Especial
TSN nº 14, 2022. ISSN: 2530-8521
LOS VINOS ATLÁNTICOS
Atlantic Wines
Serafín Quero Toribio
Universidad de Dresde (Alemania)

RESUMEN

El artículo trata sobre los vinos elaborados con uvas que proceden de viñas en cuyo crecimiento y desarrollo interviene el océano Atlántico. La geografía de estos vinos comprende la desembocadura del río Loira, el estuario de los ríos Garona y el Dordoña en Burdeos, los ríos Sil y Miño en Galicia, Portugal, Huelva, el triángulo mágico de Jerez, las islas Canarias, las Azores, la isla Madeira, Marruecos y los países americanos Uruguay y Brasil. Lo único que tienen en común los vinos atlánticos es el océano que los baña, pues tanto el clima como el suelo y las cepas son diferentes en cada uno de los países en que se elaboran. Los vinos atlánticos americanos se conocen como vinos del Nuevo Mundo, que se diferencian de los del Viejo Mundo por su alto grado alcohólico y su moderada acidez.

Palabras clave: Vitis vinifera, océano, ríos, descubrimiento, misión, misioneros, islas, Nuevo Mundo

ABSTRACT

This article deals with the wines elaborated with grapes that come from vineyards whose growth and development has been influenced by the Atlantic Ocean. The geography of these wines includes the mouth of the Loire river, the estuary of the Garonne and Dordogne rivers in Bordeaux, the rivers Sil and Miño in Galice, Portugal, Huelva, the magic triangle of Jerez, the Canary Islands, the Azores, Madeira, Morocco, Uruguay and Brazil. The only thing that the Atlantic wines have in common is the ocean, since the climate, the soil and the grape varieties are different in each of the countries where these wines are produced. The Atlantic wines of America are called wines of the New World. One of the difference between the wines of the New World and those of the Old World is their alcohol degree and their moderate acidity.

Keyword: Vitis vinifera, ocean, rivers, discovery, mission, missionaries, isles, New World
• Contenido •

Según algunos lingüistas, Atlas derivaría de la raíz protoindoeuropea *tel, equivalente a «soportar, sostener». Así, en la mitología griega Atlas o Atlante era un titán o gigante al que Zeus condenó a cargar o sostener sobre sus hombros la bóveda celeste. El titán oceánico, llamado Atlántico, que ha servido de puente para unir culturas, costumbres y cultivos fue descrito así por Colón cuando lo vio por primera vez: «Nunca estuvo la mar tan grande, tan fea y tan hecha espuma».

Gracias a las navegaciones oceánicas, entre los muchos cultivos que se asentaron en América figura la viticultura. Hace unos siete mil años, la Vitis vinifera apareció en la actual Georgia, no lejos del monte Ararat, donde arribó Noé con su barca tras el diluvio. Desde entonces, ha demostrado ser una planta muy viajera, pues se ha desarrollado con facilidad en lugares y climas diferentes bajo una larga variedad de nombres. Tras civilizar al salvaje Enkidu en Mesopotamia, florecer en el delta del Nilo, alumbrar a Dioniso en Grecia, embellecer los campos de Italia y propagarse por todos los confines del Imperio romano, llegó a América de la mano de los conquistadores, jesuitas y misioneros, donde recibió el nombre de misión o criolla. La vid ya existía en América en forma silvestre —la Vitis labrusca, la Vitis rupestris y la Vitis berlandieri, pero el resultado de sus uvas, una vez fermentadas, era un brebaje que nada tenía que ver con el vino. No era el vino que los misioneros necesitaban para la misa ni el que bebían los conquistadores, por lo que el vino viajaba de España a América. En el año 1502 el vino de Villalba del Alcor (Huelva) salió para América acompañando la expedición de Nicolás de Ocando. Pero más tarde se hizo obvio que era más fácil plantar y vinificar en los terrenos conquistados que llevar el vino desde España.

Así pues, la uva misión se plantó en México, donde inició un pujante desarrollo. Desde México se extendió por California gracias a los jesuitas y franciscanos, que sembraron de misiones la tierra comprendida entre San Diego y Sonoma. La labor misionera que emprendió el jesuita Juan Duarte la continuó el franciscano fray Junípero Serra, que había formado parte de la expedición militar y evangelizadora llegada a San diego en 1769. El número de misiones creció hacia el norte hasta alcanzar el Sonoma Valley. Un total de veintiuna misiones jalonaron la costa del Pacífico con nombres como San Fernando Rey de España, La Purísima Concepción o Nuestra Señora de la Soledad.

De igual modo, el cultivo de la vid se expandió al sur de México hasta desarrollarse en Perú, Argentina y Chile. Los dos misioneros que implantaron la vid en Perú fueron Bartolomé de Terrazas y Francisco de Carabantes. Uno de ellos acompañó a Diego de Almagro en la expedición a Chile entre 1535 y 1537, y llevó consigo la vid que cambiaría el paisaje de la tierra chilena. Pedro de Valdivia, en una de sus cartas de 1551, da cuenta de la abundancia de uvas que había por el norte y cerca de Santiago. El vino en Argentina empezó con la llegada de los españoles, que desde Chile y Perú introdujeron las viñas al pie de la cordillera de los Andes. Con el agua que baja de los Andes y la labor de los jesuitas, particularmente el padre Cedrón, inició su andadura el vino argentino. El primer viñedo se plantó en Santiago del Estero en 1557, Mendoza se fundó en 1561 y los viñedos de San Juan comenzaron a dar sus frutos entre 1569 y 1589.

Los vinos elaborados en América, Australia y Nueva Zelanda se conocen como vinos del Nuevo Mundo y ofrecen algunas diferencias con los del Viejo Mundo, principalmente su alto grado alcohóli co y su moderada acidez. Por lo que a América respecta, los vinos atlánticos del Nuevo Mundo son los producidos en Brasil y Uruguay. Lo único que tienen en común los vinos atlánticos es el océano que los baña, pues tanto su suelo como el clima y las cepas son diferentes en cada uno de los países en que se elaboran.

Geografía de los vinos atlánticos

Francia

Las principales regiones vinícolas bañadas por el Atlántico en Francia son dos: el Loira y Burdeos.

El Loira, viñedos de vocación atlántica

Honoré d’Urfé, conde de Châteauneuf y marqués de Valromey, eligió el Loira como escenario de una obra maestra de la literatura francesa, L’Astrée (Astrea), novela pastoril publicada en cinco partes entre 1607 y 1628. Es galante, idealista, caballeresca. Asrtrée y Celadon, pastor y pastora, viven un amor eterno en lugares bañados por el misterio y la poesía de un río en el que abundan las ninfas y el sortilegio. La acción discurre en Forez, en Lignon, afluente del Loira.

Sin embargo, el Loira no es solo un país idílico salpicado de ninfas. El paisaje de pueblos e iglesias diseminados por sus valles no fue fruto de la imaginación del novelista, sino que todavía hoy sigue teniendo la magia de aquel tiempo. El Lignon sigue bañando con sus ondas una llanura placentera solo interrumpida por apacibles bosquecillos. El Loira es misterioso, elegante, maternal, encantador, amante y colérico; es el triunfo de la feminidad, que languidece y se balancea a merced de los bancos de arena.

Inicialmente, el Loira no es más que una multitud de pequeños arroyos que convergen gradualmente en la falda sur del monte Gerbier de Jonc, en el macizo Central. Por eso se ha dicho que el Loira es fruto de la confusión. Tres de estos arroyos se unen pronto para formar el «último río salvaje de Europa», que desciende por el valle del monte atravesando Sainte-Eulalie y desemboca en un amplio estuario en el océano Atlántico. Atraviesa ciudades como Orleans, Tour, Saint-Nazarie, Saumur, Blois, Nantes. Su nombre viene del occitano leir, que significa leger («ligero»).

Impresionantes castillos jalonan las riberas de este río majestuoso de crecidas imprevisibles. Los castillos de Chinon, Loches, Amboise, Azay-le-Rideau, Talcy, Chambord, Blois, Cheverny, Villandry, Valençay, Chenonceau y tantos otros configuran un formidable conjunto de singular encanto y hermosura. Chenonceau fue el castillo de Diana de Poitiers, favorita de Enrique II, que tuvo la osadía de posar desnuda para Benvenuto Cellini. Espejo del lujo y la voluptuosidad es también el viñedo plantado por Thomas Bohier, introductor de la cepa chenin en Touraine.

Junto a la belleza de este río, en sus afluentes, en el paisaje, en las piedras y en los caminos ha latido durante más de doscientos años buena parte de la historia de Francia, salpicada de crímenes e intrigas, atravesada por el aroma sensual y puro de las rosas que triunfan en Turena y Anjou. El Loira, cantado por poetas y escritores como Rabelais, Ronsard, Du Bellay, D’Aubigné, Balzac, Alfred de Musset y Charles Péguy, conforma con sus castillos, hondonadas y valles el llamado «jardín de Francia».

El Loira es el elegante laberinto de las calles de Saumur, la dulzura de las suaves colinas de Anjou, es el vino de la región de Turena, engalanada con bellísimos jardines. Bourgueil, Vouvray, Chinon, en cuyas cuevas Pantagruel se atiborró de vino, son ciudades en las que el tiempo, cual quimera lejana, permanece anclado en el pasado. En Vouvray las bodegas penetran en las montañas. A Chinon llegó Juana de Arco en busca de ayuda para luchar contra los ingleses invasores y en Ussé duerme su eterno sueño La bella durmiente de Perrault. Talcy, donde brilla el Renacimiento, fue el escenario de los amores del sacerdote y poeta Ronsard. El castillo de Chambord, obra de Francisco I y de Leonardo da Vinci, con sus inmensas y luminosas salas y el laberinto de sus terrazas, es la viva encarnación de la arquitectura.

En Tours, el Loira se recrea en su puente de quince arcos y la plaza Plumerau conserva sus casas con entramado de madera del siglo XV. Toda la ciudad evoca a Balzac, y en su iglesia del priorato de Saint-Cosme descansan los restos de Ronsard. En Orleans, liberada del asedio inglés por Juana de Arco en 1429, destacan la catedral y el viejo barrio de pescadores. Es la tierra donde Jean de Meung escribió el Roman de la Rose, poema de amor cortés y caballeresco, y también es la tierra del poeta François Villon.

El valle del Loira está plagado de viñedos, influenciados por el Atlántico, que producen todo tipo de vinos: blancos, rosados, tintos, dulces y espumosos. Las zonas vinícolas engloban unas cuarenta AOC (Appellation d’Origene Controlée, denominaciones de origen). Las cepas que se utilizan para la elaboración de vinos blancos son: melón de Borgoña, folle blanche, sauvignon blanc, chasselas y chenin blanc. Las cepas de los vinos tintos son: cabernet franc —conocida en la zona como cabernet breton—, gamy y malbec. No obstante, las variedades que predominan son la chenin blanc, la sauvignon blanc y la cabernet franc. También se cultivan la pinot gris y noir, pero su presencia no es significativa.

Las zonas en las que quedan agrupados los vinos del Loira son las siguientes:

Anjou-Saumur

Esta zona se encuentra entre el Pays Nantais y la Touraine. Es muy popular el rosado que se elabora en Anjou, el rosé d’Anjou. Muy agradables son también los espumosos, como los de la bodega Bouvet Ladubay. Destacan igualmente los blancos elaborados con la uva chenin blanc. Las principales AOC son:

Touraine

La Touraine es la zona de los castillos, también llamada «jardín de Francia». Es el valle del Loira, en el que sobresalen los blancos elaborados con chenin blanc y los tintos con cabernet franc. Uno de los elementos característicos del terreno es la tufa o tiza, material calcáreo hervido por influencia volcánica. Las AOC más importantes son:

Loira Central

Es la región más extensa, pues comprende las zonas del Nievernais y llega hasta los límites de Borgoña y Ródano. Sus denominaciones más sobresalientes son:

Pays Nantais

Nantes es testigo impasible y mudo de la desembocadura del Loira en el Atlántico. La envuelve, la embellece y la cubre de puentes. Aquí nació Julio Verne y en ella vagan el fantasma y las intrigas que rodearon a la duquesa Ana. Nantes significa también la solución del problema religioso de Francia. El Edicto de Nantes puso fin a las guerras de religión que convulsionaron Francia durante el siglo XVI.

Esta denominación de origen comprende la de sembocadura del Loira en el océano. Aquí se elabora el popular muscadet sur lies, vino que no se trasiega después de la fermentación, sino que se deja sobre sus lías o heces para que conserve su carácter ligero y afrutado. No debe pasar más de un invierno en las cubas y se embotella antes del 1 de julio del año siguiente a su cosecha, que será el que figure en la etiqueta. Se elabora con la uva melón de Borgoña y acompaña bien al pescado y los mariscos. El comisario Maigret que inventó Georges Simenon bebía frecuentemente el muscadet de Nantes.

San Martin de Tours está considerado como el padre de la viticultura del Loira. Poseía muchos viñedos e impulsó el cultivo del vino en toda la región. Otro monje, Rabelais, también contribuyó al aumento de las viñas en el Loira, según reza el epitafio que Ronsard escribió sobre su tumba:

Una viña nacerá
del buen Rabelais, que bebió
siempre mientras vivió.

Descendiendo por la costa atlántica, se alcanza Burdeos, atravesada por el Garona y el Dordoña, que desembocan en el Atlántico formando un estuario mítico, en cuyas orillas se cultivan vinos excepcionales.

Bodega en Burdeos, Francia. (Foto: Karabo_Spain. Pixabay)

Bodega en Burdeos, Francia. (Foto: Karabo_Spain. Pixabay).

Burdeos y su legendario estuario

«Aquitania entrelazada de viñas, florida de prados, esmaltada por cultivos, rebosante de frutos, refrescada por sus aguas». Así celebraba el autor latino cristiano Salviano (siglo IV) la riqueza vinícola de Aquitania, centrada en Burdeos, con sus dos grandes ríos, el Garona y el Dordoña, en cuyas orillas triunfa Baco desde la dominación romana. «Orillas colmadas de viñas», según dejó constancia el poeta romano Ausonio en su Ordo urbium nobilium («catálogo de ciudades distinguidas»).

El Garona nace en el valle de Arán (Pirineo Central) y pasa por Toulouse —la ciudad rosa, así llamada por el color dominante en los edificios antiguos, hechos con ladrillo visto—. En Toulouse abundan los monumentos y los museos, como el de los Agustinos. Su mayor atractivo es el Garona: sus puentes y contemplar la puesta del sol en sus orillas. El jardín japonés con sus cerezos invita al amor romántico. Toulouse fue en su día una de las sedes del gobierno republicano español en el exilio.

Otro de sus encantos, no menos importante, es el cassoulet, primo hermano de la fabada, aunque el compango es diferente. Tres ciudades francesas reclaman su paternidad: Castelnaudary, Carcassonne y Toulouse. El ingrediente común son las judías, y las carnes varían según la ciudad. El de Catelnaudary lleva jamón, cerdo fresco, tocino, salchichas y confit de oca, al de Carcassonne le añaden perdices y en Toulouse el principal ingrediente es el confit de pato o de oca. Las normas oficiales para la confección del auténtico cassoulet las fijaron en 1966 los santones de la gastronomía francesa; a saber, un 30 % de carne, un 70 % de judías, hierbas aromáticas y ar magnac. Se sirve al día siguiente del que se cocinó, tras haberlo recalentado a fuego lento. Su nombre es diminutivo de cassole («cazuela»). Al eximio y exigente gastrónomo francés Curnonsky lo echaron con cajas destempladas de una casa famosa por su cassoulet porque lo pidió para la cena y eran las cinco de la tarde. La vieja que hacía el cassoulet le espetó que no era gastrónomo ni nada. Tras abandonar Toulouse, el Garona se dirige hacia el Atlántico y atraviesa, majestuoso, la ciudad de Burdeos.

El Dordoña brota en Auvernia, en Puy de Sancy, y a lo largo de su curso configura valles escarpados y rocosos acantilados, de cuyas paredes cuelgan increíbles pueblos en los que el tiempo parece haberse detenido en la Edad Media. Entre ellos destaca Rocamadour, fascinante y seductora ensoñación medieval. El Dordoña fluye hacia la región bordelesa anhelando su abrazo final con el Garona para formar el mítico estuario, llamado Gironda porque su forma semeja la cola de una golondrina, hirondelle en francés, y de ahí Gironda, nombre también del departamento, cuya capital es Burdeos, la Burdingala de la que hablaba Estrabón en su Geografía. Burdeos es una ciudad tan ligada al vino que hasta presta su nombre a su color. Fue y es una ciudad de inmensa influencia y elegancia, por lo que, siglos después, Victor Hugo escribió: «Tomen Versalles, añádanle Amberes y tendrán Burdeos».

La historia de Burdeos no se entendería sin la presencia de una mujer de ojos verdes apasionada y ardiente: Leonor de Aquitania. Su padre la había casado en 1152 con el futuro rey de Francia Luis VII. Mas cuando Godofredo V, duque de Normandía, visitó la corte de París acompañado de su hijo Enrique de Plantagenet, Leonor quedó prendada de Enrique y cambió su piadoso marido por el bizarro Plantagenet. Fruto de su matrimonio serían Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra.

Esta unión alteró la historia de Francia e Inglaterra. Inglaterra amplió sus dominios en Francia con la incorporación de la Aquitania, que Leonor aportó al matrimonio, y el vino de Burdeos cobró más impulso en el mercado inglés, al tiempo que gozó de gloria y prosperidad gracias a una fiscalidad privilegiada. Al vinum clarum bordelés los ingleses lo llamaron claret, y así lo siguen llamando todavía.

Médoc

En la margen izquierda del estuario se cultivan extraordinarios vinos tintos de renombre universal. Es el Médoc, con ocho denominaciones de origen entre las que destacan Pauillac, Margaux y Saint-Estéphe. En ellas reina la cepa cabernet sauvignon, junto con la cabernet franc y la merlot. También se cultivaron la carmenère y la malbec, que emigraron a Argentina y Chile, donde dan mejores resultados.

En Pauillac se elaboran el Château Lafite, el Château Latour y el Château Mouton-Rothschild. Tanto en el Château Lafite como en el Château Latour sobresalen la suavidad, finura y elegancia. Son vinos que al envejecer se vuelven excepcionales. Tuve la suerte de beber un Château Latour de 1985 y en él se apreciaban todavía una capa alta y limpia, un intenso bouquet, suavidad y estructura.

El Château Mouton-Rothschild es otro de los grandes de Pauillac. La familia Rothschild lo adquirió en 1853 y sigue siendo la actual propietaria. El barón Phillipe de Rothschild es el que se ha entregado con más ilusión y entusiasmo no solo a elaborar un vino de máxima calidad, sino a indagar y profundizar en la cultura del vino y sus manifestaciones artísticas a través de la historia. No en balde en 1962 abrió un museo de objetos artísticos relacionados con el vino, donde se pueden admirar desde tapices medievales de la vendimia hasta pinturas de Picasso. Otra de sus iniciativas fue encargar a grandes pintores contemporáneos la ilustración de la etiqueta cada año. Empezó en 1924 confiando la etiqueta al pintor vanguardista Jean Carlu, pero fue tal el revuelo que levantó que tuvo que desistir. La idea la retomó en 1945 y desde entonces las firmas de Georges Braque, Dalí, Chagall, Kandinsky, Picasso, Andy Warhol, Francis Bacon y muchos otros figuran en la etiqueta de sus botellas. El vino Château Mouton-Rothchild es redondo y potente, resultado de una elevada proporción de cabernet sauvignon y prolongadas maceraciones. Debido a esta cepa, resiste bien la vejez y entre los veinte y treinta años se muestra espléndido tanto en boca como en su color y bouquet.

En todos los grandes châteaux bordeleses sorprenden la profundidad del color, su intenso bouquet a sotobosque, a cuero, y un sabor rotundo y todavía algo sedoso. Mirando su color, nadie acertaría la edad de estos vinos. Pero el Château Mouton-Rothschild no solo está bueno viejo, sino que joven también resulta extraordinario. Su espuma es cárdena, el color muy profundo, el aroma intenso, violeta, frutal, y en boca redondo, con taninos muy agradables. El Château Latour de 1985 tiene un color limpio y profundo, mucho cuerpo y gran calidad. El suelo seco y pedregoso en el que se cría le aporta la mineralidad de su aroma y en boca se aprecia la virilidad de sus taninos.

En el municipio de Margaux se elabora otro excelente vino, el Château Margaux, considerado el más femenino del Médoc por su elegancia, finura y aterciopelada delicadeza. De 1836 a 1879 fue propiedad del banquero español Aguado, marqués de las marismas del Guadalquivir y gran chambelán de Napoleón III. Ello explica la popularidad de la que gozó en nuestro país, como muestra el Vals del Châteaux Margaux, compuesto por Manuel Fernández Caballero (1835-1906).

Doña Angelita proclama así la pasión que sentía por este vino:

No hay vino para mí, ¡no!,
como el Chateâux Margaux.
Parece que es del vals
la dulce invitación.
Su fuego centellea
aquí en mi corazón.
Ven, esposo mío,
ven, mi dulce amor,
y juntos bebamos del Chateâux Margaux.
Viñedos en Saint-Émilion, Francia. (Foto: blancalml. Pixabay).

Viñedos en Saint-Émilion, Francia. (Foto: blancalml. Pixabay).

Saint-Émilion

En la margen derecha del Dordoña se encuentran Saint-Émilion y Pomerol, nombres que evocan vinos de fábula. El vino fue y es la vida cotidiana de Saint-Émilion, donde vivió Ausonio, el poeta romano que alabó en sus versos la excelencia de estos vinos y cuyo nombre perdura en el Château Ausone. La leyenda cuenta que san Emiliano, el santo bretón a quien Saint-Émilion debe su nombre, se dirigía en peregrinación a Santiago de Compostela, pero al llegar a Saint-Émilion decidió quedarse allí, embelesado ante sus viñedos. La ciudad rezuma encanto medieval en sus calles y en sus iglesias.

Los vinos de Saint-Émilion son el resultado de una calculada alianza entre las uvas merlot y cabernet franc. También interviene la cabernet sauvignon, para acabar formando un perfecto ménage à trois. Son vinos menos longevos que los del Médoc, porque la proporción de cabernet sauvignon es menor.En esta zona hay dos vinos especiales: el Château Cheval Blanc y el Château Ausone. En abril de 2013 caté un Château Ausone de 1988. Destacaba por su potencia, plenitud, elegancia y equilibrio.

Pomerol

En Pomerol, zona contigua a Saint-Émilion, brilla con luz propia el mítico Château Pétrus, que rivaliza en precio y calidad con otra leyenda de la Borgoña, el Romanée-Conti. Sus cepas son la merlot y la cabernet franc, pero predomina la merlot. La vendimia se realiza por la tarde con el fin de que las uvas estén secas cuando lleguen a la bodega, para evitar que las gotas del rocío mañanero entre en contacto con el mosto. Su color es excepcional, como su precio. El bouquet es intenso y profundo y en boca sobresalen la suavidad y la elegancia.

Graves

Graves está en la orilla izquierda del Garona. En ella se producen vinos blancos y tintos. Entre los blancos destaca el Château Carbonnieux y entre los tintos el Château Haut-Brion, que durante un tiempo fue propiedad de Talleyrand. Es poderoso, carnoso, de largo envejecimiento, con un bouquet complejo y penetrante. Talleyrand, ministro de Asuntos Exteriores de Napoleón, se lo llevó al Congreso de Viena (1815), junto con el cocinero Carème, para conquistar el paladar de los poderosos de aquel tiempo.

Sauternes

Lindando con Graves, encontramos Sauternes, zo na en la que se elaboran los vinos blancos llamados licorosos. Las cepas son tres: semillon, sau vignon blanc y muscadelle. Son vinos muy apreciados, entre ellos el Château d’Yquem, considerado por algunos como una exageración de lo exquisito. Es un vino naturalmente dulce, es decir, que no ha sido encabezado con alcohol vínico. Se elabora con las uvas semillon y sauvignon blanc. Se trata de uvas que han sido atacadas por el hongo Botrytis cinerea. Este hongo solo se desarrolla cuando las condiciones de temperatura y humedad son favorables. Es necesaria cierta alternancia de sol y humedad, porque el sol provoca la concentración del grano y la humedad propicia el desarrollo del hongo. Se produce entonces una absorción de agua, la uva se reseca, disminuye la acidez y se concentra el azúcar. Este fenómeno se conoce con el nombre de podredumbre noble. El hongo Botrytis cinerea lo descubrió el naturalista holandés Antonio van Leewenhook en el año 1690; también fue el descubridor del espermatozoide.

El Château d’Yquem se elabora con estas uvas afectadas por la podredumbre noble, que se vendimian una a una para recoger solo las que están debidamente «podridas». El resultado es un vino extraordinario, untuoso, suavemente dulce, que recuerda la miel, la piel de naranja o el membrillo. En España este vino tiene un templo que se llama Atrio, un restaurante de Cáceres. Dentro de la bodega se encuentra «la capilla» vestida de pan de oro en la que reposa una fabulosa colección de botellas de Château d’Yquem que empieza en 1806 y llega hasta nuestros días. La colección incluye la botella que se rompió a la vuelta de una subasta. La bodega del restaurante Atriobien merece una visita. Es emocionante contemplar más de 35.000 botellas de vinos legendarios como el Romanée-Conti, Pétrus, Vega Sicilia, Château Latour, Margaux, Mouton-Rothschild y, como queda indicado, Château d’Yquem. Otros vinos elaborados con uvas afectadas por el hongo Botrytis son el Quart-de-Chaume del Loira, el Eiswein (vino de hielo) y los Trockenbeerenauslese alemanes, así como el Tokay húngaro.

Entre-Deux-Mers

Además de Graves, la otra zona de vinos blancos es Entre-Deux-Mers, así llamada porque está entre el Garona y el Dordoña. Son ligeros, limpios y afrutados, ideales para acompañar las ostras y el pescado de la región.

Un término clave para entender el vino de Burdeos es château, que significa «castillo», aunque en Burdeos no necesariamente coincide con la idea de castillo en el sentido tradicional de la palabra. La mayoría de los châteaux son casas de campo o casas solariegas rodeadas de viñedos, unas más lujosas que otras. Uno de los pocos castillos auténticos es el de Château d’Yquem, impresionante y solemne. La mención de château en la etiqueta significa que el vino se ha elaborado exclusivamente con uvas procedentes de ese château y se ha embotellado en el mismo château. El lema de calidad del vino de Burdeos es la frase que leemos en la etiqueta: Mise en bouteille au château, que significa «embotellado en la propiedad».

Además de las distintas zonas vinícolas bordelesas, hay una antigua clasificación basada en la calidad de los vinos. Esta clasificación se realizó en 1855 con motivo de la Exposición Universal de París y los responsables fueron los negociantes de vino. Los criterios que manejaron fueron el terreno y los precios que habían alcanzado en años anteriores. Hay que decir, no obstante, que André Julien se anticipó, pues en 1816, en su Topographie de tous les vins connus («Topografía de todos los vinos conocidos»), clasificó como vinos de primera categoría el Château Lafite, el Château Latour, el Château Margaux y el Château Haut-Brion.

Los negociantes de vino no se equivocaron y su clasificación sigue vigente, aunque se olvidaron de Saint-Émilion y Pomerol. Solo clasificaron los vinos del Médoc y Sauternes; el Château Haut-Brion, que se elabora en Graves, lo incluyeron con los del Médoc. Estos vinos quedaron clasificados en cinco crus: primeros, segundos, terceros, cuartos y quintos. Los premiers grands crus fueron cuatro tintos y uno blanco, Château Lafite, Château Latour, Château Margaux, Château Haut-Brion y Château d’Yquem. Al Château Mouton-Rothschild lo dejaron fuera, pero esta injusticia se reparó en 1973 y desde entonces figura entre los cinco primeros.

Diríase que el barón intuía dicha reparación y, para celebrarlo, la etiqueta que ilustró Picasso en 1959 la sacó con el vino de 1973.

En 1955 se procedió a la clasificación de los vinos de Saint-Émilion. Están clasificados en premiers grands crus classés A y B, y en grands crus classés. A la primera categoría pertenecen el Château Cheval Blanc y el Château Ausone. A los vinos de Graves les llegó su turno en 1959 y en Pomerol el Château Pétrus se clasifica por sí solo. En las etiquetas de muchos vinos de Burdeos figura la mención crus bourgeois. Son vinos que fueron clasificados en 1932. Aunque no son comparables con los grandes châteaux, su calidad es bastante alta y su precio asequible, por lo que representan una buena opción.

Give me women, wine and stuff, my beloved Trinity. Mujeres, tabaco y vino fueron la amada trilogía en la que el poeta romántico John Keats sintetizó su vida. El vino fue la pasión que encendió su paladar, y por un sorbo de vino del sur suspiraba su corazón atormentado. El vino como evasión y síntesis, nunca como senda hacia la embriaguez, pues en la carta que escribe a su hermano en 1819 le confiesa que nunca bebe más de tres copas de vino.

En dicha carta, Keats se explaya en un encendido elogio del vino de Burdeos, el celebrado claret que tanto había gustado también a John Locke, Daniel Defoe, Jonathan Swift y Samuel Pepys. Las alabanzas que Keats dedica al burdeos recuerdan las que Shakespeare puso en boca de Falstaff sobre el vino de Jerez. Dice así:

¡Cómo me gusta el claret! Es lo único que me hace sensual el paladar. Se derrama con frescura en nuestra boca, es fragante, sube sutilmente hacia el cerebro, cual Aladino que buscara su palacio encantado, con tanta suavidad que llega sin notarse. Otros vinos transforman al hombre en un Sileno, este lo transforma en Hermes, y ofrece a la mujer el alma e inmortalidad de Ariadna. Es la única pasión de mi paladar.

España

En España se distinguen cuatro regiones vinícolas atlánticas: Galicia, Huelva, Jerez e islas Canarias.

Galicia, anegada por sus rías y ríos

El Miño y el Sil

Frondosos parajes bañados por el Miño y el Sil, valles inundados por el agua, que como un brazo de mar se adentra en las entrañas de la costa, un paisaje de colinas y cumbres semejante a los Campos Elíseos de la mitología griega que la primavera de mayo se resiste a abandonar, como escribió Tirso de Molina en La romera de Santiago:

Tuvieron
razón, que pienso que el mayo
de estos campos, de estas cumbres,
es eterno ciudadano.

Unamuno cree que el paisaje en Galicia es femenino, según dejó escrito en su obra Por tierras de Portugal y de España:

Las esquinosas sierras, tal como surgen de las roturas y levantamientos, se han ido hundiendo y desmoronando en montes terrosos y chatos, de contornos ondulantes y sinuosos, como de senos y caderas mujeriles […]. Y luego la frondosa cabellera de castaños, pinos, robles, olmos y cien otras castas de árboles, cubriendo aquellas redondeces y turgencias, dan al paisaje un marcado carácter femenino […]. Y las mujeres, cuando el trabajo no las ha marchitado, son como el paisaje: de carnación muy fraguada, bien tapados los huesos, redundantes, como las que pintó Rubens, con tupida fronda de cabellera, con ojos a que asoman la melancolía secular de un pueblo antiguo.

El Miño, que nace en Miera (Lugo), es el alma de Galicia, por cuyas aguas fluyen leyendas, tradiciones y supersticiones. Los romanos ya lo vieron como un río embrujado por su niebla. El Sil, abundante y generoso —se dice que el Miño lleva la fama y el Sil le da el agua—, nace en las cercanías de Cueta, en El Bierzo.

El Sil es el río sagrado que une Lugo con Orense. Serpentea entre monasterios y montañas, cual larga cinta azulada, configurando un marco de belleza espectacular, de este modo cantada por Lope de Vega en su comedia El mejor alcalde, el rey:

Nobles campos de Galicia
que a sombras destas montañas,
que el Sil entre verdes cañas
llevar la falda codicia,
dais sustento a la milicia
de flores de mil colores;
aves que cantáis amores,
fieras que andáis sin gobierno,
¿habéis visto amor más tierno
en aves fieras y flores?

«Ay, cómo cantaban os albres do Sil / sobre a verde lúa, coma un tamboril», escribiría García Lorca siglos más tarde.

Los cañones del Sil son la frontera entre Lugo y Pontevedra. Los viñedos, cultivados en terrazas en escarpadas laderas, llevan siglos asomándose al curso de este río sagrado y monacal. Son los viñedos de la Ribeira Sacra, así llamada por la cantidad de monasterios y ermitas que pueblan sus colinas.

El Miño, deudor del Sil, baña la ciudad de Orense y, dejando atrás Ribadavia, atraviesa la provincia de Pontevedra para desembocar en La Guardia, ya en el Atlántico. Miguel de Unamuno lo ve «como una caricia lenta [que] baja al mar, restregándose en la verdura de las vegas. La tierra toda del Miño, de un lado y otro de la ría por España y Portugal, se abre a los ojos como una visión de ensueño que nos ata a la tierra […]. Es un paisaje carnal y crepuscular a la vez y, si me es permitido decirlo, más musical que pictórico».

Galicia, penetrada por las aguas de sus rías y sus ríos, también es fecundada por las vides que esmaltan su paisaje desde remotos tiempos. El vino se cultiva en Ribeiro, Valdeorras, Rias Baixas, Monterrei y Ribeira Sacra. Los suelos son en su mayoría granito, excepción hecha de Sanxenxo, Tomiño y El Rosal, que, por su cercanía a la costa, son pedregosos y arenosos. En todas las denominaciones de origen se producen excelentes vinos blancos y, aunque menos conocidos, excelentes tintos.

Tradicionalmente se ha identificado a Galicia con el vino de la DO Ribeiro, bebido en tazas. El ribeiro ha sido su abanderado. Aquí se elaboran blancos y tintos procedentes de hasta quince variedades de uvas, de las que las principales son treixadura, torrontes, albariño y loureiro para los blancos, y la caino para los tintos. Su vino más célebre ha sido desde siempre el de Ribadavia. Estuvo presente en muchas mesas aristocráticas y tuvo mucho eco en nuestra literatura del Siglo de Oro. El licenciado Vidriera de Cervantes lo bebió en una taberna de Génova. El gracioso Tronera de la comedia de Lope Ya anda la de Mazagatos lo pone como testigo de ser enemigo del agua:

San Martín y Ribadavia
son testigos de que soy
rancio enemigo del agua.

Agustín Moreto lo eleva a los altares en Cómo se vengan los nobles: «San Ribadavia de oro», y Tirso de Molina lo entroniza al llamarlo «monarca de los vinos» en La romera de Santiago.

Valdeorras

En Valdeorras se cultivan la garnacha tintorera, la valenciano, también llamada moza fresca, la palomino, la mencía y la godello. La variedad godello produce unos vinos algo robustos, ricos en extracto, con aromas de lima y almendra, bastante especiados. Es una uva que está de moda y ojalá no le ocurra como a la verdejo en Rueda, víctima de su fama. Es una zona llena de tradiciones y leyendas. En Valencia do Sil pueden verse tres grandes rocas que han dado lugar a diversas leyendas. Una de ellas atribuye su origen al caballero Roldán, que para salvar a tres princesas cristianas de las garras de un musulmán las convirtió en tres piedras blancas, y ahí siguen a la espera de que alguien las desencante.

En Barco de Valdeorras, la noche del viernes santo celebran la procesión de los caracoles, así llamada porque antiguamente los vecinos vaciaban los caracoles para llenarlos de aceite y utilizarlos como velas que colocaban junto a las ventanas y puertas para iluminar el recorrido de la procesión.

Rias Baixas

Ruta del vino en As Rias Baixas (España). Viñas sujeta con postes de granito. (Foto: Wikimedia Commons, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:RUTA_DEL_VINO_EN_AS_RIAS_BAIXAS_%286314679972%29.jpg).

Ruta del vino en As Rias Baixas (España). Viñas sujeta con postes de granito. (Foto: Wikimedia Commons, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:RUTA_DEL_VINO_EN_AS_RIAS_BAIXAS_%286314679972%29.jpg).

Las Rias Baixas son muy populares por sus vinos y su bello paisaje. Comprenden tres subzonas: Valle del Salnés, Condado de Tea y El Rosal. Excelentes vinos de esta zona son Santiago Ruiz, Terras Gauda, Martin Codax, Pazo de Señorans y Mar de Frades, entre otros. La uva reina de esta zona es la albariño. Se cree que esta cepa está emparentada con la elblingalemana, traída a Galicia por los monjes de Cluny. Tiene opulencia tropical, melocotón, albaricoque y una viva acidez. De color amarillo pajizo, con reflejos verdosos y aromas que evocan las manzanas, el melocotón y las flores. Es el vino ideal para los tentadores y extraordinarios pescados y mariscos del restaurante D’Aberto, en El Grove.

En Cambados la bodega Martin Codax rinde homenaje al trovador del siglo XIII Martin Codax, del que se conservan las más antiguas cantigas. Por su parte, la bodega Valdamor, en Meaño, recoge en su nombre una antigua leyenda gallega que narra el amor de dos jóvenes de familias enfrentadas que, como muestra de juramento de eterna fidelidad, plantaron una vid. A medida que su amor aumentaba, la cepa iba creciendo y daba un fruto dorado y sabroso. Los vecinos, maravillados, llamaron al lugar Valdamor o «valle del amor».

En las Rias Baixas merece la pena comer lamprea, un manjar gustoso pese a su aspecto. Las mejores lampreas se pescan en la comarca del Condado de Tea. Camilo José Cela recomendaba comerla a lo clásico o a lo beneficioso en su artículo «La difícil prueba de la lamprea», publicado en el periódico Abc el 5 de marzo del 2000: «La lamprea se come a lo clásico, con su guiso de jamón, cebolla, ajo, laurel, aceite, pan, tomates, vino tinto, mostaza y sal, y se sirve con arroz blanco y costrones de pan frito, o a lo beneficioso, o sea, con anguilas, patatas, pimientos rojos, tomates, ajos, cebolla, jamón, laurel, azafrán en rama, pimentón dulce y sal, claro; no hay por qué repetir ahora las sabidurías de cada una de las dos apuntadas delicias». Miguel de Unamuno dedicaba estos versos a la lamprea en el volumen quinto de su Cancionero:

Por ser la lamprea pauta
con sus siete trampantojos
y dos ojos, que le dan
un aspecto de flauta
Neunaugen, esto es: «nueve ojos»
se le llama en alemán.

Los viñedos de Monterrei son los protagonistas del ancho valle que atraviesa el río Támega. Sus vinos blancos y tintos son muy aromáticos y afrutados.

Ribeira Sacra

En la Ribeira Sacra domina el tinto elaborado con la variedad mencía. Se sitúa al sur de la provincia de Lugo y al norte de la de Orense, siguiendo el curso del Sil desde Montefurado hasta su unión con el Miño en los Peares. La capital es Monforte de Lemos, donde se alza el llamado Escorial gallego, convento de Nuestra Señora de la Antigua, de estilo herreriano con algún elemento neoclásico. La vid se cultiva en abruptas y escarpadas laderas, en estrechos bancales que exigen un esfuerzo sobrehumano al viticultor. En sus vinos de color violeta afloran intensos aromas que recuerdan la frambuesa y la mora. Un vino de esta zona muy celebrado en fiestas y ferias es el amandi, vino de resonancias romanas muy agradable al paladar.

El vino amandi tiene un color púrpura, cuyos reflejos recuerdan tanto el morado episcopal como el rojo cardenalicio. Álvaro Cunqueiro lo comparaba con «las pálidas violetas del Médoc», en clara alusión a la cepa, emparentada con la cabernet franc bordelesa. Es sabroso, redondo en boca, pleno de aromas frutales y ajustada acidez.

Álvaro Cunqueiro afirmaba que el albariño era el primer blanco de España y uno de los mejores de Occidente. A pesar de la controversia que puede suscitar su afirmación, no cabe duda de que es uno de los grandes blancos.

El Bierzo, atlántico y mediterráneo

En la provincia de León, El Bierzo es tierra de tradiciones jacobeas, leyendas templarias, de colinas, de viñedos y castaños. Es también el protagonista de la novela de Gil Carrasco El señor de Bembibre. Aunque las aguas del Atlántico no penetran en la Denominación de Origen El Bierzo, la influencia del océano condiciona los viñedos y sus vinos. A través del valle del río Sil, que nace en las cercanías de Cueta, recibe la influencia del Atlántico, las temperaturas son suaves, goza de buena insolación y una considerable lluvia. Los viñedos alcanzan los ochocientos metros de altitud. La pizarra predomina en el suelo de las laderas. Las cepas, la mayoría viejas, se cultivan en vaso. La uva reina de esta zona es la mencía, y entre las blancas la godello. Con esta uva, las bodegas Dominio de Tares elaboran un blanco llamado la Sonrisa de Tares 2021, de viñas a setecientos metros de altitud, muy floral y fresco, con agradables notas cítricas. Los tintos de la uva mencía son muy afrutados, característica que mantienen tras los dos años de crianza con un mínimo de seis meses en barrica.

La singularidad de El Bierzo consiste en la zonificación del viñedo en toda su superficie. El viñedo está clasificado en unidades geográficas menores: vinos de villa, de paraje, de viña clasificado y gran vino de viña clasificado. Tales circunstancias, así como la mencía, la godello, el cultivo en vaso y las cepas centenarias, proporcionan a sus vinos peculiaridad y calidad.

Álvaro Palacios y su sobrino Álvaro Pérez han impulsado el cultivo del vino en El Bierzo aplicando la biodinámica, realzando al máximo la expresión del terroir.

El triángulo mágico del sur: Jerez y Sanlúcar de Barrameda

El Guadalquivir, el río Guadalete y el Atlántico forman un singular triángulo, en cuya tierra blanca y calcárea crecen las uvas palomino, moscatel y pedro ximén, que dan lugar a un vino asombroso y universal. Un vino que se cría protegido bajo un manto, llamado flor.

Hace miles de años la ciudad de Tartesos florecía en la margen derecha del Guadalquivir. La Biblia habla con frecuencia de Tarsis. Los anales del rey Salomón citan a Tarsis en el Primer Libro de los Reyes, XXII, 49, y X, 22: «Porque el rey tenía la flota que salía a la mar, a Tarsis, con la flota de Hiram: una vez en cada tres años venía la flota de Tarsis y traía oro, plata, marfil, simios y pavos». Tarsis y Tartesos son la misma ciudad. El nombre originario Tartis se ha conservado en el del río Tertis, en cuya desembocadura estaba situada la ciudad. Tertis es el nombre que recibía el Guadalquivir. Los griegos convirtieron Tartis en Tartesos y los tirios la llamaron Tarschisch en virtud de una ley fonética de los semitas que cambia en sch la t de las palabras extranjeras. Tertis fue luego Betis para los romanos y Guadalquivir (al-Wadi al-Kabir, «río grande») para los árabes.

El Guadalquivir nace en la sierra de Cazorla y desde allí baja con ímpetu entre pinos, robles, madroños, chopos y matorrales, abriendo brechas y cascadas. Así lo vio Antonio Machado:

Te vi en Cazorla nacer,
hoy, en Sanlúcar morir.
Un borbollón de agua clara
debajo de un pino verde
eras tú, ¡qué bien sonabas!

Este borbollón de agua clara pronto se remansa, recobra la calma y en sus aguas reverberan cumbres, pinares, sobrecogedores paisajes agrarios, la plata de los olivos y la luz cegadora de los cortijos blancos. Alejándose de la sierra de Cazorla, ya en la depresión del Guadalquivir, hallamos Úbeda y Baeza, dos bellísimas ciudades en las que el Renacimiento brilla en la piedra dorada de sus edificios. En Baeza, Antonio Machado contemplaba el discurrir del río entre vides, olivares y campos.

El río va corriendo,
entre sombrías huertas
y grises olivares,
por los alegres campos de Baeza.
Tienen las vides pámpanos dorados
sobre las rojas cepas.
Guadalquivir, como un alfanje roto
y disperso, reluce y espejea.

El gran rey de Andalucía, como lo llamó el cordobés Luis de Góngora, atraviesa la «celeste Córdoba enjuta», la Córdoba lejana y sola, desde cuyas torres la muerte espera y sigue mirando al jinete que nunca llegará a Córdoba. Cerca del Guadalquivir le segaron la vida a Antoñito el Camborio sus cuatro primos Heredia:

Cuando los erales sueñan
verónicas de alhelí,
voces de muerte sonaron
cerca del Guadalquivir.

El río Guadalquivir, con sus barbas granate, se aleja de Córdoba entre naranjos y olivos, y se adentra por el labrantío sevillano entre pueblos de larga resonancia en la historia de España y de Andalucía. Escoltado por los siete niños de Écija, va buscando Sevilla para abrirles camino a los barcos de vela.

En Sevilla, el Guadalquivir es la memoria y el recuerdo de ese «soberbio teatro del mundo», como la llamó Lope de Vega. En él retumban el esplendor del Siglo de Oro y su pícaro contrapunto, que refleja Cervantes en su novela ejemplar Rinconete y Cortadillo. Dice Cervantes que en él «están, posiblemente, los mendigos que con más dramatismo ejercen su tarea en toda la ciudad». El río es el reflejo de la Giralda, espejo de la calle Betis y de los puentes de Triana, de San Telmo y del Parquito, es también el embalse doloroso de las lágrimas que saltan en la madrugá sevillana, al tiempo que sufre y siente la amargura de la Macarena.

El Guadalquivir cruza el ancho campo que separa a Huelva de Sevilla, arrastrando volante entre sus aguas el aroma del vino del Condado, el vino navegante que acompañó a aquellos bravos marineros que partieron de Palos de la Frontera rumbo a las Indias. Y ebrio de un vino sutil y penetrante, la manzanilla de Sanlúcar, se funde con el océano en un inmenso abrazo.

En Sanlúcar de Barrameda un aire húmedo y marítimo propicia el nacimiento de un vino milagroso, vino que nace donde muere un río, pajizo en su color, de aroma penetrante, marcada fragancia y femenino hasta en su nombre. Es seco y ligero, de sabor muy delicado y poco ácido al paladar, con un final algo amargo y un suave toque de salinidad que le aportan las brisas del Atlántico. Vino noble, milagroso, popular y culto. Bajo el manto de su flor se esconde un vino original incluso en el misterio de su nombre. Hasta cuatro teorías se han sugerido para aclarar el origen de su nombre, todas ellas muy voluntariosas: la ciudad de Manzanilla, cercana a Sevilla, cierto sabor a manzanas silvestres, una cepa del mismo nombre y, por último, la hierba de la manzanilla. Probablemente sea esta última la más acertada, ya que su peculiar aroma recuerda al de la flor de la manzanilla, y así lo puso de manifiesto Esteban Boutelou en su Memoria sobre el cultivo de la vid en Sanlúcar de Barrameda y Xerez de la Frontera, Madrid (1907):

De las uvas blancas aparentes como la listán, pisadas en buena disposición, y exprimidas levemente, se obtienen vinos blancos sin el menor viso, que se distinguen constantemente por su olor de manzanilla, y por su fragancia exquisita que tanto aprecian los gaditanos.

El misterio de su nombre se desvela en nuestra boca cuando todas las primaveras renace alegre y festivo de su túnica de armiño. Con el paso del tiempo, la flor, «flor de agonía», va desfalleciendo y transformando el vino en lo que se conoce como manzanilla pasada, de aromas y colores procedentes de la decadente flor. La manzanilla pasada es intensa y expresiva, de gran finura y estructura. Su vejez mínima es de más de siete años. La fragancia de su aroma recuerda los frutos secos. En Sanlúcar, la uva palomino recibe el nombre de listán, el sistema de soleras y criaderas es un sistema de clases, ya que se llama clase cada una de las escalas, la venencia es la caña y la caña es también el vaso en que se bebe, llamado gorrión o castora cuando su capacidad es mayor que la caña. La manzanilla es duende, misterio y hechizo. En su composición entra la brisa del mar. Es un vino marinero y atlántico por excelencia.

La manzanilla es un tema recurrente tanto en la literatura nacional como extranjera. Sería tedioso citar todos los testimonios y alabanzas de la manzanilla de los muchos escritores que han hablado de ella. Basten algunos ejemplos. Para el Duque de Rivas, «la manzanilla es el vino más leve, tenue, delicado de España, vino de sirenas, fino como la brisa o como las mañanas de verano».

Bécquer la cita en «La venta de los gatos». Juanito Santacruz, personaje de Fortunata y Jacinta, de Pérez Galdós,la bebe con abundancia en Sevilla «para asimilarse a Andalucía y sentirse bien en sí». La identificación de la manzanilla con Andalucía aparece también en Pío Baroja, para quien la vida de los andaluces se reducía «a tomarse unas medias cañas de manzanilla y cantar». ¡Ojalá llevara razón don Pío! Miguel Hernández también identifica la manzanilla con la ciudad Sevilla en «Visión de Sevilla» (Vientos del pueblo).

Gerardo Diego, en su obra El Jándalo, dedica cuatro canciones a Sanlúcar de Barrameda. En una de ellas, «Noche en Sanlúcar», menciona a Joaquín Turina, que bebía la manzanilla con asiduidad y entendimiento.

De Sanlúcar sé el olor,
que no lo sabía,
que el aroma de la caña
—Turina sí lo sabía—
no es lo mismo aquí en la playa.

El gran músico Joaquín Turina, que pasó largas temporadas en la «ciudad de la plata», como él llamaba a Sanlúcar de Barrameda, fue nombrado hijo adoptivo de Sanlúcar, y a ella dedicó varias composiciones musicales, como Poema de una sanluqueña, Rincones de Sanlúcar y la sonata para piano Sanlúcar de Barrameda, auténtico homenaje a la ciudad y a su vino, según dejo escrito el compositor.

Rendir un homenaje a la maravillosa ciudad de plata, centinela del Guadalquivir y maga hechicera, que combina sutilmente el yodo de su mar con el perfume de su manzanilla. El alma de la ciudad aparece triunfante, pero envuelta en el ritmo de una farruca, como si sintiera la alegría inconsciente del mareo, la alegría dorada de la manzanilla.

La manzanilla era ya muy popular en el Madrid de finales del siglo XIX, como atestigua Emilia Pardo Bazán en su obra Insolación (1889). Miguel Hernández identifica la manzanilla con la ciudad de Sevilla en «Visión de Sevilla», Vientos del pueblo (1937), y para Salvador Rueda el vino de Sanlúcar se hace sonrisa en la caña.

Ya el licor dorado perfuma la caña,
ya la última vuelta la copla acompaña,
ya suspende el baile su música extraña…
¡y la manzanilla sonríe en la caña!

Manuel Machado, vinculado a Sanlúcar como tantos otros autores, proclama que la manzanilla es su vino con estos versos:

La manzanilla es mi vino
porque es alegre, y es buena
y porque —amable sirena—
su canto encanta el camino.
Es un poema divino
que en la sal y el sol se baña…
La médula de una caña
más rica que la de azúcar…
El color que da Sanlúcar
a la bandera de España.

Si la manzanilla nace donde muere el Guadalquivir, en el entorno del río Guadalete se elabora el fino jerezano. El Guadalete nace en el Peñón Grande, al norte de la sierra de Grazalema, y desemboca en el Puerto de Santa María, donde se abre en un estuario de dilatadas marismas. En sus primeros tramos lo escoltan las adelfas, discurre por un paisaje abrupto, que se va suavizando al adentrarse por las campiñas de Sevilla y Cádiz. Tras abrazar Arcos de la Frontera, va dibujando caprichosos meandros por los Llanos de las Huertas, donde florecen los naranjos. «El río infausto, trágico, se desliza callado, allá en lo hondo», escribía Azorín en su artículo «El tío Joaquinito», publicado en El Imparcial del 24 de abril de 1905.

El «Guadalete de envinados reflejos», en palabras de Caballero Bonald, toma su nombre de Lete o Leteo, el río del olvido de la mitología griega. Dice Borges en su poema «Al vino»: «Que otros en tu Leteo beban un triste olvido; / yo busco en ti las fiestas del fervor compartido».

En este río pagó su gran pecado el rey don Rodrigo al ser derrotado por las tropas de Tariq ibn Ziyad en julio de 711, en la batalla del Guadalete, que cambiaría para siempre el curso de la historia de España. En estas tierras turbadas por el Atlántico, a las que se asoma silencioso el Guadalete, se cultiva un vino que desencadenó el delirio de Falstaff y la admiración gozosa de Pérez Galdós. «Si mil hijos tuviera, el primer principio humano que les inculcaría sería el de abjurar de las bebidas flojas, para hacerlos adictos al sack [jerez]», proclama Falstaff en la obra de Shakespeare Enrique IV, segunda parte, acto IV, escena III. Y Galdós en su breve relato Theros escribe: «Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad». Un vino generoso que no escapó a la atenta mirada de Cervantes: «llenáronse de regocijo los pechos, porque se llenaron las tazas de generosos vinos, que cuando se trasiegan por la mar de un cabo a otro se mejoran de manera que no hay néctar que se les iguale» (Los trabajos de Persiles y Segismunda, libro primero, capítulo XV). Un vino, llamado sherry, del que escribe Sylvia Plath en sus Diarios: «Bebo jerez y vino por mí misma, porque me gusta y tengo una sensación sensual de satisfacción…, lujo, felicidad teñida de erotismo».

El jerez es un vino mágico y universal cuya originalidad estriba en su peculiar sistema de elaboración y crianza. Excepcional porque se cría protegido por un manto de armiño, llamado flor o crianza biológica, y por una crianza oxidativa que se prolonga en el tiempo. Los tipos básicos del jerez son el fino, el oloroso y el dulce. Nuevamente encabezado, reaparece el fino bajo el nombre de palo cortado y amontillado. Con la uva que brota de un terreno blanquecino, la palomino, se elaboran el fino y el oloroso, y de las uvas moscatel y pedro ximénez, debidamente asoleadas, nace el dulce.

La singularidad del fino jerezano, encabezado con alcohol vínico hasta los 15º, se basa en un complejo sistema de soleras y criaderas. Es un sistema dinámico que está en un flujo permanente Las botas están colocadas en filas horizontales y superpuestas, llamadas escalas, apiladas en tres o cuatro niveles. De la primera criadera, llamada solera porque está en contacto con el suelo, se saca el vino que va a ser embotellado. El vino extraído se reem plaza con vino de la segunda criadera, que a su vez se reemplaza con vino de la tercera, y la última se rellena con vino de sobretablas. Gracias a este sistema, se reponen los nutrientes necesarios para mantener la flor y de este modo el vino se revitaliza. Igualmente, al mezclar diversas añadas se suavizan las características de cada una. El fino es un vino de gran finura y delicadeza, muy seco, de color pajizo y aroma intenso y punzante, cuyo sabor recuerda a la almendra. Por su parte, el oloroso es un vino que se encabeza a una graduación superior a los 15º, así se evita que la flor se desarrolle y se destina hacia una crianza llamada oxidativa. Gracias a esta crianza, que perdura en el tiempo, tiene un color oscuro que con el tiempo se torna caoba profundo. Embriaga la fragancia de su aroma con notas de caramelo y chocolate negro.

El palo cortado empieza como fino, pero durante su crianza biológica presenta algunas oscilaciones en el velo de flor, por lo que el capataz corta con un trazo horizontal el palo ligeramente inclinado que había trazado en la bota, de ahí el nombre. Se encabeza a unos 17,5º, iniciando así su crianza oxidativa. Es un vino elegante y complejo, cuyo color transita del ámbar al caoba oscuro. El amontillado es un fino que tras varios años bajo crianza biológica deriva hacia la crianza oxidativa. Se consigue encabezando el vino hasta alcanzar los 17º o 18º. La crianza bajo flor puede durar entre tres y ocho años, mientras que la crianza oxidativa puede suponer un tiempo bastante prolongado. En nariz es algo punzante y destaca su aroma avellanado. Su color cambia del oro viejo al ámbar y en boca resalta su final seco y largo postgusto. Con las uvas moscatel y pedro ximénez, debidamente asoleadas, se elabora el jerez dulce, encabezado hasta los 18º. Es un vino de un envejecimiento dilatado, cuyos aromas varían según la juventud y los años. En su juventud desprende aromas de frutas confitadas, pero con los años sus aromas devienen más complejos, con recuerdos de regaliz, el café o el chocolate. Suele acompañar los postres, aunque este vino es un postre en sí mismo.

En la época romana, la ciudad de Jerez era conocida como Ceret,que derivó en Sâris durante la dominación árabe.Sârispasó al inglés como Sherris,y así aparece en las obras de Shakespeare y otros autores isabelinos. Los ingleses creyeron que Sherrisera un plural, por lo que su singular debía ser Sherry.Y como sherry se conoce el vino de Jerez en el mundo entero. La pasión de los ingleses por el sherryllegó a su apogeo en los siglos XIX y XX. Valga como ejemplo lo que el premio Nobel de literatura T. S. Eliot afirma en su obra The Family Reu nion: «Todo lo que una persona civilizada necesita es una o dos copas de fino antes de cenar».

Los vinos del Descubrimiento: Huelva

Al igual que la manzanilla, en el entorno del Guadalquivir sobresalen los vinos del Condado, que tuvieron un gran momento de esplendor en el siglo XVI y siguen manteniendo su atractivo en la actualidad. En el año 1502 el vino del Condado salió para América acompañando la expedición de Nicolás de Ocando.

Sin embargo, antes de que Colón descubriera América este noble vino criado en la llanura del ba jo Guadalquivir ya se bebía en Londres, aunque maltratado y mezclado con vinos de Burdeos, lo que daba como resultado un brebaje de tal cali bre que con solo dos o tres copas ya no sabía uno si estaba en Fish Street o Cheapside, barrios londinenses donde se vendía, o en Lepe, donde se elaboraba. Así lo vio el poeta inglés Geoffrey Chaucer (1343-1400) en sus Canterbury Tales, concretamente en «The Pardoner’s Tale» o cuento del bulero:

No os acerquéis ni al blanco ni al tinto
y guardaos especialmente del vino blanco de Lepe
que se vende en la calle Pez o en Chepe.
Este vino de España se introduce sutilmente
en otros vinos que se elaboran allí cerca
y de la mezcla emanan efluvios tan embriagadores
que cuando un hombre ha bebido tres tragos
y supone que está en su casa de Chepe
se encuentra en España, en la ciudad de Lepe,
no en La Rochelle ni en la ciudad de Burdeos.

Otro escritor que se ocupó de los vinos del Condado fue fray Juan de Pineda (1513-1593), considerado uno de los mayores eruditos de su tiempo. Le llamaban el «archimillonario del lenguaje» por haber utilizado más de 16.000 palabras distintas en un solo libro, sus Diálogos familiares de la agricultura cristiana (1589). En ellos trata de todo lo divino y lo humano, y elogia con cierto ardor el vino del Condado:

¡Oh, qué licor tan extremado! Juraré yo que han pasado sobre él algunos san Lucas, después que se le tapó la boca. Sabed que es del Condado.

La Denominación de Origen Condado de Huelva se extiende por pueblos de larga resonancia en la historia de Andalucía y España, como Niebla, Bollullos, La Palma, Almonte, Rociana, Palos de la Frontera, Moguer y hasta un total de diecisiete. El premio Nobel de Literatura Juan Ramón Jiménez, que era de Moguer, en su Platero y yo identifica a su pueblo con el vino: «Platero, te he dicho que el alma de Moguer es el pan. No. Moguer es como una caña de cristal grueso y claro, que espera todo el año, bajo el redondo cielo azul, su vino de oro».

Los suelos son permeables y arenosos, con un clima suave y templado por la influencia del Atlántico. Las variedades blancas cultivadas son la zalema (la uva predominante), palomino, listán, moscatel y garrido fino. Las tintas son la cabernet sauvignon, merlot, cabernet franc, syrah, tempranillo. En el Condado de Huelva se elaboran vinos blancos y tintos, más los tradicionales generosos condado pálido y condado viejo. Se les llamó los vinos del Descubrimiento porque acompañaron a los primeros marineros en su viaje hacia América. Es, por tanto, un vino navegante y marinero. También se elabora un vino original que nace en el siglo XIX. Es el vino naranja, o sea, un vino aromatizado. Se elabora sometiendo un vino blanco del Condado de Huelva a una aromatización con un macerado de cortezas de naranja y se envejece mediante el sistema de soleras y criaderas durante un período mínimo de dos años. Juan Ramón Jiménez lo evoca en su Platero y yo: «Llegado septiembre, si el diablo no agua la fiesta, se colma esta copa, hasta el borde, de vino de naranja y se derrama casi siempre como un corazón generoso».

Curiosamente, en el Condado de Huelva se produce un vino de hielo similar al Eiswein alemán. Con uvas congeladas, claro, pues la nieve es en Huelva leyenda lejana. Lo elaboran las bodegas Privilegio del Condado, se llama carámbano y se utilizan las uvas moscatel de Alejandría y zalema, que se congelan en cámaras frigoríficas antes del prensado. Su color es amarillo pálido con reflejos dorados, limpio y brillante. De aromas afrutados y florales, en boca es agradablemente dulce, nada empalagoso, y de buena acidez.

Las islas Canarias, paraíso de la malvasía

Cuando los romanos ocuparon el archipiélago canario hacia el 50 a. C., vieron que todas las islas estaban llenas de perros. Perro en latín es canis, y de ahí procedería el nombre de Canarias, archipiélago formado por siete islas. Islas rodeadas por las aguas del Atlántico que gozaron de una posición ideal entre Europa y América. Un lugar de paso para muchos europeos, que introdujeron muchos cultivos, entre ellos la caña de azúcar y sobre todo la viticultura. Esto explica las numerosas variedades cultivadas en las islas, entre las que destaca la malvasía, que debe su nombre al puerto de Monemvasía, al sur del Peloponeso. Su vino, dulce, afrutado y floral, fue el canary wine de Shakespeare, bebido en cantidad por Falstaff, a quien llegó a llamar sir John Canarias. «Vino maravilloso y penetrante que perfuma la sangre antes de que se pueda decir ¿qué es esto?», leemos en su obra Enrique IV, segunda parte, acto II, escena IV. Otro tanto diría en La alegres comadres de Windsor y en Noche de Epifanía. Y el romántico Keats pregunta a los poetas muertos de su poema «Lines of The Mermaid Tavern»: «¿Alguna vez habéis bebido algo más exquisito que el vino canario de mi anfitrión?». Voltaire, por su parte, lo alabó de este modo: «Es un néctar, una bebida para elegidos, / Dios nos lo da / y Dios quiere que sea bebido». Fue tanta su repercusión en la literatura que uno de los personajes de la novela de Walter Scott Ivanhoe se llama Philip de Malvoisin. Otras variedades cultivadas en las islas son la gual, listán negro, negra común, bermejuela y negramoll, entre las tintas, y las blancas moscatel, pedro ximénez, vijariego y verdello.

A pesar de que las siete islas no presentan un panorama vinícola uniforme, hay tres factores comunes a todas ellas, a saber: el suelo, generalmente volcánico, que retiene la humedad e impide el crecimiento de malas hierbas; la influencia de los vientos alisios sobre el clima, que suavizan la temperatura y aportan humedad; y la cepa malvasía, que se cultiva prácticamente en todas las islas.

En las islas Canarias existen las siguientes denominaciones de origen:

De Canarias salieron las cepas que Hernán Cortés plantó en México en 1524, iniciándose así un amplio abanico de relaciones comerciales y culturales entre Europa y América. Y gracias al comercio del vino el Siglo de las Luces recaló en las islas Canarias, ya que L’Encyclopédie que dirigiera Diderot viajó hasta las islas escondida en unos toneles de vino vacíos. El vino, una vez más, servía de puente para la comunicación y el progreso de la humanidad.

Portugal

En Portugal, el cultivo del vino se remonta a la Antigüedad. Para muchos autores, fueron los fenicios los que introdujeron la viticultura en el 1000 a. C. El Atlántico, su mosaico de variedades y sus suelos han influido y favorecido la viticultura portuguesa desde siempre, la cual ocupa en la actualidad un lugar destacado en el ranking mundial de producción de vinos blancos, rosados y tintos. Una peculiaridad de la viticultura portuguesa es la conducción de las cepas en porte alto para prevenir las plagas del mildiu.

El cultivo del vino portugués se extiende de norte a sur, formando distintas y bien delimitadas denominaciones de origen.

Zona norte: vinhos verdes

La zona norte es la región de los vinhos verdes, así llamados no por su color, sino por su frescura y juventud. Existen vinos verdes tintos y blancos. Son vinos de bajo contenido alcohólico, ácidos y refrescantes, con un ligero punto carbónico, ideales para el verano. La zona de estos vinos se extiende desde el río Miño hasta el sur del Duero. Viñedos y paisajes verdes y suelos principalmente graníticos le prestan cierta espectacularidad.

Las principales variedades tintas cultivadas son vinhao y azal. En Moncao las variedades predominantes son la alvarinho y la loureira. Las uvas se vendimian verdes. Una vez terminada la fermentación alcohólica, el vino permanece en contacto con las lías a baja temperatura durante algunos meses, hasta que surge de forma espontánea la fermentación maloláctica. Dicha fermentación genera una cantidad de anhídrido carbónico que provoca la ligera burbuja que caracteriza a estos vinos.

Douro

La región conocida como Douro o Duero comprende todo el valle del Duero hasta la frontera española. En las gargantas del Duero la vid se cultiva en terrazas. Además del oporto, del que nos ocupamos más adelante, en esta zona se elaboran excelentes tintos, entre los que destaca el Barca Velha. Predominan las variedades moreto, bastardo, touriga, tinta amarela, tinta carvalha y mourisco tinto. En 1757, el marqués de Pombal creó la Companhia Geral de Agricultura das Vinhas do Alto Douro, institución reguladora del vino de Oporto, que fue una de las más antiguas denominaciones de origen.

Dao y Bairrada

Más al sur encontramos Dao y Bairrada. Dao está en el centro de Portugal. En ella alternan los valles con montañas y altas colinas. Sus vinos tintos están considerados como los mejores de Portugal. También se elaboran blancos de calidad. Las variedades tintas que predominan son alfrocheiropreto, touriga, jaén, tinta pinheira y alvarelhao. Entre las blancas destacan arinto, dona franca, barcelo, verdelho y borrado das moscas. En esta denominación son dignos de reseñar los vihnos de quinta, así llamados por proceder de una sola propiedad vinícola. Es la versión portuguesa del cru bordelés, el domaine de Borgoña y los clos del Priorato.

Bairrada, que se encuentra entre el Atlántico y Dao, produce principalmente vinos tintos. Son vinos de larga crianza en roble y en botella, elaborados con las variedades castelao, baga, tinta pinheira y bastardo, más la pinot noir. Dentro de esta denominación de origen existe una joya vinícola llamada Buçao, cerca de Mealhada. Buçao es un viñedo de diez hectáreas en el que se elabora un tinto raro y excepcional.

Lisboa

En torno a Lisboa hallamos las denominaciones Bucelas, Colares, Setubal y Carcavelos. En Bucelas predominan los vinos blancos, aptos para el envejecimiento, con el que ganan intensidad aromática. La uva principal es la arinto. En Bucelas se elabora el charneco, vino citado por Shakespeare en su obra Enrique VI, parte II, acto II, escena IV. Colares produce desde siempre vinos tintos, algo ásperos en su juventud, elaborados con la variedad ramisco, de ahí que el vino se llame tinto ramisco. En Setubal sobresale el moscatel de la casa Fonseca, elaborado con la variedad muscat. Es un vino encabezado de larga crianza, similar al oporto, que alcanza su plenitud con los años. Carcavelos es una de las denominaciones más pequeñas del mundo. Solo cuenta con treinta hectáreas, situadas en la desembocadura del Tejo (Tajo). Con la variedad galego dourado se hace un vino con mucho cuerpo, aromático y de color topacio. Su crianza mínima es de cuatro años en madera.

Arrábida y Alentejo

Al sur del Tajo, están Arrábida y Alentejo (que significa más allá del Tajo). En Arrábida, lindando con Setubal, predominan los tintos, con una crianza mínima de dieciocho meses. La extensa región de Alentejo comprende cinco denominaciones de origen: Redondo, Borba, Reguengos, Portalegre y Vidigueira. En las cinco sobresalen los tintos, elaborados con las uvas periquito, trincadeira, monverdro, castelao, moreto y cabernet sauvignon. Ya en el sur se encuentra el Algarve, zona de vinos tintos y blancos elaborados con las variedades portuguesas tradicionales.

Bodega de vino de Oporto, Portugal

Bodega de vino de Oporto, Portugal. (Foto: Wikimedia Commons, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Bodega_de_vino_de_Oporto_%2821613447861%29.jpg).

El oporto, profundo y aromático

«El oporto es profundo como el fondo del mar y es en su aroma donde más se advierte su profundidad», le dice a sir Willoughby el reverendo de la novela El egoísta (1879) de George Meredith, novelista victoriano abanderado del feminismo en su tiempo. En la descripción que el reverendo hace del vino de Oporto añade también que, como en la tragedia griega, el oporto tiene una concepción orgánica. Un vino que, aun cargado de años, conserva la fuerza de su juventud. Incluso llega a compararlo con los hexámetros de Homero.

Los ingleses presumen de haber descubierto el oporto. En 1678 Inglaterra y Francia entran en guerra y empieza a escasear el vino en las islas británicas. Por este motivo, ese mismo año un comerciante de vinos de Liverpool envió a su hijo Tho mas Woodmass a Portugal en busca de vino. Thomas Woodmass viajó hasta Lamego, en las montañas del Duero, y allí descubrió un monasterio cuyo abad añadía aguardiente al vino durante la fermentación. La adición de aguardiente detenía la acción de las levaduras, con lo que se conseguía un vino de elevada graduación ligeramente dulce. El monje estaba dando con la fórmula del oporto sin saberlo, pues el oporto, al igual que el jerez, es un vino encabezado o «fortificado», como dicen los ingleses. El jerez y el oporto son los vinos generosos por excelencia.

El oporto marcó en su día el devenir de las relaciones entre Inglaterra y Portugal. En 1703, los ingleses firmaron con Portugal el Tratado de Methuen, que establecía el monopolio de la lana inglesa a cambio del vino portugués, y desde entonces hasta hoy el vino se lleva desde el alto Duero hasta Villanova de Gaia, frente a la ciudad de Oporto, en la desembocadura del Duero; antes se transportaba en los barcos rebelos y en la actualidad se hace por carretera.

Cerca del Duero se desarrolla parte de la última novela de José María Eça de Queiroz, 202, Campos Elíseos, en la que narra la vuelta de Jacinto a su país de origen, Portugal. Durante la primera comida que celebra en la quinta familiar Tormés, Jacinto, «con la cara brillante de optimismo», cita a Virgilio para ensalzar el vino del Duero:

«Quo te carmina dicam, Rethica? ¿Quién te cantará dignamente, vino amable de estas montañas?».

Nada menos que dieciséis uvas tintas y seis blancas intervienen en la elaboración del oporto, entre las que predomina la tinta touriga. Aunque la gama del oporto suele ser amplia, en realidad hay dos tipos de oporto: el de mezcla y el de añada o vintage. Tanto uno como otro son el resultado de sabias mezclas de vinos nuevos con otros viejos. El oporto de mezcla puede ser ruby o tawny. El ruby, que es el más joven, solo envejece de dos a tres años en barrica, mientras que el tawny envejece de diez a quince años, con lo que adquiere un bello color tostado, que es lo que la palabra inglesa indica. El primero que mencionó el oporto tawny fue el novelista Dickens en 1844.

El oporto vintage, por su parte, se elabora exclusivamente con vinos de una misma cosecha o añada cuando la cosecha ha sido extraordinaria; es el Instituto do Vinho do Oporto el que determina la calidad de la cosecha, previo análisis de las muestras enviadas por los viticultores. El vintage se embotella tras pasar dos años en barrica, y en la etiqueta figura el año de la cosecha. Por el contrario, si en la etiqueta de un oporto tawny o ruby hay una referencia a los años, siempre será aproximada, porque tanto uno como otro son el resultado de mezclas de distintos vinos de diferentes cosechas, y unos habrán envejecido más que otros.

El oporto vintage envejece en la botella y con treinta o cuarenta años puede estar en pleno apogeo. Su decantación es obligatoria. Y es aquí cuando aparecen las tenazas, para abrir botellas con corchos frágiles debido al paso de los años. Las tenazas se calientan al rojo vivo en fuego de hogar o con una llama de gas. Con ellas se abraza el cuello de la botella durante medio minuto. Seguidamente se frota la parte abrazada con una pluma mojada en agua fría o con un trapo húmedo. El cuello de la botella se partirá en un círculo, debido al cambio de temperatura. Entonces podremos separar fácilmente la parte superior del gollete con el corcho dentro y proceder a su decantación.

«He dicho que te envíen una caja de vino, que le hará mucho bien a tu mujer: van seis cajas de Burdeos, tres de Oporto y tres de Jerez», le escribía Engels a Marx en 1857. La distinguida sociedad que Tolstoi refleja en Ana Karenina también pasaba del jerez al oporto sin solución de continuidad. Al menos en algo estuvieron de acuerdo los padres del comunismo y la refinada aristocracia rusa.

El madeira, el vino de las estufas

La isla que descubrió João Gonçalves Zarco a principios del siglo XV se llamó Madeira por la enorme cantidad de árboles que la cubrían. Al no poder adentrarse en ella, Zarco la incendió, y el incendio duró siete años. Su estratégica posición en pleno Atlántico pronto la convirtió en escala obligada de todos los barcos que iban a Asia, África o América. Por ello su vino viajó sin ningún problema hasta sus respectivos destinos, ya que, a pesar de que Cromwell había decidido que el monopolio del transporte de mercancías europeas a las colonias americanas era exclusivo de los navíos británicos, Madeira «estaba» en África y, por tanto, su vino no «era» producto europeo.

La viticultura en Madeira goza de cierta peculiaridad debida a diversos factores, como los pequeños bancales verticales, llamados poios, en los que crecen las vides —que semejan un jardín de gran belleza—, el ciclo vegetal de las cepas —que sigue el ciclo lunar—, su suelo basáltico, la altitud, la pluviometría y un verano que parece interminable.

La historia del vino de Madeira es la gran excepción a los cuidados y normas de la crianza del vino. Su carácter viajero era fundamental para entender y apreciar sus especiales cualidades. El madeira maduraba y se criaba durante el viaje. El vinho claro procedente del mosto era y sigue siendo un vino ligero y corriente. Para que soportara el largo viaje que le esperaba se le añadía aguardiente a razón de un cubo por barrica. Y ocurrió que su paso por los trópicos, los tórridos climas, una oxidación despiadada y el capricho del oleaje le proporcionaban un dulzor y un aroma únicos y excelentes. Resultó que el calor lo mejoraba y alcanzaba con él su plenitud.

Los negociantes del madeira se percataron de que, si solo con la «ida» el vino mejoraba, con la vuelta su mejora sería mayor. Así se inventaron un madeira de ida y vuelta al que llamaron vinho da roda o vino de ida y vuelta. A partir de 1750, el madeira que embarcaba en Funchal desembarcaba finalmente en Inglaterra, tras un largo periplo por la India o América. Era el madère de retour que se tomaba en Francia en los grandes banquetes. Con el tiempo, el viaje se fue abandonando, entre otras razones porque encarecía el precio del vino. Sin embargo, el nivel de calidad del madeira era proporcional al calor que recibía durante su peculiar crianza. Para suplir el calor de los trópicos se recurrió a las estufas. El método que se ideó, llamado estufagem, consistía en calentar el vino con estufas. Las barricas pasan a unas cámaras de calor, donde permanecen de tres a seis meses a una temperatura que oscila entre los 40º y 50º. El calor de las estufas estimula y provoca la misma maduración que se conseguía con el viaje. También se calienta el vino en depósitos de acero inoxidable, gracias unas camisas por las que circula agua caliente. Tras el estufagem, el vino reposa (estagio) durante noventa días a temperatura ambiente, lo que favorece su estabilización. Su crianza mínima en barrica dura dos años. Al principio se decía que el vinho estufado no era igual que el vinho da roda, pero acabaron por no distinguirse.

Los tipos básicos del madeira monovarietal son cuatro: sercial, verdelho, bual y malmsey, nombre de las uvas con que se elabora cada uno de ellos. El sercial es el mejor de los madeiras secos, de aroma especial y sutil; el verdelho es menos seco que el anterior y menos brillante; el bual, de color oscuro, tiene más cuerpo que los anteriores; y el malmsey, elaborado con la uva malvasía, es dulce, de un aroma intenso y complejo. Con la cepa tinta negra mole se elabora buena parte de los vinos secos y dulces. Existe también un célebre madeira de mezcla, el rainwater, resultado de varias mezclas de vinos pálidos elaborados con la uva verdelho. La elaboración del rainwater, muy popular en Estados Unidos, se ha atribuido a William Neyle Herbesham, pero difícilmente pudo crearlo, pues tenía tres años de edad en 1820, año en el que ya se consumía este madeira en Estados Unidos.

La política fiscal de Inglaterra en sus colonias eliminó los vinos franceses y españoles y popularizó el madeira, según afirma Adam Smith en La riqueza de las naciones. El madeira fue para los americanos lo que el oporto para los ingleses, una especie de moda discreta y reservada. Surgieron las madeira parties, que empezaban a las cuatro y media de la tarde y duraban de dos a tres horas. Solo asistían hombres, normalmente ocho, y se cataban cinco tipos de madeira, que circulaban por la mesa en el sentido de las agujas del reloj. Después del segundo vino, estaba permitido fumarse un puro. Tan apreciado era el madeira que la Declaración de Independencia se celebró con este vino, según cuenta Washington Irving en La vida de George Washington.

El madeira es un vino centenario, prácticamente inmortal. El madeira Napoleón, que él nunca bebió, era de la cosecha de 1790 y se embotelló en 1840. Avezado en su día a las inclemencias del mar y ahora al calor de las cámaras, los veinte años que pasa en las barricas no lo merman ni deterioran. Apenas cría heces en el fondo de la botella, en la que puede conservarse de pie. Y una vez abierta, mantiene su calidad indefinidamente.

Los vinos de las Azores

Las islas Azores, que fueron descubiertas por Diogo de Silves, se llaman así porque el azor las sobrevolaba; pero esta teoría no está plenamente demostrada. Los portugueses se establecieron en ellas en 1449 y por su situación, en pleno Atlántico, han sido históricamente un cruce de caminos y culturas entre Europa, África y América. Tempestuosas olas baten los escarpados acantilados de sus costas. Forman un conjunto de nueve islas, dividido en tres grupos: Grupo Occidental, que incluye las islas de Corvo y Flores; Grupo Central, integrado por las islas Terceira, São Jorge, Graciosa, Faial y Pico; y el Grupo Oriental, constituido por las islas Santa María y São Miguel.

Los paisajes de las islas Azores sorprenden al viajero por su variedad, inusitada belleza y colorido diverso. La viticultura y los viñedos de estas islas son el fondo de su singular encanto. Las nueve islas que conforman el archipiélago se encuentran en medio del océano Atlántico, que les presta un clima favorable para el cultivo de la viña. La temperatura es muy agradable, con poca oscilación térmica, buena pluviometría y relativa humedad atmosférica. Son islas de origen volcánico en cuyos suelos predominan la lava seca o la piedra, de ahí que sus vinos sean salinos y yodados. La peculiaridad de sus viñedos radica en los currais o corrales de piedra que los cercan para protegerlos del viento al tiempo que retienen el calor. Dada su espectacularidad, los currais de la isla de Pico fueron declarados patrimonio cultural por la Unesco en 2004.

En las Azores hay tres denominaciones de origen: Graciosa, Biscoitos en la isla Terceira y Pico. Las cepas cultivadas en las tres denominaciones vienen a ser las mismas: verdelho, arinto, terrantez, boal y fernão pires, aunque la predominante en Pico es la verdelho. Los vinos que se elaboran son blancos, rosados, tintos, espumosos y licorosos, cuya fórmula comercial son las cooperativas.

El símbolo de la identidad vinícola de las Azores es el vino de cheiro. Cheiro en portugués significa «olor», y así le llaman por el fuerte olor que desprende a fresa y a resina. Es un vino tinto de bastante acidez elaborado con la variedad isabella, también llamada morangueira. Prohibido en Europa, solo lo consumen los habitantes de estas islas, que lo identifican con su historia y resistencia.

Marruecos

Viñedos entre olivos y palmeras

La viticultura en Marruecos ya empezó con el Imperio romano, y prueba de ello es el mosaico que representa a Baco encontrado en las ruinas de Volubilis, cerca de Mequinez. Pero en el siglo VIII, con el islam, se arrancaron las viñas y el vino fue prohibido, aunque su consumo y disfrute estarían permitidos tras la muerte: «En el jardín prometido a los que temen a Alá habrá arroyos de agua incorruptible, arroyos de leche de gusto inalterable, arroyos de vino, delicia de los bebedores» (sura 47:16 del Corán).

Hubo que esperar varios siglos hasta que en 1910, con la llegada de franceses, españoles e italianos, se crearon pequeñas bodegas que fomentaron el cultivo del vino en torno a Casablanca. Durante su protectorado, Francia desempeñó un papel preponderante en el desarrollo de la vid marroquí y creó las denominaciones de origen que regularon y clasificaron los vinos. La diversidad del suelo y el clima fueron también factores determinantes en el inicio de una viticultura bastante prometedora.

Los suelos difieren según la zona; así, en la costa mediterránea el suelo es calcáreo, de aluvión en el litoral atlántico y arenoso cerca de Mequinez. Su clima también es diverso: continental, atlántico y mediterráneo. Las variedades cultivadas son francesas en su mayoría, cinsault, cariñena, alicante bouschet, cabernet sauvignon, syrah y merlot entre las tintas, y garnacha blanca clairette y muscat entre las blancas. En la región Atlántica de Marruecos se dan las siguientes denominaciones de origen: Côteaux de l’Atlas, Guerrouane, Beni M’Tir, Zare y Doukkala. En todas se producen interesantes vinos, pero sobresalen el rosado de Boulauane, el tinto de Guerrouane, de color brillante y aromas especiados, y el premier cru de Les Côteaux de l’Atlas. Hay también vinos especiales, como el bereber y el judío. El vino kosher, elaborado para la minoría hebrea del país, se llama rabbi jacob, es afrutado y muy aromático.

No hubo que esperar hasta la muerte para gozar de tan deliciosa bebida. El vino desapareció con el islam, pero su presencia continuó en los versos de muchos poetas árabes, para los que el vino era el símbolo del amor y lo comparaban con la saliva de la mujer cuando besa o servía para calmar la tortura amorosa. Así queda reflejado en los versos del poeta Hafiz:

Déjame apurar el zumo divino
para calmar mi corazón torturado,
porque el amor que parecía al principio tan suave,
que me miraba con tanta dulzura y sonreía tan alegremente,
me ha clavado su dardo en lo más hondo de mi corazón.

Tan arraigado estaba el vino en la vida de los poetas que incluso lo necesitaban después de la muerte para calmar la sed de sus huesos. Este es el ruego de Abu Mihjan A-Thagafi:

Si muero,
enterradme con vino
para que sus raíces
puedan calmar la sed de mis huesos.

Los pastores de Arabia que crearon una religión que prohibía el vino y establecía severas condenas para el que lo bebiera, cuando abandonaron el desierto y se alojaron en los lujosos palacios de Damasco, Córdoba o Granada, se volvieron tolerantes y hallaron en él gozosa satisfacción, hasta el punto de considerar como un dogma la obligación de beberlo, según declara Almotamid: «Hay que beber al despuntar la aurora; esto es un dogma y el que no lo crea es un pagano».

Los árabes españoles solían ser bastante benevolentes en lo que al vino se refiere y su consumo no estaba tipificado como falta, como demuestra la Historia de los jueces de Córdoba de Aljoxamí. El vino de Málaga se disfrazaba de xarab almalaquí cuando lo bebía Idris II. Testimonio de que los árabes bebían vino en exceso son los versos que el médico extremeño Sorapán de Rieros le dedicó al filósofo Avicena:

Avicena, moro y médico,
famoso en el mundo habido,
aun en contra de su secta
sanaba en vino bebido.

La explicación a semejante indulgencia la hallamos en la obra España, un enigma histórico de Claudio Sánchez Albornoz:

Todas las rigideces de la ley musulmana frente a los frecuentadores del delicioso fruto de la vid fueron vanas en la España islamista. Un puñado de mahometanos la ganó en una hora de discordia civil. Pero este puñado de orientales y de berberiscos fue enseguida conquistado por las mujeres y por los vinos españoles. Los peninsulares fueron convirtiéndose al islam más o menos deprisa y al cabo de unas generaciones apenas si corría sangre árabe por las venas de los hispanomusulmanes. ¿Cómo no habían de beber y de embriagarse aquellos islamistas españoles, nietos de muslimes y de hispanos, o de españoles por los cuatro costados?

Los vinos del Nuevo Mundo

Se conocen como vinos del Nuevo Mundo los vinos de América, Australia y Nueva Zelanda. Gracias a una afortunada equivocación marítima, Cristóbal Colón se encontró con América y muchos productos y cultivos europeos cruzaron el Atlántico para iniciar allí un profundo y vasto desarrollo. Los conquistadores llevaron a América esquejes de la Vitis vinifera, que con el nombre de criolla y misión se plantó en las tierras conquistadas por Pizarro y Hernán Cortés. Plantada en Perú por agustinos y jesuitas, se extendió por Argentina, Chile, Uruguay y Brasil. En California la introdujeron los jesuitas y franciscanos, entre ellos fray Junípero Serra.

Los vinos producidos en estas tierras se llaman vinos del Nuevo Mundo, y presentan algunas diferencias con los del Viejo Mundo. A América llegaron las viñas y su vino, pero no la legislación que regula su elaboración. La legislación de su cultivo y producción fue más flexible, dando al enólogo libertad en cuanto a cepas, mezclas, tiempos y tipos de barricas se refiere.

También en sus sabores y aromas se aprecian diferencias con el vino europeo. Son vinos muy frutales, llamativos e incluso voluptuosos, de baja acidez, ilustrados con creativas y originales etiquetas y de alto grado alcohólico. El exceso de grado se debe en buena parte a la lejana Australia, cuyos vinos, tras una sabia labor de marketing, se pusieron de moda en el Reino Unido. Vinos de color profundo y excesivos taninos, que en algunos casos llegan a alcanzar los 16º. En Europa el grado alcohólico solía ser de 13,5º, pero en la actualidad todos los vinos, salvo excepciones, ostentan un grado al cohólico que oscila entre los 14º y 15º, lo que puede ser aceptable siempre que el alcohol esté bien integrado y no rompa la armonía del vino.

Brasil, espumoso y tropical

Las expediciones portuguesas de Martin Alfonso de Souza llevaron la viticultura a Brasil en 1532 y más tarde las misiones jesuitas en el siglo XVII y los italianos en el XIX continuaron la labor iniciada por Portugal. Brasil cuenta con una selva interminable y playas paradisíacas. Es el único país del mundo con viñedo en dos climas totalmente distintos, tropical en el norte y continental en el sur. Predominan las tintas isabella, cabernet sauvignon, pinot noir y merlot, y las blancas chardonnay, semillon y gewürztraminer.

Con la excepción del Vale do São Francisco, la mayor parte de las regiones vinícolas brasileñas se encuentran en el sur del país, en los estados de Río Grande do Sul y Santa Catarina. En Río Grande está la Denominación de Origen Vale dos Vinhedos, que supone el 85 % de toda la producción, principalmente espumosos, entre los que destacan el Chandon Brasil de la Maison Moet & Chandon, elaborado con las uvas chardonnay y pinot noir siguiendo la méthode champenoise. Freixenet y Codorníu también se han instalado allí.

Otras importantes áreas de producción son Campanha, Serra do Sudeste y Serra Gaucha, corazón de la viticultura brasileña, siendo Bento Gonçalves la capital del vino espumoso. El clima es templado, de veranos suaves, los suelos son arcilloso-calcáreos, ácidos, con buen drenaje y ricos en potasio. En el norte, el Vale do San Francisco se encuentra entre los estados de Pernambuco y Bahía. Se trata de una extensa llanura plantada de viñas, cuyo suelo alcalino es bastante adecuado para unos vinos de calidad. Son los llamados vinos tropicales, que se vendimian dos veces al año. La producción de vinos espumosos es la mayor del país. En ellos sobresalen la alta acidez y unos excelentes aromas frutales. Los vinos blancos brasileños suelen ser afrutados, cítricos, con aromas a mantequilla y crema; los tintos son vinos recios, de potentes taninos y aromas a cereza y grosella.

En 1976 se creó la Asociación Brasileña de Enología (ABE) con el fin de impulsar la cultura del vino, cuya principal misión es promover un importante evento nacional relacionado con el vino: la Evaluación Nacional del Vino, en la que participan un buen número de empresas, periodistas, enólogos y sumilleres.

Finca Miolo, en el Vale dos Vinhedos, Brasil.

Finca Miolo, en el Vale dos Vinhedos, Brasil. (Foto: Wikimedia Commons, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Vignoble_de_la_Vale_dos_Vinhedos_Vin%C3%ADcola_Miolo.jpg).

Uruguay, tánico y pujante

En Uruguay reina la uva tannat, tanto que decir tannat equivale a decir vino uruguayo. Igual ocurre con la uva malbec en Argentina y la carmenere en Chile. La cepa tannat es originaria del sudoeste francés, cultivada principalmente en Madiran y Cahors. Sus hojas son de gran tamaño y es muy rica en antioxidantes, la piel es bastante gruesa y sus uvas son carnosas. Como su nombre indica, contiene numerosos taninos, de ahí que sus vinos jóvenes sean muy ásperos y astringentes. Su vino es de color oscuro, casi negro, muy profundo y sus aromas recuerdan la mora y la frambuesa.

Aunque la primera uva que se cultivó en Uruguay fue la moscatel, llevada por los españoles, la tradición vinícola uruguaya data de la segunda mitad del siglo XIX. Fue en 1870, cuando el inmigrante vasco Pascual Harriague introdujo la uva tannat en la Caballada, al norte del país. Estuvo tan extendida que también se conoce con el nombre de Harriague. El viticultor Francisco Vidiella introdujo la francesa folle noire y ya hacia 1880 se plantó en Carrasco la gamay noire, al tiempo que también empezaron a cultivarse la bobal, la garnacha y la monastrell. El clima es templado, de inviernos fríos y veranos cálidos y secos; el terreno es pedregoso, ideal para el cultivo de la vid.

Nueve son las zonas vinícolas de Uruguay.

Zona Sur, en ella se concentra el 90 % de los viñedos.

Zona Sudoeste, donde los viñedos están influidos por el río Uruguay y las tierras tienen un excelente drenaje.

Zona Central y Central Este son las cuencas del río Negro, con un favorable clima y terrenos pedregosos.

Zona Norte y Noroeste, aquí también predominan el buen clima y un suelo rocoso, aptos para el cultivo de la vid.

La mayoría de los viñedos se encuentran en las colinas al norte de Montevideo, sobre todo en los departamentos de Canelones, Montevideo, Colonia y San José. Hay, por tanto, muchas bodegas, que no paran de crecer y hacen de Uruguay el cuarto productor de vino de Iberoamérica.

La importancia social del vino y la actividad vinícola están muy consolidadas, debido a los controles de calidad y a la labor que realizan la Escuela de Vitivinicultura y el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INAVI), institución pública no estatal, integrada por el gobierno y entidades privadas.

Cabe la pena resaltar el vino tinto 2018 Bouza Monte Vide Eu, de las Bodegas Bouza, elaborado con la uva tannat más un 35 % de merlot y un 20 % de tempranillo. El coupage resultante es muy atractivo por su color, aromas y largo postgusto. Igualmente interesante es el blanco Garzón Petir Clos Albariño, excelente e intenso, cítrico y con un delicioso final de boca.

TSN nº14, 2022. ISSN: 2530-8521