Al quehacer del «embajador rojo» (Martín, 2020, p. 15), como llamaban a Rodrigo Soriano por sus simpatías hacia la Unión Soviética, se sumaron Alfonso Rodríguez Aldave y María Zambrano a su llegada a Chile en noviembre de 1936. Conviene precisar la potencia del ambiente político-cultural de aquella embajada, al que el joven matrimonio Rodríguez-Zambrano dará un impulso fuera de duda, pero que no se entiende del todo si no se considera el horizonte de relaciones que, desde su llegada a Chile en 1934, Soriano tejía con indudable pericia diplomática con los sectores progresistas de la vida política y cultural chilenas. Soriano, antiguo diputado blasquista, periodista, cronista de guerra, escritor, compañero de Unamuno en el destierro de Fuerteventura durante la dictadura de Primo de Rivera, exiliado después en Uruguay hasta la proclamación de la República, era perfectamente consciente del valor político que tenía para la causa republicana el apoyo del campo cultural chileno. Es, pues, en el orden de la acción político-cultural de Soriano que se comprenden mejor algunas de las actividades de Zambrano y Rodríguez Aldave. De todas ellas, destaca la fundación y financiación de la editorial Panorama, algo que Zambrano reitera varias veces en su obra, pero es justo comprender esa iniciativa editorial, sin duda importante, dentro del tejido de acciones y relaciones de la embajada de Soriano. No de otro modo se explica la publicación de Madre España. Homenaje de los poetas chilenos, que a la postre fue la joya de la editorial.
Sin duda, en ese volumen se concitan los poetas chilenos de mayor renombre de entonces, con muy pocas excepciones (la de Mistral es la que más resalta): Huidobro, Neruda, Winett y Pablo de Rokha, Rosamel del Valle, Blanca Luz Brum, Julio Molina, Braulio Arenas, Juvencio Valle, Eduardo Anguita y Volodia Teitelboim, entre otros. ¿Cómo podían dos jóvenes recién llegados y sin conocimiento del lugar, si no contasen con el auxilio de Soriano, lograr tamaña empresa? Sobre todo en un momento tan concitado como el de los primeros meses de una guerra que enseguida había puesto todo patas arriba en España y amenazaba con alterar los frágiles equilibrios del tablero político internacional. La acción de Zambrano y Rodríguez Aldave en Chile acontece dentro de la sorpresa de los primeros momentos de la guerra, cuando todavía no hay un cauce organizado y cuando la labor de la Embajada de España mira precisamente a esa organización. Porque, a decir verdad, el campo cultural chileno empezará a organizarse de manera eficaz en su apoyo a la República a partir de la creación de la sección chilena de la Alianza de Intelectuales en Defensa de la Cultura, algo que sucede el 7 de noviembre de 1937 como consecuencia del II Congreso de Intelectuales Antifascistas, celebrado en Valencia, con viajes simbólicos a Madrid y Barcelona, en julio de 1937 (Moraga Valle y Peñaloza Palma, 2011). A partir de ahí el papel de Neruda será decisivo (es cosa conocida), siendo su mayor y más visible logro la hazaña del Winnipeg al poco de concluir la guerra (Martín, 2019). Pero el caso es que la acción de Zambrano y Rodríguez Aldave acontece antes de todo eso, en un tiempo concitado y trepidante en el que desde la Embajada de España se ensayaban todo tipo de vías posibles en busca de apoyo a la causa republicana española en un campo cultural chileno aún desorganizado y aún sorprendido por el estallido de la guerra. Sin que esto signifique que partían de cero, sino que las relaciones chilenas con las que contaban antes de salir de España, de las que sin duda se sirvieron al llegar a Chile (como las de Gerardo Seguel y Luis Enrique Délano, de quienes la editorial Panorama publicaría sendos libros), fueron a converger dentro de la más amplia red de relaciones ya construida por Soriano.
Es dentro de ese orden de cosas que debe ser entendido el sentido de la presencia de Gerardo Seguel al frente de Madre España. Homenaje de los poetas chilenos (nótese que la primera publicación de Panorama es precisamente el poemario Horizonte despierto, de Seguel). Seguel había estado en España antes de la guerra (Muñoz Lagos, 1997) y se había relacionado con los poetas de la generación del 27, en cuyo radio de acción sin duda conoció a los jóvenes Zambrano y Rodríguez Aldave. Antes de viajar a España ya había publicado un par de importantes poemarios, Hombre de otoño y Dos campanarios a la orilla del cielo, y un ensayo que había tenido buena circulación, Fisonomía del mundo infantil, además de numerosas colaboraciones en la prensa diaria y en revistas; y a su vuelta, este «primer poeta que se hizo comunista» en Chile (El Siglo, 18 de enero de 1970, p. 13) había participado de manera significativa en el volumen Escritores y artistas chilenos a la España popular, publicado en 1936 (Santiago: Imprenta y Encuadernación Marion), que a la sazón debe ser considerado como precedente de Madre España.
Madre España se abre con un prólogo de Seguel («Nuestra deuda con España») y se cierra con un epílogo de Zambrano («A los poetas chilenos de Madre España»). Nada hace pensar que la compilación del volumen, el cuidado editorial o la simple coordinación de la edición fueran responsabilidad de Zambrano, como se le atribuye en su edición dentro de las Obras completas: «Compilación y epílogo de María Zambrano» (Zambrano, 2015, p. 338). En ningún lugar del libro se explicita esa pesunta labor compiladora de Zambrano, más bien, ateniéndose a los usos editoriales, la apertura de Seguel con su prólogo hace pensar que la compilación y responsabilidad editorial del volumen estén a su cargo. La dedicatoria del volumen, además, refleja una suerte de autoría y responsabilidad de los poetas chilenos («A Federico García Lorca, el poeta asesinado en Granada. Identificamos con su nombre nuestro homenaje a España»), de cuya voz no podría sentirse parte Zambrano, en cuanto que ella no participa directamente en el homenaje chileno, sino que su epílogo es, más bien, un gesto de gratitud hacia los poetas chilenos que homenajeaban (a España a través del nombre de Lorca), una suerte de gracias español al gesto chileno (tal como el título del epílogo parece querer dar a entender).
Desde el mismo inicio se advierte en el epílogo de Zambrano una inequívoca voluntad de estilo: «Es en la honda profundidad del silencio, allí donde aguardan las palabras todavía por nacer, donde España, la verdadera e indivisible, va a recoger, hermanos poetas de Chile, vuestra voz desgarrada» (Zambrano, 2015, p. 376). El adjetivo «indivisible» (que acaso hoy pueda sonar un tanto extraño, debido sin duda, por un lado, al peso retórico de la España-una del franquismo y, por otro, a la organización territorial en comunidades autónomas de la actual democracia española) debe ser aquí entendido como contrariedad a la división creada por la guerra: dos Españas que —no se olvide— ambas se reclaman verdaderas y respectivamente consideran falsa e inauténtica a la otra. Zambrano lo piensa muy sinceramente (que la verdadera es la España republicana), sin duda, y lo razona en otros textos, sobre todo en la primera parte de Los intelectuales en el drama de España, pero no puede dejar de notarse el efecto propagandístico que ella misma buscaba y también tenía la recepción chilena de sus escritos de entonces.
Si el prólogo de Seguel intentaba dar sustancia a la «deuda con España» de Chile y demás naciones de América Latina, el epílogo de Zambrano se centraba en la comprensión de la relación entre España y América a través del concepto de «madre» (algo, por lo demás, que tiene un indudable sabor de época y que después, no tanto los argumentos de Seguel, que son muy circunstanciados al momento bélico, sino las ideas mismas de deuda y de madre, ha sido muy contestado desde los ambientes intelectuales de la filosofía de la liberación y de la teoría decolonial). En un artículo de la época, «La lucha en la mujer actual», pero escrito sin duda después del epílogo, vuelve Zambrano sobre esta idea: «Siempre se comportó España como madre en el mundo; siempre estuvo en los comienzos, en el origen de las cosas descubriéndolas, dándolas a luz, donde luego seguían su propio destino; como una madre, España nunca creó para sí misma; rebasando de su existencia dio siempre algo a los demás, algo que quizá a todos más les valía que su propia vida» (Zambrano, 2015, p. 319). Expresiones como estas o como las que aparecen en el epílogo de «Madre del “nuevo mundo” siempre España», «ancho seno de madre», «profundo seno maternal», «condición de madre», etcétera, corren el riesgo de ser muy mal interpretadas si no se hace el esfuerzo hermenéutico que requiere el texto para su adecuada comprensión. Porque, si bien es cierto que Zambrano, con marcado orgullo patrio, mantiene en su pensamiento de esta hora el implícito del valor civilizatorio de la cultura española con relación al descubrimiento y conquista de América, no es menos cierto que se trata de un implícito inconsciente y colectivo, como demuestra el prólogo de Seguel. Pero es que, además, ese carácter materno de España al que se refiere Zambrano no mira, o no mira principalmente, hacia el pasado (del descubrimiento y la conquista), sino hacia el futuro que abre para el mundo entero, y no solo para América Latina, la guerra española. Es en el punto de la guerra que Zambrano ve una madre pronta al parto. «En esta terrible conmoción de España se comprueba su condición de madre» (Zambrano, 2015, p. 376). Y a continuación hace un elenco de «las notas de la maternidad esenciales», las cuales «se encuentran en ella [España] exaltadas hasta el máximum: dolor sin límite, fecundidad y esa mezcla de lo divino con lo carnal y sangriento, ese palpitar de lo infinito por venir entre entrañas desgarradas» (íd.). La guerra de España es —o más bien podría ser— el momento del parto de un «nuevo mundo» y de un «hombre nuevo», por eso es en el decir de Zambrano tan urgente y necesario acudir en ayuda de ese parto. «Os sentís ahora —dice a los poetas chilenos— alumbrados por ella [España], renacidos, transformados en descubridores de la nueva época histórica que hemos de cuajar entre todos» (íd.). Como decir: es España la que pare, es España la que sufre, la que da a luz y alumbra, pero la construcción del futuro es competencia del mundo entero.
«Una iniquidad sin nombre se ha conjurado sobre nuestra madre España para aniquilar su fecunda maternidad y sustraer al mundo su fruto» (íd., p. 377). La iniquidad es el fascismo, cuyo análisis acometerá (tal vez ya ha empezado a escribirlo) en Los intelectuales en el drama de España, pero no solo, porque de lo contrario sí tendría nombre y lo que ahora nombra Zambrano como «iniquidad sin nombre» no se refiere solo al fascismo, sino también, acaso sobre todo, a los ambientes intelectuales que no supieron poner a tiempo un dique de contención al fascismo, los cuales, como denuncia en la «Carta al doctor Marañón», con su tolerancia iban a propiciar —a favorecer no impidiendo— una acción de connivencia acaso sin saberlo, o sin saberlo del todo, o sabiéndolo sin querer saberlo. Es la iniquidad sin nombre lo que promueve la guerra, lo que desata la violencia y desencadena una guerra total. Se combate en España, pero es la guerra de los destinos del mundo. Se combate en España, pero no casualmente, porque la guerra trata de impedir un nacimiento: «aniquilar», dice Zambrano, la «fecunda maternidad» de España y poder así «sustraer al mundo su fruto». De qué fruto se trata no lo especifica Zambrano en este epílogo, pero sí en otros textos de la época chilena (véanse «El español y su tradición», «La reforma del entendimiento español», «¡Madrid, Madrid!», «El nuevo realismo») y aun en otros sucesivos («La nueva moral», «El materialismo español»), y más tarde aún, ya acabada la guerra, en un desarrollo de mayor vuelo teórico que incluyó en el primero de los ensayos de Pensamiento y poesía en la vida española. ¿De qué fruto, pues, se trata? ¿Qué era eso que en España se había gestado a lo largo de la historia y ahora, en la ocasión de la guerra, había que salvar y evitar que se malograra?
El fruto era una promesa. Por paradójico que pudiera parecer en una nación tan antigua, «España es —dice Zambrano— una promesa». Y añade: «Algo en lo que pesa más la tarea por hacer que su largo pasado ya hecho; y esta verdad, hasta ahora sabida por unos pocos, es ahora evidente para todos los que son capaces de entender» (íd.). Tal vez no sea importante saber quiénes eran, en la consideración de Zambrano, esos pocos que sabían esa verdad, aunque cabe pensar que fueran los intelectuales, no en vano los hizo protagonistas de su reflexión en el «libro chileno» y allí se aclaran y desvelan muchas de las cosas que en el epílogo quedan simplemente apuntadas, pero lo que sí es relevante es que, fuera como fuera, ahora, es decir, en la evidencia de la guerra, lo saben todos aquellos que son «capaces de entender». Basta mirar y saber ver. Queda claro en Los intelectuales en el drama de España: «Es la revolución, la verdadera, no puede ser otra. Y es España el lugar de tal parto dolorosísimo. Por su infinita energía en potencia, por su virginidad de pueblo apenas empleado en empresas dignas de su poder y por su profunda indocilidad a la cultura idealista europea, tenía que ser y es España» (Zambrano, 2015, pp. 149-150). Ese fruto del que habla Zambrano tiene una dimensión política referida a su presente y queda nombrada como revolución, una revolución que la guerra ha venido a interrumpir (obvio que suena fuerte esta consideración de la vida de la República española como revolución, pero conviene notar que el período chileno es el de mayor acercamiento de Zambrano al comunismo, y en ello el embajador Soriano también tuvo su peso), pero tiene también una dimensión histórica, en la que España, al margen de la modernidad europea, ha gestado en el tiempo una alternativa a esa modernidad en crisis, que es, en efecto, lo que la guerra desvela, lo que la guerra pone en evidencia y ante lo que basta querer mirar y saber ver: la crisis de la modernidad en su punto culminante y definitivo. Sin que aparezca el término de «revolución», el epílogo apunta esta misma idea: España es «vida en potencia y su pueblo la más grande reserva moral del mundo moderno» (Zambrano, 2015, p. 377). Es por eso que la guerra es en España. «No se equivocaron de blanco [los poderes reaccionarios]; el pueblo español, con sus infinitas reservas morales y sentimentales, humanas, con sus tres siglos por lo menos de barbecho, constituye hoy en el viejo mundo el germen poderoso, el renacimiento de un mundo nuevo» (íd.). Era como decir que, puesto que España había marchado ajena al curso dominante de la modernidad europea, llegada esta al punto culminante de su crisis, cabía pensar que la salida de tal crisis pudiera venir precisamente de España. O tal vez solo de España. O que España fuera el anuncio de la salida. O el alumbramiento de un mundo nuevo. Es lo que piensa Zambrano, pero en ello introduce un matiz que no debe pasar inobservado, porque en el paso citado no habla de España, sino del pueblo español. Del pueblo en cuanto depositario de una tradición (auténtica o verdadera) que ha seguido un curso separado de la modernidad europea o, mejor, del dominio hegemónico de la modernidad y, por ello, es el que puede, acaso solo él puede, en esta hora trágica de la historia del mundo, alumbrar un nuevo renacimiento. Era como decir que España, situada durante siglos en un margen de la modernidad dominante, ha gestado una alternativa y ahora era el momento del parto.
¿Se refería a esto Zambrano (2015, p. 333) cuando decía que en Chile había descubierto o se le había revelado España? Sí, sin duda; pero no solo, porque lo que resulta claro del epílogo, en su cierre, es el nexo entre el pueblo español y la poesía. No es una claridad argumentativa, algo que acaso no se logra hasta Pensamiento y poesía en la vida española, sino de posicionamiento estratégico de las partes del discurso. Porque lo cierto es que, acabado el párrafo anterior con la idea de que el pueblo español es el «germen poderoso» del «renacimiento del nuevo mundo», empieza el siguiente y último párrafo del epílogo en evidente referencia a ello: «Y es con la poesía y con la palabra, es con la razón creadora y con la inteligencia activa, en conjunción con esa sangre que corre a torrentes, como hay que forjar este Renacimiento del pueblo español que traerá un mundo nuevo para todos los pueblos» (Zambrano, 2015, p. 377). Nótese que ese Renacimiento lo escribe ahora Zambrano con mayúscula, y que se trata de algo que hay que «forjar», y que para forjarlo es necesaria la «conjunción» de la razón creadora y la inteligencia activa, por un lado, y, por otro, de la sangre que corre a torrentes. Se hace necesaria, dice Zambrano, la conjunción de inteligencia y voluntad, algo que reclama una comprensión del ser del hombre que se aleja, o parece que lo hace, o cuando menos parece poner en cuestión el privilegio de la razón que ha dominado la comprensión dominante de lo humano en la filosofía occidental. El «hombre nuevo», del que también habla Zambrano en los textos chilenos, es fruto de un alumbramiento que hace luz o desvela para la conciencia la naturaleza humana como conjunción de pathos y ratio.
Nótese también que el párrafo apenas recién citado, cuyo centro es el concepto de «conjunción», empieza precisamente con una conjunción, la más simple de todas, la conjunción copulativa «y», cuya eficacia gramatical consiste en su capacidad de juntar o de unir (cosas o aspectos distintos). Es lo que une, lo que junta, lo que conjunta. En la hora de la guerra, de la evidente división de la guerra, Zambrano llama a la conjunción, pero conviene advertir que no se trata de la unión de lo separado en la guerra o por la guerra, sino de algo otro innominado aún cuya separación en el curso de la historia ha provocado la guerra. La denuncia de la arquitectura conceptual y categorial de la filosofía occidental está ya aquí in nuce, como una suerte de implícito al que Zambrano iba a dedicar después, en su exilio, tal vez el mejor de su mucho esfuerzo intelectual. Y es, dice, una conjunción fecunda: «Brota la fecundidad de esta conjunción de dolor humano y razón activa, de la carne que sufre y la inteligencia que descubre» (íd.). El momento exige la conjunción: no de lo separado en la guerra, o por la guerra, sino de lo separado antes de la guerra, porque solo así podrá el sacrificio de la guerra lograr la plenitud de su sentido en el alumbramiento del mundo nuevo. Perder la guerra abriría al sinsentido y eso es algo que Zambrano no contempla, o tal vez no quiere contemplar, en ese preciso momento: «No podrán lograrlo [sustraer al mundo su fruto] porque la realidad histórica tiene algo de invulnerable como la vida misma» (íd.). Se equivocaba, obvio, pues a la postre también la realidad histórica iba a quedar vulnerada: ni el sinsentido ni la sinrazón son nunca patrimonio exclusivo del enemigo (pero esta claridad solo vendría a guerra terminada con la asunción plena y responsable del vencimiento y de la derrota).
La carne sufre y la inteligencia descubre, y es por ello que se hace necesaria su conjunción. La conjunción que aquí se reclama es necesaria y urgente: «Solo el dolor no bastaría porque la pasividad nunca es suficiente, ni tan siquiera la fiera lucha armada; es preciso, y más que nunca, el ejercicio de la razón y de la razón poética que encuentra en instantáneo descubrimiento lo que la inteligencia desgrana paso a paso en sus elementos» (íd., p. 378). Es aquí, como Madeline Cámara ha señalado repetidamente, la primera vez que aparece en Zambrano el término de «razón poética». Y aparece de una manera aún imprecisa, envuelta en algo que queda aún indefinido, acaso también porque la razón poética huya de las definiciones, como se ve después en los sucesivos desarrollos textuales que de ella hace Zambrano en su obra, pero cabe pensar también, acaso sobre todo, que en esta hora chilena de la revelación, que es, no se olvide, revelación —a la vez— de España y de la razón poética, lo que sucede en Zambrano es propiamente eso, una revelación, algo que se recibe, un don, como enseña la experiencia mística, algo que se recibe sin acaso buscarlo, acaso sin merecerlo, algo que se recibe como un destello de luz, como una iluminación subitánea y total, algo que es intuitivo y no discursivo, instantáneo y totalizante, algo que se da de una vez y no en pasos sucesivos, y que por tanto encuentra no pocas dificultades, o tal vez tantas, en su expresión lingüística. La frase recién citada tiene ese carácter: una intuición de la que su expresión escrita da cuenta pobremente y de manera deficiente, como sucede con el lenguaje de los místicos, por lo demás tan amados por Zambrano. Después de la guerra, en uno de los libros que iban a dar continuidad a estas preocupaciones chilenas, Filosofía y poesía, en su intento de aquilatar las cosas, o de mejorar su expresión inicial, Zambrano se servirá del concepto de «religación», destacando con cita de Zubiri que lo que religa «constituye la raíz fundamental de la existencia» (Zambrano, 2015, p. 769).
Tal vez por eso a veces la crítica ha tirado por el camino de lo fácil, acaso pensando que esa conjunción o ejercicio entre la razón y la razón poética que aparece en el texto de Zambrano fuese error y debiera subsanarse como «ejercicio de la razón poética» (Soto García, 2005, p. 60). Pero no. Es la hora de la conjunción de lo uno y de lo otro, de la razón y de la razón poética, porque solo el dolor, es decir, las pasiones, no sería suficiente, ni tan siquiera en la «fiera lucha armada». Es decir, que para ganar la guerra no basta la victoria en el campo de batalla, en el lugar sagrado del sacrificio heroico del pueblo español, que es como ella lo siente en Chile. Para ganar la guerra hace falta más, y eso que hace falta es precisamente la conjunción fecunda de la carne y de la sangre con la inteligencia y la razón, que deben ser, como dijo antes, activa y creadora, inteligencia activa y razón creadora, y a lo que ahora añade, dentro de esa actividad creadora que reclama para las facultades intelectivas, una conjunción más, acaso un poco confusa, entre la razón y la razón poética. Nótese que Zambrano no llama en esta hora a sustituir una por otra, sino a la conjunción entre ambas razones, entre una razón cuyo despliegue se conoce en la historia y otra razón a la que adjetiva de poética y de cuyo funcionamiento dice que «encuentra en instantáneo descubrimiento», algo así como si se tratase de una intuición o de una revelación, y que eso mismo que encuentra es «lo que la inteligencia desgrana paso a paso en sus elementos». La diferencia entre ambas aparece clara: una procede paso a paso y la otra recibe de manera instantánea y total. Y de ambas reclama conjunción y colaboración, y lo reclama con urgencia: «Es preciso, y más que nunca», dice.
De la misma manera que dice también, a continuación, que la poesía es necesaria y que lo es más que nunca: «Es necesaria, y más que nunca, la poesía» (Zambrano, 2015, p. 769). La estructura lingüística de la expresión de la necesidad es en ambos casos idéntica: tan necesaria es la conjunción entre la razón y la razón poética como la poesía. Lo cual significa que la poesía no se limita a ser ingrediente de una nueva forma de razón, sino que es en sí misma necesaria al desenvolvimiento de la nueva razón, algo que deja en claro, o tal vez desvela o resalta, una acción editorial de la filósofa que es Zambrano de la que no siempre —más bien casi nunca— se ha apreciado su valor y sentido filosóficos. Ocuparse de los poetas es hacer filosofía, una filosofía sin duda nueva, la cual, claro está, no se agota en escribir de o sobre poetas y poesía, sino que se abre a un horizonte de pensamiento filosófico alternativo y renovador.
En Chile y en compañía de poetas, aunque no solo, con una ocupación sostenida de trabajo intelectual estrechamente relacionado con la poesía, aunque no solo con ella (véanse en propósito el libro chileno y los artículos de esos meses), Zambrano concibe, o más bien recibe (tal vez un don, o una llamada, una anunciación o una revelación), la razón poética. Su formulación es muy simple en esta hora, pero enseguida iba a tener un segundo desarrollo, acaso teóricamente más potente, en la reseña dedicada al que sería el último libro que Machado publicara en vida, La guerra, editado con esmero y sobria elegancia e ilustrado con dibujos de su hermano José. Importa ahora señalar, de esta primera formulación chilena de la razón poética, algunos elementos que la envuelven desde lo implícito de las relaciones intertextuales de la época. El epílogo explicita que el Renacimiento del pueblo español debe ser forjado «con la poesía y con la palabra», lo cual, como apuntábamos, indica hacia un nexo, implícito en este caso, entre la poesía y el pueblo español. Ese nexo, referido al caso andaluz pero fácilmente aplicable al español en general, iba a quedar más claro en el prólogo —de poco sucesivo a la escritura del epílogo— a la Antología de García Lorca, sobre todo en el apartado dedicado a la «Cultura poética andaluza», donde pueden leerse, por ejemplo, expresiones como: «El andaluz es siempre poeta ya en su manera de vivir», o también «Existe una cultura poética espontánea» (Zambrano, 2015, p. 385). Es decir, que hay algo esencialmente poético en el pueblo andaluz/español, algo que se traduce en su forma de vida, como dirá después en Pensamiento y poesía en la vida española, una suerte de saber vital que hace del español un pueblo que —dicho acaso con forzada expresión heideggeriana— habita poéticamente el mundo.
En el mismo mes de enero de 1937, es decir, coincidiendo con la fecha del epílogo de Madre España, Zambrano escribió también un artículo que se hacía eco de la muerte de Unamuno (ocurrida, como se sabe, el 31 de diciembre de 1936). El artículo en cuestión se tituló «Unamuno y su contrario» y fue publicado en Onda Corta en el número del 6 de enero de 1937 (Zambrano, 2015, p. 902, nota 183). Allí dice algo que, por su proximidad a la escritura del epílogo, ayuda a dar una mayor amplitud y densidad al campo semántico del que se nutre la razón poética en esta hora trágica de España: «Dos caminos de conocimiento son los más recorridos a través de todos los siglos de cultura[:] el contemplativo intelectual y el emotivo o poético. Unamuno, como muchos españoles, tuvo siempre un conocimiento poético» (Zambrano, 2015, p. 305). Más que la referencia a Unamuno, sin duda justa, interesa aquí el inciso «como muchos españoles», pues deja claro que el conocimiento poético es de casa en España. Y dice aún otra cosa que en el epílogo no aparece, o lo hace solo como implícito, como es el hecho de la sinonimia entre los adjetivos «emotivo» y «poético» que acompañan al sustantivo «conocimiento». De donde se seguiría que la razón poética de la formulación del epílogo fuera también —son textos del mismo mes— razón emotiva, o sentimental, es decir, un tipo de razón especial que desplegaba su razón de ser en la conjunción de ratio y pathos, precisamente los órdenes que la filosofía occidental había mantenido insistentemente separados en su decurso histórico (porque es obvio que pensar las pasiones, pensarlas racionalmente, no significa pensar pasionalmente o desde las pasiones).
En otro artículo de poco después, «¡Madrid, Madrid!», también publicado en Onda Corta en marzo de 1937 (Zambrano, 2015, p. 902, nota 190), también se dice algo que permite comprender mejor el despliegue semántico inicial de la razón poética: «Madrid no necesita sistematizadores, con esa rebeldía propia de lo español a ser puesto en sistema, porque seguramente el sistema conceptual propio del pensamiento europeo clásico choca con algún otro modo de sistema, con algún otro modo de razón, de razón cordial, de razón entrañable» (íd., p. 309). La cita evidencia, por un lado, la diferencia hispánica (la expresión es de Américo Castro), el distinto itinerario —intelectual, espiritual, vital— de España y Europa durante la época moderna, la contrariedad y el rechazo hacia el sistema y hacia las formas sistemáticas que Zambrano nota y juzga culturalmente propio de España, algo que es muy de su escritura de este tiempo y que desarrollará con mayor vuelo durante su exilio, principalmente en su etapa americana (México, Cuba, Puerto Rico), y, por otro lado, en lo que es una clara comprensión múltiple de la razón, comprendida como diversidad de modos de razón, vincula al caso de la cultura española, de la mano del símbolo de Madrid, con unas no mejor definidas «razón cordial» y «razón entrañable». Lo cual anticipa un recorrido efectivo del desarrollo de la razón poética precisamente en dirección del corazón (Amorós, 1983) y de las entrañas, o de lo que ambos simbolizan o representan en la economía de su pensamiento: el ámbito del sentir —del sentir radical, del sentir originario.
Pero hay más, porque lo cierto es que ese campo semántico que envuelve el nacimiento de la razón poética, su alumbramiento chileno, su primer efectivo vislumbre (o lo que la escritura expresa como vislumbre de una revelación o anunciación), parece estar plasmado por —o desde— el pensamiento y la filosofía de los apócrifos machadianos. Hay algo, en efecto, que suena a Machado en ese final concitado y emotivo del epílogo a Madre España, algo que suena a cosecha o desarrollo del poeta-filósofo de los apócrifos, pero que acaso se deja pasar por alto por falta de un apoyo textual explícito. Una primera señal de apoyo a la sospecha se encuentra en la honda consideración que encuentra la figura y la poesía de Machado en la Zambrano que escribe el prólogo a la Antología de Lorca, es decir, casi al tiro del epílogo y sin duda en continuidad —intelectual y espiritual— con él: allí Machado es «esa voz permanente que nunca falta al arte español», también «esa voz honrada, fiel a su destino, de tono y acento incorruptibles, que nos da testimonio de la verdadera sustancia española», que es como decir del nexo indisoluble entre la «poesía» y el «pueblo», acaso las dos categorías más importantes del pensamiento de Zambrano en tiempo de guerra. «En la obra de Antonio Machado existe bajo su poesía, pero asomando transparentemente en ella, una filosofía muy del pueblo español, no formulada aún en sistema de abstracciones, de parentesco sin duda senequista» (Zambrano, 2015, p. 382). Machado es, pues, una poesía en la que hay una filosofía popular, algo que rompe muchos moldes de la época, sobre todo en lo que hace a la filosofía, incluso en los intentos más atrevidos de renovación filosófica, como era el orteguismo, o que sin duda debió romperlos en ella para trazar después un camino que conduce derecho a Filosofía y poesía.
A este detalle de la presencia de Machado en el pensamiento de la Zambrano que escribe el prólogo a Lorca hay que añadir otros dos que dicen sin decir, muestran la presencia sin más, como son la colocación principal que encuentra la poesía de Machado «El crimen fue en Granada» tanto en la Antología como en el Romancero de la guerra española (es la primera de este último y la que con otra de Alberti abre la Antología). Pero si eso no bastara, lo que no deja lugar a dudas, lo que pone en evidencia esa «presencia real» (Steiner, 1992) de Machado en Zambrano en ese año de 1937, es la ya apuntada reseña que Zambrano escribe de La guerra de Machado, publicada en el número de diciembre de la revista Hora de España (sucesivamente incluida por Zambrano en la segunda edición ampliada de Los intelectuales en el drama de España de 1977). Esa reseña, sin duda, hace luz en el epílogo. No importa que haya sido escrita después, pues la luz con que se iluminan los textos no viaja solo en sentido cronológico hacia delante en el tiempo, sino también, como es el caso, hacia atrás (como un camino de vuelta o un avanzar de retorno). La hondura de la reseña desvela un buen conocimiento de la obra de Machado, pues no se limita solo a dar cuenta del libro en cuestión, que es lo que suelen hacer las reseñas, sino que contextualiza el libro dentro del general desarrollo de los escritos machadianos (o mejor: del conocimiento que en la época se tenía de ellos). Algo que no es solo fruto de la lectura de un libro, de la ocasión de su lectura, sino que pone la lectura del libro sobre una base de conocimiento previo que requiere años de lectura atenta de la obra de Machado. Tal es, sin duda, el caso de Zambrano.
Con la sospecha confirmada, esa última parte del epílogo se entiende mejor, como si la oscuridad que envuelve a ese primer vislumbre de la razón poética quedara en parte aclarada por la luz diferida que la presencia implícita de Machado confiere al primer anuncio de la razón poética. Ahora, a esta luz machadiana, el «instantáneo» descubrir de la razón poética se enmarca dentro de la amplia y muy sostenida reflexión de Machado sobre Bergson, a cuyas clases en el Collège de France el poeta había asistido en aquel accidentado viaje a París de 1911 (Cerezo Galán, 2012, p. 84). Bergson es, para Machado, una columna de su pensamiento, y ello con independencia del grado de adhesión doctrinal, pues, como se sabe, Machado se fue distanciando con el tiempo de esa filosofía que, haciéndose fuerte en el concepto de intuición (en lo que era una respuesta al derrumbe de la epistemología positivista), no lograba, para nuestro poeta, marcar claramente su distancia con el irracionalismo. El Machado más tardío descubrirá, sin duda a través de la obra de Ortega y Gasset y de la crítica de García Morente a la filosofía de Bergson, «el renacimiento de la intuición eidética del movimiento fenomenológico» (íd., p. 85), pero debe tenerse en cuenta que en la base de su pensamiento siempre estuvo presente, aun problemáticamente, la intuición bergsoniana. A la que ahora Zambrano, en lo que es sin duda su personal contribución al desarrollo del orteguismo, parece volver con los ojos en su intento de dar forma expresiva (tal vez como pobre vislumbre) a la revelación de la razón poética.
También añade luz Machado al concepto de «conjunción» reclamado por Zambrano en ese paso final del epílogo. Y lo hace a través de su concepto de «complementariedad». Es sabido que los cuadernos de la época de Baeza se publicaron póstumos con el título de Los complementarios, y que, por tanto, Zambrano no tuvo acceso a ese material, pero a lo que sin duda sí tuvo acceso, y de lo que hizo una lectura atenta y detenida, como testimonia la reseña aludida, fue a De un cancionero apócrifo, y acaso también a Juan de Mairena, libros, por lo demás, que montan claramente —más el primero que el segundo— sobre la experiencia espiritual del poeta en los años de Baeza. Lo complementario en Machado no llama a una simple suma o unión de cosas separadas, sino a una suerte de juntura que a la postre acaba por completar a las partes que se juntan, como si esas partes, separadas, fueran de suyo incompletas. «Busca a tu complementario, / que marcha siempre contigo, / y suele ser tu contrario» (Machado, 2005, p. 629). Lo complementario es tal porque complementa, porque da algo que falta, porque llena un vacío, pero lo cierto es que complementando completa. Y debe ser claro que eso completo que se logra complementando no configura ninguna suerte de síntesis superior en la que desaparecen las diferencias complementarias, sino que, por el contrario, es lo completo logrado en el perfecto respeto de las diferencias de los complementarios.
En la conjunción que reclama Zambrano hay, en efecto, algo de eso, pues no se trata de juntar, del mero juntar o del juntar simplemente, sino de conjuntar, y conjuntar es algo así como juntar con armonía, según reza el Diccionario de la Real Academia, armonía que acaso reenvía a eso que se completa, a lo que en la junta de lo que es complementario se completa, a lo que se completa más allá de lo complementario diferente. Lo cual es como decir que la conjunción entre la razón y la razón poética es lo que está buscando en esta hora Zambrano: algo así como una nueva armonía —algo que en modo alguno puede entenderse como síntesis de una con otra.
Armonía o conjunción de lo que se complementa es lo que parecen reclamar el epílogo al libro de los poetas chilenos y la reseña al libro de Machado. Y nótese que se trata de un reclamo que es a la vez filológico y filosófico, pues tan importantes son, en esta hora del alumbramiento chileno de la razón poética, las ideas que se expresan cuanto las palabras con que se expresan, tal vez porque lo que empieza a trasparecer o apuntar como implícito en Zambrano es un concepto de «palabra poética» que hunde sus raíces en la comprensión machadiana tanto de la palabra poética como del conocimiento poético. Y sobre todo esa idea soterrada de la esencial heterogeneidad del ser que en De un cancionero apócrifo se atribuye a la cosecha de Abel Martín: «El ser es pensado por Martín como conciencia activa, quieta y mudable, esencialmente heterogénea» (íd., p. 687). Algo, esto último, que combinado con su orteguismo de formación, con esa crítica a los conceptos de la metafísica clásica que Ortega y Gasset acomete a partir del curso ¿Qué es filosofía?, de 1929, y luego seguirá en los cursos de los años treinta sobre los Principios de metafísica según la razón vital, iba a sustanciarse en Zambrano de una manera radical (acaso porque no se trataba de una mera combinación, sino de una verdadera conjunción de uno con otro, de Ortega con Machado, o de Machado con Ortega, que el orden acaso no sea indiferente, o, más que de ellos, de los respectivos horizontes de su pensamiento metafísico).
«La guerra de Antonio Machado» mantiene implícitamente una relación conceptual y en cierto modo de intimidad espiritual con el epílogo de Madre España. Es como si el epílogo siguiera en la reseña, al menos en lo que hace a la formulación lingüística de la razón poética, algo de lo que de reciente se ha ocupado muy oportunamente Madeline Cámara (2020b). Se trata de una reseña extensa para su género (seis páginas apretadas en su primera edición), de la que la crítica ha solido destacar solo la parte donde vuelve a aparecer el término de «razón poética», en general siguiendo en ello a Moreno Sanz (1998, p. 14) y dando erróneamente de consecuencia esta aparición como la primera (de Madeline Cámara es el mérito de haber puesto las cosas en su lugar reclamando la prioridad del epílogo de Madre España). Pero la reseña de Zambrano es interesante no solo por ese detalle, aunque se trata, claro está, de un importantísimo detalle, sino que lo es también porque en ella deposita Zambrano —y lo hace de manera explícita— un conocimiento muy hondo de la obra de Machado, y ese hondo conocimiento es también un detalle muy importante —otro— en lo que hace al despliegue del campo semántico de la razón poética en aquel año de gracia y desgracia que fue 1937. Y hay más aún, porque es a la luz de Machado que Zambrano dispara su mejor artillería conceptual del momento, como es por ejemplo la idea de que «la historia de España es poética por esencia» (Zambrano, 2015, p. 186), una idea con la que Zambrano, ahora de la mano de Machado, a la postre «poeta del pueblo», vuelve sobre uno de sus temas mayores de aquel año: la relación entre la poesía y el pueblo español.
De la voz de Machado dice Zambrano ser la que mayormente da —como si de un don o acto de donación se tratara— «compañía» y «seguridad íntima» (íd.). Nótese cuánto abren para el orden del pensamiento ambas cosas: la compañía de Machado representa en la guerra —en la guerra— para el pensamiento de Zambrano su nivel de seguridad. Lo cual quiere decir que Zambrano piensa ahora desde el nivel de seguridad, de íntima seguridad, precisa ella, que le proporciona Machado. No es cosa de poco, desde luego. Y no es posible no pensar en aquel paso de Meditaciones del Quijote, que es, por lo demás, el libro que mayormente cita Zambrano de su maestro, en que Ortega definía los conceptos como el nivel de seguridad de la cultura (2004, p. 786). En la inseguridad de la guerra, Machado es para Zambrano zona de seguridad: zona intelectual de seguridad para su pensamiento (y conviene no olvidar que esa zona está conformada, según ella misma dirá después, por «poesías» y por «pensamientos de poeta»).
Habla Zambrano de La guerra de Machado y comienza destacando que se trata de «un libro en prosa —salvo dos poemas— de un poeta», con lo que llama la atención de algo que después habría de verse como el desplazamiento de la poesía machadiana hacia la prosa (Martín, 2016, p. 56), algo que tiene un notable peso filosófico y que Zambrano ve a su modo en esta hora temprana: «No se trata de un poeta que accidentalmente piensa» (Zambrano, 2015, p. 189). Luego, con una cita de la que se dirá enseguida, señala en Machado la «relación entre pensamiento filosófico y poesía», algo que, como se sabe, será después en su obra motivo importante de reflexión. La cita es muy famosa y es la que empieza con «Todo poeta —dice Juan de Mairena— supone una metafísica» (íd.). De tal cita hay que destacar lo siguiente: la primera cita que da Zambrano de Machado en la reseña de La guerra no está tomada de La guerra, sino de un libro anterior, De un cancionero apócrifo (Machado, 2005, p. 706). Lo cual da una idea clara de cómo ha leído Zambrano el último libro de Machado y también, claro está, como queda dicho, del amplio conocimiento que Zambrano tiene de la entera obra del poeta. En propósito cabe decir también que ninguno de los editores de Los intelectuales en el drama de España, ni en su edición de 1998 ni en la más reciente de 2015 incluida en las Obras completas, ha dado la referencia exacta de la cita de Machado, ni en este caso ni en los demás casos de las citas de Machado en esta reseña, algo que pone bien a las claras el —al parecer— incurable «déficit filológico de la filosofía española» (Martín, 2011). Porque no se trata de un detalle que importa solo a la filología (aunque, si así fuera, tales editores olvidan que Zambrano es también y en cualquier caso, acaso sobre todo, un texto y que, por tanto, el efectivo cuidado de sus textos, de la materia corpórea de sus textos, se hace esencial de necesidad), sino que también importa a la filosofía, pues no es lo mismo leer una cita en el vacío de su referencia que leerla —tal vez pulcramente anotada— en el contexto de su texto de origen (editar un texto es ponerse a su servicio y eso, claro es, está reñido con servirse de él en cualquier forma).
La cita en cuestión sirve a Zambrano para abrir el frente de su reseña, en cuyo final aparecerá, o comparecerá, la razón poética, como es el caso cuando dice que Machado «somete a justificación su poesía» (Zambrano, 2015, p. 189), lo que matiza, o en lo que ahonda, poco más adelante: «Somete luego la poesía a razón diciendo que la lleva implícita, es decir, que en último término no cree en la posibilidad de una poesía fuera de la razón o contra la razón» (íd., p. 190). Algo, esto último, que en la reseña va precedido de una breve cita de Machado, esta vez tomada de La guerra: «Por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía» (íd., pp. 189-190), cita extraída de un paso más que significativo de la «Carta a David Vigodsky»: «Releyendo, cosa rara en mí, los versos que dediqué a García Lorca, encuentro en ellos la expresión poco estéticamente elaborada de un pesar auténtico, y además, por influjo de lo subconsciente sine qua non de toda poesía, un sentimiento de amarga queja, que implica una acusación a Granada» (Machado, 1937, pp. 80-81). O sea, que lo que cita Zambrano lleva a rastras un implícito sobre Lorca, una reflexión de Machado sobre su poesía «El crimen fue en Granada», poesía que Zambrano incluyó con notable realce tanto en la Antología del poeta granadino como en el Romancero de la guerra española y que, como es natural que sea siendo el caso que es, dicha reflexión de Machado le llega a Zambrano a lo más hondo.
Parece que todo queda entre poetas, o que el pensamiento de Zambrano de esta hora se juega su desarrollo y originalidad adentrándose en los lugares de la poesía (lugares, hay que decir, muy poco transitados por la filosofía dominante de la tradición occidental, sin duda, pero igualmente poco transitados por el orteguismo de su formación aun a pesar de la tensión entre la filosofía y la literatura que le era característica). Volviendo a la cita inicial del párrafo anterior, contextualizada la voz de Machado, se entiende mejor eso que Zambrano quiere decir con el sometimiento de la poesía a razón «diciendo que la lleva implícita», es decir, que la poesía lleva implícita la razón, aunque todavía no aclara qué tipo de razón sea esa que va implícita en la poesía. Ella está hablando de la poesía de Machado, pero cabe pensar el asunto también en general, sin duda. ¿Podría ser la razón pura, entendida en su uso genérico como la razón propia del racionalismo e idealismo dominantes durante la modernidad, esa razón que la poesía lleva implícita? Desde luego que no, basta atender al desarrollo de la reseña para comprobar que se trata de la razón poética, aunque aún quede velada y sin anunciar, acaso buscando un golpe de efecto en la parte final de la reseña.
Hay que decir que el empleo en la cita aludida del término «somete» (Machado somete la poesía a razón) no es muy afortunado y, de hecho, cabe observar un abandono sucesivo en Zambrano, una modificación expresiva de esa idea que ahora refiere a Machado cuando, más tarde, sobre todo en Filosofía y poesía, vuelva a tratar de la relación entre poesía y razón. Es interesante notar que lo que dice Zambrano es «somete luego», lo cual desvela que nuestra autora ha trazado una suerte de paralelismo entre la poesía y la prosa de Machado con la poesía y la prosa de san Juan de la Cruz, a quien tiene en mente y va a citar poco después en la reseña (Zambrano, 2015, p. 192), como si quisiera indicar que lo que hace san Juan con sus comentarios o explicaciones de sus poesías místicas (someterlas a razón, explicarlas) es lo mismo o semejante a lo que hace Machado, como si las prosas de un cancionero apócrifo y de Juan de Mairena fueran, o pudieran ser, reducidas a meras glosas de sus poesías. No es así, claro está, pero entonces aún no era fácil ver el significado poético de la prosa machadiana (significado que es intrínseco y que no se reduce a ser solo eso, es decir, poético, pues se trata de un significado que es, a la vez y de manera indisociable, poético y filosófico, o mejor aún: poético-filosófico).
Más allá de este detalle, prosiguiendo con la reseña, Zambrano enseguida enlaza la poesía de Machado con el pensamiento y con la filosofía: «No le es ajeno el pensamiento» (íd., p. 190), dice. Y añade: «No sucede esto en el mundo por primera vez: que pensamiento y poesía, filosofía y poesía se amen y requieran en contraposición, y tal vez para algunos, consuelo de aquellas veces en que mutuamente se rechazan y andan en discordia» (íd.). Aquí está, in nuce, el germen o semilla del que nacerá Filosofía y poesía a los pocos meses de acabar la guerra. Nótese que las relaciones entre la una y la otra son complejas: unas veces se aman y requieren «en contraposición», y otras, «mutuamente», se rechazan. Pero a Zambrano interesa ahora lo primero, eso que llama «las diversas formas de esta unidad» (íd.) entre la filosofía y la poesía. Comparecen así los nombres de Parménides, Pitágoras, Dante, Baudelaire, junto a otros que dice «nombres más próximos a nosotros a quienes inmediatamente nos trae a la mente Antonio Machado» (íd.): Jorge Manrique y la poesía popular, que hunden sus raíces en el estoicismo, sobre el que Zambrano se detiene con sendas citas del poeta que posicionan su estoicismo —el de Machado— con o contra Unamuno y Heidegger (los dos autores que en la época más y mayormente habían dado centralidad en su pensamiento a la reflexión sobre la muerte). Son dos citas largas, ambas tomadas de La guerra, a las que en las ediciones sucesivas a la de la revista Hora de España se ha solido dar resalto en el cuerpo del texto de la reseña con la introducción de la sangría (cosa que no hace la edición de 1937, la cual procede con un simple entrecomillado en el cuerpo del texto).
La primera de ellas, sobre Unamuno, es la que empieza con «De todos los pensadores que hicieron de la muerte […]» (íd., p. 191) y también está tomada de la «Carta a David Vigodsky» antes citada (Machado, 1937, p. 75), que es en el orden de La guerra el quinto texto o cuarto ensayo. Si los editores de Los intelectuales en el drama de España se hubieran tomado la molestia de ir a ver el original machadiano, hubieran podido corregir la cursiva del adjetivo «antisenequista» (una cursiva que desaparece en la cita de Zambrano). La segunda, en cambio, más larga y centrada en Heidegger, es la que empieza con «Porque la muerte es cosa de hombres […]» (Zambrano, 2015, p. 191) y está sacada del último párrafo de «Apuntes» (Machado, 1937, pp. 41-43), tercer texto o segundo ensayo del libro. También aquí, como antes, de haber hecho las cosas como se deben, los editores habrían podido notar, tal vez corregir y anotar, en la cita que hace Zambrano de Machado, un par de erratas (una mayúscula y una coma) y la supresión de las expresiones en alemán propias de Heidegger (Sein zum Tode y Freiheit zum Tode). No es casual que Machado esté hablando de la muerte y que recurra a dos pensadores que de maneras distintas habían hecho de ella el centro de su reflexión, como tampoco es casual que Zambrano note de manera especial ese mismo tema o asunto de la muerte: es obvio que la guerra imponía su agenda al pensamiento y a la escritura (tanto de Machado como de Zambrano). De la poesía de Machado, Zambrano dice que es «¡Una profunda y contenida meditación sobre la muerte!» (resaltando la frase entre signos de admiración), y que lo que la hace enlazar, muy hacia atrás en el tiempo, con la copla popular, y a esta con la poesía de Jorge Manrique y con el estoicismo de Séneca, «es este arrancar de un conocimiento sereno de la muerte» (Zambrano, 2015, p. 192).
Luego sigue un razonamiento que une los conceptos de «amor» y «muerte», unión presente tanto en los estoicos como en Machado: «Su poesía y su pensamiento requeridos, engendrados, por estos opuestos polos, Amor y Muerte» (íd.). Y lo enlaza en este punto del erotismo con san Juan de la Cruz, de quien dice, como antes ya quedó aquí apuntado: «También él necesitaba comentar sus versos, empaparlos de razón y aun de razones» (íd.). A lo que sigue, en un nuevo párrafo, algo que después quedará conceptualizado como rasgo distintivo de la razón poética: «Razones de amor tan sabrosas de leer como su amorosa poesía. Razones de amor porque cumplen una función amorosa, de reintegrar a unidad los trozos de un mundo vacío; amor que va creando el orden, la ley, amor que crea la objetividad en su más alta forma» (íd.). Es Zambrano quien habla, sea claro, y añade que «Mucho sabe de esto Machado [de esas razones de amor] y claramente lo expresa en su Abel Martín, incluido en el volumen de Poesías completas» (íd.). Zambrano se refiere a De un cancionero apócrifo, un libro que Machado nunca publicó como libro suelto, sino que quedó incluido en sus Poesías completas a partir de su edición de 1928. Tal vez por eso Zambrano siente la necesidad de aclarar la procedencia de sus citas y de dar la referencia de sus comentarios, algo en verdad un tanto inusual tratándose de una reseña. Un libro, este de Machado, de cuyo contenido dice Zambrano: «Maravillosos pensamientos de un poeta, razones de amor que algún día serán mirados como continuación de lo mejor y más vivo de nuestra mística» (íd.). Nótese que, de los cinco ensayos que componen Filosofía y poesía, el tercero y central en su estructura se titula precisamente «Mística y poesía». Aquí, en la reseña de 1937, Zambrano todavía no lo dice de manera explícita, pero Unamuno ya lo había dicho en el final de uno de sus ensayos mayores, Del sentimiento trágico de la vida: «Pues abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en nuestra acción, en nuestra mística, sobre todo, y no en sistemas filosóficos» (Unamuno, 1999, p. 274). Es la relación entre filosofía y mística, por un lado, y, por otro, entre mística y poesía lo que pone a Machado en primera línea a la hora de ser considerado un poeta-filósofo. Zambrano dice que «algún día» esos pensamientos de poeta que Machado encierra en su libro «serán mirados» de otro modo, «como continuación de lo mejor y más vivo de nuestra mística» —pero es una mística de la que ya desde Unamuno se reclama su valor filosófico o, mejor aún, de la que cabe decir que se trata de un diverso modo de poder darse la filosofía.
A continuación Zambrano, con expresión propia, sigue muy de cerca —muy de cerca— algunos pasos del libro de Machado, casi como si en efecto se tratara de una glosa minuciosa y atenta: la abstracción como operación que resta y disminuye la variedad e intrínseca riqueza de la realidad efectiva o la consideración del pensamiento científico como «descualificador, desubjetivador», que «anula la heterogeneidad del ser, es decir, la realidad inmediata, sensible, que el poeta ama y de la que no puede ni quiere desprenderse» (Zambrano, 2015, p. 193) son motivos que encuentran muy fácilmente una clara referencia machadiana, por ejemplo (pero habría otros posibles lugares) cuando el poeta dice que «Pensar es, ahora, descualificar, homogeneizar» (Machado, 2005, p. 690), entendiendo ese pensar como el propio de la filosofía y ciencia dominantes en la historia occidental. Frase contundente que cerraba un razonamiento más amplio: «Todas las formas de la objetividad, o apariencias de lo objetivo, son, con excepción del arte, productos de desubjetivación, tienden a formas espaciales y temporales puras: figuras, números, conceptos. Su objetividad quiere decir, ante todo, homogeneidad, descualificación de lo esencialmente cualitativo» (íd.).
Al hilo de esta glosa, Zambrano introduce el concepto machadiano de «pensar poético» (Machado usa también repetidamente en este libro los conceptos de «conocimiento poético» y de «pensamiento poético») y lo define con una cita del poeta: «El pensar poético, dice Machado, se da “entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos”» (Zambrano, 2015, p. 193). Una cita sin duda importante, tomada de un paso del libro de Machado que causó honda impresión en Zambrano, pues supone una denuncia contundente del «palacio encantado de la lógica» y la proclamación de un «nuevo pensar, o pensar poético» (Machado, 2005, p. 691). Allí se dice, por ejemplo, que la poesía es «una actividad de sentido inverso al pensamiento lógico», y también que ese nuevo pensar poético es un «pensar cualificador»: «No es, ni mucho menos, un retorno al caos sensible de la animalidad; porque tiene sus normas, no menos rígidas que las del pensamiento homogeneizador, aunque son muy otras. Este pensar se da entre realidades, no entre sombras; entre intuiciones, no entre conceptos» (íd.). Algo, pues, que permite ver mejor el campo semántico del que se nutre la razón poética en esta hora de su nacimiento o revelación chilena que se aquilata después en España.
Toda esta parte de la reseña de Zambrano funciona como una glosa de las ideas fundamentales de Machado en De un cancionero apócrifo, glosa que se combina y apoya con la cita directa del poeta, como acaba de verse y también se verá enseguida, por lo que, una vez que se ha desvelado la procedencia de las citas y que lo expresado como contorno de ellas es glosa, aparece clara la deuda intelectual que Zambrano contrae en este punto con Machado. Y nótese que, en la estructura del texto de la reseña, no es este un punto cualquiera, pues se trata del momento estelar en que va a aparecer de nuevo, después del epílogo chileno, el concepto de «razón poética». «El concepto se obtiene a fuerza de negaciones, y “el poeta no renuncia a nada ni pretende degradar ninguna apariencia”. Y en otro lugar: “¿Y cómo no intentar devolver a lo que es su propia intimidad? Esta empresa fue iniciada por Leibniz, pero solamente puede ser consumada por la poesía”» (Zambrano, 2015, p. 193). Lo que aquí hace Zambrano, con un recurso muy propio de la glosa, es romper el orden de la frase de Machado, citando primero lo que originalmente venía después: «“Y cómo no intentar —dice Martín— devolver a lo que es su propia intimidad”. Esta empresa fue iniciada por Leibniz —filósofo del porvenir, añade Martín—; pero solo puede ser consumada por la poesía, que define Martín como aspiración a conciencia integral. El poeta, como tal, no renuncia a nada, ni pretende degradar ninguna apariencia» (Machado, 2005, pp. 687-688). Sepa el lector distinguir el doble entrecomillado de cada caso. En su cita Zambrano elimina las comillas y la referencia al apócrifo que aparecen en el texto machadiano y sirven al poeta para separar las voces de Abel Martín y del narrador, algo que, desde luego, era perfectamente razonable y funcional a la economía de la reseña. También desaparecen del original machadiano la cursiva y algún que otro complemento (carentes en este momento de importancia conceptual para Zambrano), algo que alguno de los editores de Los intelectuales en el drama de España hubiera podido restituir y tal vez anotar, según fuera cada caso, si hubiera cotejado —como sin duda debía— los textos.
A este punto de la reseña aparece un paso muy citado, sobre todo porque antecede a la aparición de ese segundo momento estelar al que antes se hacía referencia: «Razón poética, de honda raíz de amor» (Zambrano, 2015, p. 193). Ya quedó aclarado antes cómo el nexo entre el amor y la poesía, al menos en lo que hace a la economía de la reseña, estaba sacado de De un cancionero apócrifo. Por lo que parece también claro el vínculo de la frase en cuestión de Zambrano con Machado, un vínculo que acaso pueda definirse como de intimidad espiritual y no solo intelectual. Machado, al menos a cuanto aquí alcanza, no emplea nunca el término de «razón poética», pero sí los de «conocimiento poético», «pensamiento poético» y «pensar poético». Y ello tanto en De un cancionero apócrifo (Machado, 2005, pp. 691, 692, 708), que es el libro del que en la ocasión de la reseña Zambrano se sirve y demuestra conocer exhaustivamente, como en Juan de Mairena (Machado, 2006, pp. 1963, 2008). Todo lo más que Machado anuncia es una «nueva ratio» (Machado, 2005, p. 696), sin duda propia del pensar poético que reclaman sus apócrifos, y que tal vez podría explicarse a partir de la «nueva lógica» que aparece en Juan de Mairena: «Nuestra lógica pretende ser la del pensar poético, heterogeneizante, inventor o descubridor de lo real» (Machado, 2006, p. 2008).
Pero el caso es —y esto es aquí de suma importancia— que esa frase de la segunda aparición de la razón poética en los escritos de Zambrano («Razón poética, de honda raíz de amor») en el orden de la escritura de la reseña sucede inmediatamente a un par de frases que se dan como cita de Machado desde su primera publicación en Hora de España (y como tal se mantiene en Los intelectuales en el drama de España a partir de su segunda edición). Es lo siguiente: «Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo por captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluente, movediza, la radical heterogeneidad del ser» (Zambrano, 2015, p. 193). Tal cita, sin embargo, no aparece en Machado, al menos no aparece en De un cancionero apócrifo ni en ninguna otra de las prosas publicadas por el poeta antes de diciembre de 1937, fecha de la reseña de Zambrano. Es, pues, presumible que se trate de un error, tal vez de una errata de la primera edición (nótese que por cuidada que fuera la edición de Hora de España no deja de ser una revista que se hacía en medio de las urgencias de una guerra), una errata que entrecomilla como cita (de Machado) lo que no es ninguna cita, sino —presumiblemente— escritura propia de Zambrano, parte inalienable de la escritura de la reseña, algo que, como queda dicho, es o toma a veces la forma de la glosa y sigue muy de cerca —muy de cerca— las ideas y la expresión machadiana de De un cancionero apócrifo (nótense en propósito las expresiones, claramente machadianas, de radical heterogeneidad del ser o de realidad fluente y movediza, así como esa alusión al pensamiento supremo que Machado también declina como divino). Tal vez por eso —por seguir muy de cerca las ideas y la expresión machadianas— durante tanto tiempo ha parecido natural a la crítica y a los estudios zambranianos la atribución a Machado, mantener o no poner en cuestión tal errónea atribución, cuando en propiedad es —o cabe pensar que fuera— autoría de la misma Zambrano.
Cabe decir también que la forma expresiva de la idea del requerimiento entre la poesía y la razón que aparece en la cita es más zambraniana que machadiana, aunque de hecho germine, como es el caso, en un contexto de lectura y comentario machadianos. En Machado la poesía es «nueva ratio», como se ha visto, pero es ratio que se contrapone a la razón que rige en la filosofía y en la ciencia dominantes. Todo lo más que llega a decir es que «Algún día […] se trocarán los papeles entre los poetas y los filósofos», y ese día, perfectamente futurible, al menos en la conciencia del poeta-filósofo que es Abel Martín, «estarán frente a frente poeta y filósofo —nunca hostiles— y trabajando cada uno en lo que el otro deja» (Machado, 2006, p. 2050). Algo que está lejos, o cuando menos no coincide, con aquella llamada de Zambrano en el epílogo chileno a la «conjunción» entre la razón y la razón poética.
Y también parece más zambraniana que machadiana la expresión según la cual la poesía y la razón «se completan». Un estudio atento del léxico en De un cancionero apócrifo concluiría que es mucho más probable que el poeta dijera —caso de haber dicho— «se complementan» en vez del «se completan» que aparece en la reseña. Bien es verdad, como atrás queda dicho, que la complementariedad también completa, pero lo cierto es que el Machado de los apócrifos estaba más por resaltar el aspecto complementario que el de completitud, más lo que complementa que lo que completa, y aunque en el fondo pueda ser lo mismo (lo complementario que completa), filosóficamente ni es ni da lo mismo mirar las cosas de un modo que de otro: desde lo que es complementario o desde lo que es o pretende ser completo. Lo complementario abre, lo completo cierra —y ello aun cuando se trate de mera posibilidad de completar o completarse.
Cabe decir, además, que en otro escrito sobre Machado, publicado en 1975 y recogido en el póstumo Algunos lugares de la poesía, «Antonio Machado: un pensador», Zambrano, en lo que es un intento claro de servirse de la reseña de 1937 para elaborar un artículo sobre la figura total y la entera obra de Machado, vuelve a repetir una tras otra las citas —las mismas citas— de las que se había servido en la reseña de 1937, sin que reitere en modo alguno, ni como cita ni como nada, esa parte que en la reseña apareció —erróneamente— como cita de Machado.
La reseña, después, se encamina hacia el final: «No podemos seguir por hoy, lo cual no significa una renuncia a ello, los hondos laberintos de esta razón poética, de esta razón de amor reintegradora de la rica sustancia del mundo» (Zambrano, 2015, p. 193). No es, pues, en esta hora, la razón poética, simplemente integradora, sino que es propiamente reintegradora, es decir, que con su acción no se trata solo de unir o juntar lo diferente separado, sino sobre todo de restituir o reconstruir la mermada integridad, algo que mira hacia lo originario de una recomposición que en el tiempo fue fracturada (sin que en modo alguno se entre todavía en el mérito de la fractura). Y reintegración sí es, en cambio, un concepto empleado y reiterado por Machado en De un cancionero apócrifo: «El ethos no se purifica, sino que se empobrece por eliminación del pathos, y aunque el poeta debe saber distinguirlos, su misión es la reintegración de ambos a aquella zona de la conciencia en que se dan como inseparables» (Machado, 2005, p. 688); «[…] reintegrando a la pura unidad heterogénea las citadas formas o reversos del ser» (íd., p. 689). No, pues, solo integración de lo diferente, sino reintegración de lo diferente a la unidad sustantiva de la esencial heterogeneidad del ser.
Cierra Zambrano con la idea de hermandad del poeta con su pueblo y con una referencia, sin duda muy hondamente sentida, al escultor segoviano Emiliano Barral, «sombra de amigos caídos en la lucha común» (Zambrano, 2015, p. 194), autor entre otras de sendas cabezas o bustos escultóricos de Antonio Machado y Blas Zambrano. Y sigue una cita emocionada (íd.), emoción de Machado que comparte o revive Zambrano, tomada de La guerra (Machado, 1937, p. 91), libro que es —dice en sus palabras finales— «ofrenda de un poeta a su pueblo» (Zambrano, 2015, p. 194). Por lo demás, «El poeta y el pueblo» es el título del discurso de Machado en el II Congreso Internacional de Escritores Antifascistas, pronunciado en el Ayuntamiento de Valencia en la tarde del 10 de julio de 1937, acto al que Zambrano asistió apenas recién regresada de Chile y del que dio cuenta en uno de los artículos chilenos: «De la diferencia entre “masa” y “pueblo” [habló] Antonio Machado, afirmando su teoría de que “las masas” es expresión burguesa para designar al pueblo, nacidas de quienes la explotan económicamente, y al llamarle así le rebajan la dignidad humana y categoría espiritual» (Zambrano, 2015, p. 318). Algo que, sin duda, en Zambrano estaba afianzando su toma de distancia «política» con respecto a su maestro Ortega y Gasset.
En conclusión, acaso pueda decirse que la línea de sutil continuidad —intelectual y espiritual— trazada entre el epílogo chileno de Madre España y la reseña a La guerra de Antonio Machado, publicaciones que en cierto modo podrían considerarse como el alfa y la omega de los escritos de Zambrano de 1937, en el sentido de que uno abre y otra cierra, o como complementarios que se conjuntan, aclara la génesis bélica de la razón poética y desvela la raíz hondamente machadiana de la misma. La atención al campo semántico del nacimiento —revelación o despliegue inicial— de la razón poética ha dado sus frutos: es método y hasta aquí llega. La razón poética era algo que entonces solo empezaba y que después haría su curso, algo así como un «camino recibido», aunque de ese camino entonces no se supiera nada, pues que ni el exilio aún se vislumbraba. Era simplemente que se estaba en medio de una guerra, algo que iba a ser una suerte de grado cero en la historia, en la de España en general y en la de tantos españoles y españolas de aquí y de allá en particular. Un grado cero y una suerte de segundo nacimiento, aunque tal vez fuera aborto, o mera muerte en vida, como la misma Zambrano diría tantos años después, pero de ello aún nada se sabía.
Nada, en efecto, se sabía, pero tal vez se barruntaba, como si fueran presagios indescifrables que se anunciaban en la negrura del horizonte, como aparece en la carta de noviembre de ese año que Zambrano envía a su buen amigo Rafael Dieste: «Algo necesariamente sucede. A mí desde luego me han sucedido muchas cosas, cosas que todavía no he expresado ni sé si podría expresar, pues en momentos escribo y en momentos no puedo decir lo que más me importa. Quizá no es tiempo» (Zambrano, 1998, p. 168). Si no era tiempo entonces, tal vez lo fue después, o tal vez fue otro tiempo, o un destiempo, como acaso sea el del exilio, pero lo cierto es que Zambrano pudo en cierto modo decirlo y lo dejó escrito.
Y tal vez no estaría de más decir ahora, tal vez solo señalar, acaso como si se tratara de uno de aquellos antiguos avisos para navegantes que se colgaban en las tabernas de los puertos, admonición o advertencia, consejo o sugerencia, exhortación ante el peligro, a quienes se adentren en el dificultoso mar de la edición de los textos, de cualesquiera textos, aunque aquí va el apercibimiento para los de Zambrano, que la filología no se improvisa y que el exilio reclama desde su constitutivo destiempo una filología que le sea propia y adecuada a su ser y a su carácter (Martín, 2015).
En lo que hace a nuestro caso, el paso en cuestión de la reseña del libro de Machado, todo él —ahora sí— de Zambrano, quedaría —debe quedar restituido— del siguiente modo: «Poesía y razón se completan y requieren una a otra. La poesía vendría a ser el pensamiento supremo por captar la realidad íntima de cada cosa, la realidad fluente, movediza, la radical heterogeneidad del ser. Razón poética, de honda razón de amor». Seguiría a la cita de Machado en la que el poeta ve en Leibniz el iniciador de una empresa filosófica tendente a «devolver a lo que es su propia intimidad» (lo cual señala implícitamente un límite del desarrollo de la filosofía occidental que Zambrano hará suyo e intentará trascender en su camino de pensar), empresa esta que a la postre, como se ha visto, concluye Machado diciendo que «solamente puede ser consumada por la poesía». Y en ello, en esa consumación de la tarea de devolver la propia intimidad al ser de las cosas, en esa tarea que según el poeta solo podía llevar a cabo la poesía, algún papel importante debía jugar —sin duda— ese pensamiento poético que el poeta venía reclamando en sus apócrifos (o conocimiento poético o pensar poético, que también así lo llamaba). Algo que en su pensamiento se configuraba como una suerte de camino de vuelta reintegrador: «camino de vuelta» y «reintegración» con los que juega el poeta en el mismo fragmento de De un cancionero apócrifo (Machado, 2005, pp. 688-689).
Y lo que a continuación sigue en la reseña a esa cita de Machado (la que implica a Leibniz) no es otra cita de Machado, que es lo que la disposición textual en varios modos señala desde el principio de su camino editorial, sino algo que, sin duda inspirado en ideas de Machado, incluso pegado a la forma expresiva de sus conceptos de poeta, es expresión propia de la filósofa que es Zambrano en esta hora de España. De una Zambrano que dialoga con Machado, sin duda, y que lo interpreta en la hora de la segunda aparición de la razón poética: dialoga con él o piensa con él, o desde él, pues acaso sea justo decir aquí que es desde el pensamiento de Machado, desde su zona de íntima seguridad, que Zambrano piensa en esta hora densa de hechos y presagios. No es lo mismo, claro es, decir que la frase de Zambrano donde por segunda vez aparece el concepto de «razón poética» («Razón poética, de honda razón de amor») está colocada a continuación de dos citas de Machado dadas una tras otra, casi pegadas una a otra, algo que claramente hacía pensar —de hecho, ha hecho pensar— que la frase de Zambrano era como a modo de cierre conclusivo de las citas de Machado, que es lo que era justo pensar en base a la disposición textual y atribuciones de la reseña; no es lo mismo —es claro— decir eso que decir, por el contrario, que esa frase de Zambrano viene después y sigue a otro par de frases suyas, las cuales, a su vez, siguen a continuación de una cita de Machado (la de Leibniz). En este segundo caso, es claro que la definición de la razón poética no queda toda ella referida a una pura expresión machadiana, como si Zambrano hablara con palabras de Machado, que es lo que parece en el primer caso, sino que lo que propiamente sucede es una suerte de rescritura interpretativa (en la zona de seguridad) de las ideas machadianas: primero habla Machado (en la cita donde aparece Leibniz), luego habla Zambrano (con expresiones de Machado) y finalmente concluye Zambrano ligando su razón poética con la honda raíz de amor que es característica principal de la poesía y del pensamiento machadianos. No es cosa de poco, sea claro, aunque siempre habrá en nuestros pagos quien con suficiencia filosófica mire por encima del hombro y persevere en su desprecio del simple detalle filológico, pero no importa, porque lo cierto es que la buena filosofía, como la buena novela, es también cosa de detalles. Y es que recibir un camino no significa sin más poder transitarlo, pues a veces se hace necesario el ejercicio de la noble virtud del merecimiento.
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* Este artículo es parte —y aquí se da como anticipación— de un trabajo más amplio de próxima publicación: «Entre poetas. (Dos prólogos y un epílogo chilenos)».