María Zambrano (1904-1991) dejó como legado el saber experiencial de la poesía y de las humanidades. Un saber en la actualidad infravalorado por el predominio de una potente industria del espectáculo que se desentiende de la cultura y cuyo objetivo único es enriquecerse y ganar dinero. En las antípodas, la filósofa concentró su atención en desarrollar la sensibilidad, la pasión por la lectura y el arte en todas sus manifestaciones, a fin de rehabilitar la vida en común y potenciar el sentido de comunidad. Su finalidad fue siempre retomar para el pensamiento todo aquello que está en la poesía desde los orígenes de la humanidad, todo cuanto está en la vida y de lo que no trata la ciencia. En suma, todo cuanto procede de las profundidades y de las «entrañas del ser». De ahí que sus temas fueran el amor, la muerte y el padecer humano, y de ahí también que durante mucho tiempo la precediera la fama de escritora antes que de filósofa. La dificultad para encuadrar académicamente la totalidad de su obra y el hecho de ser tan importante lo que dice como el cómo lo dice contribuyeron a ello. Sin embargo, ella misma reivindicó desde muy joven su irrenunciable vocación filosófica de pensar a partir de un logos que denominó razón poética y con el que se opuso al idealismo de Platón y al racionalismo de Descartes. De hecho, se distanció de toda cultura academicista que no considerara ni la vida ni el sufrimiento humano como temas para el pensamiento. Por el contrario, ella quiso rescatar para la filosofía el sentir como fuente originaria del pensar y tuvo claro que, al desestimar el saber que se encuentra en la historia, en los mitos y en la poesía, la racionalidad teórica había llevado a la deriva a Occidente. Por este motivo, buscó otra forma de pensar que no fuera ni teoría ni sistema y en donde el pensamiento tuviera la mínima abstracción y generalidad. Se decantó de este modo por un tipo de saber fragmentario que no sistematizara ni categorizara la vida. En otras palabras, defendió la capacidad cognitiva del saber experiencial que se encuentra en los géneros literarios y que se trasmite a través de un discurso plagado de analogías, imágenes y metáforas.
Dicho así, puede parecer que la obra zambraniana esté más próxima al ensayo que a la filosofía, pero, aun sin desvincularla de esta orientación, lo cierto es que la epistemología, la ética y la estética le interesaron desde sus años de formación en la Universidad Central de Madrid, donde estudió Filosofía. Allí tuvo como maestro a José Ortega y Gasset y, al igual que él, participó de los mismos ideales sociales que proclamó la República española de 1931. De ahí que, a sus estudios de Filosofía, sumara su compromiso político y que, tras la derrota, tuviera que abandonar su país y exiliarse, como tantos intelectuales hicieron. María Zambrano, que había vivido los últimos estertores de la contienda civil española en Barcelona, cruzó la frontera de Francia en 1939, comenzando así un largo exilio que la llevaría por varios países europeos y americanos. Un periplo que duró hasta 1984, año en el que regresaría a España. México, La Habana y Puerto Rico fueron sus primeros referentes en aquellos años en los que estrenaba su condición de exiliada. México, por ser el primer país que la acogió, tuvo un lugar destacado en su memoria y así lo expuso en el discurso de entrega del Premio Cervantes, que recibió en 1989. En aquel texto, titulado Al alba, tras dedicar unas primeras palabras de agradecimiento por el reconocimiento recibido, pasa de inmediato a rememorar su estancia en Morelia y el colegio de San Nicolás de Hidalgo, donde llegó en calidad de profesora y refugiada política.
Por amor a tales recuerdos y a vuestra generosa compañía, seguidme hasta una hermosa ciudad de México, Morelia, cuyo camino no busqué, sino que él mismo me llevó a ella, igual que a tantos otros españoles recién llegados al destierro. Allí me encontré yo, precisamente a la misma hora que Madrid —mi Madrid— caía bajo los gritos bárbaros de la victoria. Fui sustraída entonces a la violencia al hallarme en otro recinto de nuestra lengua, el colegio de San Nicolás de Hidalgo, rodeada de jóvenes y pacientes alumnos. Y ajena desde siempre a los discursos, ¿sobre qué pude hablarles aquel día a mis alumnos de Morelia? Sin duda alguna, acerca del nacimiento de la idea de la libertad en Grecia. (Zambrano, 1989b).
En este fragmento cabe destacar, por una parte, la gratitud que sentía por México, país que de manera desinteresada y humanitaria ofreció ayuda a tantos desterrados republicanos, y por otra, el punto de inflexión que supuso para ella su dedicación docente en la Universidad de Michoacán. La filósofa había llegado allí gracias a su amiga la pintora Maruja Mallo, quien, a través de Alfonso Reyes Ochoa, intercedió por ella ante el secretario de la Casa de España en México, Daniel Cosío Villegas, que fue quien definitivamente cursó la invitación para que María Zambrano formara parte de ese exilio selectivo de intelectuales que abandonaron España. Y así fue como ella y su marido llegaron en barco al puerto de Veracruz el 24 de marzo de 1939 y se marcharon de México, solo nueves meses después, el 31 de diciembre de ese mismo año.
Hay que subrayar que fue la única mujer que llegó con la aureola propia de ser una intelectual brillante y competente, formada académicamente por su maestro José Ortega y Gasset. Y a esta labor filosófica se dedicó durante los meses que ocupó la cátedra vacante del filósofo argentino Aníbal Ponce, fallecido en accidente. Impartió cursos, conferencias y sobre todo fue el lugar y el tiempo donde gestó el libro que mejor la representa como pensadora y que tituló Filosofía y poesía. El detonante de este libro se halla en el capítulo titulado «Pensamiento y poesía», que fue publicado por primera vez en la revista Taller por su amigo Octavio Paz. Al principio le pareció que, una vez acabado el curso en la Universidad de Morelia, la redacción del libro le vendría forzada por la gratitud que la impelía a escribirlo, pero no fue así. Nada más lejos de ello, como ella misma expresó: «Pero en el momento de proseguir, ya se trataba de un libro, ya se trataba del ángel invisible e implacable. Ya la forzosidad no servía, ya era solo cuestión de vocación, de utópica vocación» (Zambrano, 2006, p. 10). Lo escribió, pues, con la irrenunciable vocación filosófica que la caracterizó dejando un legado tan singular como necesario.
En esencia, «logos» es un término griego que designa la razón o alguna de las expresiones de la razón, como, por ejemplo, razonamiento, palabra, definición o fórmula. Por ello, la filósofa se pregunta cómo pudo pensarse alguna vez que la poesía, siendo palabra, no fuera razón. De ahí que, dentro de un discurso antropológico, en la historia de la aparición del logos exista una especie de razón en la poesía que no puede descartarse si se quiere afrontar la totalidad y la complejidad del ser humano. De tal forma que la filosofía de María Zambrano gira en torno a esa otra forma de pensar que no es ni teoría ni sistema. En este sentido, recuperó para el pensamiento ese sentir que el tiempo pasa inexorablemente por el solo hecho de estar vivos. De ahí que su obra quedara vinculada al vitalismo, que, como reacción antipositivista, planteaba que la ciencia no podía expresar la profundidad ni la gran complejidad de la vida. Es en este contexto, pues, en el que se inscribe su propuesta filosófica que se conoce como razón poética.
Las bases de este logos poético están en Filosofía y poesía, un libro esencial en el conjunto de su pensamiento y en donde relata cómo la filosofía arrebató el logos a la poesía. Aquel libro que escribe en Morelia, «un hermoso y lejano lugar» del que no quiso olvidarse cuando recibió el Premio Cervantes, apenas dos años antes de fallecer, supuso un punto de partida en el que persistió durante toda su vida. En su discurso menciona de nuevo cómo la trayectoria ciega del pensamiento ha sido la de elaborar «la historia no escrita de la inexistencia de la verdad, que es tanto como decir la verdadera historia de la verdad» (Zambrano, 1989b). Volvía con ello al enfrentamiento entre pensamiento y poesía, al conflicto entre dos experiencias epistemológicas y dos formas discursivas que son distintas, pero que, a su entender, eran también complementarias. Su mérito, por tanto, consistió en trabar tales alternativas y librarlas de la hostilidad que ha recorrido toda la historia de nuestra cultura y que ha expulsado a la poesía de la vía de la razón y del conocimiento.
Para la filósofa, el causante de la contienda en la que «pensamiento y poesía se enfrentan con toda gravedad a lo largo de nuestra cultura» (Zambrano, 2006, p. 13) fue Platón, quien en el mito de la caverna, que expuso en el libro VII de La república, eliminó la capacidad cognitiva de los sentidos y solo admitió como vía epistemológica una sola de las dos que Parménides había presentado en su Poema. Así fue como, durante mucho tiempo, la lectura del texto parmenídeo se realizó en clave de disputa por la verdad. Por un lado, la vía del ser y de la razón, y por otro, la del no ser y los sentidos. Por una parte, la vía de la filosofía, y por otra, la de la poesía. Esta polaridad fue retomada a lo largo de la historia del pensamiento occidental, condenando al saber poético por considerarlo irrelevante para el conocimiento. Sin embargo, la filósofa no excluyó una vía cognitiva por otra, sino que las integró, ya que ninguna por sí sola podía abordar la totalidad del ser humano. Y esta idea clave, que dio origen a todo su pensamiento posterior, es la que puede encontrarse en aquel libro que escribió en 1939 en México, siendo docente de Filosofía en la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia.
Lo auténticamente relevante es que el sesgo platónico que pesaba sobre el texto de Parménides fue desactivado a principios del siglo pasado por la filósofa. En este campo María Zambrano se adelantó en mucho a teóricos posteriores de la estética, como Franco Rella (1986), quien señaló que el filósofo de Elea no quiso tanto presentar dos vías opuestas de conocimiento, la de la razón y la de los sentidos, la episteme y la doxa, no quiso oponerlas, sino más bien exponerlas. En realidad, las dos vías de las que habló Parménides, la del ser y la del no ser, la nouménica y la fenoménica, son válidas cognitivamente, solo que la contundencia con la que Platón apostó por la claridad metódica de la dialéctica supuso el triunfo de una conciencia analítica que proscribiría la sabiduría poética por considerarla confusa y falsa. Esta lectura novedosa y a contracorriente en la que se afirma que no hay una única vía de conocimiento, sino dos y complementarias, es la que la filósofa reivindicó mucho antes de que se extendiera en los círculos filosóficos de la segunda mitad del siglo XX.
Ambas vías nos permiten encontrar, cada una a su manera, el escondite de la Verdad. Sin embargo, una lectura reduccionista del Poema de Parménides desdeñó la poesía como fuente de saber. Ahora bien, la vida humana, en su devenir y padecer, tiene poco que ver con las utopías de la identidad y la exactitud de una razón fría y matemática. Por ello, la filósofa se decantó por la vía de la razón poética y no la de la razón teórica. Es más, consideró que la mayor diferencia entre el saber poético y el conocimiento filosófico está en el método. Así, mientras que el método propio de la filosofía exige «vía de acceso y trasmisión» (Zambrano, 1989a, p. 107), el del saber poético «es experiencia ancestral o experiencia sedimentada en el curso de una vida» (Zambrano, 1989a, p. 107) y resulta difícil de trasmitir y de adquirir, dado que las experiencias vitales no se pueden programar de forma experimental como si la vida se desarrollara en un laboratorio. Por eso, en Notas para un método, uno de sus textos de madurez, la filósofa afirma:
No hay método en principio, pues, para el saber de la vida. Porque la vida es irrepetible, sus situaciones son únicas y de ellas solo cabe hablar por analogía y eso haciendo muchos supuestos y suposiciones […].
El saber, el saber propio de las cosas de la vida, es fruto de largos padecimientos, de larga observación, que un día se resume en un instante de lúcida visión que encuentra a veces su adecuada fórmula. Y es también el fruto que aparece tras un acontecimiento extremo, tras de un hecho absoluto, como la muerte de alguien, la enfermedad, la pérdida de un amor o el desarraigo forzado de la propia Patria. Puede brotar también, y debería no dejar de brotar nunca, de la alegría y de la felicidad. Y se dice esto porque extrañamente se deja pasar la alegría, la felicidad, el instante de dicha y la revelación de la belleza sin extraer de ellos la debida experiencia; ese grano de saber que fundaría toda una vida. (Zambrano, 1989a, p. 107).
Existen, pues, dos caminos, dos vías, para entrar en contacto con la realidad, pero mientras el método busca, el saber encuentra. Así, «la poesía es encuentro, don, hallazgo, por gracia», mientras que «la filosofía busca, requerimiento guiado por un método» (Zambrano, 1989a, p. 108). En suma, entre el ser oculto e invisible de la Idea platónica y el ser mutable de las apariencias que nos muestran los sentidos, entre método y saber, María Zambrano elige el saber poético. Una elección que la sustrae de la mirada abstracta y liviana de la ciencia y le permite pensar la vida a través de la sensibilidad, la memoria y la imaginación.
Dicho esto, conviene recalcar de nuevo que en Filosofía y poesía (1939) la filósofa narra la aparición y la bifurcación del logos en la historia del pensamiento. Es en este libro donde explica cómo el conocimiento racional se separó del saber sensible por considerarlo falaz y poco fiable. La búsqueda de un ser único, eterno, indivisible, homogéneo e inmóvil que subsiste debajo del flujo de las apariencias y que trasciende los sentidos llevó a Platón hacia el concepto y la Idea. En resumidas cuentas, todo conocimiento que proviniera de la sensibilidad conducía a la doxa, a la opinión variable que tiene por objeto las cosas concretas y terrenas que sufren mutación y corrupción. Solo el conocimiento que emerge de una razón filosófica pura podía alcanzar la verdad y lograr la unidad que subyace a la variabilidad y multiplicidad de cuanto nos rodea. En consecuencia, la poesía aferrada a las apariencias ni tan siquiera podía ser considerada conocimiento. Un estigma que llevó durante siglos.
La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz de la sombra que arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en ausencia suscita. ¿Es que acaso al poeta no le importa la unidad? ¿Es que se queda apegado vagabundamente —inmoralmente— a la multiplicidad aparente, por desgana y pereza, por falta de ímpetu ascético para perseguir esa amada del filósofo: la unidad? (Zambrano, 2006, p. 19).
En estos párrafos se deja entrever cómo la pretensión por alcanzar la unidad fue el punto de fricción entre filósofos y poetas. Ante ello, la filósofa subraya que al poeta también le importa la unidad, solo que él la encuentra por otro camino y otros medios. Así, mientras el filósofo se dirige al ser oculto tras las apariencias, el poeta queda adherido a las mismas apariencias, a su diversidad y heterogeneidad. Pero no por ello al poeta no le interesa la unidad, solo que la encuentra de forma diferente. De ahí la gran diferencia que existe entre la unidad absoluta que busca la filosofía y la unidad frágil e incompleta que encuentra la poesía. Con la primera, el filósofo conjura el miedo a la impermanencia y la contingencia de lo terreno. Con la segunda, el poeta siente inquietud y desasosiego, pero a la vez se abre a una perspectiva más amplia e ilimitada. Es más, el poeta sabe que esa unidad frágil, cuando la encuentra, le viene dada de manera gratuita. Por el contrario, el filósofo busca la unidad absoluta con un ascetismo férreo que le distancia de lo vital.
La cuestión crucial reside entonces en explicar cómo la poesía logra la unidad entre tanta multiplicidad y diversidad. Para ello la filósofa recurre a la similitud que existe entre poesía y música recordando que «cada pieza de música es una unidad y sin embargo solo está compuesta de fugaces instantes» (Zambrano, 2006, p. 21). Aclara además que, para conseguir la unidad, el músico no necesita acogerse a un ser oculto y homogéneo. De igual manera, el poeta crea una unidad en su poema a través de las palabras con las que intenta apresar lo más distinto de cada cosa y de cada instante. En otros términos, «el poema es ya la unidad no oculta, diríamos encarnada» (Zambrano, 2006, p. 22). En consecuencia, el poeta logra alcanzar la unidad sin ejercer violencia alguna sobre la heterogeneidad de las cosas. Es ese afán por conseguir la unidad absoluta lo que le hace al filósofo quererlo todo. Mientras que, por el contrario, el poeta teme que en esa pretensión no esté todo, ya que con la abstracción filosófica se pierden y se dejan atrás los múltiples y variados matices que las cosas tienen.
Se comprende así que «la cosa del poeta no es jamás la cosa conceptual del pensamiento sino la cosa complejísima y real, la cosa fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás» (Zambrano, 2006, p. 22). Con ello María Zambrano reclama para la poesía la ontología de Heráclito, que abarca tanto el ser como el no ser. Y precisamente este transitar entre lo que es y lo que deja de ser es por lo que el logos poético consigue comunicarse de manera fácil e inmediata con la vida. Contrariamente a lo que le sucede al logos filosófico, que asciende hacia la Idea y deja atrás la experiencia cotidiana de la vida. Puede decirse, por tanto, que en la aparición y desaparición del ser y del no ser tiene la poesía su propio trasmundo en el que apoyarse y que por eso mismo la unidad a la que aspira es tan distinta a la que busca el filósofo. De hecho, el filósofo llega a la unidad y a la verdad a través de un esfuerzo arduo y metódico, reflejo del mismo trabajo que hay que realizar para salir de la caverna. En cambio, el poeta da con la unidad de manera milagrosa y regalada, sin precisar ninguna preparación ni método. Fue esta situación privilegiada del poeta la que hizo que la poesía no pudiera competir con la filosofía en la batalla que el pensamiento libró por la Verdad.
Desde entonces, la poesía cayó dentro de un logos doxatós considerado falso por basarse en todo cuanto aparecía y desaparecía ante los sentidos. Fue así cómo se sacrificó el kosmón apatelón de la poesía y se ridiculizó al poeta por encarnar a un sujeto que tendía a aferrarse a una realidad aparente tan rica como variada. De resultas de ello, en esta lucha por la Verdad, el logos doxatós del poeta se asimiló a un logos pseudés o falso del que había que apartarse con presteza y prontitud para no caer en el error o en la locura. Algo que María Zambrano cuestionó con creces ofreciendo y dando legitimidad cognitiva a un tipo de razón que denominó poética. En esta tesitura sostuvo que el poeta fue el primer disidente a ese tipo de razón reduccionista que presentó Platón. Es cierto que la poesía alude constantemente a «lo otro» que es el ser e incluso a lo que no es, pero según la filósofa esta cualidad es algo a valorar y no a desestimar. En realidad, la unidad que encuentra la poesía consigue una armonía de contrarios de la que habló Heráclito. Y es en esa línea en la que María Zambrano ensalza la poesía trágica de Homero, que permite narrar la vida como un eterno fluir repleto de vicisitudes y contradicciones. Un ejemplo de lo que podría denominarse una antropología vital contada o narrada.
No obstante, con el triunfo de la razón platónica, el ser humano quedó despojado del sentir, del deseo y de la pasión. Características estas que la filósofa considera que no pueden ser eliminadas si se quiere alcanzar una visión integral del ser humano. Por este motivo criticó a ese sujeto de la conciencia que accedía al conocimiento sin atisbo alguno del padecer, que creía poder afrontar la desesperación y el dolor en un trance de lucidez teórica, como enseñaron Platón, Descartes o el mismo Ortega y Gasset. Nada más lejos, nada más equivocado, según la filósofa, porque en la vida la presencia de la muerte acecha y es de esa «melancolía funeraria» que conoce bien el poeta, donde todo es y al mismo tiempo deja de ser, de la que hay que extraer la voluntad para amar y sentir la vida cada mañana.
Para María Zambrano era imprescindible prestar atención a aquellos saberes del alma, a aquellos saberes del corazón, de los que hablaba Pascal y que moran en las profundidades del ser. Se refería a aquellos saberes que proceden del arte, de la poesía y de todo lo que en común tienen las religiones. Saberes que fueron desestimados por el idealismo platónico y que la filosofía europea había abandonado al reducir las cuestiones de la psique a meros debates científicos. Hacía falta, a su entender, un tipo de saber que tuviera como meta una visión integradora del ser humano y que contemplara sus deseos, sus pasiones, sus esperanzas, sus temores y sus sentimientos. Un saber que surgiera de lo experiencial y que tuviera su base en la sensibilidad y en la memoria. Por este motivo, entre una verdad invisible que se trasmite a partir de un lenguaje conceptual y la experiencia variada de lo visible que se comunica a través de la poesía y de un discurso narrativo, se decantó por lo segundo, por la profundidad teórica que ofrecen los textos de Homero, de Unamuno, de san Juan de la Cruz, de santa Teresa de Jesús o de Cervantes.
En todo lo dicho, es evidente su preferencia por el poema frente al sistema. De hecho, considera que la percepción y el sentir son anteriores a la reflexión intelectual y que pensar es antes que nada descifrar lo que se siente. En este sentido, la memoria no es ya una mera evocación del pasado, sino «la nodriza del pensamiento» que permite adentrarnos en la oscuridad de lo ya vivido, de ese pensar y sentir tan propio del poeta, hecho de un ir y venir de la experiencia.
Nodriza, madre del pensamiento, la memoria, sierva en su pasividad, sostiene y sustenta el pensar en su ir y venir. Ella, si se le deja servir, desciende hasta los ínferos del alma, de la psique, hasta la zona psicofísica. (Zambrano, 1989a, p. 83).
Es esa ascesis poética la que se reivindica como un saber desde un «vivir según la carne» y en «un cuerpo encarnado», ya que no todo es cuerpo pero sí todo es desde el cuerpo. En esta línea argumentativa, en un principio es el cuerpo, la sensibilidad, son las intuiciones perceptivas de la memoria y de la imaginación. El cuerpo no se entiende entonces ni como un objeto mecánico ni como una entidad fisiológica, sino como el primer criterio y la primera referencia para dar sentido a las cosas. De tal modo que la filósofa, al indagar en la mente y el lenguaje del poeta, da prioridad a las formas cognitivas corporales por las que la estética, como disciplina filosófica, se interesó en sus comienzos.
En realidad, el cuerpo es una corporalidad encarnada eminentemente estética, es decir, sensible, en el que se asientan las facultades de la sensibilidad, de la fantasía, de la memoria y de la imaginación que se conocen hoy como formas cognitivas corporales (Patella, 2019). A tal efecto, la obra de María Zambrano comparte mucha similitud con el debate epistemológico que surgió entre racionalistas y empiristas en el siglo XVIII tratando de dilucidar qué tipo de conocimiento podía encontrarse en los sentidos, la imaginación y memoria (Ophälders, 2008). Un debate en el que Hume y Leibniz fueron determinantes y en el que la sensibilidad trascendía el nivel epidérmico animal para ser entendida como una facultad cognitiva con la que se podía acceder al mundo humano de la creación y de la cultura.
Llegados a este punto, se comprende bien que la filósofa no solo realizó una crítica a la racionalidad clásica, sino que también sostuvo el primado del pensamiento estético sobre el pensar lógico racional. Con todo, no hay una única razón, sino que son muchas sus especies, como la razón seminal, la razón mediadora de los estoicos, la razón vivificante, la razón matemática de los pitagóricos o la razón poética. Para la filósofa, «la razón es múltiple y a la par una» (Zambrano, 1989a, p. 128), aunque, de todas las que enumera, destaca sobre todo la razón poética, que es un tipo de razón que el academicismo fue reacio a aceptar, dado que, como ella misma expresa:
De la razón poética es muy difícil, casi imposible, hablar. Es como si hiciera morir y nacer a un tiempo: ser y no ser, silencio y palabra, sin caer en el martirio ni en el delirio que se apodera del insomnio del que no puede dormirse, solamente porque anda a solas. (Zambrano, 1989a, p. 130).
No cabe duda, pues, de que el legado propio y original de la filosofía de María Zambrano reside en dar visibilidad y legitimidad cognitiva a este tipo de razón llamada poética. De ahí que su filosofar no se ajuste a la razón kantiana —que reduce todo objeto de conocimiento a los esquemas mentales del sujeto cognoscente (espacio, tiempo, categorías)— y tampoco se adhiera al tipo de racionalidad que encumbró Platón en la Antigüedad y que adoptaría en los inicios de la modernidad el racionalismo mecanicista de Descartes. La filósofa defiende y reivindica el logos poético porque sabe bien que la razón teórica y científica que encumbró la filosofía no puede asistirnos en los padecimientos de la vida y que ningún mundo noético ideal, ofrecido como esperanza, podrá consolarnos de la finitud y de la muerte. Así dice:
Porque el nudo está en la muerte. El filósofo desdeña las apariencias porque son perecederas. El poeta también lo sabe y por eso se aferra a ellas; por eso las llora antes de que pasen, las llora mientras las tiene, porque las está sintiendo irse en la misma posesión, los cabellos negros de la amada blanquean mientras son acariciados y los ojos van velando imperceptiblemente su brillo. Y son por eso más amados, más irrenunciables.
De esa melancolía funeraria de las hermosas apariencias, el filósofo se salva por el camino de la razón, la razón es realmente la esperanza. Pero a costa de cuánta renuncia. Mas el poeta no renuncia. Nadie le convencerá de que renuncie. Nadie le consolará de ver irse el día que pasa, ni le persuadirá para que acepte la conversión en ceniza de los ojos amados; la desaparición en la neblina del tiempo, del fantasma querido. Nada, ni nadie. (Zambrano, 1992, p. 38).
Se desprende de esta conciencia de la finitud un vitalismo que culmina en el amor mundi hacia esas hermosas y perecederas apariencias de las que nos habla el poeta.
En definitiva, es una constante de la obra de la filósofa invitarnos a tomar en consideración ese otro tipo de logos que emplea para pensar imágenes, analogías y metáforas. Pensamiento y poesía se aúnan así para celebrar la vida en toda su belleza y con ello nos alerta de la fascinación de la idea platónica y de la evidencia cartesiana nacida a las luces de una razón pura y abstracta. Hasta aquí la filósofa coincide con las reacciones antipositivas del siglo pasado, que tuvieron como referentes a Nietzsche y Bergson y que exaltaron la intuición, el inconsciente y el élan vital. La mirada se giró entonces hacia otro tipo de saber, hacia otro tipo de razón que ofrece el arte y que no desestima ni la ensoñación, ni el mito, ni los símbolos. La razón poética se presenta, pues, como el antídoto ante el objetivismo y el positivismo o también como antítesis a esa razón normativa y eficiente que nos cosifica, que se nos impone con palabras que funcionan de forma operante y que pueden llevarnos a actitudes de desapego e indiferencia ante el padecer humano.
Si en algo destaca la voz de la filósofa, es para recordarnos la urgencia de una razón que nos ayude a ser otro tipo de personas y nos ofrezca una narrativa, un relato donde quepa esperanza para la humanidad. Con ello nos aboca a un tipo de paradigma donde la narración predomine sobre la información. Todo con el fin de poder elegir otra forma de actuar para salir de esa dialéctica de la soledad y de la indiferencia a la que nos han conducido la metafísica europea y la racionalidad instrumental de la técnica. Es por ello que nos impulsa a reaccionar y tomar en consideración ese otro tipo de logos y de palabra. Así dice:
Será imposible el que no veamos en la poesía una integridad lograda mayor que en la metafísica; imposible que no veamos en ella el camino de la restauración de una perdida unidad. Imposible también que no la sintamos como la forma de la comunidad, puesto que si la poesía se hace en palabras, es porque la palabra es lo único inteligible. Porque la palabra, en fin, sería ese sueño compartido. (Zambrano, 2006, p. 97).
En esta propuesta filosófica, si se quiere leer entre líneas, habría mucho de crítica a una pedagogía, sometida a los fines del neoliberalismo y del nuevo orden económico mundial, que entiende el hecho educativo a la manera instrumental. Por el contrario, el saber experiencial de la poesía y de los géneros literarios abriría la senda hacia una pedagogía de lo simbólico en la dimensión configuradora que la palabra tiene en el universo de lo humano. Ahora bien, la atención se concentraría en la palabra capaz de guiarnos y ayudarnos a afrontar la alteridad, a fortalecer la empatía y a ser sensibles ante quienes sufren y padecen. En esta pedagogía de lo simbólico, la literatura y la poesía serían ineludibles.
En el momento actual en el que vivimos, no cabe duda de que se precisa una formación de este tipo que eduque en la piedad y en el amor y que acoja la dimensión trascendente de la persona inmersa en la comunidad de la que forma parte. Y es en este sentido en el que el logos del saber poético tendría que ser rehabilitado en toda su plenitud cognitiva para restaurar la vida en común y trazar un horizonte esperanzador. Esta sería una de las muchas enseñanzas que podrían extraerse de la filosofía de María Zambrano, solo que no está de más dejar sentado que el hilo con el que iba a tejer todo su pensamiento surgió en la ciudad de Morelia, capital del estado de Michoacán, recién llegada del exilio en 1939, «en aquel otoño de indecible belleza» en el que se dispuso a escribir Filosofía y poesía, punto de partida y de llegada de toda su prolífica obra.
Debord, G. (1999): La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos.
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Zambrano, M. (1989b): Al alba (discurso por el Premio Cervantes), en El País. Madrid: https://elpais.com/diario/1989/04/25/cultura/609458407_850215.html (consultado el 14 de enero de 2022).
Zambrano, M. (1992): El hombre y lo divino. Madrid: Siruela.
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Zambrano, M. (2010-2016): Obras completas, vols. III, VI. Barcelona: Galaxia Gutenberg.