Stylistic Approaches to Translation

Jean Boase-Beier

Manchester: St Jerome, 2006 (colección Translation Theories Explored, 10), 176 págs.

Josep Marco

Universidad Jaume I

Con este libro, la colección antes conocida como Translation Theories Explained y ahora denominada Translation Theories Explored da un paso más en su afán de trazar mapas que ayuden al estudioso —profesor, estudiante o profesional— a orientarse en la tupida selva en la que se ha convertido la traductología. Estrictamente hablando, sólo debería haber una teoría de la traducción, que consistiría en una especie de condensación o summa de lo más comúnmente aceptado de las distintas aproximaciones. Sin embargo, es bien sabido que en las ciencias humanas —y la traductología no es ninguna excepción— proliferan los modelos, los paradigmas diversos, y es esto lo que justifica el plural del título. Además, esta colección da cabida no sólo a las teorías stricto sensu, sino también a la fertilización mutua entre disciplinas, por lo que, al lado de volúmenes dedicados, por ejemplo, al enfoque funcionalista, al polisistémico o al culturalista en cualquiera de sus manifestaciones (feministas, poscolonialistas, etc.), encontramos otros que giran en torno a la relación entre traducción y lingüística o entre traducción y crítica literaria.

De ello se sigue, pues, que la publicación de este volumen en el seno de esta colección sea altamente pertinente, ya que da carta de naturaleza a la relación entre la traductología y una disciplina como la estilística, híbrida donde las haya, que —en el mundo anglosajón al menos— goza de entidad propia, en el sentido de que ha dado lugar a materias en el currículo universitario, a asociaciones de investigadores (la Poetics and Linguistics Association), a publicaciones propias (Language and Literature), etc. En su formulación más básica o prototípica, la estilística no sería otra cosa que el estudio de los textos literarios (aunque el espectro podría ampliarse también a los no literarios) con las herramientas propias de la lingüística, entendida en el sentido más amplio, y sin que ello suponga en absoluto renunciar a las aportaciones de otras disciplinas afines como la teoría literaria o la propia traductología, o de ciencias como la psicología, la sociología, la antropología y cualesquiera otras que puedan considerarse relevantes. La estilística tiene mucho que aportar al estudio de los textos en general y al de los literarios en particular; por lo tanto, encierra el potencial de iluminar problemas que conciernen tanto a traductores como a traductólogos. La obra de la profesora Boase-Beier, de la Universidad de East Anglia (Norwich, Reino Unido), pone el énfasis en estos problemas, verdaderas zonas de intersección entre los intereses de la estilística y los de la traducción y la traductología.

estructura y contenido de la obra (1): del estilo, la estilística (cognitiva), las teorías centradas en el lector y las decisiones del traductor

El libro consta de una introducción, cinco capítulos, una conclusión y la bibliografía. El capítulo 1, titulado «The Role of Style in Translation», parte de la cadena comunicativa que vertebra el acto de traducción, en la que intervienen el autor del texto original (TO), el lector del TO, el autor del texto meta (TM) y el lector del TM. La autora indica que su estudio va a basarse en los dos agentes intermedios, es decir, el lector del TO y el autor del TM, que convergen en la figura del traductor. Por lo tanto, las perspectivas del estilo que le interesan son dos: el estilo del TO y sus efectos sobre el lector / traductor, y el estilo del TM en tanto que expresión de las opciones tomadas por el autor / traductor. Una vez establecido el marco general del estudio, se lleva a cabo un repaso histórico de la relación entre la noción de estilo y el estudio de la traducción. Dicha relación, ya antigua y atestiguada por muchos autores citados, tiene sin embargo un punto de inflexión: la aparición de la estilística moderna, que, en tanto que disciplina nueva, puede ofrecer a la reflexión traductológica nuevas herramientas.

A continuación, en el epígrafe siguiente, la autora introduce la noción de universal de estilo, que estará muy presente a lo largo de la obra. Ya se sabe que el concepto mismo de universal —tanto si es estilístico como lingüístico o de traducción— es problemático porque pone el énfasis en lo que los humanos compartimos, y atenúa y rebaja —sin negarla, obviamente— la diferencia cultural. Para postular la idea de los universales, hay que partir casi necesariamente de una actitud mentalista, y la autora de este libro es buena prueba de ello, pues se alinea con la llamada estilística cognitiva, según la cual los fenómenos de comunicación, los textos y, en última instancia, su estilo son manifestaciones de la mente. Es la mente la que rige la codificación y descodificación de las representaciones del mundo inherentes a los textos.

Más adelante, la autora aborda la noción de contexto, a propósito de una de las carencias mostradas por la estilística más temprana: su excesivo formalismo, la consideración nula o insuficiente del contexto a la hora de analizar un texto, ya sea original o traducido. Según Boase-Beier, la noción de contexto debería incluir al menos los aspectos sociológicos, históricos e ideológicos de la génesis del texto, los aspectos psicológicos de la producción e interpretación de textos, los aspectos pragmáticos y, finalmente, el papel del lector. La noción de contexto permite a la autora realizar una pirueta intelectual osada pero en absoluto inverosímil: le permite neutralizar la supuesta incompatibilidad entre la estilística social y la estilística cognitiva, al argüir que lo social y lo psicológico siempre interactúan, posición defendida también por otros autores, como Fowler. El contexto tiene componentes sociológicos, psicológicos y pragmáticos; el contexto, podría decirse, está a la vez dentro y fuera, en el sentido de que es algo así como la suma de circunstancias sociales, psicológicas y pragmáticas pertinentes para la producción e interpretación de textos, o de actos comunicativos en general.

Finalmente, en la última sección del capítulo, la autora se enfrenta a la vieja cuestión de las diferencias de lengua y cultura entre las comunidades y los efectos que dichas diferencias pueden tener sobre la comunicabilidad de los significados. Como se sabe, hay aquí dos posiciones extremas: la universalista, que insiste en lo que los humanos compartimos por debajo y más allá de los abismos culturales aparentes que nos separan, y la representada por la hipótesis Sapir-Whorf, que, en su versión fuerte, negaría toda posibilidad de comunicación entre culturas distintas, dado que cada lengua y cada cultura imponen y comportan una visión del mundo distinta. El relativismo cultural llevado a su máxima expresión puede ser tan poco operativo —y, cabría añadir, tan difícil de demostrar empíricamente— como el universalismo a ultranza. Pues bien, también aquí la profesora Boase-Beier tiende puentes y cancela dicotomías, en este caso a través del concepto de desfamiliarización, tomado de los formalistas rusos. El valor adicional, o rasgo distintivo, del discurso literario es precisamente ése: que nos hace ver el mundo de un modo distinto, nos lo hace extraño, con el fin de que nos replanteemos lo que sabemos de él, el modo como lo percibimos, el modo como nos percibimos a nosotros mismos, y así podamos cambiar. Si esto es así en cualquier cultura, pues, es la función desfamiliarizadora lo que define al texto literario y, al tiempo, contrarresta las diferencias culturales. Pero la autora da un paso más en su argumentación: si esto es así, como decimos, los textos literarios traducidos serán más literarios que los no traducidos, puesto que la literatura traducida, al utilizar elementos de dos códigos distintos, al moverse en un terreno intermedio, en un tercer espacio, será más desfamiliarizante que la literatura no traducida. La hipótesis es sugerente y, desde luego, digna de ser tenida en consideración, debatida y contrastada, puesto que la mayoría de generalizaciones sobre la traducción que circulan por la bibliografía especializada no apuntan en ese sentido, sino en el contrario, al afirmar que las traducciones son más simples, más explícitas y, sobre todo, más convencionales que los textos no traducidos. Parece claro que lo convencional no contribuye a desfamiliarizar.

El capítulo 2, «Theories of Reading and Relevance», incide en el papel central del traductor en tanto que lector y en el argumento de que el significado no reside en el texto de un modo inmanente, sino que es construido por el lector. Esta consideración de partida justifica el hecho de que las teorías del título del capítulo a las cuales se remite la autora de manera reiterada sean principalmente, aparte de la estilística cognitiva, la llamada teoría de la recepción y la de la relevancia. La línea argumental es aquí de nuevo conciliadora, puesto que, si bien la autora marca distancias muy explícitas respecto de corrientes crítico-teóricas —como el formalismo ruso o el New Criticism norteamericano— que orientan el proceso de lectura y análisis al descubrimiento de la intención del autor, esa especie de llave maestra que nos abriría las puertas de la interpretación correcta del texto, alcanza un cierto equilibrio al sugerir que el significado es construido por el lector, sí, pero que un cierto grado de intencionalidad por parte del autor no puede negarse, ya que de otro modo los textos literarios se volverían irrelevantes, al estar al mismo nivel que los signos naturales. Las huellas dejadas por un animal que se acerca a beber a un arroyo, por ejemplo, carecen de toda voluntariedad; es evidente que los textos literarios no son generados de ese modo. El equilibrio entre los dos extremos aludidos no es equidistante, como se ve, pero da fe de un esfuerzo conciliador.

Las teorías centradas en el lector a las que se ha hecho referencia más arriba aportan una serie de ideas y argumentos pertinentes para la traducción. Por ejemplo, y para empezar, el papel complementario de las explicaturas y las implicaturas. Las explicaturas son los significados de primer orden que residen en el léxico y la sintaxis, mientras que las implicaturas y, sobre todo, las llamadas implicaturas débiles (Montgomery et al., 2000) son los significados (no derivables de las capas más aparentes o superficiales) que residen en aspectos más recónditos como la alusión, la ambigüedad, los patrones formales, etc. Boase-Beier identifica estos aspectos, globalmente considerados, con el estilo, que se convertiría así en lo que Lecercle (1990) llamaba el residuo (remainder), aquello que no es estrictamente racional y a veces se capta por debajo del umbral de la conciencia. Otra manera de referirse a estos rasgos del estilo, en términos de la teoría de la relevancia, son las denominadas pistas comunicativas (communicative clues: Gutt, 2000), es decir, pistas que pueden llevarnos hacia la intención comunicativa del autor. Desde el punto de vista de lo que es constitutivo del discurso literario, si la literatura destaca por su apertura a las inferencias por parte del lector, argumenta Hatim (2001), entonces la traducción literaria debería preservar dicha cualidad y no cerrar el texto a aquellas interpretaciones coherentes con lo que se percibe del original, con sus pistas comunicativas.

Esto nos lleva a otra oposición entre la comunicación no literaria y la literaria: mientras que la primera se rige por el principio minimax, o principio de relevancia óptima, según el cual tendemos a alcanzar la máxima eficacia comunicativa con el menor coste posible (en cuanto a dificultad de procesamiento), la segunda se rige, según la autora, por el principio de relevancia máxima, que consiste en un esfuerzo por parte del lector por captar el mayor número posible de efectos aun a costa de una mayor inversión de tiempo y de procesamiento. El traductor debe no sólo buscar estos efectos activamente como lector, sino reproducirlos en el texto meta, no por un prurito de fidelidad, sino para que el lector meta pueda establecer con su texto el mismo tipo de relación activa que el lector del original. Todo esto configura una situación que podría resumirse, parafraseando a la autora, en los siguientes términos: el traductor intenta recrear no un significado que se pueda someter a la dicotomía verdadero / falso, sino un estado cognitivo al cual sólo se puede llegar a través de las implicaturas débiles, que cumplen la función de pistas comunicativas; recrear dichas pistas, que vienen a constituir el estilo, en el texto meta provocará un mayor esfuerzo de procesamiento en el lector meta, quien, no obstante eso, se regirá por el principio de máxima relevancia e intentará captar los efectos deseados por la recompensa que ello supone. Ésta, por supuesto, es una visión idealizada tanto del traductor como del lector, pero sirve de punto de referencia de lo que podría ser la comunicación literaria con textos traducidos.

En el capítulo 3, «The Translator’s Choices», la autora se enfrenta con la noción de elección, tan íntimamente ligada a la de estilo. Sin embargo, por estilo no hay que entender solamente la elección de una manera de decir algo entre todas las disponibles, sino también la «conceptualización» que subyace a las elecciones particulares. Esta noción más amplia del estilo permite afirmar que las opciones estilísticas son indicativas de un determinado talante o personalidad, de una manera de ver el mundo, con implicaciones ideológicas y, por lo tanto, morales. Aquí es donde surge de nuevo el concepto de mind style, o estilo mental, de Fowler, del que ya se ha hablado más arriba. Sin embargo, Boase-Beier acota el alcance de esta noción cuando propone que por mind style se entienda no la visión del mundo de un personaje, narrador o autor implícito (como daba a entender Fowler), sino la expresión de dicha visión del mundo, es decir, la visión del mundo tal como se manifiesta a través de las opciones estilísticas.

La autora indica (54) que el estilo del texto original es sólo una de las restricciones que operan sobre las elecciones estilísticas realizadas por el traductor. Por lo tanto, el poder del texto original no es un poder absoluto. Esto enlaza perfectamente con los postulados de las teorías funcionalistas de la traducción, por lo que no es extraño que a continuación Boase-Beier se refiera precisamente a la función de la traducción como otra de las restricciones que actúan sobre el traductor. En este punto, la discusión se centra en la conocida dicotomía de Nord entre traducción documental y traducción instrumental, dicotomía que la autora juzga inadecuada, si la aplicamos al caso del estilo en la traducción literaria, ya que —arguye— una traducción raramente es documental o instrumental en su integridad. De hecho, se trata de una cuestión de grado: hay traducciones más documentales y otras más instrumentales. No sólo eso: las traducciones literarias alcanzan la instrumentalidad siendo documentales, es decir, en virtud de su relación con un original. En este paso final, la autora da muestras de nuevo de su afán conciliador y ecléctico, superador de oposiciones y dicotomías.

En el contexto de las decisiones tomadas por el traductor, Boase-Beier se refiere a continuación a la distinción establecida por Gutt entre traducción directa e indirecta, según la cual por traducción directa hay que entender aquella que intenta preservar no sólo el contenido, sino también el estilo, mientras que la indirecta se limita a interpretar el original, sin parecerse necesariamente a él. El estilo, para Gutt, no son las propiedades formales sino lo que éstas representan: las propiedades estilísticas, en el marco de esta aproximación, no son más que pistas comunicativas que el lector debe interpretar.

En la última sección de este capítulo, la autora habla de la translational stylistics (Malmkjaer, 2004), o estilística de la traducción, que se ocupa de estudiar el estilo de las traducciones como algo distinto del estilo de las obras originales. De hecho, esta concepción del lenguaje traducido puede relacionarse con la teoría de los polisistemas y, más recientemente, con los estudios de traducción basados en corpus, una de cuyas pioneras es Mona Baker. El estilo de un traductor puede ser individual, pero también colectivo; y el hecho de que las traducciones muestren rasgos comunes y distintivos permite de nuevo considerar que la traducción literaria es un tipo de texto literario independiente, diferente tanto de los textos no traducidos como de otros textos traducidos. Finalmente, también se examina, en relación con los textos traducidos, la oposición establecida por Venuti (aunque el concepto no es originalmente suyo) entre extranjerización y familiarización. La autora muestra un interés especial, tanto en este punto como en otras partes del libro, por matizar la postura de Venuti, para quien (según Boase-Beier) extranjerizar no significa necesariamente mantenerse cerca del texto original, sino traducir de modo desfamiliarizante. La extranjerización puede ser mimética, pero no tiene por qué serlo siempre, y, fuera de contexto, es difícil determinar si una opción tomada en el texto traducido es extranjerizante o familiarizante.

estructura y contenido de la obra (2): de la ambigüedad, el foregrounding, la metáfora y la iconicidad (o la literariedad hecha carne textual)

El capítulo 4, «Cognitive Stylistics and Translation», reviste sin duda un carácter central en este libro, ya que en él la autora desgrana las implicaciones para la traducción del enfoque estilístico adoptado, el cognitivo. A estas alturas del libro, dichas implicaciones no son ninguna novedad, porque ya han sido aludidas anteriormente, pero aquí las encontramos recogidas de modo sistemático e integradas en un tipo de análisis estilístico relevante para la traducción. El punto de confluencia entre la estilística cognitiva y los intereses del traductor y del traductólogo es lo que Kiparsky (1987) denominó categories of literariness, o categorías de la literariedad. Se trata de aspectos del estilo que parecen tener una realidad psicológica discernible, por lo que se podría postular que se asientan sobre una base universal, si bien sus manifestaciones obedecen también a condicionantes culturales e incluso individuales. En lo que resta de capítulo, la autora examina cuatro de estas categorías o aspectos: la ambigüedad, el foregrounding, la metáfora y la iconicidad.

La ambigüedad, a la luz de la perspectiva adoptada, es definida como un estado cognitivo en el que coexisten varias interpretaciones posibles sin cancelarse mutuamente. Se afirma que los huecos, los vacíos, forman parte de nuestro entramado cognitivo, y que en cierto modo la creatividad es el esfuerzo de la mente por llenar esos vacíos. Además, los huecos activan el sistema de búsqueda (seeking system), y dicha activación despierta una gran expectación en los humanos e incluso en otros animales. Es la búsqueda lo que produce placer.

El concepto de foregrounding, que sirve para designar el hecho de que un determinado rasgo o aspecto textual se sitúa en primer plano, de manera que destaca sobre un fondo más indefinido, entra en contradicción con una de las características que suelen atribuirse a los textos traducidos: la neutralidad, entendida como fluidez o legibilidad. El uso de patrones (fónicos o del tipo que sea) basados en el principio de la repetición constituye un ejemplo claro de foregrounding. Dichos patrones no tienen únicamente un objetivo mnemotécnico, sino que crean además una ilusión de verdad, y aquí es donde radica su trascendencia estilística. Según la autora, el traductor debe intentar crear en el texto meta (sobre todo si se trata de un poema) una convergencia de patrones, es decir, un nivel de formalización tan alto como le sea posible, aun teniendo en cuenta que no todas las lenguas ofrecen el mismo potencial para el foregrounding.

La metáfora es uno de los conceptos que mayor atención han recibido en la lingüística cognitiva y, por consiguiente, en la estilística del mismo signo. Se parte de algunas ideas muy conocidas del cognitivismo, como por ejemplo que la metáfora no es ninguna anomalía, como se consideraba en otros modelos de descripción lingüística, sino un recurso muy productivo que consiste básicamente en proyectar sobre dominios más desconocidos o abstractos la experiencia más cercana. En este sentido, lo más cercano que tenemos los humanos es nuestro propio cuerpo, por lo que se argumenta que toda nuestra experiencia empieza en el cuerpo. El significado está determinado por la biología y la semántica tiene una relación muy íntima con la metáfora. En el terreno de la traducción, un enfoque cognitivo debería proporcionarnos información, como mínimo, sobre: a) el equilibrio entre universalidad y particularidad en la metáfora; b) si diferentes tipos lingüísticos de metáfora deben o pueden traducirse de modo distinto; c) si una metáfora es puramente lingüística (ornamental, incluso) o, por el contrario, es constitutiva del pensamiento a un nivel más profundo.

Finalmente, la iconicidad es el principio que se opone a la (más o menos asumida) arbitrariedad del signo lingüístico. Cuando se activa el potencial icónico del lenguaje, las estructuras lingüísticas se hacen eco del sonido o reflejan la forma. Según esta visión, la arbitrariedad del lenguaje se reduce únicamente a la relación entre la sustancia de los significantes (el sonido o forma gráfica de las palabras, por ejemplo) y sus referentes; más allá de esto, el lenguaje refleja de muchos modos lo que se dice mediante él. El nivel más básico y obvio de la iconicidad es el del simbolismo fónico (presente, por ejemplo, en la onomatopeya), pero lo icónico puede adoptar formas mucho más sutiles, como la fonestesia, en virtud de la cual determinados sonidos se asocian con una emoción o sensación. No sólo eso: la iconicidad puede también funcionar mediante recursos gramaticales. La autora da muestra de una gran agudeza cuando contempla la iconicidad bajo la perspectiva de la oposición aristotélica entre mimesis y diagesis, y afirma que la iconicidad es un tipo de mímesis. La mimesis consiste en mostrar, mientras que la diagesis cuenta o explica; y, aunque las obras literarias muestran una combinación variable de ambos principios, Boase-Beier suscribe la afirmación de Aristóteles de que la literatura es esencialmente mimética. En este sentido, es interesante el comentario de que un texto puede decir una cosa y mostrar otra distinta. Es en este punto donde más convincente se muestra la afirmación de la autora, repetida varias veces a lo largo del libro, según la cual el conocimiento teórico del traductor puede influir en sus decisiones traductoras. De hecho, puede influir también en la calidad de su lectura, puesto que dichos conocimientos pueden ayudarle a ver cosas que de otro modo le hubieran pasado desapercibidas. Las dificultades del traductor pueden tener que ver con esto que se acaba de decir, es decir, con su capacidad para captar la iconicidad, pero también con el hecho de que lo icónico se da en grado variable en géneros distintos y en lenguas distintas.

El capítulo 5, «A Stylistic Approach in Practice», vuelve sobre los pasos del capítulo 4, principalmente, y ofrece ejemplos de aplicación del tipo de estilística que se defiende al análisis de textos originales y traducidos. Se analizan textos con manifestaciones de las cuatro categorías de literariedad enumeradas más arriba: la ambigüedad, el foregrounding (principalmente a través de los patrones que atraen la atención del lector), la metáfora y la iconicidad. Los ejemplos son muy ilustrativos, y los análisis que se llevan a cabo en este capítulo más aplicado del libro complementan a la perfección la exposición de los capítulos anteriores, más centrada en lo conceptual, en ocasiones bastante densa, y siempre rigurosa.

conclusión

En el breve capítulo de conclusión, la autora insiste en la idea de que el texto literario traducido es más «literario» que el no traducido, ya que multiplica las voces del texto, ofrece más espacio para la participación activa del que ofrecía el original y convierte la búsqueda por parte del lector de contextos cognitivos en los que entender el texto en una experiencia más prolongada y más gratificante. El libro es, en este sentido, redondo, ya que la tónica marcada al principio se repite al final, y entre uno y otro el argumento se va articulando de modo lógico. Sin embargo, como se ha podido ver a lo largo de esta reseña, la presentación de Boase-Beier, aunque ecléctica en bastantes ocasiones, dista mucho de ser neutra o poco comprometida, pues de la lectura del libro emerge una visión de lo que podría considerarse una buena práctica de la traducción literaria, que subraya la literariedad del texto traducido, que hace residir el significado en la mente del lector y que propugna un tipo de traducción que demanda la participación activa del lector, llenando huecos y ambigüedades, percibiendo patrones y otros elementos tendentes al foregrounding, comprendiendo y proyectando metáforas e identificando la iconicidad. Se trata de una práctica exigente, que rechaza implícitamente la familiarización y la fluidez, y fomenta la desfamiliarización como actitud y como efecto: si la literatura pretende hacernos ver el mundo de otro modo, la literatura traducida debe hacer otro tanto, tendiendo puentes que salven los abismos culturales pero sin desnaturalizar el hecho literario. La propuesta es, pues, comprometida, y debería suscitar debate en nuestra disciplina.

referencias

Montgomery, M. et al. (2000). Ways of Reading: Advanced Reading Skills for Students of English, Londres y Nueva York: Routledge.

Malmkjaer, K. (2004). «Translational Stylistics: Dulcken’s Translations of Hans Christian Andersen». Language and Literature 13(1), pp. 13-24.

Gutt, E.-A. (2000). Translation and Relevance, Manchester: St. Jerome (2ª edición).

Hatim, B. 2001. Teaching and Researching Translation, Londres: Longman.

Kiparsky, P. (1987). «On Theory and Interpretation». En N. Fabb et al. (eds.), The Linguistics of Writing: Arguments Between Language and Literature, Manchester: Manchester University Press, pp. 185-198.

Lecercle, J.-J. (1990). The Violence of Language: Interpretation as Pragmatics, Londres: Palgrave.