Mucho se ha escrito acerca de la relación de amistad entre José Lezama Lima y María Zambrano, vuelta anecdotario y leyenda inmersos en esa «verba criolla» que se vuelve parte de la «amistosa compañía» que los unió de por vida. Pero más allá de la mirada inteligente de la filósofa andaluza que despertara la sensibilidad poética y reflexiva del aún muy joven poeta cubano, las relaciones de intelecto y corazón fueron decisivas para sellar un pacto.
Nada fue superficial en ese su primer encuentro, porque ambos vivían la misma cosmovisión, la de una luz que anegaba la insularidad donde la filósofa encontrara, reales, sus ansiados claros del bosque, lo que hace comprensible que el poema que prefiriera de los muchos escritos por Lezama haya sido «Noche insular, jardines invisibles», poesía imbuida en el misterio de la luz, por la cual fueron capaces de verse con los «ojos centelleantes de la noche», renacida la imagen del poeta en el recuerdo perdurable de su presencia, evocado al final de su vida. Nexos de luz fueron básicos para la simpatía atrayente con la filósofa española.
La intención germinativa se indica desde una misma tangencia, con la ligereza y suavidad de la «brevedad de la luz, delicadeza suma» (Lezama Lima, «Noche insular…», 1985, p. 89) que abre compuertas al instante supremo del nacimiento. La propia naturaleza del trópico exige la levedad del sol, ya que su sustancia no sobrevive sin las aparenciales sinuosidades que ostenta, ocultas en la constante mutación de sus exuberantes formas. La naturaleza espléndida se torna laberíntica al incubar su propia gestación, pues a ella pertenece esa calidad de la luz no como reflejo, sino como habitáculo. La incidencia continua de la luz en el trópico no se contenta con la imagen de un estatismo, sino que se diversifica. Tales mutaciones dejan escapar, bajo la cadencia inalterable de su marcha, el «yerto rumor». Y así unas veces el murmullo de luz choca con un «oscuro dominio impenetrable» (Lezama Lima, «Invisible rumor», 1985, p. 61), cuando la figura parece que «se te escapa entre alondras» (Lezama Lima, «Se te escapa entre alondras», 1985, p. 29). Entre la primera luz y las cenizas, entre el río y el eco, espera la voz para poder irrumpir también en el «cono de las sombras» (Lezama Lima, «Introducción a los vasos órficos», 1970, p. 69).
La condición suave de la luz, su «calidad tranquila» («Noche insular…, 1985, p. 92), hace que toda impregnación lumínica sea un «dulce reencuentro en su luz anegado» («Queda de ceniza», 1985, p. 42), como diría en el poema «Noche insular, jardines invisibles», espacio poetizado donde las cosmovisiones de Lezama y María Zambrano, expresadas en una primordial corriente de simpatía, convergen como en concertada cita. Apoyados en tal concertación que insiste plenamente en el espacio intermedio de la luz, puede fijarse una de las más importantes fases de proyección lumínica en las tinieblas, escenario donde lo visible es solo una probabilidad, y se erige puente espacial entre el ser y el no ser, paisaje de una contienda donde la vida pugna por establecer su forma. En un texto poco conocido de José Lezama Lima, escrito en 1966, el poeta se refiere con especificidad al crepúsculo como momento de particular veneración por el misterio que concita y por la fuerza de impulsión que conlleva en el despertar del día y saludo de la noche, donde evoca el devaneo de la luz ante el concierto de los dos momentos cruciales que deben equilibrarse, por lo que dice:
Los antiguos rescataban la luz del crepúsculo de la luz del sol. He ahí la atracción del crepúsculo para el río creador, y también para el paseo. El crepúsculo del alma, despertaba lo germinativo en el hombre, paralizado con la primera fuerza del día. El cre- púsculo de tramontana nos llevaba al paseo, por eso la gran cantidad de romanos que se dirigían al Forum a las seis de la tarde, para ver el deslizamiento del rayo por un agujero hecho en la roca. La noche, en tinieblas, mordida por las tenazas de los dos crepúsculos, se enemistaba más furiosamente aún con la luz. (Lezama Lima, «Sobre el crepúsculo y monstruos de agua», 1966, p. 1).
El equilibrio alcanzado en el crepúsculo no es solo temporal, sino también espacial, ya que en ese conciliábulo de luz es donde «descansan y hablan los guerreros y los ciudadanos», continúa diciendo en el mismo texto, pues la luz devela la figura de lo invisible que será la muerte, como un asomo de fugaz visibilidad en la vida, despertar de «lo germinativo» como «el deslizamiento del rayo hecho en la roca» para vencer su resistencia con la calidad de la luz «ardiente y dura».
En estas consideraciones que marcan un vértice de encuentros, no podemos soslayar la correspondencia que se halla entre lo crepuscular lezamiano y lo auroral zambraniano, momento de llegada o fuga, pero de imprecisa iluminación. En medio de una total desnudez de pretensión que superara la capacidad de «atender» y «adquirir» humanos, María Zambrano reconoce que «hay que dormirse arriba en la luz» (Claros del bosque, 1993, p. 39) para impregnarse de su saber. Pero reconoce también allí mismo que primero hay que bajar «allá en lo profundo», a los ínferos donde «el corazón vela y se desvela y se reenciende a sí mismo». Consecuente con estas ideas, la pensadora española interpreta el momento crucial de la aurora como una entrada amorosa de la luz en la noche, instante de las superposiciones amigas y los abandonos pactados, en una simbología mística que representa el equilibrio entre la mística de la luz y la mística de la noche, muy cercana al sentido del «brillo» auroral, tal y como lo interpreta el islamólogo Henri Corbin en el misticismo sufí, como tanaffos 1. Esa luz zigzagueante por comprensiva, esto es, por amorosa —alimentada por la nostalgia, diría el místico sufí Ibn Arabi—, se interpreta, al igual que en Lezama —así como haría san Juan de la Cruz, anegado en la simbología sufí—, por la «llama». Dice María Zambrano:
Una llama blanca cierta y leve. Llama más luminosa que ardiente. Cualidad de llama todo, sobrenadando sin imponerse a la oscuridad como un don que logra que la oscuridad, aún sin ser vencida, deje de reinar, se retire insensiblemente y sin amenaza de rebelión, como un párpado que se entreabre ante la bruma que se retira. («Cuando el día comienza en llama», 2004, p. 66).
La mayor profundidad alcanzada por la luz permite arribar al plano medular de las transformaciones, más allá del nivel de lo invisible, allí donde la materia penetra la intimidad de su razón y las antinomias se resuelven en la unidad alcanzada: verbo, luz y acción, trinidad-símbolo de lo creado. Esta visión unitiva es el sentido de la poiesis como la «unidad oscura y palpitante» —tal diría María Zambrano—, poesía que «atraviesa, sí, la zona de los sentidos, mas para llegar a sumergirse en el oscuro abismo que los sustenta» («La Cuba secreta», 1948, p. 3).
El conciliábulo de luz donde María Zambrano y José Lezama Lima hallan su más cierto diálogo, extendidos lazos que comenzaron desde su primer encuentro, es asunto de intenso misterio que va más allá de un signo visible para llegar a las figuraciones que se hacen imagen a partir de una presencia desasida y, como tal, ausencia luego reconstruida. No es la mirada de María Zambrano ajena a las claves que entregara Lezama en su propia obra y que rodearan su motivo esencial, gracias a las cuales puede la pensadora avistar la estatura inmensa del amigo más allá de su muerte. Y es que el sentido de la imagen generatriz, en su reverso de la «muerte genitora por la transparencia», la introduce Lezama en su novela Oppiano Licario (1977, p. 65) como orgánica transparencia que deja ver desde la muerte la figura que como imagen evocada continúa viva, para profundizar aún más en su concepto de imagen poética, ahora como luminosidad que se trasluce desde su dimensión más apagada en la muerte, tal y como expresa en el mismo pasaje de ese libro:
Hay la transparencia de la luz, pero existe también una forma de la transparencia mediante la cual la muerte, lo sumergido, lo que se oculta en la noche, llega hasta nosotros, y con la esperanza de la claridad en los dominios de la muerte, se vuelve suscitante y creadora (p. 65).
En cierta forma, esta transparencia por donde escapa la vida evocada, que suplanta el vacío dejado por la muerte para constituirlo en «latido de la ausencia», responde también a esa hipertelia como vocación creadora de la poesía, que fundamenta la sentencia de Lezama como motivo de tal vocación hipertélica: «[…] la ausencia de lo real producía una presencia de lo irreal ofuscadora» (1977, p. 17).
No es de extrañar que en medio de los rejuegos de luz, espejos de la propia claridad de su Andalucía, que tanto le recordara la «Cuba secreta» recién descubierta, María Zambrano lograra sustentar la palabra que revelara un cuerpo-presencia cultivado en los secretos de una amistad. Esa inclinación de sentimiento en Zambrano definió en ella la comprensión del «estar» preciso y la exacta medida de su eticidad, así como el signo que comunica la dimensión terrenal del hombre con el espíritu y que lo enlaza al universo es la palabra poética.
Consustancial al imaginario poético de la isla, María Zambrano, tan cercana a nuestra poesía y nuestro país, incorpora lo arbóreo 2 —tan en consonancia con las ideas lezamianas sobre la naturaleza insular y su pródiga vegetación— como símbolo de profusión física, material y espiritual y establece con él su signo para llegar a las claves entrañables de un poeta al identificarlo con el síntoma más notorio, a la vez que profundo, representativo del trópico no de manera fenomenológica, sino en denotación de su clara transparencia, en sintonía con la simbiosis propuesta por la investigadora italiana Antonella Cancellier entre «lo humano y lo cósmico» 3, como concepción especular del mundo.
El hombre verdadero al morir crea la libertad en la certidumbre que trasciende la imposibilidad de ser hombre, de la realidad de ese ser, árbol que se yergue entero sobre sus raíces múltiples y contradictorias, José Lezama Lima, árbol único y como él, idéntico ya a sí mismo […]. Árbol único plantado en el campo donde lo único florece. (Zambrano: «Hombre verdadero: José Lezama Lima», 2007, p. 219).
Lo raigal de las «raíces protozoarias» del poeta en su espacio físico, expresadas en un texto elegíaco, tan alejado de las argumentaciones intelectuales o académicas consecuentes, descubre la «lógica del sentir» zambraniana, que fija su logos recóndito allí donde se confunden sentimiento y razón, en una physis que se hace pilar de sujeción, suelo donde queda atrapada la luz, propia, del amigo. En el mismo lugar Zambrano deja dicho:
(Surge y sube la luz como una palma real…). Muerte auroral de comunión de evaporada escondida forma, de forma pura más allá de su promesa. Por mínimamente que ofrezca comunión, en ella se anegan esperanza y promesa, presencia de lo inacabable y que a ello remite sin poso temporal: no hay un después y el maleficio del futuro queda abolido […].
Ligado a la tierra en su condición más natural, lo arbóreo preside los signos de la poesía y la postura raigal del poeta que fija la mirada y el «sonreír en el centro oscuro de la llama “que es” la incesante actividad del hombre verdadero» («Hombre verdadero: José Lezama Lima», 2007, p. 219) y así se muestran ambos pendidos de un lazo que expresa las correspondencias, orgánica correspondencia que subraya los suavísimos, imprecisos, contornos de permanencia en esa naturaleza, espacio de fijeza y de movilidad, por lo que continúa expresando allí mismo:
Que si el cielo le permite con naturalidad tanta, ha de ser, quizás, porque de él cayó la semilla o porque en la tierra oscura alguna semilla privilegiada abierta, que solo instantáneamente muestra su tallo, indicio del árbol nunca habido, quizás escondido en alguna clara gruta al borde del mar, quizás en el mar mismo, más allá de su oscuro fondo donde tanta luz alza.
La naturalidad acordada entre la poesía y el lugar del que brota auténtica allí donde incide la mirada atenta del Poeta la descubre María deslizada como virtud, por lo que dice a Lezama en carta desde Roma: «Tú nunca dejas de hacer poesía y haciéndola te llegas hasta la justicia. […] Toda tu obra clama por ese gran arte que es poesía y ética, metafísica y justificación […]» 4. No es fortuita esta analogía, nacida de un sentimiento tan raigal e íntimo como es su evocación del poeta, si conocemos del significado que María otorga al árbol como indicativo de trascendencia y perennidad vital. El símbolo hipertélico de su ramaje, hundido el tronco en lo «pre-natal», lo explica el sentido del árbol de la vida que plantea en las páginas de El hombre y lo divino:
Los justos abandonados ¿se verían en un futuro por encima de sí, más allá de sí, sobre un árbol gigantesco, árbol de vida sin duda, como si solo allí sobre ese árbol los aguardara su forma, su forma indeleble prometida? (Zambrano, 1987, p. 376).
La preeminencia del árbol, como símbolo de afinidades intelectivas, explica, además, esta simpatía oculta advertida desde la primera visita de María Zambrano a La Habana y que la vuelve a su propio lugar, el de su infancia, sintonía de espacios y tiempos que ligan aún más, y sellan, su amistad. Así rememora en carta a Lezama:
En aquel domingo de mi llegada en que lo conocí la (La Habana) sentí recordándomela, creí volver a Málaga con mi padre vestido de blanco —de alpaca— y yo niña en un coche de caballos. Algo en el aire, en las sombras de los árboles, en el rumor del mar, en la brisa, en la sonrisa y en un misterio familiar. (Zambrano, 2006, p. 119).
La relación estrecha que María Zambrano advierte en Lezama con respecto a su ciudad y a ese paisaje insular que de tan diversas maneras penetra la obra del poeta se exalta en un cromatismo que, a más de colorido tropical, saca del fondo de esa physis cubana el sentido más íntimo de la luz, para exorcizar una luminosidad tanto cósmica como espiritual advertida en el enlace que establece entre el «rayo verde» y el perfil, físico y anímico, de Lezama, tal y como expresa la amiga: «El rayo verde 5 del crepúsculo cubano —tropical— que se eleva detrás del último recorte, perfil del sol perfecto hasta lo último a imagen de sí mismo, el rayo verde tan enigmático, dio su sentido cierto, su imperativo en el Poeta» (Zambrano, 2007, p. 214). Indiscutiblemente, la alusión al «rayo verde» nos lleva directamente al concepto de la mística sufí que refiere la condición superior del esplendor del místico, ya que es el color verde así indicado, un grado solamente alcanzado por el «hombre de luz», analogía que María encuentra en el epíteto dado a Lezama como «hombre verdadero», parangonado a la naturaleza perfecta 6. La pureza y claridad meridiana de tal calificativo en Lezama justifica la primacía y consonancia repetida del «rayo verde», que simboliza el esplendor del aura del amigo, por la mirada entrañable que penetra tanto colorido. En medio de la luz, enaltecida por la inmaculez del verde, surge el recuerdo.
Luz en inimaginables colores se nos esconde. Y acaso no se alteran ni tiemblan esos colores heridos por la mirada fija que va de cacería, que va a apresarlos, del hombre sumergido [que] los mira, ante la mirada sin contemplación, es decir, decisión de ver a toda costa y sin más, imperiosa mirada que no ha recibido el imperativo del rayo de luz verde, que él solo muestra y sube y se detiene sin avaricia para ser visto, contemplado con la limpieza del corazón que gana a la muerte y la recoge en su cacería […]. El rayo verde, prueba a la que el poeta no se ha dado cuenta, no ha apuntado el «haber» de someterse. Desde el silencio anterior que subsiste en su palabra, le sostiene. (Zambrano, 2007, p. 215).
Esta adecuación de la mirada de Zambrano a la dimensión presencial en lo invisible de Lezama Lima es un modo de penetrar en la Tiniebla como gradación o fotismo de luz atenuada, que simbolizan los conceptos de «noche luminosa» y «noche de luz», y que asienta las bases de una mística que con gran evidencia es proclamada en la «noche oscura» de san Juan de la Cruz. La verdadera tiniebla es la que aparece antes de la Nada como deus absconditus —idea ya prevista en la Cábala—, pero que, aun así, llega a ser visitada por el alma. Los dos polos que trazan el recorrido en esta «luz de luces» son el Logos-Ángel y el alma humana «como luz de la conciencia que se levanta en la tiniebla de la subconsciencia», lo que observa Henry Corbin (1984, p. 24). La dimensión de esta polaridad en la que María Zambrano penetra con su mirada cierta —«certeza de la mirada»— la encontramos en la expresión del místico sufí Kobrâ para conceptuar sus «fotismos coloreados», que van del «negro luminoso» a la luz verde o «rayo verde».
El hombre que ha sido capaz de alcanzar el más alto grado de espiritualidad en este viaje —así visto por Zambrano en Lezama Lima—, ya alcanzada la iluminación y reencontrada su alma en Dios, es el llamado «hombre de luz», cuyo parangón espiritual es la «naturaleza perfecta». En el fotismo expresado en esta doctrina lumínica sufí —que con intuición e inteligencia bordan las palabras elegíacas al amigo—, el «hombre de luz» es aquel que logra la «visión esmeralda» (luz verde como polo superior del viaje), por la cual el hombre logra ver «fugazmente los rasgos del Augusto Rostro: un rostro de luz que es tu propio rostro, porque tú mismo eres una partícula de su luz», de nuevo con Corbin (p. 97). La luz que comienza a iluminar los sentidos suprasensibles de la visión inunda el rostro, hasta llegar a ocupar el cuerpo humano, en lo que sería la máxima aspiración del místico, ya convertido en «hombre de luz».
El influjo de este pensamiento en José Lezama Lima —en el que entronca perfectamente la visión de María Zambrano— tiene un mayor eco en su poética, específicamente en la conformación de su concepto de imagen, que entra categóricamente en lo que ha llamado Henri Corbin «mundo imaginal» 7. El raro equilibrio entre el mundo corpóreo que se desvanece y el mundo espiritual es el espacio de la imaginación, lo que para el filósofo Ibn Arabi fuera el mundo de «lo imaginal», más allá de la imaginación como proceso, instante cuando lo invisible toma realmente forma, a través de la invocación y la figuración para crear la imagen. Para el místico sufí, la imaginación es la facultad mental que «espiritualiza» lo corpóreo percibido por los sentidos para hacer la «memoria», que es el «almacén de la imaginación del alma» 8. Esta memoria se convierte así en una recomposición del mundo «desvanecido» por el tiempo y aprehendido por la palabra de remembranza. Esta mirada profunda, que es «ver» más allá de las formas y los detalles del mundo, cobra especial relevancia en la capacidad de la mirada zambraniana, lo que para la mística sufí es visión esencial que se alcanza con los «ojos del alma».
El conocimiento del sufismo en María Zambrano y las correspondencias raigales y esenciales que establece con el poeta o, de modo más profundo aún, con el alma del poeta nos sumergen en un hilo de afinidades que no por implícitas en Lezama son menos aprehensivas 9. De este modo es que descubrimos un mundo abisal en ese «ángel de la jiribilla», «ángel nuestro», ángel-alma del cubano que no fortuitamente blasona el «topacio verde» que, a su vez, se engarza a la vegetación, como «corazón de la materia», lo infuso-difuso en la prodigalidad de la naturaleza del trópico, entendimiento que solo una «amistad verdadera» pudo descubrir en el corazón del poeta. No nos extraña encontrar las resonancias de estos «fotismos» develadores de la esencia de un epifenómeno expresado en la naturaleza en este, tan recurrido, «ángel de la jiribilla» al que invoca, como Zambrano hiciera con él mismo.
Ángel nuestro de la jiribilla, de topacio de diciembre, verde de hoja en su amanecer lloviznado, gris tibio del aliento del buey, azul de casa pinareña, olorosa a columna de hojas de tabaco. (Lezama Lima, 1970: «Se invoca al ángel de la jiribilla», p. 51).
Es con el ángel de la jiribilla, al que Lezama clama sea «anterior a la muerte», el ángel-alma con el cual se identificara y que abriera las compuertas de «la posibilidad infinita», que María penetra los arcanos de lo imposible, que es ver más allá de la muerte, porque ya ese «imposible al actuar sobre lo posible engendra un posible en la infinitud» (Lezama Lima, 1970, p. 53). Tiniebla atravesada por la luz que ha mostrado «la mayor cantidad de luz que puede», como dice Lezama en el texto antes citado (p. 52).
Un 9 de agosto de 1976 muere José Lezama Lima en La Habana. La noticia, por inesperada, fue revelando la estupefacción y la sorpresa de lo que no quiere admitirse. Para unos, murió el gran poeta; para otros, el familiar, el amigo querido o el intelectual que ya pesaba demasiado en un statu quo demasiado rígido para abrirse hasta él en una era imaginaria, único espacio donde podía existir el grandísimo cubano. Para María Zambrano, la muerte de Lezama le mostró la imagen misma en la que se tornaba ya. Sabía que se iniciaba otro camino que él mismo había previsto como «segunda naturaleza», más allá del propio dogma del cuerpo «resurrecto», en imagen perdurable, aquella que le acompañara. Traspasada la casa lucífuga que mostrara la primera estación de la muerte, el poeta converge en un punto en el que el espacio real ya ausente se recobra por la imagen. Como dijera él mismo en «El pabellón del vacío»: «Me hago invisible / y en el reverso recobro mi cuerpo […]». Y más aún prosigue, y es cuando, ya dormido en el espacio de una realidad fugada, duerme en el tokonoma y «evapora el otro que sigue caminado», sentido de evaporación, ligereza, volatilidad del cuerpo —diría en otros versos— que aún tan sólido puede evaporarse en rocío. La ruptura del cuerpo material, de ese cuerpo demasiado compacto para dejar escapar la espiritualidad que goteaba, no obstante, en su poesía, es la libertad que María Zambrano —atenta a su saber del alma— sabe que trasciende cuando el hombre, alzado sobre sí mismo, llega a ser «hombre verdadero», al alcan- zar finalmente su perfección en el otro cuerpo, espiritualizado, luminoso, transfigurado en imagen.
Esta imagen que centrara el pensamiento de José Lezama Lima, como muestra más palpable y fidedigna, encuentra eco en la transfiguración de la forma múltiple del poeta para ser él mismo más allá de sí. Como la sombra invisible que le persigue, el hombre que fuera se funde en ella al atravesar su vida, para llegar al conocimiento pleno, finalmente, en la entrega de su sustancia humana. Es la idea de la imagen hallada en el traspaso de su cuerpo, la superación de una forma que se vaporiza pero que sigue siendo la misma (cuerpo luminoso de Cristo, orbes luminosos), imagen que se logra en el tránsito como parte de un camino, pero que a su vez es la convergencia en una perfección necesitada de ambas dimensiones: la real presencia y la imagen como latido de ausencia. La mirada penetrante y conocedora del alma del poeta amigo le hace ver que ahora, en ese traspaso definitivo y absoluto, no es la imaginación la que crea los entresijos contemplativos de una idea convertida en imagen, sino que es ella, plena y total, vivificada y existida, la realidad convertida en verdadera realidad, sustancia del «puro estar yacente sin imágenes» («La Cuba secreta», 1948, p. 4), que es la expresión sin forma inmanente para esplender tan solo en su esencia expresada en pura libertad. Es la imagen del transfigurado por la muerte, vida plena, eterna, cuando «la realidad se retira». Palabras que interiorizan el sentimiento de María en la muerte del amigo como traspaso decisivo, puro, desprendido del superfluo engaño de los sentidos. Así expresa en «José Lezama Lima: Hombre verdadero» (p. 32):
Cuando de la primera capacidad contemplativa nace la imagen que recoge vivificándola la sensación, la simple sensación que amenaza ser fantasma engendrador de la fantasía, ese hurto a la sustancia y a la mente al par, que amenaza la integridad del hombre que en ella se pierde, por su falso laberinto, copia de aquel que la realidad en busca de su ser, que la sustancia encaminada a su forma entrelaza, cuando todo esto sucede la libertad se abre paso. Y la realidad se retira.
La imagen que desentraña María Zambrano de Lezama, ya traspasado el puente de la vida a la muerte, no es la desintegración del cuerpo ni de su identidad, sino el entrelazado de sustancias que ya en armonía alcanzan una libertad del alma. Surge así la imagen del hombre verdadero, de José Lezama Lima, cuando su realidad terrenal se retira. La mirada penetrante, atenta y a la vez contemplativa con que María descubre la imagen más cierta de Lezama se trasfunde con su imaginario poético, que se asemeja al místico. Una de las alegorías místicas, el «agua ígnea», que llamara la atención a María Zambrano y que la relacionara con el «mar de llamas» 10 en el que se sumerge el hombre verdadero junto con los dioses, aparece reflejada, con gran viveza, entre otras tantas referencias, en el ensayo «Confluencias», de Lezama Lima, ya anteriormente citado.
Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río, cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y comienza a hervir […]. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin embargo, es el río que va hasta las puertas del Paraíso» (p. 456).
Es el «mar de llamas» que conducirá al Paraíso. Anagógica imagen que integra un ruedo de simbolismos místicos, que no fortuitamente sostiene «el gran puente» que va de la profusión de imágenes hasta la contemplación del movimiento de la flecha lanzada a la eternidad: «En medio de las aguas congeladas o hirvientes, / un puente, un gran puente que no se le ve, / pero que anda sobre su propia obra manuscrita […]» («Un puente, un gran puente», 1985, p. 93). Símbolos, signos todos de un mismo despertar por la palabra, o del nombre que surgiera de lo arbóreo, de lo más natural, para ir completando un camino, para ayudar a transitar el camino como imagen de la eternidad.
Cuando María escribe a Eloísa Lezama Lima en agosto de 1976, a propósito de la muerte del poeta, habla también de ese entrecruzamiento y sentido paradojal de «movimiento y reposo» como signo de Dios. Es el Hombre que se ha sometido a la prueba y así ha encontrado la Vida que es ahora Imagen, pero no dispersa, sino engarzada y transfigurada en otro cuerpo de luz. Como el ka de los egipcios, el concepto tan distinguido por Lezama en el culto a la muerte, definidor de su idea de lo tanático, la imagen le pertenece desde la vida y se alcanza al transitar el camino decidido. Por eso insiste Zambrano, como insistiera Lezama en su ensayo, en que el ka es símbolo hierático y a la vez móvil, porque avanza y progresa como el cuerpo del hombre de que es sombra, ya evaporada, que sigue caminando en su tránsito de luz. En la misma carta, acotado en nota, María alude a un fragmento del poema «Los dados de medianoche» (del libro Dador) 11, cuya última estrofa la advierte ya como una conversión de la sustancia poética —camino que se «sutiliza»— hacia los versos de «El pabellón del vacío». Profética y honda la mirada de Zambrano que supo ver un espíritu hecho poesía caminando hacia su perfección, imagen que llegará a ser «total transparencia en que la sutileza que entendemos como una de las cuatro notas del cuerpo resucitado, se cumple», dicho en carta a Eloísa Lezama Lima del año 1976 (2013, p. 91). Más adelante, en la misma carta, dice a Eloísa, en referencia bíblica: «Jesús ha dicho: Si os interrogan cuál es el signo de vuestro Padre en vosotros, decidles: Es a la vez un movimiento y un reposo. Sabemos, querida Eloísa, que para él, tu hermano, ha sido, es así. ¡Que ruegue por nosotros!» (p. 91). Como la imagen poética lezamiana, María ve en la quietud de la muerte del poeta, anegado ya en su misma sustancia, un movimiento que le hace proseguir «hacia su definición mejor». Luego de conocida la noticia —refiere María a Eloísa— llega a sus manos el envío del poeta, anunciado por una mariposa que entrara a la vez. El reposo es movimiento, la muerte se deshace en los fragmentos que aparecen como sombra evaporada de su cuerpo en quietud. La muerte ha ocultado a Lezama del entramado de realidad que asoma a la superficie. Pero «ha nacido dentro de la poesía» y así siente «el peso de su irreal» («José Lezama Lima: Hombre verdadero», p. 302) y en su «continuo» ha entrado en el tokonoma para que su imagen prosiga el arañazo en la pared. María Zambrano descubre esa imagen en un último clamor del escritor, que deja dicho en «El pabellón del vacío»: «Necesito un pequeño vacío, / allí me voy reduciendo / para reaparecer de nuevo» (1985, p. 547). Sonriente, «se pasea entre los dos reinos».
El espacio intermedio entre ambos reinos, como polos equilibrados de la luz, fija «la cifra secreta» de una amistad convertida ya en naturaleza perfecta.
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Zambrano, María (2013): Carta a Eloísa Lezama Lima (18 de agosto de 1976), en Revista Vivarium, XXXII, abril, p. 91.
1 El concepto sufí tanaffos, que significa «espiración divina», también se aplica —consecuente a esta misma acepción— como brillo o luminiscencia que se expande desde el interior, tal y como expresa Henri Corbin en su libro La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi (1993): «La palabra tanaffos implica también el sentido de brillar, aparecer a la manera de la aurora. La creencia es esencialmente Revelación del Ser Divino a sí mismo; es una teofanía […]» (capítulo I: «De la creación como teofanía», p. 4).
2 El símbolo del árbol, que Lezama encuentra en las leyendas de las tribus que integran al período de la filogeneratriz de sus «eras imaginarias», lo incorpora también a sus estudios de otras culturas. Sobre este tema véase «Preludio a las eras imaginarias», en La cantidad hechizada, pp. 9-30.
3 Para la investigadora italiana Antonella Cancellier —en sus estudios de la poética de la luz en José María Heredia—, esta «fusión entre lo humano y lo cósmico arrastra la funcionalidad intercambiable de una concepción especular del mundo», espejo refractario que devuelve, irradiante, la propia luz causal de tal simbiosis. Esta visión queda muy en correspondencia con el «sentir iluminante» de Zambrano y su comprensión física y espiritual de la luminosidad insular. Véase Antonella Cancellier: Apuntes para una poética de la luz en José María Heredia, en https://www.cervantesvirtual.com/obra/apuntes-para-una-poetica-de-la-luz-en-jose-maria-heredia/ (p. 2).
4 María Zambrano (2006): Carta VI, 8 de noviembre de 1953, en Correspondencia. José Lezama Lima-María Zambrano. María Zambrano-María Luisa Bautista, Javier Forniels (ed.), p.103.
5 Nos referimos al sentido místico del «rayo verde» en el pensamiento sufí, como destello luminoso que sería el éxtasis divino, esencia que María Zambrano traslada a la naturaleza cubana para reflejar el mayor grado en el camino de la luz como momento de mayor espiritualidad, escenario que comunica al poeta tal irradiación de luz mística. Este concepto es estudiado por Henri Corbin (1984) en El hombre de luz en el sufismo iranio (capítulo I: «Orientaciones». Ediciones Siruela) y explica las gradaciones de luz como momentos en un camino de perfección espiritual, hasta el punto de que pueden asumir un significado místico. Sobre este proceso, Corbin explica que «el color no es una impresión pasiva, sino el lenguaje del alma consigo mismo» (El hombre de luz…, capítulo VI: «Los siete profetas de tu ser», p. 153).
6 El «hombre de luz» es un concepto complejo dentro de la filosofía y mística sufí que abre un campo específico a una antropología. Esta noción, en la que se sustenta María Zambrano al dar fe de Lezama Lima como «hombre verdadero», tiene una fuerte base en la idea del «yo celestial» del hermetismo, de donde parte también, apoyada en la noción hermética del alter ego, el concepto de «naturaleza perfecta». Pero también la idea se comprende en el cristianismo, pues es la misma relación que establece el hombre (semejante a Cristo) con su ángel de luz (ángel tutelar), que es a la vez su propia alma ya alcanzada. Llegar a conocer esa entidad espiritual, que es lo más perfecto de sí mismo, es llegar a su propia «naturaleza perfecta», la que puede ser aprehendida por la semejanza del hombre con Dios, es decir, por el cociente de divinidad que alberga su humanidad. Sobre este concepto véase Henri Corbin: El hombre de luz… (capítulo II: «El hombre de luz y su guía», pp. 31-49).
7 En el prólogo al libro La imaginación creadora en el sufismo de Ibn Arabi, Henri Corbin nos habla del mundo de las ideas-imágenes como mundus imaginalis (mundo imaginal), que es un espacio intermedio entre el universo espiritual (suprasensible) y el mundo de las formas (sensible). Este concepto es parte de la teosofía de Ibn Arabi, que Corbin define como teosofía de la luz. A nuestro modo de ver, el concepto de «mundo imaginal» se corresponde con el de imago mundi lezamiano, ya que es el mundo de la imagen aquel en que verdaderamente se expresa la realidad gracias al instante poético, lo que se evidencia en Ibn Arabi —según aporta Corbin— en el concepto de tajallí, traducido como epifanía, la que se corresponde en Lezama Lima con el elemento del «súbito» dentro de su Sistema Poético.
8 Véase William C. Chithick (2003): Mundos imaginales: Ibn Arabi y la diversidad de las culturas. Mandala Ediciones, Colección Alquitara, p. 138.
9 El pensamiento sufí es de gran importancia dentro de la filosofía zambraniana. Creemos que, si bien no directamente, es muy probable que, a través de María Zambrano, Lezama fuera imbuido del conocimiento de este autor. En general, muchos de los poetas origenistas (Cintio Vitier, Fina García Marruz, Eliseo Diego y el propio Lezama) se iniciaron o consolidaron en los estudios filosóficos a partir de los ciclos de conferencias que ella impartiera en el Lyceum de La Habana durante su estancia en Cuba. Sobre los elementos de la mística sufí en la pensadora andaluza, es de gran interés el estudio de Jesús Moreno Sanz (2008): El logos oscuro. Tragedia, mística y filosofía en María Zambrano, 4 vols. Verbum; en especial el acápite 3, parte III, vol. II, titulado «EL Tao, Ibn Arabi, san Juan de la Cruz, Husserl, M. Scheler, Schelling y Boehme median entre el hombre y lo divino y Nietzsche: los trasfondos de la circulación del saber y sus consonancias cubanas. Un pensamiento del “ya”, todavía no pensado: el dios en devenir y el futuro abierto», pp. 102-459.
10 La idea que sostiene las antinomias del «agua ígnea» (María Zambrano: «Hombre verdadero: José Lezama Lima», p. 220) y el «mar en llamas» (p. 215) es notable intuición que la pensadora española advierte en Lezama, y que se repite en su obra no solamente en el ensayo «Confluencias» —tal y como hemos referido—, sino también en el poema «Muerte de Narciso» —«Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el espejo» (José Lezama Lima, 1985: «Muerte de Narciso», p. 18)— y en «Un puente, un gran puente» —«En medio de las aguas congeladas o hirvientes, / un puente, un gran puente que no se le ve» (José Lezama Lima, 1985: «Un puente, un gran puente», p. 93)— y en su ensayo «Las eras imaginarias: la biblioteca como dragón» —«Las aguas hierven en el río, rodeado de rocas carnalizadas por el légamo de las muscíneas» (José Lezama Lima: «Las eras imaginarias: la biblioteca…», en La cantidad hechizada, 1970, p. 114)—. Tal idea, así como otras referidas a la mística sufí, la expresa en su texto «Hombre verdadero: José Lezama Lima» tal y como sigue: «Y ese fuego que devora, que atraviesa el mar de llamas y permite al hombre inevitablemente arrojado en él, transitarlo, encontrar el sutilísimo paso y todavía en la vida inmediata ir memorizando el verbo» (María Zambrano: «Hombre verdadero: José Lezama Lima», p. 220).
11 Véase «Los dados de la medianoche» del libro Dador, en Poesía completa, 1985, pp. 386-401. El verso al que se refiere María Zambrano es: «El fragmento cuando está dañado no reconoce los imanes» (p. 399).