El 25 de abril: una revolución en el espacio atlántico de hegemonía norteamericana

 

 

 

25th of April: A Revolution in the Atlantic Area of American Hegemony

 

 

 

Juan Carlos Jiménez Redondo

Universidad CEU San Pablo (Madrid, España)

https://orcid.org/0000-0001-5752-5199

 

 

Revolución y democratización aluden a procesos sustancialmente diferentes e incluso, en ocasiones, antitéticos. El proceso portugués conllevó ambos elementos, lo que hizo que asumiera unas características específicas. No se puede catalogar la experiencia portuguesa como fallida o contraria a la democratización, aunque el golpe militar generara una crisis del Estado y una difusión de los centros de poder que favoreció un potente movimiento revolucionario de carácter comunista y de extrema izquierda. ¿Movimiento popular? Sí, igual que lo fue la marea contrarrevolucionaria desatada en el «verano caliente» de 1975.

La Revolución de los Claveles fue un triple proceso: democratizador, revolucionario y descolonizador. Pero lo más característico fue su dimensión geopolítica, al tener lugar en un país miembro fundador de la OTAN fuertemente dependiente del contexto occidental y atlántico. Las tensiones revolucionarias acabaron aplacándose con el triunfo de la legitimidad democrática emanada de las urnas, a lo que no fue ajeno ese marco atlántico occidental en el que Portugal se insertaba. En otras palabras, aunque el proceso portugués fue eminentemente un proceso político interno de cambio, el contexto internacional acabó siendo un condicionante esencial para su desenlace en términos de democracia liberal multipartidista.

 

Palabras clave

Portugal, golpe de Estado, democratización, revolución, espacio transatlántico

 

 

 

Democratization and revolution are two substantially different ideas, perhaps even antithetical to each other. However, the Portuguese process of change from authoritarianism to democracy entailed both elements, which made it assume special and specific characteristics. In no way can the Portuguese experience be classified as a failed or negative model of democratization, because it was not at all. But it can be said that the military coup generated a real crisis of the state and a diffusion of the centres of power that favored a powerful revolutionary movement of a communist and extreme left character. ¿A popular movement? There is no doubt about it. Just as the counterrevolutionary tide unleashed in the “hot summer” of 1975 cannot be described in any other way.

The Revolución de los Claveles was part of a general process of change and democratization, but with original characteristics. Democratizing process converges with the revolutionary and decolonizing processes. But, without a doubt, the most characteristic of the process was its geopolitical dimension, as it took place in a founding member country of NATO and strongly dependent on the Western and Atlantic context. In the end, the revolutionary tensions ended up being appeased with the triumph of the democratic legitimacy emanating from elections, to which, without a doubt, the Atlantic-Western framework in which Portugal was inserted was not alien. In other words, although the Portuguese process was eminently an internal political process of change, the international context ended up being an essential conditioning factor for its outcome in terms of multiparty liberal democracy.

 

Keywords

Portugal, coup d’état, democratization, Revolution, transatlantic area

 

 


 

Introducción

 

El 25 de abril de 1974 un golpe de Estado militar acabó con la dictadura más longeva de la Europa del siglo XX. El golpe desencadenó un proceso tendencialmente revolucionario comandado por el Partido Comunista, aunque desbordado en muchas ocasiones por varias otras organizaciones de extrema izquierda. Se puede discutir si este aluvión revolucionario puede calificarse de «popular», pues esta definición parece referirse a un movimiento puramente espontáneo protagonizado por una masa heterogénea no guiada, que sería «el pueblo». Negar que el llamado Proceso Revolucionario en Curso tuvo un indudable carácter popular sería obviar la evidencia. Pero no tomar en cuenta que ese concepto puede encubrir el papel articulador y catalizador de una élite revolucionaria civil y militar que empujó el proceso también sería ocultar la realidad. Todo proceso revolucionario tiene un soporte elitista, ese viejo concepto leninista de la vanguardia revolucionaria, que es el que cohesiona el movimiento y el que le da sus principales componentes ideológicos. La Revolución de los Claveles no escapó de esta lógica.

La Revolución de los Claveles ha creado un imaginario colectivo de revolución soñada, aunque inacabada, especialmente en amplios sectores de la izquierda europea. Lo ha sido porque parecía recoger todos esos tópicos que la nueva izquierda occidental venía desarrollando desde años atrás, cuya expresión más referencial había sido el mayo del 68 francés. La alianza entre las Fuerzas Armadas y el pueblo en pos de la libertad, la construcción de la sociedad socialista en el Occidente capitalista, el mito de la autogestión y de la sociedad sin clases, la destrucción del imperialismo y la liberación de los pueblos oprimidos del tercer mundo, etc., todos ellos fueron considerados metas posibles por la acción revolucionaria y todos ellos eran objetivos utópicos de esa nueva izquierda que estaba emergiendo.

La revolución fue un proceso extemporáneo, anacrónico y tardío, al tiempo que algo propio de un país semicentral que, aunque se insertaba en ese centro dominador del mundo, lo hacía en condiciones de dependencia relativa. No parecía un proceso de cambio típico de la Europa occidental. Ni ese objetivo de construcción de la sociedad socialista algo propio de un país occidental que había hecho de la democracia liberal y de la economía libre de mercado, aunque con una poderosa intervención del Estado, sus señas de identidad. Señas a las que la revolución acabó acomodándose después del «verano caliente» de 1975 y tras la intentona revolucionaria de noviembre de ese mismo año. La imposición de la legitimidad democrática y la apuesta por una democracia multipartidista no demostraban más que la definitiva acomodación del país a las reglas y regímenes políticos, culturales, ideológicos y económicos de su espacio natural de inserción: el mundo euroatlántico occidental.

En definitiva, lo esencial es considerar que ese proceso revolucionario de contenido izquierdista se produjo en un país plenamente inserto en el marco de ese mundo occidental atlántico que Estados Unidos lideraba desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Lo realmente llamativo del proceso portugués fue que adoptara un tinte ideológico tan marcadamente izquierdista, cuando el país llevaba décadas configurado en términos internacionales bajo parámetros occidentales y atlánticos. Primero, debido a su estrecha relación de dependencia con Gran Bretaña y, después, fruto de su inserción en el sistema defensivo occidental de hegemonía norteamericana.

 

 

1. Portugal: país occidental y atlántico

 

Portugal y Gran Bretaña han mantenido durante siglos una inédita alianza militar. El tratado angloportugués de nada más y nada menos que 1373 establecía la obligación de ayuda militar y defensa mutua que ambos reinos decidían prestarse frente a cualquier enemigo. La alianza luso-británica con el tiempo acabó desbordando su dimensión militar para terminar convirtiéndose en el verdadero eje de sustentación internacional del país (Rodrigues Araújo, 2023) y en el auténtico factor estructurador de su proceso de desarrollo capitalista (Rosas, 1988, p. 7). Hasta el extremo de configurar una verdadera relación de dependencia que, aunque determinaba una situación de hegemonía incontestable de los británicos, sirvió a Portugal para asegurarse su expansión ultramarina y, sobre todo, para garantizarse protección frente a los permanentes deseos unificadores de España.

En 1910 se instauró la república, lo que pareció inaugurar una nueva etapa histórica que debía estar presidida por los conceptos de progreso y cohesión social, entendidos como emulación de la situación de modernización experimentada por los principales países europeos. Pero la república fue un estrepitoso fracaso económico, social y político. Llevó al país a una absurda participación en la Primera Guerra Mundial como potencial vía de escape de una situación interna extraordinariamente conflictiva, que amenazaba con convertirse en un verdadero enfrentamiento civil que podría acabar con el régimen y con la asfixiante preeminencia impuesta por el Partido Democrático (Afonso y Gomes, 2010). La «república vieja» de 1910 desapareció en 1926 por un golpe de Estado militar que abrió la puerta al Estado Novo de Salazar.

La dictadura expresaba el fracaso del regeneracionismo demoliberal. No se trató de un fracaso solo portugués, ya que fue un proceso general visible en todo el mundo occidental. Muchos países europeos lo sufrieron de una u otra forma. Este proceso global de oclusión democrática y de crítica del liberalismo llevó a algunos países a un reforzamiento de sus ejecutivos, a una crítica de los procedimientos parlamentarios, a una tensión permanente de oscurecimiento del principio de separación de poderes y a una creciente intervención del Estado. Pero a otros los llevó a aceptar experiencias autoritarias e incluso totalitarias al considerar superado, por inútil e inservible, ese liberalismo democrático anterior. El caso portugués no fue una excepción en un mundo occidental atlántico que vivió una inédita experiencia de tensión iliberal y de cuestionamiento de los principios democráticos.

Lo que no fue original en los años treinta se volvió excepcional después de la Segunda Guerra Mundial. La derrota de los fascismos dejó a la península ibérica como una anomalía antidemocrática y antiliberal en un Occidente atlántico que asumió el modelo de democracia norteamericana como referente político e ideológico «natural». Portugal y la España franquista, a la que había ayudado a vencer en la guerra civil (Pena, 2017), quedaron como residuos antiliberales claramente extraños en ese universo democrático (Pardo, 2013). Sin embargo, el régimen autoritario apenas tuvo dificultades no ya para sobrevivir, sino para asentarse fuertemente en ese espacio, de lo que se deduce que su ideal democrático fue mucho más instrumental que real. Esto es, las potencias euroatlánticas nunca se plantearon acabar con la dictadura salazarista, porque, en realidad, era un autoritarismo marginal, algo incluso «comprensible» en un país pobre y periférico del sur de Europa, que, además, se mostraba claramente complaciente con el papel geoestratégico que Estados Unidos le había asignado en el marco global de la defensa occidental gracias a la profundidad de sus islas atlánticas, en especial las islas Azores (Torre, Jiménez y Campuzano, 2014).

Esta benevolencia occidental con la dictadura salazarista le permitió ser miembro fundador de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1949, lo que representó, al menos simbólicamente, el factor decisivo de su respetabilidad internacional (Telo, 1996). El ingreso en la OTAN reforzó la dimensión atlántica del país y dio un nuevo sentido a las relaciones que la dictadura mantenía con Estados Unidos (Duarte, 2010, pp. 271-272). El atlantismo luso fue esencial para la modernización de las Fuerzas Armadas portuguesas y para su formación técnica. Portugal pudo renovar su material militar, se creó una división del ejército específicamente destinada a las operaciones de la OTAN, mientras que muchos oficiales realizaron cursos de formación en el extranjero y entraron en contacto con colegas de otros países (Telo y Torre, 2003, pp. 136-143).

A corto plazo, esa profesionalización de las Fuerzas Armadas desvirtuó su papel como actor político, favoreciendo la estabilidad interna del régimen, que pudo disfrutar de toda una década sin el fantasma del golpismo militar. Pero a medio y largo plazo resultó claramente lesiva para la dictadura, porque muchos militares comenzaron a relacionar el atraso portugués con la existencia de la dictadura y a asumir que cualquier posibilidad de desarrollo debería ir ligada a las estructuras políticas e ideológicas de ese mundo occidental y atlántico que la OTAN les había abierto. Fue el caso del candidato opositor a las elecciones presidenciales de 1958, el general Humberto Delgado, que en plena campaña electoral amenazó a Salazar con cesarlo si ganaba los comicios, lo que le obligó a integrarse en la disidencia y marchar al exilio después de que el régimen bastardeara el proceso electoral. Algo más tarde, en abril de 1961, la mayor parte del staff de mando de las Fuerzas Armadas protagonizó la llamada «abrilada», un intento de golpe de Estado palaciego liderado por el ministro de Defensa, Botelho Moniz, con el indisimulado apoyo de los norteamericanos. Este pretendía encontrar una temprana salida a las guerras africanas en forma de pasos sustantivos hacia la autodeterminación de las colonias (Rodrigues, 2013). El plan era tan sencillo como forzar al presidente de la república a cesar a Salazar. Pero el almirante Thomaz no cesó al dictador. Cuando Salazar se enteró de la situación, cesó al ministro de Defensa y a varios altos cargos militares, lo que acabó con la conspiración. La «abrilada» puede considerarse un precedente claro de la Revolución de los Claveles.

Este intento de golpe demostró varias cosas. Entre ellas, que Portugal había alcanzado indudable autonomía respecto de Gran Bretaña. La vieja alianza había dejado de operar como eje de sustentación prioritario del país (Oliveira, 2007). En el marco de la Guerra Fría y del declive real y constante del Reino Unido como potencia internacional, se había producido una clara rearticulación de la vinculación atlántica del país bajo el nuevo paraguas norteamericano, aunque nunca pudo conseguir el compromiso de la alianza en la defensa de las colonias africanas (Texeira, 1995 y 2007). Este nuevo atlantismo no generó entusiasmo en Lisboa. Salazar siempre se mostró contrario a aceptar el liderazgo norteamericano, porque su universo mental estaba anclado en la idea de un continente europeo dominador del mundo que vivía estable gracias a los mecanismos de la balanza de poder y a la capacidad reguladora global de Gran Bretaña. La tradicional dependencia lusa respecto de los grandes poderes atlánticos había cambiado mucho, pero en absoluto había desaparecido.

En el momento de la Revolución de los Claveles esa tradicional dependencia euroatlántica estaba en su momento más bajo, porque, si la influencia británica prácticamente había desaparecido, la administración del presidente Nixon había llevado al país a su máximo desprestigio internacional.

 

 

2. África y la ruptura de las expectativas de transición pactada

 

En 1960, la Asamblea General de las Naciones Unidas había aprobado la resolución 1514. Era la piedra angular de un nuevo derecho a la autodeterminación basado en la antijuridicidad de cualquier supuesto derecho de dominación colonial. Estados Unidos se abstuvo en la votación, aunque su nuevo presidente electo, John F. Kennedy, era partidario de asumir el proceso de descolonización tanto por razones ideológicas como puramente pragmáticas, al comprender que las independencias afroasiáticas iban a suponer, necesariamente, un factor más de la Guerra Fría. De ahí sus fuertes presiones a Salazar para conseguir que Portugal abandonara su posición de fuerza y adoptara una política de aceptación gradual y ordenada de la autodeterminación de las colonias africanas (Antunes, 2013; Rodrigues, 2000). No lo consiguió. Salazar era un firme representante de esa vieja visión imperialista eurocéntrica que consideraba que Europa tenía una «misión de civilización» en África, por lo que Portugal no podía renunciar al imperio, que consideraba parte de la nación. Como decía el propio Salazar: «Portugal no está en venta» (Silveira, 2019, p. 182). Prefirió asumir y enfrentarse a las presiones norteamericanas —y de la práctica totalidad de sus socios de la OTAN— antes que ceder en África. Era, en definitiva, una cuestión puramente ideológica convertida en un imperativo moral. Salazar estaba absolutamente convencido de que el mantenimiento del imperio era una obligación moral, aunque el resultado de esa política no funcionara (Torre y Jiménez, 2019, p. 288). El resultado, evidentemente, fue una brutal e inútil guerra colonial desplegada en varios frentes durante trece años (Pinto, 2001; Sousa, 2008).

Las guerras africanas pusieron en cuestión los objetivos esenciales de la política norteamericana hacia Portugal, que desde mediados de los años cincuenta se había orientado a estabilizar el país como miembro de la OTAN. Su meta a corto plazo había sido guiar la dictadura hacia un desarrollismo tecnocrático y burocrático que creara una nueva forma de legitimación por desempeño que se superpusiera a la vieja legitimación de carácter ideológico. A largo plazo, el objetivo fue que el desarrollo económico estimulase una modernización social que acabara alimentando un proceso ordenado y gradual de liberalización y, finalmente, de democratización (Escobedo, 2012). El resultado de esta política fue un rotundo fracaso.

El desarrollo luso durante los años cincuenta y sesenta fue importante en términos relativos (Brito y Santos, 2020), pero absolutamente insuficiente para crear una sociedad de clases medias estable que apostara decidida y masivamente por las soluciones que ofrecía el modelo de desarrollismo modernizador impulsado por Estados Unidos. Portugal avanzó notablemente con este modelo e incluso pudo acceder sin problemas a las organizaciones regionales europeas que estaban remodelando el continente, lo que pareció garantizar el éxito de la vía modernizadora escogida. Salazar mostró un absoluto rechazo al carácter supranacional y tendencialmente federalizante que moldeaban las Comunidades Europeas, por lo que finalmente se decidió a seguir el camino liderado por el Reino Unido y unirse a la EFTA. Esta organización, al contrario que el Mercado Común, no planteaba ningún requisito político y, lo que era más importante, permitía la libertad de relaciones aduaneras con terceros países, lo que la hacía compatible con el mantenimiento de las colonias africanas. En 1962 Portugal se adhirió también al GATT y ese mismo año, siguiendo nuevamente la estela británica, solicitó la apertura de negociaciones con las Comunidades Europeas. Un camino, sin embargo, cerrado, dado el veto francés a Londres del año siguiente. Portugal tuvo que esperar hasta 1972 para conseguir un acuerdo comercial con las Comunidades (Pereira, 2006; Alipio, 2006).

En términos estructurales, Portugal había iniciado un imparable camino hacia su integración en el espacio económico comunitario, como demuestra que las relaciones económicas con la Europa occidental representaran ya casi el 60 % del comercio exterior del país. Por eso, buena parte de las élites económicas y financieras que se concentraban en unos pocos grupos empresariales de carácter casi monopolista comenzaron a mirar a Europa, dejando de lado el espacio económico colonial, por más que su vinculación africana fuera altamente favorecida por el propio Estado.

A corto plazo, la tensión nacionalista de las guerras coloniales reequilibró la dictadura. Esa llamada a «prietas las filas» resultó enormemente eficaz para terminar con las fuertes tensiones internas que el régimen sufría desde 1958. Pero a medio y largo plazo alimentaron un proceso de radicalización social e ideológica que acabó calando entre las Fuerzas Armadas. No solo se convencieron de que las guerras no tendrían solución mientras continuara la dictadura, sino que buena parte de sus integrantes comenzaron a renegar del modelo de modernización de inspiración norteamericana para asumir que un posible proceso de cambio debería orientarse hacia la construcción de una sociedad socialista. Los militares comenzaron a percibir que la expectativa de una victoria militar era imposible, pero tampoco creían que pudieran ser derrotados. El país caminaba hacia un punto muerto, hacia un país sin futuro[1]. Este solamente podría alcanzarse mediante una intervención militar que acabara con la dictadura y pusiera fin a la guerra.

Si Portugal pudo hacer frente a la guerra durante tantos años, fue porque el eslogan lanzado por Salazar de «orgullosamente solos» no era enteramente cierto. Es verdad que el país afrontó la guerra sin el apoyo expreso del Reino Unido y con la oposición inicial de Estados Unidos, pero también lo es que ninguno de los dos estuvo dispuesto a ejercer una presión definitiva para obligar a Portugal a abandonar África. Es más, Estados Unidos acabó por abandonar la etapa de presión de Kennedy y aceptar parcialmente el argumento del riesgo comunista cuando comprobó la tendencia prosoviética de buena parte de los movimientos de liberación nacional en Angola, Mozambique o Guinea. Además, Washington siempre consideró un riesgo inasumible la posibilidad de que Portugal se retirase de la OTAN, por lo que prefirió relajar su presión sobre Lisboa para no abocarla a tomar decisiones drásticas que pudieran generar algún peligro para el sistema defensivo occidental (Sá, 2004 y 2016; Gomes y Sá, 2008). Portugal encontró también cierto apoyo en Francia y, sobre todo, en la República Federal de Alemania (Muñoz Sánchez, 2016) como nuevos grandes suministradores de créditos y material de guerra. Fuera de Europa, sus grandes apoyos fueron los regímenes racistas de Rodesia y Sudáfrica, y de forma más tenue Malawi (Rodrigues, 2015; Cueto, 2020).

Estos apoyos no impidieron que la guerra acabara generando una fuerte contestación interna. Más todavía tras la desaparición de Salazar. Porque su sucesor, Marcello Caetano, carecía del carisma y de la fuerza cohesionadora del viejo dictador. Portugal empezó a entrar en un callejón sin salida que el acelerón modernizador experimentado desde 1968 no consiguió frenar. El papel unificador que las guerras africanas habían jugado desde 1961 se desvaneció, dejando al régimen inerte entre un imposible proceso de liberalización y una incapacidad radical para encontrar una solución a la guerra.

 

 

3. ¿Transición o revolución?

 

La transición portuguesa a la democracia fue un proceso original y enormemente complejo. Fue, indudablemente, un proceso de transición a la democracia, el primero de esos que Samuel Huntington aglutinó en su exitosa expresión de la tercera ola (Huntington, 1994). Y lo fue porque, a pesar de todos sus vaivenes y contradicciones, lo que verdaderamente se consolidó tras el mismo fue una democracia liberal y un Estado de derecho pleno, aunque con algunos rasgos peculiares, tendencialmente iliberales, que tardaron varios años en superarse. De ahí que algunos autores consideren, de forma seguramente excesiva, el caso portugués como un modelo negativo que ninguna experiencia posterior quiso repetir (Schmitter, 1999).

La complejidad del proceso consistió en que el cambio del autoritarismo a la democracia conllevó un proceso revolucionario inédito en esa tercera ola. Es más, algunos autores lo han calificado de camino no consciente hacia la democracia (Hite y Morlino, 2004, p. 47) y han señalado que esa dimensión revolucionaria, con las masas en la calle, habría podido volver inviable en la práctica la democratización (Diamandouros, 1997). Pero no hay que olvidar que, efectivamente, no lo hizo. Por tanto, la originalidad del 25 de Abril fue ser, a la vez, una transición, un proceso de descolonización y una revolución. De ahí sus profundos vaivenes y las oscilaciones del proceso global de cambio. Pero hay que insistir en que el camino condujo a la democratización real del país. Y si se tiene en cuenta el grado de calidad democrática alcanzado desde entonces, no puede por menos que reconocerse que fue un proceso eminentemente exitoso.

La Revolución de los Claveles fue, en principio, un golpe de Estado militar cuyo objetivo último no era solo acabar con la dictadura o afrontar el proceso descolonizador. Su meta final era borrar el periodo autoritario y reedificar un nuevo edificio, un nuevo Estado democrático. Es decir, un nuevo Estado libre de cualquier reminiscencia del régimen anterior. La idea de transición por ruptura fue, en el caso portugués, esencial, igual que lo es para comprender la política de depuraciones —saneamientos— emprendida por las nuevas autoridades y que, en el desarrollo del proceso como revolución, no se limitó a la estructura estricta del Estado, sino que alcanzó numerosas instituciones públicas, como la universidad, e incluso entró en el ámbito privado empresarial. La idea de ruptura es inseparable de la concepción del Estado autoritario como una carcasa vacía e inútil para el nuevo Portugal que se pretendía construir. Y tiene, cómo no, relación con el grado de desafección real que la dictadura había creado en la sociedad lusa. Porque, aunque el modelo Caetano había tenido cierto éxito económico, había sido absolutamente incapaz de eliminar ciertas instituciones especialmente aborrecidas por la población. Especialmente dos de ellas: la PIDE y la Legión Portuguesa. La primera solo había cambiado de nombre (Dirección General de Seguridad), pero no de procedimientos. Salazar había creado un verdadero Estado dentro del Estado basado en generar temor entre los ciudadanos como forma de control social y con procedimientos libérrimos que contrariaban cualquier mínimo respeto a los derechos y libertades fundamentales de las personas. Por su parte, la Legión se concibió como un cuerpo de encuadramiento de carácter paramilitar que disputaba el monopolio del uso de la fuerza a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, y que acabó recibiendo el encargo de coordinar la defensa civil del territorio.

El camino luso a la democracia no fue fácil ni por sus circunstancias internas ni por el contexto internacional en el que se desarrolló. Porque esa tercera ola coincidió con un momento de cambio profundo en el sistema internacional. La debilidad relativa de Estados Unidos se combinó con un auge, también relativo, del poder soviético, pero no irradiado hacia Europa, donde su prestigio había menguado mucho desde la represión de la llamada Primavera de Praga y la aparición del eurocomunismo, sino hacia África y Asia. De ahí que el control de Angola, Guinea y Mozambique se convirtiera en su verdadero objetivo, y no el Portugal metropolitano. Moscú siempre fue consciente del carácter estructural del atlantismo portugués y de la enorme dificultad que supondría influir decisivamente en el Partido Comunista luso para llevar al país fuera de la OTAN.

La rígida polarización de la Guerra Fría cedió paso a una nueva concepción de coexistencia basada en la idea de distensión, por la cual las dos superpotencias aceptaban una política de acuerdos parciales que redujera las tensiones entre ellas, asumiendo un nuevo modus vivendi que consideraba la bipolaridad como un hecho que iba a perpetuarse de forma indefinida en el tiempo. Por eso la transición lusa fue percibida como un serio problema. Para la URSS, porque cualquier injerencia excesiva en el Portugal metropolitano podría ser vista como una provocación a la OTAN, al tratarse de un Estado miembro; para Estados Unidos, porque, si intervenía, podría poner en riesgo esa idea de distensión; pero, si no lo hacía, podría favorecer el triunfo de los comunistas en un país del sur de Europa bajo la fórmula ya ensayada en América Latina, en concreto en Perú, dónde Velasco Alvarado había creado un régimen militar izquierdista que se aproximó mucho a la URSS y a la Cuba castrista[2]. El temor estadounidense es que la revolución acabara generando una dictadura militar izquierdista que podría reproducirse por otros países, de acuerdo con la vieja teoría de las fichas de dominó. Por eso, no era aceptable la inacción propuesta desde parte del departamento de Estado, siguiendo las ideas de Henry Kissinger. La solución para evitarlo era implementar una política eficaz de ayuda política y económica (Mansfield, 1975).

Por eso acabó abriéndose una tercera vía, la patrocinada por los países europeos, especialmente Alemania, a la que luego se sumó Washington, que consistió en encapsular y «descomunistizar» el proceso (Sá, 2004; Lemus, 2011). Es decir, crear una alternativa de izquierda que pudiera confrontar lo que consideraban erróneamente como una posición de preeminencia social del Partido Comunista. El gran beneficiado de esta situación fue el Partido Socialista liderado por Mário Soares. Un partido creado solamente un año antes de la revolución, pero que gracias a estos apoyos externos ganó las elecciones a la Asamblea Constituyente celebradas el 25 de abril de 1975. Un triunfo esencial para la moderación del proceso revolucionario, porque consiguió romper la legitimación revolucionaria que enarbolaban los militares y los partidos de extrema izquierda (Cavallaro, 2019). De hecho, las elecciones iniciaron una nueva fase del proceso democratizador, porque los militares tuvieron que aceptar el papel esencial que debían jugar los partidos políticos. Aunque, obviamente, hicieron todo lo posible por mantener su primacía, especialmente a través del Consejo de la Revolución (Rezola, 2006 y 2007). El punto de inflexión definitivo de la transición vista como revolución se produjo en el llamado «verano caliente» de 1975.

El Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) se había desencadenado en principio sin un marcado carácter ideológico. El propósito inicial de los «Capitanes de Abril» fue acabar con la dictadura y crear las condiciones necesarias para que el país afrontara los procesos de descolonización y democratización. De hecho, establecieron un plazo muy corto para la celebración de elecciones a la Asamblea Constituyente, apenas doce meses. El problema fue que el desmantelamiento del aparato del Estado autoritario les obligó a crear un programa de acción política, aunque fuera de mínimos. Pero no contaron con que la desaparición de las estructuras de poder del Estado iba a abrir la puerta a una poderosa movilización popular canalizada, dirigida y articulada por el Partido Comunista y por múltiples organizaciones de extrema izquierda de casi imposible control. La transición se convirtió en revolución y su impacto alcanzó de lleno incluso a los propios militares, con una ruptura de las cadenas de mando clásicas de las Fuerzas Armadas. Por eso, la primera fase de la transición se caracterizó por el enfrentamiento entre el MFA y el presidente de la Junta de Salvación Nacional, y luego presidente de la República, António de Spínola, que sostenía una salida de tipo federal a la guerra y una transición jerarquizada y comandada exclusivamente desde la presidencia de la República. Esta lucha de poder se saldó con la victoria del MFA y una centrifugación de los centros de poder, tanto civiles como militares, que favoreció la dinámica revolucionaria. Su ejemplo más emblemático fue el Comando Operativo del Continente (COPCON), comandado por Otelo Saraiva de Carvalho. Se creó como verdadero brazo armado del MFA para asegurar el orden público y, aunque en teoría dependía del jefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, actuó con plena autonomía a favor de asegurar la legitimidad revolucionaria y la capacidad de acción de las organizaciones de extrema izquierda, que estaban capitalizando la revolución.

La victoria del MFA frente a Spínola llevó a este grupo a afianzar su posición de poder dentro del Estado. Para ello creó el Consejo de los Veinte, un órgano de coordinación y supervisión del MFA que apuntaba a su más que segura institucionalización. La intentona golpista liderada por Spínola el 11 de marzo de 1975 acabó por consolidar esta tendencia y la apuesta definitiva del MFA por su institucionalización como poder del Estado. Ese mismo 11 de marzo decidió la nacionalización de la banca y los seguros, la puesta en marcha de la reforma agraria y la creación del Consejo de la Revolución como órgano supremo de la revolución. Es decir, el MFA se autoinstituía como poder máximo del Estado al subordinar el poder civil al militar. La institucionalización del MFA se consolidó con la Plataforma de Acuerdo Constitucional firmado entre el MFA y los partidos políticos, cuyo objetivo fue asegurar la preeminencia política de los militares en la futura Constitución. Con este acuerdo, la revolución lusa evolucionó hacia un modelo híbrido, significadamente iliberal, pero sin asumir la forma de una auténtica dictadura de los militares. Lo que verdaderamente significó fue que estos se reservaban un papel de vigilancia política de la nueva democracia y un papel activo de actuación en la dinámica política del país (Olivas Osuna, 2014, pp. 76-107).

A pesar de conseguir una posición de indudable relieve y control del marco político del país, el MFA no tenía una posición político-ideológica homogénea que orientase la construcción de ese nuevo Portugal. Una parte de sus integrantes, apoyados por los comunistas, apostaban por un modelo de tipo soviético; Otelo y sus partidarios de extrema izquierda miraban hacia una especie de modelo revolucionario y autogestionario; mientras que otros, como Melo Antunes, se decantaban por un socialismo democrático en un marco pluripartidista (Rezola, 2023).

El proceso revolucionario cambió con la celebración de las elecciones a la Asamblea Constituyente. La victoria del Partido Socialista y el casi 40 % de los votos obtenidos por las formaciones de derecha demostraron con claridad que la sociedad lusa estaba muy lejos de esa radicalidad izquierdista que había adquirido el proceso revolucionario. La apuesta de la inmensa mayoría de la población pareció decantarse por un modelo de transición a la democracia liberal y multipartidista que garantizara derechos sociales, pero en un marco de libertad y garantías constitucionales. Además, los resultados electorales no podían interpretarse más que como una declaración de voluntad ciudadana de que el proceso volviera a un cauce civilista y de que fueran los partidos políticos, como representantes de la heterogeneidad y la pluralidad de la sociedad portuguesa, quienes lideraran y consolidaran el proceso de cambio político.

Esta apuesta decidida por el modelo de legitimación democrático originó una fuerte oleada de violencia política protagonizada por quienes no querían renunciar a lo que creían que era su revolución soñada. Pero lo más sorprendente fue que esa agitación suscitó en el verano de 1975 una poderosa reacción, también popular, en todo el centro y norte del país en contra del Partido Comunista y de las organizaciones de extrema izquierda (Palacios y Cabral, 2003). Este llamado «verano caliente» estuvo a punto de desembocar en un conflicto civil. Lo que en todo caso demostró fue que existió una verdadera oposición, popular y masiva, a que el país siguiera el camino de una revolución dirigida por los comunistas y la extrema izquierda. Ello se tradujo en una reorientación del Consejo de la Revolución hacia posiciones moderadas. Es decir, hacia la defensa de la democracia parlamentaria multipartidista, en la que los militares debían jugar un papel arbitral, pero no un papel director de la revolución.

Hasta noviembre de 1975, comunistas y extrema izquierda no dejaron de protagonizar actos de violencia que pretendieron tensionar la situación política para que el caos consiguiera mantener la revolución. Entre ellos, cabe señalar el asalto a la embajada española en Lisboa, cuyo fin último fue ofrecer a la agonizante dictadura de Franco una razón para intervenir en Portugal, lo que, sin duda, habría servido para desprestigiar enormemente al gobierno moderado presidido por Pinheiro de Azevedo y para reorganizar y homogeneizar a la extrema izquierda portuguesa frente a un enemigo común: «el fascismo español» (Sánchez Cervelló, 1993, p. 356). No lo consiguieron. Por eso realizaron una última intentona el 25 de noviembre, cuando varias unidades militares afines a la extrema izquierda protagonizaron un intento de golpe de Estado. Su fracaso determinó el fin del proceso revolucionario y la consolidación del «25 de Abril» como un proceso de transición a la democracia.

El reflujo revolucionario supuso el triunfo de los militares partidarios de un régimen parlamentario de tipo occidental y del MFA como árbitro del proceso, no como motor de la revolución. Y también supuso el triunfo de los partidos políticos como actores esenciales del modelo, lo que se reflejó en la Constitución de 1976, que, a pesar de su indudable fondo democrático, acabó recogiendo varios elementos claramente iliberales. El texto expresaba ya esa primacía ganada por los partidos políticos a los militares de la revolución cuando afirmaba que correspondía al gobierno la dirección política del país y de la administración pública. Pero estos seguían reservándose un amplio margen de maniobra, aunque a cambio de ceder parte de las grandes atribuciones que hasta ese momento poseía la figura del presidente de la República. Igual que rebajaba notablemente el papel del Consejo de la Revolución, convertido ahora en órgano asesor de la presidencia de la República encargado de garantizar el buen funcionamiento de las instituciones y el respeto al espíritu de la revolución (Léonard, 2017, p. 39)

El texto verdaderamente mitificaba el golpe militar, pues atribuía al Movimiento de las Fuerzas Armadas el logro de haber derribado el «régimen fascista, coronando la larga resistencia del pueblo portugués e interpretando sus sentimientos profundos». Además, seguía hablando de construir una sociedad socialista y aludía a varias utopías constitucionales que reproducían una retórica insustancial muy propia del utopismo revolucionario del «25 de Abril». Por ejemplo, cuando afirmaba que esa vía al socialismo tenía como finalidad construir un país más libre, más justo y más fraterno, o cuando habla de la revolución como inflexión histórica de la sociedad portuguesa. Conviene analizar algo más esta retórica, pues en ella se puede ver algún significado esencial del «25 de Abril».

 

 

4. ¿Qué fue, entonces, la revolución portuguesa?: un proceso extemporáneo y excéntrico

 

Hermínio Martins ha definido la Revolución de los Claveles como revolución tardía, aludiendo a que reprodujo en gran medida las características del proceso de democratización forzada, o fin obligado de las dictaduras, de 1945, aunque aderezado y modernizado con elementos procedentes de 1968, vividos con extraordinaria intensidad (Martins, 2018, p. 112). La idea de extemporaneidad sigue esta senda interpretativa, aunque sin retrotraerse a 1945. Porque basta con analizar la evolución y transformación del Estado Novo para comprobar que la extemporaneidad es una característica específica de la dictadura lusa.

Hace ya tiempo, António Telo desarrolló el concepto de disfunción para referirse a la realidad de un país que consiguió desempeñar un papel y ejercer funciones muy por encima de su poder real, gracias a que siempre consiguió canalizar apoyos y recursos materiales del sistema internacional que se lo permitieron (Telo y Torre Gómez, 2003, pp. 17 y ss.). Se explicaría así que su función geoestratégica en el sistema defensivo occidental evitara al salazarismo sufrir la política de ostracismo que sí padeció el franquismo o que, gracias a las reminiscencias del pensamiento y la práctica imperialistas y la consecución de nuevos aliados potenciales, pudiera mantener durante tanto tiempo un desorbitado esfuerzo de guerra en relación con sus reducidas capacidades.

Si bien esto es cierto, también lo es que esa disfunción se vio cada vez más corroída por el carácter extemporáneo de la dictadura, por lo menos desde 1958. Porque el salazarismo fue incapaz de acomodarse a los cambios esenciales del sistema internacional, que estaban condicionando de forma intensa la permeabilidad del propio sistema en relación con los Estados semicentrales, como lo era Portugal. En otras palabras, el sistema internacional y la política interna asumieron desarrollos cada vez menos coincidentes y cada vez más contradictorios entre sí. Por ejemplo, mientras que la España de Franco asumió en 1957 un verdadero cambio estructural que le exigía su inserción en el tronco común del capitalismo desarrollado, Portugal siguió anclado en un proceso parcial de inserción siempre condicionado al mantenimiento de fuertes estructuras proteccionistas y de configuración de muy pocos grupos empresariales de tendencia monopolista. Mientras que el derecho internacional aprobaba la carta fundacional del derecho a la autodeterminación, el régimen se lanzó a una absurda respuesta militar a las algaradas africanas. Por muchas razones de convicción nacionalista que puedan justificar esa decisión, era una más que evidente contradicción con el signo de los tiempos, como bien le hicieron ver desde Londres, Washington, París e incluso desde Madrid.

El autoritarismo desarrollista y la liberalización de la dictadura habían comenzado en la vecina España en 1957. En Portugal lo hizo en 1968, por mucho que el régimen salazarista ya hubiera transformado las estructuras del país antes de esa fecha. De hecho, el propio Marcello Caetano había intentado liderar ese proceso en los años cincuenta y, en buena medida, la «abrilada» de 1961 no dejaba de representar la posibilidad de otro Estado Novo diferente al capitaneado por Salazar. Llegó tan tarde que sus resultados fueron inútiles para garantizar un proceso de cambio por consenso, porque este, simplemente, ya no existía ni se podía construir.

El golpe militar de 1974 era también algo inaudito en la Europa occidental de mediados del siglo XX. Y mucho más lo era que su carta de presentación ideológica fuera la de un revolucionarismo propio de los movimientos de extrema izquierda de los años sesenta. El propio Partido Comunista portugués, liderado por Álvaro Cunhal, miraba más al pasado que al futuro, envuelto en una rígida ortodoxia estalinista que ya había sido abandonada por los principales partidos comunistas europeos, en especial el italiano e incluso el español.

Este elemento conecta el concepto de extemporaneidad con el de excentralidad. Porque una revolución de este tipo no parecía posible en ninguno de los países centrales del sistema, aquellos que habían liderado el proceso de integración europea y que conformaban un marco occidental de alianzas estables y múltiples cada vez más integral e integrado. Era una revolución propia de un país semicentral del sistema y periférico en relación con la Europa occidental. Y ello lo asemejaba más a países de América Latina, Asia o África que a países del centro europeo y occidental. En realidad, fue una revolución que reflejaba más la dinámica política e ideológica de América Latina que la de Europa occidental, y su significación político-ideológica presentaba más parecidos con el Perú de 1968, el sandinismo nicaragüense de julio de 1979 o la Cuba de 1957 que con la Europa de la integración.

En realidad, el éxito rotundo del «25 de Abril» consistió precisamente en romper esos rasgos de país semicentral del sistema, o si se quiere semiperiférico, utilizando la tradicional concepción de Immanuel Wallerstein (1976 y 1991). Desde la Revolución de los Claveles, el país emprendió un proceso de redefinición identitaria (Mendes, 2018) que consiguió transformar esa estructura clásica de dependencia en una función activa y positiva en el sistema. En realidad, no era otra cosa que la ruptura de esos principios de extemporaneidad y excentralidad que se señalaban. Desde la Revolución, Portugal ha acompasado su evolución al resto de países que conforman su área natural de inserción: el mundo euroatlántico occidental. Y su apuesta por la integración europea se ha transformado en una dimensión global que ha llevado al país, especialmente gracias a la utilización del poder blando, a desarrollar funciones propias de un país perteneciente a ese mundo del centro del sistema. En otros términos, el «25 de Abril» no fue solo un proceso de cambio político, sino que constituyó un verdadero cambio en la cosmovisión identitaria del país: Portugal abandonaba su tradicional dimensión imperial en favor de una nueva identidad continental, europea, atlántica y, en definitiva, occidental. De ahí que la Revolución se deba considerar como una verdadera crisis del Estado, porque no hubo solamente un cambio de régimen político, sino de una verdadera forma de ser y sentirse portugués: de la vieja mística nacional-imperial se evolucionó hacia un país y una sociedad de plena integración europea.

La transición portuguesa a la democracia fue también extemporánea en relación con su programa económico. El designio, luego constitucionalizado, de orientar el texto hacia la construcción de una sociedad socialista era algo no solamente fuera del lugar y del tiempo del mundo atlántico occidental de mediados de los años setenta, sino algo que, ideológicamente, parecía ya muy superado. Lo eran, incluso, muchas de las medidas económicas que tomaron los gobiernos revolucionarios que, de forma general, acabaron llevando al país a un paupérrimo desempeño económico que amenazó la legitimación de la democracia. Evidentemente, el salto del autoritarismo a la democracia desbordó el conjunto de reivindicaciones ciudadanas al Estado. La población no solo demandaba medidas de libertad, sino también de seguridad y de bienestar. En el primer ámbito, la Revolución fue muy positiva, ya que se consagraron todos los derechos y libertades fundamentales propios de cualquier democracia avanzada occidental. En el segundo campo también se avanzó mucho: derecho de sindicación, introducción del subsidio de desempleo, reconocimiento del derecho de huelga, desaparición de la estructura corporativa, etcétera. Por fin, en lo referente a las políticas de bienestar, la Revolución fue el momento real de edificación del estado del bienestar portugués, al tiempo que supuso una reorientación general de los presupuestos generales del Estado hacia gastos de dimensión social, especialmente sanidad y educación.

La Revolución coincidió en el tiempo con el momento álgido de los efectos de la crisis de 1973 —provocada por un aumento radical y brusco de los precios internacionales del petróleo—, lo que afectó extraordinariamente a unas economías europeas absolutamente dependientes de una fuente de energía abundante y barata como había sido, hasta entonces, el llamado oro negro. El incremento de los precios de la energía se tradujo inmediatamente en una seria contracción de las economías occidentales, cuyos desequilibrios esenciales comenzaron a ser la espiral inflacionista y la aparición de unos niveles de desempleo desconocidos desde hacía décadas. La estanflación era un fenómeno nuevo y contradictorio con las bases teóricas de la teoría keynesiana vigente hasta el momento. La consideración de la inflación como un fenómeno monetario que podía combatirse mediante los tipos de interés y la necesidad de equilibrar la economía mediante políticas de ajuste y control del gasto público dieron nuevo protagonismo a la escuela liberal reconvertida en neoliberal. El mundo occidental giró hacia una nueva política económica que rechazaba la intervención del Estado y volvía a mirar al mercado como la mejor forma de asignar los recursos finitos de una economía. Era una tendencia claramente contraria a la que llevaron a cabo los nuevos gobiernos emanados de la Revolución. Los nuevos dirigentes portugueses creían en un radical dirigismo económico del Estado como instrumento de transformación social, por lo que sus políticas fueron absolutamente contrarias a esa idea de contención del Estado y primacía del mercado que defendía el neoliberalismo. Al contrario, los primeros años de la Revolución se caracterizaron por un significativo aumento del gasto público y una profundización en los mecanismos de regulación de la economía. El resultado fue un rápido desequilibrio de los principales indicadores macroeconómicos, un descenso brusco del producto interior bruto, un incremento significativo de la inflación, del desempleo y del déficit público y, en general, un aumento exponencial del riesgo financiero del país. No solamente eso, sino que estos desequilibrios se trasladaron de forma rápida al ámbito de la microeconomía: el poder adquisitivo de los portugueses disminuyó en torno a un 6 %. De hecho, diez años después de la Revolución Portugal seguía estando a la cola del desarrollo europeo. Hubo que esperar a los años ochenta para que Portugal asumiera una política de ajuste y equilibrio macroeconómico que le brindó una década de alto crecimiento, pero con amplias protestas propias de una sociedad en la que el estatismo dirigista de la Revolución y la expansión de los derechos económicos, sociales y sindicales había creado un poso profundo de dependencia de amplias capas de la sociedad portuguesa de la función intervencionista y protectora del Estado.

Aunque no se pueda desarrollar en profundidad, sí merece la pena señalar de forma sintética que la Revolución tuvo que hacer frente al problema de los retornados. Un problema que afectó a aproximadamente medio millón de personas que decidieron dejar las colonias para retornar a la metrópoli. Unos, aquellos funcionarios que llevaban poco en África, no tuvieron grandes problemas para reintegrarse; pero otros, aquellos que incluso habían nacido en el continente africano, sí tuvieron muchas más dificultades para incorporarse a la nueva dinámica del país. Incluso muchos de ellos mostraron gran rechazo al marco revolucionario, pues consideraban que las nuevas autoridades del país no les habían tratado como ellos creían que merecían. Es indudable que la absorción de esta ingente masa de población representó un problema añadido en una situación económica compleja como la que atravesaba el país en esos momentos.

 

 

Conclusiones

 

La Revolución de los Claveles hizo converger procesos diferentes. Primero, uno de cambio político con la transición del autoritarismo a la democracia; un segundo de tipo descolonizador, que hizo a Portugal pasar del concepto de nación imperial al de nación de integración europea; y, finalmente, un proceso revolucionario, cuyo horizonte fue la construcción de una sociedad socialista. Aunque estos procesos convergieron en el Proceso Revolucionario en Curso e interactuaron entre sí, sus lógicas de desarrollo fueron diferentes. El proceso de transición a la democracia quiso, efectivamente, construir una democracia. Pero definida de forma muy diferente por los distintos actores, porque, si bien unos defendían la democracia parlamentaria multipartidista, otros asumían que el futuro Portugal debía seguir un modelo de socialismo revolucionario y autogestionado, mientras que otros se fijaban en un esquema de comunismo clásico con indudables gotas del comunismo tercermundista de corte chino o castrista. Este disenso básico hizo que el proceso fuera extremadamente complejo, aunque finalmente se abriera camino el modelo de democracia liberal de corte occidental.

En realidad, no podía ser de otra forma, porque, a pesar de ser un país semicentral y en gran medida dependiente, su inserción estructural en el mundo capitalista occidental y atlántico era incompatible con la construcción de una sociedad socialista. En otras palabras, la Revolución se convirtió en transición a la democracia porque esta constituía el nervio caracterizador de los modelos de convivencia construidos en ese mundo occidental, como poco desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La pretensión de construir una sociedad socialista, que inevitablemente recordaba al comunismo soviético, parecía inviable en el contexto de la Europa comunitaria y de un Occidente cada vez más integrado. Lo era incluso para un país semiperiférico del sur de Europa.

La Revolución creó una mística retórica que recordaba mucho a las proclamas sesentayochistas. Pero habían pasado ya seis años de ese «sesenta y ocho» y el mundo occidental había cambiado notablemente. No solo había abierto en términos políticos la vuelta a un claro conservadurismo, sino que, en términos económicos, la crisis de 1973 había hecho girar el pensamiento económico hacia nuevas fórmulas antiestatistas y de expansión del mercado. Justo lo contrario de lo que proponía la Revolución. Dicho de otra forma, el «25 de Abril» no solo parecía algo propio de un país semicentral del sistema, sino que se desarrolló en un marco temporal contradictorio con los nuevos vientos de la historia que soplaban a mediados de los años setenta en Europa y el mundo occidental.

La Revolución fue un movimiento de movilización de masas, pero no un movimiento espontáneo y absolutamente autónomo. El Partido Comunista y muchas organizaciones de extrema izquierda habían conseguido penetrar en numerosas organizaciones de trabajadores, estudiantiles o vecinales, ejerciendo desde ellas una función de dirección de la Revolución. El propio MFA, por lo menos partes sustantivas del mismo, asumió funciones de dirección de la Revolución, por lo que cabe matizar esa mística de revolución popular. Sobre todo si no se reconoce igual carácter a los movimientos conservadores que en el verano de 1975 se levantaron frente al predominio de los comunistas y de la extrema izquierda. Fue también un movimiento popular, pero tampoco enteramente espontáneo, porque muchos representantes del Portugal conservador, incluso la Iglesia, asumieron esa función de movilización popular.

La Revolución lusa fue un proceso extremadamente complejo, e incluso contradictorio en algunos de sus elementos. Pero nada de ello puede sobreponerse a la meta alcanzada. Es decir, el triunfo de la democracia parlamentaria y multipartidista. El camino fue difícil, porque la dictadura portuguesa había sido un régimen extremadamente complejo y, también, contradictorio. No conviene olvidar que el Estado Novo había conseguido sucederse a sí mismo en la figura de Marcello Caetano, lo que después de su fracaso liberalizador no podía por menos que hacer pensar en la inviabilidad de cualquier cambio endógeno del sistema. O caía por la fuerza o no caía. Este fue el dilema de las Fuerzas Armadas el 25 de abril de 1974. Y queda África. Porque la Revolución de los Claveles no es comprensible sin tener en cuenta trece años de guerra en los frentes africanos. La guerra parecía eternizarse, sin expectativas de victoria ni de derrota para las tropas lusas. Pero este impasse no era inocuo, sino que estaba generando una situación de conflicto real en una sociedad portuguesa cada vez más hastiada y cada vez más radicalizada. Había que poner fin a la guerra y para ello era imprescindible acabar con la dictadura. Y eso es lo que hicieron las Fuerzas Armadas en abril de 1975. Lo que no estaba tan previsto era que el golpe militar y la parálisis del Estado abrieran la puerta a un proceso revolucionario. Pero, en el fondo, no era sino la expresión de las profundas contradicciones y de muchos anhelos no alcanzados por buena parte de la sociedad portuguesa durante los más de cuarenta años de dictadura.

 

 

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Cómo citar este artículo: Jiménez Redondo, J. C. (2024). El 25 de abril: una revolución en el espacio atlántico de hegemonía norteamericana. TSN. Transatlantic Studies Network, (17), 99-111. https://doi.org/10.24310/tsn.17.2024.19625. Financiación: este artículo no cuenta con financiación externa.



[1] La idea de futuro apareció como esencial tras la publicación del libro de António de Spínola Portugal e o futuro (Lisboa, 1974). Aunque su tema central era la imposibilidad de mantener la guerra y la necesidad de encontrar una salida política y negociada a la misma, era evidente que, al estar escrita por un alto cargo militar como António de Spínola, en esos momentos vicejefe del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, suponía una crítica no solo a la política colonial de la dictadura, sino al régimen autoritario en sí mismo.

[2] Alvarado dirigió un golpe de Estado en 1968 que dio paso a una dictadura militar que él mismo definía como de signo estatista, nacionalizador, antiimperialista y antioligárquico y que se prolongó hasta 1975, momento en el que un nuevo golpe de Estado lo expulsó del poder.