María Zambrano Alarcón (Vélez-Málaga, Málaga, 22 de abril de 1904-Madrid, 6 de febrero de 1991) y Francisco Ayala García-Duarte (Granada, 16 de marzo de 1906-Madrid, 3 de noviembre de 2009) ofrecen ya, desde el esquematismo de nombres, lugares y fechas, los primeros paralelismos: nacidos en Andalucía oriental a comienzos del siglo XX (no llegan ni siquiera a los dos años de diferencia), vivieron sus últimos años y fallecieron en Madrid, ciudad que también tendría una gran importancia para el proceso de formación de ambos 2 y donde coincidieron, especialmente en la tertulia de la Revista de Occidente de Ortega y Gasset, a partir de 1927. La generación conocida con la referencia a esta fecha, emblemática por la conmemoración del tricentenario de la muerte de Góngora, es una generación de marcado acento andaluz, que Juan Ramón Jiménez había defendido contra el castellanismo de la generación que le precedió (Vázquez Medel, 2005). Obviamente, se trata de una vivencia de lo andaluz abierta a lo universal que caracterizan el cosmopolitismo de Zambrano y el de Ayala, que también tienen sus diferencias.
Sus apellidos revelan la importancia de sus respectivas familias, especialmente en los primeros y decisivos años de sus vidas. María fue hija de Blas Zambrano García de Carabante 3, amigo de Unamuno y de Machado, y de Araceli Alarcón Delgado, ambos maestros, como también lo fue su abuelo paterno, Diego Zambrano. Francisco tuvo por padres a Francisco Ayala Arroyo, natural de Campillos (Málaga), que procedía de una familia acomodada, y a la pintora granadina Luz García-Duarte González, hija del médico Eduardo García-Duarte, quien llegó a ser rector de la Universidad de Granada. Ambos, pues, crecieron en entornos de inquietud intelectual y de amor por la literatura y las artes, como respectivamente han dejado patente en sus escritos memorialísticos. Ambos supieron llevar sus lecturas desde las raíces finiseculares del XIX en que se nutrieron inicialmente (véanse las aportaciones de ambos sobre Galdós) hacia las preocupaciones de un siglo XX tan turbulento como les tocó vivir.
María Zambrano y Ayala destacaron muy jóvenes, especialmente en los años de la República y los que la precedieron: María como pensadora, Ayala como jurista y avanzado de las ciencias sociales en España. Ambos vieron truncado el curso de sus vidas y tuvieron que marchar a un largo exilio (ante el que mantuvieron actitudes diferentes), en el que se encontraron en varias ocasiones.
Tanto Zambrano como Ayala desarrollan una amplísima obra de impulso vocacional, original y libre, ajena a presiones del entorno, de muy variados temas y alcances, que solo hemos sido capaces de apreciar en las últimas décadas de sus vidas y ahora con carácter póstumo. Obras que siendo expresión singular del momento que les tocó vivir, en bajtiniano dialogismo, lo exceden y mantendrán, pasado el tiempo, una rara vigencia, dada su capacidad de conectar con la condición humana.
En el núcleo de ambas producciones discursivas hay una incansable búsqueda del sentido, tanto individual como colectivo, si bien Zambrano mantendrá abierta esta pregunta a ciertas dimensiones transcendentes, que justifican las numerosas aproximaciones a la dimensión religiosa e incluso mística de nuestra pensadora. Ayala, agnóstico, pero conociendo y utilizando referentes de carácter religioso, procura ofrecer respuestas éticas de carácter inmanente, de muy elevado alcance, como —y muy especialmente— expresa en Glorioso triunfo del príncipe Arjuna (Vázquez Medel, 2020).
A ambos les vino un ya tardío pero acertado reconocimiento, con las más altas distinciones que se otorgan en nuestro idioma: el Premio Cervantes (Zambrano en 1988, Ayala en 1991) y el Príncipe de Asturias (Zambrano en 1981 en Ciencias Sociales y Ayala en 1998 el de las Letras).
Con ocasión de las celebraciones y publicaciones en torno al centenario del nacimiento de María Zambrano, José Luis Mora (2005) hizo un importante balance con una idea central: «Si comparamos celebraciones similares a esta podemos comprobar que la figura de María Zambrano ha traspasado con mucho el ámbito institucional para ser considerada como patrimonio común de amplios sectores de la sociedad que han visto en su vida el ejemplo del compromiso con las ideas que se profesan y la memoria a la que se quiere ser fiel aun con las dudas y vacilaciones propias de cualquier persona. Este atractivo ha aumentado al ser considerada como símbolo de quienes se vieron obligados al exilio, construido sobre el dolor de la salida, la Francia ocupada, la América querida pero distante… con el añadido de ser mujer y no haber dispuesto de una posición académica relevante. Con ella se ha recuperado al que ha sido —y será— último exilio de la historia de España».
Esa misma dimensión simbólica con un amplio alcance social más allá de los ámbitos especializados se vivió con ocasión del centenario de Francisco Ayala en 2006, que se pudo celebrar con el autor vivo y lúcido, convertido en símbolo de reconciliación y de exigencia ética, cuyo pensamiento, como él quería, sigue orientando en tiempos de crisis. Como señaló hace tiempo Estelle Irizarry (1971, p. 257), su obra nace de una sensación de desamparo en un mundo que está en crisis, «con el desmoronamiento de valores morales y éticos. Esta situación está reflejada en sus ficciones en la soledad, vacío, hedonismo, incomprensión, desdoblamiento, náusea y vértigo que experimentan los personajes. Ayala se propone una misión como intelectual y como artista, encontrando en la configuración cervantina de la novela ejemplar un instrumento idóneo para el escrutinio de la vida humana».
Aunque hemos analizado con todo rigor los volúmenes de las Obras completas (OC) de María Zambrano (a falta de los que recogerán sus artículos, aún no publicados), nos llama la atención la casi ausencia de referencias de nuestra pensadora a su compañero de generación y de inquietudes (son varias las obras de una y otro sobre similares temas, especialmente la libertad, España, el exilio), a quien nos consta que siguió y leyó, como tendremos ocasión de indicar.
En los «Anejos y notas» del volumen II de sus OC, se nos habla de la publicación de Filosofía y poesía (1939) y Pensamiento y poesía en la vida española, que dedica casi una tercera parte al estudio del estoicismo español 4, que tanto interesaba a nuestra pensadora por esos años en los que publica «Séneca o la resignación» (1938). «Lo que es inaugural en este texto —se nos dice en la nota— es la tesis de que el estoicismo, como corriente que muere y renace constantemente a lo largo de la historia, está ligado a los períodos de crisis, noción de estirpe orteguiana, que, como se sabe, otros exiliados insignes, como Ayala y Ferrater Mora, desarrollarán y profundizarán a su manera» (Zambrano, OC, vol. II, p. 653). Sin lugar a dudas, correspondería a Ayala, incluso hasta sus años finales de escritura, desarrollar la más rica reflexión sobre la crisis, que sigue siendo vigente incluso aplicada a las crisis actuales del siglo XXI tras su muerte. En las páginas iniciales de Francisco Ayala: el sentido y los sentidos indicaba: «Ayala, que pertenece a la época del paroxismo y la crisis de la razón, ha sido capaz de insertar la razón en la vida (como exigía el “raciovitalismo” de su maestro Ortega), de dotarla de profundo sentido “poético” (como reclamaba su compañera de generación María Zambrano), de someterla al tamiz del discernimiento e incluso de fragmentarla, pero sin perder la guía del sentido, como exige esta “transmodernidad” comprometida (nada que ver con otra “posmodernidad” neoconservadora) a cuyas orillas ha llegado centenario y lúcido» (Vázquez Medel, 2007, p. 10).
Otra referencia a Francisco Ayala la encontramos en la carta que dirige a María Zambrano (el 17 de septiembre de 1939) el que sería gran amigo de Ayala y creador con él de la importante revista Realidad, el filósofo nacido en Sevilla, pero naturalizado argentino, Francisco Romero, en la que le explica el trabajo conjunto que están haciendo: «Gaos nos traduce a Aristóteles y algo de Scheler. Xirau nos hace algo original y traducirá un libro de Whitehead. González Vincent, Ferrater Mora, Ayala y otros amigos españoles colaboran con nosotros (el último está aquí desde hace poco)» (Zambrano, OC, vol. II, p. 659). En efecto, Ayala había llegado a Buenos Aires en agosto de 1939 y aún tuvo ocasión de publicar en el número de diciembre de Sur su importantísimo texto «Diálogo de los muertos», alegato contra la guerra y la muerte y primer llamamiento a la reconciliación entre los españoles, cuando —apenas finalizada la guerra— seguía derramándose sangre inocente. Son bien conocidas las importantes traducciones que Ayala hizo para ganarse la vida, pero que también revelan una personal elección en autores como Thomas Mann, Rilke o Moravia.
Por el epistolario conservado en la Fundación María Zambrano sabemos que Romero siguió escribiendo e informando a María en los años siguientes, especialmente con menciones a Ayala y su importante trabajo, al tiempo que le proponía la traducción de un libro sobre la Escuela de Alejandría.
Tenemos una interesante referencia a Ayala por parte de María Zambrano cuando aborda su proyecto de Historia de la piedad para la editorial argentina Atlántida en carta a Rafael Dieste de 12 de julio de 1945: «Pero ahora veo claro que la editorial eligió la Historia de la piedad y es lo que voy a hacer y es lo que me da miedo. Creo que lo comprendes perfectamente. Pero quiero hacerlo y sin demora: recibí los libros y me fijé en Historia de la libertad 5 (de Francisco Ayala), y eso me asustó pues es tan sencilla… Yo no respondo de llegar a algo así. En fin, Dios sea conmigo y veremos» (Zambrano, OC, vol. III, p. 55). Sin embargo, editorial Atlántida no llegó a publicar la obra de María Zambrano, que ella en su correspondencia indicó que estaba prácticamente terminada.
Entendemos que el comentario de Zambrano sobre Ayala es un cumplido elogio, por haber sabido expresar toda la complejidad de un tema tan importante como la libertad de manera tan clara y sencilla, en una obra destinada a todo tipo de lectores, pero teniendo muy en cuenta a los jóvenes, público principal de editorial Atlántida.
Tampoco son muchas las referencias de Ayala a Zambrano, aunque todas tienen un especial interés. Encontramos el nombre de María Zambrano en dos fragmentos de Recuerdos y olvidos. El primero y más conocido es de «La tertulia de Ortega y Gasset»:
Gustaba Ortega de traer al retortero la variedad de tipos humanos y sociales compatibles con su exigencia de distinción, sin que, por supuesto, pudieran faltar las mujeres, damas de sociedad como la condesa de Yebes, que alguna vez se dejaba ver por allí, y damas intelectuales, como mis dos buenas amigas Rosa Chacel, autora de páginas exquisitas, y María Zambrano, ensayista notable cuya cabeza filosófica no era óbice para que ofreciera también a nuestra admiración unas piernas muy bonitas. (Ayala, OC, vol. II, p. 139).
Este texto, por cierto, ha sido objeto de injustas interpretaciones, aludiendo al supuesto carácter «machista» del comentario por la alusión a las piernas de María Zambrano. Muy al contrario, Francisco Ayala, según tuvo ocasión de comentarme, quería dejar patente, frente a opiniones —estas sí, machistas— de aquellos años, que la capacidad intelectual y la belleza física de las mujeres no tenían por qué contraponerse, ante quienes ridiculizaban a las mujeres que entonces luchaban notablemente por su dignidad y sus derechos, caracterizándolas como adefesios o necesariamente masculinizadas (argumentos que, por desgracia, llegan hasta nuestros días). Además de ello, Ayala escribió un texto importante «Sobre mis mujeres ficticias», insistiendo en el carácter concreto y singular de cada personaje: «El carácter y conducta de cada ser humano, hombre o mujer, imaginado por mí para componer una trama novelesca responde por entero a su propia y peculiar individualidad, sin que quepa atribuirles el calificativo de buenos o malos a que corresponde la participación simplista en la literatura popular» (en Hiriart, 1982, p. 135). Y más adelante constata el dominio que en la literatura ha venido teniendo la visión masculina de la mujer: «La mujer como abismo de maldades, la engañadora hija de Eva, la corruptora, vampiresa, demoniaca, y la mujer como pureza suprema, inocencia y bondad inerme, la Madre, la Virgen María consuelo del afligido y refugio del pecador […]. Aun las mujeres que, en épocas diversas, se han ejercitado en las letras hubieron de aceptar las pautas derivadas de la visión masculina de su sexo; y solo en casos de excepcional madurez y penetración poética el común cliché quedó superado» (pp. 137-138).
Ayala también abordó este texto en sus conversaciones con Enriqueta Antolín (1993, p. 56) y le responde, dando lugar a un mínimo diálogo:
—Ah, sí, en efecto. Tenía unas piernas muy bonitas. Y ella lo sabía.
—Eso, dicho así, suena un tanto machista —protesté.
Y ahora sí se molestó mi interlocutor:
—No es justo llamarme machista. Considero, por el contrario, que la mujer es más sagaz y más perceptiva que el hombre. Y en cuanto a la inteligencia creo que nada tiene que ver el sexo, es una cuestión de individuos.
Más interesante nos parece la referencia de Antolín sobre una entrevista realizada por Josefina Carabias por los años de la República para la revista Estampa sobre el suicidio por amor, a la que Ayala respondió irónicamente: «Muy bien, me parece muy bien. Yo me he suicidado por amor varias veces». Añade: «Y recuerdo también que cuando, curioso como siempre, quiso saber quiénes otros habían respondido, yo le cité a María Zambrano, que fue amiga suya, y él se regocijó infinitamente al conocer la respuesta de aquella mujer inteligente: “El suicidio me parece una prueba de amor difícilmente superable, pero en cuanto a resultados prácticos… ¡catastrófico!”».
El segundo, y más extenso texto de Recuerdos y olvidos sobre Zambrano se sitúa en el fragmento «Max Aub en Italia», en el que comenta el encuentro ya en el exilio con quien califica como «mi amigo excelente», primero en París y luego en Roma a finales de 1956:
Yo le dejé a Max la dirección de nuestro hotel en Roma, y el día convenido vino a juntarse con nosotros allí. Lo primero que hicimos fue llamar a María Zambrano, que estaba viviendo en Roma por aquel entonces. Era María amiga nuestra de antiguo, y más particularmente amiga de Max que mía. No es un secreto que la novela de clave titulada por él Calle de Valverde está centrada en la casa que, en esa calle madrileña, habitaba ella con su familia. Ahora ocupaba un piso en la romana Piazza del Popolo; y al decirle yo por teléfono que Max estaba con nosotros y deseaba verla, me respondió que a su casa no podíamos ir porque andaban de obra, y además tenía no sé cuántos gatos, y… Nos citamos para comer en un restaurante donde debimos aguardarla bastante rato. Apenas hubo aparecido, y para sorpresa mía, la emprendió contra Max, a quien no veía desde hacía un siglo, de la manera más injustificada (al menos, no visiblemente justificada). Con su agresividad, le dio la comida y nos la dio a todos… ¿Por qué? ¿Algún viejo rencor enconado? Recuerdo que un amigo común —concurrente también, como Max, a la calle de Valverde, José Medina Echevarría— me había contado en nuestras ociosas y demoradas charlas de Puerto Rico acerca de una excursión colectiva a Andalucía, durante la cual solía impacientarse mucho María Zambrano con las pesadeces de Max Aub, quien, al decir de Medina, era en verdad no demasiado ameno compañero de viaje; según su frase, «bastante chinche». Por otra parte, de la intemperancia de María había tenido yo pruebas antes, pues habiéndome convidado una vez en su casa de La Habana para que Lezama Lima me conociera, lo maltrató al pobre en presencia mía sin motivo alguno. Lezama, que la adoraba (después le dedicaría su novela Paradiso), la miraba con ojos de foca, sin atreverse a resollar… En fin, nuestra comida en Roma no fue más agradable». (Ayala, OC, vol. II, pp. 435-436).
Una lectura atenta, y sabiendo leer entre líneas, nos deja bien claro que no existían muchas afinidades entre María Zambrano y Ayala, aunque tenemos constancia de que siguieron en contacto, como veremos por algún testimonio epistolar. No hemos de decir nada sobre la «intemperancia» de María Zambrano, que tanto influyó en su vida y en la fractura de algunas de sus buenas amistades, y que en este caso, como veremos de inmediato, pudiera estar algo justificada. Ayala ofrece su testimonio personal en dos casos muy significativos que él mismo vivió: Lezama Lima y Max Aub, ambos admiradores profundos de María.
En la «Cronología de María Zambrano» del vol. VI de sus Obras completas, Jesús Moreno Sanz hace un comentario de interés sobre este encuentro en Roma con María Zambrano, tras indicar que «Ella acababa de leer la novela de este La calle de Valverde (1961) en la que involucraba en formas muy inquietantes a su hermana Araceli y a su esposo Carlos Díez»:
Sin especificar claramente la fecha de este encuentro, Ayala relata, en Recuerdos y olvidos […], y en dos páginas prodigiosas de errores y tergiversaciones 6, esa, según él, desagradable comida con la «intemperante» María Zambrano. Y lo antecede todo con el dato: «No es un secreto que la novela de clave La calle de Valverde esté centrada en la casa que en esa calle madrileña habitaba ella con su familia». No es un secreto que La calle de Valverde, en efecto, involucra a toda la familia de Zambrano, padre, madre y las dos hijas, como no lo es tampoco que esa familia no habitó nunca en dicha calle. Tampoco debió recabar bien Ayala en el tratamiento sumamente cruel que se le da en esa novela a Araceli. Este hubo de ser el motivo de la «intemperancia» de María Zambrano. (Zambrano, OC, vol. VI, p. 105).
Ayala, en efecto, no especifica en sus memorias la fecha de este encuentro. Por una carta a Vicente Llorens, que veremos de inmediato, sabemos que se trata de finales de 1956. Lo cual, por cierto, plantea un problema si queremos justificar la «intemperancia» de María Zambrano a partir de su lectura de la novela de Max Aub La calle de Valverde, publicada en 1961, pues parece que fue escrita en 1959, después del encuentro en Roma, y entonces mal podía María conocer esos aspectos que sin duda —y tal vez con razón— le molestarían cuando la leyó profundamente, dado el conocido vínculo de la pensadora con su hermana.
En cuanto a Lezama Lima, Moreno Sanz indica: «También recibe y sirve de mediadora con Lezama Lima a Francisco Ayala, pero con él (ni él con ella) ni era feliz ni se entendía» (Zambrano, OC, vol. VI, p. 93). Es evidente que no eran muchas las afinidades entre Ayala y Zambrano, lo cual —por cierto— no nos obliga a los investigadores a tomar partido según nuestras simpatías ni debe condicionar el reconocimiento de dos figuras extraordinarias en el ámbito de la literatura y el pensamiento hispánico del siglo XX.
En este mismo fragmento que comentamos Ayala va algo más lejos de la anécdota al terminar con la constatación de que, en efecto, Max Aub no parecía ser buen compañero de viaje, a pesar de lo cual el granadino aboga por un sentido de la amistad a prueba de estas cuestiones, para él secundarias. Obviamente, el corolario ayaliano ha de leerse en contrapunto con lo que acababa de manifestar sobre nuestra pensadora: «De cualquier modo, pequeñeces que en su momento pueden parecer pejigueras irritantes no deben ser sacadas de quicio hasta deteriorar las buenas relaciones; basta con escarmentar a tiempo, eludiendo en lo sucesivo las situaciones que pudieran dañar la amistad. La que Max y yo mantuvimos fue excelente siempre, y nuestro recíproco afecto no hizo sino crecer con los años» (pp. 443-444).
Además de estos testimonios en Recuerdos y olvidos, contamos con tres menciones en su epistolario, ejemplarmente rescatado y editado online por la Fundación Ayala, que reproducimos y comentamos a continuación.
Roma, 2 de noviembre de 1956
Querido Vicente: Muchas veces, en el curso de este viaje, te hemos recordado, pensando si habrías realizado ya tu rápida ida a visitar la familia, y por dónde andarías en el momento. Ahora, ya, doy por supuesto que estarás ahí, en Princeton, y te envío estas líneas, después que estuvimos hablando largamente de ti, y sobre todo de tu libro, en una reunión con María Zambrano y Max Aub. Ella vive aquí desde hace tres años; y Max está pasando unos días de vacaciones. Él y yo nos referimos a tu obra en el curso de la conversación (ella no la conocía), y nuestro amigo se comprometió a hacérsela enviar tan pronto como regrese a México.
El viaje emprendido por Francisco Ayala a sus cincuenta años de edad fue decisivo en su vida y marca un punto de inflexión, como señalamos en nuestra edición de Glorioso triunfo del príncipe Arjuna (Vázquez Medel, 2020, pp. 11-12). Esta carta, fechada a finales de 1956 en Roma, se produce en el viaje de ida, que le llevaría desde Puerto Rico hasta la India, desde donde regresaría, precisamente para incorporarse a la Universidad de Princeton, de la que era profesor Llorens, que ejerció una importante influencia para que se realizara ese contrato que finalizaría la etapa puertorriqueña de Ayala y daría inicio a las varias décadas en Estados Unidos hasta su jubilación.
Este testimonio es muy importante, porque acredita la relación entre Ayala y Zambrano, con la que se encuentra en Roma en una reunión en la que también participará Max Aub, de vacaciones esos días en la Ciudad Eterna, como hemos visto con más detalle y otros aspectos complementarios en el fragmento de Recuerdos y olvidos.
Continúo trabajando en mi novela, sin prisa, pues mi ritmo es muy lento para la invención literaria, pero ahora también sin cesar. Ya tengo en limpio la mitad; no va a quedar muy voluminosa, por lo que puedo darme cuenta. Creo que va a hacer [sic] un libro aun más desagradable que el anterior, a pesar de que este ya lo era bastante y ha habido quien no ha podido tragarlo y quien ha reaccionado de un modo casi histérico, que es el tono de una carta de María Zambrano, recién recibida, donde se queja de su eficacia corrosiva. Quizás tienen razón, y quizás sea bueno —literariamente— dar a mi nueva novela un contrapunto de inocencia y buenos sentimientos a cargo de algunos personajes femeninos que compensen la brutalidad despiadada del resto.
Ayala informa a su buen amigo Eduardo Mallea, que tanta importancia tuvo en sus años de Argentina, del proceso de escritura de Muertes de perro, ya instalado en la Universidad de Princeton. La obra aparecerá en 1958 y será la siguiente a Historia de macacos (1955), que sabemos provocó varias reacciones contra Ayala, como la que da lugar a la importantísima carta a Rodríguez Alcalá, en la que nuestro autor —con gran perspicacia— argumenta contra sus detractores y proclama su estirpe cervantina.
Alude a una reciente carta de María Zambrano, que debemos entender tiene un tono casi histérico de indignación por el libro de relatos de Ayala. Probablemente es a esta carta a cuya respuesta alude en la siguiente a Llorens. Aunque hemos intentado indagar sobre estas dos cartas, muy interesantes porque conciernen a opiniones literarias fundamentales, ni en la Fundación Francisco Ayala ni en la María Zambrano conservan ninguna correspondencia entre ellos. No descarto que algún día pudiéramos rescatarlas y —sin duda— serían muy reveladoras del pensamiento y de la relación entre ambos, que probablemente quedaría afectada a partir de ese momento.
La dirección de María Zambrano es, o era, Piazza del Popolo 3. Supe que había ido a París después de marcharme yo; pero hace unos días tuve que contestarle a una carta y, a falta de mejor dirección, se la remití allí. Probablemente estará viviendo en el mismo sitio que antes.
De fecha muy próxima a la anterior, da fe de la buena información que los exiliados tenían sobre los movimientos de sus amigos, y de esa carta que Ayala envió a María probablemente en respuesta a la de ella sobre Historia de macacos, a la que alude en la carta a Mallea.
Además de estas cinco menciones de Ayala a María Zambrano, hay otro texto muy importante, de 1990, «Pintura, pensamiento, poesía», integrado en El tiempo y yo, o el mundo a la espalda, escrito por Ayala a propósito de la entonces reciente publicación de Algunos lugares de la pintura. En él encontramos una caracterización global de nuestra pensadora, desde la perspectiva ayaliana, que subraya la emoción muy grata de saberse y sentirse su amigo:
Dentro del panorama cultural español del siglo XX, María Zambrano ha llegado a ser una figura legendaria de rasgos míticos. En las primeras décadas, y durante sus pasos iniciales en la «república de las letras», las peculiaridades de su personalidad tenían que singularizarla: una mujer que, hermosamente femenina, afirma su presencia en el terreno de la más exigente y rigurosa sabiduría al lado de maestros eminentísimos —en realidad, las mejores cabezas pensantes de aquella España—, maestros que reconocen sus méritos y la acogen en los más prestigiosos círculos; luego, en las trágicas circunstancias de la guerra civil y el subsiguiente exilio, alejada del país al que difícil y esporádicamente llegan vagas noticias de sus azarosos trabajos y días, tenazmente dilatados en la esperanza del regreso; y en fin, este regreso, moralmente apoyado por muchos seguidores y fieles discípulos —«adoradores» no sería exagerado decir en su caso—, a quienes siempre y en todas partes sedujo su encanto, y cumplido con elegante, digna y pudorosa reserva, han hecho un mito viviente de esta escritora, de quien saberse y sentirse amigo, como desde «aquellos tiempos» remotos lo soy yo, constituye para mí una emoción muy grata. (Ayala, OC, vol. II, pp. 730-731).
Ayala, en esta amplia reseña, subraya la conexión de esos «lugares de la pintura» con la experiencia vital de su autora, a la que llama «peregrina intelectual» y de la que destaca desde el primer momento «un pensamiento que —según sabe bien quien bien la conozca— no es tanto conceptual como lírico», que se desarrolla «mediante reflejos sentimentales que solicitan del lector, más que una comprensión racional, una especie de entrega rendida al encanto de su prosa delicada y tan sugerente».
Ayala (OC, vol. II, p. 731) admite que la publicación de la obra «me proporciona una excelente oportunidad para discurrir acerca de un tema que ha sido continua preocupación mía y que tiene, sin duda, general alcance: el de la relación entre las artes de la pintura y de la poesía como ejemplo concreto de la relación entre las distintas artes». Y concluirá afirmando que «se proponía al comentarlo subrayar la básica unidad de las artes en su raíz, es decir, en su común condición de vehículos diversos destinados a objetivar y así poder transmitir el valor estético» (OC, vol. II, p. 733). Nos permitimos, por cierto, subrayar en el estilo ensayístico y crítico de Ayala esa voluntad de precisión y rigor, que es más bien voluntad alusiva (y a veces elusiva) en el pensamiento poético de Zambrano.
Esta visión dinámica y relacional entre las artes de la palabra y las otras artes (especialmente, la pintura, pero también la música) es común a Zambrano y Ayala, está presente en sus escritos y, en el caso de Ayala, también en su obra de creación. No olvidemos que su madre, Luz García-Duarte, fue destacada pintora que enseñó a pintar a su hijo, que siempre tuvo en la pintura un excipiente o materia de creación, como podríamos acreditar con muchos ejemplos de los que ahora solo recordamos los cuadros que dan lugar a los relatos «El Hechizado» y «San Juan de Dios» de Los usurpadores, o El jardín de las delicias del Bosco en su obra culminante, que toma su nombre del cuadro del pintor del ducado de Brabante.
Los testimonios explícitos de Zambrano sobre Ayala (casi inexistentes, al menos en la actual constancia documental) y de Ayala sobre Zambrano, que acabamos de ver, son muy reducidos. Extrañamente escasos y tal vez reveladores de una relación de conocimiento y amistad que no pudo llegar mucho más lejos, a pesar de que Ayala tan solo un año antes de la muerte de María se siguiera declarando su amigo y reconociera como muy grata la emoción de serlo de una gran pensadora, como acabamos de ver.
Ello no es óbice para que, dada la cantidad de experiencias e influencias compartidas, un análisis de algunos aspectos de sus respectivas vidas y obras, contempladas en paralelo, arroje luz y permita subrayar algunas claves de su tiempo, como venimos indicando. Es lo que nos proponemos hacer, a partir de las muy reducidas aportaciones al respecto, apenas alusivas a sus diferentes experiencias del exilio y de sus regresos (Cassani, 2002) o a un aspecto común en sus lecturas de Cervantes, la valoración de la ambigüedad cervantina como mecanismo creativo (Tejada, 2016). Aunque profundizaremos en el futuro en estas y en otras dimensiones de las obras de Zambrano y Ayala, ofrecemos unas notas como anticipo. Digamos ahora que no nos extraña que el interés por poner en paralelo a Zambrano y Ayala se haya centrado en torno a la experiencia más terrible de ambos, el exilio, de significación muy distinta en la obra de cada uno de ellos, y también en el autor que ambos más leyeron y que sin duda más les influyó, Miguel de Cervantes.
Para María Zambrano (en Gómez Blesa, 1995, p. 13) el exilio es un destino trágico («El exiliado es devorado por su historia») y profundamente contradictorio («Si yo no vuelvo, no puedo volver porque yo no me he ido nunca; yo he llevado a España conmigo, detrás de mí, en el secreto y, al par, luminoso o dramático o visible simplemente, del corazón. Nunca se ha ido de mi corazón, ni de mí, España»). El exilio marcó su vida («yo no concibo mi vida sin el exilio que he vivido»), penetró en su obra e impulsó su pensamiento. Su razón poética fue también una razón dolorida. Y sin poderse negar momentos felices en sus años de exiliada, especialmente en Roma o en La Pièce, su condición asumida e interiorizada fue una dura losa durante gran parte de su vida y hasta su muerte. Y condicionó su visión de España abrazada en su idealidad, pero rechazada en la terrible realidad de la dictadura cuyos ecos le llegaban en sus años de exilio. Y que le costó trabajo aceptar en su regreso, a pesar de que a él debemos su imprescindible recuperación como nuestra pensadora más importante del siglo XX.
Para María Zambrano, como se ha señalado en numerosas aportaciones (véase, por ejemplo, Sánchez Cuervo, 2010), el exilio fue en primer lugar una experiencia material y vital durísima que interiorizó y se convirtió en una de las dimensiones temáticas básicas de su obra. La condición de exiliado se transforma en Zambrano en una categoría antropológica 7 y existencial que cruza los diferentes avatares históricos, en los que se manifiesta la existencia como resistencia. Y va evolucionando hasta llegar a amar su patria de destino, el exilio, desde la transformación que le permite la creatividad de la razón poética.
Francisco Ayala ha sido siempre presentado como exponente de aceptación de su destino, de no lamentarse constantemente de su condición de exiliado, e incluso de ser de los primeros en regresar a España tan pronto pudo. Sin lugar a dudas, estaba convencido, como afirma Monmany (2021, p. 487), de que «cada hombre y mujer, cada exiliado español que volviera al país, rompería a su modo el maleficio de las dos Españas. La de “dentro” y la de “fuera”». Y así lo rompe en sus palabras primeras de Recuerdos y olvidos: «Cuando, tras del largo exilio, volví a España hacia 1960, quise visitar los lugares de mi infancia». Esa vuelta del exilio sin reproches, sin ajustes de cuentas, no puede menos que recordarnos las palabras con las que Cervantes resume sus años de Argel: «Cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades». Ayala lo deja claro:
Hacer una espectacular rentrée en la escena española, ciertamente no resultaba difícil; antes al contrario, lo difícil era evitar una explotación y autoexplotación para la que eran propicias circunstancias. Pero cuando yo, por fin, me decidí a volver a España, no venía para ser visto; venía para ver. Lo que a mí me interesaba era darme cuenta del estado en que se hallaba nuestro país después de la catástrofe. Demasiado grave y demasiado triste era lo ocurrido con nuestras vidas para que pudiera uno complacerse ahora en sacar partido de ello. Por eso, tan pronto como consideré que podía regresar sin detrimento de mi integridad física (la integridad moral no entraba para eso en juego), vine calladamente, en la actitud de un observador silencioso. (Ayala, OC, vol. II, p. 63).
Con todo, me gustaría ofrecer algunos importantes matices a lo habitualmente establecido sobre Ayala y el exilio, corroborados por muchas conversaciones con él. Comenzaré con su reconocimiento de este momento crítico de su vida: «Al cerrar el primer tomo de mis Recuerdos y olvidos, quedaron detenidos unos y otros en un momento crítico tanto para mi vida personal como para la historia del mundo: cuando, terminada la guerra civil en España, iba a iniciarse la Segunda Guerra Mundial y, para mí, el exilio a que las circunstancias me forzaban» (OC, vol. II, p. 275). Sin duda eran terribles las circunstancias que forzaban, a quien había perdido a su padre y su hermano en la guerra, a escapar con su esposa, su hija Nina y su hermana María, ambas de pocos años, sin más que lo que podía llevar encima. Ayala tenía —no lo olvidemos— cuando salió de España tan solo treinta y tres años, y dejaba atrás su Cátedra de Derecho en la Universidad de Madrid y su nombramiento como decano que apenas pudo ejercer, su plaza de letrado de las Cortes de la República, su importante papel en los proyectos de Ortega (El Sol y Revista de Occidente) y una incipiente vida de escritor en la que a sus dos primeras novelas juveniles, Historia de un amanecer y Tragicomedia de un hombre sin espíritu, se unían sus libros de relatos de vanguardia, ya homologado con las corrientes europeas, El boxeador y un ángel y Cazador en el alba, así como el primer libro escrito en España sobre cine, Indagación del cinema. No fue precisamente de los que menos perdieron cuando tuvo que empezar de nuevo en Buenos Aires, no sin dejarnos en su tránsito al exilio, escrito ya en París, el primer texto de reconciliación entre los españoles: «Diálogo de los muertos (Elegía española)», que se publicaría en Sur (núm. 63) en diciembre de 1939.
En el epígrafe que comienza y da nombre al segundo volumen del Recuerdos y olvidos, El exilio (lo cual no deja de ser significativo), Ayala realiza una reflexión, refiriéndose a las personas individuales y no a las colectividades, que no debió gustar a muchos:
Mucha, y muy florida, y muy sentimental retórica es la que se ha derrochado acerca de la generosidad con que los países hispanoamericanos recibieron a quienes, terminada la guerra civil con la derrota de la República, debimos abandonar la patria amada, fugitivos de Franco […], pero frente a los países en los que he vivido no me creo obligado a la menor gratitud ni, por supuesto, autorizado tampoco a emitir la menor queja. (OC, vol. II, pp. 275-276).
Ayala se aferra siempre a lo inmediato, tangible, concreto: la gratitud se la debe a varios amigos, su buena voluntad, su generosa disposición… Pero no a tal o cual país.
Estos matices ayalianos pueden gustar o no, pero de lo que no cabe duda es de que sus percepciones, menos sujetas a determinados prejuicios o imperativos ideológicos que en el caso de otros exiliados, se nos revelan, pasado el tiempo, más próximas a la realidad de los hechos. Ayala acertaba cuando decía, más allá del dolor que sin duda supone el destierro o el exilio, que la vida de los exiliados españoles era generalmente en sus países de acogida mejor y menos condicionada que la que podían llevar en España quienes se habían quedado, no solo entre los vencidos, sino incluso entre los vencedores.
Muy recientemente Krauel (2022) ha realizado aportaciones muy interesantes, partiendo del análisis de «Diálogo de los muertos» y «Día de duelo», sobre las singularidades ayalianas, especialmente en el capítulo «Desde el mirador del exilio. Duelo, experiencia y universalismo».
Ayala mantenía una posición similar a la del recientemente rescatado y reivindicado Manuel Chaves Nogales, que nos dejó impresionantes testimonios de la brutalidad tanto del fascismo como del comunismo, así como de «la incapacidad de las democracias en Europa para defenderse de los totalitarismos y la barbarie», de la indiferencia de las masas, la cobardía de los intelectuales y el drama de que los mejores fueran perseguidos, detenidos e internados en campos sin piedad, como muy acertadamente subraya Mercedes Monmany.
A la postre, como expresaba Mainer (2019, p. 1) en su larga nota de lectura «Francisco Ayala, a la fecha»:
El marbete de «escritores del exilio de 1939» tiene tanta legitimidad histórica y emocional como imprecisión taxonómica. Define una circunstancia, pero no acota nada en términos de historia literaria. Lo señaló con rara lucidez uno de los concernidos por ese marbete, Francisco Ayala, en un artículo titulado «La cuestionable literatura del exilio» (Los Cuadernos del Norte, 1981). Y, sin embargo, a varias generaciones de intelectuales españoles nos ha servido para reconocer una de las más dramáticas consecuencias de la guerra civil y para entender mejor lo que el franquismo tuvo de excluyente y vengativo. Para quienes, bien a su pesar, se vieron marcados por el signo de la extraterritorialidad física, la condición de desterrados se convirtió en tema de su obra y vivieron en diálogo apasionado e ingrato con aquella amputación de su presente y quizá de su futuro. Otros, los menos, intuyeron que el alejamiento era una oportunidad de rehacer su vida, a menudo en horizontes más ricos e incitantes que los que habían dejado atrás.
En su interesante aportación, Cassani (2002, p. 131) reconoce la honradez de Ayala en su actitud ante el regreso desde los años sesenta, así como que su testimonio nos permite también apreciar mejor la realidad de España, frente a otras visiones idealizadas:
A differenza di Ayala, molti esiliati, cedendo alla nostalgia, tendevano a crearsi un’immagine idealizzata della propria patria, fatto che causa non poche frustrazioni e un senso di «desencanto» in molti di loro, che al rientro non trovano il paradiso perduto che hanno decantato per anni, a volte addirittura diffondendone un’idea molto vicina all’immagine folcloristica degli stranieri.
Cassani (2002, p. 133) encuentra en la actitud ética de Zambrano y Ayala importantes paralelos, especialmente en la voluntad de superar rencores y juicios:
Anche la Zambrano, come Francisco Ayala, rifugge da qualunque rischio di sfruttamento della sua condizione di esule, e benché accolta in pompa magna al suo rientro, e interpellata da vari giornali che le chiedono la sua opinione sulla patria ritrovata, eviterà di fare pesare la sua condizione e lascerà da parte rancori e giudizi. Certo non rinnega la sua identità, neanche quella politica, e dichiara di avere accettato il premio Príncipe de Asturias perché veniva dal «primo re repubblicano», e il premio Pablo Iglesias precisando di non essere socialista.
Entendemos que esta raíz moral con la que ambos afrontan el exilio les hace compartir también la voluntad de superar enfrentamientos estériles y señalar la necesidad de construir una sociedad humanizada en la que, como señala Zambrano, no se exigieran más sacrificios.
María Zambrano, como es sabido, fue la primera mujer en recibir el Premio Cervantes 1988. Y aunque su estado de salud el 23 de abril de 1989 no le permitió asistir al acto ni leer sus propias palabras —lo hizo en su nombre la actriz Berta Riaza—, su texto extraordinario es significativo de su manera de leer a Cervantes desde la perspectiva del alba:
Don Quijote se pone en camino a la hora del alba. No podía ser de otra manera en ese personaje que padece, de manera ejemplar, el sueño de la libertad, ese sueño que, en cierta hora, tan incierta, se desata en el hombre.
Todo el Quijote es una revelación humana, mas no demasiado todavía, que también en esto se encuentran, novela y protagonista en el lugar y momento del alba; de la permanente alba que aún no ha traspasado la novela de la humana libertad. El alba ante la cual el hombre, a veces, se fatiga de ir al encuentro.
Y lo más revelador, quizá, de este libro revelador, sean esas tan simples y puras palabras que enuncian la hora de la salida de don Quijote. Se destacan del resto del libro como si fueran palabras sagradas, cuando, al parecer, declaran algo que no tiene mayor importancia: la hora en que don Quijote sale al camino. Mas ello es cosa esencial, como lo es también el que don Quijote «saliera» al camino y que no se pusiera o se dispusiera. Estas palabras, como todas las en un modo u otro sagradas, manifiestan la unidad, son la unidad. La hacen y la actualizan, la crean, aunque, claro está, ellas solas no podrían crearla. Pues que todo el Quijote se aparece con ellas. Todo el Quijote está en ellas. Y basta recordarlas para que todo el libro se presente entero. La unidad que reside en ellas es solo suya; se diría que se han individualizado. Actualizan el personaje y su acción, el libro todo, cifra de unidad de la multiplicidad de los diversos planos de la novela, de la realidad y el ser, de la vida y la historia que en el Quijote, quizá como en ningún otro libro, se despliegan. (Zambrano, 1989).
Es evidente que, tanto en Zambrano como en Ayala, es mayor la presencia de las coordenadas de lectura de Ortega en Meditaciones del Quijote que las de Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, aunque la hermenéutica de nuestra pensadora, siempre en clave simbólica, está más cerca de Unamuno que la que realiza Ayala, que nunca olvida las coordenadas histórico-sociales, como veremos, no sin trascenderlas para captar claves esenciales de la realidad humana.
En su discurso de recepción del Premio Cervantes 1991, pronunciado en Alcalá de Henares el 23 de abril de 1992, Ayala señalaba:
Comencé refiriéndome a lo mucho que como escritor debo a Cervantes. Ya en la infancia, cuando apenas podía entender el significado de muchas de sus palabras, leí el Quijote y para escándalo de quienes pudieran oírme incorporé a mi vocabulario algunas de esas palabras, entonces malsonantes, cuyo significado ignoraba; más tarde, escritor novicio ya, los críticos lectores de mi primera novela pudieron señalar en ella algo que era bastante obvio: los ecos inconfundibles del Quijote; y por fin, ahora, escritor valetudinario, he dedicado mi última prosa, todavía inédita, a comentar y en alguna manera recrear cierto maravilloso pasaje del Quijote, el del encuentro de su protagonista con un caballero granadino.
En efecto, Cervantes cruza toda la vida y toda la obra de Francisco Ayala, quien explícitamente se declarará, en otro importante texto, «escritor de estirpe cervantina». Pero también Ayala ha dedicado páginas de lectura e interpretación extraordinarias sobre Cervantes, recogidas en las dos ediciones de La invención del Quijote (2005, 2020), que se inician con la primera de sus aportaciones, de 1940, «Un destino y un héroe», publicado en La Nación de Buenos Aires. En ese texto Francisco Ayala, aún con las heridas de la recién finalizada guerra civil que le había llevado al exilio, nos habla de la gloria en el fracaso como «fórmula y cifra del carácter de su pueblo, la creación literaria del Quijote». El Ayala sociólogo, el pensador, el escritor y el excelente crítico se funden ya en estas páginas, que luego se dilatarían en la más extensa y extraordinaria aportación que da título a estos volúmenes, también con un guiño a Azaña que pocas veces se ha señalado: «La invención del Quijote».
En nuestra aportación «Cervantes según Francisco Ayala», recogida en Francisco Ayala: el sentido y los sentidos (Vázquez Medel, 2007, pp. 197-198), señalábamos:
Miguel de Cervantes es, para Francisco Ayala, el más alto exponente de la creatividad literaria y, al mismo tiempo, de la autoconciencia e intencionalidad creadoras. Forjador de la novela moderna y su punto más elevado, el Cervantes que interesa a Ayala no es solo el autor de El Quijote o de las Novelas ejemplares, sino también el dramaturgo, el poeta —acerca de cuyo menester conservamos, como una joya, el análisis ayaliano del soneto al túmulo de Felipe II—, e incluso el hombre. A diferencia de Unamuno, que afirmaba en el prólogo a Vida de don Quijote y Sancho «me siento más quijotista que cervantista y pretendo libertar al Quijote del mismo Cervantes», Ayala se siente cervantista y hasta cervantino, y titula uno de sus textos recogidos en Palabras y Letras —y no, por cierto, en el volumen La invención del Quijote— «Cervantes no solo escribió el Quijote». En él podemos leer: «Cervantes puso su genio único en todo cuanto escribió, y no escribió solo el Quijote […]. Bueno será que, de una vez por todas, se termine con el juicio inveterado acerca de una supuesta mediocridad de Cervantes en cuanto no sea su Quijote. Es un prejuicio ridículo, y ya es hora de acabar con él».
Lo que para Ayala queda fuera de toda duda es que «aun cuando nunca hubiera escrito el Quijote, Cervantes figuraría de todas maneras entre los escritores más importantes del mundo, aquellos pocos a quienes corresponde la primera línea en la historia de la literatura universal». Además, estos grandes logros son consecuencia de una autoconciencia y una intencionalidad excepcionales: «Nos hallamos ante una de las conciencias literarias más despiertas, más inquietas, más sobre aviso, de todas las épocas».
Ayala ha esbozado —aquí y allá, de manera aparentemente dispersa y al hilo de análisis, notas o reseñas— una visión global de Cervantes que estimamos como una de las más acertadas que jamás se hayan ofrecido. Su sabiduría y su perspicacia crítica saben señalarnos aspectos y dimensiones que nunca habían sido puestas de relieve con la intensidad con que él lo hace. Especialmente ricas son sus consideraciones sobre la cosmovisión cervantina, que ha caracterizado con precisión frente a la visión quevedesca del mundo. En el carácter fragmentario de estos escritos, como un espejo trizado, también reconocemos el rostro de Cervantes (con Ayala al fondo).
María Zambrano conecta su tema central de las relaciones entre poesía y filosofía con la liberación de don Quijote: «En la unidad de la filosofía y la poesía, encontrará nuestro don Quijote su liberación; la liberación al par de los encantos del mundo y de su locura. Y con él, todas las figuras nacidas de los enrevesados ensueños de la esperanza. Y la esperanza suprema bajo diversos nombres y signos ha sido siempre para los occidentales una sola, la que lleva el nombre de Libertad» (en Mora, 2005: «La liberación de don Quijote». Del texto inédito que se conserva en la Fundación. Figura escrito en 1947).
En su aportación «La ambigüedad cervantina en Francisco Ayala y en María Zambrano», a cuya lectura completa remitimos, Ricardo Tejada (2016, p. 201) resume así su propuesta:
Las lecturas de Francisco Ayala y de María Zambrano de la obra de Cervantes son tributarias, en cierto sentido, de las de Ortega y Gasset y Unamuno. No obstante, su originalidad estriba en inscribirlas en problemáticas históricas y ontológicas que el exilio de ambos hizo posible en cierta manera. También se sostiene […] que la presencia de Cervantes tanto en Ayala como en Zambrano es determinante tanto en su evolución intelectual como en su visión global del mundo. Veremos cómo, pese a la gran distancia que separa a estas dos figuras del exilio republicano, se puede hacerles hablar entre ellos y extraer de sus dos planteamientos muy diferentes un punto de convergencia inesperado: la ambigüedad de la novela cervantina y, por ende, la de la libertad humana.
De acuerdo esencialmente con sus lecturas, hemos de manifestar que hay que matizar muchas de sus afirmaciones, especialmente en lo que respecta a sus comentarios sobre la deuda de Ayala con Ortega, que creemos que desmesura. Ayala lleva siempre mucho más lejos el pensamiento de su maestro, como también haría Zambrano. No necesita Ayala recurrir a Ortega para justificar su visión del perspectivismo cervantino, su polifonía, sus diferentes enfoques sobre la realidad… A nuestro juicio, muchas de esas claves son elaboradas también originalmente por Ayala desde otra de sus lecturas determinantes: el Schopenhauer de El mundo como voluntad y representación.
Estas son cuestiones más complejas que exigen debates y aportaciones complementarios. Al fin y al cabo, lo que he pretendido con esta aportación es ver hasta qué punto el estudio comparado entre Zambrano y Ayala puede ser ocasión de extraordinarios avances en la comprensión de sus respectivas obras, del mundo en que vivieron y de las cosmovisiones que ambos construyeron.
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1 Deseo expresar mi gratitud a la Fundación Francisco Ayala, en especial a su presidenta de honor, Carolyn Richmond de Ayala; su director, Manuel Gómez Ros; y su responsable de biblioteca, archivo y documentación, Carolina Castillo Ferrer.
2 En la actualidad estoy realizando, junto al profesor Manuel Broullón Lozano, de la Universidad Complutense, una exhaustiva investigación sobre los documentos conservados de la Universidad Central de Madrid que atestiguan el paso de ambos como alumnos y luego como profesores por la institución universitaria. Entre ellos se encuentra el expediente de Francisco Ayala García-Duarte como profesor de la Facultad de Derecho entre 1932 y 1936, así como su nombramiento como decano en octubre de 1936. También el de María Zambrano Alarcón como profesora de clases prácticas de la Facultad de Filosofía y Letras entre 1930 y 1934. Disponemos de las biografías de Zambrano de Marset (2004), hasta ahora solo de los años de formación, y de Ayala realizada por García Montero (2009), además de inabarcables aportaciones sobre la vida, el pensamiento y la escritura de ambos.
3 Sobre la influencia de Blas Zambrano en María puede leerse con provecho Marset (2004) y el interesante capítulo de José Luis Mora «Los años segovianos de Blas Zambrano», en Sánchez Cuervo (2010, pp. 81-110).
4 Recomendamos la lectura de la aportación de Inmaculada Murcia (2005) sobre «María Zambrano y el estoicismo senequista español». Igualmente sus demás aportaciones sobre Zambrano, Ortega y el importante trabajo sobre Ayala y Schopenhauer.
5 Historia de la libertad, de Francisco Ayala, había sido, en efecto, publicada en 1943, editorial Atlántida de Buenos Aires, como número 27 de la Biblioteca Billiken, Colección Oro. Biblioteca Billiken fue una colección de libros editada en Argentina, entre 1929 y 1999, por la editorial Atlántida de Buenos Aires. Dirigida a un público juvenil y adolescente, publicó traducciones y adaptaciones de clásicos de la literatura universal. Cora Bosch, Carlos Coldaroli y Ángela Simonini de Fuentes fueron tres de sus principales adaptadores, y Aniano Lisa, el ilustrador de la mayoría de las obras. El nombre de la colección, que también lo fue de una revista, está tomado de un famoso muñeco de la época, una especie de divinidad japonesa sonriente, creado en 1908 por la maestra e ilustradora estadounidense Florence Pretz. Nos llama la atención que el artículo dedicado por Wikipedia a la colección no hable de la Colección Oro en la que publicó Ayala. En su Colección Roja, dedicada a grandes clásicos adaptados para jóvenes, Ayala realizó la traducción del francés y la adaptación de La piel de onagro, de Honoré de Balzac, y de La cartuja de Parma, de Stendhal. Para un listado completo de las traducciones de Ayala, véase https://www.ffayala.es/obra/traducciones/
6 Nosotros no hemos encontrado ni el más mínimo error ni ninguna tergiversación. Todo lo más alguna imprecisión y, como Díez señala, alguna ignorancia ayaliana sobre el trato a Araceli, que, como se verá, también es discutible por las fechas.
7 Rogelio Blanco, en su excelente síntesis «María Zambrano, una mirada entrañable», que precede y sintetiza las claves de la obra colectiva María Zambrano, pensamiento y exilio, apunta muy acertadamente que «la mirada de María Zambrano es una mirada de experiencias hacia las entrañas del hombre, una mirada radicalmente antropológica» (en Sánchez Cuervo, 2010, p. 32).