A comienzos de la década pasada, el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife organizó una serie de celebraciones para conmemorar la culminación de los trabajos de restauración de la lápida de Antonio de Benavides en la iglesia de Nuestra Señora de la Concepción, la parroquia matriz y templo más antiguo de la isla (Arnay de la Rosa et al., 2010). El teniente general de los reales ejércitos Antonio de Benavides Bazán y Molina, oriundo de La Matanza de Acentejo, en la misma isla, no es necesariamente una figura histórica inmediatamente reconocida, pero en Tenerife goza de cierta fama: hay por los menos dos calles que llevan su nombre —en Santa Cruz y en La Matanza— e incluso hay una novela reciente inspirada en su vida (Villanueva Jiménez, 2014). En el caso de Benavides, este estatus de «celebridad local» tampoco es algo nuevo. Su muerte tuvo lugar el 9 de enero de 1762 y para finales del siglo ya se había convertido en una especie de héroe tinerfeño celebrado como modelo del militar isleño, cuya lealtad, abnegación y caridad —sin olvidar su extensa experiencia americana— constituían una suerte de espejo de los logros y contribuciones de los habitantes del archipiélago a la monarquía hispánica. Desde un principio, esta imagen de Benavides estuvo construida sobre una combinación de datos biográficos, elementos de autorrepresentación y varios sucesos enteramente apócrifos. Dicha imagen no solo ha llegado hasta nuestros días, sino que a menudo se ve reproducida en textos conmemorativos y fuentes divulgativas (Abad Ripoll, 2012; BioPic Channel, 2018; «Antonio Benavides Bazán y Molina», 2021).
El propósito de este artículo no es enmendar la plana a los autores que desde Viera y Clavijo (1776) y Cólogan Fallon (1857) han contribuido a la construcción y consolidación de esta imagen. Más allá de señalar ciertos episodios que se repiten a menudo en la biografía de Benavides y que carecen de sustento documental, el presente texto se plantea dos objetivos principales. Por un lado, ofrece una primera interpretación a la imagen propia que Benavides construyó a lo largo de su vida e intenta entender en qué medida este ejercicio de autorrepresentación contribuyó a la creación de la imagen del héroe canario. Por otro, sugiere que una interpretación más crítica de la biografía de Benavides, que preste atención a los silencios que tanto sus biógrafos como él mismo construyeron, nos revela a un individuo que constituye un arquetipo del agente de la monarquía borbónica: un sujeto profundamente atlántico, con las tensiones y ambigüedades que eso implicaba. Su vida nos recuerda que el mundo hispano de la primera mitad del siglo XVIII no se puede entender sin tener en cuenta las tensiones políticas y militares con otras potencias europeas, la problemática relación de España con la esclavitud y las poblaciones indígenas, y la movilidad escalonada de una multitud de individuos cuyas vidas se desarrollaron en múltiples espacios imperiales vinculados unos con otros desde el norte de Europa hasta las Américas, pasando por Italia (Eissa-Barroso, 2013), la península ibérica y, desde luego, las islas Canarias.
En marzo de 1795, la Sociedad Económica de Amigos del País de Tenerife anunció que ofrecía un premio de una onza de oro a quien escribiera el mejor esbozo biográfico de Benavides. Un año más tarde, se declaró ganador a Bernardo Cólogan Fallon, un joven de veinticuatro años descendiente de inmigrantes irlandeses que se habían enriquecido mediante el fructífero comercio vinícola canario (Guimerá Peraza, 1979). Aunque Cólogan no fue el primer canario que dedicó algunas líneas a Benavides —un par de décadas antes Viera y Clavijo (1776) había narrado, al menos, un par de pasajes de su vida y, ya al tiempo de su muerte, Guerra y Peña le había brindado un brevísimo esbozo biográfico en sus memorias (Guerra y Peña, 1955)—, sí fue el primero en escribir una biografía —o «Elógio», que fue como lo tituló— del soldado tinerfeño. Aunque es fácil deducir algunas de las fuentes en las que se basó Cólogan, el origen de muchas de sus aseveraciones nos es desconocido. Su texto repite algunas de las anécdotas apócrifas a las que habían aludido Guerra y Viera, en ocasiones expandiéndolas, y añade otras. Lo cierto es que este texto, que permaneció manuscrito hasta mediados del siglo XIX, sirvió de fuente a autores posteriores (por ejemplo, Millares, 1878; Abad Ripoll, 2012) y que su versión de la vida de Benavides ha tenido un eco extenso.
El texto de Cólogan (1857) celebra a un hombre más destacado por sus cualidades morales que por sus logros y habilidades militares, y lo presenta como «testimonio de admiración a la virtud» más que «al valor, a los talentos [o] al ardid». Esto podría resultar sorprendente, dado que se trata de la biografía de un militar encumbrado con una larga carrera político-administrativa; pero, como veremos más adelante, hay una buena razón para ello. En cualquier caso, el principal mérito de Benavides, lo que a ojos de su biógrafo lo convertía en un modelo a imitar, era «su caridad sin límites, su notable beneficencia hacia los desvalidos», un rasgo que, nos dice Cólogan, se había ido desarrollando desde su infancia. Benavides había «nacido […] en el campo […], donde la virtud habita con menos obstáculos que en los grandes pueblos». Una centuria después, otro de los biógrafos canarios de Benavides agregaría, sin fundamento, que había nacido en una familia «de honrados labradores, que poseían una pequeña pero decorosa subsistencia», la cual lo había educado con «buenos ejemplos, austeras costumbres, piedad ejemplar […] y honradez acrisolada» (Millares, 1878, p. 121).
Pero lo que determinó el rumbo de la carrera de Benavides fue «un feliz encuentro, un instante favorable» cuando un reclutador del regimiento de La Habana que recorría las islas Canarias en busca de soldados descubrió su «despejo y viveza», «afabilidad» y «luz natural» y convenció al padre de que le permitiera embarcarse para Cuba como cadete. En el Caribe «solo su trabajo, su aplicación y talentos», sin la intervención de ningún patrocinio o protección, le granjearon varios ascensos hasta llegar al grado de teniente cuando, al inicio de la guerra de sucesión española (1702-1713), se trasladó junto con su regimiento a España (Cólogan Fallon, 1857). Cuando llega a Madrid, nos dice Cólogan, las virtudes de Benavides, particularmente la ausencia de esa «ambición desmedida» que «es hija de un excesivo amor propio», hicieron que llamara la atención del rey Felipe V, quien «lo llegó a tratar y estimar». Aunque, al parecer, no sería en la corte, sino en el campo de batalla, donde Benavides se ganaría la gratitud eterna del monarca.
Durante una de las batallas de dicha contienda, nos cuenta Cólogan sin especificar exactamente cuál, «viendo que el rey se arriesgaba con demasiada bizarría» al liderar sus tropas en persona montado en un vistoso caballo que el enemigo podía reconocer fácilmente, Benavides convenció a Felipe V de cambiarle la montura para proteger su vida. Nada más intercambiar sus corceles y separarse, Benavides fue herido en la cabeza por una granada y quedó tirado en el campo de batalla. Cuando Felipe V supo que el canario se encontraba moribundo, mandó que sus propios médicos lo atendieran y lo ascendió al grado de coronel en el mismo catre donde le estaban curando las heridas (Cólogan Fallon, 1857). Según Cólogan, como reconocimiento por haberle salvado la vida, Felipe V se refirió a Benavides «siempre después con el honroso y dulce epíteto de padre», lo que ya aparecía en Viera y Clavijo (1776, t. III, p. 375), pero sin una clara explicación de la causa. Sin embargo, la cercanía entre el soberano y el soldado canario despertó los celos y envidias de los nobles y cortesanos, lo que obligó a Benavides a pedir licencia al rey para dejar el servicio activo y retirarse a Tenerife a acabar de recuperar su salud (Cólogan Fallon, 1857).
Benavides estaba aún en Tenerife cuando el monarca decidió recompensarlo nombrándolo gobernador de la Florida, donde se necesitaba «un hombre de pro, […] un guerrero animoso que reuniese el valor, la prudencia y el talento». En dicho gobierno, Benavides destacaría por sus victorias contra los ingleses y por castigar a los ministros y oficiales «que, olvidando sus deberes, solo pensaban en su propio engrandecimiento». Pero, sobre todo, Benavides había adquirido el mayor mérito por conseguir, «con solo su afabilidad» y hablándoles de «las ventajas que les resultarían de la restitución amigable», que «las naciones de indios» que habían capturado el fuerte de San Marcos de Apalache se convirtieran en súbditos de España, estableciendo una «paz duradera» en la que la provincia volvió a florecer. Por estos servicios, Benavides había sido prorrogado en el gobierno de la Florida dos veces y había sido ascendido al grado de brigadier y luego al de mariscal de campo (Cólogan Fallon, 1857).
De San Agustín, pese a las súplicas de los habitantes, que le insistían en que se quedase con ellos, Benavides fue promovido al gobierno de Veracruz, donde continuó con su «honroso proceder» y dio las mayores muestras de su caridad. A tal punto llegaría su fama de honrado oficial que el rey supuestamente le permitió librar en las cajas reales cuantos caudales necesitara «sin que se le pidiesen cuentas del destino» (Cólogan Fallon, 1857). Aunque Benavides habría pedido en repetidas ocasiones que se le permitiera retirarse a la vida privada, el rey optó por ascenderlo de nuevo y lo nombró gobernador de la provincia de Yucatán con el grado de teniente general. Ahí continuó haciendo gala de su caridad y amor por los desamparados a tal grado que, cuando por fin se le permitió regresar a España, «la muchedumbre de indios agraciados por sus larguras lo rodean, lloran su separación, le piden no los desampare». Cuando el navío en que había de hacer el viaje levó anclas, intentaron seguirlo «pereciendo a centenares por su ignorancia en el peligro» de arrojarse al mar (Cólogan Fallon, 1857).
Tales fueron la probidad y caridad de Benavides, nos decía ya Viera y Clavijo (1776, t. III, p. 375), que «volvió pobre de sus gobiernos de la América». Su pobreza era tal que para presentarse ante el rey tuvo que aceptar que el marqués de la Ensenada le prestara un uniforme completo, pues el suyo estaba en un estado impresentable. Ya retirado en Santa Cruz de Tenerife, Benavides continuaría dando pruebas de su incansable caridad, gastaba su sueldo en reedificar el Hospital de los Desamparados, donde habitaba, y hacía generosas donaciones al convento de Recoletas de Santa Rosa de la Puebla de los Ángeles (Cólogan Fallon, 1857). De acuerdo con Viera y Clavijo (1776, t. IV, p. 194), Benavides se preocupaba tan poco de su propio estado que el obispo de Tenerife le regaló una capa que acababa de recibir de Madrid al ver lo «muy poco decente» que era la que él traía. Cuando murió, a los ochenta y tres años, todos los habitantes de la isla, «ricos y pobres, grandes y pequeños», lloraron el fin de «varón de tanta virtud cuanta cabe por arte y naturaleza en la condición humana» (Cólogan Fallon, 1857).
Como sugerí antes, esta versión de la biografía de Benavides incluye varios sucesos que no encuentran respaldo en la documentación que sobrevive en los archivos de la monarquía hispánica o son abiertamente contradichos por las fuentes. Por ejemplo, Ana Rosa Pérez Álvarez (2010, p. 31 y passim) ha demostrado convincentemente que Benavides no nació en una familia de humildes labradores, sino en una de acomodados terratenientes con importante presencia en las instituciones administrativas, militares y religiosas del archipiélago. Sabemos, asimismo, que Benavides no salió de Tenerife para servir en Cuba como cadete, sino que, a los catorce años, partió de Tenerife con el grado de alférez para servir en Flandes (Benavides, ca. 1761, f. 35; Benavides, ca. 1714). Once años después, habiendo recibido un solo ascenso, fue herido en la cabeza durante la batalla de Ekeren, una de las primeras de la guerra de sucesión, pero en ella no participó Felipe V, que se encontraba entonces en Italia (Benavides, ca. 1714). Aunque Benavides participó después en varias batallas en la península ibérica en las que sí estuvo presente el rey, no resultó herido en ninguna de ellas ni existe registro alguno de que hubiera salvado la vida al monarca.
Al terminar la guerra, efectivamente, solicitó licencia para trasladarse a Tenerife, pero lo hizo tras haber sido reformado de su plaza en las guardias de corps mientras sufría de una lesión —probablemente una fístula anal, de las que padeció buena parte de su vida (Rey, 1727)— que le impedía montar a caballo y tras haber fracasado en su intento de ser nombrado gobernador de Portobelo (el rey, 1714). No hay registro alguno de que se le permitiera librar en las cajas reales de ninguna de las provincias que gobernó sin rendir cuentas ni mucho menos de que los habitantes de Yucatán se ahogaran tratando de no separarse de él. Tampoco hay ningún indicio de que necesitara que Ensenada le prestara un uniforme para presentarse ante Fernando VI. De lo que sí hablan en abundancia las fuentes, o quizá sería mejor decir ciertas fuentes, es de su presunta pobreza, extrema honradez e incansable caridad. Sin embargo, como veremos a continuación, esta imagen fue construida, por lo menos en parte, por Benavides mismo y le acompañó durante largos años, particularmente el último tercio de su vida.
Benavides había comenzado a construirse una imagen de leal vasallo merecedor de la gracia real desde, por lo menos, la década de 1710. Esto en sí mismo no es sorprendente, pues era indispensable si se quería acceder a la gracia real en la sociedad del Antiguo Régimen. En el contexto de la desmovilización masiva que se dio en los años inmediatamente posteriores al fin de la guerra de sucesión, Benavides perdió su plaza activa en las Reales Guardias de Corps, quizá en parte a causa de su mala salud. El canario había pertenecido a este cuerpo de élite que se encargaba de la protección personal del monarca y de la seguridad en el interior de los palacios reales (Andújar Castillo, 2000) desde su fundación. Entre 1703 y 1714, fue ascendido cuatro veces, llegando a alcanzar el rango de exempto, equivalente al de coronel en el ejército regular (Benavides, ca. 1714). Pero con la reforma de su plaza Benavides se veía ante la disyuntiva de permanecer en la corte con solo media paga o buscar otro acomodo que le permitiera continuar su carrera. Intentó lo segundo presentando un memorial en el que solicitaba ser nombrado gobernador (técnicamente, teniente general) de Portobelo, en Panamá (Benavides, ca. 1714; el rey, 1714). En su solicitud, Benavides (ca. 1714) destacaba sus años de servicio, la herida recibida en Flandes, su indisposición para el servicio activo y la pobreza en la que se encontraba su familia a raíz de la guerra de sucesión. Su padre, como muchos canarios acomodados, había invertido en el comercio de vino con Inglaterra. Cuando este se vio interrumpido por la guerra y más aún cuando Felipe V ordenó la confiscación de todos los bienes de los ingleses, el padre de Benavides no pudo cobrar varias deudas y sufrió «grande menoscabo […] en su caudal y hacienda». El hijo intentaría aprovecharse de esta situación para tratar de granjearse el favor real, alegando que el padre había quedado en «total ruina […] sin medios para mantener a su dilatada familia» (Benavides, ca. 1714); lo que era claramente una exageración.
Si bien, en este memorial, Benavides no hablaba ni de su probidad ni de su caridad, sí enfatizaba ya el que devendría en uno de los tres elementos centrales de la imagen que se iría construyendo con el paso de los años para distinguirse de otros oficiales militares de alta graduación que pasaron a ocupar puestos de gobierno en distintas partes del Imperio, el cual fue recogido por sus primeros biógrafos: su pobreza. Benavides insistiría en su falta de recursos varias veces durante su gobierno en la Florida, tanto en correspondencia con la corona como con su antiguo comandante en las guardias reales, el conde de Salazar, que para entonces servía como sumiller de corps del príncipe de Asturias. En una carta dirigida a este último, fechada el 15 de octubre de 1728, cuando Benavides llevaba ya más de diez años en el gobierno de la Florida, el canario agrega una adenda de su puño y letra en la que explica que, aunque su inclinación sería a retirarse del «laberinto del gobierno de la vida humana», no lo podía hacer porque se encontraba endeudado en más de dos mil pesos, los cuales no podría pagar si no era mediante otro empleo en el real servicio (Benavides, 1728).
El segundo elemento de la imagen que Benavides se construiría a lo largo de su carrera como militar y administrador (la probidad) comenzó a esbozarse al poco tiempo de su llegada a la Florida y se continuaría desarrollando en una serie de cartas dirigidas al rey y los secretarios de Indias. Así, en una carta dirigida al rey al año de haber llegado a San Agustín, Benavides acusaba a sus antecesores en el gobierno de haber tolerado el comercio ilícito con los ingleses a cambio de sobornos o parte de las ganancias e informaba de que él se había negado a continuar con esa práctica y se había esforzado en castigar a los culpables (Benavides, 1719). Más tarde, ya en Veracruz, Benavides insistía en una carta a José Patiño (1735) en que, aunque sus antecesores habían complementado sus salarios con distintos «gajes o emolumentos que antes hacían útil aquel gobierno», él no había podido hacer lo mismo. Esto no se debía a que las oportunidades hubieran desa- parecido, sino a que no las encontraba «tan tranquilas a su conciencia y honor, como quisiera». Por tanto, se veía precisado a vivir solo de su sueldo y «las muy pocas permitidas gratificaciones que por algún conocimiento son anexas al empleo» antes que a «manchar» su reputación «con el borrón de un ilícito interés». Desde Campeche insistiría en el mismo punto, señalando que sus antecesores solo habían aceptado el gobierno de Yucatán para «utilizar sus conveniencias, las que les facilitan mucho congeniarse con este país, y los lucros que sin justo título se han practicado muchos años ha», agregando que «de este relacionamiento repugnante a mi genio […] ha nacido una sensible pena, que me tiene en un continuo martirio» (Benavides, 1744).
Hasta entonces, la imagen de Benavides como un oficial honrado que velaba solo por el real servicio, sin atender a sus intereses, y que, por esa razón, vivía en constante pobreza había sido expresada casi exclusivamente por él mismo. Aunque no por eso dejó de surtir efecto: al tiempo de su segunda prórroga en el gobierno de la Florida, Benavides recibió un aumento significativo en su salario (el rey, 1729); poco después de llegar a Veracruz, recibiría también una ayuda de costa que simultáneamente serviría para cubrir el dinero que había pagado a cuenta de la media anata de su nuevo cargo y para proveerlo con un pequeño incremento salarial (el rey, 1735). En ambas instancias, la corona había mencionado explícitamente que dichas concesiones se hacían en reconocimiento a su lealtad, abnegación al servicio y pobreza, y lo mismo haría en 1743 al ordenar que se le duplicara el salario que tradicionalmente habían cobrado los gobernadores de Yucatán (el rey, 1743).
Pero entre los últimos años que pasó Benavides en Veracruz y el tiempo de su gobierno en Yucatán la imagen que se venía construyendo el canario dio dos pasos más. Primero, la díada pobreza y probidad se vio convertida en una tríada al agregarse la caridad a su lista de virtudes. Visto desde una perspectiva quizá un poco cínica, esto tenía lógica si se buscaba mantener la imagen de pobreza pese a haber gozado de una serie de ascensos, promociones e incrementos salariales. Como él mismo sugeriría en un memorial al rey, «en el concepto de los que no me conocen, y saben la distribución de mi sueldo», podría resultar «dificultoso de creer el que, después de veintiún años de estar gobernando en Indias con los sueldos que vuestra majestad se ha servido señalarme y las inteligencias que pueden tener los gobiernos de aquellas partes, […] no haya ahorrado alguna parte para retirarme del servicio» (Benavides, 1740). Al final de la guerra de sucesión, Benavides había argumentado que necesitaba ser nombrado a un cargo por los daños que la guerra había causado a la economía de su familia en Tenerife. Una vez en Florida, eran las deudas adquiridas por los costos de su transporte desde las Canarias las que justificaban su necesidad. Durante los primeros años en Veracruz, serían la elevada media anata y los gastos del viaje desde San Agustín hasta Ciudad de México, donde tenía que jurar el cargo, y de regreso a la costa lo que lo mantenía endeudado. Un lustro después, serían los grandes gastos que hacía en beneficio de huérfanos y viudas los que lo obligarían a solicitar un nuevo ascenso o que, si se le permitía retirarse del gobierno, se le asignara una anualidad con la cual mantenerse desde el día mismo en que cesara en el cargo (Benavides, 1740). De hecho, en el memorial citado arriba, Benavides alegaba que su extensa labor caritativa venía desarrollándose desde los años que había pasado en Florida, donde «e[ra] constante a todo aquel presidio [el] haber convertido mi sueldo en la asistencia de los indios y pobres», lo que decía, «en caso necesario, […] har[ía] constar con instrumento justificativo» (Benavides, 1740). Años después, desde Mérida, insistiría en el mismo punto y pediría que se le devolviera lo que había pagado de media anata por el cargo de gobernador de Yucatán, que sus antecesores no solían pagar, y que «resultaría en beneficio de los pobres a quienes destino todo lo que me queda de mis indispensables gastos, pues los más mueren de necesidad por la miseria del país» (Benavides, 1748a).
Al mismo tiempo que esta retórica del Benavides caritativo se unía a la del Benavides pobre y honrado, la imagen autoconstruida del canario sufrió otra importante transformación: comenzó a convertirse en una imagen pública que ya no solo era reproducida por él, sino también por quienes lo rodeaban. Ya en Florida, los oficiales militares del presidio y el capítulo provincial de San Francisco habían escrito a la corona celebrando la conducta del gobernador —probablemente a instancias de Benavides mismo (los capitanes et al., 1720; Pulido et al., 1729)—. Desde Yucatán, algunas autoridades y figuras distinguidas siguieron escribiendo a la corona de forma más o menos espontánea. Los ministros del juzgado de naturales, por ejemplo, certificaron, a petición explícita de Benavides:
El gran desinterés con que su excelencia ha procedido en todo el tiempo que hasta aquí ha gobernado […] sin algún estipendio, derecho o regalía que antes han acostumbrado llevar los demás señores gobernadores sus antecesores; de tal manera que ni aun los emolumentos lícitos de firmas y otros ha querido recibir y mucho menos por las causas y cosas de los indios en el diario e incesante despacho de ellos […] pues además de remitir a dichos indios el derecho de las firmas, muchas veces, compadecido de ellos, les da con que restituirse a sus pueblos o para mantenerse en la ciudad mientras son despachados, a que se agrega el haber pagado de su bolsa algunos débitos de indios miserables cuando son demandados por otros que igualmente sean pobres solo por conmiseración. (Pardio et al., 1749).
Sin embargo, lo más llamativo es que prácticamente todas las personas interrogadas sobre la conducta del gobernador durante la pesquisa secreta de su juicio de residencia —ya fuera en Mérida, Valladolid o Campeche— reprodujeron esta imagen de Benavides como un ministro extremadamente honrado, excesivamente caritativo y, por lo mismo, pobre.
Así, por ejemplo, el capitán Fausto Antonio Cícero (1750), vecino de Campeche, testificó que Benavides:
Fiel y legalmente administr[ó] justicia a todos con igualdad sin afición, ni amistad de tal manera que en su buen modo dejaba a todos contentos sin interesarse en cosa alguna pues hasta los dos reales de firma que está en costumbre pagarse jamás los recibió; y a las viudas, huérfanos y pobres los amparo y administró justicia y frecuentemente les estaba dando limosna y a todos los que parecieron en este tribunal los recibió con mucho amor y calidad como es público y notorio.
Además, agregó que Benavides no había tenido ningún «aprovechamiento, pues antes todo cuanto de justicia le pertenecía lo repartía a los pobres» (Cícero, 1750). De igual forma, otro vecino de Campeche, el capitán José Sebastián de Aguilar (1750), describía a Benavides como «desinteresado, justiciero, piadoso, virtuoso, caritativo». Otro testigo, el teniente José Julián Martínez (1750), aseguraba que Benavides no había «hecho repartimiento [de patíes o de cera] a los indios, ni por sí ni por interpósitas personas, antes bien procuró en todo su gobierno no tuviesen ni padeciesen ninguna vejación ni agravio los expresados indios». El regidor perpetuo y alguacil mayor de Campeche, Juan José de Barrios (1750), declaró también que Benavides se preocupó particularmente por:
El alivio universal de todos los pobres a quienes incesantemente con grande afán, desvelo y cuidado socorrió sus públicas y secretas necesidades, de tal manera que de limosna daba tanto cuanto podía alcanzar y aún quizá mucho más, como se experimenta al presente que acabado su gobierno es notoriamente constante ha quedado dicho excelentísimo señor […] sumamente exhausto de bienes, y el común de los pobres, viudas y huérfanos tan crecidamente contristados de la precisa ausencia que inconsolablemente prorrumpen en lastimosos ecos [por] la pérdida de su benefacción.
Las mismas expresiones se repiten sin cesar entre los testigos de Mérida (por ejemplo, Vergara, 1750; Carrillo de Albornoz y Chacón, 1750; Domínguez de Carvajal, 1750) y Valladolid (entre otros: Peña, 1750; García Fajardo, 1750; Sierra y Castro, 1750), y en las declaraciones de los cabildos indígenas de la provincia (Pat et al., 1750; Balam et al., 1750; Cansul et al., 1750; Ciav, 1750; Mis, 1750).
Esta reputación acompañó a Benavides en su retiro en Tenerife y fue compartida por sus contemporáneos, como sugieren la entrada en el diario de Guerra y Peña (1955) el día de la muerte de Benavides y la inscripción en su lápida. No sorprende, entonces, que los pasajes sobre la vida de Benavides que Viera y Clavijo (1776) incluyó en sus Noticias… destacaran precisamente la pobreza, probidad y caridad de Benavides —sobre todo si tenemos en cuenta que Viera se basó, por lo menos en parte, en las anécdotas que Lope Antonio de la Guerra y Peña y su medio hermano, Fernando de la Guerra y del Hoyo-Solórzano, le contaron sobre el «teniente general» (Guimerá Peraza, 2012, passim, esp. pp. 270-271). Lo que quizá sorprende es el éxito con el que la imagen que Benavides construyó de sí mismo como un mecanismo para atraerse la gracia real haya continuado asociada a su persona décadas e incluso siglos después de su muerte.
Ahora bien, la pregunta obvia, que no es fácil de responder, es en qué medida esta imagen de Benavides se correspondía con su conducta en la realidad. De los tres elementos centrales que hemos destacado, la idea del militar convertido en gobernador sumido en la pobreza es quizá la menos convincente. Entre su regreso a España en 1751 y su muerte once años después, Benavides escribió dos testamentos distintos, lo que tendría poco sentido si no disponía de bienes que legar. Desafortunadamente, ninguno de los dos testamentos es particularmente ilustrativo en cuanto a la «fortuna» de Benavides. El primero simplemente nombra a uno de sus hermanos como heredero universal (Pérez Álvarez, 2010, pp. 83-85). El otro divide sus bienes entre los materiales —que heredarán una de sus hermanas y una prima, monjas clarisas— y sus méritos y papeles, que quedan para un sobrino bastante lejano (Pérez Álvarez, 2010, pp. 86-89). Sabemos, además, que a su regreso a las Canarias en 1752 Benavides poseía un esclavo, al que manumitiría algún tiempo antes de morir (Calderón Ordóñez et al., 2016, p. 4). También estuvo involucrado en un proyecto para crear una compañía comercial de Canarias (Morales Padrón, 1955, pp. 86-89). Todo ello apunta, aunque no lo prueba, a que, al contrario de lo que Guerra y Peña, Viera y Clavijo, y Cólogan sugieren, Benavides probablemente no murió en total pobreza.
Las otras dos aseveraciones, la de su probidad y su caridad, son más difíciles de comprobar. Hasta donde sabemos, Benavides no rindió un juicio de residencia al terminar sus períodos de gobierno ni en Florida ni en Veracruz. Para complicar las cosas aún más, las cuentas de las cajas reales de Florida y Yucatán que alberga el Archivo General de Indias para el período de su gobierno están en tal estado de deterioro que no se pueden consultar y las de Veracruz no existen. Lo único que sobrevive, a lo que hemos podido acceder, son un par de cortes de cuentas de Yucatán de los últimos años de su gobierno, los que indican que no se realizó ningún gasto extraordinario por orden de Benavides, salvo para complementar el apoyo a la población y guarnición de Bacalar; gasto para el que, además, tenía órdenes explícitas de la corona (Anguas, 1748; Benavides y Anguas, 1750).
El juicio de residencia que rindió al terminar su gobierno en Yucatán aporta poca información más. Prácticamente todos los testigos señalan que Benavides rehusó aceptar los emolumentos, regalos y otros derechos legítimos e ilegítimos que sus predecesores habían cobrado y que vivió exclusivamente de su sueldo, del que además daba la mayor parte en limosnas (véase, por ejemplo, Barrios, 1750; Vergara, 1750). Sin embargo, algunos testimonios de Mérida y muchos de los de Valladolid dejan entrever que la situación no estaba tan clara. Aunque Benavides aparentemente había tenido la intención de extinguir estas prácticas al llegar a Yucatán, por lo menos una de ellas continuó. Benavides se dejó convencer por algunos miembros de la élite de Mérida de la utilidad de continuar la práctica de repartir patíes entre los indígenas de los alrededores. Él mismo había admitido haber «puesto a cargo de uno de los principales vecinos de la provincia el repartimiento que se hace a los indios, para que, sufragados con el interés, se propague el uso de sus labores y no se extinga el comercio de Yucatán, que totalmente descaecería de faltar este arbitrio» (Benavides, 1743). Pero de los testimonios recabados en la residencia resulta que el canario no solo dejó que los interesados siguieran con la práctica, sin su intervención, sino que mediante sus agentes se hizo cargo del repartimiento él mismo y se llevó la parte que le correspondía (Carrillo de Albornoz y Chacón, 1750; Correa, 1750). Aunque algunos testigos se apresuraban a asegurar que, aunque aceptaba la parte que tradicionalmente les había correspondido a los gobernadores, en vez de guardársela la había distribuido en su totalidad en limosnas a huérfanos, viudas y enfermos (Vergara, 1750). Esto no era exactamente lo que Benavides había alegado en su correspondencia con José del Campillo, pues, según él, del reparto de patíes «no […] se origina[ba] a[l gobernador] comodidad alguna», puesto que «dichos aprovechamientos [eran] tan opuestos a [su] desinteresado genio, como ajenos de su profesión, y de la confianza que a vuestra majestad h[abía] merecido» (Benavides, 1743). Así pues, aunque parece que Benavides no se lucró excesivamente con los cargos, también es probable que, pese a las repetidas protestas sobre los límites que le imponía su conciencia, estos hayan sido más flexibles o más amplios de lo que argumentarían él mismo en vida y sus biógrafos después de su muerte.
En cuanto a la labor caritativa, es probable que Benavides efectivamente dedicara, al menos, parte de sus ingresos y de los recursos de la corona a socorrer a los desamparados. Su correspondencia en el gobierno de Florida sugiere una clara y constante preocupación por el bienestar de las viudas de soldados y funcionarios que habían quedado abandonadas en la provincia. Pide repetidamente que se les den pensiones e incluso que se las reubique en Cuba a expensas de la corona (Benavides, 1720; Consejo de Indias, 1725b; el rey, 1725; Benavides, 1726). Los curas doctrineros de las inmediaciones de San Agustín también llegaron a certificar que, durante los primeros cinco años de gobierno, las labores y donaciones de Benavides habían contribuido a la conversión de más de seiscientos indígenas de la región (Benavides, 1723). De su gobierno en Veracruz sabemos muy poco, más allá de que la mayor parte de su tiempo lo invirtió en tratar de mejorar las defensas del puerto y la ciudad para hacer frente a un posible ataque dentro del marco de la Guerra del Asiento o de la Oreja de Jenkins (1739-1748). En Yucatán, la cantidad de testimonios que hacen referencia a su caridad es tal que incluso podría despertar dudas más que paliarlas. Aunque varias referencias a instancias específicas hacen pensar que hubo cierto trasfondo de verdad. Por ejemplo, varios testigos de los que participaron en la sumaria secreta de Valladolid mencionan que cuando Benavides pasó por ahí en 1746, de regreso de Bacalar, se vio «condolido de la escasez de granos que en aquel entonces padeció [la ciudad]» (García Fajardo, 1750) y que intentó paliar la situación dando «de su propio caudal una porción de maíz de limosna a los pobres», al mismo tiempo que introdujo un límite de cuatro reales al precio del grano, por lo que «esta república tuvo grande consuelo hasta que se logró la cosecha» (Peña, 1750). Asimismo, varios de los testigos de Mérida resaltan
la especial asistencia que tuvo con su persona y vienes al hospital de San Juan de Dios de esta ciudad en beneficio de los pobres enfermos de él, enviándoles para su sustento cuanto pudo y yéndoles a dar el desayuno por su propia persona y recogiendo a los pobres que hallaba en la calle llevándolos a dicho hospital y dándoles alguna ropa con que se vistiesen. (Carrillo de Albornoz y Chacón, 1750).
En conclusión, parece perfectamente posible que Benavides practicara la caridad —por lo menos, como virtud pública visible— durante buena parte de su vida. Parece apoyar esta idea su decisión de pasar los últimos diez años de su vida en el Hospital de Desamparados de Santa Cruz de Tenerife cubriendo al menos parte de los gastos de la institución con su salario y reconstruyendo parte (Pérez Álvarez, 2010, p. 88). Quizá indique esto mismo el hecho de que los parientes a los que legó sus bienes materiales en los dos testamentos escritos tras su regreso a España fueran todos eclesiásticos, pese a que varios de sus sobrinos, entre ellos algunos con grado militar, siguiesen vivos (Pérez Álvarez, 2010).
Aun así, como mencionamos antes, más allá de si Benavides fue realmente pobre, honesto y caritativo, lo importante aquí es resaltar que la imagen que se construyó como tal no solo lo acompañó en vida, sino que continuó caracterizándolo más allá de su muerte. Pero esta imagen y la construida por sus primeros biógrafos solo nos permiten entrever una parte de la historia de Benavides. Los silencios que se introdujeron en su imagen pública los podemos ver al contrastar esta con la documentación que sobrevive en los archivos y nos revelan una serie de eventos y características que habrían sido partes fundamentales de la trayectoria de un sujeto cuya vida se desarrolló en una multitud de espacios del mundo hispano a uno y otro lado del Atlántico. Estos elementos nos permiten entender mejor los tiempos de Benavides y, quizá, pensarlo más como hombre, blanco, europeo típico del Atlántico hispano de la primera mitad del siglo XVIII que como el poco plausible santo canario que él mismo nos habría querido vender.
La vida de Antonio Benavides fue profundamente atlántica, y no solo porque nació y murió en una isla en mitad de este océano. Su trayectoria vital consistió en una serie de lo que hemos venido a llamar migraciones escalonadas: procesos de reubicación geográfica a larga distancia que se alternan con períodos de residencia de duración variable e impredecible (Eissa-Barroso, en prensa). Algo similar a lo que estudiosos de experiencias migratorias en el mundo de hoy han llamado movilidades en curso: procesos no-lineales, reversibles y multidimensionales que a menudo son descritos por quienes los experimentan como profundamente punteados por eventos fortuitos, accidentes y situaciones fuera de su control (Roberts, 2019, pp. 20 y 57). Trayectorias de este tipo fueron bastante comunes en el mundo atlántico de la Edad Moderna, particularmente frecuentes entre las élites administrativas del mundo hispano.
Como hemos visto en la sección anterior, la imagen que Benavides construyó de sí mismo se desarrolló gradualmente a lo largo de la vida del canario, transformándose e incorporando nuevos elementos a medida que se trasladaba de un lugar a otro. Los historiadores de las migraciones, a menudo más interesados en entender los grandes procesos de migración transatlántica, han prestado poca atención a las instancias de desplazamiento y asentamiento que se daban antes y después del viaje transoceánico (por ejemplo, Macías Domínguez, 1999; Almorza Hidalgo, 2018). Sin embargo, estos procesos constituyeron una parte fundamental de la experiencia atlántica. Como señaló Alison Games (1999) para el Atlántico inglés de principios del siglo XVII, la migración de individuos que se asentaban temporalmente en distintos destinos y cuyas redes familiares, comerciales y clientelares los conectaban con otros desempeñaron un papel clave en la creación de un mundo en el que ninguna experiencia colonial se desarrolló de forma aislada. Este fenómeno, sin embargo, es algo a lo que aún no hemos prestado suficiente atención en el caso hispano.
Pero la experiencia de Benavides también nos recuerda que, como señalara Cañizares-Esguerra (2013), el mundo atlántico se caracterizó por su profundo enmarañamiento y por una serie de procesos que no se ajustan a las delimitaciones artificiales de los mundos atlánticos de distintas nacionalidades. En este sentido, hay tres aspectos de la vida de Benavides que son particularmente relevantes y que, sin embargo, se ven marginados o completamente ignorados tanto en la imagen de su experiencia que él mismo construyó como en la biografía del ilustre varón tinerfeño en la que aquella se transformó después.
Para empezar, es imposible entender la vida de Benavides sin reconocer la importancia de sus conexiones con Inglaterra. Como mencioné antes, el canario comenzó su carrera militar a los catorce años con una patente de alférez y sin ninguna experiencia previa. Esto sugiere que dicha patente fue comprada por su padre, lo que era una vía común para acomodar a un hijo segundón. Este tipo de oportunidad, desde luego, dependía de que la familia tuviera acceso a los recursos necesarios, lo que en el caso de los Benavides era resultado, en parte, de las relaciones comerciales con Inglaterra. Estas mismas relaciones o, más bien, su colapso influirían en el cambio de la situación económica de la familia, que, por lo menos en parte, llevó a Benavides a buscar un primer nombramiento como gobernador en Indias en 1714. Después, tanto en Florida como en Veracruz y Yucatán, las relaciones con los ingleses continuarían jugando un papel fundamental en la experiencia de Benavides, ya fuera negociando directamente con ellos, como hizo repetidamente en Florida (por ejemplo, Benavides, 1722; Consejo de Indias, 1725a; Benavides, 1725); coordinando misiones en su contra (véase Benavides, 1746a y 1746b); o enfocando sus esfuerzos en la fortificación y mejora de recursos defensivos frente a la amenaza de una invasión (entre otras fuentes, Benavides, 1741). Toda su carrera americana se desarrolló dentro de un marco de tensas relaciones entre potencias europeas salpicadas de instancias de guerra viva.
Pero la experiencia de Benavides no solo se vio imbricada con la dimensión atlántica de las vidas de otros europeos. Las trayectorias de indígenas, africanos y afrodescendientes también se entrecruzaron constantemente con la de Benavides. La vida de este último nos recuerda, además, algunas de las facetas más ambiguas, o francamente incómodas, de toda experiencia atlántica europea. La presencia de afrodescendientes esclavizados fue una constante en la vida de Benavides, con toda probabilidad desde antes de partir de las Canarias (Calderón Ordóñez et al., 2016). En Indias adquiriría una dimensión aún más tangible. Durante su gobierno en Florida, Benavides no solo interactuó regularmente con individuos esclavizados por la élite local, sino que también tuvo que lidiar con un flujo relativamente constante de fugitivos procedentes de las colonias británicas. La situación en sí no era nueva. Los gobernadores españoles de la Florida le habían hecho frente desde, por lo menos, principios del siglo XVIII y el flujo constante de un pequeño número de prófugos incluso había llevado a la corona a adoptar explícitamente una política de santuario, mediante la cual todo esclavo procedente de una colonia británica que llegara a la Florida debía recibir su libertad. Sin embargo, como ha demostrado Jane Landers (1990), durante la primera mitad del siglo XVIII el gobierno de Benavides representó la única excepción a esta práctica: el caritativo canario se negó en varias ocasiones a libertar esclavos prófugos y los mantuvo al servicio de la corona para retenerlos como elemento de negociación en sus relaciones con los ingleses. Además sabemos, como ya se mencionó antes, que Benavides también llegó a poseer al menos un esclavo de origen africano que murió en Tenerife en 1761 (Calderón Ordóñez et al., 2016, p. 4). Aunque tenemos pocos detalles al respecto, sabemos que, antes de que este individuo falleciera, Benavides lo manumitió. ¿Se trató de un cambio de opinión respecto a la esclavitud africana por parte de Benavides? Quizá no. Es más probable que se tratara simplemente de diferentes formas de enfrentar situaciones específicas en un contexto en el que la esclavitud era una parte ineludible de toda experiencia atlántica. Para Benavides, como para gran parte de los habitantes blancos del mundo atlántico, no era lo mismo un esclavo propio, empleado en el servicio doméstico, con el que se había vivido muchos años, que un grupo de individuos esclavizados por alguien que aparecía de repente y cuyo control ofrecía ciertas ventajas en el diálogo con el enemigo.
Por último, habría que hablar un poco sobre la experiencia de Benavides con los pueblos indígenas americanos. Sus biógrafos de los siglos XVIII y XIX frecuentemente conectaron la caridad y benevolencia de Benavides con sus relaciones con los pueblos indígenas. Como vimos al principio, Cólogan (1865) nos habla tanto de la afabilidad con la que Benavides persuadía a los indígenas de la Florida como de la misericordia con la que trataba a los de Yucatán. La correspondencia de Benavides revela una posición mucho más ambigua. En la Florida distingue claramente entre los indígenas «infieles» y los partidarios de la corona española, aunque desconfía de ambos. Haciendo gala de la implícita presunción de superioridad cultural que caracterizaba a los europeos de la época, Benavides (1728) acusa a los habitantes de la Florida de ser inconstantes y de pasarse de un bando al otro a cambio de alcohol, ropas y bujería. De lo que no se da cuenta Benavides es de que su experiencia en Florida, y después en parte en Bacalar, en Yucatán, se desarrolla en un territorio que no controlan las potencias europeas, en el que son los grupos indígenas los que están en posición de negociar y aprovechar las rivalidades europeas para avanzar en sus propios fines (véase, por ejemplo, Williams, 2013). Aunque Benavides no llega a expresarlo con esas palabras, su correspondencia, su continua preocupación por disponer de suficientes recursos para ofrecerles regalos y sus interacciones con los grupos que habitaban las zonas limítrofes entre uno y otro imperio europeo revelan claramente esta postura (el rey, 1722).
El otro grupo de indígenas con el que interactúa Benavides es el de aquellos que se han declarado leales a la corona española, de los que también desconfía, pero a los que trata más abiertamente como un recurso del que se pueden obtener ventajas y al que también hay que proteger. Influido, sin duda, por su experiencia en la Florida, cuando llega a Veracruz, a medida que la amenaza de una invasión inglesa aumenta, Benavides muestra una clara preocupación por asegurar la lealtad y apoyo de los grupos indígenas de la costa: propone la creación de un regimiento de milicias compuesto por ellos y la distribución de mercedes y recursos que garanticen el que permanezcan leales a España y que, quizá, incluso ayuden a hacer frente al posible invasor (Benavides, 1738). En Yucatán, la relación de Benavides con las poblaciones indígenas de las zonas bajo firme control español demuestra también cierta mezcla de caridad y perspectiva de superioridad. El detallado reporte de los ministros del juzgado de naturales sugiere que, efectivamente, Benavides intentó reducir las presiones y demandas de la élite local sobre las comunidades indígenas reduciendo, por ejemplo, el reparto de la cera y prohibiendo que se sacase a hombres y mujeres jóvenes de sus comunidades para servir en las casas y pueblos de los españoles (Pardio et al., 1749). Sin embargo, como vimos antes, no las elimina del todo y mantiene, entre otras cosas, la repartición de mantas y patíes, que proveen a la provincia de recursos indispensable basados en la explotación de mano de obra indígena (Benavides, 1748b). En este sentido, el balance que intentó alcanzar Benavides fue juzgado de forma positiva por la corona; a tal grado que el marqués de la Ensenada (1751) remitiría al sucesor de Benavides en el gobierno de Yucatán el testimonio de los ministros del juzgado de naturales con órdenes de continuar tratando a los indígenas como había hecho el canario.
En conclusión, la vida de Benavides nos recuerda que el mundo hispano de la primera mitad del siglo XVIII no se puede entender sin tener en cuenta las tensiones políticas y militares con otras potencias europeas, la problemática relación de España con la esclavitud y las poblaciones indígenas, y la movilidad escalonada de una multitud de individuos cuyas vidas se desarrollaron en múltiples espacios imperiales. En este sentido, la experiencia de este ilustre varón tinerfeño, cuya imagen póstuma se basa en buena medida en la imagen que él mismo se construyó a lo largo de su vida, solo se puede comprender a cabalidad si la situamos dentro de un marco más amplio que nos permita entender las complejas relaciones, interacciones y movimientos que marcaron su trayectoria y contribuyeron a la construcción de los mismos espacios imperiales por los que se desplazó.
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