La traducción teatral:

entrevista a Carla Matteini Zaccherelli

María Enguix Tercero

Universidad de Málaga

La cita tiene lugar en la cafetería del hotel donde se hospeda Carla Matteini. Llego un poco antes de la hora acordada y la encuentro en compañía del traductor griego Nicos Pratsinis, invitado al igual que ella por la Universidad de Málaga. Hablan de política, lo que no me sorprende en absoluto dada la trayectoria profesional de mi entrevistada. Comentan la situación en los Balcanes y yo escucho encantada las explicaciones de Nicos y los comentarios de Carla. No veo el momento de empezar la entrevista.

Carla Matteini, nacida en Florencia y afincada en Madrid, estudió Filología Moderna en la Universidad de Roma y posee titulación superior en inglés, francés e italiano. Se ha especializado desde hace más de 30 años en la traducción, adaptación y dramaturgia de textos teatrales, así como en teatro contemporáneo. Ha impartido seminarios en la resad (Real Escuela Superior de Arte Dramático) de Madrid y en Escuelas de Teatro y Universidades de Filología de Murcia, Pamplona, Las Palmas y Alicante. Ha colaborado con el Atélier de la Traducción Teatral de Orléans, de la UE. Ha sido miembro del consejo de redacción de las revistas teatrales Pipirijaina, El Público y Primer Acto. Miembro del grupo «Tábano» y del «Pequeño Teatro de Magallanes 1», ha trabajado en gestión en el Teatro Español de Madrid con José Luis Gómez y en el Centro Dramático Nacional con José Carlos Plaza. En la actualidad se dedica a impartir cursos, talleres y seminarios, pero sobre todo a traducir textos dramáticos, tanto para su publicación como para su representación y puesta en escena.

Sus lenguas de partida son el francés, inglés e italiano y sus lenguas de llegada el castellano y el italiano. Entre sus autores traducidos destacan Alberto Moravia, Bernard Marie Koltés, Boris Vian, Caryl Churchill, Dario Fo, David Mamet, Edward Bond, Ettore Scola, Harold Pinter, Michel Tournier, Pier Paolo Pasolini, Sarah Kane, Spiro Scimone, Steven Berkoff, Tony Kushner.

Como ya se ha mencionado, la entrevista se realiza con motivo de su presencia en Málaga como profesora invitada para impartir un taller de traducción teatral y una charla general a los alumnos del Máster Universitario en Traducción Literaria y Humanística que oferta el Departamento de Traducción e Interpretación de la UMA.

Empecemos con algunos datos biográficos: háblenos un poco de su trayectoria profesional hasta llegar a especializarse en la traducción teatral.

Prácticamente empezó enseguida. Yo tenía un amor tremendo desde muy jovencita por el lenguaje y por las lenguas, tenía facilidad para los idiomas y empecé estudiándolos, evidentemente, pero el teatro llegó enseguida. En teatro había muy poca gente que tradujera. Recuerdo que mi primera traducción fue del italiano para un grupo de teatro independiente que había entonces en pleno franquismo y que se llamaba «Dido Pequeño Teatro de Madrid». Sus obras duraban dos o tres días porque se podían representar sin censura hasta tres días. Ahí hice mi primera versión, con 22 años y embarazada de mi segundo hijo. Luego crié hijos y entonces me dediqué a hacer traducciones de vez en cuando. Y a partir de los 30 entré en el grupo «Tábano» y luego en el «Pequeño Teatro de Magallanes 1».

En «Tábano» formaba parte del grupo de dramaturgia conjunta, escribíamos juntos las obras. Eso fue un aprendizaje importante. Estaba un autor como Fermín Cabal, Gloria Muñoz, actriz, y yo. Escribíamos a seis manos, aunque participaban también otros miembros. Luego en el «Pequeño Teatro» empecé a hacer ya traducciones, sobre todo del inglés (Pinter) o de americanos, como David Rabe, porque trabajaba siempre como ayudante de dirección de William Layton, que fue el creador del «Pequeño Teatro». Mi aprendizaje fue más con la escritura al principio que con la traducción, pero luego empecé a dedicarme más a la traducción. Y yo no sé qué sería antes, si la lengua o el teatro, o están unidas. No puedo ver una dicotomía entre lengua y teatro, para mí van juntos. Para mí, la suerte ha sido aprender idiomas de jovencita, de pequeña, de niña casi, y arribar al teatro con ese bagaje de lenguas que además hacían mucha falta en España. Entonces había muy pocos traductores y menos aún de teatro. Y se valoraba muy poco, como ha seguido pasando hasta ya, hasta ahora mismo.

Esto enlaza con otra pregunta: ¿en qué medida cree que la traducción del teatro extranjero ha influido en el teatro español? ¿El teatro español ha influido a su vez en otros países?

Por partes. Antes el teatro que se traducía en España no se traducía en España, sino en Argentina. Hemos conocido a Brecht en traducciones argentinas de Edhasa y se traducía poquísimo teatro. Primero en las revistas —al mismo tiempo que estoy en los grupos, estoy en Pipirijaina y luego en El Público—, allí empezamos a editar y a traducir sobre todo dramaturgia contemporánea, que era la laguna mayor en el teatro de este país. Eso significa que, por ejemplo, cuando yo llego hace unos 10 ó 15 años a la Escuela de Arte Dramático, la gente no tiene acceso —yo doy seminarios a actores, dramaturgos y directores— a los textos extranjeros. No están publicados, no hablan idiomas muchos de ellos y entonces empiezo a hacer pequeñas traducciones sueltas para que ellos vayan conociendo la nueva dramaturgia internacional.

Por supuesto que tiene muchísimo que ver el teatro contemporáneo español con el teatro extranjero. Yo creo que gente como Juan Mayorga, que es el mejor dramaturgo que tenemos ahora en este país, si no hubiera conocido determinadas dramaturgias extranjeras sería un gran autor, pero no sería tan grande. Y sobre todo no sería tan universal. Realmente lo que nuestros dramaturgos beben de, por ejemplo, Bernard Marie Koltés, Pinter, Sarah Kane es ese minimalismo, ese despojamiento y esa estilización que en el teatro español anterior, en las generaciones anteriores, no existía. Y ahora por supuesto se puede decir que hay, si no influencia, porque son dramaturgias muy potentes las de otros países, sí al menos que se está haciendo mucho teatro de autores dramáticos, de dramaturgos españoles, en países como Inglaterra, Francia, Alemania e Italia. Concretamente de Juan Mayorga muchísimo, pero también de Rodrigo García, que es director y autor, de Ortiz de Gondra, que también se ha hecho… En fin, hay una irradiación. En eso ha tenido mucho que ver el trabajo de traducción del Atélier de la Traducción Teatral de Orleáns.

¿Elige a los autores que traduce? ¿Las editoriales le consultan su opinión?

Las editoriales están muy poco interesadas en el teatro, por desgracia. A mí me ha pasado que una famosa editorial que había publicado toda la obra de Pasolini, después de ofrecerle yo sus textos teatrales —he traducido tres—, me ha dicho: «No, es que no publicamos teatro». De un autor se selecciona poesía, ensayo, narrativa y en cambio el teatro siempre es el hermano tonto o pobre. Porque vende poco, porque es muy minoritario. Leer teatro es algo que ahora se empieza a hacer más, pero es muy minoritario. De modo que he trabajado con editoriales muy pequeñas que sí se lanzan. Con las revistas, por supuesto, hicimos una colección en Público, que fue la revista de teatro del Ministerio de Cultura durante el anterior mandato socialista. Allí hicimos una colección de teatro contemporáneo, tanto traducciones del inglés y francés o alemán como obras latinoamericanas, puesto que hacía mucha falta difundir también la dramaturgia latinoamericana. Con las editoriales se trabaja —con las pocas que publican teatro— a veces casi hasta gratis con tal de que se publiquen las obras. Y yo sobre todo he hecho muchas traducciones para montaje escénico. Tengo publicados muchos libros, una treintena, pero tengo muchísimas más obras que están escritas y difundidas entre los alumnos o en seminarios, o incluso entre gente de la profesión. Pero es que es difícil publicarlas, es un circuito muy pequeño, muy desabastecido, muy poco auspiciado, muy poco protegido. Muy pocas editoriales se lanzan, tienen que ser editoriales específicamente casi teatrales, que hay un par de ellas.

¡Ah! Elegir. Eso es importante. Ahora ya sí. Desde hace unos años, sí. Me lo puedo permitir. Y debo decir que además el colchón que me permite ahora elegir a autores tan difíciles como Steven Berkoff o Sarah Kane ha sido Dario Fo. Mi suerte empezó cuando traduje el primer texto, Muerte accidental de un anarquista, a principios de los años 70, aunque luego se han hecho tres ediciones. Dario Fo ha tenido tal auge, y vuelve a tenerlo desde hace unos años, que continuamente me están pidiendo obras. Tengo 18 publicadas y más traducidas, además de los libros de teoría como el Manual mínimo del autor. Digamos que Dario Fo es el que me ha permitido vivir de la traducción y luego poder elegir a los autores extraños, raros, más radicales, más difíciles que sé que van a tener mucha menos difusión que él. Además, Dario Fo ganó el Nobel y entonces se publicó mucho.

Digamos que eso le permite tener criterios de selección.

Sí. Y son autores normalmente muy radicales en la escritura, con dramaturgias innovadoras. Yo no voy a traducir nunca, espero no tener que hacerlo, teatro comercial, comedia norteamericana. A autores como Tony Kushner, sí. Ahora se acaba de hacer en Madrid mi última versión, que es Homebody/Kabul, sobre Afganistán. Así que escojo a autores con un compromiso ético y político, como es el caso de Dario Fo, por supuesto. Y sobre todo una innovación en las estrategias dramatúrgicas.

¿Tuvo algún problema con la censura durante la dictadura?

Por supuesto, todos lo tuvimos. Todos los que hacíamos determinado tipo de teatro. Una vez ocurrió algo con el grupo «Tábano». Yo estaba en Madrid, ellos habían ido a Bruselas a la fiesta del PC y me los detuvieron a todos en la frontera. Tuve que mover algunas influencias en ese momento conyugales para que les dejaran pasar porque tenían llena de panfletos la furgoneta.

¿Censura con los textos? Claro, por supuesto, sí, sí. Entonces los cambiábamos cuando venía el censor y los actores interpretaban quitando cosas. Todos lo hemos vivido, todos los que hemos hecho teatro, digamos, de oposición al régimen durante el franquismo. Y luego ha habido una cosa muy peligrosa, que se ha quedado arraigada casi imperceptiblemente: la autocensura. Ha costado ir soltando ese lastre que se te queda como una capa de polvo encima. Yo creo que incluso aún hay algún tipo de censura en algunos teatros, como son los institucionales, como la de no hacer obras excesivamente polémicas. Tengo esa convicción porque he tenido una mala experiencia con una obra muy dura, reconozco que muy dura, muy atrevida, muy osada, descarada. No puedo contar la historia tal cual, nos dijeron que fue por causas técnicas, pero yo creo que fue una cuestión de censura por la obra. Las instituciones tienen servidumbres, incluso ahora.

Háblenos ahora de su labor didáctica. Tiene una larga experiencia en talleres de traducción literaria. ¿Está satisfecha? ¿Qué aspectos de la traducción literaria cree que pueden enseñarse?

En realidad yo la enseñanza la he llevado más a gente de teatro. He enseñado más dramaturgia contemporánea. La traducción, como la practicaba sin parar, empezaron a pedirme, por ejemplo en Las Palmas, que diera un taller de traducción. Yo especifico siempre que sólo traduzco teatro y además lo tengo muy claro desde hace muchos años. Entre otras cosas porque somos poquísimos los traductores de teatro con un poco de prestigio, un poco de nombre y sobre todo experiencia. Eso circunscribe mucho luego el tipo de receptor; es decir, no a todo el mundo le interesa traducir teatro, no a todos los traductores. Por supuesto, sí es traducción literaria en el sentido, por ejemplo, de que yo nunca caso bien con los traductores académicos. Creo que todos tenemos una preparación filológica, pero luego en el teatro hay que olvidarla. Nunca puedes ser hiper técnico, hiper academicista porque el teatro se tiene que vivir desde el teatro. Es mi pensamiento desde hace mucho tiempo, he escrito mucho sobre eso. Es muy difícil traducir teatro si no vives a pie de escena, si no te relacionas con los directores, si no estás en el primer ensayo y oyes cómo suena y te das cuenta de que tienes que cambiar cosas. Es posiblemente el tipo de traducción más viva y con una cantidad de filtros enorme porque está el director, los actores y luego el público. No hay esa relación privada casi —yo digo «de pareja de hecho» en los artículos— entre lector y autor. No, esto se irradia mucho más pero también pasa muchos más filtros y tienes que ir acomodando. Depende también muchas veces del casting. No siempre todo el mundo puede ser igual y a lo mejor te piden otro tipo de tono. Una cosa es traducir para publicar una obra que procuras que sea —y lo digo siempre en los prólogos— más neutra, más intemporal, pero que, por lo general, hay que modificar cuando la subes a escena. Hay que darle más vida, más energía para que se corresponda al cuerpo del actor, a su voz, los silencios, las pausas. Tiene muchísimo que ver. Y luego otra cosa es, por ejemplo, que un autor como Fo envejece muchísimo porque su lenguaje es coloquial y cada vez que vuelven a hacer una obra suya cada equis años, yo la rescribo.

Cuando emprende una traducción, ¿consulta las traducciones existentes de ese mismo original en otros idiomas, si las hay?

Jamás. Es pésima costumbre. Nunca comparar. Después, cuando ya la tengo hecha a lo mejor leo la versión francesa, pero además nunca traduciría nada por lengua interpuesta, cosa que se ha hecho mucho en este país. Los rusos se traducían del francés. Yo jamás, sólo del original.

Háblenos un poco del concepto de fidelidad y de las diferencias que puede haber entre traducción, versión y adaptación. ¿Qué puede comentar al respecto?

Que son diferencias muy subjetivas y muy ambiguas. Ayer lo hablábamos con las alumnas, parece un poco despectivo lo de traducir, mucha gente te dice: «Pero tú di que no eres traductora». Y yo reivindico la dignidad y la importancia del traductor. La versión —muchas veces firmo como versión— es un paso más, pero no de calidad, sino de intervención, de alguna manera. Para mí todas son traducciones literarias y tienen que tener un nivel. Con la versión a veces adaptas a otra época porque te lo pide el director o el propio texto, pero siempre manteniendo el perfume del texto, nunca acercándolo a trivializaciones como nombres castellanos chelis, por ejemplo, si la acción transcurre en Madrid, ni localizaciones absurdas ni nada parecido. Pero sí procurar que llegue lo más claro posible, con la misma fuerza que el idioma original. Desde luego, jamás literal. Yo llamo al traductor de teatro un «traidor leal»; es decir, tiene que tener una lealtad con el autor, pero jamás puede hacer una traducción literal. Y esto no les gusta nada a algunos compañeros de la ACEtt1, cuando digo que no, que el traductor de teatro tiene que tener mucho valor, arriesgar. Todos tomamos decisiones al traducir porque en el fondo estamos solos y no siempre puedes recurrir al autor, sobre todo si está muerto. Entonces hay que arriesgar. No es una cuestión de calidad, sino que es diferencia, es una especificidad muy particular la de la traducción teatral; así que fidelidad en el contenido, en el espíritu, en el clima, tienes que recrear, pero nunca literalmente.

¿Qué piensa de los escritores que adaptan sin saber la lengua del original? Por ejemplo, Ana Rossetti adaptó un libreto de una ópera alemana sin saber alemán. Supongo que se puede dar el caso de que una compañía le pida una versión a un traductor y de que luego un escritor trabaje ese texto que llevará su nombre.

Lo hacen muchos autores. Como a algunos los respeto muchísimo —Juan Mayorga está haciendo muchas adaptaciones— pues depende también de la seriedad o del rigor con que lo hagan, pero pienso que también tiene que haber un traductor entre medias, digamos. Lo que pasa es que suelen llamar a traductores muy preparados para que hagan una traducción muy literal, muy técnica, a lo mejor de agencia, y luego lo firma el gran nombre. No nos extrañemos, este es un país donde aún hay que pelear mucho la traducción para reivindicarla porque no está considerada como creación, y lo es de pleno derecho. Como autoría, como creación, no está considerada.

En general, ¿qué piensa de las adaptaciones culturales? Ya ha anticipado algo sobre el tema. ¿Hasta qué punto hay que adaptar?

Por ejemplo, el tema de los clásicos o Shakespeare. No me gustan esas continuas adaptaciones que en el fondo salen más baratas, donde se piensa que el público es tonto y a los actores se les pone, como en los años setenta, unas mallas, unas túnicas, etc. No, no es eso. Pero sí creo en hacer una relectura de los clásicos con seriedad. Por ejemplo, hemos estado trabajando con las alumnas dos versiones de Edipo, una de Pasolini que se llama Fabulación, y otra de Steven Berkoff. La de Pasolini es de los años sesenta en Italia y tiene mucha más conexión con el mundo clásico, es un teatro poético, metafórico, etc. Pero luego está Steven Berkoff, que es este autor salvaje inglés que ha hecho un Edipo que yo he titulado Como los griegos, situado en la Inglaterra de los años de Thatcher, en los ochenta. Y además donde le da la vuelta al final porque Edipo vuelve con su madre. Dice, nada de quitarle los ojos, como los griegos, vuelvo donde mi madre. Yo por ejemplo hice Macbeth hace años tratando de conservar el perfume, y luego un crítico muy famoso me dijo: «pero es que tenían que haber hablado de otra manera». Es una contaminación un poco radical, estaba ambientado en el mundo de los gánsteres de los años treinta, como Al Capone, etc. Pues es un ejercicio de estilo, de género, y lo importante es respetar el lenguaje. Yo creo que hoy en día hay que cortar a Shakespeare, y a los clásicos españoles también, porque Shakespeare es el más grande, el padre de todo. Pero sin embargo le pedían, le obligaban a rellenar sus obras con mucha paja, sobre todo en los finales y en los personajes secundarios que aliviaban la tensión pero que alargaban mucho los textos. Yo creo que no hay que hacer arqueología en el teatro, pero sí lo que llamamos «peinar» en teatro porque hoy en día el público no está acostumbrado a escuchar, tiene la televisión, la velocidad, Internet, y entonces hay que hacerles escuchar, pero tampoco se les puede eternizar con obras de cinco horas.

En el caso de que vuelva a representarse una obra que ha traducido hace años, ¿rescribe la traducción? ¿Cambia la retórica en función del tiempo histórico en que se representa? (Situación política, social, etc.)

Es que cambia el lenguaje. Y el lenguaje es ideología. Y el lenguaje, concretamente en la Farsa de Dario Fo, se queda antiguo enseguida. Yo siempre doy el ejemplo de «grises», «maderos», «policías» o los giros, las frases hechas, los modismos. Todo eso creo que se renueva casi cada cinco años. Lo noto en mis nietos, en la gente joven. No sirve el mismo vocabulario. Ahora bien, un texto como el de Pasolini es casi inamovible. Un texto altamente poético, literario, no lo vas a cambiar. Depende, pero sí lo suelo resumir. Se representa cada dos o tres años y creo que lo he hecho cuatro o cinco veces ya. Le quito toda la parte panfletera de los setenta que fue cuando Fo escribe Muerte accidental, etcétera, donde larga unos sermones que hoy ya no tienen sentido.

¿Y qué ocurre cuando su texto se representa en otro país de habla hispana? ¿Lo adapta usted? ¿Lo adaptan allí?

Dejo que lo hagan ellos, creo que hay que respetar eso. Cuando Charo López fue a Argentina con Tengamos el sexo en paz, que nada tienen que ver ni el título ni la obra con el original de Dario Fo, nos reunimos con Cristina Rota, que es profesora de teatro y directora del Laboratorio teatral en Madrid, para buscar giros que se adecuaran a la obra. Porque todo está basado en la ironía, el doble sentido, el chiste, y no habría funcionado nunca en Argentina. En este caso lo hicimos nosotros, pero en general me piden permiso para cambiar la adaptación o, por ejemplo, cuando lo hacen en gallego o en catalán.

Aquí mismo, claro.

Sí, lo traducen del castellano. Hay gente que lo ha hecho sin pedir permiso. Por supuesto, yo no conozco todas las lenguas ni todos los dialectos.

¿Qué diferencias se pueden establecer entre la traducción de teatro y la de poesía, narrativa o ensayo?

Mis colegas dirían que ninguna, eso me han llegado a decir en ponencias y conferencias. Enorme, creo que enorme. Yo no digo que sea ni mejor ni peor, ni más difícil: es una traducción distinta, completamente distinta. Francamente no creo en el traductor aislado; trabajamos en solitario, no nos engañemos, somos los más solitarios, los autores y nosotros, pero no creo que se pueda pensar en esa imagen decimonónica del autor aislado. En teatro no es posible, tú haces el trabajo pero luego tienes que confrontar. Insisto, no es lo mismo la palabra leída que la palabra dicha, la palabra vivida, respirada, soplada. En un escenario, que además depende mucho de la dramaturgia escénica que haga el director, es un trabajo en continua evolución y en continua transformación. Esa es su especificidad. Traduces una poesía y se queda; insisto, no digo que sea peor o mejor. Una obra de teatro la traduces, la publicas y cuando llega el momento de llevarla a escena la tienes que revisar y te das cuenta el primer día, cuando la leen los autores. Hay que tener mucho oído para el teatro, hay que tener un oído muy especial, estar muy alerta a las pausas. Si quieres hacer, por ejemplo, verso blanco, como hace Pasolini o Berkoff, que sea eficaz y que haya ecos interiores en los versos, tienes que saber dónde va a poder respirar un actor. No te digo hacer una pausa a la antigua, pero sí que pueda respirar, etc. Es decir, tener domesticidad, tener costumbre de ver ensayos, de ver mucho teatro y leerlo, por supuesto, pero sobre todo vivirlo de cerca lo más posible.

Otra de las cuestiones interesantes precisamente es cómo influye el factor de la oralidad a la hora de traducir para teatro, y ya lo está explicando.

Así, como te he dicho.

Y también me ha contestado a si hay que adaptar la traducción en función de los actores, de su edad, por ejemplo.

A veces se buscan los actores para determinados personajes, porque eso de un joven haciendo de viejo con barba blanca afortunadamente ya no se hace. Eso era cosa del teatro muy antiguo y muy naturalista. Pero sí, a veces cuando recibo un encargo pienso en los actores. Una de las últimas obras que he traducido la va a hacer Blanca Portillo. A mí Blanca me estimula mucho porque sé qué tipo de registros y de energía tiene. Entonces sé que hay determinadas cosas que ella puede decir con absoluta naturalidad. Digamos que empujas un poco más lejos, te atreves más.

¿Existen diferencias entre traducir una obra para su lectura dramatizada y para su representación, su puesta en escena?

En principio tiene que ser la misma. Las lecturas dramatizadas, que es un invento argentino que luego se ha extendido aquí, si están bien hechas no son puestas en escena porque normalmente no hay medios, pero tienen que estar ensayadas y tienen que tener intenciones, emoción. Puedes simplemente leer la obra pero en principio es la misma. No se escribe para lectura, se escribe para escenario y cuando no se puede llevar a escena, al menos se da a conocer con la lectura. Eso lo hace mucho la SGAE, la Sociedad General de Autores, todas las semanas, la lectura de obras que no han subido a escena todavía. Y algunas luego, a partir de ahí, se hacen.

Durante el proceso de traducción, ¿está en contacto con los actores y el director?

Depende. Hay amplia variedad: desde el encargo del director que cree mucho en el dramaturgista… Es que más allá del paso de la versión y adaptación está luego la dramaturgia: cuando intervienes en un texto y cortas o cambias una escena porque te lo pide el director. Normalmente, tú no lo haces como traductor. Pero sí se hace una dramaturgia, que es un concepto alemán, eso lo han inventado los teatros alemanes. ¿En contacto? Pues a veces te dicen: «tradúceme esto», y luego lo vemos, como te he dicho, en los primeros ensayos. Después sí, al ponerlo en pie, al montarlo, lo ideal es poder estar junto al director. Hay directores que lo buscan, como Jorge Lavelli, un director argentino afincado en París con el que he hecho ya dos cosas. Él me quiere siempre a su lado, escuchando, y viene y me pregunta: «¿Te suena bien esto?», o yo misma digo: «pues no me gusta como suena». Por eso te digo que el oído es importantísimo y la voz del actor, pero lo ideal es eso. Yo defiendo que el traductor ha de estar a pie de escena. Hay directores que no quieren, son pocos.

¿Con el autor también está en contacto?

Pues depende. Los americanos son bastante inaccesibles. De Pinter sé que él dice que sí o que no a una obra, entonces yo no he tenido problemas. Pero hay otros que han tenido problemas porque por lo visto tiene el típico amigo argentino que le dice: «uy, es buen castellano» o buen español en ese caso. Con Sarah Kane, cuando se suicidó, fue su hermano quien filtró las traducciones y a mí casi me echa atrás la de 4.48 Psicosis, que es un testamento poético, un monólogo maravilloso, antes de suicidarse, porque no había respetado exactamente los espacios. Ella es una psicótica que intenta suicidarse varias veces, escribe cinco obras con 28 años y digamos que plasma la disociación de su mundo. Entonces aparecen números, letras, textos maravillosos, muy poéticos, pero si no respetabas esas lagunas que ella había puesto precisamente por los momentos de disforia, de anulación, pues no le gustaba. Con Dario Fo, por supuesto, no hay ningún problema en que le llame, le digo: «oye, ¿qué quiere decir esto? ¿Es una palabra que te has inventado?», y me dice: «no me acuerdo, invéntatela». Ahí ya hay una simbiosis fantástica. Hemos trabajado mucho juntos. Yo he hecho traducción en escena con él, que es tremenda de hacer. No simultánea. Él hace unos sketches, antes de los sketches hace como una representación, se va parando, yo traduzco, y ya llega un momento en que casi iba yo por delante porque me lo sabía de memoria. Había mucha compenetración.

Entonces la traducción teatral es un trabajo mano a mano, colectivo, en contraste con otro tipo de traducción, como la literaria, donde el traductor permanece encerrado en su casa.

Debería serlo, aunque el primer borrador o planteamiento lo hago sola. El director muchas veces no habla ese idioma o no quiere. Por ejemplo, con José Carlos Plaza sí que trabajamos codo con codo. En cuanto tengo el primer borrador empezamos a trabajar con el texto. Hay directores que tiene un olfato muy especial para el texto y saben lo que quieren. O Guillermo Heras también, cuando hemos hecho Psicosis o Calderón de Pasolini. Hay directores que te respetan muchísimo pero te van diciendo lo que necesitan y hay veces que tú dices sí y otras que dices no, esto no se puede cambiar.

Hábleme de la visibilidad del traductor teatral: cuál es el estado actual y si ha habido una evolución histórica.

Yo llevo 40 años peleando por eso. En los libros desde luego estoy en portada, eso sí, y ya sabes que esa es una de las reivindicaciones que tenemos. Soy miembro de la ACEtt, entonces ahí he tenido mucho apoyo también, pero ellos mismos dicen que de teatro estoy yo, Miguel Sáenz y pocos más. Sí hay cierta visibilidad ahora. En la época en que trabajábamos el colectivo no, porque era una cosa mucho más demagógica, si quieres. Trabajábamos todos juntos, no existíamos por separado, éramos el grupo tal, etc. Luego, según han ido pasando los años y según se ha hecho más teatro y mejor teatro en este país, la figura del traductor ha ido afirmándose un poco. Pero a mí me gustaría que salieran más de teatro y que hicieran más. Claro, también es que yo he tardado muchos años en reivindicar mi nombre. Eso no quita para que alguna vez me hayan hecho una faena. Y una de esas hace tan sólo tres semanas con un texto que yo tenía publicado, traducido, etc. Un famoso director lo cogió y lo fusiló absolutamente. Cambió dos o tres palabras, un par de frases y yo mandé hacer un peritaje en la Sociedad de Autores y no se atrevieron a decir que era plagio, decían que no era exactamente plagio porque había algún cambio. Estamos totalmente indefensos, porque por mucho que tú registres una obra en la propiedad intelectual… Un libro, una vez está publicado, va a ser ese libro. Pero que tú publiques una obra de teatro y luego un listo coja ese texto y lo cambie… Lo que ocurre es que ahora la gente se defiende más. Hay una compañera de la ACEtt, Celia Filipetto, que traduce del italiano y había traducido Conversaciones con Primo Levi. Entonces una directora de Madrid hace una adaptación, la monta y no se preocupa de la traductora. Ella lo denuncia en la SGAE desde la ACEtt y han tenido que reconocer su parte, claro. Y eso es lo que hay que hacer. En el caso de este director que me fusiló la obra y que además se trataba de un teatro institucional, lo que hizo es no poner traductor. Entonces, el crítico de El País, Marcos Ordóñez cuando hizo la crítica dice: «¿Pero aquí quién es el traductor anónimo? ¿Cómo es que no hay traductor?» Mi versión llevaba publicada ya un montón de años y además con un análisis, porque suelo hacer prólogos densos que introduzcan al autor, la obra, etc., puesto que se conocen muy poco las dramaturgias contemporáneas. Y entonces para no incurrir en un delito flagrante no había traductor. Había desde apuntador, electricista, coreógrafo, escenógrafo, etc., pero no había traductor. Era una obra francesa que de repente había surgido de la nada en castellano. Todavía me pasan a mí esas cosas, que soy bastante fiera, así que fíjate tú, un traductor de teatro joven que empiece… Estamos muy indefensos. Yo creo que más que los traductores que suelen publicar libros de narrativa, poesía, etc. Ya te digo, que aparezcan en un contrato mal pagados, mal reconocidos… Y por lo menos se ha conseguido que en El País ahora se publique el nombre del traductor. Eso ha sido también una reivindicación muy dura.

¿Pasa lo mismo en Italia o en otros países europeos?

No. En Francia el traductor es rey, en Inglaterra son además famosísimos, tienen libros, continuos encuentros, como en el caso de Christopher Hampton, por ejemplo, que es autor y traductor. Y en Francia es que no hay nadie que se atreva a plagiar una traducción o a utilizarla sin permiso. Aquí muchas veces los directores dicen «¿qué más da?», o me dice un director famoso «es que los traductores sois muy pesados». Eso es como decir que los autores son muy pesados; ¡pues no cojas ese texto! Hay mucha indefensión, sí.

¿Sería necesario un nuevo marco jurídico para que cambiase la situación de los traductores teatrales?

Se está intentado con la Ley de Propiedad Intelectual, pero es más para el autor que para el traductor. Es que somos siempre los de la cola. Se está intentando, pero ya te digo, el registro de propiedad intelectual, en el caso del teatro, prácticamente no sirve de nada. Cambian tres cosas y ya es otra obra, otra traducción. Ahora, depende mucho del autor original y de los agentes. Por ejemplo, hay autores que dicen —como hacía Pasolini—: «no, no, queremos que la traducción la haga Carla Matteini», si ya les has hecho cosas y les has gustado. Hay otros que pasan completamente, claro. Y luego hay otro tipo de personaje del teatro comercial, que son normalmente autores o empresarios, que compran y compran obras como las agencias, tienen algún tipo de acuerdo y hacen ellos traducciones encargándoselas a negros. Hay mucho de eso. Y así monopolizan muchas obras. Eso pasa mucho con los americanos Henry Miller y Tenessee Williams. Yo creo que ahora algunas agencias se han dado cuenta de que necesitan gente más seria, pero antes era un disparate.

Entonces, ¿quién encarga la traducción teatral?

Normalmente, los directores o los directores de centros dramáticos. Normalmente en el teatro institucional, el propio director dice: «yo quiero a tal traductor». Pero claro, si el director del centro dramático dice: «pues ese no trabaja aquí, trabaja otro»… Todo depende de la producción siempre; es decir, quién produce, quién va a arriesgar el dinero, si es una institución subvencionada o si es un productor privado.

¿Qué tiene lugar primero, la representación o la publicación?

Depende también. Muchas veces publicas y no se llega a representar; otras veces hay un éxito y es más fácil publicarlo. Yo últimamente tiendo a publicar todo lo posible para que se conozcan los textos. A veces, por ejemplo, con este grupo de «Teatro del Astillero» son traducciones que ya tengo y entonces las hago gratis y sobre la venta me dan un porcentaje porque lo que me interesa es que se publiquen. Entonces depende de cómo funcionen, depende de cuán de moda esté el autor de la obra que hayas difundido, pero lo más importante es publicar. Aunque la pobreza de publicaciones teatrales repercute en el estudio de los actores, directores y dramaturgos. Si no tiene material, no sólo en castellano sino en otros idiomas, para estudiar, leer y contrastar, nos quedamos muy aislados. Publican muy poco teatro aquí. En Francia es muy distinto, yo cada vez que voy a París me quedo… Son ciento y pico títulos todos los años, y en Inglaterra no digamos. Luego en Francia, por ejemplo, en los grandes teatros, en la época en que Lavelli dirigía el «Teatro de la Colline» publicaban todo lo que hacían. Montaje que hacían, luego se publicaba en libro de acuerdo con una editorial. Y aquí se ha hecho a veces. Cuando yo estaba en el Centro Dramático Nacional lo hicimos, en el Teatro Español también hubo alguna publicación, pero no es una política que tengan los teatros. El Teatro Español, sí, desde que lo dirige Mario Gas publican todo lo que representan. Es una lástima. Claro, es tan efímero lo que escuchas en una representación que muchas veces hay que leerlo después o incluso antes.

Si hasta se publican guiones de películas y eso se compra.

Más. Yo creo que casi más y además están mejor distribuidos que los libros de teatro. Yo recuerdo, por ejemplo, cuando alguien buscaba después del Nobel de Fo una de mis traducciones —que fueron dos libros de Siruela— no estaban en teatro, estaban en bolsillo. Y no eran de bolsillo, son libros caros y buenos, pero no sabían dónde ponerlos.

Para terminar, ¿qué obras le recomendaría al traductor de teatro? Tanto originales como traducciones.

Recomendaría leer teatro lo más posible, pero no sólo de la lengua de partida. Es lo ideal. Y que empiece a traducir aunque no sepa hacia dónde, cómo darle salida. Pero también que lea teatro contemporáneo español, que se familiarice con esa especificidad, con esa diferencia. ¿Qué obras? Yo desde luego sólo me dedico a la dramaturgia contemporánea, así que no creo que haga falta estudiarse el Siglo de Oro para traducir teatro de ahora. A ver, cuando te encuentras con Shakespeare, como se han encontrado mis alumnos de aquí, con este profesor genial que les hacía traducir Shakespeare en cinco minutos, es pedir mucho. Pero te voy a dar una selección de nombres:

Anglosajones: Samuel Beckett, Harold Pinter, Steven Berkoff, Edward Bond, Sarah Kane.

Alemanes y austriacos: Bertold Brecht, Botho Strauss, Thomas Bernhardt.

Italianos: P. P. Pasolini, Dario Fo, Dacia Maraini.

Franceses: Bernard Marie Koltès, Enzo Corman.

Estadounidenses: David Mamet, Tony Kushner, Arthur Miller.

Españoles: José Sanchís Sinisterra, Sergi Belbel, Josep Maria Benet i Jornet, Juan Mayorga.

No citaré los últimos porque hay muy pocos conocidos. Vicente León hace una cosa maravillosa: todos los años coge a un autor raro, difícil, como Sarah Kane o Steven Berkoff, y este año ha dirigido una obra de Elfriede Jelinek. Se la han publicado en Primer Acto y es un teatro endiabladamente difícil. Yo no hablo alemán y no quiero caer en decir que eso no es teatral pero, hablando de textualidad, yo no la recomendaría.

entrevista realizada en málaga

el 20 de junio de 2007

1 Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España.