Título: Contemplando el paraíso:
Las fotografías de Thomas Merton
Editor: Paul M. Pearson
Traductor: Fernando Beltrán Llavador
Editorial: Ediciones Mensajero
Año de edición: 2021
ISBN: 9788427145894
Tuve ocasión de proponer a Paul Pearson la edición española de este libro singular en el año 2015, cuando se celebró el centenario del nacimiento de Thomas Merton (1915-1968). Ya habíamos dirigido juntos un congreso internacional sobre la figura del contemplativo universal en Ávila en el año 20061. Mientras se fraguaba su edición en lengua inglesa, que vio la luz en el año 2020, pude ir trabajando de forma paralela en su traducción y con la diferencia de unos pocos meses se publicó en esta esmerada edición en lengua española en el año 2021. Thomas Merton empezó a ser conocido desde que en el año 1948 su autobiografía, La montaña de los siete círculos, se convirtiera en un éxito de ventas desconcertante, porque procedía de un joven monje que narraba su itinerario en la Europa de principios del siglo XX hasta su conversión y su ingreso en un recóndito monasterio cisterciense en la América profunda. Ese bildungsroman pronto se tradujo a más de veinte idiomas. Merton escribió libros de meditaciones, diarios, reflexiones y poemas, junto a un vasto epistolario con escritores (desde Boris Pasternak, Nicanor Parra o Ernesto Cardenal hasta Czeslaw Milosz), intelectuales (como Erich Fromm y Rachel Carson) y representantes de distintas religiones (entre muchos otros, Abraham Heschel). Habiendo adoptado la ciudadanía norteamericana y desde una «crítica contemplativa», denunció la discriminación racial y condenó el uso destructivo de la fuerza nuclear. En su pequeña ermita congregaba a artistas y activistas para explorar juntos las raíces espirituales de la protesta en su anhelo común de paz y justicia. 1 ¿Quién podría haber imaginado que, después de sufrir la censura en vida por la radicalidad de sus escritos de denuncia, el papa Francisco lo destacaría en el Congreso de Estados Unidos junto a Dorothy Day, Abraham Lincoln y Martin Luther King?
Se ha escrito sobre su faceta como contemplativo, místico, poeta y profeta comprometido con su tiempo. Mucho menos conocida, sin embargo, era la forma en que su caudal creativo encontró otra vía de expresión, al final de su vida, en el mundo de la fotografía. Y solo en alguien con conocimiento exhaustivo, acceso directo a sus fuentes documentales y la sensibilidad de Paul Pearson, director del Centro Thomas Merton en la Universidad de Bellarmine de Louisville (Kentucky), podía fructificar la idea oportuna de resaltar el papel único que desempeñó en la vida de Merton la pasión fotográfica, con la que contempló atisbos del paraíso.
En su introducción, Paul Pearson señala el legado de sus padres, ambos artistas, y los escasos antecedentes de su interés por la fotografía, que se despertó tardíamente a partir del libro de la exposición de fotografías en el MoMA The Family of Man 2, que adquirió en una visita a Louisville en 1958, así como intrigado ante las fotografías que en el año 1959 tomó de él Sibylle Akers 3. Ese interés se acrecentaría a partir de 1963, cuando John Howard Griffin visitó a Merton con la intención de iniciar un archivo fotográfico sobre su vida. Dos años antes, Griffin había publicado Negro como yo, donde contó sus peripecias cuando se hizo pasar por negro en el sur para comprobar el problema racial. Posteriormente, Merton entablaría amistad con fotógrafos locales. Los archivos del Centro Thomas Merton guardan más de mil doscientas fotografías, en su inmensa mayoría en blanco y negro. Merton, como antes hiciera con sus dibujos figurativos o caligrafías abstractas, con su palabra, incluso con sus bongós, y con su silencio, hizo de la Kodak Instamatic, y de las Canon F-X, Nikon, Rolleiflex o una Leika, prestadas o regaladas, instrumentos de contemplación, ojos y espejos de su mirada interna.
El libro ofrece un fascinante recorrido visual que muestra algunas de esas fotografías, temáticamente agrupadas en cinco secciones precedidas de un pequeño contexto y acompañadas de pequeños extractos de sus poemas o fragmentos de sus obras en prosa. «La paradoja del lugar», la primera de ellas, recoge fotografías de su entorno monástico y tomas de la arquitectura y mobiliario artesanal de Pleasant Hill, un poblado shaker cercano al monasterio. El 12 de enero de 1962 Merton anota en su diario: «Espacios maravillosos, silenciosos y vastos alrededor de los viejos edificios. Frío, luz pura, y algunos árboles grandiosos… No puedo imaginar cómo el lado desnudo de una casa de madera puede ser tan sumamente bello. Un logro completamente milagroso de las formas». Además de esos encuadres, vemos bosques nevados, troncos, raíces, muros, talleres, destilerías abandonadas, ruedas y bancos de madera, su pequeña ermita y, como un eco, leemos palabras que, lejos de desdecir las imágenes, realzan su juego de luces y sombras: «¿a qué silencio perteneces?», «mi lugar es en realidad un no lugar», «los bosques me cultivan con su silencio». Merton se reconoció al igual que Jonás, viajero siempre «en el vientre de la paradoja». Y al modo hondo y novedoso de Xavier Zubiri, en ese viaje sin par, Merton parecía iluminar no solo la trascendencia de las cosas sino en ellas, presencias ahora nuevamente miradas, recreadas y habitadas.
En la siguiente sección se habla de la «fotografía zen» de Merton. ¿Por qué zen? El mismo Merton utiliza esa expresión por primera vez en una entrada de su diario personal del 24 de septiembre de 1964, cuando, en lugar de adentrarse en la lectura de la antología zen que había recibido de la biblioteca de Louisville su atención se dirige a «cosas curiosas para fotografiar, especialmente una ventana desvencijada en el viejo cuarto de herramientas de la leñera». Merton mantuvo correspondencia y se encontró personalmente con el reputado divulgador del zen D. T. Suzuki. El diálogo entre ambos, un intercambio de ensayos breves, quedó recogido en el libro, ahora también ya un clásico, El zen y los pájaros del deseo. Entre las fotografías de ese segundo capítulo asoman cortezas de árbol, ramas, hojas, rocas, sombras, la puerta abierta de un granero, árboles desnudos, malezas, cestas, ventanas, escaleras, aperos, surcos, agua… «La luz es ella misma», leemos junto a una de sus fotografías. La del zen es una contemplación «sin objeto». Y es que Merton no fotografía objetos, su cámara no congela ni «capta» o cosifica lo que ve. Hace lo que otro monje portugués de la familia benedictina y poeta, Daniel Faria, resume en dos líneas de uno de sus poemarios: «Injerto la luz en todo lo que nombro». La fotografía de Merton lo nombra todo de nuevo, con nueva luz. Merton ve con ojos que no quieren aprehender, antes bien, son ellos quienes se exponen a la luz de cuanto sale a su paso. María Zambrano describe así, en su ensayo La mirada, la cualidad de ese ver y ser: «Tiene la mirada que sale de la noche una disponibilidad pura y entera, pues que no hay en ella sombra de avidez. No va de caza». Paul Pearson descubre en el modo que Merton tenía de relacionarse con la realidad de las cosas la influencia de la noción de inscape (paisaje interior) de Gerard Manley Hopkins y de inseeing (mirada interior, en la traducción inglesa utilizada por Merton) de Rilke, lo que el fotógrafo Edward Weston denominó «la quintaesencia de la cosa en sí misma».
El tercer capítulo presenta una galería de rostros entrañables y entrañados en su vida, «radiantes como el sol»: los de su amigo y también poeta Robert Lax; el de Jacques Maritain, pipa en mano; el del monje Jean Leclerq, con quien mantuvo una fértil correspondencia; el de Madeleine Meatyard, esposa de su mentor en la fotografía, Ralph Eugene Meatyard; el semblante del hermano Patrick Hart, editor de algunas de sus obras; pero también las caras vivas y expresivas de niños y ancianos en Asia, de avezados monjes tibetanos e incluso del dalái lama. En todos ellos cobraba forma la famosa epifanía que experimentó en medio de la calle llena de gente en Louisville, que le llevó a decir que si todos viéramos la secreta belleza que irradian nuestros corazones desde una chispa tan pobre que a la vez que es una pura nada brilla más que una estrella, se acabarían todas las guerras, la crueldad, la miseria. El 1 de abril de 1961 Merton escribe una carta al erudito John Wu, quien había ayudado a Merton a componer su versión de los poemas clásicos de Chuang Tzu, y en ella alaba su «mente de niño: la única que merece la pena tener», aquella con la que también él mantenía encendido su asombro ante los otros. A Merton le atraía la soledad, pero la soledad solidaria, no la solipsista; desarmada, no desalmada; la que abraza, no la que excluye. Escribió desde la soledad sus mejores páginas, sí, pero ¡cómo apreciaba a sus semejantes!
«Bosques, costa, desierto, oriente: el peregrino» da título al cuarto capítulo. Después de veintisiete años «intramuros», en 1968 Merton se dispuso a salir de nuevo a ese mundo que tanto había cambiado. Su itinerario le llevaría a California, Nuevo México, Alaska y Asia (India, Nepal, Tailandia): ramas arrastradas a la orilla, caminos polvorientos, cumbres nevadas, observatorios de tiempos remotos, budas reclinados, botes de pesca, camiones gastados: «la geografía se desdibuja», y lo hace en espacios liminales que revela su cámara. En el epílogo de su autobiografía, veinte años antes, Merton escribía: «En cierto modo, siempre viajamos… En otro sentido, ya hemos llegado». En California apunta: «Mi playa desolada… Tengo que volver». Esos lugares de desolación y desierto fueron a la vez espacios de encuentro y tiempos de celebración. En su Diario de Asia, Merton describe con palabras, en su visita a Polonnaruwa, lo que comunican, mudas, pero no silentes, sus fotografías: «Todo es vacío y todo es compasión».
El último capítulo está reservado a mostrar imágenes de Merton, su «rostro alegre tras la cámara», fotografías de Merton tomadas por Griffin, por su amigo de juventud en la Universidad de Columbia, Edward Rice, y por Meatyard, el fotógrafo. Son instantáneas que muestran, como escribe Paul Pearson, su joie de vivre. En una de ellas saca la lengua, en otras se ríe, saluda, y en la última se le ve feliz con su cámara tras haber tomado él mismo una fotografía. Quizás nadie mejor que su amigo Robert Lax haya sabido retratar el arte, a la vez profundo y transparente, de Merton, el canto de su inocencia y de su experiencia. Veinte años después de la muerte de Merton, le dedicaba este tributo:
Su obra fue juego, y su juego, juego;
su juego fue obra, y obra su obra
[…]
Seria y alegre fueron su plegaria, su vida y su obra.
Seria y alegre su vida, serio su juego y su fuego, alegre 4.
1 En ese congreso, Paul M. Pearson impartió la ponencia «Emblemas para un tiempo de furia: el arte de Thomas Merton», en la que presenta la fotografía de Merton en el contexto de su expresión poética y de su producción gráfica, publicada en Fernando Beltrán Llavador y Paul M. Pearson (eds.), 2008: Semillas de esperanza: el mensaje contemplativo de Thomas Merton. Ávila: Cistercium-CIEM, pp. 19-35.
2 Edward Steichen (1955): The Family of Man. Nueva York: Museum of Modern Art. Edición especial LX aniversario, 2015, https://www.moma.org/calendar/exhibitions/2429 (consultado el 5 de noviembre de 2022).
3 Sobre ella ha escrito un libro, en el que se recoge una selección de fotos que tomó de Merton, la doctora Covadonga Martínez (2012): La baronesa Sibylle von Kaskel: un recorrido por la vanguardia fotográfica (1930-1950). Sevilla: Ediciones Albores, pp. 402-408.
4 Extracto, en mi traducción, ligeramente adaptada, de Robert Lax (1988): «Harpo’s Progress: Notes Toward an Understanding of Merton’s Ways», en Robert E. Daggy et al. (ed.): The Merton Annual, vol. I. Nueva York: AMS Press, p. 40.