Las reflexiones de Fernando de los Ríos sobre Europa y España se encuentran dispersas a lo largo de su obra en forma de artículos, ensayos y conferencias. No se aprecia un gran cambio entre sus escritos anteriores y posteriores al exilio. Por ello, aunque me voy a centrar en los publicados durante el exilio, aludiré también al resto de su obra. Una obra que, además, está ligada a su actividad como político. No se puede olvidar que ocupó puestos de responsabilidad tanto en la dirección del PSOE como en el Gobierno de España. Fue ministro de Justicia, de Educación y de Estado. Como ministro durante la República, además de participar en los grandes debates de la época, redactó proyectos de reforma agraria, preparó la Ley del Jurado, la reforma de la Ley de Enjuiciamiento y, como es sabido, impulsó la presencia de la mujer en la función pública. A modo de ejemplo, recordemos que nombró a Victoria Kent directora general de prisiones. Además, como ministro de Educación abrió más de diez mil escuelas y se volcó con las Misiones Pedagógicas, encargó a Lorca poner en marcha La Barraca y fundó la Universidad Internacional de Verano de Santander.
Como consecuencia de su actividad política y académica, realizó dos viajes que marcaron su pensamiento político. Uno es el viaje a Rusia, del que nos dejó testimonio en su célebre libro Mi viaje a la Rusia sovietista. Es sobradamente conocida su entrevista con Lenin, en la que el dirigente socialista español le preguntó por las libertades políticas y el líder soviético contestó con el célebre «¿Libertad para qué?». «—¿Cómo y cuándo cree usted —interrogamos— que podrá pasarse del actual período de transición a un régimen de plena libertad para sindicatos, prensa e individuos? —Nosotros —respondió Lenin— nunca hemos hablado de libertad, sino de dictadura del proletariado […]. Sí, sí, el problema para nosotros no es de libertad, pues respecto de esta siempre preguntamos: ¿Libertad para qué?» (Ríos, 1970, pp. 97-98). Desde las primeras páginas de este magnífico libro de viajes y de reflexión política, refleja su malestar hacia la incipiente Revolución rusa. Recordemos algunas de sus impresiones en las que se revela su raigambre liberal. Uno de los aspectos que resalta de sus primeros días en Rusia es que «no cabe tomar iniciativa sin incurrir en riesgo; esta sensación de impotencia llega a producirnos un inmenso cansancio nervioso y nos da la sensación, por vez primera, de la subversión profunda que en la organización de nuestra vida representa este régimen». La «iniciativa individual» parece haber quedado en suspenso y las necesidades económicas hacen que no se pueda ir ni a «un almacén de comestibles, si los que están abiertos no disponen de lo necesario para el que trabaja, y aun este ha menester de infinidad de formalidades para recibir la ración que le corresponde…» (Ríos, 1970, p. 52). Más tarde, cuando describe al personal del hotel, denuncia las nuevas desigualdades: «Había muchachas de expresión humilde y triste que carecían asimismo de abrigo fuerte, de chanclos, de guantes recios. Los empleados, no del hotel, sino de la Internacional, no carecían de nada» (Ríos, 1970, p. 57).
Su socialismo humanista de impronta institucionista no puede admitir que la política se convierta en religión y que el Estado anule la individualidad. De los Ríos no dudó en calificar la incipiente Revolución rusa de Estado policíaco. Su obra magna, el Sentido humanista del socialismo, nace de la preocupación social, de la necesidad de reconducir el liberalismo hacia el socialismo, pero también de desligar el socialismo del modelo soviético. En una carta a Unamuno dejó testimonio del impacto que le produjo aquel viaje: «Ha ahondado en mí el amor frenético a la libertad referida a la conciencia: ¡qué cosas oí y vi! […]. ¡Qué huella ha dejado en mí la visita a Rusia…!» (citado en Zapatero, 1999, p. 168).
Pero hay otro viaje sobre el que no escribió un libro, aunque está bien presente, de manera más o menos velada, en el resto de su obra. Me refiero al viaje a América o, mejor dicho, a sus viajes a América, porque, a diferencia de Rusia, adonde no quiso volver, las visitas a Estados Unidos y a Hispanoamérica son una constante en su vida. Realiza varias estancias en los años veinte, tanto en Nueva York como en La Habana y Puerto Rico. Más tarde será embajador en Washington durante la guerra civil (la transcripción de sus entrevistas con Roosevelt son de gran interés para el estudio de la obra de nuestro autor, pero también para cualquier interesado en la política del presidente estadounidense). Tras la derrota, exiliado en Nueva York, trabaja para The New School, universidad en la que propuso crear un Instituto de Estudios Iberoamericanos. Y desde allí, desde Nueva York, visita con frecuencia multitud de países de Hispanoamérica. En estos otros viajes a Estados Unidos y a Latinoamérica es en los que nos vamos a adentrar en las siguientes páginas.
La primera salida a Estados Unidos se remonta al año 1919, cuando De los Ríos acudió como consejero de una delegación del Partido Socialista al Congreso Internacional del Trabajo. Apenas duró un par de meses y, aunque le sirvió de primera toma de contacto con el país, no se puede comparar con otro que realizaría en 1926, que fue clave. Este año viajó para impartir unas conferencias en la Universidad de Harvard sobre la situación de la filosofía española, sobre pluralismo y totalitarismo en la filosofía política y sobre la legislación española en el siglo XVI y su influencia sobre la legislación colonial. Contactó con Federico de Onís, que trabajaba en la Universidad de Columbia, y acabó dando conferencias en esta universidad, pero también en las de Austin y Los Ángeles. A esto hay que sumar que la embajada de Cuba en España le invitó a visitar el país y él, además, estaba interesado en conocer México, por lo que en este viaje recorrió gran parte de Estados Unidos y dos países de Iberoamérica (Zapatero, 1999, pp. 213-226).
Nueva York le entusiasmó desde el primer momento. La arquitectura de la ciudad la comparó con el «ritmo quebrado e inarmónico» de la música moderna (citado en Zapatero, 1999, p. 215), y años más tarde, ya a comienzos de la década de los cuarenta, llegó a afirmar que era «el símbolo de la tolerancia» (Ríos, 1997, p. 161). Conforme pasan los meses, su aprecio por América se acrecienta; pero, además, en cierto modo redescubre España y le impresiona la importancia de la cultura hispánica en América. En una carta a su esposa, afirma: «Sale uno asombrado de la falta de perspectiva que tenemos en España sobre lo que nuestra cultura es y significa en el mundo. Siempre te he dicho que para darse cuenta de lo que ha sido España y de lo que pesa en la historia es preciso venir a América; ahora con más motivo me afirmo en mi idea y creo en España» (citado por V. Zapatero, 1999, p. 220).
Desde septiembre de 1926 hasta febrero de 1927 estuvo cinco meses recorriendo Estados Unidos, México y Cuba. Regresó impactado por la importancia de la cultura española en América y convencido de que España tenía que mirar hacia el continente americano, en especial hacia Iberoamérica. Apenas un año más tarde, en 1928, regresa a Estados Unidos y, tras visitar a algunos amigos en Nueva York, sale rumbo a Cuba, después re gresa a Nueva York y de allí sale de nuevo hacia Puerto Rico y México. Tras regresar a España, volverá en 1929 a Nueva York con Federico García Lorca. Da la sensación, pues, de que su viaje a América no termina nunca. Cuando regresa a España, ya está pensando en volver otra vez. Es innegable que desde su primer encuentro con América quedó entusiasmado tanto con Estados Unidos como con la América de habla española.
Como he dicho antes, en 1926 viajó para impartir unas conferencias en Harvard. Sobre ellas voy a centrarme a continuación. En julio de 1927 se publicarán en las páginas del diario El Sol extensos fragmentos de la conferencia titulada Religión y Estado en la España del siglo XVI. La reflexión sobre España y Europa es siempre apasionada, pero también rigurosa y profunda. Podríamos decir que defiende dos tesis.
La primera, que el fascismo es un movimiento político que hay que subsumir dentro de la historia absolutista europea. Es decir, que la idea de un Estado-Iglesia no es privativa del siglo XVI, sino que reaparece bajo otras máscaras a lo largo de la historia; el fascismo, de hecho, no sería más que su última manifestación. Ahora bien, habría grandes diferencias entre el fascismo italiano y la España del XVI, porque en esta última había una finalidad trascendente, espiritual. España se había erigido en la defensora de la fe y pretendía homogeneizar el Estado por esa finalidad religiosa. En cambio el fascismo no. El nuevo Estado-Iglesia ha vuelto por cuestiones económicas, nacionalistas o raciales. Para apoyar su tesis, cita como ejemplo las palabras de Gentile en una entrevista para el New York Times en la que el filósofo italiano habría afirmado: «El Estado fascista es un superestado, la idea fascista de jerarquía es, en parte, militar, pero principalmente eclesiástica…» (citado en Ríos, 2007, p. 75). El fascismo es un movimiento inédito en la historia ligado al contexto posterior a la Primera Guerra Mundial. Ahora bien, nuestro autor busca las raíces, los antecedentes de esa nueva concepción absoluta de la política. A lo largo de la conferencia desentraña las raíces del modelo de Estado fascista, contra el que va a proponer un nuevo humanismo. Veamos esa propuesta. Es decir, la segunda tesis, que no desarrolla pero sí deja apuntada.
De los Ríos sostiene que, frente a la escisión que nace en el siglo XVI entre civilización y espíritu, tradición y progreso, o individuo y comunidad, en España surgió una tradición al margen del poder, que en el siglo XX encarna la Institución Libre de Enseñanza, un liberalismo que consigue conciliar los opuestos que han sido motor de las guerras europeas. En la búsqueda, pues, por conciliar los valores que entraron en lucha antagónica en el siglo XVI, encuentra la posible vía de solución para un continente europeo que acababa de sufrir una guerra mundial y que estaba a punto de adentrarse en los convulsos años treinta. Probablemente es en su conferencia en México del año 1945, ya en el exilio, titulada Sentido y significado de España, donde desarrolla con más detalle sus reflexiones sobre España, o al menos donde sintetiza mejor todo su pensamiento sobre la historia y la cultura española. Convencido de que en el exilio se dan «mejores condiciones que nunca para hablar de España» (Ríos, 1997, p. 342), reflexiona sobre la España que tanto apreciaba y que se podría resumir en dos notas: la heterogeneidad y la heterodoxia.
En primer lugar, reivindica la España heterogénea, la de la Escuela de Traductores de Toledo.
Toledo del siglo XIII. Os confesaré que ese fue mi sueño como ministro de Educación. Lo dije y buenos porrazos me costó por parte de cierta prensa. Lo dije en Tetuán, al verme rodeado de moros, árabes, hebreos y cristianos. Dije: «Esta es la España que yo sueño, la España del siglo XIII». (Ríos, 1997, p. 349).
Hay en su visión de la historia de España una clara idealización de la Edad Media, época que simbolizaría la integración, la convivencia entre los distintos. Frente a ella, el siglo XVI como momento desintegrador. Probablemente, su análisis histórico se nubla por el presente desde el que escribe y reflexiona. En cualquier caso, lo cierto es que como ministro se propuso recuperar la cultura árabe y sefardí. Sobre la primera, basta recordar la creación de la Escuela de Estudios Árabes en Granada y Madrid. Y de la cultura sefardí me gustaría recordar una de sus intervenciones en las Cortes:
Nosotros consideramos un deber nuestro amparar a los israelitas hispánicos, a los sefarditas de Tánger, para realizar con ello una intensa labor de cultura hispánica; y bueno será, puesto que reiteradamente se me ha acusado —y se han empleado siempre en tono peyorativo esas palabras— de ser yo un defensor de los israelitas, subrayar ahora que, efectivamente, lo soy, como de todo pueblo perseguido. Y los israelitas sefarditas, en Tánger como en Bucarest, en Sofía como en Constantinopla, en Nueva York como donde quiera que se hallen, hacen lo que muchos españoles no hacen. Porque yo he visto a los españoles, en Nueva York, que a la tercera generación han perdido la lengua española como lengua materna, y en cambio, he visto allí, en Nueva York, la primera sinagoga que se levantó en América: la levantaron los sefarditas españoles y portugueses, y me invitaron a que oyera sus salmos en días memorables para ellos; salmos que todavía los cantan en la lengua española del siglo XV; y me llevaron a sus casas para que viera hasta qué punto se mantiene viva la emoción de lo hispánico en sus hogares. (Ríos, 2010, p. 125).
Por tanto, en primer lugar, desde un punto de vista historiográfico ensalza la obra de Alfonso X y rechaza la construcción del Estado moderno español, que habría provocado la expulsión de judíos y posteriormente de los moriscos al buscar la homogeneidad por la unidad de la fe.
En segundo lugar, reivindica la larga historia de los heterodoxos españoles. Benedetto Croce en su Historia de Europa del siglo XIX comenta lo extraño que resulta que precisamente en España apareciese el término «liberal» como contrapuesto a «servil», «el país que, más que cualquier otro de Europa, se había cerrado a la filosofía y a la cultura modernas; el país por antonomasia medieval y escolástico, clerical y absolutista» (Croce, 2011, p. 9). Efectivamente, tal y como atestiguan los estudios de Vicente Llorens, el término «liberal», en su acepción política, surgió en España durante los debates constitucionales de 1811; en concreto, durante el debate sobre la libertad de imprenta (Llorens, 1967, pp. 45-46). Por tanto, no comienza a obtener difusión universal hasta que en Cádiz se empieza a usar para nombrar a los partidarios de construir un modelo político enraizado en revoluciones políticas (inglesa, americana y francesa) y en corrientes filosóficas previas. Ahora bien, aunque algunas de las raíces del liberalismo se remonten a la revolución inglesa y a las obras de John Locke, muchos de sus presupuestos básicos, por ejemplo el respeto al individuo y a su libertad de conciencia, son anteriores. Del mismo modo que habrá que esperar a autores posteriores, como Montesquieu, para que se introduzcan principios tan básicos del liberalismo como la división de poderes. En definitiva, el liberalismo es una tradición política que se ha ido forjando en el tiempo y que podríamos decir que ahonda sus raíces en las corrientes filosóficas que han buscado la primacía del individuo, su liberación o independencia frente a las coerciones exteriores y en las revueltas contra los poderes absolutos.
Regresando a lo apuntado por Benedetto Croce, podríamos añadir que en esa historia por la defensa de la libertad política, que posteriormente veremos encarnarse en el modelo liberal, España no puede quedar a un lado; ni siquiera si damos por válido el carácter oscurantista del país, pues este sería un motivo mayor para que surgiese una resistencia a los poderes absolutos. Autores como Cervantes, corrientes como la erasmista y todos los heterodoxos que estudió Menéndez Pelayo están muy alejados de esa España negra que nos recordaba Croce, y son los antecedentes en la defensa de la libertad que defenderá́ posteriormente el liberalismo político español. Esta es, en gran medida, la tesis de Fernando de los Ríos, que en la citada conferencia en México establece una clara línea de continuidad entre erasmismo, ilustración, liberalismo y finalmente la Institución Libre de Enseñanza. Para De los Ríos, la futura Constitución democrática que acabe con la dictadura franquista tendrá que estar enraizada en esta tradición española.
Cierto es que no desarrolla la relación entre erasmistas e ilustrados, pero la deja apuntada. Una relación que ha demostrado José María Ridao en su libro Contra la historia, donde le dedica un capítulo entero (Ridao, 2000, pp. 166-182). La conexión entre erasmistas e ilustrados se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando comprobamos que tanto unos como otros se propusieron transferir la fe al ámbito de la intimidad para que la esfera pública se gobernase en una atmósfera de tolerancia. Sin embargo, también están en sintonía en otras cuestiones políticas y sociales, como que el hombre es productos de sus obras y que para distinguir a las personas se debe tomar en cuenta sobre todo el mérito personal, y no únicamente su condición de cristiano viejo. Asimismo, coinciden en otras cuestiones, como su preocupación por la pobreza. Pero, sobre las conexiones, Ridao resalta la importancia de la mirada del otro. Tanto Cervantes como Cadalso eligen a alguien ajeno a la cultura cristiana —Cide Hamete Benengeli o Gazel y Ben Beley— para que nos narre nuestra historia.
En esa línea de continuidad establecida entre erasmistas e ilustrados, De los Ríos se detiene en la «maravillosa figura de Jovellanos» (Ríos, 1997, p. 348); algo que no puede extrañar, porque precisamente el pensador ilustrado se situó en una posición compleja: contra el absolutismo del Antiguo Régimen, pero también contra el liberalismo revolucionario decimonónico. Probablemente, este sería el motivo por el que Fernando de los Ríos encontró en Jovellanos un referente, un antecedente de sus propias posiciones, que también fueron reformistas pero enfrentadas a las revoluciones de su tiempo. La continuidad de esa tradición heterodoxa se mantiene en el XIX con liberales como Larra y posteriormente con la Institución Libre de Enseñanza. Pero no está enfrentando dos Españas que viven en perpetua guerra y que en política representan la izquierda y la derecha, liberales y conservadores. En ese sentido es categórico, no cae en maniqueísmos y en la propia conferencia denuncia a los que desde la izquierda tampoco respetan la libertad de conciencia (Ríos, 1997, p. 348).
En resumen, podríamos decir que Fernando de los Ríos está contraponiendo la Institución Libre de Enseñanza (ILE) y la tradición heterodoxa española a las concepciones absolutistas de la política que, con el totalitarismo, vuelven a azotar Europa. Hay, por tanto, un patriotismo, el patriotismo crítico de la ILE, que en cierto modo recuerda al que proponía Orwell frente al nazismo en el León y el unicornio: frente al peligro del nacionalismo fascista, el patriotismo cívico que reivindica lo mejor de la cultura del país. Por otro lado, quisiera subrayar que nunca perdió su impronta liberal, pero en el exilio, tras el estallido del totalitarismo, quiso enfatizar más su compromiso con la democracia y la libertad, «cada día soy más liberal; cada día más demócrata», decía en Puerto Rico (citado en Zapatero, 1999, p. 454). En sus conferencias en el exilio insiste una y otra vez en ello. Su política siempre estuvo orientada en esa dirección, pero en el exilio, por la experiencia de la guerra civil, se acentúa aún más esa búsqueda de la convivencia entre españoles. En Puerto Rico, en un banquete de despedida, tras ser presentado por María Zambrano, pedirá: «Dignidad y concordia, perdón y olvido entre los españoles» (citado en Zapatero, 1999, p. 455). No es de extrañar que María Zambrano en Delirio y destino comparase su imagen con la del marqués de Spínola de Las lanzas de Velázquez (Zambrano, 2014, p. 974).
Fernando de los Ríos, como su maestro Giner, otorga una gran importancia a la nación, pero compatibilizó su preocupación por España, y la reivindicación de una nación española asentada en la gran tradición de disidentes, con su preocupación por Europa.
Quizá uno de los escritos más interesantes de su pensamiento político sea El sentido de la actual descomposición política del mundo (Ríos, 1997, pp. 150-182). Este ensayo nace de las conferencias que impartió en La Habana en los años cuarenta. De los Ríos recorre la historia de Europa desde el Renacimiento hasta el estallido del totalitarismo y la Segunda Guerra Mundial. Para el autor, el optimismo racionalista que nació en el siglo XV no conoció límite hasta la Primera Guerra Mundial. Frente a ese optimismo, frente a la idea de que el progreso era ilimitado, como si de una venganza se tratara, surgió, tras la guerra, una reacción irracional en la que va a primar lo emocional, el culto al éxito o la adulación a la juventud. Pues bien, en ese momento histórico de desdén hacia la razón racionalista, que lo había prometido todo y tras la guerra se revelaba fracasada, nacen el fascismo y el nazismo y triunfa el bolchevismo en Rusia. Los tres representan tres mitos. El mito de la redención proletaria, el mito de la nación y el de la raza. Los tres son universalistas, en la medida en que no tienen límites geográficos y sus políticas implican necesariamente el traspaso de las barreras nacionales.
He aquí cómo la desilusión que sobreviene después de la guerra, por no haber triunfado el racionalismo en lo que había primado, llevado de su obsesiva fe en sí mismo, ha hecho caer a los hombres en una situación extraordinariamente extraña, no supieron salvarse como hombre individuo y ahora, desilusionados de su poder como hombre individuo, quieren salvarse como hombre ciudadano y otorgan al Estado la misión de redentor y le piden que les lleve al país utópico que en su imaginación acarician.
He aquí por qué esa fertilidad del mito, ese poder del mito como algo indefinido, algo que no ha menester de marcar los contornos de su premisa, porque el mito no se lo exige, sino que es pu ra y exclusivamente una descarga emocional. (Ríos, 1997, p. 172).
El bolchevismo habría realizado una interpretación voluntarista de la obra de Marx. Estaríamos ante un movimiento elitista, que entiende la libertad co mo un concepto burgués irrelevante y que, a través de una minoría, define la única verdad posible dentro de la comunidad con el objetivo de conseguir la igualdad económica. Para ello, la dictadura se extenderá tanto como sea necesario en el tiempo. Por su parte, el mito del fascismo sería la nación. El alma ya no se ofrece a una idea religiosa, sino al ídolo nación. Para el fascismo el Estado sería un absoluto en el que el individuo solo tiene un valor relativo. Asimismo, entiende que en la guerra se aprecia el máximum de tensión, de energía humana. Es un movimiento que cultiva las diferencias como si fueran abis mos, que ensalza los opuestos. En definitiva, que entiende la política a la manera smithiana, como mero antagonismo. Por último, del nazismo señala que su mito es la raza y que su dogmática visión del mundo es mucho más grave que la del Estado del siglo XVI, pues se repite la homogeneidad de la sangre, pero con la ayuda de la técnica. Su preocupación por la expansión del nazismo fuera de Alemania se puso de manifiesto en un minucioso estudio, de 1940, sobre la «Infiltración nazi en Iberoamérica», donde estudia con detalle las dependencias económicas de varios países de América respecto a la Alemania nazi, las asociaciones y periódicos que se dedican a difundir el discurso alemán y a culpar a Estados Unidos de todos los males que acechan a América. Señala que «no se debe olvidar que el Estado nazi es un estado racial y que, por eso, no puede considerar las fronteras políticas de su soberanía como coincidentes con las geográficas» (Ríos, 1997, p. 97). También subraya que la propaganda nazi en Iberoamérica insiste en presentar a las democracias occidentales como países en decadencia y explotadores frente al nuevo mundo liberador que representa el nazismo. Para De los Ríos, los países de Iberoamérica tienen tres claras vulnerabilidades que les ponen en riesgo de ser controlados por el nazismo. En primer lugar, la deriva autoritaria, pues en gran parte de estos países el ejército desempeñaba un papel clave y prácticamente en ninguno funcionaban de manera correcta las instituciones democráticas. El segundo factor de vulnerabilidad son los conflictos sociológicos y geográficos entre muchos de estos países (entre Perú y Chile, Colombia y Panamá, Colombia y Ecuador, Guatemala y México…). Puntos de fricción que estarían siendo aprovechados por las minorías nazis de estos países. Y en tercer lugar, la estructura agraria señorial y la explotación de la población indígena. En definitiva, naciones no bien cohesionadas que la propaganda nazi intentaba desestabilizar y «hacer imposible toda suerte de compromisos entre las fuerzas políticas» (Ríos, 1997, p. 102) para potenciar la polarización.
Como ya hiciera en sus conferencias sobre la España del siglo XVI, insiste en el componente eclesial de los movimientos totalitarios y en especial en el poder redentor del mito. En cierto modo, siguiendo la clasificación de estudios que sobre el totalitarismo realizó Simona Forti, podríamos decir que la visión del totalitarismo que nos ofrece nuestro autor forma parte de las corrientes que entienden que el sistema totalitario no solo es fruto de una crisis política o institucional y, por tanto, no se puede reducir al mero estudio de una serie de hechos, sino que «hay que ahondar en ellos para estudiar sus raíces» (Forti, 2008, p. 119). En consecuencia, su pensamiento se encuadra dentro de los que buscaron una «arqueología de la ideología totalitaria», pues ligan «el funcionamiento ideológico totalitario a una específica modalidad de comprensión de la realidad» (Forti, 2008, p. 120). En el caso de nuestro autor, el totalitarismo hunde sus raíces en la concepción mítica de la política, que, como dirá más tarde García Pelayo, divide a la sociedad en dos polos, imposibilita los matices propios de la democracia y reduce al adversario a un compendio de cualidades negativas (García, 1981, p. 33).
Ahora bien, nuestro filósofo somete a una dura crítica a la razón técnico-científica, que nos ha dado grandes resultados en el campo de la ciencia pero ha dejado en soledad al hombre, desligado de los lazos comunitarios. La reivindicación de la religiosidad erasmista está unida a su preocupación por el totalitarismo; en gran medida, la vuelta al hombre interior que pedía es también contrarréplica a la soledad del sujeto moderno que han aprovechado los movimientos de masas. Reflexión que nos recuerda aquello que decía Arendt en Los orígenes del totalitarismo sobre la soledad: «Lo que prepara a los hombres para la dominación totalitaria en el mundo no totalitario es el hecho de que la soledad […] se ha convertido en una experiencia cotidiana de crecientes masas de nuestro siglo» (Arendt, 2017, p. 639).
Busca en la historia del pensamiento occidental las raíces de pensamiento totalitario. Los culpables señalados, a mi entender de forma injusta, son en especial tres autores: Maquiavelo, por desligar política y moral; Hobbes, por tener una concepción deificada del Estado y mecánica de la política; y Hegel, para quien la moral se hace carne en el Estado. Contrapone la figura de este último a la de san Agustín, que entendía que la ciudad terrenal estaba siempre en pecado frente a la ciudad de Dios, que no puede ser construida en la tierra; es decir, que hacía imposible la realización de toda utopía. En El sentido humanista del socialismo, ya había denunciado que desde la Revolución francesa hasta la rusa la idea de redención total, «de premio final a la lucha», «arrastra y avasalla» la conciencia política de Occidente (Ríos, 1976, p. 184). El culto a la historia, el afán desmedido por hacerla es señalado con lucidez por nuestro autor antes de que estalle la Segunda Guerra Mundial. Más tarde, Koestler hará una reflexión similar cuando en El cero y el infinito afirme: «El Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia. La Historia no tiene escrúpulos ni vacilaciones. Inerte e infalible, corre hacia su fin. […] El que no cree en la Historia no debe estar en las filas del Partido» (Koestler, 2013, p. 69). Para De los Ríos, la concepción mesiánica, redentora, de la historia lo único que logra es inmovilizar a la sociedad. La utopía supone estancamiento, parálisis, pero la vida es corriente, permanente fluir, que en política se traduce por reformismo. El respeto a las instituciones liberales era clave para poder avanzar hacia un modelo de Estado social de raigambre liberal abierto a un pluralismo democrático que imposibilitaba todo culto a la unidad. Por contra, el carácter eclesial de los movimientos totalitarios lo que revelaba, sobre todo, era su voluntad de unidad, de anular la pluralidad democrática.
Siguiendo a nuestro autor, el pluralismo y los conflictos no pueden ser disueltos en ninguna unidad superior, son adherentes a la política. Ahora bien, esta casa mal tanto con el marxismo, por su visión economicista y mecánica de la historia, como con el capitalismo. De los Ríos no negaba que la lucha de clases existiese, que el conflicto fuese adhe rente a la política, pero enfatizaba el hecho de que debe saber conciliar el conflicto con el acuerdo: «Lucha y concierto son dos necesidades vitales, y por eso el orden jurídico, que es el modo de anudar cada día las voluntades discordes, es un orden en permanente fluir» (Ríos, 1976, p. 203).
Por lo que respecta al capitalismo, diferenciaba entre este y el liberalismo, corriente política heredera del humanismo renacentista. El capitalismo supone una ruptura con la tradición humanista, porque el hombre deja de ser el centro, lo que no quiere decir que el capitalismo no esté enraizado en valores propios del Renacimiento: «el espíritu de empresa, la sed de libertad, el valor que se concede al individuo, la utilización de la nueva ciencia…» (Ríos, 1976, p. 113). Ahora bien, el capitalismo viene a presentar la racionalización del hombre frente a su espiritualidad. El derecho de propiedad se convirtió en «dios de carne y sangre» al que quedan supeditados el resto de derechos. Lo que va a provocar tres escisiones. La primera, entre la propiedad y el trabajo. La segunda, entre el poder político y el económico; con el capitalismo va a primar este último, lo que no es sino un resultado de otra escisión más en el campo del derecho: la relación entre derecho y obligación. Esta tercera escisión es quizá la más antidemocrática, pues sin ella no hay posibilidad de una política pluralista: «La obligación —cito a Fernando de los Ríos— que es la faz social del derecho, aquella en que junto al “yo” surge el “tú”, el alter ego, la pluralidad de individuos y fines humanos» (Ríos, 1976, p. 132).
En definitiva, a los extremismos, modelo capitalista manchesteriano, el comunista y los nazifascismos, les faltaría la visión del camino. Y es que «caminar por la vía de la justicia y hacia ella no puede, pues, estribar en cultivar la lucha, sino en no desde ñarla, pero teniendo el ánimo siempre propio al arbitraje» (Ríos, 1976, p. 205). El socialismo democrático de Fernando de los Ríos se revela así como una «idea positiva, afirmativa» y no en política antagónica o, por decirlo en palabras del autor, en «mera conciencia de oposición» (Ríos, 1976, p. 209). De hecho, como es sabido, para De los Ríos la única revolución pendiente que tenía España era la revolución del respeto. El socialismo que nos plantea estaría ligado, pues, al humanismo, al liberalismo y a la democracia, de ahí el rechazo a la revolución que en el pasado fue «objeto de arrobamientos cuando aún no se conocía en su intimidad el valor del maridaje representado por el liberalis mo y la democracia…» (Ríos, 1976, p. 263). Libe ralismo y democracia serían inquebrantables:
Democracia, si no se le añaden otras exigencias, no es bastante a dar satisfacción a la conciencia individual. Primero libertad, y con la libertad, democracia. Cuando la democracia queda suelta, la democracia puede muy bien, y nosotros lo sabemos por esos testimonios de nuestra propia historia, desembocar en el autoritarismo. (Ríos, 1997, p. 350).
La democracia sin más, es decir, sin liberalismo, no es garantía para el disidente, figura en torno a la cual podríamos decir que gira todo su pensamiento político. La democracia de Fernando de los Ríos es, en cierto modo, la patria de los disidentes. El socialismo, por tanto, solo puede ser democrático y la democracia, a su vez, tiene que ser entendida no solo como una forma de gobierno, sino como una forma de vida. A este respecto, me gustaría traer a colación parte de una entrevista que se le realizó en plena guerra civil:
Nosotros los erasmistas de la República somos responsables de desarrollar el sentido humano de la democracia que es algo más, mucho más que una forma de gobierno. Es nada menos y nada más que un régimen de vida. Desde el monje compañero de Carlos V hasta la España moderna de don Francisco Giner de los Ríos, e incluso yendo a Miguel de Unamuno, todos nosotros, en el fondo, somos erasmistas que aspiramos a realizar el sentido cristiano de la vida, aunque fuera de dogmas y ritos, y tomando de la Contrarreforma el mensaje de que el Espíritu es más que la Razón y esta un pequeño islote del espíritu humano. (La Vanguardia, 30 de septiembre de 1938).
No se puede obviar que De los Ríos conoció a John Dewey en Estados Unidos en 1926, el autor de La democracia como forma de vida. Dewey afirmaba:
Las garantías meramente legales de las libertades civiles (de la libertad de creencias, de expresión y reunión) son un pobre aval si en la vida cotidiana la libertad de comunicación y el intercambio de ideas, hechos y experiencias se ven trabados por la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio. Estas cosas destruyen la condición esencial del modo de vida democrático incluso más efectivamente que la coerción abierta, la cual —como lo prueba el ejemplo de los Estados totalitarios— es efectiva solamente cuando tiene éxito en alimentar el odio, la sospecha y la intolerancia en las mentes de los seres humanos individuales. (Dewey, 2017, p. 200).
Para ambos autores, la democracia desaparece cuando en la vida cotidiana la razón democrática deja paso a los valores negativos propios del totalitarismo. La erosión de las instituciones liberales no es sino una consecuencia posterior a la aparición de estos.
En varios escritos de este período reflexiona sobre el concepto de soberanía nacional, y pide superarlo por considerarlo obsoleto para un mundo interconectado. El Romanticismo llenó el mundo de naciones, pero la dependencia económica las ha hecho interdependientes e inviables si no se unen. De los Ríos rememora la propuesta de Aristid Birand y lamenta que no se le escuchara. Asimismo, le parece inaceptable la idea de que pequeñas naciones, condicionadas por la historia y la geografía, tengan que ser sometidas por otras grandes potencias. Por eso plantea la siguiente disyuntiva: o se avanza en la descomposición política del mundo y los Estados quedan supeditados al poder de la tiranía nazi, o se construyen federaciones, como los Estados Unidos de Europa, para preservar la democracia liberal y superar el modelo internacional que se está configurando, modelo que no duda en denominar feudalismo internacional. De los Ríos participó, junto con otros intelectuales como Stephen Ladas y Kondenhove-Karlegi, en la elaboración de un borrador de Constitución de los Estados Unidos de Europa. Esta Constitución nace en el contexto de la Conferencia Paneuropea celebrada en Nueva York en 1944, y en ella se pide una política exterior común, un ejército propio, una política econó mica común y una declaración de derechos fundamentales que deben ser reconocidos a todos los europeos (Ríos, 1997, pp. 326-341).
Habría que recordar que son las fechas del manifiesto de Ventotene (1941), de Altiero Spinelli, y que pocos años después, recién finalizada la guerra mundial, cobrará impulso el proyecto federalista. Pensadores como Camus o Hanna Arendt van a insistir en la misma idea: que el mundo se revela cada vez más unido y necesita nuevas formas jurídicas y políticas supranacionales. El primero pidió tras la Segunda Guerra Mundial una «democracia internacional» (Camus, 1996, p. 718) frente a la utopía del Estado nación. Por su parte, Arendt, afirmaba rotunda: «La humanidad que para todas las generaciones anteriores no fue más que un concepto o un ideal, se ha convertido en algo que tiene una apremiante realidad» (Arendt, 2017, p. 90). De los Ríos comparte este diagnóstico y no solo subraya la necesidad de la creación de los Estados Unidos de Europa, sino que también pide la integración política hispanoamericana (Ríos, 1997, p. 108).
Fernando de los Ríos es un autor de la generación del 14, una generación que desde su juventud se volcó en la transformación y regeneración de la vi da española. Como ha dicho Jacobo Muñoz, la generación del 27 fue auroral, frente a la crepuscular del 98 (Muñoz, 2006, p. 32). Basta recordar lo que decía Stefan Zweig en sus memorias sobre la confianza que tenía la Europa anterior a la guerra en el futuro, en el progreso. La generación del 14 española confió también en la regeneración de España y en sus posibilidades para convertirse en un país moderno. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial, el crack del 29 y sobre todo, en el caso español, la guerra civil van a darnos una imagen de fracaso ligada a esta generación. Los conceptos relacionados con el futuro, las utopías, esperanzas y confianzas en el progreso se ensangrentaron en los sistemas totalitarios que arrasaron Europa.
Como vengo diciendo, De los Ríos fue consciente de esta deriva, del paso del optimismo racionalista a la pesadilla de los sistemas totalitarios, pero gran parte de sus propuestas comenzaron justo en la otra mitad del siglo XX que no pudo vivir: la integración política europea o la creación del Estado social y democrático. Mucho le debemos a su generación y en particular a su obra, pero todavía queda mucho por hacer: una política internacional española hacia Iberoamérica, la construcción de una federación europea y la lucha contra los regímenes iliberales de cualquier signo son claros ejemplos de tareas aún pendientes, para las que su pensamiento nos será de gran ayuda. Su obra en gran medida cumple con esa filosofía que pidió una de sus mejores discípulas, María Zambrano (Zambrano, 2011, p. 294), una filosofía que nos libera de la tiranía del futuro, del futuro como un ídolo, de las utopías racionalistas, pero que precisamente por ello nos lo hace posible.
Arendt, H. (2017): Hombres en tiempos de oscuridad. Barcelona: Gedisa.
Camus, A. (1996): Ni víctimas ni verdugos, en Obras, II, José María Guelbenzu (ed.). Madrid: Alianza Editorial.
Croce, Benedetto (2011): Historia de Europa en el siglo XIX. Madrid: Ariel.
Dewey, John (2017): La democracia como forma de vida, Diego Antonio Pineda (trad., introducción y comp.). Bogotá: Pontificia Universidad Javareriana.
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Ridao, José María (2000): Contra la historia. Barcelona: Seix Barral.
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