Siete Años, la pérdida de su Imperio latinoamericano y el desafío británico a su soberanía en el Caribe, España rediseñó su relación con sus últimas posesiones insulares: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Brevemente, las expresiones de liberalismo en España beneficiaron a los habitantes de las colonias. Como ejemplo, destaca la Constitución de Cádiz de 1812, que defendía la igualdad de los territorios de ultramar y reconocía la necesidad de asimilar los derechos de sus ciudadanos a los de la península. Sin embargo, tanto las autoridades liberales como las conservadoras pretendían proteger los intereses metropolitanos, que en un Parlamento igualitario habrían sido amenazados por la mayoría de la población de ultramar. Para evitarlo y, al mismo tiempo, preservar sus colonias restantes, el Estado negó esta igualdad política y volvió a restringir la participación de los nativos en las esferas de poder metropolitanas y coloniales al tiempo que reforzaba su control de todas las instituciones políticas y económicas de las colonias[15].

En las islas Filipinas, esto se tradujo en la ampliación de las funciones del Gobierno español, que se apoyaba en dos grandes pilares de poder. Por un lado, el ejército desempeñaba un rol preponderante en administrar y defender el archipiélago. Por otro lado, desde el comienzo de la colonización, las órdenes religiosas no solamente dirigieron la evangelización y la educación de las islas, sino que actuaron como intermediarias entre la población local y las autoridades civiles y militares, especialmente en las regiones donde la presencia de estas era limitada. Por esto, y porque poseían vastísimas tierras además de propiedades en las ciudades, tenían una influencia fundamental en la vida del archipiélago[16]. Estas élites coloniales gobernaban sobre una sociedad que se ordenaba, en gran medida, en base a criterios raciales: en su cúspide se encontraban los españoles nacidos en la península ibérica, seguidos de los criollos, los mestizos y, por último, los indios o filipinos. A su vez, estos últimos se dividían entre la población hispanizada y católica y la que había quedado en las regiones no conquistadas del archipiélago[17]. Esta jerarquía se manifestaba en todos los aspectos de la vida, comenzando por muchas prácticas sociales cotidianas, los sistemas judiciales, fiscales y laborales, el statu quo económico y financiero y, también, las instituciones políticas y religiosas[18]. En esta línea, los filipinos no tenían igualdad de derechos respecto a los ciudadanos peninsulares, no tenían representación en las Cortes y su participación en el gobierno político de las islas estaba muy limitada a la esfera local o a puestos consultivos[19].

A pesar de que, a lo largo del siglo XIX, se produjeron varias reformas económicas de forma exitosa y varias medidas contribuyeron a la modernización de los mecanismos gubernamentales, esta discriminación de los filipinos en la política duró, a grandes rasgos, hasta el final de la presencia del Imperio español. Como resultado de la Revolución Gloriosa y de la guerra de los Diez Años de Cuba, España cedió cierta representación política a Puerto Rico y Cuba. Sin embargo, el intento de extender esos derechos a Filipinas fracasó, y las numerosas reformas liberales llevadas a cabo por el Ministerio de Ultramar y los gobernadores generales de Filipinas entre 1869 y 1871 fueron rápidamente recortadas[20]. Esta marginación, con frecuencia, se justificaba alegando que la población indígena de Filipinas era muy heterogénea y no había alcanzado todavía el grado de madurez necesario para garantizarle los derechos y responsabilidades políticos que tenían los españoles y tampoco aquellos aplicados en Cuba y Puerto Rico. Según una intervención en 1876 en las Cortes de Manuel Azcárraga, antiguo gobernador civil de Manila, los cinco o seis millones de indígenas que habitaban las islas «no los ejercerían, porque no los necesitan ni los comprenden».[21] Por su parte, la opinión pública en España compartía esta misma imagen de la población de Filipinas, como se mostraba en los medios de comunicación o en exposiciones internacionales[22].

A lo largo del XIX, distintos sectores de esa heterogénea sociedad filipina —con muchas religiones, etnias, lenguas y estilos de vida y, además, con nuevas divisiones de clase—protagonizaron varios incidentes que ponían de manifiesto un malestar latente ante esta situación de marginación. Y llegado el último tercio del siglo, estos distintos sectores coincidieron en su demanda de reformas que garantizasen mayor igualdad entre españoles y filipinos. Como sintetiza María Dolores Elizalde, por un lado, «cobró importancia un grupo destacado de hacendados y exportadores que comerciaban directamente con otras potencias extranjeras y que se cuestionaban el sentido de su relación con España». Por otro lado, «el clero indígena, muy limitado en sus funciones por las órdenes religiosas, mostraba un creciente malestar». Asimismo, las clases populares resentían «los abusos cometidos por representantes de la administración española y la desigualdad de derechos que existía en las islas entre filipinos y peninsulares»[23].

Por último, pero no menos importante, la expansión de la educación en el archipiélago propició la aparición de élites intelectuales. Sus miembros, los llamados ilustrados, complementaban su formación en las universidades de Filipinas con estudios en Europa y Estados Unidos y viajes por distintos puntos de Asia. A raíz de todas esas experiencias, se relacionaron con una red global de ideas liberales y revolucionarias y, como resultado, al tiempo que criticaron cómo funcionaba el régimen colonial en Filipinas, abogaron por una nueva relación entre las islas y España[24]. Lo hicieron principalmente a través del Movimiento de la Propaganda, un colectivo con sede en Barcelona y más tarde en Madrid que defendía la aplicación de reformas que aliviaran las tensiones antes mencionadas. Mediante una intensa campaña de presión política, estableciendo fructíferas relaciones con liberales y republicanos españoles, y periodística, sobre todo mediante su periódico La Solidaridad (1889-1895), reivindicaron que se rediseñase la relación entre la metrópoli y la colonia, por ejemplo, extendiendo los derechos políticos de los filipinos[25]. Un pilar de su discurso sería contrarrestar los estereotipos raciales que supuestamente justificaban su marginación política. Los ilustrados trataron de demostrar que en la península se tenía un conocimiento escaso y distorsionado de la realidad de las islas y sus habitantes: trataron de evidenciar con sus escritos, pero también mediante su participación en círculos académicos, artísticos y en la sociedad metropolitana, que el nivel de desarrollo político, cultural y educativo de los filipinos les hacía merecedores de una mayor participación en el gobierno de sus islas[26].

 

Ilustración 2. Miembros del Movimiento de la Propaganda en Madrid. (Fuente: Imagen en el dominio público recuperada de Wikipedia.org).

Sin embargo, llegada la década de 1890, la renuencia del régimen español ante estas demandas y el creciente descontento en el archipiélago llevaron a los filipinos a abandonar las posturas asimilacionistas y a abogar progresivamente por el autogobierno y la independencia. Como consecuencia de la falta de reformas, los representantes del régimen español siguieron cometiendo abusos que suscitaron el descontento popular. El resentimiento aumentó especialmente contra las órdenes monásticas. Cuando el precio de los productos tropicales, en los que se basaba la mayor parte de la economía filipina, cayó en el mercado internacional, las órdenes, que poseían la mayor parte de la tierra, aumentaron la presión sobre sus arrendatarios, empeorando las condiciones de vida[27]. Aunque la propiedad de la tierra había sido anteriormente fuente de conflictos, ya que el monopolio de las órdenes limitaba la producción económica de la agricultura y la industria, el Gobierno español se puso del lado de las órdenes, lo que aumentó la desconfianza de la población hacia él. Estas tensiones, además, estallaron en revueltas campesinas. Por su parte, los ilustrados claudicaron en sus demandas de reformas ante la continua intransigencia de España. En el caso del Movimiento de la Propaganda, a esta estolidez metropolitana se unieron la falta de apoyo económico, las divisiones internas entre sus miembros y las desavenencias personales, todo lo cual provocó divisiones en el movimiento[28].

Esta situación derivó en una imparable movilización anticolonial. Una organización revolucionaria secreta, el Katipunan, apareció en Manila en 1892 para liderar la lucha por la independencia, si era necesario a través de las armas. Cuando las autoridades españolas descubrieron que estaba organizando una guerra de guerrillas, en agosto de 1896, estalló una revolución que duró hasta diciembre de 1897. Entonces el movimiento revolucionario filipino, liderado ya por Emilio Aguinaldo, y las autoridades españolas, ninguna de las dos partes en situación de derrotar definitivamente al enemigo, firmaron un armisticio, el llamado Pacto de Biak-na-Bató[29]. Según sus términos, Aguinaldo y otros líderes revolucionarios aceptaron el exilio y una compensación económica del Gobierno español a cambio de que este introdujese reformas en el archipiélago. Sin embargo, ningún bando cumplió su promesa: el régimen español no solamente no introdujo reformas, sino que aumentó su represión contra la población local y los rebeldes que siguieron luchando en el archipiélago. Por su parte, los revolucionarios usaron el dinero del pacto para comprar nuevas armas y reorganizaron su lucha. Entre otras actuaciones, contactaron con los representantes estadounidenses de Hong Kong y Singapur para cooperar con ellos en caso de que la tensión existente entre España y Estados Unidos por Cuba estallase en una guerra.

Efectivamente, en un encuentro entre Aguinaldo y el cónsul estadounidense Edward Spencer Pratt, se vehiculó la cooperación entre el movimiento revolucionario filipino y Estados Unidos contra su enemigo común. Es en ese contexto cuando, como se había comentado al final de la sección anterior, los medios estadounidenses, hasta el momento tan centrados en Cuba, prestaron atención a los aliados de sus tropas en el Pacífico. Según Miller, durante los primeros meses del conflicto contra España, los medios estadounidenses presentaron a los aliados de sus tropas en el Pacífico de forma muy positiva. Aguinaldo, que encarnaba al movimiento revolucionario filipino, era retratado como un líder honorable, carismático y valeroso, deseoso de dar la bienvenida a Estados Unidos a las islas y agradecido por su ayuda en la lucha filipina de liberación contra la tiránica España. Se le describió en la prensa como un héroe «joven, valiente como un león, patriótico y sacrificado», con «excelentes capacidades militares» y el potencial de ser «el emancipador de su pueblo»[30].

Esta colaboración, sin embargo, no estuvo exenta de tensiones, pues los términos de este acuerdo resultaron tremendamente polémicos. Según la versión de Emilio Aguinaldo, EUA había accedido a apoyar la causa filipina con el único propósito de derrotar a España en la guerra en curso, y se había comprometido a reconocer la futura independencia de las Filipinas. Sin embargo, a medida que avanzaba la contienda, el Gobierno estadounidense no manifestó oficialmente cuál sería su política en relación al archipiélago cuando llegase la paz y, al mismo tiempo, se negaba a reconocer la República que el movimiento revolucionario filipino creó durante la guerra para sustituir a la administración española allá donde era derrotada. Por ello, la preocupación de que los norteamericanos decidiesen ignorar la autoridad política de este nuevo Gobierno y ocuparan las islas tras la marcha de España fue creciendo entre los líderes filipinos. Se acrecentó en los meses que siguieron a la rendición española, en agosto de 1898. A lo largo de ese otoño, comisionados de Estados Unidos y de España se reunirían en París para negociar los términos de la paz. A pesar de que las conversaciones iban a diseñar el futuro de los territorios coloniales donde se había librado la guerra, no se incluyó a representantes de sus habitantes.

 

 

Las representaciones de los habitantes de Filipinas y la «asimilación benevolente»

 

También en Estados Unidos los planes del Gobierno en relación a las Filipinas eran motivo de debate. En abril de 1898, el Congreso había autorizado la declaración de guerra contra España con la condición de que EUA, tras el conflicto, «renunciase a cualquier disposición o intención de ejercer soberanía, jurisdicción o control» en Cuba y entregase el poder a la población local[31]. Sin embargo, esta enmienda no se aplicaba al caso de las islas en Asia, donde, como se mencionó anteriormente, se había intervenido tras esa declaración para neutralizar al enemigo y evitar un ataque a la costa oeste americana. Por ello, ya desde las primeras semanas de guerra, varios observadores se preguntaron cuál debía ser el futuro de las Filipinas si España era expulsada del archipiélago y qué papel debía jugar Estados Unidos en ese futuro. Las respuestas que se ofrecieron pueden englobarse en dos posiciones opuestas, cuyos partidarios valoraban de forma distinta los potenciales beneficios y los riesgos de la anexión.

Por un lado, surgió el movimiento antiimperialista, un colectivo muy extenso y heterogéneo cuyos miembros rechazaban la retención de las islas Filipinas por parte de EUA por diferentes motivos[32]. Para comenzar, muchos consideraban que gobernar el archipiélago como una colonia traicionaba los principios fundacionales estadounidenses de republicanismo, democracia y antiimperialismo establecidos en la Constitución y la Declaración de Independencia. Según estas premisas, «cualquier raza o pueblo debía escoger libremente su propio sistema de gobierno», por lo que imponer un nuevo régimen colonial a los filipinos sería una traición a esos principios[33]. Al mismo tiempo, también temían las consecuencias de incorporar el archipiélago a Estados Unidos cumpliendo el principio de «la Constitución sigue a la bandera», es decir, extendiendo los derechos y responsabilidades de los ciudadanos estadounidenses a los filipinos. Citando al Springfield Republican, una de las cabeceras de prensa antiimperialistas más relevantes, eso significaría incorporar a la sociedad a «un montón de malayos, chinos mestizos» y otros individuos de «una raza inferior» que varias leyes de exclusión habían tratado de mantener alejados[34].

Además de estos principios políticos y sociales, muchos antiimperialistas mostraban preocupaciones por las implicaciones económicas de la expansión. Algunos consideraron que su presencia en Filipinas enredaría a Estados Unidos en los conflictos geopolíticos de las grandes potencias. Eso condenaría al país al militarismo por tener que dedicar una gran inversión a pacificar, administrar y proteger las islas de la agresión de otros imperios con ambiciones en el Pacífico. Otras élites empresariales querían evitar tener que competir con los productos filipinos en igualdad de condiciones, como expresaron, por ejemplo, algunos representantes del estado azucarero de Luisiana. Finalmente, otro sector de la oposición lo formaban sindicatos de trabajadores temerosos de que, tras incorporar a los filipinos al país, se convirtiesen en mano de obra más barata con la que los estadounidenses deberían competir. Esta variedad de voces se articuló en torno a la Liga Antiimperialista, una organización que arrancó en otoño de 1898 para desarrollar una intensa campaña mediática y de lobby político para evitar que, tras la guerra, Estados Unidos se anexionase las islas Filipinas[35].

A pesar de que los antiimperialistas lograron una gran difusión de sus argumentos, fue la posición expansionista la que finalmente definió la política estadounidense en el archipiélago. Su líder fue el Gobierno de William McKinley, que, como han señalado varios autores, durante el otoño de 1898, mientras se celebraba la Comisión de Paz de París, desarrolló una innovadora campaña para promocionar la retención de las islas. McKinley fue el primer presidente estadounidense que tuvo un representante dedicado a monitorizar la prensa de todo el país a diario e intentar influenciarla. Por un lado, la suya fue la primera administración que proporcionó espacio y recursos para que periodistas trabajasen en la Casa Blanca. Allí podían entrevistar a sus trabajadores y visitantes, y diariamente el secretario de McKinley se reunía con ellos «para una especie de charla en familia»[36]. Además, para promover su política en cuanto a Filipinas, McKinley realizó dos giras en otoño y finales de 1898 por el Medio Oeste y el sur de EUA. No solamente pronunciaba variantes de unas mismas ideas en distintas ciudades, sino que su equipo difundía anticipadamente copias de sus discursos a las agencias de prensa y otros medios para que se reimprimiesen a escala nacional[37].

Aplicando todos estos métodos, McKinley, junto con otras élites expansionistas —esto es, otros miembros de su administración, de su partido y del ejército, así como medios de comunicación afines—, fundamentaron su propaganda a favor de la retención de las islas Filipinas en base al siguiente conjunto de ideas interrelacionadas[38]. Para comenzar, una idea que fue clave y que es de especial interés para este artículo fue la visión que se transmitió de la sociedad filipina. Igual que antes y durante la guerra del 98 las concepciones sobre los españoles contribuyeron de forma relevante a avivar el espíritu belicista estadounidense, en este caso las representaciones sobre los habitantes de Filipinas también resultaron cruciales. Esto se debe a que McKinley justificó su política, en gran medida, defendiendo que «Estados Unidos tenía el deber de ayudar a aquellos a quienes había liberado»[39].

Ignorando por completo la historia de la sociedad filipina antes sintetizada, así como las aspiraciones de los revolucionarios, los expansionistas estadounidenses retrataron a la población del archipiélago como un conjunto heterogéneo de comunidades que, en general, tenían un bajo nivel de desarrollo político, cultural y social y eran incapaces de autogobernarse. Defendieron que, como consecuencia de su supuesto salvajismo, tras la marcha de España, su antiguo tutor imperial, las Filipinas se sumirían en un caos interno. Además, serían una presa fácil para los varios imperios que luchaban para expandirse por Asia. Por todo ello, McKinley defendió que Estados Unidos tenía la responsabilidad de llevar a cabo lo que llamó una «asimilación benevolente»: retener las islas para civilizarlas y educar a su población en el arte del autogobierno, y protegerla de otra colonización europea. Así, en uno de sus discursos, McKinley preguntó: «¿Podemos dejar a estas personas que, por el infortunio de la guerra y por nuestros propios actos, han quedado indefensas y sin gobierno caer en el caos y la anarquía…? […] Habiendo destruido su gobierno, es el deber del pueblo americano proporcionarles uno mejor»[40].

McKinley presentó esta llegada al Pacífico como una nueva fase del destino manifiesto, la doctrina que había fundamentado la expansión estadounidense de este a oeste del continente norteamericano a lo largo del siglo XIX. Según este principio, los estadounidenses tenían la misión de «desarrollar el continente destinado por la Providencia, para el libre desarrollo de nuestros millones (de habitantes), multiplicados cada año», y llevar a cabo el «gran experimento de la libertad y el autogobierno»[41]. Supuestamente, esta misión justificaba la dominación de las naciones nativas americanas, también consideradas en un estadio de civilización inferior, una lógica que McKinley aplicaría también a la población de las Filipinas[42]. Además, según McKinley, al igual que en esta fase anterior, el cumplimiento de ese deber conllevaría múltiples beneficios para Estados Unidos, y no solamente a nivel moral. La expansión iba a garantizar nuevos mercados y territorios donde extraer recursos y vender productos[43]. Finalmente, los expansionistas también señalaron cómo esta nueva misión civilizadora, igual que lo había sido la guerra contra España, iba a servir para curar varios males sociales del país. Primeramente, serviría para reunificar la nación con un frente común tras la guerra civil. Por otro lado, permitiría que las nuevas generaciones de estadounidenses se robusteciesen al participar en un conflicto[44].

Si el mensaje de McKinley sobre la responsabilidad de encargarse de los filipinos dada su supuesta incivilización tuvo efecto fue, en parte, porque los medios de comunicación proporcionaron un marco de interpretación afín a las ideas del presidente. Si bien hubo algunas excepciones, en palabras de Christopher Vaughan, mientras las autoridades del país concebían que «el principal objetivo de la colonización» era «desarrollar una “misión civilizadora” altruista», la mayoría de medios ayudaron a justificarla exponiendo que los filipinos «escogidos para “civilizar’» estaban «en situación de necesitar lo que los norteamericanos tenían que ofrecer»[45]. Cuando presentaron a los filipinos, tan desconocidos para la mayoría de la población americana, los retrataron como personas en un estadio de civilización muy inferior al de los estadounidenses. Por su naturaleza racial, pero también por su cultura y el entorno natural en que vivían, algunos medios defendieron que los filipinos no habían desarrollado «fibra mental y moral»: «El clima y el sustento sin esfuerzo han hecho de estas personas lo que son, y no se puede esperar un gran avance industrial e intelectual mientras las condiciones no cambien»[46]. Asimismo, argumentaron que la colonización española, supuestamente centrada en el maltrato de la población y la explotación de los recursos, había fallado a la hora de llevar la civilización al archipiélago. En palabras de Vaughan, a partir de estas «raíces de condescendencia» la prensa concibió la nueva relación entre estadounidenses y filipinos: «Puesto que Estados Unidos, como país industrializado, buscaba ratificación de su nuevo estatus como poder mundial, se sintió peligrosamente atraído por la noción de que los filipinos eran niños impotentes que necesitaban disciplina parental»[47]. En esta línea, al informar de las oportunidades económicas que McKinley también señaló, como los recursos que podrían explotarse y su proximidad a los codiciados mercados de China, la prensa también habló de la supuesta indolencia de los malayos y la laboriosidad de la gran minoría china presente en el archipiélago, y los señalaron como una fuerza de trabajo potencialmente vigorosa bajo la dirección de los estadounidenses[48].

Al presentar estos mensajes, que replicaban la vinculación que hacía el Gobierno McKinley entre la expansión al Pacífico y el destino manifiesto, los medios de comunicación también se apoyaron sobre las mismas ideologías raciales que categorizaban a los anglo-sajones por encima de otras razas y que, en un contexto anterior, como han señalado varios autores, ya habían servido para justificar las campañas de «pacificación y exterminación» del siglo XIX contra las naciones nativas americanas[49]. Por ello, para representar a los filipinos, con frecuencia se les comparaba con estos pueblos y con otras minorías de Estados Unidos sobre quienes las audiencias de la prensa ya tenían una imagen mental y una serie de estereotipos raciales, como los afroamericanos. Así, como expuso Vaughan, un profesor de la Universidad de Míchigan que había llevado a cabo dos expediciones a Filipinas comentó: «Los indios están en un estado de pupilaje, no tienen experiencia en el autogobierno ni están en situación de convertirse en ciudadanos, incluso menos que los africanos del sur después de la guerra civil»[50].

Además de en los textos, también las representaciones visuales de los filipinos jugaban con estas metáforas. Por un lado, con frecuencia aparecían dibujados como infantes vulnerables, malcriados o gamberros a quienes los estadounidenses —simbolizados muy habitualmente por el Tío Sam— debían educar. Por otro lado, su aspecto físico estaba fuertemente racializado para movilizar estereotipos vinculados con la población nativa americana, asiática y afroamericana. En ocasiones aparecían con los ojos rasgados o sombreros cónicos asiáticos; en otras, con la piel negra, grandes labios y pelo rizado; y en otras, semidesnudos, con taparrabos o con plumas y lanzas. Un ejemplo claro es la ilustración 3.[51]

 

Ilustración 3: «El primer baño de los filipinos», donde el presidente McKinley limpia a un bebé racializado, supuestamente representativo de la población del archipiélago, en las aguas de la civilización. (Fuente: Grant Hamilton. «The Filipino's First Bath». En Judge. Nueva York, 10 de junio de 1899. Imagen en el domino público recuperada de Wikipedia.org. Disponible en https://en.m.wikipedia.org/wiki/File:Judge_06-10-1899.jpg).

 

A esto contribuyó que los medios no transmitieron la complejidad del movimiento revolucionario, su historia ni sus opiniones acerca de España o Estados Unidos[52]. Esto sucedió a pesar de los esfuerzos de la Primera República Filipina por darlas a conocer. Sus líderes eran bien conscientes de estas concepciones racistas y, sobre todo, de cómo podían impedir que las potencias occidentales, comenzando por Estados Unidos, reconociesen que el movimiento revolucionario filipino estaba preparado y se habían ganado el derecho al autogobierno. Por ello, ya durante la guerra de 1898 la República desarrolló una gran campaña diplomática y mediática que adoptaba, citando a Paul A. Kramer, «el lenguaje de la “civilización”»: consistía en desmentir estas acusaciones de salvajismo e incivilización y demostrar a las audiencias occidentales su alto grado de desarrollo político, social y cultural y su consecuente capacidad para el autogobierno[53]. En sus proclamaciones, sus interacciones diplomáticas y sus intervenciones en medios de comunicación, los representantes de la República exponían varias evidencias de la «civilización» de los filipinos: ofrecían retrospectivas de la historia del movimiento nacionalista hasta llegar a 1898, señalaban el gran protagonismo que habían tenido sus tropas en vencer a España y cómo habían desarrollado la guerra adhiriéndose a las leyes de la guerra humanitaria que, recientemente, se habían codificado. Finalmente, resaltaban la eficiencia, justicia y representatividad del Estado que los revolucionarios habían erigido para sustituir a la derrotada administración española[54]. Sin embargo, para conciliar la imagen de subdesarrollo filipino arriba comentada con estas voces filipinas que intentaban hacerse oír, tanto el Gobierno como gran parte de la prensa de Estados Unidos ridiculizaron las aspiraciones de la República Filipina y acusaron a Emilio Aguinaldo de ser el líder de una minoría ávida de poder que pretendía imponer una dictadura aprovechándose de la falta de civilización del resto de la población del archipiélago.[55]

Todas estas voces —las de los expansionistas y los antiimperialistas norteamericanos y las de la República Filipina— se fueron intensificando mientras se celebraba la conferencia de paz en otoño y tras la publicación del tratado resultante, el 10 de diciembre de 1898. El documento establecía que España transfería formalmente la soberanía de Filipinas a Estados Unidos a cambio de una compensación de veinte millones de dólares. Considerando que el Senado estadounidense debía ratificar el tratado en una votación el 6 de febrero de 1899, todos estos actores siguieron defendiendo sus distintas posiciones sobre qué relación debía establecerse entre Estados Unidos y las Filipinas tras la guerra. En el caso filipino, la República advirtió que defendería su autonomía ante una ocupación, pero insistió en que deseaban mantener la paz y «trabajar como aliados» de Estados Unidos, negociando el establecimiento de una relación política beneficiosa para ambas naciones[56].

Sin embargo, durante todo el período entre el fin de la guerra contra España (en agosto de 1898) y febrero de 1899, mientras se producía ese gran debate en Estados Unidos, en las Filipinas había aumentado la tensión entre las tropas estadounidenses desplegadas en el archipiélago y las tropas de la República y la ciudadanía filipinas, temerosas de la posible ocupación de sus antiguos aliados. Finalmente, la noche del 4 de febrero esa tirantez estalló en un gran enfrentamiento. A pesar de los mensajes conciliadores de los filipinos, las elites expansionistas y la mayoría de los medios estadounidenses culpó a los líderes revolucionarios de la violencia. Esto fomentó el consenso para que el Senado de Estados Unidos, hasta ese momento dividido, aprobase la ratificación del Tratado de París el 6 de febrero de 1899 y la consecuente retención de las islas. Así, la guerra del 98, descrita por el secretario de Estado John Hay como la Splendid Little War —por su popularidad y los beneficios que había conllevado al país en el Caribe— derivó en un conflicto mucho más largo y costoso. La guerra filipino-estadounidense duró, formalmente, hasta julio de 1902, pero se extendió hasta 1913 en algunas islas del archipiélago. Se cobró la vida de 4.000 soldados estadounidenses, decenas de miles de soldados filipinos y más de 700.000 civiles filipinos[57].

 

 

«Una guerra de agresión criminal»

 

Especialmente durante 1899 y 1902, este nuevo conflicto generó una gran polémica en EUA. Durante toda la guerra, los expansionistas repitieron que estaban llevando a cabo la misión humanitaria que correspondía a las razas angloparlantes y teutonas de llevar el buen gobierno, la libertad y la civilización a los pueblos menos afortunados, al tiempo que celebraban la gran prosperidad diplomática y económica que esto conllevaría, también, para el país. Además, durante los primeros meses de la contienda, en 1899, el Gobierno aseguró que la pacificación se completaría rápidamente. Argumentó que los filipinos que se resistirían a la «asimilación benevolente» eran una minoría, cuya oposición McKinley interpretó como una evidencia de que no habían sido capaces de valorar la generosidad de los estadounidenses y de su consecuente falta de preparación para el autogobierno[58]. Obedeciendo a los esquemas raciales ya expuestos, sostuvo que serían rápidamente derrotados por las disciplinadas fuerzas americanas. Mientras tanto, envió una comisión a visitar el archipiélago y determinar qué reformas debía aplicar el nuevo gobierno americano para garantizar «el orden, la paz y el bienestar» de la población[59].

Sin embargo, la situación en las islas distaba de la realidad que presentaba el presidente a su ciudadanía. A pesar de que las autoridades americanas en el archipiélago trataron de controlar la información que se enviaba a EUA para sostener ese relato, progresivamente la verdad se fue abriendo paso[60]. Algunos periodistas de guerra criticaron la censura militar e informaron, entre otras dificultades de la campaña, de que la República Filipina era más resiliente y tenía mucho más apoyo e influencia alrededor del archipiélago de lo que se había proyectado en la esfera pública de Estados Unidos. Ya en 1899, auguraron que la perspectiva de que su ejército terminara rápidamente con la resistencia filipina no era probable, y no se equivocaban[61].

En noviembre de ese año, el ejército de la República fue derrotado, pero la lucha anticolonial filipina prosiguió mediante tácticas guerrilleras que seguían atacando a las tropas estadounidenses desperdigadas por el archipiélago. Esto provocaba que no lograran el control efectivo de gran parte del territorio y tuvieran que seguir invirtiendo recursos y soldados, buscando su agotamiento. A medida que esta situación se alargó, el ejército estadounidense respondió aplicando métodos de contrainsurgencia cada vez más drásticos no solamente contra los guerrilleros, sino también contra civiles sospechosos de apoyarlos. Incluían torturas para extraer información, ejecución de prisioneros, saqueo y destrucción de pueblos y tierras de cultivo, y la reconcentración de la población en zonas vigiladas para aislarla de las guerrillas y evitar que colaborase con ellas[62]. Todas estas prácticas se dieron a conocer gracias a algunos periodistas, pero sobre todo a los testimonios que los propios soldados compartieron con sus familias en su correspondencia o al ser repatriados[63].

En Estados Unidos, gracias a los esfuerzos de la Liga Antiimperialista, estos mensajes generaron un escándalo a nivel nacional. Desde el estallido de la guerra filipino-estadounidense y la consecuente ratificación del Tratado de París en febrero de 1899, los antiimperialistas siguieron repitiendo que la anexión de Filipinas y, ahora, la guerra para afianzarla traicionaban la naturaleza republicana y antiimperialista estadounidense, arrastraban al país al militarismo y amenazaban con corromper la nación al incorporar a los supuestamente «incivilizados» filipinos. Asimismo, a medida que la guerra se alargaba, denunciaron el gran sacrificio que estaba suponiendo no solamente para las arcas del Estado, sino sobre todo para los soldados estadounidenses, cuyo carácter se temían que se corrompiera a raíz de la lucha en el trópico, su convivencia con la población local y la ferocidad que estaba caracterizando la guerra. Con estos mensajes trataron infructuosamente de evitar que McKinley, con su programa expansionista, fuese reelegido en las elecciones presidenciales del año 1900. Pero, a medida que la información sobre las atrocidades cometidas por sus soldados se fue filtrando, los antiimperialistas lograron que ese tema copase las portadas del país, cuestionaron la narrativa de la «asimilación benevolente» y denunciaron que, lejos ejecutar una misión civilizadora y generosa con los filipinos, América estaba llevando a cabo en Filipinas una «guerra de agresión criminal» injusta y violenta[64].

Sin embargo, el tema permaneció en las portadas de los periódicos por muy poco tiempo. Historiadores que han analizado la cobertura de la prensa de la guerra afirman que, generalmente, siguió siendo poco crítica. Según Richard E. Welch Jr., esto se debió a que, durante la mayor parte del conflicto, la prensa no tenía suficientes evidencias para dar crédito a los rumores de malos comportamientos cuando comenzaron a circular. Esta prudencia, además, se acrecentaba por el temor a «las leyes antidifamación y estaban acostumbrados a identificar patriotismo y nacionalismo con el honor militar como para iniciar una cruzada contra el mal comportamiento de los soldados»[65]. De hecho, también la administración de McKinley y su sucesor, Theodore Roosevelt, explotaron este vínculo: identificaron el apoyo a las tropas estadounidenses con respaldar al Gobierno, de forma que cuestionar sus políticas suponía, supuestamente, una traición a los jóvenes que luchaban en el Pacífico. Además, para defenderlos ante las acusaciones de abusos y violencia, las élites gubernamentales y militares repitieron que los jóvenes estadounidenses estaban protegiendo honorablemente las Filipinas, que sin su presencia, supuestamente, se sumirían en el caos y padecerían la tiranía de Aguinaldo y sus seguidores[66]. Finalmente, alegaron que toda la campaña se estaba desarrollando con la mayor disciplina. Sostuvieron que cualquier exceso de violencia que se hubiese cometido era una excepción, se había castigado de la forma más rotunda y había sido provocado por la brutalidad y el salvajismo de los guerrilleros filipinos, cuyo recurso a una guerra irregular se interpretó como una evidencia más de su falta de civilización[67].

Este pulso en la opinión publicada estadounidense entre presentar la guerra filipino-estadounidense como una dificultad de la «asimilación benevolente» o una «guerra de agresión criminal» terminó en julio de 1902. En ese momento, tras la captura y la rendición de los más importantes líderes guerrilleros, el presidente Theodore Roosevelt declaró completada la pacificación de las Filipinas, a pesar de que, en realidad, la resistencia prosiguió en algunas islas del sur hasta 1913. Aun así, estos últimos enfrentamientos prácticamente no recibieron atención en Estados Unidos y, al mismo tiempo, siguió popularizándose una concepción racializada de los filipinos. De hecho, las representaciones de la población del archipiélago que aquí se han comentado establecieron solamente las bases de lo que varios historiadores han conceptualizado como un archivo imperial, un gran sistema de conocimiento acerca de las «nuevas posesiones» de Estados Unidos —Filipinas, pero también Hawái, Cuba, Puerto Rico y Guam— y sus habitantes que siguió construyéndose hasta el fin de la presencia colonial americana y que, en última instancia, servía para diseñar y justificar ese dominio. Libros de ficción y de viajes, panfletos, colecciones fotográficas, películas, exposiciones en museos y ferias y otras expresiones de cultura popular, así como estudios académicos y documentos oficiales, como censos e informes gubernamentales, transmitían esta misma idea: que los filipinos —y el resto de habitantes de las nuevas posesiones— se encontraban en un estado de semibarbarismo, no estaban preparados para el autogobierno y requerían la tutela sistemática de Estados Unidos[68].

Como ejemplo distinto a la prensa de representaciones de salvajismo de los filipinos en la cultura popular, véase el cine producido durante la misma guerra filipino-estadounidense. La compañía de Thomas Edison difundió seis películas ambientadas en Filipinas. En su análisis, Nick Deocampo señaló cómo en algunas de ellas, como el «Avance de los voluntarios de Kansas en Caloocan», los soldados blancos estadounidenses izaban victoriosamente la bandera americana ante los filipinos derrotados, que estaban interpretados por afroamericanos, presentando al nuevo sujeto colonizado a través de los estereotipos raciales preexistentes[69]. Por otro lado, como ejemplo del fomento de la visión de incivilización de los filipinos en la alta cultura, véanse los discursos académicos, especialmente la antropología y la historia. Un ejemplo muy destacable de sus producciones fue The Philippine Islands, 1493-1898, una extensa recopilación y análisis de documentos pertenecientes a distintos períodos del Gobierno colonial español. Según el exhaustivo análisis de la historiadora Glòria Cano, esta obra pretendía explicar a los estadounidenses las raíces de los problemas que se les estaban presentando en su gobierno de las Filipinas, y toda ella estaba diseñada para señalar que todas estas dificultades eran una herencia dejada por los españoles. Cano señaló que la selección de documentos y acontecimientos tratados, sus malas traducciones y su falta de contextualización se habían desarrollado para soportar la «leyenda negra» en torno al Gobierno español[70]. A este respecto, es interesante señalar cómo, en realidad, varios historiadores han identificado que existieron, en varios aspectos, líneas de continuidad entre los gobiernos coloniales español y estadounidense de las Filipinas. Así, a medida que pasaron los primeros años tras la guerra, los americanos construyeron el nuevo estado colonial en Filipinas sobre la herencia española en varios asuntos, como la organización política y militar, la legislación y su gestión de las razas o la política de infraestructuras[71].

 

 

Conclusiones

 

Del mismo modo en que las concepciones sobre España y los españoles contribuyeron a avivar el espíritu belicista de 1898, la forma en que los estadounidenses concibieron a los habitantes de las islas Filipinas fue crucial para diseñar y justificar la política que su Gobierno aplicó y que el presidente William McKinley llamó la «asimilación benevolente». Se sustentaba sobre la premisa de que la población del archipiélago era tremendamente heterogénea y que, en conjunto, no poseía el nivel de desarrollo político, social y cultural necesarios para autogobernarse. Sin un tutor imperial, seguía este argumento, las islas caerían en un caos interno y, además, en el marco de rivalidad entre imperios europeos por ganar influencia en Asia, serían rápidamente ocupadas por otra potencia europea. De estos argumentos se derivaba la idea de que Estados Unidos tenía la responsabilidad de hacerse cargo de los filipinos, guiarlos hasta la modernidad política y, mientras tanto, protegerlos de una invasión extranjera.

 

 

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Cómo citar este artículo: Díaz Esteve, L. (2024). La propaganda estadounidense y la ocupación de Filipinas, 1898-1902. TSN. Transatlantic Studies Network, (17), 82-95. https://doi.org/10.24310/tsn.17.2024.20056. Financiación: Este texto fue preparado bajo un contrato Margarita Salas, financiado por la Unión Europea-NextGenerationEU, Ministerio de Universidades y Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, mediante convocatoria de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Durante el segundo año de ese contrato, la autora estuvo adscrita al Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.



[1] Este texto fue preparado bajo un contrato Margarita Salas, financiado por la Unión Europea-NextGenerationEU, Ministerio de Universidades y Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, mediante convocatoria de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Durante el segundo año de ese contrato, la autora estuvo adscrita al Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid.

[2] Paterson, 1996, p. 341.

[3] Se narra, entre otros, en A. Kaplan, 2002, p. 130.

[4] Sobre la larga pervivencia de este discurso en la historiografía estadounidense y otros ejemplos, véase Fry, 1979. Sobre su pervivencia en la historiografía española, véase Hilton, 1994.

[5] Para una síntesis actualizada de la representación de España en la prensa estadounidense y la evolución de la historiografía al respecto, véase Fernández de Miguel, 2023.

[6] La literatura sobre estas cuestiones es ingente. Para una revisión historiográfica muy meticulosa, véase Elizalde, 1997.

[7] B. M. Miller, 2011, p. 13.

[8] Entre muchos otros, Goldenberg, 2000; B. M. Miller, 2011; Fernández de Miguel, 2023.

[9] Citado en Goldenberg, 2000, p. 175. El texto original de la cita estaba en inglés. Esta y otras traducciones aquí ofrecidas las ha realizado la autora de este artículo.

[10] B. M. Miller, 2011; Fernández de Miguel, 2023.

[11] S. C. Miller, 1982, p. 13.

[12] B. M. Miller, 2011, p. 196.

[13] Ibid.

[14] Para una reciente y breve síntesis de estos complejos procesos, véase Elizalde, 2021. También, para una contraposición de estos cambios en la política colonial española y el desarrollo del nacionalismo filipino, véase Elizalde, 2002.

[15] Fradera, 2005, 2015.

[16] Elizalde, 2002, p. 124. Para un análisis detallado del papel de las órdenes monásticas en la administración de Filipinas, véase Elizalde y Huetz de Lemps, 2015.

[17] Kramer, 2006a, p. 39. Para un análisis de la cambiante estratificación racial de la sociedad colonial filipina, véase Rodao, 2018.

[18] Kramer, 2006a, pp. 39-40.

[19] Fradera, 2005, 2015.

[20] Para una síntesis de estas modernizaciones, véase Elizalde, 2002, pp. 125-126; Elizalde, 2021, pp. 110-112.

[21] Citado en Elizalde, 1998, p. 309.

[22] Para algunos ejemplos de obras sobre las representaciones de los filipinos que servían para justificar el dominio colonial, véase Muñoz Vidal, 1998; Sánchez Gómez, 1998, 2003; Lasco, 2020.

[23] Elizalde, 2002, p. 126. Por otro lado, algunos manuales de referencia sobre la emergencia y evolución del nacionalismo filipino son Agoncillo, 1956; Corpuz, 2007.

[24] Acerca de las influencias internacionales sobre los ilustrados, entre otros, ver Anderson, 2006; CuUnjieng Aboitiz, 2020.

[25] El mejor análisis sobre las actividades de La Propaganda en España sigue siendo Schumacher, 1973.

[26] Reyes, 2008; Thomas, 2012. Además, para una elocuente síntesis de las actividades y mensajes de los propagandistas, véase Kramer, 2006a, pp. 53-66.

[27] Delgado y Elizalde, 2011, p. 29.

[28] Schumacher, 1973, pp. 221-266.

[29] Sobre la Revolución de 1896-1897, véanse Agoncillo, 1956; Castellanos, 1998; Mas Chao, 1998; Corpuz, 1999.

[30] Citado en B. M. Miller, 2011, p. 197.

[31] Citado en Hilfrich, 2012, p. 15.

[32] La literatura sobre el movimiento antiimperialista es muy extensa. Las obras de referencia más recientes usadas para los siguientes párrafos son Love, 2004; Hilfrich, 2012; Cullinane, 2012; Murphy, 2020.

[33] Citado en Hilfrich, 2012, p. 54.

[34] Citado en S. C. Miller, 1982, p. 15.

[35] Para leer ejemplos de estos diversos argumentos del movimiento antiimperialista, véanse los varios recopilatorios de sus intervenciones en prensa y discursos: Markowitz, 1976; Foner y Winchester, 1984.

[36] Citado en Brewer, 2013, p. 2.

[37] Hilderbrand, 1981, pp. 30-51; Ponder, 1998, pp. 1-16; Herring, 2010, pp. 31-37; Brewer, 2013, pp. 1-26. Los siguientes párrafos también siguen las síntesis de las ideas de McKinley ofrecidas por estos autores.

[38] La literatura sobre esta cuestión es muy extensa. Para los siguientes párrafos se han usado los textos de Vaughan, 1995, 1997; B. M. Miller, 2011; Brewer, 2013; Ablett, 2004.

[39] Herring, 2010, p. 35.

[40] Citado en Brewer, 2013, p. 11.

[41] Bosch, 2015, pp. 131-134.

[42] Brewer, 2013, p. 1.

[43] Citado en Brewer, 2013, p. 9.

[44] Para un análisis de género de estos discursos en la prensa, véase Hoganson, 1997.

[45] Vaughan, 1997, p. X.

[46] Citado en Vaughan, 1995, pp. 305-306.

[47] Ibid., p. 304.

[48] Ibid., p 307.

[49] Citado en R. Kaplan, 2003, p. 212.

[50] Citado en Vaughan, 1995, p. 306.

[51] B. M. Miller, 2011, pp. 200-201. La literatura específica sobre las ilustraciones y caricaturas del movimiento revolucionario filipino y, más generalmente, los habitantes del archipiélago es muy extensa. Entre las muchas obras que coinciden con el análisis de Miller y Vaughan, véase Ignacio et. al., 2004; Halili, 2007.

[52] Vaughan, 1995, p. 306.

[53] Kramer, 2006a, p. 100.

[54] Sobre la campaña diplomática y mediática de la Primera República Filipina, véase Agoncillo, 1960, pp. 310-372; Kramer, 2006a, pp. 97-102; Campomanes, 2011, pp. 76-123.

[55] Para algunos retratos de Aguinaldo, véase Ignacio et. al., 2004, pp. 115-129.

[56] Como ejemplo, véanse algunos de los mensajes que lograron distribuir entre la prensa estadounidense: «Pompous Protest by Aguinaldo», en New York Times, 17 de diciembre de 1898, p. 6; «Filipinos Are Ambitious», en New York Times, 6 de enero de 1899, p. 1; «Natives Predict a Battle», en New York Times, 10 de enero de 1899, p. 1; «Agoncillo Asks Explanation», en New York Times, 25 de enero de 1899, p. 1.

[57] Este cálculo se extrajo de Adas, 2006, p. 134. Sin embargo, existe un debate todavía no resuelto sobre el número de víctimas. Para un análisis detallado, véase Gates, 1984.

[58] Brewer, 2013, p. 14.

[59] Ibid., p. 12.

[60] Sobre la censura militar durante la guerra, véase Smith, 1999, pp. 121-125.

[61] B. M. Miller, 2011, pp. 237-239; S. C. Miller, 1982, pp. 82-90. Sobre cómo algunos corresponsales de guerra contribuyeron a crear la imagen del filipino racializado, véase Vaughan, 1997.

[62] Algunos manuales clásicos sobre la historia militar de la guerra filipino-estadounidense son S. C. Miller, 1982; Linn, 2000; Tan, 2002.

[63] Bailon, 2018; Einolf, 2014.

[64] Cullinane, 2012, pp. 115-147; Murphy, 2020, pp. 89-166.

[65] Welch Jr., 1979, p. 147.

[66] Brewer, 2013, pp. 15-16.

[67] Kramer, 2006b; Einolf, 2014, pp. 135-152.

[68] Sobre la conceptualización del «archivo imperial» estadounidense, véase especialmente Thompson, 2010. El concepto de «archivo imperial» lo acuñó por primera vez Thomas Richards (1993) en referencia al del Imperio británico. Por supuesto, todas estas obras construyen sobre los clásicos de Edward Said acerca de representaciones de los territorios colonizados y su dominación.

[69] Deocampo, 2002.

[70] Cano, 2008.

[71] Delgado y Elizalde, 2011.