Miscelánea
TSN nº 12, julio-diciembre 2021. ISSN: 2530-8521
LOS MANSOS, DE ALEJANDRO TANTANIAN: CRÓNICA DE UN MONTAJE FUTURO
Los mansos (The meek) of Alejandro Tantanian: chronicle of a theater piece
Miriam Lorenzo, Rey Montesinos y Marifé Santiago
Universidad Rey Juan Carlos (España)
RESUMEN

El presente artículo se acerca a la obra Los mansos del dramaturgo y director argentino Alejandro Tantanian, en la que el autor ofrece una propuesta escénica autoficcional a partir de su lectura de El idiota, de Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Tantanian une la vida simbólica de algunos de los personajes protagónicos de El idiota con la propia biografía de Dostoievski para, en un juego de apropiación, trasladar la experiencia doble a su propia experiencia personal de escritor para el teatro del siglo XXI, que resulta de las heridas abiertas en el siglo XX de la guerra, migraciones y exilios. Nuestro trabajo parte de estas etapas creadoras añadiendo, a la vez y en la misma línea, la de un grupo de intérpretes dirigidos por el dramaturgo y director cubano Abel González Melo, que en 2021 comienza a montar Los mansos. Juego múltiple, por tanto, que llevará nuestra investigación hasta la genealogía de un proceso en el que el público —incluyendo lectores y lectoras de este trabajo— es parte indispensable para pensar nuestro presente inmediato desde lo que el teatro, ahora y siempre, puede ofrecer al espacio de lo común.

Palabras clave: Mansedumbre, Dostoievski, enfermedad, apropiación, autoficción, adaptación, exilio

ABSTRACT

This article approaches the play Los mansos (The meek), by Argentine playwright and director Alejandro Tantanian, in which the author offers an autofictional stage proposal based on his reading of The idiot by Fiódor Mijáilovich Dostoevsky. Tantanian unites the symbolic life of some of the leading characters in The idiot with Dostoevsky’s own biography to, in a game of appropriation, transfer the double experience to his own personal experience as a writer for the theater in the 21st century that results from the open wounds in the twentieth century of war, migration and exile. Our work starts from these creative stages adding, at the same time and along the same lines, that of a group of performers directed by the Cuban playwright and director Abel González Melo who, in 2021, begins to stage Los mansos (The meek). Multiple game, therefore, that will lead our research to the genealogy of a process in which the public —including readers of this work— is an indispensable part of thinking about our immediate present from what the theater, now and always, can offer the common space.

Keyword: Meekness, Dostoevsky, illness, appropriation, self- fiction, adaptation, exile
• Contenido •
Abel González Melo comienza a montar Los mansos en el 2021. (Foto: Abel González Melo).

Abel González Melo comienza a montar Los mansos en el 2021. (Foto: Abel González Melo).

1. Introducción

A mediados del año 2021, aún en tiempos de pandemia COVID, buscando posibles materiales de los que aprovecharnos un grupo de creadores inquietos y deseosos de volver a la escena y con la posibilidad de retomar la actividad en los teatros, capitaneados por el cubano-español Abel González Melo (1980), escritor, dramaturgo y director, comenzamos a disfrutar de unos encuentros, tertulias evocadoras, que derivaron en una especie de club de lectura teatral con la premisa «¡El teatro también se lee!» 1. Cada cierto tiempo repetíamos esa frase, que también nos movilizaba en medio de la quietud y la distancia social, para evitar el abismo al que el futuro incierto pospandémico nos avocaba. El teatro como espacio sanador y la creación como actividad vital. En ese tiempo González Melo nos propone leer uno de los textos más particulares que hemos podido tener entre manos y ojos. Un texto dramático, contemporáneo, con algo especial en su estructura nada conservadora, además de generosa en posibilidades para la escena. Se trataba de Los mansos, del dramaturgo y director argentino Alejandro Tantanian (1966), que así lo describe:

Escribir una obra de teatro desde el yo presupone un trabajo imposible. Como si el decir de cada uno de estos personajes fuera prolongación consciente de mi propio pensar y accionar. Yo escribo ahora como lo hacía Fedor Dostoievski: poniendo la propia vida como novela. El narrador omnisciente es un invento perverso para no decir lo propio. El teatro es un espacio de evasión para no enfrentarse con uno al escribir. Yo soy ahora entonces siempre yo y desde el yo anulo la ficción y la creo de esta manera: vampirizando la experiencia de la novela El idiota y permitiéndome el desvío y la traición. (Tantanian, 2007, p. 133).

Esta pieza teatral viaja por la ficción sin ataduras a modos comunes en ella. Está formada por doce cuadros: un prólogo, diez escenas y un epílogo. No todos dialogados, algunos solo contienen acotaciones descriptivas de acción y de recomendaciones para su posible solución en la puesta en escena, lo cual hace de este texto un documento con valor investigativo y con grado dramático-performativo particularmente elevado. El autor, quien se declara confesamente idiota para acotar lo referente al factor tiempo, sí se atreve a proponer un espacio idóneo, evocador de todos los espacios posibles, acuciantemente vacío, tierra, agua y aire, naturaleza moribunda a punto de florecer, un lugar propicio para que acontezcan los hechos que se relatan huyendo de realismos modales.

(El espacio es ancho y alto. El espacio es horizontal. En el centro una piscina rectangular: espacio de la acción. En una de las paredes de la pileta entrevemos una reproducción descascarada y húmeda del Cristo muerto de Hans Holbein. Desde el techo se filtra una luz polvorienta. Sobre una de las paredes permanecen los restos de una antigua vivienda: azulejos, cemento, molduras. Son tres los personajes que acechan el relato. Tres las maneras rabiosas de decir lo mismo: yo. Y tres los estados del alma. Las cosas marchan en el sentido del tiempo. Pero en esta representación el tiempo es dictado por un idiota). (Ibíd., p. 133).

Para la acción se apropia de tres personajes de la novela El idiota de Fiódor Mijáilovich Dostoievski (1821-1881), Myshkin, Nastasia y Rogojin, como parte fundamental del entretejido relato, dialogando constantemente con la biografía del autor ruso y un ejercicio de memoria genealógica del propio Tantanian. Además, se sumará una marcada intención de apropiación de todo ello, con particularidad, por parte de los intérpretes. Entonces, tres líneas genealógicas articulan la dramaturgia: la de los personajes adoptados por los intérpretes, la de Dostoievski y la de Alejandro Tantanian, que se confiesa severamente arraigado a la cultura del autor más ruso de los rusos por parte de sus progenitores emigrados a Argentina desde Rusia y Armenia.

El recurso de la autoexposición, mostrando hasta las vísceras del relato, hace del drama un acto perverso y crudamente fascinante. Ya desde el texto se revela la posibilitadora actividad dramática entre personaje e intérprete, fundiéndose en una misma entidad resultante como ejercicio narrativo para evocar la descarnada vida del autor de la novela, texto dramático convertido en documento casi memorando. Se propicia una escena verdaderamente performativa. Así queda claramente en la pieza escrita desde su prólogo para ser actuado:

(Los tres actores miran al público. Cuentan lo que sigue).
ACTOR/ROGOJIN: Cerca del Palacio Pitti en Florencia hay una casa, y en la puerta de esa casa hay una placa, en esa placa hay una leyenda que dice: «En este solar entre agosto de 1868 y agosto de 1869 Fedor Mijáilovich Dostoievski terminó de escribir su novela El idiota. Me gusta pensar en el más ruso de los escritores, escribiendo la más rusa de las novelas en una ciudad tan lejana a Rusia como Florencia. (Pausa. Mira a la actriz). ¿Y tú… dónde naciste?
(Sigue aquí un apretado recuerdo de infancia unido al nombre del lugar del mundo que los vio nacer. Los tres cuentan, los tres dicen. Luego, actúan lo que sigue). (Ibíd., p. 133).

A partir de este pasaje a modo de prólogo, fuimos enamorándonos de la posibilidad que nos brindaba Tantanian con su texto, al sumar una corteza más a esta especie de «árbol de voces» a partir de nuestra propia experiencia, melancólica vida de migrantes, nostalgia de una existencia imaginada, soñada, a la artesanía de relatos ya propuestos. El trabajo creador se avizoraba seductor.

Detallemos entonces las voces de este árbol de corteza gruesa que revelan los temas argumentales de la obra, sin olvidar la desestructurada, en cuanto a moldes clásicos, forma de fabular que habita en esta obra. Tantanian se deja contagiar por Dostoievski y su constatable preocupación por entender al «Otro» a través de la construcción de varios «Yos», logrando una polifonía de cuerpos personificados, convertidos en personajes con identidad propia, particular, lo que, por supuesto, se ha valorado universalmente.

Abel González Melo comienza a montar Los mansos en el 2021. (Foto: Abel González Melo).

Durante el montaje de Los mansos. (Foto: Abel González Melo).

1.1. La voz de los personajes mansos

LEV NIKOLAIEVITCH MYSHKIN es príncipe heredero, compasivo, epiléptico de nacimiento. En su nombre confluyen la antítesis de dos animales que a la vez se complementan en la personificación del comportamiento, lev en ruso es «león» y mysh es «ratón».
NASTASIA FILIPOVNA BARASHKOV, bella e inteligente, feroz y burlona, intimidante, emocional y autodestructiva. Nastasia en griego significa «resurrección».
PARFIÓN SEMIONOVITCH ROGOJIN, enamorado, obsesionado, heredero de una gran fortuna, pretendiente de Nastasia. Parfión significa en griego «virginal», paradoja de Fedor que entenderemos más adelante.

La línea de la acción principal recae sobre estos tres personajes de la novela El idiota. Desde el nombre de la obra, ya nos situamos ante un estado de ánimo, un modo de comportamiento que, para ser justos con los personajes, se convierte en su propio hándicap. Ellos luchan por la felicidad desde sus entrañas, pero la condición benigna y compasiva que han de adoptar los lleva a la suma de infortunios, cual personajes trágicos, en un terreno inesperado. La corriente mansa y suave los arrastra hacia la pérdida de todo lo que deseaban.

Myshkin, huérfano de madre y padre, ya príncipe venido a menos por no poder ejercer como tal, después de muchos años sin respuestas, quiere recuperar su casa, el hogar en el sentido más profundo de su concepción, y a partir de esta necesidad se articula toda la acción.

MYSHKIN: […] Yo soy el idiota. Me dicen así. Y no es por esto, ni por esto. No. Es porque puedo ver. Y porque digo la verdad. Viajo desde hace mucho tiempo. Viajo buscando mi casa: mi casa de cuando era chico. Soy yo el que cuenta esta historia. Así. Como yo quiero. Como sé contar. Como me sale. Espero que sepan perdonar las desprolijidades. A los idiotas se nos perdona casi todo. (Ibíd., p. 138).

Un encuentro nada fortuito construye la ficción de Tantanian en un constante ejercicio de memoria con la novela. Los deseos y necesidades de los tres personajes y sus biografías literarias se convierten en el pretexto que los conduce en una nueva peripecia teatral. Myshkin conoce a Rogojin en el tren yendo desde Varsovia a San Petersburgo. Gracias al suceso de la fotografía, de la hermosa Nastasia, encontrada estrujada en el baño del tren y que ya conocíamos de la novela, son convocados al drama, al encuentro que transforma sus destinos. Dialogan en el vagón con la sospecha de la coincidente atracción de ambos hombres por la belleza de la imagen de Nastasia, a pesar de su mirada llena de ingenuo sufrimiento. Quizás esa tristeza encarnada en imagen tenga que ver con la pérdida de sus padres desde muy joven y la de su hermana al nacer ella. Rogojin le ha propuesto matrimonio a Nastasia, pero la necesidad, sus diferentes gustos y costumbres, la diferencia de edad entre él, en la madurez de su vida, y ella, en la flor de la juventud, determinan un particular, por convulso y violento, modo de convivencia. Él ha heredado una gran fortuna y quiere compartirla en matrimonio con Nastasia, que a su vez necesita superar su pasado de penurias y servidumbre sexual, aun sabiendo que Rogojin no la satisface del todo. Myshkin llega a este dúo, que pronto se convertirá en trío dramático, viendo en ella, candidez en sus ojos, también la casa de su niñez, quizás la maternal sabiduría y la procaz hermosura en un mismo cuerpo; se lanza al encuentro o la pérdida de todo ello por ella. Él en principio no significa peligro para Rogojin, pues no es más que un bondadoso hombre epiléptico y enfermo, a pesar de su confesada atracción hacia Nastasia. Ella devela poco a poco la inseguridad que le provoca el príncipe, porque mirándole, escuchándole, se despierta un posible desvío de su objeto. Rogojin, al ver a Nastasia feliz en casa, divertida, entretenida la razón y el alma, consiente las reiteradas visitas de Myshkin con la única condición de compañía y alegrías. Los tres se necesitan, la soledad que arrastran de la novela encuentra compañía por un tiempo en la escena teatral. Sin embargo, la obsesión, el miedo, los celos en oposición a la compasión cristiana devienen en el fatal desenlace. Rogojin hiere de muerte a Nastasia y confesamente lo comparte con Myshkin, que, incrédulo y temeroso ante un nuevo ataque de epilepsia provocado por el hecho, solo puede compadecerse. Rogojin se lanza al arbitrio de las aguas del río.

1.2. La voz mansa de Dostoievski

Es imposible eludir la presencia de Fedor en el relato en esta pieza teatral, y no solo por ser el creador de los caracteres que articulan la acción. Aprovechándose del recurso literario de la autoficción que, en sus novelas, el autor ruso muestra a través de sus personajes, Alejandro Tantanian adopta este dispositivo para la ficción, dando voz a Dostoievski y a su esposa a través del diálogo difuso entre personaje e intérprete, lo que aporta gran capacidad de resorte a la narración. Nos detendremos en tres líneas argumentales evidentes en las que, orgánicamente desde el juego metateatral, se articulan la enfermedad, el destierro y la fe en Cristo.

Dostoievski tiene consciencia de la epilepsia, enfermedad que padecen también algunos personajes en sus novelas como herencia del autor, según su autobiografía, casi a los treinta años mientras vivía castigado a trabajos forzosos en el destierro siberiano, pena conmutada como salvación a la condena de muerte por sus contactos con círculos revolucionarios. Ya desde antes, aparecían unas convulsiones tonicoclónicas llamadas grand mal y Fedor cuenta que aprendió desde entonces a disfrutar de los segundos que antecedían al momento climático de la crisis convulsiva. Justo en ese instante descubría un estado de lucidez, visiones que lo llevaban a una felicidad por encima de todas las alegrías que la vida pudiera darle. Del mismo modo, con su construcción arquetípica de un idiota, el príncipe huérfano, epiléptico y errante en busca de su hogar, aporta un carácter manso al Myshkin de la ficción teatral, un estado de gratificación constante a la vida, a pesar de los pesares, por premiarle con tales experiencias. Podríamos asegurar entonces que su vida y obra han sido arrasadas por la epilepsia, dejando una aspereza en su escritura, un dolor, un sufrimiento del que también se hacen eco los personajes mansos de esta pieza. De este modo lo construye Tantanian en la escena 8, donde Rogojin y Nastasia festejan el cumpleaños a Myshkin:

(Myshkin sufre un ataque de epilepsia).
Nastasia y Rogojin lo observan. El ataque es violento y tiene la duración necesaria para transformarlo en algo insoportable. Cuando el cuerpo parece haberse calmado, Nastasia y Rogojin levantan el cuerpo de Myshkin. Intentan despertarlo. Myshkin duerme. Lo desnudan y lo mojan con agua fría. Myshkin reacciona).
MYSHKIN: Quiero estar solo. (Pausa. No responden a su pedido. Nastasia se aferra al cuerpo del idiota. Myshkin explica, entrecortadamente, lo que acaba de pasar). No es fácil de explicar… Son cinco o seis segundos en los que se percibe… armonía…, calma…, limpieza…, lucidez… Es como si de repente uno registrara todo: la naturaleza, la superficie, la distancia, el aire, el mundo, todo, y dice: «Sí, es verdad» […]. Como cuando Dios creó el mundo que al terminar cada día de creación dijo: «Sí, es verdad» […]. Es impresionante, porque es todo tan claro…, tan placentero. Pero si ese momento dura más de seis segundos… el alma no lo resiste… Por eso viene el ataque… La epilepsia es la respuesta a la creación… Es como un eclipse… Un grito… No se puede soportar tanta belleza. (Pausa). Ahora quiero estar solo. (Ibíd., p. 158).

Una imagen del Cristo muerto en la obra de Hans Holbein el Joven (1497-1543), pasado el dolor, el sufrimiento, la aceptación de la muerte, ha influenciado, movido, la mayor parte de la creación literaria de Dostoievski. Esta figura como emblema del sufrimiento es la causa de su obra y al mismo tiempo la razón de toda inquietud. Así lo deja constatado su esposa Anna Grigórievna (1846-1918) en un diario que se ha publicado y del cual se hace eco también Tantanian para corroborar la relación de los personajes con el dolor, la aceptación o la negación, es decir, la fe o la falta de ella. La actriz que interpreta a Nastasia en la escena 5 ha de decir:

ACTRIZ/NASTASIA: Anna Grigórievna, la esposa de Fedor Dostoievski, escribe en su diario: «En Basilea visitamos el museo donde se encontraba un cuadro de Hans Holbein que mi marido quería ver: la tela mostraba a Cristo después de su martirio inhumano, ya descolgado de la cruz y en estado de descomposición. La visión de ese rostro hinchado, lleno de sangrientas heridas, era terrible. El cuadro impresionó mucho a Fedor. Yo no pude resistir mucho tiempo, así que pasé a otra sala. Cuando volví, después de veinte minutos, encontré a mi marido todavía frente al cuadro. En su cara noté la misma expresión que ya había visto más de una vez cuando se acercaban los ataques de epilepsia. Lo agarré del brazo, lo alejé de esa sala y lo senté en un banco esperando de un momento a otro el ataque, que por suerte nunca llegó».
Un mes más tarde, su marido, Fedor Dostoievski, aún bajo la influencia de aquel cuadro comienza a escribir El idiota. (Ibíd., p. 146).
Bajo la imagen del Cristo muerto, de Hans Holbein. (Foto: Abel González Melo).

Bajo la imagen del Cristo muerto, de Hans Holbein. (Foto: Abel González Melo).

Posterior a este parlamento, los intérpretes comienzan a deconstruir alegóricamente la imagen del Cristo de Holbein, para disertar sobre la cuestión de fe en la humanidad. Una vez más las preocupaciones de Fedor puestas en el centro de la acción, desde sus propios ojos, pero en los cuerpos y con la voz de los intérpretes. Cristo como la verdad irrefutable, el medio y el camino, ¿es el dolor la única medida posible de homologación? Es entonces, al final de la escena 5, cuando el personaje Rogojin, desde el lugar que esta ficción promulga, con frontera borrosa entre él y su intérprete, se atreve a dar una respuesta al signo dostoievskiano, antojosamente tantaniano:

ROGOJIN: […] ¿Cómo pudieron creer, viendo ese cadáver, que iba a resucitar? La muerte es una fiera enorme y muda que capturó, destrozó y se tragó a aquel Ser enorme e inapreciable. Y todos los que vieron aquel cuerpo tuvieron que sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver defraudadas de una vez y para siempre todas sus ilusiones y casi toda su fe. (Pausa). Debieron separarse con un miedo espantoso. (Pausa). Y si el mismo Cristo hubiera podido ver su imagen la víspera misma del suplicio no habría subido a la cruz. (Un profundo silencio. Enorme). Frente a este cuadro uno no tiene otro camino que perder la fe.
(El tiempo parece querer tomar la forma del Cristo muerto. Silencio largo. Disolución). (Ibíd., p. 148).

1.3. La voz de Tantanian y su mansa memoria

Sotto voce entre los recuerdos familiares y el dictado a los personajes/intérpretes, se torna grave e inquietante. A pesar de su intensión desinhibida, la indagación hacia lo más profundo y medular de los hechos del pasado nos regala uno de los ejercicios de memoria más particulares de la dramaturgia contemporánea. Con esta especie de coro asonante, de voces mansas, Tantanian nos hará viajar por los bramidos más convulsos y reveladores de su genealogía. La biografía de sus abuelos, de sus padres, los recuerdos, los mitos se convierten en realidad a través de la acción inventada para la obra, dejando en evidencia al creador develado por la ficción. Cada uno de estos elementos enzarza la artesanía de este relato poliédrico con la conciencia de una verdad múltiple no solo en cuanto a su enfoque, sino por la condición de variabilidad y fragilidad del recuerdo. Así lo descubrimos en la escena 7, en la que, bajo el nombre «Algunos recuerdos», se desgranan recuerdos propios, oídos, incluso inventados para la ficción.

ACTOR/ROGOJIN: Mi abuela solía desmayarse seguido en la calle. Se agarraba a un poste de luz y se dejaba caer lentamente hacia el piso. Muchos años después, se le descubrió que aquellos desmayos eran la manifestación de una epilepsia muda.
ACTRIZ/NASTASIA: Mi mamá conservaba una foto de mi abuelo y ella. Cuando mi abuelo fue encerrado en un campo de concentración, mi mamá, en su casa, sacaba la foto por la ventana para darle aire.
ACTOR/ROGOJIN: Mis abuelos y mi mamá se fueron de Rusia buscando a un primo de mi mamá que había desertado del frente. Se llamaba Levon. Levon dejó Rusia y se vino a América y hasta acá llegaron mis abuelos y mi mamá buscándolo.
ACTOR/MYSHKIN: Mi abuelo se murió cuando yo estaba en Mar del Plata trabajando en teatro. Yo tenía dieciséis años. Y ya trabajaba en teatro.
ACTOR/ROGOJIN: Mi mamá contaba que en Rusia durante la guerra decían que para salvar al mundo había que cruzar el río con una vela encendida, de orilla a orilla. (Ibíd., p. 150).

En estos parlamentos sueltos, drenando información guardada por décadas, descubrimos las líneas argumentales que comprometen a las tres voces mansas en un sólido corpus dramático: la enfermedad, el destierro y la cuestión de fe. Es importante contextualizar, a partir de los recuerdos, la vida del autor de esta ficción, la construcción del «Yo», la de sí mismo a través del «Otro», de los otros.

La epilepsia, enfermedad que también padecía la abuela de Tantanian, nos llega de la mano de Dostoievski con su análisis del dolor y a través de los placeres confesados por el Myshkin epiléptico. Los abuelos, errantes, huyendo del viejo continente, transmutando tierras hasta las Américas, sin perder las raíces y el amor profesado hacia ellas, hacen un viaje de vuelta al hogar perdido. A la Rusia de Myshkin, Nastasia y Rogojin, expiación necesaria en nombre de sus abuelos que, a través de la ficción, limpian la culpa ajena y propia. La voz mansa del autor se amplifica con el eco de la herencia, resistiéndose al olvido. Quizás esos deseos son la razón por la que madre (nacida en la URSS) y padre (nacido en Buenos Aires, pero de padres armenios) se emparejan como aves migratorias en territorio porteño, para construir un nuevo hogar y, ahí, una nueva patria. Entonces el teatro, una vez más, reconstruyendo para sanar.

Finalmente, el mito de Jesús, la reconversión, la victoria y la salvación milagrosa. Para ello, el relato dentro del relato, el texto hecho narración para explicar lo dramático. En la escena 8, el autor se apoya en la leyenda de Cristóbal y Jesús, otro efecto de apropiación del dispositivo narrativo, enunciándolo entre los recuerdos recuperados en la escena 5 para ahondar sobre la creencia en la existencia del milagro.

ROGOJIN: Cristóbal era un hombre muy grandote que vivía cerca de un río en tiempos de Jesús, cuando Jesús era chiquito. Jesús solía jugar junto a ese río y Cristóbal lo veía jugar. Jesús ya no jugaba solo: jugaba para que otro lo mirara jugar. Pasó el verano y el otoño, el invierno, la primavera y otro verano y una tarde de otoño Jesús le pidió a Cristóbal que quería cruzar el río. Y Cristóbal pensó que el niño se merecía aquel capricho. Así que se lo cargó a los hombros y se fue metiendo lentamente en el río. En los primeros pasos el agua apenas le cubre los pies. Cristóbal sigue caminando y el agua va cubriéndole las rodillas, las piernas, la panza, el pecho, la mandíbula, la boca, la nariz, los ojos, el pelo y la coronilla.
MYSHKIN: Si alguien viera a Jesús ahora, lo vería caminando por las aguas. Solo vería el milagro y no al oficiante del milagro. Jesús llega a la otra orilla, pero el cuerpo de Cristóbal permanece bajo las aguas. Un rabino se acerca a Jesús y le da la bienvenida. Le dice que lo estaba esperando y lo lleva al templo.
ROGOJIN: Cristóbal no asoma la cabeza del agua. Jesús, antes de entrar al templo, mira las aguas del río. Nadie aparece. El rabino le pregunta su nombre y él dice, pensando en el hombre enorme…
MYSHKIN: Jesús Cristo. (Ibíd. p. 156).

Más tarde, en el epílogo después de la muerte de Nastasia a manos de Rogojin, este, en un acto de fe, de salvación, ejecuta las recomendaciones que, desde el ejercicio de memoria del autor, el personaje escuchó.

(Rogojin enciende una vela. Lentamente comienza a caminar. Protege la llama con su mano. Está cansado. Y los gestos de salvación parecen aumentar el cansancio. La vela se apaga. Rogojin retrocede, vuelve a una de las orillas. Enciende nuevamente la vela. Reinicia su caminata. Protege con su mano la luz. Myshkin descubre una de sus ratas. Juega con ella. Del interior de la pileta crecen árboles enormes. Verdes. Tan verdes. Se oye el camino del río. Se oye al río andar. Rogojin llega a la otra orilla. La vela está encendida. La apoya en la otra orilla. Se deja caer. Se lo tragan las aguas del río. La luz de la vela ilumina la otra orilla. Silencio. Numeroso). (Ibíd., p. 165).

1.4. La voz que es mansa música

En la conformación poliédrica de un argumento defendido desde un cuerpo asonante y fragmentado, asumen parte fundamental tres voces compositoras musicales. Ninguna solapa a la otra, conviven como el eco en el silencio, expandiéndose, dejando un regusto melancólico de lo no dicho por los personajes ni por los intérpretes. La elección acotada en el propio texto nos convoca a un viaje en retrospección temporal y poético, haciendo coincidir esta acción a la de las voces anteriores. Como ya eran tres, solo dejarán esta voz para ser empleada como la dilatación de ellas mismas. Una vez más la memoria aguzada para que, por instantes, los personajes puedan recuperar la vida ya muerta, olvidada, perdida.

El primer eco que se escucha es el de Cole Albert Porter (1891-1964), popularizado como Cole Porter, compositor estadounidense conocido por su obra para el teatro musical de Broadway y por sus célebres canciones, que han interpretado artistas de prestigio internacional. Tantanian pone voz al primer encuentro entre Myshkin y Nastasia y se aprovecha de la letra de So in love de Porter. En la escena 4, abre la conversación hacia un nuevo modo melódico para decir a través de la canción lo que no confesarán de otro modo. Los personajes, según la indicación acotada para la acción, pueden cantar o imitar las voces grabadas y hasta atreverse a bailar, como un juego convenido entre enamorados. Él se confiesa atraído por ella, pero no será de igual modo correspondido. Estos parlamentos musicalizados, también mansos, provienen de alguien que conoce el dolor, la enfermedad, la pérdida, la insatisfacción y el amor. Porter, a pesar de estar casado con una mujer, como era obligado en la época, con el conocimiento de su esposa, a quien no le molestaba, era abiertamente homosexual y su obra refleja una confesa adoración a amores de particular naturaleza. Para más dolor en su vida, en pleno auge profesional, se accidenta al caer de un caballo, se rompe gravemente las dos piernas y a partir de ese momento vaga por largas temporadas de operaciones complejas, sin buenos resultados. La depresión se apoderó de él, los fuertes dolores crónicos lo convirtieron en un eterno convaleciente. Tuvo que aprender a disfrutar de la vida en esta condición, quizás del mismo modo en que nuestros personajes mansos, sin miedo a la muerte.

El eco de El enano2, de Franz Peter Schubert (1797-1828), resuena en la escena 8 para festejar el cumpleaños de Myshkin. Este lied3, entre los más particulares de la producción del gran Schubert, narra la muerte de una reina a manos de su enano, preso de los celos provocados por la lógica relación de ella con el rey. En esta pieza del vienés, el poema de Matthaüs Casimir von Collin (1779-1824) que sirve de base para la composición musical llamativamente se centra en un asesinato, invirtiendo la naturaleza orgánica de la traición. Ella se deja asesinar por quien debe servirle, sin apenas resistencia, por una razón insólita: la de mantener relaciones con su esposo natural. Nada para los mansos en este ejercicio teatral se escucha, dice, canta o hace por gusto. La fascinación por la muerte en los lieder de Schubert, prodigioso en ello desde niño, parece aprovechada por Dostoievski, como si quisiera avizorar el inviolable final que aguzó para el destino de estos personajes. El enano como signo Rogojin, un venido a menos en autoestima, en edad, costumbres y un venido a más en violencia injustificada. Una reluciente y vigorosa Nastasia, cual reina de este trío de mansos. La reina, como Nastasia, no teme a la muerte más que a la soledad. Rogojin, como el enano en el mar, se deja llevar por las aguas del río, navegará a la deriva hasta el final de sus días. Myshkin podrá encontrar su hogar, como el rey, reinar.

Y como un eco provocado por la imagen de Myshkin pasando por un ataque epiléptico, un estado violentado hasta lo insoportablemente visible, al comienzo de la escena 9 se oyen los acordes del Lamento della ninfa, del gran precursor del drama lírico Giovanni Antonio Monteverdi (1567-1643). Pareciera que el compositor italiano regalara un madrigal4 a estos personajes, a sus voces. Nastasia, como soprano, se reconvertirá en naturaleza y sus dos acompañantes, cual tenores bajos, serán confidentes del final predestinado. Los tres personajes se sienten tan vivos como muertos, tan amados como odiados, tan de Dostoievski como de Tantanian. Los tres viven sus últimos días desde este lamento obligado por la incapacidad de convertirse en «Otros» en esta ficción, a causa del gran poder de los «Yos» determinados por el entretejido narrativo del espectáculo.

Cole Porter, Schubert y Monteverdi son las tres voces musicales engarzadas
en Los mansos. (Foto: Abel González Melo).

Cole Porter, Schubert y Monteverdi son las tres voces musicales engarzadas en Los mansos. (Foto: Abel González Melo).

1.5. La escritura del «Yo»

Sin dejar de lado la invención para la ficción, todo parece indicar que Tantanian no ha dejado de hablar de él mismo, conformando un discurso que toma fuerza en la construcción de un sujeto cercano a él. Uno de los secretos del proceso creativo de esta dramaturgia es la penetración profunda hacia los límites del «Yo», para entender lo que ocurre cuando se dice yo en el teatro y lo que construye ese yo cuando se enuncia en escena.

Entonces, ¿sería inevitable hablar siempre de uno mismo en el teatro?

Ante esta interrogante, por momentos agobiante, se encuentran muchos creadores durante la ensimismada tarea dramatúrgica y la investigación creadora. En ocasiones, desde recursos metateatrales, de distanciamiento con el relato que sobre la escena se narra/dramatiza/actúa, se replantea el propio discurso intentando responder a esta interrogante, experimentando ante los observadores/espectadores/voyeurs un ejercicio de autoanálisis, de revelación sincera de las posibles fuentes inspiradoras personales o propias, de autoexposición, incluso de autoexpiación de un autor ante la posibilitadora labor del intérprete como mediador. Son diversos los ejemplos que históricamente se han aventurado en la respuesta al reconocimiento de la necesidad de entenderse partiendo del «Yo» para entender al «Otro», a los otros, al resto. También se ha explicado la experiencia teatral como una exposición del «Otro» para entender al «Yo». En ambos casos lo importante es evitar la tentación de lo efímero, lo obvio, sin valor en el plano humano y, para ello, la autoexploración, la exposición como sujeto creador, conocedor del contenido u observador de los hechos que se abordan, han sido algunas de las fórmulas más socorridas en el teatro contemporáneo.

Para ahondar sobre esta tendencia creadora en la escena, aparentemente reciente, apoyémonos en los fundamentos del autor teatral uruguayo Sergio Blanco (1971) como paradigma de una de las tendencias escénicas, no solo teatrales, que desacomplejadamente se denomina autoficción5. Este género encuentra su pábulo fundamental en Julien Serge Doubrovsky (1928-2017) y su texto Fils, editado por los parisinos Galilée en 1977, donde se refiere a esta forma literaria como relatos medio olvidados, incomprensibles y posiblemente hasta contradictorios, como una ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales. En los parlamentos escritos por Blanco y defendidos por sus personajes en sus autoficciones, se alumbra una fórmula exquisita en posibilidades para la construcción del «Yo» que nos ocupa en este acápite, no excluyente para otros géneros literarios, donde lo real y lo ficticio confluyen en el relato dramático aprovechándose del poder que la convención teatral brinda de manera irrefutable. En sus obras queda sellado un pacto de juego escénico al que podemos asistir, donde lo real y lo inventado confluyen con organicidad en favor de la ficción. Por encima de una experiencia vivida, cobra valor la creada desde la invención, siendo esta idea, posiblemente, un modo más asertivo en el teatro contemporáneo para la estructuración de relatos y la acción actuada, incluso para la acción de narrar. Valorar la autoexposición para entender la exposición, partiendo del «Yo» para llegar al «Otro», reconocible en otros con mayor facilidad. Un juego ambiguo o difuso que, aunque podría tornarse ególatra si no se cuida con esmero, se torna en un camino de apertura hacia los demás.

En su libro Autoficción. Una ingeniería del yo (2018), a modo de decálogo como intento de escritura de autoficción, Sergio brinda luces al entendimiento de las escrituras del «Yo» a través de un recorrido histórico muy revelador. Sitúa en Sócrates (470 a. C.-399 a. C.) el comienzo de una corriente que no ha hecho más que crecer hasta nuestros tiempos, lacerando el camino hacia el autoconocimiento en busca de la sofrosine6. Este análisis genealógico del estudio del «Yo» sitúa a san Pablo (ca. 5 a 10 d. C.-ca. 58 a 64 d. C.) como el inventor del yo moderno en plena liberación de dogmas en la dilucidación de la ambigüedad, errática humana, aproximándose a lo que tiempo después se confirmará como lo expuso en su epístola a los gálatas (3:28) incluida en el libro del Nuevo Testamento: «No hay más judío, ni griego, ni hombre, ni mujer, ni esclavo, ni hombre libre». Se detiene en san Agustín como discípulo afanoso en ese viaje introspectivo hacia lo que llamó «la patria divina», lugar donde habita Dios, y desde ahí librar la carne y el espíritu en busca de conciencia de la fragilidad que lo condiciona. En esta misma línea filosófica y teológica, pero también como creadora literaria, nos aborda el análisis de la persona que nos ha legado santa Teresa de Jesús (1515-1582). Afianza este viaje con el padre del «universalismo del yo», Michel de Montaigne (1533-1592), el cual explica cómo la forma entera de la condición humana reside dentro de cada hombre (ser humano) enfocando nítidamente el camino que seguimos en este análisis: lo particular como contenedor de lo general. Es a partir de aquí que todo se replantea sin necesidad de mayor justificación que aguzar la memoria, la ilusión, la invención, la creación. Pasando por Rousseau (1712-1778), Stendhal (1783-1842), Walt Whitman (1819-1892), Rimbaud (1854-1891), Nietzsche (1844-1900), Freud (1856-1939)…, para llegar finalmente a Doubrovsky, quien sentenció en su libro Fils que, dado que no podemos retener una vida, nos queda la posibilidad de reinventarla.

La conformación del «Yo» en Los mansos confluye en una serie de elementos narrativos con los que nos aventuramos a afirmar que la razón principal es el ejercicio de memoria para recuperar lo que somos. A partir de la reinvención de la historia que provoca el encuentro entre estos tres personajes dostoievskianos, nos encontramos con los recuerdos de los antepasados de Tantanian y, en resultado, con él mismo. En este efecto de retrospectiva temporal y espacial, la acción, además, nos convoca para hacer lo mismo, inquietando nuestro cuerpo y memoria como único contenedor de tanta información inconfesada. Este texto intenta la arquitectura del sujeto ante el vacío, la censura, el abismo, el silencio para ser percibido por los otros desde un estado similar.

2. Dostoievski

Son muchas las biografías que se han escrito acerca de la vida y la obra de Dostoievski, como, por ejemplo, Fiódor Mijáilovich Dostoievski, el novelista de lo subconsciente. Biografía y estudio crítico (2021), de Rafael Cansinos Assens, o Dostoevsky: The Seeds of Revolt, 1821-1849 (1976), el primero de cinco volúmenes escritos por el crítico literario Joseph Frank. Pero, por primera vez, se publican en España los manuscritos que su mujer, Anna Grigórievna Dostoievskaia, escribió durante sus catorce años de matrimonio. Esta obra, escrita de una forma personal, sencilla y agradable, nos acerca al escritor mostrando su lado más familiar, bondadoso e íntimo. La autora refleja las experiencias más traumáticas de sus vidas, como la muerte de sus hijos, la epilepsia que atormenta a su marido o la adicción al juego y los celos patológicos e injustificados que sufre, por parte de Dostoievski, de forma constante. Estos manuscritos nos permiten conocer no solo al afamado escritor, sino también a una mujer con deseos de formarse, trabajar y llegar a ser independiente: «Hay que recordar que pertenecía a la generación de 1860 y, como todas las mujeres de esa época, amaba la independencia por encima de cualquier otra cosa» (Dostoievskaia, 2021, p. 82). Pero su voz se verá silenciada en innumerables ocasiones por su condición de mujer. Anna Grigórievna Dostoievskaia fue una gran escritora, filatelista, memorialista y editora rusa. Ejemplo, sin duda, de esas mujeres faro, referentes cuya labor literaria merece ser reconocida.

Tomé asiento en el lugar de costumbre, pero apenas había empezado a ordenar mis cuadernos cuando el profesor se sentó a mi lado y me dijo: «Anna Grigórievna, ¿desearía aceptar un trabajo de taquigrafía?». (Ibídem, 2021, p. 9).

Su profesor de taquigrafía, advirtiendo lo ducha que Anna era en el oficio, creyó que era la alumna más cualificada para trabajar con el escritor. Así fue como Anna G. Dostoievskaia conoció el 4 de octubre de 1866 al célebre Fiódor Mijáilovich Dostoievski. Por aquel entonces, Anna ya era una gran admiradora de Dostoievski gracias a su padre, muy aficionado a la literatura rusa. A finales del mismo mes, la novela de El jugador estaba terminada. De esta forma, Dostoievski saldaría una importante deuda con uno de tantos acreedores que le hostigarían durante toda su vida. Dada la buena sintonía y la rapidez con la que ambos trabajaban, Dostoievski le solicitó a Anna sus servicios para terminar Crimen y castigo. Así comenzó un viaje profesional y personal que los acompañaría hasta la muerte del escritor.

En el primer encuentro, Anna no tuvo muy buenas sensaciones:

Dostoievski no me había gustado, me produjo una impresión penosa; además, me parecía que no podría seguir adelante con el trabajo y que mi sueño de independencia comenzaba a desvanecerse. (Ibídem, 2021, p. 17).

En su diario lo describe como un hombre de aspecto ajado, extraño y viejo, pero que, sin embargo, al comenzar a hablar dejaba ver su juventud y una gran inteligencia. Un hombre solitario y lleno de deudas desde la muerte de su hermano, a causa de que tuvo que hacerse cargo de la manutención de prácticamente todos sus familiares.

Dostoievski se convirtió en uno de los escritores más sobresalientes de la segunda mitad del convulso siglo XIX. Su escritura, caracterizada por profundizar en la condición humana, ha sido determinante para escritores y filósofos como Albert Camus, Jean Paul Sartre o Antón Chejóv, entre muchos otros. Con una infancia feliz y tranquila, la prematura muerte de la madre por tuberculosis provoca que tanto él como su hermano Mijaíl sean enviados a la Escuela de Ingeniería de San Petersburgo, lugar donde descubre su amor por la literatura. Le diagnosticaron epilepsia de forma temprana y convivió con ella hasta su muerte. Hábilmente, fue capaz de incorporar la enfermedad en sus obras, haciendo de la epilepsia un rasgo característico en algunos de sus personajes.

Su epilepsia representa el paradigma de la estrecha relación entre los sucesos de su vida y los sucesos en su literatura. Por ejemplo, la presencia de personajes con epilepsia es recurrente en su obra: Murin y Ordínov en La patrona (1847), Nelly y Natasha en Humillados y ofendidos (1861), el príncipe Myshkin en El idiota (1868), Kiríllov en Los poseídos (1872, también traducida como Los demonios o Los endemoniados) y el oscuro personaje de Smerdiakov en Los hermanos Karamázov, de 1880. (Ioli, 2017, p. 203).

En sus memorias, Anna Dostoievskaia recuerda el sufrimiento que las crisis epilépticas producían en el escritor y cómo estas afectaban a su estado anímico; no solo en los momentos de los ataques, sino semanas después de haberse producido. El desgaste físico y psíquico era tal que, después de una fuerte crisis, el escritor señaló: «Tengo la impresión de haber perdido al ser más querido del mundo, de haber vuelto de un funeral» (2021, p. 74).

En 1846 publica su primera novela, Pobres gentes, enmarcada por la crítica dentro de la novela social, que, con una excelente acogida, le reportó su primer éxito. A pesar de este buen comienzo, las siguientes obras no gozaron de tanta popularidad. El 23 de abril de 1849 tiene lugar el hecho capital que marcará la vida de Dostoievski: fue condenado a muerte. Su participación en el Círculo Petrashevski, cuyo fin era difundir las ideas del socialismo utópico, fue condenada por el zar Nicolás I como un atentado contra su poder totalitario. En el momento en que iba a ser fusilado, conmutaron la pena y lo enviaron a realizar trabajos forzados a la fortaleza de Omsk, en Siberia.

Recuerdo —dijo— que cuando me encontré en la plaza Semenovski, entre los seguidores de Petrashevski, […] comprendí que nos quedaban penas cinco minutos de vida. […] ¡Cómo deseaba vivir en ese momento! ¡Qué preciosa me parecía la vida, cuántas buenas obras podría hacer todavía! […] Pero de pronto llegó la orden de no cumplir la sentencia. […] Fui condenado a cuatro años de trabajos forzados en la fortaleza de Omsk. ¡Qué feliz fui ese día! No recuerdo otro parecido. Empecé a pasear por mi celda cantando a viva voz, tan contento estaba de la vida que se me había otorgado. (Ibídem, 2021, pp. 18-19).

Su actividad política y su militancia sufren cambios a lo largo de su vida: en esencia, será cristiano convencido, tradicionalista, un tanto escéptico con el pensamiento feminista (aunque en la última etapa de su vida tuvo un cambio de parecer a este respecto) y, principalmente, un gran defensor de la lucha de clases.

Según él, los rusos residentes en Dresde, nuestros conocidos, no eran verdaderos rusos, sino emigrados voluntarios que no amaban a la patria y la habían abandonado para siempre. […] Todos pertenecían a familias nobles que no podían aceptar la supresión de la esclavitud y, en general, el cambio de vida, y habían dejado la patria para gozar de la civilización de Europa occidental. (Ibídem, 2021, p. 154).

A finales de 1859, Dostoievski consigue regresar a San Petersburgo, donde funda con su hermano Mijaíl la revista Tiempo. En este mismo período, realiza un viaje por Europa recorriendo las principales capitales. A su regreso en 1864, su primera mujer y su hermano fallecen, dejando este último elevadas deudas que adquiere el escritor, que se ve obligado a firmar un contrato abusivo con el editor Stellovski en el cual se compromete a escribir una novela en pocas semanas, al tiempo que terminaba de escribir Crimen y castigo.

Stellovski sabía esperar el momento en que los escritores se encontraban en una situación financieramente difícil para después atraparlos en sus redes. Vi que Stellovski, al prescribir un término fijo para la entrega de la novela y una fuerte multa en el caso de que dicho término no fuese respetado, contaba con apropiarse casi con seguridad de todos los derechos. En esta época Dostoievski estaba absorbido por Crimen y castigo y como la novela tenía gran éxito quería terminarla manteniendo una rigurosa línea artística. Justamente en esas condiciones debía pensar en escribir una nueva novela de dieciséis folios. Conociendo el estado de salud de Dostoievski, Stellovski estaba seguro de que no podría llevar a término las dos novelas de manera simultánea; de ese modo los derechos pasarían a sus manos. (Ibídem, 2021, pp. 22-23).

En veinticinco días Dostoievski y Anna logran terminar y entregar la novela de El jugador. En 1867, tras un breve noviazgo y contraer matrimonio, parten hacia Europa. Anna describe el viaje al extranjero como un «descanso» de tres meses que se prolongó cuatro años. Necesitaban alejarse de la familia, de las visitas constantes a su casa, la falta de intimidad y de tiempo para volver a trabajar juntos, y del saqueo por parte de los parientes. «Solo entonces comenzó para nosotros una vida nueva y feliz y se consolidó nuestra amistad, que permaneció inmutable hasta la muerte de mi marido» (ibídem, 2021, p. 17). Aunque estos años en el extranjero no están exentos de vicisitudes: son perseguidos por los acreedores con elevadas deudas, han de realizar numerosos empeños de objetos personales, muere su hijita Sofía con tan solo tres meses de vida, junto con las enfermedades de ambos, la falta de amigos, la escasa vida social literaria y la gran añoranza de su patria. El 8 de julio de 1871 regresan a San Petersburgo, pero la persecución de los acreedores provoca que tengan que mudarse de ciudad en varias ocasiones.

Su producción literaria no cesó hasta su muerte y en los últimos años de su vida publicó las novelas Los endemoniados, Los hermanos Karamázov o El adolescente. Fue uno de los precursores de la literatura existencialista, aunque muchos críticos han asegurado que la escritura de Dostoievski es casi epiléptica, deslavazada y oscura. Los críticos literarios establecerán, como señala Angelina Muñiz-Huberman en su libro La sombra que cobija, dos corrientes contrapuestas aún hoy vigentes a la hora de analizar su obra:

La reputación de Dostoievski fue iniciada por Vissarion Belinski (1811-1848), considerado el mejor crítico de su momento, cuando escribió sobre Pobres gentes: «Otorguemos honor y gloria al joven poeta cuya musa ama a quienes habitan buhardillas y sótanos y que advierte a los moradores de dorados palacios: “Mirad, también ellos son hombres, también ellos son vuestros hermanos”». Pero el mismo crítico, semanas después, cuando aparece El doble, se decepciona y afirma que el elemento fantástico de esta obra «solo podría tener cabida en un asilo para lunáticos y no en la literatura». Estas dos opiniones contrapuestas originaron los dos modos en que sigue siendo juzgado con frecuencia Dostoievski, ya sea como el defensor de «humillados y ofendidos» o como el soñador, entre místico y mesiánico, obsesionado por las almas enfermizas y los conflictos pasionales. (Muñiz-Huberman, 2007, p. 107).

Lo cierto es que era un hombre muy riguroso, que estableció una rutina de escritura muy organizada con su mujer: él solía trabajar por las noches y al día siguiente le dictaba a Anna lo que había escrito. Trabajaban en intervalos de una hora de escritura, en la cual su mujer se sentaba en el escritorio y Dostoievski, o bien a su lado, o deambulando de un lado para otro por el estudio, dictaba. En sus escritos, Anna trata de contextualizar la difícil situación material del escritor y cómo esto entorpecía notablemente sus entregas.

Debido a que estaba siempre sometido a las deudas, F. M. se veía obligado a ofrecer sus trabajos, por eso le pagaban mucho menos que a escritores que estaban en buena situación […]. Lo que me resultaba más penoso era el hecho de que, a causa de sus deudas, F. M. debía siempre escribir ungido por el tiempo y nunca tenía tiempo ni posibilidades de revisar sus obras para darles una forma más elegante: esto también le procuraba disgustos. Los críticos le reprochaban a menudo la forma negligente y el hecho de que en la misma novela se insertaran diferentes temas, la confusión de acontecimientos no siempre concluidos. Estos severos críticos no conocían por cierto en qué condiciones había escrito Dostoievski sus novelas. Ocurría a menudo que las tres primeras partes de una obra ya estaban impresas, la cuarta en tipografía, la quinta recién enviada y el autor estaba escribiendo la sexta sin haber pensado todavía en el resto. Cuántas veces fui testigo del sincero desaliento de F. M. al advertir que había desperdiciado una idea y que ya no tenía posibilidades de remediarlo. (Dostoievskaia, 2021, pp. 60-61).

Por su parte, Mijaíl Bajtín, en su libro Problemas de la poética de Dostoievski, lo define como «el creador de la novela polifónica» (2003, p. 15) y asegura que «la pluralidad de voces y conciencias independientes e inconfundibles, la auténtica polifonía de voces autónomas, viene a ser, en efecto, la característica principal de las novelas de Dostoievski» (ibídem, p. 15). Todas estas voces son independientes, tienen entidad propia. La voz y el discurso del protagonista pueden ser o no el discurso del propio Dostoievski:

No existe la palabra definitiva […]. Por eso tampoco aparece la imagen estable del héroe, imagen que contesta a la pregunta «¿Quién es él?». Se plantean únicamente las preguntas «¿Quién soy yo?» o «¿Quién eres tú?» […]. El discurso del héroe y el discurso sobre el héroe se determinan por una relación dialógica abierta hacia sí mismo y hacia el otro. (Ibídem, p. 370).

2.1. Cristo muerto: la vulnerabilidad de la carne

Grandes admiradores del arte y concretamente de la pintura, Dostoievski y Anna recorrieron, en su periplo por Europa, las galerías y pinacotecas más destacadas de ciudades como Dresde, Berlín, Ginebra, Milán o Florencia, entre otras.

Después de un convulso período en Baden-Baden, donde Dostoievski perdió grandes sumas de dinero jugando a la ruleta, la pareja decide poner rumbo a Ginebra. Anna asume la adicción de su marido e incluso lo incentiva a jugar, tratando de evitar así una crisis epiléptica.

Al principio me parecía muy extraño que F. M., quien había sabido soportar con tanto coraje diversas circunstancias trágicas como la reclusión en la fortaleza y los trabajos forzados, la muerte de la mujer y la del hermano querido, no tuviese voluntad suficiente para frenar y no jugarse hasta el último tálero. […] Había que resignarse y considerar la pasión por el juego como una enfermedad incurable. […] A decir verdad, nunca reproché a mi marido esas pérdidas, ni existieron discusiones entre nosotros con motivo del juego. Esto agradaba a mi marido. Sin rencor, le entregaba los últimos centavos, sabiendo que venderían mis objetos si no los desempeñábamos antes del vencimiento, y que me esperarían no pocos disgustos con la dueña de la casa y otros acreedores menores. (Dostoievskaia, 2021, pp. 122-123).

El 12 de agosto de 1867, de camino, hacen una parada en Basilea para visitar el cuadro del Cristo muerto, de Hans Holbein. El lienzo muestra el cuerpo de Cristo en descomposición, después de haber sido torturado y clavado en la cruz. Esta imagen, pintada en 1521, como hemos señalado anteriormente, causó tal impresión en el escritor que la refleja en su novela El idiota.

El cuadro impresionó a F. M. y le abatió mucho, mientras que yo no pude resistir por debilidad y pasé a otra sala. Cuando volví después de casi veinte minutos, encontré todavía a mi marido frente al cuadro, como si estuviera encadenado. En su rostro lleno de espanto leí la misma expresión que ya había visto más de una vez cuando se acercaban las crisis de epilepsia. (Dostoievskaia, 2021, p. 126).

El lienzo, con unas medidas bastante particulares, ya que tan solo tiene treinta centímetros de ancho por dos metros de largo, simula un féretro. Hans Holbein el Joven (1497-1543) fue uno de los pintores más sobresalientes del Renacimiento alemán, pero su representación de Cristo muerto se aleja bastante de las composiciones clásicas del Renacimiento, que muestran cuerpos y rostros tranquilos y bellos.

Holbein se mostró indiferente a la Reforma y trabajó como retratista primero para el humanista Erasmo de Rotterdam y, años más tarde, en Inglaterra, en la corte de Enrique VIII. Sus retratos se caracterizan por privilegiar los detalles, la exactitud en las pinceladas y una gran precisión a la hora de captar la esencia de los rostros. Sus cuadros dignifican a la persona retratada, estableciendo su posición y clase social con una grandilocuencia, en ocasiones, desmedida. A pesar de haber sido, principalmente, retratista y no contar en su repertorio artístico con muchas representaciones de carácter religioso, este cuadro destaca por el realismo y la dureza con la que el cuerpo torturado queda retratado. Se muestra a Jesucristo humano y sufriente. Una corporalidad real, de carne verdosa y de rostro tumefacto. Un Jesucristo salvador que plantea un enigma vital respecto a su resurrección.

Hans Holbein el Joven: Cristo muerto. (Fuente: https://kunstmuseumbasel.ch, Museo de Basilea).

Hans Holbein el Joven: Cristo muerto. (Fuente: https://kunstmuseumbasel.ch , Museo de Basilea).

2.2. El idiota: la corporalidad ingenua

La vida es solo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita y se pavonea en la escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, y que no significa nada. (Shakespeare, 2004, p. 187).

Durante el otoño de 1867, Dostoievski comenzó a trabajar en el argumento de El idiota. La falta de recursos económicos, la muerte de su primera hija, así como el tiempo frío y cambiante de Ginebra provocaron que las crisis epilépticas se repitieran con frecuencia, lo que alteraba los nervios del escritor; además, sentía su patria lejana, y casi empezaban a serle ajenos también sus costumbres y recuerdos. En tales circunstancias, la dificultad para darle forma a la novela le llevó a plantear hasta ocho versiones distintas de la misma.

El idiota es, fundamentalmente, una novela autobiográfica donde se establece un paralelismo entre Dostoievski y el personaje principal, el príncipe Myshkin. Este personaje, de moral elevada, está en constante búsqueda del amor, es de una inteligencia fresca y vivaz, muy bondadoso y sufre epilepsia. Compasivo por naturaleza, cree que la humanidad será salvada por la belleza y gracia de Jesucristo. El cristianismo como camino de salvación. Sin embargo, a pesar de todas las virtudes que posee y de esa alma pura y noble, no consigue más que complicar y desordenar su vida y todas aquellas que le rodean. La ingenuidad del príncipe a menudo es considerada falta de madurez, por lo que el atributo de idiota (que él piensa que hace referencia a su enfermedad) está relacionado —en la mayoría de los personajes— con la inmadurez psicológica, como apunta Pilar Andrade Boué:

Desde esta perspectiva, la novela de Dostoievski podría interpretarse como un texto nostálgico-neurótico de la infancia. Pero también se ha leído […] tomando la infancia como metáfora del pueblo ruso. Este punto de vista acentúa el nacionalismo de Dostoievski y su defensa del alma rusa: el príncipe representa entonces a la joven Rusia que «acude» a la ciudad de San Petersburgo (metáfora de la decadente Europa) y se va descomponiendo y hundiendo en ella. (Andrade, 2014, p. 138).

Al igual que había ocurrido con las novelas anteriores, Dostoievski partía de un impulso, una idea, y para esta trabaja con el concepto cristiano de la perfección moral hecha hombre. Su concepción del término «idiota» está asociada a varios significados. Según nos explica en su artículo Pilar Andrade Boué, es difícil establecer el sentido exacto, pero se le puede atribuir el de Heráclito, que «empleará la expresión “idios cosmos” para referirse al mundo privado que un individuo particular se construye y que difiere del “koinos cosmos” o comprensión compartida del mundo que tienen los demás individuos» (ibídem, 2014, p. 133). Asimismo, en su estudio apunta a la cercanía del término empleado en el Renacimiento por Nicolás de Cusa al referirse a aquella persona que filosofa sin mucho conocimiento de causa, o al término acuñado por el médico Jean-Étienne Esquirol, que a principios del siglo XIX lo utiliza para designar a las personas con algún tipo de enfermedad mental. Por último, nos gustaría señalar el término de «idiota»como «extranjero», que haría referencia a un individuo extraño en un país donde todas las costumbres, la cultura o el idioma le son desconocidos, lo que puede dar lugar a muchas situaciones de desconcierto (Andrade, 2014, pp. 132-134). En cuanto a los antecedentes literarios, destacamos principalmente el Quijote, obra por la que Dostoievski sentía profunda admiración. Pilar Andrade explica la semejanza entre las figuras del príncipe Myshkin y don Quijote: «Ambos se crean un mundo aparte, un idios cosmos virtual que les aleja de ese koinos cosmos inaceptable e inasumible» (ibídem, 2014, p. 135).

Como apuntábamos anteriormente, la fuerte impresión que el Cristo muerto le produjo a Dostoievski queda plasmada en una excelente descripción del príncipe Myshkin que alude a lo corpóreo, al sacrificio, la salvación, la falta de fe y la esperanza. El arte y la literatura se retroalimentan en una obra que recoge el exilio, la muerte, la enfermedad mental, el sacrifico y la bondad.

Como obra de arte no tenía nada de bueno; pero había producido en mí un extraño desasosiego. «El cuadro representaba a Cristo apenas descendido de la cruz. Tengo la impresión de que los pintores acostumbran de ordinario a representar a Cristo, bien en la cruz o descendiendo de ella, conservando un vestigio de singular belleza en el rostro; y tratan de retener esa belleza incluso en sus más atroces tormentos. Por el contrario, en el cuadro de Rogojin no había rastro alguno de belleza; se trata, en el pleno sentido de la palabra, del cadáver de un hombre que ha sufrido infinitamente aun antes de la cruz, que ha sido herido, torturado, vapuleado por los soldados, golpeado por el pueblo cuando llevaba la cruz a cuestas y caía bajo su peso, y que, por último, había sufrido el suplicio de la crucifixión durante seis horas (al menos según mi cálculo). Claro que ese es el rostro de un hombre a quien acaban de descender de la cruz, o sea, un rostro que aún conserva mucho calor, mucha vida; no hay en él todavía nada de rígido, por lo que a través de su cara se trasluce todavía el sufrimiento, como si siguiera sintiéndolo (lo que ha sido muy bien captado por el artista); pero, por otra parte, ese mismo rostro no ha salido indemne en lo más mínimo; en él se refleja la naturaleza misma; y, en efecto, el cadáver de un hombre, quienquiera que sea, debe de tener ese aspecto después de tales tormentos. Sé que la iglesia cristiana determinó desde los primeros siglos que Cristo no sufrió simbólica, sino realmente, y que, por lo tanto, su cuerpo en la cruz estuvo sometido entera y absolutamente a las leyes de la naturaleza. […] Pero, cosa extraña, cuando se mira el cadáver de ese hombre torturado, surge una pregunta curiosa e interesante: si un cuerpo exactamente parecido a ese (y debe haberlo sido necesariamente) fue visto por todos sus discípulos que iban a ser sus principales apóstoles futuros, por las mujeres que le seguían y estaban al pie de la cruz, por todos aquellos que creían en Él y le adoraban, ¿cómo podían pensar, mirando un cadáver así, que ese mártir iba a resucitar? […] Mirando ese cuadro, se imagina uno a la naturaleza en forma de bestia enorme, implacable y muda, o, mejor dicho, aunque parezca extraño, como una máquina colosal de reciente invención que, sorda e indiferente, ha asido, estrujado y englutido a un ser sublime e inapreciable […]. Se diría que el cuadro expresa cabalmente esa noción de una fuerza oscura, insolente y absurdamente eterna a la que todo está supeditado, y nos la comunica inconscientemente. […] Y si la víspera del suplicio ese mismo Maestro hubiera podido ver su propia imagen, ¿habría subido a la cruz y habría muerto como lo hizo? (Dostoievski, 2019, pp. 607-609).

Un cuerpo exento de todo lo sagrado, una imagen dantesca que representa a Cristo como un «simple mortal». Desacralizado, débil, muerto. Un cadáver como otro cualquiera que plantea si realmente ese cuerpo en descomposición es el que salvará a toda la humanidad. ¿Pudo resucitar ese cuerpo? ¿Quién lo vio así? ¿Hay esperanza?

La escritura de El idiota concluye a principios de 1869 en Florencia, ciudad en la que Dostoievski consigue estar más tranquilo durante algún tiempo. Aun así, Anna relata en sus memorias que el escritor «decía que nunca había tenido una idea más poética y más rica, pero que no lograba expresar ni la décima parte de lo que quería decir» (Dostoievskaia, 2021, p. 142).

3. El siglo XX: heridas que sangran exilios

Cuando Alejandro Tantanian propone para la escena su texto Los mansos está entregando un portulano con el que recorrer, en la comunidad que el teatro permite, el siglo XX y su porvenir. El mapa llega cruzado de heridas devenidas territorio que ha acabado estableciéndose hasta borrar, quizás, sus razones. Por ello, es importante no olvidar que su autor lo muestra como autoficción, lo que podría considerarse tanto un desvelamiento como la penumbra donde convocar su memoria personal hasta disolverla en la memoria común del público que resignificará la experiencia convirtiéndola en testimonio. Somos, como público, el coro guiado por sus palabras, un coro que horada la palabra banal, superflua, hasta tocar la llaga que responde —eso significa «hipócrita»— elevándose por reacción de lo anecdótico hasta lo universal.

Vamos a acercarnos ahora, en este apartado de nuestro artículo, a dos temas especialmente significativos a la hora de abordar un estudio posible de Los mansos, advirtiendo que lo haremos desde una perspectiva conceptual que, valiéndose de la metáfora de la enfermedad, permite modelos distintos de puesta en escena manteniendo la esencialidad que Tantanian procura.

Por una parte, hablaremos de la enfermedad personal de ese «idiota» de Dostoievski que Tantanian evoca para que le permita entrar en su propio laberinto genealógico; y por otra parte, de la «enfermedad-exilio» como expresión de una sociedad insana. Será la crudeza y precisión de Susan Sontag en La enfermedad y sus metáforas el punto de partida, para llegar, de la mano de María Zambrano en Las palabras del regreso, al segundo apartado que anunciamos.

3.1. Enfermedad: metáfora del exilio

El personaje de Dostoievski supera el mero hecho de ser trasunto de su autor. La epilepsia, como episodio de disfunción neuronal que conlleva desde ausencias espaciotemporales hasta pérdida de la consciencia, se convierte en metáfora extrema de la imposibilidad de sostenerse en la conciencia colectiva porque hay una salida de la propia conciencia. Salida de sí que aísla de los a priori espacio y tiempo y señala al personaje como «ajeno a los temas comunes», un a-político circunstancial o endémico que, acaso, muestra una mirada prima, anterior, «inocente» en el sentido que todavía se da al término en algunos contextos sociales. Ese «idiota» es, literalmente, alguien ajeno a lo político, un fragmento que no tiene sitio en ese lugar, como si se hallase desprendido de la comunidad que, sin embargo, lo pregona y tal vez lo necesita en calidad de chivo expiatorio. A tal respecto, traemos a colación las palabras de René Girard analizando la formulación de esa figura central, la del chivo expiatorio, en la construcción imaginal de las culturas y las civilizaciones; el autor está analizando «las palabras clave de la pasión evangélica» y toma del Evangelio de Lucas ese «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» para señalar:

Para devolver a esta frase su auténtico sabor, hay que admitir su papel casi técnico en la revelación del mecanismo victimario. Dice algo preciso acerca de los hombres reunidos por su chivo expiatorio. No saben lo que hacen. Y por ello hay que perdonarles. No es el complejo de persecución lo que dicta esas frases. Y tampoco es el deseo de escamotear el horror de unas violencias reales. En este pasaje descubrimos la primera definición del inconsciente en la historia humana, aquella de la cual se desprenden todas las demás debilitándola constantemente: o bien, en efecto, rechazan a un segundo plano la dimensión persecutoria con un Freud o bien la eliminan por completo con un Jung.
Los Hechos de los Apóstoles ponen la misma idea en boca de Pedro, que se dirige a la multitud en Jerusalén, la misma multitud de la Pasión: «Mas ahora, hermanos, sé que por ignorancia lo habéis hecho, como también vuestros príncipes». El considerable interés de esta frase procede de que reclama una vez más nuestra atención sobre las dos categorías de poderes, la multitud y los príncipes, ambos igualmente inconscientes. Rechaza implícitamente la idea falsamente cristiana que convierte la Pasión en un acontecimiento único en su dimensión maléfica cuando solo lo es en su dimensión reveladora. Adoptar la primera idea significa seguir fetichizando la violencia, recaer en una variante de paganismo mitológico. (Girard, 1986, pp. 148-149).

Aceptando la hipótesis de Girard, de alguna manera el personaje del idiota toma, en Los mansos, una dimensión de chivo expiatorio y, por tanto, en su papel revela la maldad latente en las relaciones que se establecen entre los personajes y, por proyección, aquello que, acaso inconscientemente, es permitido en el grupo como parte del mismo. No hay una victimización del enfermo, del «idiota», del epiléptico y, por lo tanto, tampoco hay una suerte de culpabilidad propia que justifica lo que de él se diga o lo que contra él se haga. En su mostrarse, en su no poder ocultar su «mal», puesto que este deviene sin que su voluntad medie, asistimos a lo que podríamos llamar aletheia sin limitaciones de unos cimientos seculares sobre los que seguimos construyendo nuestro mundo. Y es aquí donde querríamos añadir la lectura que Susan Sontag hace de «la enfermedad y sus metáforas» en su ensayo del mismo título.

Sontag comparará el modo en que la percepción social trata ciertas enfermedades y cómo esta mirada hacia unas u otras clasifica a quien las padece. Elige dos por su papel metafórico en épocas paradigmáticas, la tuberculosis y el cáncer, y en nuestro artículo tomaremos los referentes que definen, en tal plano, ambas. A lo largo del ensayo de Susan Sontag, encontraremos los senderos para elevarnos y alcanzar otras dimensiones que también atañen a la salud mental. Mientras que la tuberculosis, sobre todo en el Romanticismo, casi define un tipo social que podríamos llamar «positivo», el cáncer es lo no dicho, lo que no se nombra, lo que «se ataca» con un cúmulo de palabras extraídas de la guerra. Veremos que también el exilio tiene mucho de esto. La tuberculosis llegó a asociarse con la creatividad, con la felicidad, con una vida plena en la belleza, llegó a concebir una palabra definitoria del espíritu romántico: lo interesante. El cáncer, por el contrario, se atribuye a un carácter reservado, a la frustración de una vida, a la negación de eros frente a thanatos, como parecen proponer ciertas teorías psicológicas que han llegado a tener gran predicamento en el imaginario colectivo. En ambos casos, orbita una actitud pública en relación a cómo se considera la enfermedad y los enfermos que, de nuevo, nos lleva a requerir su aislamiento, su expulsión del grupo, su «castigo» entendido como consecuencia de una acción propia. Volvemos, entonces, a la simbología de la epilepsia y a la del idiota, enmarcándolas, en Los mansos, dentro de una contextualización social y política que tapa y esconde una violencia estructural mientras que desautoriza la voz de quien la denuncia, no siempre con intención, a partir de una personalidad propia convertida en metáfora.

Asociar «lo interesante» con el nihilismo y el agotamiento de una cultura nos llevará a analizar el exilio como expulsión, incluso, del valor en el concepto. Escribe Susan Sontag:

El tratamiento romántico de la muerte afirma que la gente se singulariza y gana interés gracias a sus enfermedades. «Estoy pálido», decía Byron mirándose en el espejo. «Me gustaría morir de consunción». ¿Por qué? le preguntaba su amigo tuberculoso Tom Moore, que le visitaba en Patras en febrero de 1828. «Porque todas las damas dirían: “Mirad al pobre Byron, qué interesante parece al morir”». Quizás el legado más importante hecho por los románticos a nuestra sensibilidad no sea la estética de la crueldad ni la belleza de lo mórbido […], ni siquiera la demanda de una libertad personal ilimitada, sino la idea nihilista y sentimental de «lo interesante». (Sontag, 1989, p. 49).
Y más adelante:
Tanto el mito de la tuberculosis como hoy el del cáncer, sostienen que uno es responsable de su propia enfermedad. Pero la imaginería del cáncer es mucho más punitiva. No hay dudas de que, siguiendo los criterios románticos sobre el carácter y la enfermedad, estar enfermo por exceso de pasión no deja de tener su encanto. En cambio es más bien vergüenza que se tiene de una enfermedad atribuida a la represión emotiva —este es el oprobio que resuena en las teorías de Groddeck, Reich y sus muchos seguidores—. Atribuir el cáncer a una falta de expresividad equivale a condenar al paciente: muestra de piedad que al mismo tiempo es manifestación de desprecio. (Sontag, 1989, p. 74).

Traduzcamos estas dos actitudes en relación con la enfermedad devenida metáfora en Los mansos: expresión creativa «interesante» o consecuencia de la frustración que siempre, por definición, lleva en sí lo oculto y reprimido. Elegir el personaje que da nombre alienante a la obra de Dostoievski, partir de la mirada de un idiota, permite desvelar con «inocencia», con una bondad sin juicio, con una suerte de limpieza moral. Y si en un primer momento «el idiota» puede resultar entrañable para quienes lo sienten cerca, ese desvelamiento de sus palabras y ese hablar siempre desde el límite «de la enfermedad» se convierten en dedo acusador que no enjuicia porque no tiene, en el grupo, capacidad de hacerlo, pero a la vez la palabra por él proferida «desnuda la verdad». Esa verdad desnuda va mostrándose en el propio desarrollo de la relación de pareja, en el camino desorbitado de una conversación que se convierte en acusatoria y en el cuadro de Holbein, donde no hay metáfora posible para presentar la humana muerte en todos los sentidos que podamos abordarla. También, por supuesto, en lo relativo a la muerte social. Y es en este punto, que ha dejado de ser «interesante» para convertirse en «peligroso», donde el enfermo se transforma en chivo expiatorio al que se despoja de todo valor y de toda valía. Pero no podemos olvidar que el hecho está aconteciendo en el teatro.

No se trata, pues, en el teatro de hacer saber, de dar a conocer nada, de fijar simplemente en la memoria hechos que merecen ser indelebles; se trata ante todo de revivir, de hacer resucitar algo que ya pasó, mas que de algún modo ha de seguir pasando, y no solo para que se sepa y no se olvide, sino para que sea vivido. Decir vivido es decir padecido, sufrido, reído o llorado, compadecido o alabado o todo junto, tal como en la vida sucede. (Zambrano, 2009, p. 131).

3.2. Acercamiento filosófico al exilio: María Zambrano

Tomando el hilo de las palabras citadas de María Zambrano, vamos a continuar esta aproximación al texto de Alejandro Tantanian planteando que esa enfermedad puede ser analizada como una de las vestimentas posibles de la «gran enfermedad» del siglo XX: el exilio.

Director e intérpretes comentan la lectura de Los mansos. (Foto: Abel González Melo).

Director e intérpretes comentan la lectura de Los mansos. (Foto: Abel González Melo).

Tan presente en Los mansos, en cuanto a ser texto autoficcional, el exilio se aborda como la exigencia histórica que, de un modo recurrente, expulsa a una parte de sus habitantes. Y si es cierto que, como señala Susan Sontag, la enfermedad ha llegado a ser metáfora en detrimento del individuo que la padece, nos valemos del término para mostrar cómo esta herida que lacera el cuerpo social puede contemplarse, hasta la conmoción «enfermiza», en ese Cristo de Holbein que también trae a colación Alejandro Tantanian como uno de los puntales de su trabajo. Cuerpo que se muestra, el del exiliado, y que tras una primera reacción compasiva se convierte en molesto para el grupo que quiere olvidar y reescribir un destino. María Zambrano es quien, posiblemente, con una mayor profundidad y precisión ha tratado el tema a partir, también, de su propia experiencia de exiliada. Cuando «abandone» tal condición y vuelva a España tras décadas de ausencia, llegará a declarar que ama su exilio porque la persona que se ha visto obligada al exilio acabará no reconociendo otra patria más que este. El exilio no se busca, no se acepta: llega como la enfermedad, como la ausencia de consciencia, como ese arrobamiento metafísico que podemos atisbar en Los mansos de ser arrastrado que nos llevará con él, como ocurre con algunos momentos de tensión dramática en la obra, y que requerirá la complicidad «coral», tanto del público presente en su silencio como la de quienes tomen en sus manos el texto y lo encarnen en un viaje propio que lo mantenga vivo. María Zambrano escribe:

No hay que arrastrar el pasado, ni el ahora; el día que acaba de pasar hay que llevarlo hacia arriba, juntarlo con todos los demás, sostenerlo. Hay que subir siempre. Eso es el destierro, una cuesta, aunque sea en el desierto. Esa cuesta que sube siempre y por ancho que sea el espacio a la vista, es siempre estrecha. Y hay que mirar, claro, a todas partes, atender a todo como un centinela en el último confín de la tierra conocida. Pero hay que tener el corazón en lo alto, hay que izarlo para que no se hunda, para que no se os vaya. Y para no ir uno, uno mismo haciéndose pedazos. No hay que arrastrar el pasado, ni tampoco olvidarlo. […] Es una contradicción, qué le voy a hacer; amo mi exilio, será porque no lo busqué, porque no fui persiguiéndolo. No, lo acepté; y cuando se acepta algo de corazón, porque sí, cuesta mucho trabajo renunciar a ello.
[…] En mi exilio, como en todos los exilios de verdad, hay algo sacro, algo inefable, el tiempo y las circunstancias en que me ha tocado vivir y a lo que no puedo renunciar. Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero, sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la obra del amanecer, trágica y de aurora, en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir. (Zambrano, 2009, pp. 65 y 57).

En la simbólica penumbra del teatro, es posible vivenciar la experiencia del exilio, esa que, señaló tantas veces María Zambrano, roba no solo el espacio al exiliado, sino también el tiempo. Vivirá en un perpetuo recuerdo para no olvidar aquello que le fue hurtado y, a la vez, en la esperanza de su recuperación, aun sabiendo que el tiempo instante en el que se vivía no puede volver jamás. Si regresa al lugar del que fue expulsado, lo que encuentre ya no será lo mismo, de manera que se convertirá en una sombra con apariencia de presencia que resulta inquietante para la comunidad en cuanto la persona exiliada está ahí para mostrarse. Semejante a un perpetuo señalar las razones que lo expulsaron, ese infernal no olvido que el exiliado exige acaba siendo insoportable para quienes no pueden zafarse de su presencia. Comienza, entonces, la metamorfosis que pasa de la acogida y la compasión a convertirlo en subterfugio devenido chivo expiatorio al que se atribuirán los males de la comunidad.

¿Cómo tratar, pues, la enfermedad y sus metáforas y el exilio en una posible puesta en escena de Los mansos? En la propuesta que analizamos, no evitando la luz que arroja el hecho de que el director, Abel González Melo, y una parte de los intérpretes también han vivido y viven la «enfermiza experiencia del exilio», excrecencia de todo totalitarismo que camuflará sus síntomas lesivos atribuyéndoles la «enfermedad» a los otros.

3.3. Los mansos: presencia del silencio, límites del lenguaje

Para concluir este apartado, resignificamos la importancia de las imágenes, de la mostración, del gesto, del silencio presente que traspasa el cuerpo lingüístico, sus fronteras, y activa el desprendimiento de cadenas enquistadas en nuestra propia biografía, siempre individual, propiciando el duelo y la sanación colectiva, es decir, la catarsis que permita un «tiempo de nacimiento», valiéndonos de la terminología de María Zambrano, tan cargada de imágenes que abolen los límites del lenguaje.

Hay que vivir como sea, de cualquier modo, con tal de que se esté de acuerdo con el tiempo […]. Eso sí, habría que evitar el eterno retorno, que el tiempo no gire o ruede sobre sí mismo, sino que o nos deje vivir o nos deje morir. O nos obligue a resucitar, pero de otra manera, en otra dimensión, en otra vida, que nos permita eso que aparece en tanta excelsa literatura, la de Dostoievski, cuando algunos miserables, de los que ya no puede más, de repente, sin que nada cambie, sin que les llegue un cheque por correo, ni un nombramiento de un ministerio, aparecen salvados. Aparecen salvados y lo dice solo una palabra: «Amanecía». Con ese amanecía, traducido a tantas lenguas, tan lejos del sonido, que es la carne de la palabra o su envoltura al menos, expresa y consigue que esos miserables amanezcan. Entonces, el tiempo será el tiempo mejor, el que amanece cada día, el que amanece en cualquier momento, el que nace, el tiempo naciente, el que nos puede perdonar y abrazar al instante. El tiempo que nos permita seguir ocupando un lugar en el tiempo, si es que no nos lo quita para dárselo a alguien que lo necesite. ¿Pero el tiempo necesita tiempo? (Zambrano, 2009, p. 138).

Con esa pregunta sin responder podría dar comienzo la re-presentación de Los mansos.

Conclusiones

El viaje creativo de Alejandro Tantanian se convierte en una invitación a pensar en torno al siglo XX y sus consecuencias en el siglo XXI, trabado de conflictos externos que recogen un malestar inserto en la propia conciencia de sus habitantes. Tomar la obra de Dostoievski permite al director argentino unir los hilos que separan la biografía personal y la ficción, de manera que la vivencia creativa primera, representada por Dostoievski, cobra una nueva significación cuando Tantanian la visita. Al mismo tiempo, permite que la experiencia de lo común propiciada por el teatro sea recogida y prolongada por otras propuestas escénicas que ejercen, de algún modo, de testigos de una época y de acontecimientos que la trascienden, destilando esencias universales que la humanidad ha padecido y padece de una manera global. De todas esas vivencias, el exilio se convierte en siniestro fundamento del relato del siglo XX y sus secuelas tan vivas en el XXI; fundamento devenido, simbólicamente hablando, enfermedad política. La autoficción como estilo y metodología, por tanto, requiere la asunción de una complicidad entre biografía y ficción, intimidad y público. Y en tal sentido, también puede considerarse acicate para pensar en común el presente y el porvenir, sin renunciar al juego de espejos que todo hecho escénico requiere.

Fuentes y bibliografía

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Tantanian, Alejandro (2022, 8 de enero): Los mansos. Un espectáculo de Alejandro Tantanian sobre motivos de El idiota de Fedor Dostoievski. Estreno en Buenos Aires, en el Camarín de las Musas el 7 de agosto de 2005; despedida definitiva el 6 de julio de 2007, http://losmansos.blogspot.com/

Zambrano, María (2009): Las palabras del regreso , edición de Mercedes Gómez Blesa . Cátedra.


1 Frase que reivindica la condición literaria del teatro y eslogan utilizado para la XVIII edición del Salón Internacional del Libro Teatral, que se celebra cada año en Madrid.

2 También conocida como El gnomo, ambas posibles traducciones de Der Zwerg.

3 Nombre para referirse a una breve canción lírica compuesta por un poema musicalizado para voz y piano principalmente. Esta tendencia, nacida en el clasicismo y con fulgores en el Romanticismo, tiene una enorme evolución durante el siglo XX.

4 Composición musical sobre textos profanos para tres o seis voces. Tuvo gran auge en el Romanticismo.

5 Término acuñado por Serge Doubrovsky en 1977 para referirse al género literario que se define por la asociación de elementos autobiográficos y elementos ficcionales.

6 Término extraído de la mitología griega para referirse a la moderación, la discreción y el autocontrol.

TSN nº12, julio-diciembre 2022. ISSN: 2530-8521