Film ininflamable o le roman vague

BERNARDO SÁNCHEZ

Universidad de La Rioja

Este artículo pretende ensayar un acercamiento transversal a la presencia en pantalla de El Quijote (libro y tema). Abordándolo no desde el punto de vista de la adaptación convencional, si no desde la redefinición que de su legado textual y poético —tanto en lo personal, como en lo visual y cultural— han realizado cineastas como Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, François Truffaut o Éric Rohmer, asociados a la Nouvelle Vague: una generación brulê por la pasión lectora y espectadora. Constituye la tela de fondo de esta reflexión una cadena formada por la pauta iconográfica del objeto-libro abrasado, instaurada por F. W. Murnau en Faust (1926), la paradójica reescritura que el fuego hace de la obra de Cervantes en el Don Chisciotte (1933) de G. W. Pabst, y la voluntad quijotesca del propio medio fílmico, representada por el Quijote inacabado de Orson Welles (1957-1985). Todo ello, conectado con la propia naturaleza inflamable de la textura del viejo cine y de los viejos libros (fábula de Fahrenheit 451 novela y film).

Palabras clave: El Quijote, Nouvelle Vague, quijotesco, objeto-libro, iconografía, medio fílmico.

Noninflammable film, or, the roman vague

This article proposes a transversal approach to the cinematographic presence of Don Quixote (both the novel and the theme). It is not as much centered on conventional adaptations as on the redefinition of its textual and poetic legacy carried out by Nouvelle Vague authors like Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, François Truffaut o Éric Rohmer, a generation brûlée by their literary and cinematographic passion. The warp and weft of this reflection is constituted by a chain that links the iconographic schema of the burned out book object to the paradoxic rewriting that fire makes of Cervantes’s work in G. B. Pabst’s Don Chisciotte (1933), and to the quixotesque will of the filmic medium itself, represented by the unfinished Quijote of Orson Welles (1957-1985), which are all presided over by the flammable nature of old cinema and old books (Fahrenheit 451, book and film).

Keywords: Don Quixotte, Nouvelle Vague, book object, iconography, filmic medium

«El sol ardía a diario. Quemaba el Tiempo. El mundo corría en círculos, girando sobre su eje, y el tiempo se ocupaba en quemar los años y a la gente»
Ray Bradbury, Fahrenheit 4511

«… Pere, ¿ne vois-tu pas que je brûle?»
Jean-Luc Godard, Histoire(s) du cinéma (1a)

1. IR AL FUEGO

En El Quijote novela, su narrador, a diferencia de cómo operará siglos más tarde el realizador cinematográfico Georg Wilhelm Pabst, no acaba por describir, en el pasaje pertinente, la acción concreta del fuego. El episodio del donoso escrutinio se resuelve en una línea del Capítulo vii (i) que da noticia mera de cómo finalmente fueron quemados y abrasados (sic) por el Ama «cuanto libros había en el corral y en toda la casa». Cabe denotar, no obstante, en ese verbo ‘abrasar’, una secuencia de consunción, de reducción; por encima del ‘quemar’ —ejecutivo, rutinario— o, buscando entre otros infinitivos acelerantes, del ‘arder’ —que suena a combustión espontánea—. No en vano, ya estábamos advertidos que la voluntad clara del Ama y de la Sobrina era no sólo hacer desaparecer los libros sino liquidarlos: «tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes». Pero el narrador, a la postre, eludirá —no como los cineastas Pabst o, después de Pabst, François Truffaut— los detalles de la agonía de los cuerpos de los libros que «fueron al fuego». ‘Ir al fuego’: eufemismo para referir su holocausto. Incluso —abundando en la ocultación— el narrador arguye que la razón de que sea el corral el lugar elegido para la cremación y no el patio abierto es que no «ofenda el humo». El narrador, está visto, no quiere tampoco ofender los ojos y oídos del lector con la crepitación y fritura de los que eran objetos tan amados para el protagonista.

Sin embargo, no se nos escapa la ironía intrínseca de la liquidación; pues si por un lado constituye en sí misma una ejecución, un acto ensañado, por otro, diríase se presenta —además de cómo paradójica oportunidad de un juicio literario discreto, de cuyas llamas saldrá indultado, gracias a su Galatea, el propio Cervantes— como la necesaria liberación de una sobrecarga bibliográfica que al volatizarse materialmente, por acción del fuego, pusiera a Alonso Quijano, individuo embargado por el peso de los tomos y por el volumen de las lecturas, en disposición de una segunda y definitiva salida; pertrechado ya tan sólo de su memoria inmaterial; en disposición de una aventura inspirada, aspirada y ¡ahumada!, en fin, por el espíritu de su biblioteca incinerada. Es más, el narrador certificará el curioso relajo que se apoderó de Quijano tras el vaciado: «estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos». La biblioteca, atraía al hidalgo gravitacionalmente, al modo de una masa concentrada. Al ahuecarse ésta, al aligerarse, al esfumarse en su mayor parte, cabe interpretar que su inventario se transmigraría a su ánimo, al fin desencadenado. El abigarramiento característico de su biblioteca fue, de nuevo, aportación de los ilustradores, que no del narrador. La generación del imaginario de esta obra —un catálogo iconográfico que en cierto modo suplanta o adorna lo narrado— es un fenómeno al que Éric Rohmer dedicó su documental para televisión Don Quichotte de Cervantès (1965).

2. PUNTO DE IGNICIÓN

La pira del escrutinio no desarrolla en este drama la función de una simple transición o de un trámite, sino el punctum de ignición de lo que habrá de ventilarse a continuación. En la versión audiovisual de su Don Chisciotte (1983-1984),2 Maurizio Scaparro instalaba la hoguera en una estancia al final de un largo pasillo. Un pasillo mental, de ‘fuga’. Una terminal. Su rescoldo, su columna de humo cobraba un aspecto onírico. Casi post-mortem. Funcionaba como una chimenea del cerebro de Quijano (con sus cascos tan calentados por la lectura), encamado, en duermevela febril, al borde del laberinto. Un aire kafkiano. Manuel Gutiérrez Aragón —que ya había imaginado en Sonámbulos (1978) el mal sueño del asalto a una biblioteca (la Nacional)—, rodó el reparto de los títulos a quemar en El Quijote de Miguel de Cervantes (1991) para Televisión Española3 mediante giros de cámara en círculo, alrededor del somatén doméstico; transformando el gabinete libresco en una cueva alterada, vertiginosa, centrípeta: encantada, como habrán de estarlo los acontecimientos, ventas y figuras que sobrevendrán. Y el escenógrafo Herbert Wernicke convertiría la montaña de libros purgados para la hoguera en el espacio central —en lo físico y en lo simbólico— de la ópera Don Quijote de Cristóbal Halffter (1996-1999)4 para sus representaciones en el Teatro Real de Madrid en 2000. Wernicke reconoció la influencia de Kafka en la concepción de ese archivo ‘de Babel’, podríamos decir, desarticulado, condenado; así como la de Dostoyevski y la de los Evangelios. «Es una quema de libros que yo como alemán sé lo que significa»,5 afirmó el escenógrafo. Pabst —austriaco de nacimiento pero alemán adoptivo— optaría por ilustrar en su Don Quichotte el abrasamiento hiperrealista de la carne del libro. En tiempo real. Fílmico e histórico.

Como si la película, rodada en el otoño de 1932 —en vísperas de que se declarara el escrutinio nazi—, hubiera invocado el fuego, éste secundaría sus premières a lo largo de la década.6 Y eso ya sabemos también lo que significa; lo que aún todavía hoy, irreversiblemente, ‘viene a’ significar. La versión francesa de Don Quichotte se estrenó en Bélgica y en París en marzo de 1933,7 las mismas fechas en que los nazis promulgaron la “Acción contra el espíritu anti-alemán” (Aktion wider den undeutschen Geist) que abriría la veda de escritores desafectos al régimen; y sólo un mes más tarde del incendio del Reichstag. Pero su versión inglesa se estrenaría en Londres el 25 de mayo de 1933, quince días después de la quema de libros en la plaza de la Universidad Von Humboldt en Berlín, la Bebelplatz, a mano de la Unión Estudiantil Nacionalsocialista. En España, se vería en noviembre de 1933; primero en el Tívoli8 de Barcelona, el día 8, y una semana más tarde en el Palacio de la Música de Madrid. En la primavera de 1936, Benjamín Jarnés le dedicó unas páginas en su Cita de ensueños (Figuras del cinema).9 Comenzaba con una premonición que hoy sobrecoge recordar: Pabst se habría lanzado en su película, decía Jarnés, a interpretar no la España del siglo xvii, sino «la de todos los tiempos, la misma España de hoy, a la que ya le falta muy poco para volver a quemar libros ilusionados».10

3. LES ENFANTS BRULÊS

En su diario de rodaje de Fahrenheit 451, Truffaut anotaría en la entrada del viernes 14 de enero de 1966: «El 2 de mayo de 1964, la señora Soermarni, miembro del gobierno indonesio ha prendido fuego en Yakarta a libros que no le gustaban, ni tampoco al presidente Sukarno» [Truffaut, 1974: 208]. El primer libro que en la adaptación, minuto 3: 30, vemos descubrir a los bomberos incendiarios es Don Quijote. Y de las últimas frases que se escucha memorizar a los ‘hombres-libro’ es: «Dulcinea del Toboso…». Bradbury —que escribió la novela en 1953, evocando la purga que había ordenado Joseph McCarthy de miles de libros de supuestos comunistas, en el mes de abril de ese mismo año— añadió a su inicio una cita de Juan Ramón Jiménez, autor, por cierto, del poemario Fuego y sentimiento (1920), pero no incluyó el Quijote en su ‘Índice’. Sin embargo, Truffaut esconderá un ejemplar tras la tulipa de una lámpara de techo. El bombero Guy Montag, sabedor de que las lámparas suelen ser escondrijos habituales, la enciende y se trasparenta en sombra un bulto sospechoso. A una indicación suya, otro bombero pesca el libro y lo muestra: es una edición francesa de El Quijote. Resulta abreviado y expeditivo el arco de la existencia de este Quijote en pantalla. Desde la secuencia de su nacimiento, de su alumbramiento, literalmente —bulto, sombra, libro— hasta su muerte al cabo de unos minutos; es de suponer que en la inmediata incineración con el resto del lote aprehendido. Resulta ‘ejemplar’, me atrevería a decir, en cuanto a la síntesis y brevedad fabulesca de las ‘novelas ejemplares’ (probable destino original, como se sospecha, de la historia del hidalgo hiperlector).

El rodaje de Fahrenheit 451 fue, de hecho, según anotaba Truffaut [Ibidem: 258], un acto de lectura comunal, continua y como aquijotada: «Desde el principio, todos se han puesto a leer. Como hay a menudo centenares de libros en el decorado, cada uno escoge uno, y en ciertos momentos no se oye otro ruido que el de las páginas al pasar». Circulaban tanto libros como películas. Y películas como libros: «Con Suzanne,11 The Magnificent Ambersons en Chelsea. Si Flaubert releía cada año El Quijote, ¿por qué no revisar Los Ambersons cada vez que sea posible?» [Ibidem: 268]. No le hubiera parecido desatinado, desde luego, a George Amberson. En la novela de Tarkington, pondera a Eugene Morgan delante de su sobrino, comparándolo con don Quijote:12 «…yo le conozco a fondo, George, y te aseguro que es un caballero, un caballero algo chiflado tal vez. ¿Has leído Don Quijote? También te digo que fuera de su familia no hay a quien tu madre prefiera, y estoy seguro de que le encuentra interesante, más que a nadie».

Truffaut, el niño que leía y releía; que siendo lector precoz de Dickens —y de muchos más— llegó a confundir, aquijotado, su infancia con la del personaje David Copperfield13 —de ahí, la presencia titular, carnal, de este libro, en la película, desbancando a otras referencias traídas por Bradbury—; que perteneció, entrado en la juventud, a una hornada etiquetada en adelante como Nouvelle Vague, lectora compulsiva, así como espectadora compulsiva (alevines aquijotados del cine que después la guerra entra en tromba, arrojando «demasiadas películas para ver o para recuperar en esta suerte de urgencia que era la historia del cine que se había vuelto monstruosa» en palabras de Serge Daney a Godard);14 aquella comuna cinematográfica que, del mucho leer y ver y del poco dormir, ha mostrado en pantalla más libros y más citas literarias y a más individuos en el acto de leer (o en el acto de estar dentro de una sala de cine, admirando, una película, agonizando en ella); el movimiento para el que «una cierta tendencia… a la ignición por la literatura y el contrabandeo de cubiertas y citas de libro fue una patente y una contraseña [...] los adolescentes que vivieron la Ocupación en “culottes courtes”, en expresión de Jean Douchet…» [Sánchez, 2002: 1999]… pues este Truffaut, el cineasta que «a placé son oeuvre sour le signe de l’embrasement» [Benoliel, 2014: 13], ya en su primer largometraje, en 1959, Les Quatre Cents Coups, armó un primer incendio —mezcla de inflamación literaria e imprudencia infantil— en honor de Balzac. Nada más acabarse el tomo de L’Recherche de l’absolu (1834), con la misma fruición e incandescencia con la que, a la vez, consume un cigarrillo, Antoine Doinel, con catorce años, uno de les enfants brûles de Truffaut, como los califica Benoliel (junto a Adèle Hugo, Victor, Juienne Davenne, Catherine, él mismo…), le ponía una vela a una estampa con el autor de La Comédie humaine que tenía expuesta en un altarcillo sobre su camastro, oculto tras una pequeña cortina. La vela encendida prenderá la cortina y el humo de una fogata que amenaza con chamuscar el dormitorio de Antoine llega hasta el comedor, donde cena con sus padres. ‘Ofendiendo’, pues, la casa. Logran apagar las llamas, pero se declara una bronca que —en una feliz estrategia de equilibrio poético y emocional— será mitigada por la promesa del cine; por la ‘salida’ que, en compensación, ofrece la posibilidad del cine. El cine, que —como sucediera años atrás en el Quichotte de Pabst— habrá de rescatarnos del fuego.

4. UN ARDIENTE DESEO DE REENCUENTRO

La madre propone, para superar el accidente doméstico, ir a ver, ni más ni menos que al Gaumont Palace, una película que ¡aún no existe!, al menos por completo; una película que en ese momento está luchando por existir (como también, en ese momento, la propia Les Quatre Cents Coups, que se rueda en paralelo);15 una película que acabará existiendo cuatro años más tarde: el Paris nous appartient de Jacques Rivette, escrita en 1957 —año en el que transcurre su acción—, rodada intermitentemente al año siguiente, montada entre 1959 y 1960 y estrenada, por fin, en diciembre de 1961. Un caso, sin duda, de vocación, de convicción, de proyecto personal (aunque compartido con la fratria cahierista, algunos de cuyos miembros comparecen en pantalla) y de superación de los magros recursos económicos para producirla. Una obra producto del cine inoculado (su túnel llega hasta la Metropolis de Fritz Lang, uno de los caballeros mayores de la generación), de la ‘monstruosidad’ cinematográfica instaurada. Y de lo leído: en este caso no Don Quijote —pese a revestir el empeño de realizar la película una tenacidad quijotesca— pero sí por Federico García Lorca, emblema trágico de su arranque. La cita de Truffaut ha de tomarse, pues, como una promesa, como un muestra de confianza en que, al igual que la suya propia —en ese mismo momento en curso— la película de su amigo y colega de tendencia habría de lograrse. Ambos estaban luchando por ‘salir’ al campo abierto del largometraje. Y Antoine Doinel y Alonso Quijano —en el que se podría reconocer algún síntoma de rebeldía y de ludismo infantiles— son dos sujetos en fuit: de la familia y de las instituciones; armados, investidos, únicamente por una ilusión poética. Y ambos llegaron a su tope: el mar. Hasta entonces «dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo» (DQ ii, xvi).

Una digresión acerca de Jacques Rivette en este contexto: Emmanuel Siety [2007: 7-10] considera que una gran parte de su modelo ficcional —definido por Siety en términos de «annulation de la rencontre par l’interdit de la rencontre» o, si se prefiere, «d’accepter et de refuser la reencontré, d’un même geste»— se debe a tres esquemas, que él prefiere denominar ‘complejos’ (complexes), en un sentido psicológico: el de Les Enfants Terribles, el de La Bête dans la jungle y… el de Don Quichotte. Los tres complejos (asociados a sus respectivas obras literarias, libros ‘de cabecera’ de Rivette)16 podrían verse combinados en el comportamiento de un mismo personaje. Siety caracteriza el de don Quijote en tres aspectos: «un ardent désir de rencontre» —un rencuentro romanesque de tipo cortés o combativo (ya sea con su Dulcinea o con los gigantes)— que la realidad viene a contrariarle sistemáticamente; «besoin de suggestion», readaptando a sus intereses de caballero todas las proposiciones que el mundo le presenta y «une force centrifuge» que le impele a alejarse de su núcleo doméstico. Siety, siguiendo esta plantilla, pasa a identificar los don Quijotes que transitan la filmografía de Rivette y enumera los siguientes: Baptiste y Marie (la actriz Bulle Ogier y su hija Pascale, coguionistas) forman una reconocible pareja Quijote-Sancho en Le Pont du Nord (1981); Jean la Pucelle (1994), desde luego, por su empresa netamente caballeresca; Frédérique en Out 1 (1971-1972) —tributada también a Balzac y a su Comédie humaine—, la joven timadora que se fabrica un mundo conspirativo interpretando el contenido de las cartas que ha robado a cierto grupúsculo; y la peripecia —precisamente de encontrarse pero no encontrarse o fingir que el encuentro no se ha producido— de Céline y Julie en Céline et Julie vont en Bateau (1974). Adviértase —y no es un asunto menor— que todos los don Quijotes de Rivette son mujeres.

Truffaut desmintió en el diario de rodaje de Fahrenheit 451 una supuesta intencionalidad en la elección de los libros sacrificados ‘a la vista’. Resumo las líneas principales de su defensa, fundamentada en la involuntariedad: «las tomas con varias cámaras ha puesto tal o cual libro en evidencia […] ciertos libros han ardido mejor que otros, se han revelado más fotogénicos […] algunos libros han sido escogidos por su valor sentimental, porque su cubierta evoca una época de nuestra vida...» [Truffaut, 1974: 314-15]. Con todo, el Quijote reúne tres características de las cuatro que —según catalogó el propio realizador— pueden presentar los libros en su adaptación de la novela de Bradbury: se ve en pantalla, se lee en voz alta y se quema. No oímos, en cambio, aludirse a él en el diálogo. Tampoco, en verdad, arder en primer plano. Suponemos —ya ha quedado dicho— que va directo a la parrilla con el primer alijo; pero es verdad que —a pesar del ser el primero en ser ‘citado’ en pantalla (lo que ya implicaría una decisión editora, y eso es innegable)— el azar fotográfico o decisiones posteriores en la mesa de montaje nos ahorran su reducción a cenizas. No disfrutará del mismo ‘beneficio’ el resto de la biblioteca traída a colación (que, en su inventario, se nos antoja menos casual de lo que Truffaut declaró).

Sin embargo, de nuevo paradójicamente, la catástrofe da lugar a instantes milagrosos, de inopinada revivificación —como había sucedido antes con El Chisciotte en Pabst—. Y no me refiero solamente —con ser muchas y plásticas— a las metamorfosis de portadas, grafías o ilustraciones, sino al aleteo de un libro en concreto, página a página, como si se nos diese a leer por completo unos minutos antes de ser petroleado, para que quede así grabado en nosotros y permanezca indeleble cual imagen latente. Se trata, además, de un libro de imágenes por excelencia; que resultará animado, deshojado por un viento —de procedencia azarosa, si hacemos caso a Truffaut— con propiedades de stop-motion: «aprovechando una ráfaga de viento, las páginas de un álbum sobre Dalí pasan solas» [Ibidem: 285]. El libro es The World of Salvador Dalí, de Robert Descharnes.17 Truffaut coreografía, pinta, funde, esculpe la quema de los libros condenados. En su consunción parecen hablar, gritar, danzar, exhalar su ánima. Son como personas. La cámara los ‘quema’ y a la vez opera caprichosamente en su dermis. Se quedan «abarquillados, crujientes, centelleantes», como describiera Benjamín Jarnés [1974: 85] el estado de los libros en la hoguera de Pabst. El protocolo del fuego en las sesiones crematorias de Fahrenheit 451 película es ejecutivo pero a la vez mórbido, incluso a veces sensual. Las páginas de los libros se abren como pétalos de una flor de fuego, y se traslucen como una piel (suave). «Hay tres escenas de quemas en la película, y cada vez la cámara se acerca un poco más a los libros» anotaba Truffaut en el Diario; añadía: «de modo que la cámara pueda pasearse por las palabras a las palabras al mismo tiempo que borrarlas» [Ibidem]. Este fuego cinematográfico, este blowing-up, borra y reescribe. Promueve una suerte de palimpsesto. Adquieren otra ‘textura’.

5. UNA CADENA DE DEFLAGRACIÓN

Así pues, los libros se abrasan en Fahrenheit 451 película como antes en el Quijote —los tres Quijotes— de Pabst; y estos, muy probablemente, como antes en el Faust (1926) de Friedrich Wilhelm Murnau; con lo que puede establecerse una cadena de deflagración que se propagaría desde Pabst hasta Truffaut. Sánchez-Biosca [2009:178] sostiene que uno de los tres elementos del Faust que influyeron directamente en Don Quichotte, junto a las representaciones de la Feria y del gabinete de lectura del hidalgo, es «el motivo visual de los libros. En este episodio, quizá más que en los anteriores, el referente cervantino no ofrece ninguna clave y acaso eso hiciera sentirse más libre a Pabst para elegir sus parámetros iconográficos, sus fuentes y sus deudas». Faust: un film, por lo demás, brûle desde su primer fotograma hasta el último. El episodio referido por Sánchez-Biosca es aquel en el que el doctor Fausto, impotente por el avance de la peste —que se manifiesta imparable pese a su ciencia— y fatalmente desengañado por la falta de ayuda divina —«¡Todo es una mentira!» proclamará ante la gente que, infectada, le implora por las calles— regresa a su gabinete; mira furioso sus torres de libros y los derriba; arrojándolos, a continuación, a la chimenea. Tras comprobar que el montón arde (algo que adivinamos por el resplandor reflejado en su rostro incendiado, iracundo), el doctor advierte que queda sobre la mesa el Gran Libro que hasta ese momento guiaba su praxis; un tomo que luce impresa sobre su portada una cruz y que se abre con una alabanza a Dios. Y lo arroja igualmente a la voracidad de las llamas, en un gesto despechado, blasfemo.

El Gran libro, en el proceso de su abrasamiento, se comportará como luego lo harán los Quijotes de Pabst y los libros de Truffaut: como una especie de objeto-autómata, que pasa sus páginas sin aparente intervención humana, movido ‘por sí solo’ (un trucaje de hojeado/ ojeado ya utilizado por Griffith y Stroheim en las respectivas aperturas de Intolerance [1916] y de Greed [1924]); un libro que se consume en un infierno; que es en sí mismo el infierno (y por tanto el acelerante), pues su contenido ha mutado de lo sagrado al manual de instrucciones para invocar la asistencia demoníaca. La Sobrina, el Ama y los bomberos de Fahrenheit 451 novela y película condenaran los libros al fuego por diabólicos y contraproducentes; es decir; por ‘dañadores’, en calificativo de la Sobrina. De hecho, antes de pegarles fuego en el expurgo, la Sobrina y el Ama exorcizarán el aposento de Quijano «con una escudilla de agua bendita y un hisopo». Arno Ritcher, ayudante de decoración en Faust, revelaría la identidad del demiurgo, del auténtico manipulador del libro: el propio Murnau, claro está: «Aún le veo sentado en el laboratorio de Fausto; arrancaba las páginas al libro mágico que Fausto debía lanzar al fuego. Pues las páginas que debían verse pasar como por una mano invisible o por un soplo demonizado, no pasaban bastante rápido ante la cámara» [Berriatúa, 1990: 338]. Paradójicamente —ya lo hemos comentado a propósito de la donosura de la saca manchega— del fuego saldrán ‘librados’ algunos textos. En tanto comentados por su fama literaria en el caso del Quijote, y en el de Faust, porque el Gran Libro, a la vez que se abrasa se está reinventando; aunque ahora se haya convertido en un libro no de Dios sino del Diablo. Lo importante es que reclamará la atención del doctor y éste lo rescatará del fuego —que no podría consumirlo, como no podría consumir al mismo Diablo— para su reutilización. En Fahrenheit 451 película, el fondo final de nieve (una nevada completamente imprevista, reconoce Truffaut en el Diario) se convierte en una gran página en blanco en la que la imprenta de la memoria de los ‘hombres-libro’ va reescribiendo lo abrasado. Y salvaguardándolo, por tanto. Y en el Don Quichotte de Pabst, como veremos, el fuego vuelve —mediando otro trucaje— a encuadernar el libro. Al final, pareciera que hablamos, en los tres casos, de ‘fuego amigo’, ya que acaba restaurando materialmente el libro y/ o —en Pabst y Truffaut— fijando su legado, literario y moral.

6. UN CUENTO MORAL

Suponía Sánchez-Biosca que Pabst se debió sentir muy libre para imaginar el motivo del libro ardiendo porque Cervantes no había ofrecido una pauta iconográfica. Volvemos a lo que decíamos al principio: la falta de descripción literaria de su combustión abre un espacio, una brecha, para su recreación. En cuanto al tableaux del gabinete de lectura —y aquí retomaríamos la lección de Rohmer en Don Quichotte de Cervantès— podría afirmarse idem de lienzo. Pabst recurrió en ambas escenas a ‘pintores’ anteriores, un pintor de las calidades de Murnau. El propio Rohmer —¡al que Faust convertiría también en doctor!18— se serviría en Le Genou de Claire (1970) —relato y película— de un motivo pictórico quijotesco para realizar un comentario ‘moral’ que —so pretexto de la personalidad del hidalgo— lo era en realidad sobre el personaje de Jerôme, su protagonista. Moral, en el concepto de ‘moralidad’ manejado en los seis ‘cuentos morales’ —en cuya serie se inscribe—; es decir, y resumiendo a Rohmer en su prólogo a la edición literaria de dichos cuentos: actuar como personaje de una novela inexistente. «Un poco como don Quijote», ejemplificará; o sea: «todo se desarrolla en la cabeza del narrador», sin apenas acción física, por tanto, exterior a su lógica interna [Rohmer, 2000: 8-9]. Recuérdese la secuencia, insertada casi al inicio; ubicación que provocará el que la reflexión que contiene ejerza una ascendencia emblemática sobre el resto de la fábula. Por eso afirma Pascal Bonitzer [1995: 95] que Le Genou de Claire es un relato colocado «explícitamente bajo el signo de don Quijote». Jerôme, un agregado cultural, conduce a su chateâu a Aurora, que es novelista. Es una residencia del xviii con jardines adornados con «ingenuas pinturas» (sic). Una de ellas —realizada por un soldado español en tiempos de la ocupación de Saboya— reproduce el episodio del Clavileño.19 Aurora destaca un dato, de consecuencias también paradójicas: «Les han vendado los ojos. Los héroes de las historias siempre tienen los ojos vendados. Si no, no harían nada, se detendría la acción» [Rohmer, 2000: 27]. Aurora reconocerá que no es nunca un autor —y ella ejerce como tal— la causa de la acción; sino que es el impulso del protagonista el verdadero y único ‘fuelle’ (sic); que es la lógica del héroe la que inventa. Esa lógica y ese fuelle son generados por la ceguera, un ver desde dentro, mientras que ver desde fuera —lo que les sucede a los escritores— paraliza la ficción y como mucho permite descubrir, pero nunca inventar. Sólo la anteojera del héroe permite la verdadera invención y garantiza el empuje continuo de la ficción. Los ‘héroes’ de los seis Cuentos morales de Rohmer viven, ingenian y narran desde la cavidad de esa especie de yelmo. O de ‘baciyelmo’. A partir de aquí, como concluyen Bonitzer y Fernández Heredero [1995: 108]: «nadie, ni siquiera el director y mucho menos el espectador, podrá demostrar que su narración no responde a su propia y subjetiva realidad, de la misma forma que no es posible demostrar que el mundo encantado de don Quijote no esté realmente encantado dentro de su imaginación».

Podríamos apostillar que el propio reformateo cinematográfico de los Cuentos —en cuya entretela se verificaría algo parecido a un falso reencuentro, como el que definía Siety, pero esta vez entre escribir y filmar, entre las naturalezas y prevalencias de lo uno o de lo otro—;20 que el pasar de la letra a la acción del cine (acción aventuresca, como pocas, ‘al trote’ del rodar, montar, proyectar, etc…) sería un efecto quijotesco de la subjetividad literaria original, de aquello que «tiene que sujetarse por el solo peso de su ficción» [Rohmer, 2000: 7]: un acto más, en fin, de la ‘moralidad’ que rige los Cuentos. Que las películas resultantes vendrían a ser, en definitiva, un séptimo cuento moral, con el bueno de Maurice Henri Joseph Schérer, autoinvestido Éric Rohmer en su salida cinematográfica, como héroe.

Entreacto: «A veces el estudio estaba lleno de humos que nos asfixiaban; para crear una atmósfera más densa se utilizaban trozos de película que se quemaban a la puerta del estudio. ¡Sin preocuparse lo más mínimo por un posible incendio!» recordaba Arno Ritcher del rodaje brulê de Faust [Berriatúa, 1990: 338]. La materia de la que estuvieron hechos el cine y los libros era altamente inflamable. En lo que respecta al cine, me viene a la memoria un accidente de fuego en una sala de cine provincial; un ‘escrutinio’ cinematográfico, en 1921, la era del nitrato de celulosa: «Estando pasándose las películas por la pantalla se encendió una de éstas. Visto esto por el operador corrió prontamente la cinta, pero al tirar el trozo encendido al suelo lo hizo con tan mala fortuna que encendió las que había debajo del aparato».21 Muchos de sus empeños son formas de arder. Pienso en lo que contaba Cherchi Usai [2005: xvii]: «Ya en 01977, mi primer año de experiencia en un archivo de cine, me di cuenta de lo poco que se había hecho para salvar la herencia cinematográfica, y ardía por entrar en combate y reparar la negligencia». Innumerables films —incluidos varios Quijotes, desde Blasco Ibáñez a Terry Gilliam; desde César Fernández Ardavín hasta Orson Welles—22, se han demostrado quijotescos por odiseicos, o nunca iniciados, o nunca acabados. El de Welles, por su puesto. Hasta el punto —paradoja— que de haberlo concluido, a la larga hubiera rebajado su poética radical del fracaso y de la obsesión. La más exacta imagen de este lucha contra el propio cine es la secuencia en que don Quijote/ Francisco Regueira arremete contra la pantalla de un cinema de provincias sobre la que se proyecta un peplum. Y el caballero sale en defensa de una doncella, asediada por soldados de las regiones romanas. De resultas, el lienzo quedará rasgado, herido. Inutilizable. Una secuencia, abundando en lo quijotesco, no editada desafortunadamente, en la versión de Jesús Franco (1992); y que corre colgada, en pésimo estado, en youtube bajo el titulo de “Los seis minutos más bellos de la Historia del Cine”.

7. UN OBJETO NECESITADO

Godard, en Histoire(s) du cinéma (1a),23 refiere el Quijote por partida doble: incluye la novela de Cervantes en el centro de un tríptico literario capital, entre La condición humana (1933) de Malraux y Humillados y ofendidos (1861) de Dostoyevski; y a continuación, aunque sin nombrarlo, alude al Quijote de Welles entre «todas las historias (título de [1a]) de las películas que nunca se hicieron»24 mediante el engaste de un fotograma de Akim Tamiroff (Sancho) con secciones del óleo “Don Quijote” (1868) de Daumier y de la “Venus del espejo” de Velázquez. Godard mismo no estaba entonces, 1988, seguro de lograr ‘hacer’ sus Histoire(s), por serlo de todo un siglo y de su trasunto el cine (o viceversa): si yo examino sensatamente (avec soin) mi plan, es irrealizable, le confiesa a Serge Daney en (2A). Una señal de ‘inacabamiento’ es que incluso el collage citado tiene en las Histoire(s) dos versiones: una, la primera, en que también aparecía engastada una imagen de Francisco Regueira (Don Quijote), y una segunda25 en la que la imagen de Regueira se desechó, por demasiado explícita. Es por todo ello que Liandrat-Guigues y Leutrat [2009: 138] ven un don Quijote en el Godard que invierte una década de pensamiento y de trabajo —entre 1988 y 1998— intentando sacar adelante su plan: «Don Quichotte peut lui aparaître effectivement comme une image de lui-même». Antes de la primera referencia, Godard entrecruza una pista de imagen —brulê— con clips de Häxan [B. Christensen, 1922], Ordet [C. Th. Dreyer, 1955] y Gilda [Ch.Vidor, 1946]— con una de sonido en que se funden fragmentos del soundtrack de una película (¿Gilda?) —oímos, en ella, a un hombre y a una mujer discutiendo acerca de qué es mayor locura, si el enloquecer por una mujer o el «estar loco por sí mismo»— con una voz femenina en over que habla sobre la soledad del ‘objeto necesitado’, para acabar concluyendo con una sentencia de Emmanuel Lévinas —uno de los más influyentes filósofos de la ‘alteridad’— a propósito del objeto solo, y en la que parece se hiciera eco la soledad del héroe don Quijote «Si yo no soy sino aquello que soy: soy indestructible. En tanto que sin reserva. Mi soledad conoce la vuestra».

Don Quijote y Cervantes ‘desencadenados’ (así se califica, por lo menos, a Cervantes en [2a]) son dos contraseñas internadas en el discurso, la metaficción y la autorreferencialidad godardiana (de las tres cosas, discurso, metaficción y autorreferencialidad, participa el constructo quijotesco). En 1991, avanzadas las Histoire(s), Godard intercalará fugazmente a don Quijote en su hibrido entre documental y ficción Allemagne année 90 neuf zéro (1991), en el que, por cierto, en un momento dado se imprime la siguiente afirmación: «un truco de la razón es usar la sinrazón»; paráfrasis de la ‘razón de la sin razón’. El agente Lemmy Caution, en su última salida, casi tres décadas después de la aventura de Alphaville, se topará con el caballero. La situación es digna del Quijote de Welles: en medio de la carretera hay parado un coche Traban, como si se hubiera averiado. Detrás del Traban hay un ‘quijote’ a caballo. Parece un Quijote de guardarropía por el atuendo y la peluca. Al fondo un molino contemporáneo. Del Traban sale un tipo acachaparrado, provinciano, con gorra, fastidiado por tener que empujar y que (mal)habla español: podría ser Sancho Panza (y el Traban, su rucio). Lemmy está desorientado y le pregunta —en inglés— al caballero cuál es el camino hacia el Oeste. «¡¿Qué pregunta el señor?!», le espeta el conductor. Este episodio tiene un recorrido transversal: atraviesa la secuencia que estamos delineando en el presente artículo: «La referencia a Don Quijote en Allemagne 90 remite al film inacabado de Welles del que se trata en Histoire(s) y, sin duda, también al terminado de Pabst y, con toda seguridad, a Pont du Nord de Jacques Rivette, con sus dragones representados por las armaduras metálicas y los brazos de acero de las grúas» [Liandrat-Guigues y Leutrat, 1994: 98]. Con toda seguridad, literalmente, pues este Quijote, que va chupando rueda del Traban, le responde solemnemente —en alemán— a Lemmy, en lo que parece una clara alusión a los dragones de Rivette, sirviéndose de una cita extraída de Cartas a un joven poeta (1929) de Rainer Maria Rilke, que sería editada también en el audio de (1a) sobre la evocación gráfica de otras dos piezas inconclusas, El prado de Bezhin (S. M. Eisentein, 1937) y The Merchant of Venice (O. Welles, 1969): «Todos los dragones de nuestra vida no son quizá princesas que esperan sólo eso: vernos hermosos y valientes. Todas las cosas espantosas no son quizá más que cosas sin auxilio que esperan a que las socorramos».

En 2017, el Círculo de Bellas Artes de Madrid programó un ciclo sobre Don Quijote en el cine, e incluyó… Pierrot le fou (1965). Tiene mucho sentido. El personaje del loco, del fugitivo, del enamorado, del iluso Pierrot, está construido (y destruido, autodestruido) como un arquetipo netamente quijotesco: un profesor de español, de nombre Ferdinand Griffon, reconvertido posteriormente como Pierrot ‘el loco’ por su amada Marianne, y arrojado por ella —hasta sus últimas consecuencias— a la vida aventuresca, romántica, noir, episódica, fuera de la ley y finalmente brulê. El trailer de la película describía de un modo telegráfico los atributos de su investidura (un ‘monstruo’ literario): ‘Pierrot el loco’ lleva una pistola con el nombre de un poeta, (Robert) “Browning”, y conduce un velero de novela de Stevenson; hay un pequeño puerto como de novela de Conrad y también un prostíbulo como sacado de Faulkner. Pierrot, como don Quijote, es producto de una novelística.

«Aquello que renace de lo que ha sido quemado»: así define el arte Jean-Luc Godard en Histoire(s) du cinéma (1a). Rebobinemos ahora cómo rebobinó Pabst; y antes Chaplin; y aún antes los Lumière. Y mucho después Truffaut.

8. ABSOLUTAMENTE CINEMA

De un modo borgiano, Georg Wilhelm Pabst es autor de El Quijote. Es capaz de restaurarlo en su integridad al mismo tiempo que lo reduce a cenizas. Capaz de repasar sus páginas —como Truffaut en Fahrenheit 451— borrando a la vez que reescribiendo. Con un propósito digno de Pierre Menard: «producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabras y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes». Y así, del fuego aplicado por Pabst se extraerán las nuevas páginas: perfectamente encuadernadas y recosidas. Las mismas y a la vez distintas. Perfectamente impresas. Como una primera edición. Podría decirse que Pabst alumbra exactamente eso: una primera edición fílmica de El Quijote de Miguel de Cervantes. Se lo permite el artefacto del cinematógrafo, uno de sus trucos fundacionales, un mecanismo muy simple, elemental; tanto que, al igual que la corriente de aire de Fahrenheit 451, se cuenta que fue un azar, un golpe imprevisto de manivela; un gag cómico si se quiere, antinatura, pero que está, en cambio, en la naturaleza de su magia: transformar material y poéticamente los objetos y alterar el orden de las cosas. Pabst reabsorbe el fuego que abrasa el Quijote —consumiéndolo y a la vez recomponiéndolo— gracias al sencillo rebobinado de la cinta cinematográfica. El mismo truco que en un instante —ante los ojos atónitos de los espectadores— levantó el muro demolido en la película Lumière de 1897. El mismo truco que conseguiría en 1916 que un Chaplin metido —precisamente— a bombero ascendiera —en vez de descender— por la barra del cuartel; habilidad que luego se traspasaría (en virtud del cine) al bombero Montag de Fahrenheit 451 película («he pedido una proyección de Charlot Bombero en 16 m/m. Tal como esperaba, encontramos en ella, cincuenta años antes que nosotros, la escena de la subida del palo al revés» [Truffaut, 1974:]), y que le permitirá no solamente un ascender imposible sino que los guanteletes salgan solos de sus manos tras la quema de turno. Como si el fuego, en fin, hubiera derretido la tensión direccional de los movimientos de personas y cosas.

Pabst, de entrada, trasladó el episodio de la hoguera —colocado por Cervantes en el capítulo VI— al final de la película. Jaouan-Sánchez [2003: 137] apunta que esta maniobra pudo ser idea del escritor Alexandre Arnoux —¡traductor al francés del segundo Faust (1832) de Goethe!— y coguionista de Don Quichotte junto a Pabst y Paul Morand. Las manos que enviarán al fuego los libros no serán tampoco las de la Sobrina y el Ama sino las de unos agentes inquisitoriales. Como fuera, el desplazamiento de la quema in extremis del relato fílmico, pegada —en contraste— al apagamiento del héroe, empasta un finale al que la Chanson de la mort26 le añade —además de glosar en su letra la metáfora propuesta por tan singular cierre— un patetismo operístico; y repercutido, por ser el propio Feodor Chaliapin —Quijote por antonomasia en su patrón lírico— el encargado de interpretarla. De hecho, este planto parece el fuelle que avente las páginas del libro ardiendo. O como si el fuego modelase la voz del bajo ruso. Un libro que no habrá de mostrar su cara, su identidad, hasta los últimos segundos de su combustión inversa. Un libro que —lejos de ser volatilizado— resultará como repujado por la combustión rebobinadora. También pareciera —al coincidir los bordes de las páginas con los de los fotogramas— que fuese la propia cinta de película la que estuviera ardiendo —en cabina o en pantalla— por unos de sus cabos. El truco finalmente triunfa, y hace triunfar al ejemplar del libro, como reeditado; y con él a don Quijote, que quedaría también reconstituido; y al cine, puesto que con la portada de la novela ocupando la pantalla, bien pudiera dar lugar, de nuevo, a iniciarse la película. Página a página. Con mucha razón afirmó Antonio Barbero en su crónica para ABC del 15 de noviembre de 1933, que este Don Quichotte era «absolutamente cinema».

Pabst quemó una trinidad de Quijotes, un Quijote políglota y proteico; en tres ocasiones, en tres tomas, en tres combustiones distintas. Se trata de un único libro, El Quijote de Cervantes, y tres: con títulos distintos y fuegos distintos. Item más: el montaje de las tres versiones —de las que se conservan dos, por lo que no conocemos más que dos combustiones de las tres que se provocaron— también difiere. La «encuadernación» de la película no es la misma. Como es sabido, Pabst rodó íntegramente —quiere decirse que no fueron meramente doblajes alternativos— una versión hablada en francés, otra en inglés y otra —la que no se puede ver, de la que no hay noticia—, en alemán.27 Sin embargo, lo que viene a aumentar en número y forma las reediciones, parecen existir —al menos en youtube— dos montajes de la versión inglesa: uno corto de 55 minutos y uno largo de 75 minutos. El montaje corto se abre con un plano de la portada del libro titulado The History of the Valorous and Witty Don Quixote of the Mancha: la misma portada que aparecerá al final, emergida del fuego. Dicha presentación, que se ve subrayada por un texto sobreimpreso que recuerda el origen de la obra y el ideal representado por su personaje, no es seguida de la famosa secuencia de animación creada por Lotte Reiniger mostrando el movimiento de los caballeros dibujados. Se pasa directamente al gabinete del hidalgo. El montaje largo presenta en la copia una curiosa particularidad: está realizado para la televisión cultural rusa y se escucha narrado y doblado en ruso, aunque permita escuchar a los actores hablando en el inglés del rodaje. El texto preliminar es ahora un foreword sobre pantalla en negro, contiene la secuencia de Reiniger y la combustión final sólo dura 1 minuto y 36 segundos. Mientras que en la versión corta se prolonga hasta los 2 minutos y 30 segundos; idéntica duración a la de la versión francesa. Esta, la más completa conservada, 81 minutos,28 no se abre, en cambio, con ninguna portada de libro ni ningún escrito didáctico. Unos créditos iniciales dan paso a la secuencia de Reiniger —que tan gráficamente ilustra cómo el fuelle aquijotado desencadena, despega de las páginas a los caballeros literarios para transferirlos al magín del hidalgo— y al final de la película, brota de la flor de fuego el libro L’Ingénieux Don Quichotte de La Mancha. Una flor de fuego que, en algunos momentos, parece un rostro que —como una pieza de barro animada por los trucajes de un Méliès o de un Chomon— fuera transformando su fisonomía; que verificara un morphing, en vocabulario de la era digital. En la Chanson de la mort, en lo tocante a los libros como tema, se aprecia un ligero cambio textual entre la versión francesa y la inglesa. En la primera, se oye cantar a don Quijote/ Chaaliapin: «Los libros se han quemado. Forman un montón de cenizas. Si los libros me han matado, sólo nos queda vivir. Entiende la vida y combate la muerte. Tal es la extraña fortuna de Don Quijote».29 Pero en la segunda, en vez de «sólo nos queda vivir», Chaliapin se (auto)refiere a la propia obra y asegura que «un libro me hará vivir para siempre». Recién renacido tras ser quemado: arte. Godard dixit. Gloria de la caballería (an)dantesca.

L’Ingénieux Don Quichotte: el mismo adjetivo que, en mayo de 1897, utilizara Le Petit Journal30 para referirse al cinematógrafo que provocó el pavoroso incendio del Bazar de la Charité: le ingénieux appareil. Sin embargo, los affiches franceses del Don Quichotte de Pabst ya advertían en su pie que el soporte de la película era un FILM ININFLAMMABLE PATHÉ. El Quijote está, pues, salvado de la quema del tiempo: ese fuego que es supremo hacedor y quemador.

CODA FINAL: en el momento de concluir el presente artículo, octubre de 2017, se acaba de abrir en Fougerolles-du-Plessis, una localidad normanda fronteriza con el departamento de… La Mancha, una tienda dedicada a la venta de películas llamada «Boutique Don Quichotte. L’esprit cinéphile».

Recibido en octubre de 2017

Aceptado en octubre de 2017

Versión final de noviembre de 2017

REFERENCIAS

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Jaouan-Sánchez, Marie-Pierre (2003). «L’Étrange Histoire d’une adaptation cinématographique de Don Quichotte dans la France des années folles (Morand, Pabst, 1932-1933)». Don Quichotte au xxe siècle; réceptions d’una figure mythique dans la littérature et les arts.31 Daniel Perrot (ed.), Clermont-Ferrand: Presses Universitaires Blaise Pascal.

Liandrat-Guigues, Suzanne y Leutrat, Jean-Louis (1994). Jean-Luc Godard. Madrid: Ediciones Cátedra.

— (2009). «Lemmy Caution rencontre Don Quichotte». Lendamains (Hommages à Michael Nerlich), 133-139.32

Rohmer, Éric (1995). «Le Genou de Claire».33 Viridiana 9, 21-94. Traducción de Socorro Thomás.

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Truffaut, François (1974). La noche americana (guión). Fahrenheit 451 (diario de rodaje). Valencia: Fernando Torres Editor. Traducción de Xavier Aleixandre.

1 Edición de Plaza & Janés, en su colección —como no podía ser de otra manera— Ave Fénix; 1998, p. 151; Traducción de Alfredo Crespo.

2 La destinada a las salas cinematográficas y a una serie televisiva para la RAI, como parte de un proyecto multimedia e internacional que partía —y aún se prolongó— en una versión para el escenario teatral. Este Chiciotte de Scaparro (escrito en colaboración con Rafael Azcona) es, más allá de una riduzione, una de las empresas dramatúrgicas más relevantes —si no la que más, a mi juicio— llevadas a cabo entorno al Quijote y a su bagaje. Por su plan de obra, por su riqueza plástica, por su metateatralidad, por su poética. Véase, a propósito, la espléndida monografía colectiva coordinada por Daniela Aronica, El Quijote según Scaparro entre melancolía, soledades y carnaval (Daniela Aronica Editora/ Filmoteca de La Rioja “Rafael Azcona”/ Gobierno de La Rioja, 2014). Si bien hay que reconocer que —engrosada, en bastantes casos, no siempre, por la efeméride, el tributo institucional o los propósitos escolares— es cuantioso el número de adaptaciones teatrales de la ‘totalidad’ de la novela o ‘sacadas’ de alguno de sus personajes —Quijano, por supuesto (el drama Don Quijote de La Mancha en Sierra Morena (1831) de Ventura de la Vega, que en 1861 convertiría Francisco Asenjo Barbieri en la zarzuela Don Quijote de la Mancha), Sancho Panza (Sancho en la Ínsula Barataria, del filólogo italo-argentino Matías Calandrelli, 1904), Dulcinea (la más célebre es la Dulcinea del francés Gastón Baty, estrenada en París en 1938), Cardenio, Angulo el malo, el Caballero de los Espejos—; o de sus asuntos —especialmente el episodio del curioso impertinente (ya desde la comedia que le dedicara Guillén de Castro en 1606), Barataria, la estancia en la casa de los Duques, las Bodas de Camacho (Jacinto Grau y Adrià Gual le dedicaron una zarzuela en 1903), los galeotes—; o del propio Cervantes (como autor in fabula, contrafigura, speculum de su creación o testigo de los hechos; existe incluso una pieza de Eugenio Hartzenbusch que lleva como tema y título La hija de Cervantes); o de la existencia del libro, hay que decir que, salvo algunas excepciones, el tiempo no ha espigado entre ellas una lista de referencia o de repertorio. Para conocer el corpus de las piezas teatrales derivadas de la novela de Cervantes, consúltese el resumen de la tesis doctoral de María Fernández Ferreiro Adaptaciones teatrales del Quijote (siglo xx-xxi). Selección de un corpus [https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/22713/1/ActasJISO2011_14_Fernandez]. Por último, citaré —por razón de su presupuesto cinematográfico— la adaptación que realizó en 2016 la Compañía francesa Dramaticules, dirigida por Jérémie Le Louët, ambientada en un rodaje cinematográfico y sirviéndose de múltiples recursos audiovisuales, desde las sombras chinescas hasta el vídeo, con el objetivo de crear —como ellos mismos afirmaban— una ‘epopeya fantasmagórica’.

3 Tranco I.

4 Con libreto de Andrés Amorós. Cristóbal Halffter era sobrino de Ernesto Halffter, que había compuesto la muy estimable banda sonora del Don Quijote de La Mancha (1948) de Rafael Gil. Componen —por coincidencia en el tiempo— una especie de tríptico lírico la óperas de Cristobal Halffter, el Don Quijote en Barcelona (2000) de José Luis Turina y El Caballero de la Triste Figura (2005) de Tomás Marco. El Quijote ha tenido una, podría decirse, mayor fortuna, en general, en formatos escénicos como la lírica, la danza o el musical. Baste citar, desde luego —y aquí sí funciona algo parecido a un canon— la comédie héróique Don Quichotte (1910), con música de Massenet y libreto de Henri Cain y de Le Lorrain; antes, incluso, el Don Chisciotte (1861) del sevillano Manuel García —redescubierta para las conmemoraciones del 2005— (véase el artículo de Moreno Gengibar sobre ella en http://orfeoed.com/melomano/2012/articulos/opera/don-chisciotte-de-manuel-garcia) o el famoso ballet con música de Ludwig Minkus y coreografía de Marius Petipa, estrenado el Bolshói en 1869. Hasta llegar a un hit de Broadway, Man of La Mancha (1965), de Wasserman, Darion y Leight, que se estrenó con prontitud en su versión española, con el título de El hombre de la Mancha, en septiembre de 1966, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid (no sin algún recelo crítico). En cuanto a lo generado en España, cabría destacar La venta de don Quijote (1902) de Ruperto Chapí y Carlos Fernández Shaw o El retablo de Maese Pedro (1923) de Falla, puestos en escena por Luis Olmos, como programa doble, en el Teatro de la Zarzuela de Madrid en 2005. Podríamos añadir obras mucho menos conocidas, cuando no olvidadas, como la zarzuela de Adolfo García (seudónimo de Gustavo Adolfo Becquer) y Antonio Reparaz La venta encantada (1859) —inspirada por la aventura de Cardenio, a la que también Ventura de la Vega pensó en dedicarle una obra— o el ‘paso’ El loco de la guardilla (1861) de Narciso Serra y Manuel Caballero.

5 En Elsa Fernández Santos, “Halffter pide que se vaya al estreno de su Quijote ‘duchado de prejuicios’. El Real estrena mañana la ópera escenificada por Herbert Wernicke”, El País, 22 de febrero de 2000.

6 Remito a Jaouan-Sanchez [2003: 135-38] para ampliar el alcance del ligero desajuste de fechas (pero pertinencia simbólico-histórica) de la premonición de Pabst.

7 En París no en cualquier sala, sino en Les Miracles, el cinema de la Rue Réamur abierto por el agitador cultural Leon Balby, un apasionado del cine y editor de revistas como Pour Vous o L’Intrasigeant. Y no por casualidad: en Les Miracles había estrenado Pabst en junio de 1932 L’Atlantide.

8 El mismo coliseo barcelonés en que Grau, Gual y Ferrán estrenaran en 1903 su zarzuela Las Bodas de Camacho.

9 Editado por GECI (Grupo de Escritores Cinematográficos Independientes).

10 Cito por la edición de Ediciones del Centro (Madrid, 1974), p. 83.

11 Suzanne Schiffman, asistente de dirección durante el rodaje de Fahrenheit 451.

12 Cito por le edición de La Nave (Madrid, 1944), con el título El cuarto mandamiento, p. 149. Traducción de Fernando Santos.

13 Lo recuerdan Antoine de Baecque y Serge Toubiana en François Truffaut (Plot Ediciones, 2005), p. 26; Traducción de Jesús Bretos.

14 En las Histoire(s) du cinéma, (2A).

15 Entre el 10 de noviembre de 1958 y el 5 de enero de 1959.

16 Siety se refiere, además de al Quijote, a Les Enfants Terribles (1929) de Cocteau y a The Beast in the Jungle (1903) de Henry James. Esta última también se encuentra, por cierto, en el origen de Le Chambre Verte (1978) de Truffaut.

17 En su edición de Macmillan & Co; publicada en 1968 en Londres, lugar donde se rueda la película.

18 Su célebre tesis doctoral: L’organisation de l’espace dans le Faust de Murnau (1972).

19 Fernández Heredero [1995: 107] da noticia de que estos frescos preexistían realmente en la mansión donde fue rodada la película, y que no fueron fabricados para ella.

20 Y me remito a las dudas expresadas por Rohmer [2000: 7] en el prólogo a los Cuentos: «¿Por qué filmar una historia cuando se puede escribir? ¿Por qué escribirla, cuando se va a filmarla? […] Si los convertí en films, es porque no conseguí escribirlos. Y si bien, en cierto modo, es cierto que los escribí —bajo la misma forma que se leerán— fue únicamente para poderlos filmar».

21 Semanario El Logroñés, 17 de octubre de 1921.

22 No muy distantes entre sí en cuanto a cierta idea de adaptación, pues ambos Quijotes —salvando otras distancias— transcurrían en «los tiempos modernos», como anotó Ardavín en la sinopsis de su guión, titulado Quijote 1958. Sólo un año antes, 1957, Welles había iniciado el suyo. Ardavín remedaría sólo parcialmente su ilusión de entrar cinematográficamente en el Quijote en el documental que hizo en 1968 para TVE titulado Quijote, ayer y hoy.

23 Recuérdese que las Histoire(s) están desglosadas en ocho entregas: 1A, 1B, 2A, 2B, 3A, 3B, 4A y 4B.

24 Cito por la traducción de los subtítulos.

25 La que aparece en la edición española de Intermedio, de 2006.

26 De Jacques Ibert.

27 Es curioso, al respecto de la (invisible) versión alemana, el comentario que hace ‘DARANAS’ (seud.), redactor de ABC en París, tras asistir a la presentación de Don Quichotte. Dirá que la película está producida «en francés y en inglés, y no contra lo que se había anunciado, en alemán ni en esperanto, aunque tampoco en castellano» (ABC, 23 de marzo de 1933). ¿Estaban, en un principio, pensadas más versiones? ¿Se eligió El Quijote para realizar un experimento de película universalista?

28 Es la duración de la versión editada en España por Divisa en 2005.

29 Cito por los subtítulos de la edición de Divisa.

30 Número 339; 16 de mayo de 1897.

31 Que ofrece —y analiza— un catálogo muy completo de las adaptaciones de El Quijote al teatro, la música, el cine y la propia literatura.

32 Consultado en http://periodicals.narr.de/index.php/Lendemains/article/ view/155/139 [consulta: 1 de octubre de 2017].

33 Guión cinematográfico.

34 Consultado en http:/books.openedition.org/pur/778 [consulta: 3 de octubre de 2017].