El Imperio en la mesa: políticas alimentarias y cambios culinarios durante la colonización española de las islas Filipinas
The Empire at the Table: Food Politics and Culinary Change during the Spanish Colonization of the Philippine Islands
Verónica Peña Filiu
Universitat Pompeu Fabra / Universitat Autònoma de Barcelona (España)
https://orcid.org/0000-0003-0233-4074
Este artículo examina los factores que propiciaron la aparición de nuevos hábitos alimentarios en las islas Filipinas durante el período colonial español. Con este objetivo, en primer lugar se identificarán las circunstancias específicas que explican que la llegada de los colonos al archipiélago fuese acompañada de un proceso de transferencia culinaria. Aunque la difusión de nuevos alimentos y formas de alimentarse fue una parte indisociable de la expansión de las monarquías ibéricas, en las islas Filipinas este proceso presentó características propias. En segundo lugar se mostrará que los misioneros jesuitas fueron agentes relevantes en la introducción de nuevos ingredientes, prácticas y comportamientos alimentarios. Junto a la extensión del catolicismo, el proyecto evangelizador de la Compañía de Jesús buscó modificar todos aquellos comportamientos de las comunidades indígenas que se consideraban contrarios a una forma de vida «civilizada», incluidos los vinculados a la comida. Las estrategias misionales de los religiosos propiciaron la aparición de instituciones y espacios —como las reducciones, las haciendas, los colegios y los seminarios— que actuaron como centros de difusión de los principios de la cultura y la cocina católicas, y probablemente impulsaron cambios en los hábitos alimentarios de la población indígena.
Palabras clave
Alimentación, cocina, políticas alimentarias, colonialismo, islas Filipinas, Imperio español, época moderna
This article examines the factors behind the emergence of new foodways in the Philippine islands during the Spanish colonial period. Firstly, it identifies the specific circumstances that explain the transfer of a new cuisine following the arrival of the Spanish colonists. Although the diffusion of new ingredients and foodways was an inseparable part of the Iberian colonial expansion, in the Philippines this process presented certain particularities. Secondly, this article shows that Jesuit missionaries were relevant agents in the introduction of new ingredients, practices, and ideas regarding food. Together with the spread of Catholicism, the evangelizing project of the Society of Jesus sought to modify the Indigenous traditions that were considered contrary to a “civilized” way of life, including those related to food. The strategies of the missionaries led to the appearance of institutions and spaces—such as reducciones, haciendas, schools and seminars—that contributed to the dissemination of the main ideas of the Catholic culture and cuisine, and arguably promoted changes in the food habits of the Indigenous population.
Keywords
Foodways, cuisine, food politics, colonialism, Philippine Islands, Spanish Empire, Early Modern Period
En 1918, la escritora y periodista filipina Pura Villanueva Kalaw[1] publicaba en Manila un recetario titulado Condimentos indígenas, cuyo principal objetivo era proporcionar a las mujeres de su tierra las instrucciones necesarias para elaborar platos nacionales. En el prólogo de la obra, Villanueva Kalaw expresaba la necesidad de preparar comidas saludables y nutritivas basadas en los alimentos que se producían en las islas Filipinas —y no en alimentos foráneos—, ya que, a su parecer, estos eran los mejores ingredientes para contribuir a la «prosperidad, la salud de las familias y el mejoramiento de la raza filipina» (Villanueva Kalaw, 1918, p. 5). Entre las diferentes recetas compiladas por la autora —que eran tanto de su autoría como de la de otras mujeres filipinas— se pueden encontrar platos como el adobo de pollo, la ropa vieja, el lechón de gallina o de cerdito, las «almondigas», las croquetas de pollo, los tamales de maíz o el estofado tagalo.
El recetario de Pura Villanueva Kalaw revela la estrecha relación que existía entre género, nacionalismo y alimentación en las islas Filipinas a principios del siglo XX[2]. Además, la obra es un claro testimonio de la huella que el colonialismo español dejó en la cultura culinaria del archipiélago. Son diversas las recetas que, como las mencionadas en el párrafo anterior, evocan rápidamente un probable origen colonial, ya sea por su nombre, por los ingredientes que las componen o por las técnicas culinarias empleadas[3]. Pese a haber transcurrido más de un siglo desde la aparición del recetario, muchos de los platos recogidos siguen formando parte de la gastronomía filipina actual. De hecho, el adobo es considerado el plato nacional de Filipinas por excelencia. Pero ¿cómo se produjo la adopción de nuevos ingredientes y prácticas alimentarias en el archipiélago? ¿Qué factores y agentes históricos intervinieron en este proceso de transformación culinaria? ¿Fue un proceso uniforme? ¿Por qué algunos de los platos nacionales —como los tamales— son de origen mesoamericano? Este artículo ofrece algunas reflexiones sobre estas preguntas.
El impacto culinario del colonialismo español en las islas Filipinas se ha abordado desde distintas aproximaciones. Una de las principales líneas de investigación ha examinado la incorporación de nuevos ingredientes, recetas y saberes en las prácticas indígenas. Entre las aportaciones más destacadas se encuentran los trabajos de Doreen G. Fernandez (1987, 1988, 2005, 2019 [1994]), quien ha analizado en profundidad la adopción de elementos foráneos desde la perspectiva de la «indigenización». De forma similar, Felice Prudente Sta. Maria (2018, 2021) ha explorado la integración de alimentos y prácticas culinarias exógenas, prestando especial atención a los mecanismos que impulsaron a los habitantes indígenas de las Filipinas a añadir nuevos sabores a su cocina. Según Sta. Maria, la emulación de las prácticas coloniales resultó en una estrategia efectiva para ascender socialmente en el nuevo orden colonial. Otros estudios, como los de Paulina Machuca (2013, 2014), han rastreado específicamente la llegada de alimentos de origen mesoamericano a las islas Filipinas, así como la difusión de ingredientes asiáticos hacia Nueva España, una transferencia que se produjo, como veremos, a partir de la inserción del archipiélago en las redes imperiales españolas.
Actualmente, el estudio de la alimentación en las islas Filipinas durante el período colonial español se presenta como un campo de investigación fértil que ofrece muchas posibilidades. A diferencia de las colonias americanas, en las que el análisis de los cambios alimentarios que conllevó el colonialismo ha recibido una amplia atención historiográfica, este mismo proceso presenta todavía muchas incógnitas para el caso de las islas Filipinas. En general, desconocemos el ritmo y la progresión de las transformaciones culinarias, así como si hubo diferencias regionales en el proceso de adopción de nuevos alimentos y prácticas. De hecho, dado que no todo el archipiélago experimentó la presencia colonial con la misma intensidad y considerando, además, la pluralidad cultural y étnica del territorio, es posible que existieran marcadas variaciones en cuanto a la aceptación de recursos y costumbres foráneas. Asimismo, aunque conocemos en detalle los efectos que tuvieron las políticas agrícolas y ganaderas coloniales en la tenencia de la tierra y las estrategias de subsistencia tradicionales (véase, por ejemplo, Alonso Álvarez, 2009; Amano et al., 2020; Giraldez, 2015; Newson, 2009; Phelan, 1967), desconocemos cómo el colonialismo afectó a otras actividades cotidianas vinculadas a la alimentación, como, por ejemplo, la preparación y el cocinado de los alimentos. Ambas actividades han quedado en muchas ocasiones al margen de los análisis históricos al ser consideradas poco relevantes más allá de la esfera doméstica (Montón Subías, 2005; Graff y Rodríguez-Alegría, 2012). No obstante, la cocina está íntimamente relacionada con otros ámbitos de la vida, como la política, la sociedad y la economía, de manera que es fundamental para comprender las sociedades del pasado y, especialmente, los procesos de cambio que traen consigo los sistemas imperiales (véase, por ejemplo, Brumfiel, 1991). Poner el foco en estas actividades no solo permite comprender qué cambios experimentaron con el colonialismo, sino que también ofrece acceso al papel que desempeñaron sujetos históricos como las mujeres o las personas esclavizadas en el proceso analizado.
Este artículo tiene por objetivo examinar algunos de los factores que permiten entender la aparición de nuevas prácticas alimentarias en las islas Filipinas con la llegada del colonialismo español a mediados del siglo XVI. No es la intención de este texto realizar un estudio de los ingredientes, recetas y técnicas que se transfirieron al archipiélago durante este período, sino que el propósito es identificar las circunstancias específicas que explican esta transferencia, así como los circuitos y contextos que impulsaron el cambio culinario entre la sociedad filipina. Para ello, en primer lugar, se prestará atención al papel que ocupó la alimentación durante la colonización de las islas Filipinas, mostrando que la llegada de los colonos fue acompañada de un proceso de transferencia culinaria de características propias. En segundo lugar, se mostrará que los misioneros jesuitas fueron agentes relevantes en la introducción de nuevas prácticas y comportamientos alimentarios. Junto a otras órdenes religiosas, la Compañía de Jesús tuvo un papel destacado en la colonización de las Filipinas. El proyecto evangelizador de los misioneros jesuitas no solo buscaba convertir al catolicismo a la población indígena; también pretendía modificar aquellos comportamientos que se consideraban contrarios a una forma de vida «civilizada», incluidos los vinculados a la comida. Como veremos, las estrategias misionales propiciaron la aparición de instituciones y espacios —como las reducciones, las haciendas, los colegios o los seminarios— que actuaron como centros de difusión de los principios de la cultura y cocina católicas entre la población indígena.
Semillas, animales y una nueva cultura alimentaria: ingredientes de la expansión colonial europea
Una de las primeras preguntas que pueden surgirnos después de advertir la pervivencia de elementos coloniales en la cocina filipina es por qué se produjo este proceso, es decir, por qué la llegada de los colonos al archipiélago trajo consigo cambios en la dieta y en los hábitos alimentarios de sus habitantes. Para responder a esta pregunta, cabe recordar que alimentarse es posiblemente la actividad cotidiana más necesaria para los seres humanos, puesto que satisfacerla es imprescindible para sobrevivir. No obstante, la función fisiológica de la comida no debe hacernos olvidar su profunda dimensión simbólica y social (Fischler, 1995). Aquello que se consume y cómo se consume expresa con elocuencia aspectos como la adscripción religiosa, el género, el estatus o la identidad nacional. Asimismo, la dieta y las prácticas asociadas al acto de alimentarse están condicionadas por factores históricos: no solo varían de una sociedad a otra, sino que se ven alterados también por el paso del tiempo. En concreto, los procesos históricos que implican cambios abruptos en las estructuras políticas, así como el ejercicio de nuevas relaciones de poder, suelen entrañar cambios significativos en los hábitos alimentarios (Mintz, 1996).
La alimentación tuvo un protagonismo especialmente destacado durante la expansión colonial de las potencias europeas. El período que transcurre entre finales del siglo XV y el siglo XVIII ha sido considerado uno de los momentos de transformación culinaria más importantes en la historia de la humanidad (Fernández-Armesto, 2002; Pilcher, 2006). Una de las circunstancias que propiciaron esta transformación fue lo que Alfred Crosby (1972) denominó «intercambio colombino» (Columbian Exchange), esto es, la transferencia de plantas y animales entre continentes que hasta ese momento no habían estado en contacto a la que dio inicio la llegada de Colón al Caribe. Aunque la difusión global de alimentos no era un fenómeno nuevo (Jones et al., 2011), sí lo fue la magnitud de su circulación: las redes imperiales que se extendían por prácticamente todo el globo facilitaron este proceso de difusión a una escala sin precedentes. El establecimiento de la ruta del Galeón de Manila a mediados del siglo XVI, que conectaba el virreinato de Nueva España con las Filipinas, contribuyó también a la transmisión de nuevos alimentos entre Asia, Oceanía, América y Europa. De hecho, algunos investigadores han planteado la existencia de un «intercambio magallánico» (Magellan Exchange), es decir, de un proceso de transferencia de plantas y animales de características y consecuencias similares al intercambio colombino que habría comenzado a raíz del viaje de Magallanes-Elcano (véase Giraldez, 2015, p. 71).
En línea con la influyente contribución de Alfred Crosby, la transferencia de recursos entre distintos espacios a la que dio lugar la expansión colonial europea ha sido habitualmente considerada como un «intercambio». Si bien es cierto que los ingredientes, tecnologías y saberes culinarios de territorios diversos circularon de forma global, no hay que olvidar que esta circulación, así como la adopción de las novedades por parte de las poblaciones indígenas, deben enmarcarse en el contexto de las nuevas relaciones de poder que se establecieron con la llegada del colonialismo. Dicho de otro modo, no debe perderse de vista que este proceso no fue siempre un intercambio igualitario, sino que en muchos casos la violencia y la imposición fueron algunos de sus ingredientes. Tampoco se puede obviar que la modificación de la dieta y las costumbres alimentarias de las poblaciones indígenas fue un proceso multifactorial, en el que intervinieron circunstancias diversas como, por ejemplo, la adecuación de los alimentos a las particularidades del entorno ecológico, las demandas tributarias coloniales, las preferencias personales o la propia posibilidad de acceder a recursos exógenos (Kennedy, Chiou y VanValkenburgh, 2019). Asimismo, las expectativas alimentarias de los colonos no fueron siempre exitosas, sino que encontraron obstáculos diversos en el momento de ser aplicadas en el terreno y estuvieron en muchas ocasiones sujetas a adaptaciones, lo que pone en evidencia los límites de las políticas imperiales en cuanto a la alimentación.
Otra cuestión a destacar es que la expansión colonial europea no solo implicó la transferencia de ingredientes, sino que comportó también la difusión de saberes y técnicas culinarias, así como de un amplio conjunto de cultura material vinculada a la producción, preparación y consumo de alimentos (véase Laudan, 2013, p. 201). Diferentes documentos, como los inventarios o los listados de los bienes que se embarcaban en las naves que cruzaban los océanos, nos ofrecen evidencias de los intentos por reproducir sistemas culinarios completos en los contextos coloniales. A modo de ejemplo para el caso del Pacífico, la evidencia documental que se conserva del proceso de colonización de las islas Marianas revela que, junto a las semillas y los animales, diversos utensilios de cocina (como las ollas y los pucheros) y de consumo (como vajilla de mesa y cubertería) fueron considerados necesarios para establecer la presencia española en el territorio y asegurar el éxito de esta iniciativa (Peña Filiu, 2019, 2021). Incorporar el análisis de las prácticas culinarias y de consumo, así como de sus evidencias materiales, nos permite acercarnos a otras dimensiones y funciones que cumplía la alimentación en la experiencia colonial. Por ejemplo, en el caso del presidio Nuestra Señora del Pilar de los Adaes (en el actual estado de Luisiana, Estados Unidos), se ha observado que, mientras que la dieta de sus habitantes no difería en exceso, eran las políticas de la mesa y, en concreto, la forma de servir y consumir los alimentos el elemento clave en la expresión de las diferencias sociales (Pavao-Zuckerman y Loren, 2012).
Uno de los ejes principales que impulsó la difusión de alimentos en los territorios coloniales fue el deseo de los europeos por reproducir su cocina en los lugares que ocupaban[4]. ¿A qué se debía este anhelo por mantener sus costumbres alimentarias? Como ha explicado Rebecca Earle (2012), en la Europa moderna la alimentación estaba íntimamente relacionada con la salud de las personas. Esta relación explica las reticencias iniciales de los colonos a ingerir los nuevos alimentos que encontraron en América. El miedo a que estos recursos desconocidos les pudieran causar graves enfermedades —e incluso transmutar sus propios cuerpos— impulsó a la corona a enviar alimentos típicos de la dieta iberocatólica, como el trigo, el aceite, el vino o el ganado (Earle, 2012). El envío de productos europeos obedecía al deseo de convertir los territorios coloniales en lugares idóneos en los que los colonos pudieran sobrevivir físicamente, pero también social y culturalmente. Como venimos diciendo, la alimentación es una esfera de la vida humana atravesada por la cultura y moldeada por la sociedad. En la España moderna el aforismo «eres lo que comes» cobraba todo su sentido, ya que los hábitos alimentarios eran un claro indicador de estatus social y de adscripción religiosa (Campbell, 2017; Kissane, 2019). Estos significados y funciones de la alimentación se trasladaron al mundo colonial, donde la dieta —pero también otros aspectos, como las prácticas de comensalidad o las técnicas culinarias— actuó como marcador de «civilización» y «barbarie» (Earle, 2012; Saldarriaga, 2009, 2012). La comida se convirtió también en una herramienta de colonización. En muchas ocasiones, las costumbres alimentarias de las poblaciones indígenas fueron objeto de las políticas coloniales, que buscaron modificarlas tanto para satisfacer las necesidades del contingente colonial como para completar su conversión al catolicismo y su inmersión en una forma de vida «civilizada» y «política» de acuerdo a los principios de la mentalidad europea.
La difusión de una cocina imperial: alimentación y colonialismo en las islas Filipinas
La alimentación fue también una dimensión fundamental de la experiencia colonial española en las Filipinas. La documentación que se produjo a raíz de los primeros contactos con el archipiélago y del inicio de la presencia colonial muestra que los españoles prestaron una notable atención a los recursos de las islas tanto para valorar su potencial económico como para determinar —siempre desde su punto de vista— si sería fácil o no sobrevivir en ellas. Una de las primeras referencias a la «calidad» de las Filipinas la encontramos de la mano de Miguel López de Legazpi. En 1565, después de tomar por la fuerza Cebú, Legazpi explicaba que no cabía duda de la fertilidad de la tierra por lo rápido que habían germinado en ella las semillas de Castilla (Lévesque, 1992, pp. 145-146; Sta. Maria, 2018, p. 62). La alusión a la extraordinaria facilidad con la que las semillas europeas habían brotado en el suelo filipino puede ser interpretada como una muestra de la predestinación divina del archipiélago para los españoles, una idea que fue recurrente también durante la colonización de América y que sirvió para justificar esta empresa (Earle, 2012, pp. 92-93). Descripciones similares a la de Legazpi que aluden a la adecuación del clima y la abundancia de alimentos pueden encontrarse en los escritos de otros agentes que participaron en la colonización de las Filipinas, como los misioneros jesuitas. Aunque los primeros jesuitas llegaron al archipiélago en 1581, durante esta década la presencia permanente de la Compañía fue objeto de debate interno (De la Costa, 1967, pp. 116-120; Descalzo Yuste, 2015, pp. 122-124). Con la finalidad de convencer al general de la orden de la necesidad de establecerse en esta nueva colonia, uno de los jesuitas destinado a Filipinas, Alonso Sánchez, elaboró un informe detallado de las islas en el que, junto a otras cuestiones, describía con detalle los recursos disponibles en el archipiélago, destacaba la abundancia de alimentos y concluía: «Se puede afirmar que no hay tierra tan proveída y abundante de comida en todas las Indias ni aun en Europa»[5].
La riqueza en recursos de las Filipinas no evitó que los españoles impulsaran la introducción de alimentos procedentes de otros territorios. Las circunstancias particulares del proceso de colonización del archipiélago provocaron que esta transferencia culinaria presentase características propias, distanciándose de la experimentada durante la colonización de América. Una de las diferencias fundamentales entre ambos contextos reside, precisamente, en el papel central que tuvieron las colonias americanas —especialmente Nueva España— en la conquista de las islas Filipinas. Desde el inicio de la presencia española, el contingente colonial que se estableció en el archipiélago estuvo vinculado a nivel administrativo, económico y comercial con el virreinato novohispano gracias a la ruta del Galeón de Manila. Esta ruta transpacífica, que unía Acapulco con Manila, facilitó la inclusión de la nueva colonia en las redes imperiales. De esta manera, las naos que arribaban anualmente desde Nueva España transportaban colonos y novedades del exterior, pero también semillas, animales, herramientas, vajillas, mantelerías, equipamiento culinario, etcétera. La conexión frecuente con América que permitía esta ruta explica que gran parte de los alimentos que se enviaban a Filipinas fuesen de origen americano. Los recursos americanos tenían, además, la virtud de que resultaban más fáciles de aclimatar al ambiente tropical de las Filipinas, lo que seguramente contribuyó a impulsar su transferencia (Machuca, 2014).
El envío de alimentos americanos a las Filipinas nos habla también de la génesis de lo que podría considerarse una cocina imperial. Después de décadas de experiencia colonial en América, los colonos habían integrado alimentos y prácticas locales en su repertorio culinario. Aunque los principios de la cultura alimentaria católica seguían caracterizando la cocina que los españoles trasladaron consigo a Filipinas (Laudan, 2013, pp. 187, 193), al haber incorporado los sabores, conocimientos y técnicas del mundo colonial, ya no se trataba de la misma cocina ibérica que se había buscado trasplantar a América, sino que era una cocina elaborada en el contexto del Imperio[6]. La integración de algunos alimentos americanos en el universo culinario colonial puede observarse también en que estos actuaron a modo de referentes para comprender la flora y fauna de las Filipinas. Este proceso de «mexicanización», como lo describe José Pardo-Tomás (2019), puede observarse en una gran variedad de documentos, como las crónicas e historias oficiales sobre las Filipinas o las cartas y relaciones jesuíticas. A modo de ejemplo de este último caso, en la mencionada memoria de Alonso Sánchez, el misionero prestaba atención a aquellos alimentos que se producían en las Filipinas, empleando la comparación de estos con alimentos europeos y americanos para facilitar su descripción.
Hay muchos frijoles como lentejas que nacen de hierba y de árboles […] muchos géneros de batatas, que son unas raíces de mucho sustento y sabrosas y sanas […]. Y también muchas frutas, lomboyes como cerezas, mabolos como camuesas, santores como membrillos, y muchas diferencias de plátanos fruta muy suave del tamaño y hechora de un pepino y la carne más tierna que de camuesa y algunos tan oliosos [sic] como almizcle y otros como higos, hay muchas papayas del tamaño de melones y aún más sabrosas y delicadas […][7].
Como decíamos anteriormente, la transferencia culinaria que impulsaron los colonos españoles en Filipinas no solo implicó la difusión de alimentos, sino también de nuevas formas de cocinar. Junto al maíz, los boniatos, el chocolate y otros ingredientes americanos, los colonos introdujeron en Filipinas recetas de origen mesoamericano, como los tamales, el atole y el champurrado (Fernandez, 2019; Laudan, 2013, p. 193). Aunque estos platos forman parte de la gastronomía filipina tradicional actual, desconocemos las particularidades específicas de su proceso de adopción y difusión entre la población local. Una forma de arrojar luz sobre esta cuestión sería observar lo que sucede en otros contextos coloniales que presentan una influencia novohispana similar. Este es el caso de las islas Marianas, cuya colonización estuvo estrechamente ligada al Galeón de Manila, a Nueva España y también a las propias Filipinas. La llegada de los colonos españoles al archipiélago en 1668 comportó también la introducción de ingredientes y recetas de origen mesoamericano, como el pozole y el atole. Estos dos platos eran habitualmente proporcionados a la población indígena que trabajaba en las haciendas reales y en las tierras privadas del gobernador de las islas (Peña Filiu, 2019, p. 197; 2022, pp. 129-130). De esta forma, las condiciones del sistema de trabajo colonial expusieron a la población chamorra a nuevos alimentos y a nuevas recetas. Asimismo, en otros contextos coloniales de la América continental se ha observado que los cambios estructurales que experimentaron las poblaciones indígenas en la forma de trabajo y tributación, así como en sus patrones de asentamiento, tuvieron efectos sobre sus costumbres alimentarias, impulsando la adopción de nuevos recursos (véase, por ejemplo, Kennedy y VanValkenburgh, 2016; Peres, 2023). Todo ello nos invita a revisar cómo en las Filipinas las nuevas demandas tributarias o los nuevos espacios de trabajo —como las estancias de ganado, que proliferaron bajo la ocupación colonial— activaron cambios culinarios entre la población indígena.
Además de alimentos y prácticas culinarias americanas, los colonos españoles trataron también de reproducir recursos mediterráneos en las Filipinas, sobre todo aquellos que tenían un papel central en la dieta iberocatólica. Así lo indicaba Antonio de Morga (1909 [1609], p. 177) cuando explicaba que se habían intentado plantar diferentes árboles frutales de la península ibérica. No obstante, muchos de estos recursos, como el trigo, las ovejas, los carneros o la vid, no respondieron positivamente a las condiciones ambientales de las Filipinas (Machuca, 2014, p. 235; Morga (1909 [1609], p. 178). Esta circunstancia revela, como comentábamos, las dificultades de las políticas alimentarias coloniales para ser implementadas en el terreno tal y como se concibieron. La ausencia de aquellos alimentos que no pudieron introducirse se resolvió importándolos de otros espacios. Por ejemplo, ante la dificultad de aclimatar el ganado europeo que había venido desde la Nueva España, se experimentó con variedades procedentes de China y Japón, que resultaron mucho mejor preparadas para el ambiente de las Filipinas (Alonso Álvarez, 2009, p. 36; Phelan, 1967, p. 111). De este modo, la presencia española en las Filipinas impulsó también la transferencia de alimentos de otros territorios con los que los colonos mantenían contactos comerciales. En concreto, China resultó ser una fuente principal de remisión de alimentos preciados por el contingente colonial que se estableció en Manila. De ello daba cuenta Domingo de Salazar, obispo de Manila, en 1588.
En la plaza de la ciudad hay mercado público cada día de cosas de comer, como son gallinas, puercos, patos, caza de venados, puercos de monte y bufanos [sic], pescado, leña, pan y otros bastimentos y hortalizas y muchas mercaderías de China y que se venden por las calles. Vienen de China cada año ordinariamente de veinte navíos de mercadurías para arriba […]. Traen doscientos mil pesos de mercadurías para arriba sin más de diez mil en bastimentos, en harina, azúcar, bizcocho, manteca, naranjas, nueces, castañas, piñones, higos, ciruelas, granadas, peras y otras frutas, tocinos, jamones y esto en tanta abundancia que todo el año hay sustento de ello para la ciudad y para fuera de que se proveen las armadas y flotas. Y traen muchos caballos y vacas de que se va abasteciendo la tierra[8].
Cabe recordar que Manila era el enclave colonial español del archipiélago por excelencia, de manera que no debe asumirse que lo que sucedía en este espacio era una regla a aplicar a otros territorios de las Filipinas en los que la presencia colonial era significativamente menor y menos intensa. A su vez, esto nos lleva a tratar otra cuestión importante acerca de la transferencia culinaria que implicó el colonialismo español en las Filipinas: ¿quiénes fueron los agentes que impulsaron el envío de recursos a la nueva colonia? Hemos comentado anteriormente que la corona fomentó la introducción de plantas y animales europeos en América, así como de herramientas de labranza y semillas para recrear los elementos fundamentales de la cocina iberocatólica en este territorio. Según Paulina Machuca (2014, pp. 235-236), en el caso de las Filipinas, durante los primeros siglos de la presencia colonial, la corona no desarrolló políticas similares que incentivaran el envío de plantas a este nuevo espacio, una situación que cambiaría en el siglo XVIII con las reformas borbónicas. En este sentido, parece ser que el grueso de la transferencia de alimentos vegetales estuvo en manos de la iniciativa de actores diversos, como autoridades civiles, soldados y misioneros (Machuca, 2014, pp. 235-236). De hecho, el deseo de los colonos de reproducir sus costumbres alimentarias en el archipiélago facilitó la introducción de numerosos alimentos exógenos. A modo de ejemplo, los misioneros jesuitas de Filipinas promovieron el cultivo del árbol del cacao en sus doctrinas, de manera que a finales del siglo XVII algunas de ellas tenían excedente suficiente para regalar y vender[9]. El consumo de chocolate era habitual entre los religiosos, quienes consideraban que se trataba de una bebida vigorizante y saludable que resultaba especialmente adecuada para sobrevivir en el clima cálido del archipiélago[10].
Si bien la llegada de plantas exógenas parece haber seguido el patrón descrito, durante el siglo XVI la corona sí fomentó la introducción de ganado en las islas Filipinas. Así, en 1589 Felipe II incluía entre los puntos a cumplir por el nuevo gobernador de las Filipinas, Gómez Pérez Dasmariñas, la orden de transferir ganado y otros animales domésticos desde Nueva España, China y Japón para reproducirlos en las Filipinas ante la falta de estos en el archipiélago (Alonso Álvarez, 2009, p. 36). El hecho de que la corona se involucrara en el envío de ganado puede deberse a que considerara más urgente y necesario introducir animales —sobre todo de labranza— para incentivar la agricultura. De hecho, en 1585 Gaspar de Ayala, fiscal de la Audiencia de Manila, explicaba que la llegada de caballos, yeguas y vacas procedentes China, así como de otros bastimentos que habían traído los mercaderes chinos, había resultado de gran importancia para el abastecimiento del contingente colonial[11].
Hasta ahora hemos esbozado las características generales del proceso de transferencia culinaria que se produjo con la llegada del colonialismo español a las islas Filipinas. Esta es, no obstante, una de las muy diversas formas de explorar la relación entre la alimentación y el colonialismo en este territorio. Si nos centramos en la dimensión política de la comida, podremos ver que la alimentación fue, durante los inicios de la presencia española en el archipiélago, un espacio para ejercer, negociar, resistir o disputar nuevas relaciones de poder. Con la llegada de los primeros colonos en 1565, la alimentación se convirtió en un foco de conflicto y tensiones. Como explica Luis Alonso Álvarez (2019, p. 36), la población indígena se negó a satisfacer las demandas de alimentos que exigían los colonos, una negativa que evidenciaba su oposición a la presencia de los recién llegados y que buscaba, de hecho, expulsarlos de sus tierras. De este modo, el hambre fue instrumentalizada como una estrategia para hacer frente a la invasión exterior. La escasez de recursos que experimentó el contingente colonial desembocó en el saqueo de pueblos indígenas y la confiscación forzosa de sus recursos (Newson, 2009, pp. 6, 24). Asimismo, las exigencias tributarias de los encomenderos —pagadas en su mayoría con recursos agrícolas, como el arroz, las gallinas y los cerdos— provocaron que diferentes pueblos se rebelasen ante estos abusos, una reacción que hizo que se tambaleara la presencia colonial (Alonso Álvarez, 2009, p. 42)[12]. Esta aproximación a las consecuencias alimentarias del colonialismo revela, como comentábamos al inicio de este artículo, la necesidad de analizar la transformación de los hábitos alimentarios de las poblaciones indígenas de las Filipinas en el marco de las nuevas dinámicas de poder que se establecen, entendiendo que la coerción y la imposición fueron parte de este proceso.
Espacios de transformación culinaria: reducciones, haciendas, colegios y seminarios de la Compañía de Jesús
Las órdenes religiosas fueron un pilar fundamental de la expansión colonial de las monarquías ibéricas. Las actividades misionales y económicas que desarrollaron generaron, en muchas ocasiones, cambios alimentarios entre las comunidades indígenas. En el caso de las Filipinas, los misioneros jesuitas fueron uno de los agentes más importantes en la transferencia de semillas y animales (Giraldez, 2015, p. 71; Machuca, 2014, p. 237) y en la difusión de los fundamentos de la cultura alimentaria católica (Laudan, 2013). No obstante, no conocemos en detalle el impacto que tuvieron sus actividades sobre los hábitos alimentarios de la población indígena de las Filipinas. En esta sección analizaremos la estrecha relación que el proyecto evangelizador de la Compañía establecía entre alimentación y conversión. Rastrearemos también los espacios e instituciones que establecieron los jesuitas y que contribuyeron a transmitir nuevas formas de gestionar los recursos y nuevas prácticas culinarias y de consumo.
En las Filipinas, el principal objetivo de la Compañía de Jesús era la conversión al catolicismo de la población indígena. El proyecto evangelizador de los misioneros, no obstante, iba más allá del bautismo: ser un buen cristiano significaba también vivir en «policía», es decir, siguiendo un conjunto de prácticas y comportamientos que los religiosos consideraban adecuados. En consecuencia, las poblaciones indígenas tenían que abandonar todas aquellas costumbres —que incluían aspectos como la sexualidad, los patrones de asentamiento o los rituales religiosos— que se consideraban propias de «bárbaros» y transgredían la concepción de «civilización» que pretendían imponer. Para los misioneros, las estrategias de subsistencia —o, dicho de otro modo, la forma de obtener los alimentos— eran una de las evidencias más claras para determinar el nivel de «civilización» de las comunidades indígenas con las que entraban en contacto. Aquellos grupos nómadas o seminómadas que basaban su forma de vida en la recolección o la caza se consideraban menos «civilizados» que aquellos que eran sedentarios y practicaban la agricultura. Un ejemplo de esta diferenciación lo encontramos en la siguiente descripción que elaboró el jesuita Diego de Oña (2020 [ca. 1701], pp. 609-610) de dos comunidades de Antipolo, en la isla de Luzón:
Está Antipolo a dos días y medio de camino de esta ciudad de Manila; entre algunos de sus montes hay un valle muy ameno y fértil al cual riegan por el uno y otro lado varios ríos que corren a raíz de unos muy grandes y descollados montes que cercan el valle. En medio de él y de los montes habitan dos géneros de gente, más del todo inhumanas, y que no siembran ni cultivan la tierra, ni tienen casa ni albergue en que acomodarse, sino es que a guisa de brutos animales andan vagueando por los montes comiendo lo que la tierra les produce, y durmiendo donde les coge la noche. Otras hay más domésticas y humanas que viven en poblaciones, siembran y cultivan la tierra, y tienen trato con otros pueblos.
Como puede apreciarse en la anterior cita, para los jesuitas la no acumulación de excedente o la ausencia de una residencia estable eran también sinónimos de una forma de vida desorganizada y, por ende, «bárbara». En consecuencia, consideraban que era necesario enseñar a estas comunidades la manera «correcta» de habitar el territorio, gestionar los recursos y obtener los alimentos diarios. Asimismo, no bastaba solo con cultivar la tierra, sino que era necesario que esta actividad se ajustase a las nociones de productividad que tenían los misioneros. Es por ello que, en muchas ocasiones, aunque las comunidades indígenas practicaban la agricultura, eran consideradas «holgazanas» porque a ojos de los colonos no se involucraban lo suficiente en esta actividad. Con la finalidad de forzar la sedentarización de las poblaciones indígenas e impulsar la agricultura, los misioneros recurrieron al sistema de reducciones, una estrategia empleada en otros contextos coloniales que se basaba en la reubicación y concentración forzosa de la población local en asentamientos permanentes.
Las reducciones facilitaban también el control sobre la población indígena y la transmisión de nuevas ideas y comportamientos. Además de la agricultura, los jesuitas fomentaron las principales prácticas y rituales religiosos del catolicismo vinculados a la alimentación, como el ayuno o la abstinencia (Sta. Maria, 2021, p. 46). El seguimiento que hacía la población indígena de las costumbres alimentarias que marcaba el calendario litúrgico era muchas veces empleado como símbolo del avance del catolicismo en las Filipinas. Es por ello que los escritos de los misioneros están repletos de casos de nuevos cristianos que ayunaban o se abstenían de comer carne los viernes[13]. No hay que olvidar que muchos de estos documentos tenían un carácter apologético, es decir, intentaban demostrar que la religión católica se estaba expandiendo, por lo que no deben tomarse como evidencias estrictas de lo que realmente sucedió. De hecho, existen documentos que muestran que algunos de los comportamientos alimentarios que intentaron inculcar las órdenes católicas fueron transgredidos incluso por los propios misioneros. Así, en 1767, el obispo de Cebú explicaba que tanto seculares como religiosos no habían observado los períodos de abstinencia, ya que, por un lado, habían cocinado sus alimentos con manteca de cerdo al haber carestía de aceite de oliva y, por otro lado, habían consumido también lacticinios[14]. Según el obispo, el uso de la manteca se debía a la «debilidad de los habitadores» de las Filipinas. Más que una «debilidad», es probable que estas comunidades se resistieran a cambiar sus hábitos culinarios habituales demostrando, como indica Felice Prudente Sta. Maria (2018, p. 73), que las reglas alimentarias del catolicismo no siempre fueron aceptadas por la población local. Asimismo, este documento pone de manifiesto que la adherencia a estas prácticas era dificultosa incluso entre los propios misioneros y sugiere, además, que las costumbres alimentarias de la población indígena y de los religiosos no diferían en exceso, ya que, como indica el obispo, ambos grupos se alimentaban de «alimentos de poca sustancia». Todo ello pone de relieve, de nuevo, las dificultades que encontraron los colonos para replicar el ideal de cocina católica que pretendían mantener en los territorios imperiales.
Los misioneros también recurrieron a la donación de alimentos como parte de sus estrategias de conversión. De acuerdo con las fuentes jesuíticas, la provisión de alimentos sucedía habitualmente cuando algún filipino o filipina enfermaba, pero también tenía la finalidad de persuadirlos para que aceptaran la presencia de los religiosos[15]. Asimismo, el jesuita Raimundo de Prado aconsejaba que los misioneros estacionados en Alangalan (Leyte) repartieran camotes y tuba (vino de coco) de tanto en tanto entre la población indígena para «aficionarlos a los nuestros y a la doctrina».[16] La captación de la población indígena mediante el aprovisionamiento de alimentos fue una estrategia común en otros contextos misionales. Por ejemplo, en las misiones jesuíticas del Chaco austral, los religiosos proporcionaban carne de vacuno a las comunidades mocovíes y abipones para favorecer su inserción en el sistema reduccional (Lucaioli y Nesis, 2007).
Otro punto importante a considerar es que la presencia de los misioneros jesuitas estuvo acompañada de la remisión de ganado mayor, que, como se ha indicado, procedía mayoritariamente de China. Las estancias de ganado estaban destinadas al sostenimiento de los religiosos y de los estudiantes de los colegios de la Compañía. De hecho, tal y como muestran las ordenanzas que Raimundo de Prado elaboró en 1596 sobre el funcionamiento del Colegio de Manila y las misiones jesuíticas, el consumo de carne era habitual en el menú de los religiosos excepto los días de abstinencia[17]. Asimismo, algunos misioneros, como el jesuita Francisco Almerique, indicaban sus preferencias por la carne de res, que valoraban como más sana y de mayor calidad que la carne de cerdo, que era la que ordinariamente se consumía en las Filipinas[18]. Algunas cartas de los misioneros jesuitas nos explican que la población indígena trabajaba en estas estancias cuidando del ganado[19]. En otros contextos coloniales, las haciendas de las órdenes religiosas han sido consideradas como un espacio de transformación de la forma de vida tradicional de las poblaciones locales, incluyendo sus hábitos alimentarios. Por ejemplo, en algunas reducciones del Perú, las comunidades indígenas incorporaron en su dieta el consumo de animales euroasiáticos que habían introducido los colonos (Kennedy, Chiou y VanValkenburgh, 2019). Por lo tanto, una interesante vía para arrojar luz sobre la adopción de nuevos alimentos y prácticas culinarias en las Filipinas pasaría por examinar en detalle el impacto que tuvieron las estancias ganaderas en la forma de vida de la población que se incorporó a estos espacios de trabajo.
Otras instituciones jesuíticas que posiblemente activaron cambios alimentarios entre la población local fueron los colegios y los seminarios. Una de las vertientes más importantes de la actividad de la Compañía de Jesús era la educación de los miembros más jóvenes de la sociedad, a los que creían que era más fácil convertir al catolicismo. Esta idea fue también compartida por los jesuitas de Filipinas (véase Descalzo Yuste, 2015, p. 141). Sus instituciones educativas actuaban como espacios de transmisión de la doctrina, pero también como espacios de «civilización», en los que los y las jóvenes aprendían nuevos valores, comportamientos y habilidades que, desde la perspectiva de los religiosos, eran necesarios para vivir de forma «civilizada». Así lo explicaba el jesuita Pedro Chirino (1890 [1604], p. 212) cuando describía que los niños que acudían al seminario de Antipolo «se crían en virtud, y buenas costumbres, guardando las reglas […] de cristiandad y policía». La alimentación fue una cuestión de primer orden en los colegios y seminarios que la Compañía estableció tanto en Europa como en los territorios coloniales. En concreto, los reglamentos de estas instituciones dan cuenta de que la dieta de religiosos y colegiales estaba minuciosamente organizada para que cumpliese con ciertos principios, como la moderación, y prácticas, como la abstinencia y el ayuno (Gentilcore, 2010; Ferlan, 2019). Este afán por controlar los comportamientos alimentarios puede observarse en las mencionadas ordenanzas que el jesuita Raimundo de Prado elaboró para el Colegio de Manila. En ellas se regulaban aspectos como el número de comidas que debían hacerse, la hora en la que debían servirse y las excepciones que podían realizarse en determinadas circunstancias. Por ejemplo, en Pascua y en otros momentos de descanso, solo podían consumirse dulces —como las cajetas, las confituras o los marquesotes—, siempre y cuando proviniesen de limosna, hubiese excedente de la cantidad que se destinaba a los enfermos o se hubiesen obtenido a bajo precio de los comerciantes chinos[20]. Otro tipo de documentos, como los inventarios, nos permiten observar no solo algunos de los alimentos almacenados en el colegio, sino también el menaje que utilizaban los religiosos y colegiales, así como el equipamiento culinario que se empleaba diariamente para elaborar sus comidas[21].
El impacto de las instituciones educativas jesuíticas en los hábitos alimentarios de los niños y niñas indígenas de las Filipinas está todavía por explorar. No obstante, el estudio de estos espacios promete ser una interesante vía para arrojar luz sobre la adopción de nuevos alimentos y prácticas entre la población filipina, así como sobre la modificación de sus gustos y preferencias alimentarias. La información disponible sobre el funcionamiento de estas instituciones en otros contextos coloniales muestra que, además de actuar como transmisores de la cultura culinaria católica, fomentaron la exposición de los colegiales a nuevos ingredientes y nuevas formas de cocinar, consumir y producir los alimentos que introdujeron los religiosos (véase Peña Filiu, 2019, 2021). Esto se debe a que la manutención de la juventud que acudía colegio corría a cargo de la Compañía. En el caso de las Filipinas, una cuestión que debe tenerse en cuenta en el momento de abordar este tema es que las instituciones educativas que fundaron los jesuitas fueron diversas, de manera que existieron marcadas diferencias en aspectos como el tipo de estudiantes que acudían a ellas o su financiación, unas diferencias que probablemente afectaron al ámbito de la alimentación. Por ejemplo, aunque el Colegio de San José de Manila estuvo inicialmente pensado para acoger a los hijos de los colonos, a partir de la mitad del siglo XVII también acudieron jóvenes de las familias pampangas más prominentes (De la Costa, 1956, p. 138). Asimismo, la localización del colegio seguramente favoreció la disponibilidad de ingredientes exógenos y cultura material foránea, por lo que es posible que los hábitos alimentarios de los colegiales presentaran diferencias notables respecto a los de aquellos colegiales que acudían a los seminarios que se establecieron en otras misiones más alejadas de Manila. Estos seminarios tenían como objetivo transmitir la doctrina a los niños indígenas, pero también enseñarles a leer y a escribir (De la Costa, 1956, p. 151). En cuanto a la manutención de los estudiantes, sabemos que en diferentes misiones estos se sustentaban con los recursos que les proporcionaban sus progenitores y con aquello que se recogía de limosna (Chirino, 1890 [1604], pp. 211-212; De la Costa, 1956, p. 151)[22]. Por lo tanto, al ser alimentados por sus propias familias y por el resto de la comunidad, es posible que la dieta de estos jóvenes integrase principalmente recursos locales, distanciándose de la que mantenían los colegiales de Manila.
A modo de conclusión
En los contextos coloniales, la adopción de novedades alimentarias entre la población indígena no siempre sucedió de forma lineal, homogénea y directa. En el caso de las Filipinas, las dificultades que encontraron los colonos para replicar su propia cocina nos permiten ver que, como han apuntado diferentes investigadores, la experiencia colonial en este espacio estuvo sujeta a modificaciones y adaptaciones (véanse, por ejemplo, Ollé, 2018 y Mawson, 2023). Los intentos por alterar aspectos de la forma de vida de las poblaciones indígenas, como sus estrategias de subsistencia, y de inculcarles nuevas prácticas alimentarias también experimentaron limitaciones, lo que nos lleva a plantearnos que los cambios no sucedieron rápidamente ni de manera uniforme. La fragilidad de las políticas coloniales vinculadas a la alimentación que impulsaron los españoles en las Filipinas muestra que la transformación de la cocina indígena fue un proceso complejo que debe ser examinado desde una perspectiva amplia, de larga duración, que permita observar cómo este se fue desarrollando a lo largo del tiempo y el espacio.
Asimismo, como hemos visto en este artículo, el análisis de los espacios que potencialmente activaron estos cambios, como las reducciones, las haciendas, los colegios o los seminarios jesuíticos, resulta especialmente prometedor para entender la introducción de novedades alimentarias y explorar cómo fueron integrándose en la cocina tradicional de las Filipinas. Extender el foco de análisis a espacios e instituciones todavía por explorar desde el punto de vista del cambio culinario que experimentó el archipiélago e integrar documentación que tampoco ha sido habitualmente trabajada con este propósito sin duda nos ofrecerá nuevos datos que amplíen nuestro conocimiento sobre este proceso.
Agradecimientos y financiación
Este artículo ha contado con la financiación de la Unión Europea-NextGenerationEU, Ministerio de Universidades y Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, mediante convocatoria de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona). Agradezco a Yvonne Ramírez Corredor y Enrique Moral de Eusebio los comentarios que realizaron sobre la primera versión de este artículo. Me gustaría agradecer también a Carmen A. Granell su generosidad al haberme compartido algunas referencias que se citan en el texto.
Fuentes y bibliografía
Archivos citados
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Cómo citar este artículo: Peña Filiu, V. (2024). El Imperio en la mesa: políticas alimentarias y cambios culinarios durante la colonización española de las islas Filipinas. TSN. Transatlantic Studies Network, (17), 44-56. http://doi.org/10.24310/tsn.17.2024.19795. Financiación: este artículo ha contado con la financiación de la Unión Europea-NextGenerationEU, Ministerio de Universidades y Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, mediante convocatoria de la Universidad Pompeu Fabra (Barcelona).
[1] Pura Villanueva Kalaw nació en Arévalo (Iloilo) el 27 de agosto de 1886 y falleció en Manila el 21 de marzo de 1954.
[2] Son diversos los trabajos que han analizado el papel que ejerció la cocina como un espacio para la construcción de discursos acerca de la domesticidad y la identidad nacional. Véanse, por ejemplo, Appadurai, 1988; Sengupta, 2010.
[3] Se indica que se trata de un probable origen hispano porque es factible que algunos de los platos que mantienen nombres derivados del español fuesen originalmente recetas precoloniales cuya denominación se hubiese modificado durante el período colonial. Este sería el caso, por ejemplo, del lechón, que parece haber sido un plato preparado antes de la llegada de los colonos, o del propio adobo. Véanse Datiles et al., 2021; Pilcher, 2012, p. 43.
[4] Este mismo deseo por reproducir la dieta europea no fue exclusivo de los imperios ibéricos. Así, durante la colonización inglesa de América del Norte, los colonos buscaron también replicar su propia cocina en los asentamientos que crearon (véase Eden, 2008).
[5] «Noticia de la más remota y nueva cristiandad de las Indias del poniente que llaman Filipinas y de su asiento y calidades», en Archivum Romanum Societatis Iesu (de aquí en adelante ARSI), Philipp. Vol. 9, fol. 175r. Otras crónicas jesuíticas proyectan también una imagen similar sobre las Filipinas, como una tierra fértil, rica y abundante en recursos. Véase Descalzo Yuste y Pardo-Tomás, 2020.
[6] Este mismo proceso de reproducción de una cocina imperial puede observarse en otros territorios coloniales de la región Asia-Pacífico que fueron colonizados desde Nueva España, como las islas Marianas (véase Peña Filiu, 2019, 2022).
[7] ARSI, Philipp. Vol. 9, fol. 175r.
[8] Carta del obispo de Manila, fray Domingo de Salazar, al presidente del Consejo de Indias dando cuenta del estado y necesidades religiosas de las islas Filipinas. Manila, 3 de junio de 1588, en Archivo General de Indias (de aquí en adelante AGI), DIVERSOS-COLECCIONES, 26, N. 10, fol. 3r.
[9] Memorial del padre Alejo López al padre general Tirso González, en el que apunta algunas cosas que juzga conveniente que se manden ejecutar en la provincia de Filipinas (1690, en ARSI, Philipp. Vol. 12, fol. 136r).
[10] ARSI, Philipp. Vol. 12, fol. 136r.
[11] Carta del Gaspar de Ayala, fiscal de la Audiencia de Manila, sobre la situación y necesidades de las Filipinas. Manila, 20 de julio de 1585, en AGI, FILIPINAS, 18A, R. 3, N. 12, fol. 1v.
[12] Las exigencias alimentarias de los colonos sobre la población indígena generaron conflictos similares en otros espacios coloniales. Véase, por ejemplo, Beck et al., 2016.
[13] Chirino, 1890 [1604], pp. 98, 133.
[14] Carta del obispo de Cebú por la que describe la costumbre filipina de usar manteca de cerdo en vez de aceite. Manila, 25 de febrero de 1767, en AGI, FILIPINAS, 616, N. 22. Documento citado en Sánchez de Mora, 2018, p. 98.
[15] Véase Chirino, 1890 [1604], p. 212; Oña 2020 [1701], pp. 304, 308.
[16] Ordenaciones del padre viceprovincial Raimundo de Prado para el colegio y las residencias (misiones). Manila, 1597, en ARSI, Philipp. Vol 9, fol. 303v.
[17] ARSI, Philipp. Vol. 9, fol. 297v.
[18] ARSI, Philipp. Vol. 9, fol. 282v.
[19] ARSI, Philipp. Vol. 9, fol. 282v.
[20] ARSI, Philipp. Vol. 9, fol. 300r.
[21] El contenido de los bienes vinculados a la alimentación que albergaba el Colegio de San José de Manila en el momento de la expulsión de los misioneros jesuitas de los territorios imperiales (1767) ha sido analizado en profundidad por René B. Javellana (2015).
[22] Véase también Carta de Diego García a Claudio Acquaviva. Manila, 25 de junio de 1601, en ARSI, Philipp. Vol. 10, fol. 67v.