Pablo Ingberg
Córdoba (Argentina), EDUVIUM, 2019, 332 págs.
Miguel Ángel Cascales Serrano
Escribir palabras ajenas de Pablo Ingberg y la editorial argentina EDUVIM es un compendio de reflexiones sobre traducción (un tercio extraídas de artículos de El Trujamán), divididas en 60 capítulos breves que brindan al lector una visión global del enfoque traductológico del autor, del que cabe destacar su dilatada experiencia como traductor literario con la traducción de más de setenta libros de distintas lenguas, la dirección de la Colección Griegos y Latinos de la Editorial Losada y la traducción de aproximadamente la mitad de la obra completa de Shakespeare.
En los primeros capítulos, el autor comparte algunas consideraciones previas para presentar sus principios rectores como traductor, partiendo de la base de que todo traductor es un «traedor» de libros al mundo, frente al enfoque histórico del «traductor fiel/traidor». Nos plantea un enriquecedor trayecto sobre los distintos pensamientos históricos sobre traducción para dudar del estatismo dualista, que ejemplifica con Schleiermacher y sus dos posibilidades de traducción: la de llevar el lector al autor (traducción «literal», más intelectual; «extranjerizar», según Venuti) y la de llevar el autor al lector (traducción «libre», más emotiva y arrogante por parte del traductor; «domesticar», según Venuti). Se aleja del «palabra por palabra» o «sentido por sentido» aún vigente, ya que no es posible separar las palabras y su significado sin consecuencias. Ante la equivalencia dinámica de Nida, plantea la cuestión de qué efecto es el que se ha de buscar (¿se produce un mismo efecto en todos los nativos?), para luego afirmar sentirse más próximo al «estilo por estilo» de Bruni, para traducir no solo el sentido, sino la fuerza y el sistema de discurso.
Acto seguido, nos presenta la empresa fallida de los formalistas rusos de definir la «literaturidad» (aquello que hace literario a un texto), en la que el autor encuentra una cuestión importante: la reflexión sobre la singularidad del texto literario («su rareza, todo aquello que lo aleja de la convención») para no eliminarla al traducir y expresar la complejidad del original. Defiende la flexibilidad multiforme de las lenguas para no encasillarse en la «normalización» del lenguaje (el tópico de «en inglés se puede, pero en castellano, no») cuando el original apuesta por algo más, poniendo como ejemplos de esta flexibilidad al hipérbaton y a las frases largas. A la par, considera evitable el uso de la interpretación reductora en la traducción (p. ej., explicitar más que el autor o simplificar recursos literarios), que empobrece y acota las posibilidades de significación del original. Arguye las palabras de Humboldt «Mientras no se perciba la extrañeza, sino lo extraño, la traducción ha conseguido sus fines más altos» para sostener que la buena traducción debe aspirar a no sonar ajena a la lengua de destino, pero tampoco del todo propia, para sugerir lo extranjero y escapar de la convención «desliteraturizadora». Finalmente, se autoproclama un «informulista informalista» que apuesta por el caso a caso y por la confianza en el lector/espectador sin tratarlo como inferior intelectual.
Algunos de los temas recurrentes son sus interesantes reflexiones sobre la traducción del tiempo y el espacio, y sus anacronismos, cuestión especialmente relevante en la retraducción de clásicos. Dentro de la traducción del espacio, comenta la traducción de las formas de trato, especialmente en obras anteriores a la existencia del castellano o escritas en lenguas que no diferencian entre el trato de confianza y de respeto. Interesante también la reflexión sobre cómo traducir el trato en obras de Shakespeare anteriores al primer uso documentado del «usted» (1598, Las cortes de la muerte de Lope de Vega) cuando el inglés distinguía entre thou («tú» o «vos» actuales) y you de respeto («vos» arcaico). Fuera de los casos de obras más antiguas, resalta el autor el uso actual mayoritario en castellano del «tú» como segunda persona de confianza y el «ustedes» como segunda del plural, tanto de confianza como de respeto, frente al «vos» rioplatense y el «vosotros» de España (añade el «ustedes» de Canarias, aunque olvida el «ustedes» andaluz de confianza conjugado con la segunda persona del plural). Comenta que la tradición traductora argentina fue hasta hace poco unánime en el uso de «tú» y «ustedes», y reflexiona sobre las tendencias crecientes localizantes (con voseo y otros localismos) y neutralizantes (con «castellano neutro», concepto que le parece impreciso, aunque no especifica por qué). Sin embargo, considera que, aunque existente, el asunto de la variedad escogida en traducción es un tema menor, y cita a Enrique Pezzoni y a Borges para respaldar su forma de proceder: traducir a una lengua tan vasta como el español con pensamiento universal y «cierta dosis de localismo más o menos inevitable».
Otro de sus temas principales es la repetición (de sonidos, de palabras, asíndeton, etc.), su valor en la literatura y la importancia de no suprimirla al traducir. De destacar es la reflexión sobre la repetición de los verbos declarativos en alocuciones del inglés: ¿por qué traducir la repetición de un said por verbos distintos en castellano si el inglés no es más escaso en verbos dicenci y existen obras en castellano con dicha repetición?
Sobre las notas del traductor, reflexiona sobre en qué medida pueden resultar una distracción y si son prescindibles por poder el lector investigar por sí mismo, para luego elogiar el uso de notas concisas y pertinentes para obstáculos insalvables, salvo para «suplir con confesiones facilistas lo que el trabajo no hace», especialmente en juegos de palabras (de los que ofrece ejemplos esclarecedores en el capítulo 40). Sobre las notas en traducciones teatrales, se muestra a favor de evitar traducciones simplificadoras y de añadir notas en traducciones para edición para salvar las distancias culturales, geográficas y lingüísticas, y para ayudar con la puesta en escena en traducciones para representación, sin caer en la falta de confianza en el lector/espectador y sin hacer de la traducción una adaptación.
En cuanto a la traducción teatral, plantea «extranjerizar» y someter a un mayor esfuerzo intelectual al lector, al poder este hacer pausas para reflexionar, frente a la «domesticación» de una obra a un tono local para su representación con el fin de obtener un mayor acercamiento emotivo. A su vez, resalta la importancia de la «verosimilitud conversacional», para la que resultan relevantes aspectos como las formas de trato o la sonoridad, especialmente si la obra es para representación, para evitar casos de confusión sonora (p. ej., «lo que antes nos unía hoy nos separa» por «no se para»). Critica la «desversificación» (como las traducciones de Shakespeare de Astrana) y la concepción errónea de que autores como Shakespeare escribieran en verso para facilitar la memorización de sus actores.
En cuanto a la traducción de poesía, comenta la relevancia de la rima, la métrica, la musicalidad y la arquitectura semántica, de palabras y textual. Apuesta por mantener, dentro de lo posible, el orden de las palabras en la construcción de sentido, método que ejemplifica con Hölderlin, que tradujo los poemas de Píndaro partícula por partícula, ampliando las posibilidades del alemán para mostrar la riqueza del original griego. Por último, hace una crítica a las traducciones de poesías de clásicos griegos y latinos, casi en su totalidad por docentes de las lenguas, que, en su opinión, confunden un método de enseñanza de la estructura morfosintáctica de estas lenguas con un método de traducción.
Comenta también las transliteraciones y la traducción de nombres. Para las primeras, apuesta por contar con asesoramiento de un conocedor de la lengua y las normas de transliteración. En cuanto a la traducción de nombres, se inclina por el caso a caso con especial atención a los nombres que dicen algo sobre el personaje y al establecimiento de límites coherentes, especialmente en el caso de obras con personajes históricos traducidos en el lenguaje común. Plantea un ejemplo interesante con la comparación de los títulos La señora Dalloway en Bond Street (se traduce la forma de tratamiento y no la calle) frente a Madame Bovary, que ha pervivido sin traducir, y reconoce que es una cuestión de resolución subjetiva, aunque apunta dos reflexiones: ¿cómo traduciría un traductor inglés un título similar en español? ¿Aplicaríamos criterios diferentes si en lugar del inglés fuera una lengua menos omnipresente como el hindi? A su vez, sopesa el cambio de títulos en retraducciones centrándose en el caso de Much Ado about Nothing y A portrait of the Artist as a Young Man, aunque confiesa no utilizar títulos alternativos por miedo a perder lectores que no encuentren su libro por dicho cambio.
También sopesa mantener o enmendar los errores del original. El autor nos plantea la cuestión de la dificultad de traducir los errores (p. ej., un error de género al inglés) y de la pertinencia de mantener los errores (¿es relevante ver los errores en italiano «traducidos» al inglés?). Afirma, no obstante, que no le parece suficiente que un error en una lengua no sea igual que en otra para no traducirlo, puesto que esa lógica subyace a toda traducción, y que para traducir un error hay que tener «las espaldas muy anchas» (citando a Miguel Sáenz) para soportar que se interprete como un error del traductor.
Dedica ocho capítulos a la reflexión sobre traducciones de Borges y Cortázar. Del primero, plantea si podría llegarse a hablar propiamente de traducción en lugar de adaptación, al imponer Borges criterios propios a una escritura ajena para crear una tercera vía de traducción: llevar al autor y al lector hacia el traductor, lo que Borges denominaba «infidelidad creadora». De Cortázar, cuestiona su prisma simplificador (p. ej., obviar repeticiones, acortar, añadir fluidez o perder puntos cómicos del original) al traducir la «aparatosidad» textual de Poe. Piensa que dicha simplificación puede deberse a la presión de la búsqueda de fluidez de ciertos reseñadores y editoriales, a quienes critica. También añade que Cortázar agrega aparatosidad en fragmentos en los que el original es parco y reflexiona sobre si puede constituir un caso de compensación.
Los capítulos finales están dedicados a sugerentes consideraciones sobre los cambios normativos en la lengua (últimos cambios en tildes), la facilitación del trabajo del traductor literario con las nuevas tecnologías y el «temor al gerundio», entre otros temas. De subrayar es la reflexión sobre el uso de marcas de lenguaje inclusivo en traducciones literarias, especialmente en obras que no las incluyen. Expone dos formas de traducir con lenguaje inclusivo en estos casos: usar formas no marcadas («nunca se sabe» en lugar de «uno nunca sabe») y evitar marcas de género si en el original no se especifican. Por último, critica el uso de marcas de género neutral y las duplicaciones inclusivas por considerar que no se sostienen literariamente por el momento, aunque se abre a la posibilidad de que deje de ser así en un futuro.
Entre las reflexiones, como oboísta, tengo que decir que me chirriaron las analogías que descarta el autor en los capítulos 2 y 43 entre la interpretación musical y la traducción. Entre otros casos, no comprendí a qué se refería con que «una partitura es muda»; no para un músico (cuando leo una partitura, la música suena en mi cabeza y me hace pensar). Tampoco comprendí la insinuación en el capítulo 43 de que en la interpretación musical no es imprescindible conocer el contexto de la obra ni su autor. Cualquier músico estaría de acuerdo en que una nota no suena igual en Bach que en Wagner, y en que las interpretaciones musicales pueden compararse con su partitura y los conocimientos existentes sobre el autor, la obra y su contexto musical para afirmar, dentro de lo posible, si son más o menos «fieles», al igual que con una traducción y su original.
Por último, no puedo sino recomendar encarecidamente la lectura de este libro, repleto de ejemplos concretos, pertinentes y esclarecedores fruto de la destacada experiencia del autor como traductor literario. Es de agradecer su postura no prescriptiva, que opta por el caso a caso, la lectura «con microscopio», la coherencia y el sentido común. En su libro, Pablo Ingberg nos ofrece su reflexión sobre traducción y, lo más importante, nos invita a reflexionar sobre ella.