Las redes son como la vida, un espacio para la sorpresa o las emboscadas. Cuando uno menos lo espera, late el principio esperanza o el corazón sufre un vuelco al recibir tristes noticias allende el Atlántico. Kintto Lucas, exvicecanciller del presidente Correa y protector de Julian Assange, cuando Ecuador era un ejemplo y referente político, me informa de la muerte de Arturo Castañeda. Como director general de CIESPAL, tuve el honor de contar con él al frente del diseño y maquetación de la editorial de este organismo internacional. Un ejemplo de dignidad y compromiso, como muchos de los hombres y mujeres que a lo largo de treinta años de actividad académica han venido enseñándome a vivir —no sé si bien, pero desde luego sí con sentido— a partir de un ethos conformado por la pulsión plebeya de una vida digna de ser vivida desde el Sur y desde abajo. No otra cosa significa ser andaluz, migrante de Granada, habitando un espacio no reconocido en el cinturón rojo de Madrid, como la generación de trabajadores expulsados de nuestra tierra para ocuparse en Francia, Alemania, Cataluña o Madrid, y poder así sobrevivir, del mismo modo que las masas de desheredados sin futuro fueron trasterrados en México, Argentina o Brasil, y viceversa. Somos, en fin, nómadas resistentes a la ética protestante del capitalismo.
Cuando me preguntan por qué esta querencia por Latinoamérica, nunca he sabido explicar la razón de fondo que me vincula a este espacio vital. Por qué siendo apenas un periodista en ciernes terminé compartiendo amistad con Marcela Prádenas, exiliada chilena, víctima del aparato de terror y tortura de Pinochet. Cómo terminé viviendo durante tres años en Ciudad de México, convertida en mi segunda patria, mimetizado con sus tradiciones, gentes y formas creativas de construir otros mundos posibles, al punto de alumbrar mi hija. Por qué casi la mitad de mi vida ha transcurrido en el subcontinente latinoamericano, entre México, Brasil, Chile, Ecuador o Colombia. A qué se debe esta historia de vida transatlántica. Llegada la madurez, confieso que he aprendido. Escribo estas líneas en Sevilla, pero podría ser desde Quito, capital del barroco latinoamericano. Hablo de un territorio imaginario común, de acuerdo con Enrique Dussel. Una modernidad otra que nos llevó a vindicar la comunicación para el buen vivir desde esta matriz, apelando a una política del encuentro o nueva ecología de vida. Y, al mismo tiempo, repensar los paisajes mediáticos, las pantallas y etnopaisajes (Appadurai dixit) de la tardomodernidad desde estos enclaves y lógicas de la enunciación característicos de América Latina y que constituyen el ethos mediterráneo y la esencia del ser andaluz, un clinamen ético-político que, por principio, remite, a este respecto, a un saber y un exceso de valor creativo del lenguaje que la comunicología siempre negó (del folclore indígena a las telenovelas, de la cumbia villera y las culturas bastardas de la televisión al reggaeton, pasando por las múltiples formas de lo nacional-popular y la estructura de sentimiento de las culturas subalternas). Toda hybris de nuestra identidad pasa por esta estructura de sentimiento, por esta pulsión vital, por más que el eurocentrismo dominante de la modernidad protestante haya tratado de ridiculizar la cultura de la máscara y el carnaval. Y esto no lo aprendimos en la teoría, sino en la praxis, escuchando de madrugada La Ke Buenaen un pesero, bailando cumbia, aprendiendo a desencajar el cuerpo en la calle de la salsa en Cali o rumbeando en La Habana. Es la mayor lección experimentada en la biografía personal de quien, equivocadamente, pensó que el mundo se ajustaba a la razón cartesiana, el mejor ensayo de sentipensamientos para traducir y soñar, para jugar a los palimpsestos y subvertir el mundo al revés. No otra cosa es el buen vivir, el sumak kawsay, la construcción de lo común, la fiesta, el vivir bien opuesto al vivir mejor de la lógica de acumulación, el lenguaje de los vínculos que nos une y nos reúne. Y que
es coherente con la matriz cultural del clinamen barroco característico de la política de la resistencia. Como explica Bolívar Echeverría, Latinoamérica comparte con nosotros un ethos barroco como modo de adaptación creativa de las culturas populares marcado por una lógica constitutiva de hibridación entre tradición y modernidad, valor de uso y universal equivalencia, siendo la pervivencia de las cosmogonías indígenas una suerte de defensa de la vida, y de las formas grotescas y carnavalescas del decir y del hacer… Sentir, pensar, decidir, actuar y convivir. O, de acuerdo a la dimensión carnavalesca de las culturas populares, saber escuchar, saber soñar, saber compartir, saber vivir en armonía, exigencias del dominio de lo común, de COMMUNIA. En este frente cultural nos encontramos y celebramos lo vivido y por venir a partir de nuevos procesos y luchas que vienen germinando y anuncian otros mundos posibles. Por ello, nos comprometimos con un proyecto ilusionante como CIESPAL o trabajamos por esbozar una nueva comunicología de la praxis, un proyecto histórico transmoderno, transoccidental, dialógico y articulado en, por, desde y para el Sur, atendiendo la singularidad creativa de sus culturas originarias. Esto es, una filosofía de la comunicología consecuente con la situación de subalternidad y el deber, en este punto, de no permanecer ajeno a las necesidades de los nadies que migran, aman y sueñan. En esa apuesta no solo hemos empeñado la cabeza, la inteligencia, el compromiso y la voluntad de saber, sino el cuerpo y el corazón: de Sevilla a Córdoba, del ethos mediterráneo a los Andes, del Darro o el Guadalquivir al Suquía, de Andalucía a la ciudad, otra ciudad, de las campanas, siempre escuchando el latido del corazón, siempre acompañando las voces que nos definen, porque conocer es vivir y vivir es fundamentalmente amar. Toda una declaración de principios.