Injerencia de la americanización del Holocausto en España: Diario de Ana Frank. Un canto a la vida y El encierro

María Jesús Fernández Gil

Universidad de Alcalá

Este artículo examina las huellas de la americanización del Holocausto en dos (re)escrituras españolas de Het Achterhuis (Frank, 1947). El objetivo principal será determinar la medida en que la traducción y, en especial, la (re)escritura han forjado el carácter resiliente que se le atribuye a la autora. El análisis pone de relieve que el musical Diario de Ana Frank (Alvero, 2008) y el espectáculo de danza flamenca El encierro (Juncal, 2014) —deudores del constructo optimista creado en los Estados Unidos en torno a esta víctima— ahorman el sufrimiento judío para adaptarlo al contexto y al tiempo en el que surgen.

palabras clave: memoria del Holocausto, Ana Frank, ideología, (re)escritura, musical, flamenco.

Interference of Holocaust Americanization in Spain: Diario de Ana Frank. Un canto a la vida and El encierro

This article deals with the traces of Holocaust Americanization in two Spanish (re)writings of Het Achterhuis (Frank, 1947). The main objective is to determine the influence of translations and, especially, (re)writings on the resilient image surrounding the author. The analysis reveals that the musical Diario de Ana Frank (Alvero, 2008) and the flamenco show El encierro (Juncal, 2014) —both of which are inspired by the optimistic construct created in the United States around this victim— adapt Jewish suffering to make it conform to the context and time in which these representations were produced.

Key words: Holocaust memory, Anne Frank, ideology, (re)writing, musical, flamenco.

Introducción

A pesar de que ha habido voces que han anunciado The End of the Holocaust (Rosenfeld, 2011) y de que hay críticos que han ido incluso más lejos al certificar, tal y como hace Avraham Burg en The Holocaust is Over (2008), su defunción, lo cierto es que la centralidad de este genocidio permanece inquebrantable en los albores del tercer milenio. Desprovisto de su significación singularmente judía, el hecho existe en el imaginario colectivo como memoria transnacional (Rothberg, 2009), de suerte que el número de representaciones producidas desde estados-naciones que guardan escasa o nula relación con el marco sociohistórico en el que se cometieron las atrocidades es cada vez mayor. En España el interés por el tema no ha dejado de aumentar desde el año 2000 (Baer, 2011; Juárez Hervás, 2012). La lista de iniciativas de conmemoración, que comprende esferas amplias de la vida social, cultural y política, permite, por lo tanto, poner en duda las afirmaciones de quienes aprecian síntomas de «fatiga» (Schweber, 2006), y, lo más significativo, da cuenta de la vigencia de esta memoria.

Esa relevancia está íntimamente vinculada a su condición de acontecimiento límite y a su identificación como paradigma del sufrimiento humano. El Holocausto es, en ese sentido, una abstracción que sintetiza la violencia de la que son capaces las sociedades civilizadas y sirve, en consecuencia, como toque de conciencia acerca de los peligros de las guerras, los totalitarismos y los genocidios —sobre los que las generaciones futuras han de permanecer alerta. Tony Judt se refiere a su poder simbólico en Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, donde sostiene que los procesos de integración económica y política en la Unión Europea, por un lado, y los de construcción identitaria, por otro, son un claro ejemplo del uso de la memoria del Holocausto como referente negativo: «[…] la memoria recuperada de los judíos europeos muertos se ha convertido en la propia definición y garantía de la restaurada humanidad del continente» (Judt, 2006: 1146).

Dada su trascendencia, el Holocausto se presta a estudios de muy diversa índole. En este trabajo proponemos un acercamiento inminentemente traductológico, en el que, junto a un análisis descriptivo, habrá espacio para consideraciones de corte psicosocial, de acuerdo con el «giro sociológico» en la disciplina (Wolf y Fukari, 2007). Más concretamente, evaluaremos el papel de la (re)escritura (Lefevere, 1982; 1992a) en la configuración de una memoria global del Holocausto. Incidiremos en el hecho de que su dimensión universal, en permanente cambio, depende de narrativas traducidas, cuyos impulsores invocan, apropiándose de una experiencia vicaria, «situaciones específicamente locales, lejanas en términos históricos y diferentes en términos políticos respecto del acontecimiento original» (Huyssen, 2002: 18). Esta tendencia se observa, por ejemplo, en Diario de Ana Frank. Un canto a la vida (Alvero, 2008) y El encierro (Juncal, 2014), dos propuestas de factura española que se suman a esa memoria cosmopolita a través de sendas (re)escrituras originales del testimonio de la víctima más conocida del Holocausto: Ana Frank.

Hijas de la cultura popular que dio lugar al fenómeno de la americanización del Holocausto, ambas obras ponen el acento en lo positivo. A esto hay que añadir que la puesta en escena promueve en los dos casos una memoria universal y ejemplarizante, en línea con el patrón que marcó la primera edición estadounidense del archifamoso diario —publicada por Doubleday en 1952—. Ahora bien, el medio elegido para acometer la traducción intersemiótica es diferente: mientras Alvero recurre al musical, en una elección oportunista que le valió críticas por contribuir a lo que Norman Finkelstein ha denominado La industria del Holocausto, María Juncal opta por el flamenco como instrumento de denuncia social, aunque la decisión comporta no menos implicaciones ideológicas. La relectura del testimonio de Ana Frank que proponen uno y otra revela que, en el orden globalizado actual, las representaciones del Holocausto se utilizan no tanto para denunciar el genocidio al que remiten sino para visibilizar causas propias, que, a veces, nada tienen que ver con el conflicto que rememoran.

Con el fin de contextualizar las dos obras objeto de análisis, hemos juzgado necesario acudir al «original» del que beben tanto el musical como el espectáculo de danza flamenca. El recorrido nos conducirá al constructo creado en torno a Ana Frank en los Estados Unidos por Frances Goodrich y Albert Hackett (1955), autores de la tan popular como polémica adaptación teatral, esa que, en palabras de Judith Doneson, hizo que el diario dejase de ser «a European document» para convertirse en «an Americanized representation of the Holocaust» (1987: 149). Con ello, Doneson dirigía la atención al aura optimista utilizada para presentar a la joven ante el público estadounidense. En relación con esto, uno de los objetivos del presente artículo será determinar en qué medida las numerosas traducciones y (re)escrituras del testimonio han forjado el carácter resiliente que se le atribuye a la autora. Sin pretender negar que Ana Frank estuviera dotada de dicha capacidad humana, la hipótesis de partida es que esa parte de la dimensión psicológica de su personalidad ha sido reforzada a través de la traducción y de los textos que construyen la memoria del Holocausto.

La americanización de het Achterhuis

Son varias las frases célebres por las cuales se recuerda a Ana Frank, pero la que escribió el 15 de julio de 1944 es probablemente la que más se repite, en especial cuando se quiere ensalzar su esperanza en el destino del hombre; y, por consiguiente, su capacidad de sobreponerse a situaciones límite: «[…] sigo aferrándome a [mis esperanzas], pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad interna de los hombres» (Frank, 2017: 366). Las palabras hablan por sí solas. Hay un detalle, no obstante, en el que no se suele reparar: el hecho de que esta visión del mundo está integrada en una entrada extensa en la que la joven muestra otras aristas de su personalidad. Su optimismo habría de encuadrarse, pues, en un contexto mayor; en concreto, el de las tres cuestiones principales que le llevan a formular dicha filosofía de vida: la adolescencia, las relaciones familiares y el amor.

Ese día Ana comienza la entrada en su diario reconociendo que sus reflexiones están motivadas por la lectura de este libro: Was sagen Sie zu unserem Evchen? [¿Qué opina usted de la adolescente moderna?] (Haluschka, 1936). El tema de la adolescencia es precisamente lo que permite, a nuestro juicio, enfocar su figura desde otra perspectiva. A pesar de dar muestras de poseer un gran conocimiento de sí misma y de ser, en sus palabras, «enormemente valerosa» (2017: 362), ofrece indicios de inseguridad, una flaqueza propia, por otra parte, de la edad. Su fortaleza interior le lleva a defenderse de lo que ve como un ataque personal: la percepción de la autora del citado texto, quien sostiene que «si los jóvenes quisieran, podrían construir un gran mundo mejor y más bonito, pero que al ocuparse de cosas superficiales, no reparan en lo esencialmente bello» (2017: 362). Sintiéndose interpelada, Ana niega esa supuesta dejación de responsabilidades: «no pienso doblegarme tan pronto a los golpes que a todos nos toca recibir» (2017: 363). Ella no es ejemplo, pues, del fenómeno de la desafección juvenil.

Dejando a un lado su perfil comprometido, nos interesa analizar su actitud, ya que su reacción apasionada, ante unos comentarios no dirigidos a ella, puede leerse como una primera muestra de debilidad. Es sobre todo en lo tocante a las relaciones personales donde se resiente de manera más visible su fortaleza. En ese aspecto, admite haberse sentido «terriblemente sola, excluida, abandonada, incomprendida» (2017: 363), pero a diferencia de otras ocasiones, en este caso no responsabiliza únicamente a su madre de su sensación de abandono, sino que culpa también a Pim, su padre. Le acusa de haberse «equivocado de medio a medio cuando quiso tenderme una mano» (٢٠١٧: ٣٦٤) y confiesa que le «sigue carcomiendo el reproche por la carta tan mezquina que tuv[o] la osadía de escribirle aquella vez que estaba tan exaltada» (2017: 365). Y es ahí cuando Ana, al tiempo que se sincera sobre los altibajos por los que atraviesa la relación con su admirado padre, exclama: «¡Ay, qué difícil es ser realmente fuerte y valerosa por los cuatro costados!» (2017: 365). Se desmarca así del carácter resiliente que tan frecuentemente se le ha atribuido.

La segunda mitad de la entrada, que gira en torno a su relación con Peter, es si cabe más reveladora. Se multiplica el número de emociones negativas o, en palabras de Jorge Lomar (2013), expresiones de limitación, que incluyen la rabia, el dolor, el miedo y la culpa. En términos generales, Ana se debate entre la cólera y la turbación que le provoca el convencimiento, aunque los mayores con los que convive no parecen estar dispuestos a admitirlo, de que, «en su base más profunda, la juventud es más solitaria que la vejez» (2017: 366). El abismo de la soledad le lleva a reflexiones pesimistas, con frases como estas: «la terrible realidad ataca y aniquila totalmente los ideales» (2017: 366) o «[v]eo cómo el mundo se va convirtiendo poco a poco en un desierto, oigo cada vez más fuerte el trueno que se avecina y que nos matará» (2017: 367). Huelga insistir en la negatividad que destilan estas afirmaciones, cuyo mensaje de fondo parece prever el trágico desenlace que los nazis habían ideado para Ana y sus correligionarios.

Este aspecto de su visión del mundo, que incluye referencias directas a «la muerte, la desgracia y la confusión» (2017: 367), quedó desdibujado en la adaptación escénica de Goodrich y Hackett. Estrenada en Broadway en 1955 con el aval de Otto Frank, la obra se convirtió pronto en un éxito de crítica y público. Ganó el Premio Pulitzer en 1956 y, cuando la historia volvió a cruzar el Atlántico, fue acogida con entusiasmo en Europa. Este viaje de ida y vuelta ofrece un interesante ejemplo de relocalización. Y es que el proceso de americanización que experimentó el diario en los Estados Unidos contribuyó, según señalan Daniel H. Magilow y Lisa Silverman (2015: 45), a sentar un precedente para las (re)escrituras futuras. En su paso de formato libro en neerlandés a obra teatral en inglés, el texto experimentó importantes modificaciones, como, por ejemplo, la supresión de menciones expresas a la particularidad del sufrimiento judío. Entre los cambios destaca la decisión de alterar el orden original de la afirmación objeto de análisis aquí. La frase —insertada en la parte final del diario pero claramente distanciada de la que es la última anotación hecha por Ana, pues ni siquiera aparece en la entrada con la que abruptamente termina el manuscrito— se empleó como colofón a la obra; se dirigía de este modo la atención del público al lado más positivo de la joven.

En su versión para la gran pantalla, basada en el guión de Goodrich y Hackett, George Stevens (1959) repitió la estrategia. Ralph Melnick (1997: 167) lo interpreta como un intento del director por apartar de su recuerdo las imágenes del horror concentracionario que había grabado para Campos de concentración nazis (1945) —documental que sirvió como evidencia en los juicios de Núremberg. Satisfacía con ello las demandas del público estadounidense, ávido de historias alegres tras años de privaciones, primero, por la Gran Depresión y, luego, a causa de la Segunda Guerra Mundial. En The Optimistic Child, Martin Seligman se refiere al trasfondo ideológico del optimismo desaforado desatado en la inmediata posguerra, que, según denuncia este psicólogo, buscaba ocultar el hundimiento psíquico de los veteranos de guerra. Frente a ello, los medios de comunicación y los líderes políticos desarrollaron una campaña propagandística dirigida a «(to) lift the nation’s spirits, to divert attention from the sagging quality of life, and most important, to increase production» (2007: 50). Fuera un optimismo real o infundado, lo cierto es que la adaptación fílmica, en la que se revalidó el happy ending, también ponía el acento en la vida; no en los seis millones de muertes judías.

La escenografía en la que se enmarcó el tierno designio de Ana incide en el optimismo de la frase. A diferencia del diario escrito, donde la joven reflexiona en solitario sobre las implicaciones sociológicas del terror nazi, esas palabras las pronuncia ahora en una conversación con Peter en el ático de la casa. Ana apela a la belleza de la naturaleza y al poder evocativo de la imaginación para levantar el ánimo de Peter, quien asegura estar volviéndose loco: «Mira el cielo, Peter. ¡Qué día más hermoso! ¿No te parecen preciosas esas nubes? ¿Sabes lo que hago cuando siento que ya no puedo aguantar encerrada ni un minuto más? Me imagino que estoy libre» (Goodrich y Hackett, 2009: 230-231). Peter, sin embargo, no encuentra consuelo y le confiesa a Ana: «[…] si no pasa algo muy pronto, si no salimos de aquí, no voy a poder aguantar más». Como respuesta, ella le recuerda: «No somos los únicos a quienes les toca sufrir. Siempre ha habido víctimas, unas veces ha sido una raza, otras veces otra» (Goodrich y Hackett, 2009: 231; 232). La formulación de la frase, de la que se eliminó la referencia a los judíos, ha sido objeto de críticas por su representación cultural del Otro. Y es que suponía invisibilizar la particularidad del sufrimiento judío y obviar la relación existente entre la identidad de los personajes como judíos y su muerte (Kirshenblatt-Gimblett y Shandler, 2012: 1-22).

La película fue incluso más allá en el sentido de que el evento comunicativo aparece mediado por varios signos semióticos de gran simbolismo: acordes musicales, elementos naturales (bandadas de pájaros que sobrevuelan la ciudad de Ámsterdam mientras atraviesan un cielo salpicado de nubes) y movimientos de cámara (Prose, 2011: 242). Si nos centramos, por ejemplo, en el significado que encierra la elección musical, veremos, una vez más, que la banda sonora, en general, y esta escena, en particular, presenta las situaciones desde un punto de vista antifatalista. Miguel Ángel Ordoñez sostiene que la música de Alfred Newman buscaba «evocar la memoria de un pasado más feliz y la esperanza de un futuro mejor» por medio de «una perspectiva espiritual desde los sentimientos de candor y dulzura» (s.f.). De ahí que el violín ocupe un lugar destacado en varios de los 13 temas que componen el trabajo musical con el que se acompasa el relato de la vida en la prisión sin rejas en la que se escondieron Ana y su familia, incluida la narrativa en la que se encuadra la escena aquí descrita, durante la cual se enuncia la frase.

El patrón se repite en una escena anterior, la del beso, que también se desarrolla en el espacio del ático. La composición de fondo, titulada «First Kiss», refuerza la caracterización de Ana como ejemplo de resiliencia. Si bien los acordes comienzan suaves, en el momento en que los dos adolescentes se funden en un beso «there is a tremendous surge in the orchestration» (MacDonald, 2013: 186). En línea con el espíritu de la adaptación, este estallido musical desvía la atención del drama de la familia escondida para poner el foco en experiencias vitales con las que todos nos identificamos. Oren B. Stier sostiene que los productores utilizaron esa experiencia a modo de reclamo publicitario en la promoción de la película, que vendieron como melodramática, no dramática. Stier ilustra su tesis refiriéndose a un pasaje del tráiler dirigido a alimentar la curiosidad de los espectadores, a quienes se les invita a ser testigos de la emoción del primer beso: «Here is the thrill of the first kiss! Here is the wonder of her youth! The excitement of her first love! The miracle of her laughter!» (Stier, 2015: 141). En definitiva, son las alegrías de la vida, y no los miedos que generaron en la comunidad judía las políticas raciales nazis, las que prevalecen en el trasvase de texto a imagen.

Ha de tenerse en cuenta, además, el efecto redentor que genera el escuchar la frase una segunda vez, a modo de voz en off durante el breve monólogo que Otto Frank protagoniza en el epílogo. En calidad de único superviviente, el padre, visiblemente abatido, le cuenta a Miep que, tras la liberación, los supervivientes preguntaban a todo aquel con quien coincidían durante el viaje de regreso de los campos por la suerte que habían corrido sus seres queridos: «¿Dónde estuvo usted? ¿Estuvo en Belsen? ¿En Buchenwald, en Mauthausen? ¿Cabe la posibilidad de que conociera a mi esposa? ¿Por casualidad no vería allí a mi marido? ¿Mi hijo, mi hija…?» (Goodrich y Hackett, 2009: 240). Sus pesquisas, le explica a la que fuera su protectora, acabaron por confirmar sus peores presentimientos, incluso en el caso de Ana, sobre cuyo destino «seguía teniendo esperanzas» (Goodrich y Hackett, 2009: 240). La puntualización de Otto constituye un nuevo ejemplo de en qué medida las dos (re)escrituras estadounidenses de Het Achterhuis (Frank, 1947) referidas hasta ahora contribuyeron a forjar una imagen resiliente de la autora, un discurso que se subraya en la parte del relato que, por razones obvias, Ana no pudo escribir.

José Luis Alonso, a quien debemos la primera traducción de la obra teatral al castellano, se refiere a la utilización interesada de estas palabras, cuyo eco reverbera en el momento de la revelación de la muerte de Ana.1 En un artículo titulado «Mi dirección escénica de El diario de Ana Frank», el dramaturgo hace hincapié en las implicaciones que encierra la repetición de la frase mientras Otto abre el diario. Se detiene en una línea y, entonces, «como si viniera del aire oímos la voz de Ana: “Yo, a pesar de todas las cosas, creo que la gente es buena”» (Alonso, 1957: 14). A continuación, el telón cae rápido, inexorable, de modo que «[s]alimos del teatro», asegura Alonso citando las palabras de un crítico extranjero, «con ansias infinitas de hacer el bien» (Alonso, 1957: 9). Otros autores, como por ejemplo Cynthia Ozick (1997) o la ya referida Judith Doneson, han denunciado la manipulación implícita en dicho final, puesto que invita a identificar el destino de la joven con el de los mártires católicos. Es decir, la (re)escritura no solo invisibiliza a los judíos sino que se apropia de la identidad de sus víctimas, en un proceso que puede calificarse de doble victimización.

Cabe mencionar, por último, el prefacio a la edición estadounidense del diario escrito, que constituye, en realidad, la primera (re)escritura aparecida en los Estados Unidos sobre Het Achterhuis. Firmado por Eleanor Roosevelt, quien fuera primera dama y defensora de la igualdad de derechos, el prólogo elude hacer referencia alguna a los orígenes judíos de la autora, ignorando así «la conciencia creciente que tuvo Ana Frank de que las persecuciones de las que era objeto su familia constituían un preludio del exterminio de los judíos» (Wieviorka, 2016: 187). La atrocidad del genocidio queda, de hecho, desdibujada, hasta el punto de que los crímenes nazis se contextualizan como uno más de los horrores que definen a toda guerra. Ante tal situación Ana y sus familiares, asegura Rooselvet, «never gave up» (1952: xiii). El prefacio ensalza, por lo tanto, el carácter resiliente de la joven y su familia, minimizando con ello los temores e incertidumbres vividos durante el encierro. Nos parece necesario subrayar que la estrategia de recontextualización empleada por Roosevelt para presentar la obra en la cultura meta conllevaba poner en valor la capacidad de superación del ser humano o, en otras palabras, intervenir en el subtexto original con el fin de establecer una conexión entre el mensaje de Ana y el tono del discurso triunfante y positivo de la década de 1950.

La contribución española a la imagen universal de Ana Frank

Antes de examinar la imagen de Ana Frank que emana de las adaptaciones españolas de Het Achterhuis, consideramos necesario hacer un breve inciso para valorar otra de las implicaciones del constructo creado a partir de la lectura americanizante en la que incurrieron las tres (re)escrituras a las que nos hemos referido hasta ahora. Además de por el exceso de optimismo, la proyección pública de la joven comercializada desde los Estados Unidos ha sido criticada por comportar la conversión de su figura en icono del Holocausto (Stier, 2015). El proceso ha propiciado el uso de su nombre como sinónimo de «the Holocaust victim» (Cole 1999: 39). Y, lo que resulta todavía más conflictivo, la utilización de su condición de víctima paradigmática para apadrinar causas ajenas a la de la tragedia de los judíos durante el Tercer Reich, tal y como hizo un columnista de The New York Times, quien denunció el atentado que se cobró la vida de una niña de cinco años en Alepo en el verano de 2016 con una crónica que tituló así: «Anne Frank Today Is a Syrian Girl» (Kristof, 2016).

Al margen de la violencia simbólica que encierra el establecer analogías con víctimas de conflictos alejados tanto en el tiempo como en el espacio de la Alemania nazi, aquí nos interesa destacar que la identificación de Ana Frank con el horror que en la actualidad viven los niños sirios debe mucho a la traducción. No en vano, el trasvase transcultural que se opera a través de esta actividad ha desempeñado un papel clave en la negociación a escala global de la identidad de esta víctima, un fenómeno visibilizado a partir de la traducción al inglés, pero que está presente en todas y cada una de las traducciones que existen (Levy y Sznaider, 2006). La cifra de traducciones del testimonio original en holandés, cuyo número se aproxima al centenar, junto con la diversidad de formatos por medio de los cuales se ha recreado y se sigue recreando esta historia de persecución, se alían para someter a la narrativa inicial y a su autora a un proceso de recontextualización permanente, cuyos entresijos ideológicos ya denunció André Lefevere (1992b: 59-72) en su análisis de la traducción al alemán. Se ha creado así un personaje simbólico, cuya aura sagrada impide vislumbrar que la joven «was a much more typical Holocaust victim than the unique parangon into which she has been transformed by posterity» (Magilow y Silverman, 2015: 44).

A fin de contrarrestar esa visión idealizada, una serie de trabajos recientes ha tratado de desentrañar la personalidad del personaje histórico, para lo cual, junto con las anotaciones realizadas en el diario, se han examinado los datos biográficos disponibles. Han resultado singularmente esclarecedoras las entrevistas con supervivientes que compartieron barracón con la joven durante los siete meses que pasó en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Según los detalles revelados, «her rosy outlook on life soon evaporated». No solo eso; al parecer Ana «responded to suffering in less than inspiring ways» (Magilow y Silverman, 2015: 44), a lo que habría que sumar el hecho de que, lamentablemente, no sobrevivió al Holocausto. Ella y también Margot, su hermana, contrajeron tifus y murieron «entre, se cree, finales de febrero y mediados de marzo de 1945», una circunstancia que reviste de cierto tinte irónico el hecho de que se invoque su nombre como ejemplo de resiliencia (Stamponi, 2015: i). Recordemos que el concepto, acuñado por el superviviente del Holocausto Boris Cyrulnik (2002), remite a la supervivencia; esto es, a la vida, no a la muerte. De ahí que pueda afirmarse que el carácter resiliente de Ana Frank es un constructo apuntalado por la traducción y por las (re)escrituras.

Desde España, aunque con mucho retraso en comparación con los Estados Unidos, también se han propuesto (re)escrituras del diario que interpretan el texto en clave optimista, poniendo, en consecuencia, el acento más en la capacidad de resiliencia de quienes vivieron confinados en el ático de la casa de atrás que en la descripción de los sinsabores que los Frank, los Van Daan y el señor Dussel experimentaron en el interior de ese claustrofóbico espacio. Hay que destacar que los dos artistas españoles cuyas (re)escrituras de Het Achterhuis examinaremos en este artículo lo han hecho con propuestas originales en lo que respecta al formato: mientras que Rafael Alvero, empresario vinculado al mundo del entretenimiento, la comunicación y la cultura, se decantó por el musical, María Juncal, bailaora con una sólida formación en ballet y danza clásica española, eligió el flamenco. Dejando a un lado la idoneidad de aproximarse al Holocausto a través de estos medios artísticos, ambos autores apelan al carácter innovador de sus creaciones y a que el lenguaje en el que se asientan entronca muy bien con el mensaje que pretendía transmitir Ana, un mensaje que tanto el productor como la bailaora vinculan a una decidida voluntad de vivir. Esto indica que el texto de referencia no es Het Achterhuis sino las imágenes refractarias que de ese original crearon Roosevelt, primero, con su prefacio y la adaptación teatral y fílmica, después.

Sin dejar de reconocer que reviste gran interés ideológico y cultural analizar las diversas traducciones (Iglesias Barba, 1955; Cornudella y de la Fuente, 1964; Puls, 2017 [1993]) al español de Het Achterhuis, no podemos detenernos en ellas, dadas las limitaciones de espacio. Proponemos, pues, un salto temporal para examinar dos representaciones surgidas en el nuevo milenio, hijas del discurso público español sobre el Holocausto; es decir, el que esgrime la neutralidad oficiosa durante la Segunda Guerra Mundial para inhibirse de toda responsabilidad (Mate, 2000). En cuanto a las representaciones, reprimen lo dramático en favor de lo positivo, en un proceso que, según estamos defendiendo aquí, supone una injerencia del discurso americanizado del Holocausto en las representaciones impulsadas desde España.

La voluntad de resaltar la imagen de niña alegre frente a la adversidad emerge con fuerza en la (re)escritura de Alvero, cuyo título constituye una primera declaración de intenciones. Presentada como un «canto a la vida», el espíritu de la obra no deja lugar a dudas. A pesar de que es de sobra sabido el dato de que de los ocho escondidos solo sobrevivió uno, la narrativa se centra en la superviviencia, por excepcional que esta fuera no solo para los protagonistas sino también para el resto de judíos en la Europa ocupada. Se invierte, por tanto, la realidad para poner letra musical, como indica el juego de palabras con «canto», a la excepción. De esta manera, se contraviene el recuerdo del Holocausto que guardan los seis millones de víctimas judías, entre ellas Primo Levi, quien aseguró: «los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua» (1989: 73). Ajeno a esa realidad, Alvero presenta una imagen de la experiencia judía alejada del drama. Los objetivos del musical, según se definieron en el Dossier de Prensa con el que se hizo publicidad sobre el espectáculo, son muy ilustrativos: «mostrar la cara más amable y emotiva de la joven Ana» (Perception&Image, 2008: 4). A los ojos de los medios de comunicación que se hicieron eco de esta novedad cultural, el musical presentaba, igualmente, «[e]l lado más optimista de Ana Frank» (La Vanguardia, 2008).

Si el título anunciaba el tono, el género elegido —con el que el director ejecutivo buscaba sumarse al boom del musical que desde principios del nuevo milenio vive la Gran Vía madrileña (Doménech-Rico 2016)— le brindó a Alvero los recursos necesarios para operar su particular traducción resiliente. Y es que le forzaba a narrar la acción por medio de secciones cantadas y bailadas. Obsérvese que la American Art Theraphy Association de los Estados Unidos incluye estas dos artes dentro de las denominadas «artes terapéuticas», valorándolas por su capacidad de «improve or maintain mental health and emotional well-being» (en Haeyen et al., 2015: 1). En otras palabras, se trata de formas artísticas que promueven el bienestar y la salud y que, por ende, se sitúan en el extremo opuesto a las condiciones de vida de los judíos que vivieron en clandestinidad durante la Segunda Guerra Mundial. Así lo entendió la crítica nacional e internacional. Desde Ámsterdam y para El País, Isabel Ferrer firmó un artículo titulado «Ana Frank canta y baila en español» en el que admitía que le costaba imaginar que «la luminosidad y el ritmo asociados a los musicales encaje en una historia trágica como la de Ana Frank» (2008). En los mismos términos se manifestó Michael Billington, quien en el periódico británico The Guardian criticó el género elegido porque no respetaba el tono del original en todas sus dimensiones: «the musical, as a form, demands uplift. And, however moving the story of Anne Frank’s inner life, it is one that ends tragically» (2008).

El análisis de la sinergia intersemiótica que el director creó por medio de las diversas estructuras de significación que se suman en su propuesta (música, expresión corporal y lenguaje visual) indica que Alvero prefirió desviar la atención de los datos históricos. Su (re)escritura, de hecho, rinde homenaje no tanto al texto de Ana, que no estaba autorizado a citar, sino al constructo identitario creado en torno a la figura de su autora —una narrativa que ha convertido a la joven en «embajadora de los discriminados de un mundo violento y falto de libertad, en un símbolo de humanidad, de tolerancia, de los derechos humanos y de la democracia, en la quintaesencia del optimismo y de la voluntad de vivir» (Müller, 2015: 11). Es cierto que, en contra de lo que es común en los musicales, se limitaron las rutinas de baile, probablemente porque se consideró que la suma de coreografía vivaz y entramado musical dinámico excedía los límites de lo admisible en lo que a la representación del Holocausto se refiere. Sea como fuere, hay que decir que los otros dos sistemas semióticos, música y lenguaje visual, no esconden esa intención de representar a Ana como figura alegre, energética y apasionada por la vida. Describamos con más detalle la manera concreta en que interactúan para crear una (re)escritura resiliente.

La parte musical, para cuya letra Alvero recurrió a José Luis Tierno Jiménez, se compone de 21 canciones, algunos de cuyos títulos son sintomáticos del deseo de ensalzar el vitalismo de la joven. Así ocurre con «Un sitio en las nubes», «Tenemos que aguantar» o «Saltar, reír y bailar». No obstante, resulta más revelador analizar el estilo musical que inspiró los arreglos. En términos generales, las composiciones están basadas en la música judía klezmer, un género que hunde sus raíces en la tradición askenazí de Europa central y del este y que se caracteriza por crear melodías con temáticas de celebración y alegría; de ahí que sea un componente estándar del repertorio con el que las comunidades judías festejan sus bodas así como otros eventos festivos. En otras palabras, los elementos significativos que emergen de los signos no verbales (canto y música instrumental) se suman al mensaje que se transmite por medio del lenguaje natural, reforzando la dimensión positiva del diario.

A esa misma estrategia responde la decisión de no centrar el desarrollo de la acción de manera exclusiva en el espacio del ático. Para ello los escenógrafos recurrieron a una escalera que dividía el escenario en dos alturas: parte baja y buhardilla de la «casa de atrás». Idearon, además, un sistema giratorio, gracias al cual el espectador podía visualizar la fachada del edificio, lo que evitaba limitar la acción a una atmósfera opresiva y deprimente. La decisión de dar corporalidad a «Kitty» —la confidente imaginaria, a quien, a falta de amigas con las que poder hablar «de otras cosas que no sean las cotidianas» (Frank, 2017: 17), Ana dirigía las anotaciones en su diario— restaba igualmente dramatismo a la historia. Si pensamos que lo onírico es todo aquello que pertenece al mundo de los sueños y que Morfeo, su dios, tiene, según la mitología griega, la capacidad de dar forma a las fantasías de los humanos, la inclusión del personaje en la obra puede interpretarse como una transferencia simbólica de las esperanzas de Ana al espacio real, un ámbito que, en la situación histórica del texto original, pertenecía en exclusiva a lo imaginativo; esto es, lo irreal. Y es que la única realidad que le estaba reservada a Ana en la Holanda ocupada era la de su exterminio. En definitiva, también desde esta perspectiva la (re)escritura resalta lo amable.

María Juncal (c. 1980), cuya trayectoria ha sido reconocida con diversas distinciones entre ellas el Premio Nacional de Danza Flamenca Antonio Gades de Córdoba (2004), tenía un mismo objetivo en mente cuando, tras asistir en México a una versión del diario en danza contemporánea dirigida por Gladiola Orozco (1995), decidió traducir la obra al lenguaje del baile flamenco. Ella misma lo aclaraba en una entrevista concedida al diario abc con motivo de la presentación de su propuesta en Holanda en 2014. En respuesta a las preguntas de Julio Bravo, declaró que uno de los motivos que le habían llevado a explorar la historia de Ana Frank es que le «interesaban la valentía, las ganas y el coraje de vivir» (2014). Siendo su meta la de reivindicar tales cualidades, centró su espectáculo no tanto en la narración de los hechos como en los sueños de la joven, porque «[l]o que pasó», explica Juncal, «cuenta también la historia de cómo raramente perdemos la capacidad de soñar. Yo quiero pensar que ni Ana ni los miles de inocentes que sufrieron su misma desgracia llegaron a perderla» (en Bravo, 2014). Al igual que Alvero, la bailaora sitúa al espectador ante un mundo onírico, de suerte que su traducción intersemiótica nos devuelve una vez más a las adaptaciones estadounidenses. Ahora bien y con independencia del grado de injerencia del discurso americanizado, su aportación a la memoria global del Holocausto radica en incorporar también elementos típicamente patrios.

Un aspecto particularmente interesante de la (re)escritura de Juncal es el significado construido a partir del medio de expresión elegido: el flamenco. Si definimos este arte, con Cristina Cruces Roldán, como «la liberación del individuo que se levanta por encima del poder» para lanzar «un grito de rebeldía social» y de «solidaridad con los que sufren las injusticias» (2003: 45), El encierro se encuadra en el espectáculo como denuncia social. Se aleja, por tanto, del enfoque comercial adoptado tanto por Alvero como por las adaptaciones estadounidenses. En su concepción, se acerca al motivo que llevó a Ana a reformular las entradas de su diario cuando, el 29 de marzo de 1944, escuchó por Radio Orange que el ministro Bolkestein publicaría «una recolección de diarios y cartas relativos a la guerra» una vez finalizada la contienda; es decir, el deseo de dejar testimonio sobre la manera en que «hemos vivido, comido y hablado ocho judíos escondidos» (Frank, 2017: 272; 273). Hay que decir, en cualquier caso, que Juncal, cuya familia materna es de origen gitano, va más allá en la denuncia de la atrocidad cometida por los nazis. En tanto en cuanto su representación se sustenta en un intangible cultural que desde el siglo XIX se identifica como «propio de [la] etnia» gitana (Alejo Fernández, 2002: 358), compite, y ahí reside la controversia, en el plano simbólico con lo que en origen (antes de la conversión de Ana Frank en símbolo global) pretendía ser un testimonio de la memoria judía del Holocausto.

El análisis de esta traducción intersemiótica estaría incompleto si no nos detuviéramos a mencionar que, del resto de minorías victimizadas por los nazis, solo el sufrimiento del pueblo romaní es comparable al de los judíos por haber sido designado para el exterminio. Su genocidio, conocido con el nombre de Porraimos, ha quedado, sin embargo, relegado a un segundo plano, como ya denunciara Christian Bernadac en 1979 con su L’holocauste oublié: le massacre des tsiganes. De ahí que pueda decirse que apelar, por medio de la forma, a la memoria de los cientos de miles de gitanos exterminados, cuya cifra exacta los investigadores no han podido determinar pero sitúan entre los doscientos cincuenta mil y el medio millón (USHMM, s.f.), es una forma de reparar el olvido. Ahora bien, es necesario valorar el lenguaje elegido, una perspectiva desde la cual el «hermanamiento», apropiándonos del término empleado por Juncal, entre «la [sic] situaciones en la vida de los gitanos» y la realidad vivida por los judíos plantea problemas de tipo ético (en Garayoa, 2015). No en vano la recontextualización de la historia de Ana Frank para incorporar la memoria del colectivo romaní entra en eso que Peter Novick (2000: 195) denomina el fenómeno de «la olimpiada del sufrimiento» —una más de las características propias de la americanización del Holocausto.

Otra de las huellas culturales en las que se manifiesta la injerencia de la americanización en El encierro es en el paralelismo que establece la autora entre la conceptualización del flamenco como forma de expresión redentora y la resiliencia de Ana frente a la adversidad. Para Juncal la fuerza de este arte es tal que permite «seguir adelante» (en Balerini, 2015). Así lo evidencian, por ejemplo, las letras, que giran en torno a sentimientos como el orgullo, el amor o la fatalidad (Quintana y Floyd, 1972: 50-69). Al margen de lo lingüístico, la aparición de la joven en escena relatando su experiencia de encierro a través de un medio multimodal como es el lenguaje flamenco, que no depende en exclusiva de lo verbal, vincula de manera directa al personaje con el significante al que remite este tipo de danza: la «cultura de la resistencia» (Marzo y Turell Julià, 2007: 273). Puede inferirse, en consecuencia, que Juncal atribuye a la joven similares características a las que definen a este arte, entre ellas las de la resiliencia. No se trata de una simple hipótesis. La bailaora lo confirma al asegurar que admira de Ana su capacidad de trascender «los muros en los que estaba encerrada para poder vivir» y que este fue uno de los motivos que le llevaron a acometer la (re)escritura (en Balerini, 2015).

En otro orden de cosas, la propuesta prescinde de todo lo accesorio. En concreto, se sacrifican las luminotecnias y los artículos de utilería y mobiliario, reducidos a una maleta, una silla y un armario del que cuelgan un abrigo masculino y un vestido de mujer. Junto a estos, las dos piezas escenográficas clave del decorado son una radio, el instrumento por medio del cual Ana conecta con el exterior, y el diario. Juncal presenta, además, a una Ana Frank muy alejada de la estética flamenca: vestida de uniforme, el espectador no puede activar la representación mental que se ha construido en torno al atuendo flamenco, y que lo vincula a la feminidad de la mujer. Por otra parte, Juncal huye del uso excesivo de la compulsión atlética con la que a veces se asocia esta danza. En concreto, en la primera mitad se limitan los taconeos y los movimientos de brazo. Por el contrario, la capacidad de resistencia del personaje se explota a partir de la segunda parte, cuando «los zapateados se convierten en rabiosos, especialmente en ese momento en que suena una […] canción cantada y grabada en los años cincuenta por David Hickopf» para recordar el Holocausto (Parra, 2015); en definitiva, esta (re)escritura resalta el carácter resiliente de la personalidad de la víctima y remite, por ello, a la lectura optimista comercializada en los Estados Unidos.

Conclusión

Aunque Eleanor Roosevelt podría haber escrito su biografía a la sombra de la de su marido, ha pasado a la historia como una de las fuerzas impulsoras de la Declaración Universal de los Derechos Humanos —además de haber sido una reconocida diplomática, feminista y escritora. Es en el desempeño de este último papel con el que contribuyó, como hemos argumentando aquí, a iniciar las (re)escrituras resilientes de Ana Frank. Existe, en ese sentido, cierto consenso en afirmar que con su prefacio —un elogio a los esfuerzos «of those who have worked and are working for peace» (١٩٥٢: xiv)— transfirió al recuerdo de la joven parte de los valores de quienes estuvieron comprometidos en el desarrollo de este instrumento jurídico. Ello contribuyó a convertir a la víctima en símbolo de la lucha contra la violación de derechos humanos y a que su diario se considere una emotiva manifestación de cómo enfrentarse con resiliencia a situaciones traumáticas. Sin negar que tal cualidad definiera, en efecto, la personalidad de Ana, hemos aportado ejemplos que evidencian que esa actitud vital se vio socavada en ciertos momentos por la crudeza de la inminente realidad.

Sin embargo, las (re)escrituras analizadas obvian ese aspecto para quedarse con una imagen más amable de la vida oculta que, al igual que Ana y su familia, tuvieron que llevar varios miles de judíos en los años de la Holanda ocupada. El proceso se encuadra dentro de las prácticas transformadoras a las que están sujetas todas las manifestaciones artísticas y que afectan también a la imagen de sus autores. Ciertamente, el trasvase de un sistema cultural a otro, resumido por Lefevere en el concepto de «refracción» y sustituido luego por el de «(re)escritura», suele llevar aparejado «the adaptation of a work of literature to a different audience, with the intention of influencing the way in which that audience reads the work» (1982: 4). En la medida en que el proceso comporta un «diálogo intercultural», las (re)escrituras, sugiere Martín Ruano, «contribuyen en la formación de la identidad cultural al proyectar una imagen de otros textos, otras literaturas u otras culturas» (2001: 55). En este caso, ese diálogo ha remodelado, además, la visión de Ana Frank, una circunstancia denunciada, como hemos dicho, por Lefevere (1992b: 59-72), quien señaló que la traducción alemana buscaba agradar a sus destinatarios, cuya conciencia colectiva no estaba en la disposición de aceptar la responsabilidad por los crímenes nazis.

Antes de concluir, destacaremos que el proceso del que aquí hemos dado cuenta se centra no tanto en la ideología transmitida a través de la traducción senso strictu como en los cambios operados por medio de un tipo de (re)escritura más expuesto, a priori, a las intervenciones: las adaptaciones. Hemos buscado el origen de la tendencia a ver a Ana Frank como una figura resiliente, lo que nos ha llevado a tres de las primeras (re)escrituras del texto: el prefacio a la traducción al inglés, la obra teatral y la versión cinematográfica, todas ellas producidas en los Estados Unidos, en la década de los cincuenta de la pasada centuria y muy condicionadas por el contexto sociopolítico de la inmediata posguerra. Fue precisamente la necesidad de no incidir en el recuerdo de la guerra lo que explica el enfoque optimista que tanto Goodrich y Hackett como Stevens imprimieron a sus propuestas —dos enormes éxitos de crítica y público. Esto ha determinado la manera en que desde el resto del mundo se ha visto y se sigue viendo a Ana Frank, incluida la visión que de la joven se proyecta desde España. El análisis que hemos ofrecido a propósito de las recientes (re)escrituras de Alvero y Juncal así lo indica en tanto en cuanto Ana es retratada como un ser que celebra la vida y que resiste con fuerza los dos años de encierro.

Por último, nos gustaría señalar que el análisis confirma la idea de que el trasvase cultural que se opera a través de la (re)escritura está muy condicionado por las circunstancias que rodean a la actividad, unos condicionantes que pueden conducir, como indican las obras que aquí hemos examinado, a casos de escrituras simulacro, diciéndolo con Deleuze (1968); es decir, a (re)escrituras que son producciones. En ese sentido, hemos tratado de vislumbrar la manera en que la traducción y la adaptación han contribuido a alterar, al integrarse en la nueva cultura, la identidad de la autora del texto «original», cuya forma se ha ahormado en virtud de las vicisitudes del contexto que lo ha acogido. Pero también del significado, que se ha ido reelaborando, reflectando y refractando por medio de (re)escrituras anteriores, para llegar a propuestas que recurren a la forma, como en la recontextualización impulsada a través del flamenco, como mecanismo para refrendar el constructo americanizado.

El problema, como señala Lefevere, es que «[r]ewriting manipulates, and it is effective» (1992a: 9) y lo que en este caso se manipula es la respuesta de una víctima judía ante la persecución nazi. Como lo que está en juego es la memoria del Holocausto, es importante —en este caso más que en otros— desandar las huellas y volver al «original», por elusivo que sea el concepto. Porque eso supone reconocer que el diario concluye no con la bondad del ser humano sino con una oración tan poco climática como la siguiente:

Cuando estoy callada y seria, todos piensan que es una nueva comedia, y entonces tengo que salir del paso con una broma, y para qué hablar de mi propia familia, que enseguida se piensa que estoy enferma, y me hacen tragar píldoras para el dolor de cabeza y calmantes, me palpan el cuello y la sien para ver si tengo fiebre, me preguntan si estoy estreñida y me critican cuando estoy de malhumor, y yo no lo aguanto, cuando se fijan tanto en mí, primero me pongo arisca, luego triste y, al final, termino volviendo mi corazón, con el lado malo hacia fuera y el bueno hacia dentro, buscando siempre la manera de ser como de verdad me gustaría ser y como podría ser… si no hubiera otra gente en este mundo. (Frank, 2017: 371)

RECIBIDO EN julio de 2018

ACEPTADO EN febrero de 2019

VERSIÓN FINAL DE febrero de 2019

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1 La obra, estrenada en el teatro Comedia de Barcelona en 1957, fue, como cualquier otra manifestación cultural producida en la época, sometida a examen por la Junta de Clasificación y Censura con el objeto de comprobar si, bien el original, bien la traducción, contenían algún elemento que supusiera una amenaza para el decorum franquista; a saber, sexo, religión y política. Por sorprendente que resulte —tratándose de un diario escrito por una adolescente y que había sufrido expurgo a manos del padre y de los editores holandeses— los censores encontraron pasajes problemáticos tanto con respecto a la obra teatral, cuyos elementos más controvertidos es posible que Alonso autocensurara (Alonso 1957: 9), como al doblaje de la película al español. Para más información ver Expediente 4-57, Caja 73/09212, IDD (03)046.000 y Expediente 19492, Caja 36/03723, IDD (03)121.002 en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares.