Patricia Willson*
Universidad de Buenos Aires, Argentina
Universidad Friedrich-Alexander, Erlangen-Nuremberg, Alemania
En la primera gran colección de libros publicada en el siglo xx, «La Biblioteca de La Nación», que constó de 872 títulos de los cuales 761 provenían de tradiciones en lenguas diferentes del castellano, se analizan las «figuras de traductor» que construyen los paratextos. En el análisis se comprueba que en ellos descuella el «traductor-letrado», figura con participación política de relevancia en la Argentina y el continente, en especial en el siglo xix.
palabras clave: literatura traducida, biblioteca popular, traductores-letrados, historia de la traducción en la Argentina, primeras décadas del siglo xx.
The first great collection of books appeared in twentieth century Buenos Aires, «La Biblioteca de La Nación», was composed by 872 titles among which 761 belong to non Hispanic speaking traditions. This article deals with the «figures of translators» built up in the paratexts of this collection. The «traductores-letrados», with political meddling in Argentina and the Continent, especially in the nineteenth century, stand out in those paratexts.
keywords: translated literature, massive audiences, «traductores-letrados», history of translation in Argentina, first decades of twentieth century.
En 1901, durante la segunda presidencia de Julio A. Roca, el periódico La Nación de Buenos Aires adquirió linotipos, capaces de componer líneas enteras de caracteres al mismo tiempo. Los tipógrafos, que hasta ese momento se encargaban de la composición manualmente, quedarían en la calle; para darles trabajo y evitar su desempleo, la dirección del matutino porteño creó una colección de libros. Este es el relato que el propio diario ofreció a sus lectores en un suelto del 4 de noviembre de 1901 como motivo para crear la colección, llamada «La Biblioteca de la Nación», cuyos libros, aún hoy, pueden hallarse en las librerías de viejo de Buenos Aires. La calidad del papel y la encuadernación han permitido que esos pequeños libros sobrevivieran un siglo de circulación, casi sin otro cambio que la tonalidad amarillenta de las páginas. La edición era doble: en rústica y con tapa dura, a precios diferentes; la última –particularmente bella– es la que aún se vende y circula.
Los títulos de «La Biblioteca de La Nación» se publicaron con sorprendente regularidad entre noviembre de 1901 y enero de 1920, a razón de cuatro libros mensuales, que aparecieron el 4, 11, 18 y 25 de cada mes. Bibliógrafos, críticos e historiadores de la edición en la Argentina se han referido a esta colección abordando diferentes aspectos, desde el interés que suscita como proyecto editorial a precios populares sostenido por una empresa de prensa gráfica masiva, como lo era y lo sigue siendo el periódico La Nación (Severino, 1996: 57), hasta la presencia de autores argentinos en la publicación durante sus casi diecinueve años de vida en el marco de las políticas editoriales de principios del siglo xx en la Argentina (Merbilhaá, 2006: 37-38).
Cuando se recorre el catálogo completo de la colección (Willson y Lopérgolo, inédito) se comprueba que los textos procedentes de tradiciones literarias extranjeras son mayoría absoluta. De los 872 volúmenes publicados, solamente 111 están escritos originalmente en castellano, por autores argentinos, latinoamericanos o españoles. El resto –con predominio de procedencia francesa– proviene de las tradiciones europeas en otras lenguas aunque, con toda probabilidad, a través de traducciones indirectas, sobre todo del francés. Hay también un pequeño porcentaje de textos de autores estadounidenses. Algunas de las traducciones, especialmente en los primeros años de la colección, están precedidas de prólogos. Esos paratextos contribuyen a la legibilidad de los textos extranjeros que enmarcan mediante el recurso a estrategias de índole didáctica: la reconstrucción edificante de la figura del autor, la explicación de elementos de la trama, o aun de procedimientos de escritura (Willson, 2005: 247).
Cuando se revisan los nombres de los traductores de «La Biblioteca de La Nación» se comprueba que algunos de ellos son actores de relevancia en la historia política y cultural de América Latina en el siglo xix y principios del xx, quedando así superpuestas la figura del traductor y la del hombre público. Ya sea mediante prólogos escritos por ellos mismos, o mediante comentarios editoriales que hacen referencia a su intervención, esos traductores ilustres contrastan con las numerosas omisiones del nombre de otros traductores en la colección, así como con la extensa lista de traductores españoles, responsables de las versiones publicadas a partir de 1911.
Este trabajo apunta a caracterizar, a partir de los paratextos, las figuras de traductor presentes en la colección. Primero se procederá a una breve semblanza del diario La Nación en su fundación y en las primeras décadas del siglo xx. En segundo lugar, se hará una descripción del proyecto editorial que entrañó «La Biblioteca de La Nación» en el marco del campo cultural argentino del Novecientos y del Centenario.1 En tercer lugar, se propondrá una periodización exploratoria de la colección en función de la mención del traductor. Finalmente, se analizarán las intervenciones paratextuales de José Martí, de Lucio V. Mansilla y Domingo F. Sarmiento, de Bartolomé Mitre, y de Carlos Aldao, las propias o aquellas en las que se hace explícitamente referencia a ellos como ejemplos de traductores con actuación en la política y la cultura del país o del continente.
La hipótesis que se sustenta es que la individualización de esos «letrados-traductores» se condice con las políticas de corte nacionalizador implementadas desde fines del siglo xix por el Estado argentino. La colección, cuyo nombre es de por sí anfibológico –denota la biblioteca del diario y la de la nación argentina– es, más allá del filantrópico relato de origen referido en el primer párrafo, una respuesta literaria y editorial posible a las tensiones entre inmigración y asimilación de los inmigrantes a principios del siglo xx. En efecto, en ella se difunde durante años y a precios populares, una parte del imaginario ficcional europeo, reescrito con los medios de la lengua nacional. Si, por aquellos años, era posible que la literatura argentina presentara –muchas veces para ridiculizarla– el habla híbrida de los inmigrantes, sobre todo el cocoliche del inmigrante italiano, la traducción es una práctica discursiva de la que se espera el respeto a las normas lingüísticas de la lengua meta. Una segunda hipótesis completa la primera: con «La Biblioteca de La Nación» se cierra –de manera brillante y definitiva– el período de coincidencia entre elite política y elite cultural en la República Argentina en el campo de la traducción literaria y, al propio tiempo, en esos casi veinte años de su publicación, irrumpe otra figura de traductor, sin actuación política sino limitado a las intervenciones estéticas, figura encarnada con particular nitidez en otro prologuista asiduo de la colección, Arturo Costa Álvarez.
«una tribuna de doctrina»
El diario La Nación apareció por primera vez en Buenos Aires el 4 de enero de 1870, durante la presidencia de Domingo F. Sarmiento, con una tirada de mil ejemplares. Su fundador, Bartolomé Mitre, presidente de la Argentina entre 1862 y 1868, intervenía en la vida pública del país como periodista, político y militar; de hecho, su trayectoria revelaba que, en aquella época, esas esferas no estaban bien delimitadas. La prensa de la época era partidista, los partidos eran estructuras de lealtades nucleadas alrededor de figuras notables, el alzamiento armado era un recurso potencial para dirimir las competencias por el poder (Sidícaro, 1993: 13). Sin embargo, La Nación, a través de su primera nota editorial, anuncia una innovación importante; en efecto, en la primera hoja de su formato «sábana» inicial se explicita la aspiración a no ser «un puesto de combate», sino una «tribuna de doctrina». Esa divisa, que apuntaba a establecer una distancia crítica del diario con los hechos candentes de la realidad nacional, corrió suerte diversa a lo largo de los años. El período que aquí interesa es el comprendido entre 1901 y 1920, que coincide con los tramos finales de la «Argentina aluvial», según el término acuñado por J.L. Romero,2 es decir, de la Argentina como país receptor de vastas corrientes inmigratorias; interesa, en síntesis, el momento de cierre de un ciclo de espectacular crecimiento económico, cuyo inicio coincide con la asunción de Roca a su primera presidencia de la nación en 1880 y que, según algunos autores, culmina en 1916, con la elección como presidente de Hipólito Yrigoyen mediante sufragio «universal» masculino (Botana, 2005: 9-10; Lobato, 2000: 12).
El Estado argentino captó prontamente la necesidad de dar un «fundamento simbólico» a las masas inmigratorias que llegaban al país con sus propios símbolos nacionales, y montó un agresivo dispositivo nacionalizador capaz de provocar efectos de gobernabilidad (Terán, 2000: 58-59). Entre las medidas de este dispositivo se cuenta, por ejemplo, la ley Nº 1.420 de 1884, que impuso la enseñanza laica gratuita y obligatoria en todo el territorio argentino; también, las disposiciones de respeto a ciertos emblemas de la patria, como la bandera y el himno y, sobre todo, la defensa de una lengua nacional (Bertoni, 2001: 173-177). Estas medidas marcan una relación conflictiva entre el fomento de la inmigración por parte del Estado nacional y la voluntad de absorberla y homogeneizarla, desechando a los elementos «indeseables» para el proyecto de los gobiernos de entonces, liberales en lo económico y conservadores en lo político.
En 1902, durante la segunda presidencia de Roca, a instancias del ministro del interior Miguel Cané (uno de los autores argentinos publicados en «La Biblioteca de La Nación»), se promulga la ley Nº 4.144, llamada «Ley de Residencia», que autorizaba al Poder Ejecutivo a expulsar del país a los agitadores laborales extranjeros. Las modificaciones posteriores de las leyes de inmigración establecen prohibiciones para el ingreso al país de enfermos crónicos, incapacitados físicos, autores de delitos mayores, polígamos, prostitutas, anarquistas y personas que preconizaran el asesinato de funcionarios públicos. Esta tendencia restrictiva culmina con la Ley Nº 7.029 de Defensa Social en 1910, bajo la presidencia de J. Figueroa Alcorta, en la que se penaba con expulsión, y pena de muerte para los mayores de 18 años, cuando alteraran el orden público o atentaran contra la seguridad social (Girbal-Blacha, en línea).
Desde sus editoriales, La Nación interviene en los debates en torno a estas medidas inmigratorias, que ponen sobre el tapete el problema de la inclusión –o expulsión– de inmigrantes, así como su asimilación a la cultura nacional. Fiel a sus posiciones de resguardo de las libertades públicas y los derechos individuales, La Nación criticó las deficiencias de los procedimientos sumarios establecidos por la ley, pero no por ello dejó de juzgarla necesaria (Sidícaro, 1993: 30).
la literatura como fundamento simbólico
Tal como lo señalan C. Altamirano y B. Sarlo, el proceso de transformación del cuerpo social –la inmigración, la paulatina diferenciación de las esferas de la praxis social– habría de suscitar respuestas diversas en la capa intelectual en formación, condicionadas por «el control oligárquico del aparato cultural». De estas reacciones, la más significativa fue la que conformó el «primer nacionalismo» o «nacionalismo cultural» (Altamirano y Sarlo, 1983: 72).
A los fines de entender el contexto estético e ideológico que hizo posible la perduración durante casi veinte años de «La Biblioteca de La Nación», esta caracterización del campo cultural argentino a principios del siglo xx puede vincularse con un análisis del campo de las traducciones en la Francia de entresiglos, más precisamente entre 1885 y 1914, propuesto por el sociólogo B. Wilfert, quien estudia un hecho a primera vista paradójico: la nacionalización de la vida intelectual y la concomitante internacionalización de la circulación literaria en el campo cultural francés (Wilfert, 2002: 33). Según Wilfert, la paradoja queda despejada cuando se reconstruye la «biografía colectiva» de los responsables de la difusión de la literatura extranjera en el marco de la cultura francesa: traductores, editores, directores de colecciones, prologuistas, agentes literarios y aun aquellos que defendían la causa de la traducción en nombre de la historia literaria; a esa categoría de agentes le da el nombre de «importadores». Lo que Wilfert advierte en el período que estudia es la falta de especificidad del campo de la traducción: sus agentes llegan de maneras diversas –y muchas veces informales– a contribuir a la importación de la literatura foránea, y suelen ser los letrados polígrafos, representantes de un tipo ya un poco superado de hombre de letras: políticos, militares, diplomáticos, viajeros, entre otros. La importación literaria se inscribe, pues, en la morfología social del campo literario, reproduciendo su carácter heteróclito, pero donde hay dominantes y una serie anónima e imprecisa de dominados (Wilfert, 2002: 42).
Los paratextos de «La Biblioteca de La Nación» construyen una figura explícita de traductor con injerencia en la política, como agente legitimado para verter en lengua nacional aquello que es válido ofrecer a los lectores que habitan el suelo argentino. En otras palabras, la colección entroniza como agente importador al «letrado», miembro de una delgada capa de la sociedad argentina que, durante el siglo xix, no siempre podía diferenciarse de la elite propiamente política (Altamirano, 1997: 27). A tal fin, «La Biblioteca de La Nación» recurre a la reedición de traducciones decimonónicas, algunas con cuarenta años de antigüedad, porque permiten relacionar el hecho de importación literaria con los hombres que contribuyeron a consolidar el orden nacional. La recuperación de esas traducciones marca el fin de una era: hacia el Centenario, en el campo cultural argentino ya se están diferenciando las distintas esferas de la praxis. La traducción literaria ha empezado también ese proceso, que será más lento que el de los escritores y que culminará, brillantemente, en la década de 1940 (Willson, 2004).
La hipótesis sociohistórica es reforzada por otra, de índole textual: la que sostiene que las traducciones siempre producen una aclimatación de lo foráneo en la cultura receptora, generando así efectos de reconocimiento por parte de los lectores vernáculos (Venuti, 1998: 12). Y, en este sentido, hasta las ficciones populares, incluidos los folletines, precisamente por poner a prueba destrezas de lecturas a veces recientemente adquiridas, pueden resultar más aptas para el entrenamiento de la comprensión lectora en la lengua nacional. En los prólogos editoriales y de traductor que las acompañan, el diario La Nación apunta siempre a explicar que esas narraciones no son tan livianas como a primera vista parecen, sino que siempre conllevan un residuo útil, edificante.
una biblioteca para el pueblo
El 6 de octubre de 1901 se publica en La Nación un suelto titulado: «Biblioteca de La Nación. Exposición de propósitos. Su próxima aparición». En una primera persona del plural –señal de que la dirección del diario hace suyo el proyecto– se advierte sobre la fugacidad de la prensa y la persistencia del libro, y se explicita la concepción de diario de lo que es una biblioteca popular. Sus rasgos son la vastedad, la variedad, el precio módico y la concentración en el género novelesco, «procurando que la traducción sea literaria, correcta, hecha no para satisfacer la necesidad del momento, sino de suerte que pueda conservarse con gusto y enriquecer el acervo de libros que todo lector gusta de guardar». Como puede verse, hay en este proyecto editorial una relación de identidad entre «conformar una biblioteca popular» y «traducir»: la vastedad y variedad necesarias de una biblioteca para el pueblo, sucedáneo de una literatura nacional —en la concepción de la elite política y cultural que dirigía La Nación en ese momento y en el marco del proyecto nacionalizador al que se hizo referencia– solo era posible mediante el recurso a la traducción de textos extranjeros.
El primer volumen de la colección aparece el 4 de noviembre de 1901; en esos años, treinta después de haber sido fundado, el diario La Nación tiene una tirada de 10.000 ejemplares y está a la cabeza de los matutinos porteños. El proyecto de «La Biblioteca de La Nación» estuvo a cargo de Emilio Mitre (director del diario), de José María Drago (administrador) y de Roberto J. Payró (editor de la colección) (Cócaro, 1989: 3). Estos tres responsables de la colección plantean la cuestión de la coincidencia entre elite política y elite cultural, sobre todo el primero. Emilio Mitre (1853-1909), hijo de Bartolomé, el fundador del diario, ingeniero civil de formación, fue diputado por la provincia de Buenos Aires, además de director de La Nación entre 1901 y hasta su muerte en 1909. Por los rasgos de estadista de Emilio Mitre, los historiadores coinciden en señalar que esa muerte prematura truncó una promisoria carrera política que podía haberlo llevado a la presidencia de la nación (Sidícaro, 1993: 19). Por su parte, Roberto J. Payró (1867-1928), periodista, escritor y dramaturgo, era nieto de inmigrantes y fue quizás, entre los escritores argentinos del Novecientos, el que desplegó un proyecto realista más explícito, en el que la legibilidad era un valor, tal como lo ha señalado la crítica (Sarlo, 2007: 38).
Con esa legibilidad se relaciona, precisamente, el lema de la colección, «La lectura al alcance de todos», anunciado en los sueltos del diario que iban señalando las apariciones semanales de los libros. La accesibilidad a la que aspira el diseño de la colección se advierte en varios de sus rasgos. En primer lugar, en los precios populares y el amplio sistema de suscripción. Según se anuncia en sueltos sucesivos en noviembre de 1901, la edición rústica costará «el insignificante precio» de 40 centavos el volumen para los suscriptores del diario en Capital Federal y 50 centavos para los suscriptores del interior del país. Para los no suscriptores, ese precio es de 50 y 60 centavos en Capital y el interior, respectivamente. También se ofrece una suscripción mensual, en Capital, interior y exterior del país, a 1,70; 2,00 y 2,50 pesos. El ejemplar de tapa dura, «encuadernado en tela, con letras de oro» costará 1,00 peso, y la suscripción mensual, 3,60 pesos. La popularidad de los precios queda corroborada por el hecho de que, en esa época, un maestro podía ganar hasta 275 pesos por mes, en tanto que el salario de un obrero era de alrededor de 170-180 pesos por mes (Sarlo, 2000: 66-71).
Otro rasgo conectado con la accesibilidad a la que se aspiraba es el anunciado «eclecticismo» de la elección de títulos: «Al elegirlas [las obras] no hemos tenido solamente en cuenta su mérito intrínseco y el bien ganado renombre de sus autores, sino que al propio tiempo nos hemos preocupado de la variedad» (La Nación, 2 de noviembre de 1901). Si bien la primera planificación de títulos no se cumplió, durante esos primeros años hubo publicaciones «para todos los gustos», pero en diferentes proporciones. Cuando se hace el balance de lo publicado en traducción, se observan algunos nombres insignes del canon europeo (Shakespeare, Goethe, Madame de Staël, Lamartine, Flaubert), y una abrumadora mayoría de ficciones populares de origen francés. El primer volumen de la colección, que contenía Tres novelas picarescas: Lazarillo de Tormes, sus fortunas y adversidades; Rinconete y Cortadillo y La historia y vida del gran tacaño se agotó y fue reeditado. El éxito de lectores fue inmediato: al cabo de dos años, «La Biblioteca de La Nación» había lanzado al mercado más de un millón de libros (Cócaro, 1989: 5).
una periodización exploratoria3
En los primeros diez años de la colección, la mención del traductor era esporádica; en 1911, puede decirse que se vuelve casi sistemática. En esos últimos años, casi todo lo que se publica pertenece al género novelesco. Hay algunas excepciones, sin embargo: teatro de Enrique Ibsen (El pato silvestre, El drama del mar, Brand, Casa de muñecas, Hedda Gabler, La unión de los jóvenes) y de Shakespeare (Hamlet), un ensayo de J. Michelet (El pájaro), así como cuatro relatos de viajes y un ensayo histórico traducidos por Carlos Aldao.
En la lista de 872 títulos hay un gran ausente: Émile Zola. A fines del siglo xix, el propio diario La Nación había publicado en folletín novelas de este autor francés que, por otra parte, seguirá siendo editado en la Argentina durante décadas en diversas editoriales. ¿Por qué esta biblioteca popular, que apunta a la vastedad y la variedad, lo omite como escritor? En otro lugar se proporcionó una hipótesis preliminar: algunos textos de Zola habían recibido críticas a fines del siglo xix por cierta morbosidad en los temas tratados; la prosa de Zola, entonces, difícilmente podía servir a los fines edificantes de la colección (Willson, 2006: 675). En el marco del presente trabajo es posible agregar otra explicación. Entre las ediciones decimonónicas de Zola por La Nación y «La Biblioteca de La Nación» se ubica el Yo acuso, de 1898. Como sugiere L. Venuti, los contextos de tono nacionalizante presentan «contingencias locales» (2005: 199), esto es, coyunturas precisas que exigen ajustes en las estrategias de traducción, incluida la selección de textos que se van a traducir. Adaptando esta idea al caso que aquí se explora, si bien tanto las traducciones decimonónicas de Zola como la publicación de «La Biblioteca de La Nación» se producen en momentos de políticas de corte nacionalizador llevadas a cabo por el Estado argentino, en el siglo xx comienza concretamente el malestar por la incorporación a la trama social argentina de elementos de ideologías que, como el socialismo y el anarquismo, eran combatidas desde el aparato estatal.
En la tabla a continuación se establecen dos períodos en los cuales la cantidad de textos escritos directamente en castellano es casi idéntica (55 versus 56): contra una misma cantidad de textos de la tradición hispanohablante y local, ¿cuántos textos extranjeros se publicaron en uno y otro período? ¿En qué porcentaje de ellos se menciona al traductor? Los criterios de discriminación que introduce la tabla son una propuesta entre muchas otras que puede hacer el crítico cuando trabaja con el corpus completo de la colección.
Según esta periodización, en la primera etapa de la colección, la mención vale en la medida en que se trate de un letrado-traductor a quien también se le cede la palabra para prologar la obra que traduce. En las páginas que siguen se recorren las intervenciones de José Martí, Lucio V. Mansilla y Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre, y de Carlos A. Aldao; en ellas se leerá la reafirmación del lema de la colección –que podría sintetizarse en un «deleitar aprovechando»– dignificado por la eminencia de esas firmas. Como contrapunto se proporcionan, en sendas notas al pie, los hitos fundamentales de esas vidas «patrióticas».
un prohombre traductor: josé martí4
Dos textos traducidos por Martí se publican en «La Biblioteca de La Nación». En 1903 aparece, en traducción firmada, la novela de Hugh Conway Misterio (Called-back, 1883), volumen Nº 81 de la colección; evidentemente, la traducción es decimonónica, pues Martí muere en 1895. En el paratexto de Misterio, un prólogo editorial sin firma, hay una alusión al éxito de la novela en todo el mundo y el augurio de una «inacabable juventud entre las creaciones de la imaginación pura» para la obra de Conway. Luego, hay una referencia al «eximio traductor», José Martí, que comenta y valora la novela positivamente, pues presenta «el arte de ligar sin violencia, como es indispensable en estos tiempos analíticos, las composiciones de la fantasía a la realidad y a la posibilidad de la existencia; el arte de ajustar sin extravagancia lo sobrenatural a lo natural». Los editores agregan que la traducción de Martí «es verdaderamente de primer orden», y citan una frase del traductor que es particularmente funcional para el proyecto de la colección: «De una vez se lee este libro interesante en la edición inglesa; el traductor aspira a que se lea, en la edición española, de una vez». Recepciones idénticas, simetrías de efectos: la idea que subyace es la de una reproducción que casi no halla obstáculos. En los paratextos de traductor de esta colección, si hay algo que está ausente, es la problematización de la intraducibilidad.
La misma idea se repite en el prólogo de Ramona, novela de Helen Hunt- Jackson, Nº 208 de la colección, publicado sin datar, pero muy probablemente impresa por primera vez durante enero de 1906. Si bien Ramona es considerada una traducción de Martí,5 en «La Biblioteca de La Nación» se omite la autoría de la versión, no así la del prólogo. En él, Martí labra una lectura que combina la interpretación en clave sentimental con la interpretación americanista: en Ramona, además de la historia amorosa hay una historia de expoliación, que es apenas aludida en el prólogo que tiene una deriva impresionista bella, con comentarios de efectos de la propia lectura. Martí remata el texto con una frase elocuente que los editores de la colección quisieran válida para todas las ficciones populares publicadas en «La Biblioteca de La Nación»: Ramona es «un libro que, sin ofender la razón, calienta el alma»6.
lucio v. mansilla y domingo f. sarmiento, «pobres traductores…»
París en América (Paris en Amérique, 1863) es el título de la novela satírica de Renato Lefebvre que aparece en «La Biblioteca de La Nación» traducido por Mansilla y Sarmiento7. Los paratextos del volumen (el Nº 242 de 1906) son una nota y un prólogo firmado por ambos. Según las noticias de que se dispone, esa traducción, cuando es publicada en «La Biblioteca de La Nación» tiene ya cuarenta años. En efecto, según los biógrafos de Sarmiento, este y Mansilla, durante una permanencia en la guarnición militar de Rojas, provincia de Buenos Aires, traducen París en América poco tiempo antes de estallar la guerra del Paraguay; este dato situaría la traducción a fines de 1865.
La nota de los traductores advierte sobre dos estrategias de traducción, una léxica y la otra morfosintáctica: el uso de neologismos y la opción del sistema pronominal. El lector de Sarmiento no puede sino relacionar esa advertencia con la presencia, ya en Facundo, de palabras acuñadas ad hoc: «montonerizado», «desespañolización», «despotizar», «civilizable». En cuanto al sistema pronominal, entre el usted y el tú, los traductores eligen el vos, que no es asimilable a la actual forma pronominal rioplatense, puesto que la consideran un intermedio entre el «usted» y el «tú».
El prólogo, por su parte, está dirigido a un «Lector» por los autodenominados «pobres traductores», recurso que recuerda que Sarmiento siempre privilegió la persuasión sobre la expresión. En este texto vuelve a aparecer esa suerte de «denegación» del carácter crasamente popular de buena parte de lo publicado en la colección: «el rosario de títulos [se refiere a la lista de obras de Lefebvre] puede pareceros trivial é induciros á creer que el charlatanismo ha querido abrirse paso […] Pero no, Lefebvre es hombre serio y sesudo». Siguiendo en la línea editorial de la colección, Mansilla y Sarmiento anotan la vastedad de público al que puede interesar el autor y, en particular, París en América: «Hay en él algo para la mujer, algo para el hombre, algo para el comerciante, algo para el Gobierno, algo para el pueblo, algo para los necios, algo para los vivos; en suma, y para acabar en dos palabras la enumeración: mucho para todos». Nuevamente aparece, en un prólogo de traductores, el lema de la colección «al alcance de todos».
traductor y presidente: bartolomé mitre8
Bartolomé Mitre llega a la presidencia de la nación en 1862 de la manera como se llegaba a ser presidente antes de la aplicación de la Ley Sáenz Peña de sufragio universal (masculino) y secreto en 1916. Entre todos los letrados traductores, quizá sea Mitre uno de los más vinculados con la práctica de la traducción. En 1890 se publica en Buenos Aires su versión de la Divina Comedia de Dante, acompañada por un prólogo que lleva el título de «Teoría del traductor», comentado en otro lugar (Willson, 2005: 235).
«La Biblioteca de La Nación» edita su traducción de un texto mucho menos prestigioso, El diario de una mujer (Nº 176, de 1905) que tradujo en colaboración con su esposa, Delfina de Vedia, ella misma traductora de otra novela de Feuillet, Historia de una parisiense (Nº 847, de 1919). Esta versión de El diario de una mujer había sido publicada, como la de Mansilla y Sarmiento, en el tomo XI de La Biblioteca Popular de Buenos Aires, colección de libros mensuales dirigida por Miguel Navarro Viola. «La Biblioteca de La Nación» rinde homenaje a esa edición decimonónica publicando una carta de Navarro Viola a Mitre, cuyos fragmentos sustantivos se citan a continuación:
Noviembre 16 de 1878
Señor Brigadier General Bartolomé Mitre,
Estimado señor y distinguido compatriota:
Hoy recién me han entregado su carta de usted, de ayer, y la traducción adjunta.
Con sólo la garantía de los traductores habría que regocijarse, conociendo como conocía, el original buscado por mí con el interés que inspiran libros que se imponen desde su aparición.
Conozco la abominable versión que publica La República, tomada de El Mercurio de Valparaíso, con motivo de que mi hija estaba traduciendo ya el libro y quiso ahorrarse trabajo. Pero era imposible: no sólo no está escrita en español, sino que hay errores de concepto á cada paso […]
Resignándome a no poner sino las iniciales como usted desea,9 tengo la honra de saludar a usted con mi consideración más distinguida.
Miguel Navarro Viola.
El trato por el grado militar y por el apelativo «compatriota» sitúa esta traducción en un lugar no exclusivamente literario, y tiene el efecto inmediato de suspender toda crítica posible sobre el texto de la trasposición interlingüística, o, al menos, de incluir la eminencia de la firma en la apreciación de sus resultados.
don carlos aldao: (re)escritor de literatura de viajes
Entre 1916 y 1919, «La Biblioteca de La Nación» publica varios textos de viajeros ingleses en la República Argentina; el traductor de todos ellos es Carlos Aldao.10 Se trata de La Argentina en los primeros años de la revolución, de J. P. y N. Robertson (Nº 690, de 1916); Bosquejos de Buenos Aires, Chile y Perú, de Samuel Haigh (Nº 783, de 1918); Las Pampas y los Andes, del Capitán F. B. Head (Nº 807, de 1918) y Narración del viaje por la Cordillera de los Andes, de Roberto Proctor (Nº 830, de 1919). Aldao también traduce del inglés un texto histórico de Basilio Hall, El general San Martín en el Perú (Nº 771, de 1917).
Autor él mismo de libros de viajes, Aldao parece particularmente autorizado a prologar sus traducciones. De las cuatro del catálogo realizadas por Aldao, las tres últimas llevan prólogo firmado. ¿Cuáles son las operaciones que entrañan esos comentarios? En una carta dirigida al director de «La Biblioteca de La Nación», incluida como paratexto de su versión de Haigh, Aldao da cuenta del problema del desfase temporal en traducción con una manipulación confesa: ha considerado oportuno «suprimir algo del original en inglés», pues era comprensible que, en la época de su publicación, a principios del siglo xix, en Europa fueran necesarias una serie de aclaraciones para un público que desconocía datos básicos de la Argentina de la época. Este prólogo termina con una frase de Aldao sobre todas las obras que tradujo para «La Biblioteca de La Nación» que muestra su conciencia de obrar como mediador: «He emprendido la agradable tarea de traducirlas sin más propósito que participar a los compatriotas que no conozcan el idioma en que fueron escritas, del placer que he experimentado al leerlas».
En su prólogo al libro de Proctor, Aldao refiere un doble interés que es afín a la línea editorial de «La Biblioteca de La Nación»: ese texto, según Aldao, presenta un doble interés, «tanto en la relación entretenida y casi novelesca de viajes penosos, cuanto en lo relativo a la opinión del autor sobre los hombres públicos que tuvo ocasión de conocer y tratar y los acontecimientos en que fueron actores».
conclusiones
En sus casi veinte años, esta colección permite apreciar distintas variaciones de una misma categoría: el traductor letrado. Así, aparecen en ella como traductores el prohombre de la independencia americana y poeta Martí, figura incontestable del panteón continental; ex presidentes argentinos como Mitre y Sarmiento; el militar y dandy Mansilla; el diputado nacional especialista en relatos de viajes como autor y traductor, Aldao. Mitre, Sarmiento y Mansilla fueron a su vez publicados por la colección ellos mismos como autores en sus obras más representativas: Facundo y Recuerdos de provincia, en el caso de Samiento, Una excursión a los indios ranqueles, en el de Mansilla, y Páginas de Historia, Arengas, Historia de Belgrano, entre otras de Mitre, quien fue, además, el fundador del diario que dio origen a la colección. Estos traductores reescriben con legitimidad obras de segundo orden dentro de la tradición literaria importada (Hugh Conway, Helen Hunt-Jackson, Renato Lefebvre, Octavio Feuillet, los viajeros ingleses), y son los enunciadores de la palabra autorizada en cuanto al juicio de valor literario y la conveniencia de lectura para el público.
En las páginas precedentes se mencionó a Arturo Costa Álvarez, cuyos prólogos fueron analizados en otro lugar (Willson, 2005: 246), pero que tienen el mismo tono, no analítico sino ponderativo, de los paratextos aquí citados. Sin embargo, Costa Álvarez encarna, por su propia trayectoria, otra colocación en el campo de las traducciones en la Argentina. En la década de 1920 será el adversario del doctor Américo Castro, y se convertirá en el defensor de la variedad rioplatense del castellano; además, en esa década, como reafirmando la autonomía de la esfera artística, es colaborador en la revista platense Valoraciones, relacionada con quienes animaron el movimiento de vanguardia porteño de aquellos años, como Borges, entre otros. Pero esa, desde luego, es otra historia.
recibido en enero 2008
aceptado en febrero 2008
bibliografía
1. Corpus primario
Willson, P y J. Lopérgolo (inédito). Catálogo completo de «La Biblioteca de La Nación», 1901-1920, con sus paratextos.
La Nación, sueltos referidos a «La Biblioteca de La Nación» del 6 de octubre, y del 2, 4 y 5 de noviembre de 1901.
2. Bibliografía secundaria
Altamirano, C. (1997). «Hipótesis de lectura (sobre el tema de los intelectuales en la obra de Tulio Halperin Donghi)», en Roy Hora y Javier Trimboli (comps.), Discutir Halperin. Siete ensayos sobre la contribución de Tulio Halperin Donghi a la Historia Argentina. Buenos Aires: El cielo por asalto, pp. 17-28.
Altamirano, C. y B. Sarlo (1983). «La Argentina del Centenario: campo intelectual, vida literaria y temas ideológicos», en Ensayos argentinos. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, pp. 69-105.
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1 El período en cuestión abarca las dos primeras décadas del siglo xx. En 1910 se cumplían cien años de la Revolución de Mayo de 1810, que marcó el primer paso de independización de la corona española. Véase una interpretación de los debates estéticos e ideológicos, así como los balances de un siglo de autonomía que caracterizaron esta época en C. Altamirano y B. Sarlo (1983: 69-105).
2 Véase un análisis de las razones políticas que están en el origen del fenómeno de la inmigración en J. L. Romero (1997: 174-184) y T. Halperín Donghi (2004: 29 ss). A continuación, una tabla que muestra los saldos migratorios durante el período de publicación de «La Biblioteca de La Nación» y los de la década inmediata anterior y del lustro inmediato anterior:
saldos migratorios entre 1891-1924
Años |
Saldos migratorios (núm. de personas) |
1891-1900 |
+ 337.810 |
1901-1910 |
+ 1.134.265 |
1911-1920 |
+ 279.958 |
1921-1924 |
+ 399.304 |
fuente: Dirección General de Inmigración: extracto del resumen estadístico del movimiento migratorio en la República Argentina. 1857-1924, Buenos Aires, 1925, p. 33.
3 Todas las citas de nombres de autores y de títulos publicados en «La Biblioteca de La Nación» siguen la ortografía errática y muchas veces obsoleta de la colección.
4 José Julián Martí Pérez, poeta, periodista, revolucionario cubano, nació en La Habana el 28 de enero de 1853, en el seno de una humilde familia española. Por sus ideas revolucionarias, en contra de la sujeción de Cuba a España, sufrió prisión y exilio. Deportado a España en 1871, publicó «El presidio político en Cuba», el primero de sus libelos políticos. Terminó su educación en la Universidad de Zaragoza; donde en 1874 se licenció en Derecho y Filosofía y Letras. Años más tarde, vivió su destierro en Francia. En 1875 se trasladó a México, y en 1877, a Guatemala, donde enseñó por un tiempo en la Universidad Nacional. Volvió a Cuba en 1878 pero fue exiliado nuevamente en 1879 por sus actividades revolucionarias. Se trasladó a EE.UU. donde vivió entre 1881 y 1895 en Nueva York, ejerció el periodismo y fundó en 1892 el Partido Revolucionario Cubano. Murió en Cuba, en Boca de Dos Ríos, el 19 de mayo de 1895, durante una escaramuza con tropas españolas por la independencia. Como escritor Martí fue un precursor del modernismo iberoamericano. Sus obras incluyen los poemarios Ismaelillo (1882), Versos sencillos (1891) y Versos libres (1892), así como textos variados sobre la identidad latinoamericana, entre ellos, la conferencia «Madre América» (Zanetti, 1980).
5 Véase «Cronografía de sus traducciones» en http://www.histal.umontreal.ca/espanol/traductores/jose_marti.htm
6 Véanse otras precisiones sobre la obra como traductor de Martí en G. Bastin, Á. Echeverri y Á. Campo; «La traducción en América Latina: propia y apropiada», en A. Pagni (2004: 69-94).
7 Lucio Victorio Mansilla nació en Buenos Aires el 23 de diciembre de 1831. En su juventud realizó extensos viajes por Asia, Egipto y Europa. En agosto de 1852 volvió al Plata, y más tarde —en 1857— se trasladó a Paraná donde fue diputado de la Confederación y se inició en el periodismo. En favor de las tropas porteñas y con el grado de capitán, Mansilla participó en 1861 en la batalla de Pavón y posteriormente intervino en la guerra del Paraguay, donde fue ascendido a coronel. En 1869, el presidente Sarmiento lo designó jefe de la frontera contra los indios en Río Cuarto, al sur de Córdoba; inspirado en una arriesgada empresa de esa época escribió su mejor obra: Una excursión a los indios ranqueles. En función diplomática se radicó en Europa a partir de 1896, para vivir sus últimos años en París. Se destacó como prosista en la segunda mitad del siglo xix y precursor de la generación del 80, sus escritos están ligados íntimamente a su vida y en ellos, es el personaje protagónico. Entre sus obras más representativas debe mencionarse una serie de artículos que publicó en el periódico «Sud América» y denominó «Causeries del jueves», editados en forma de libro con el título: Entre-Nos (año 1890). También un ensayo histórico sobre el período en que gobernó su tío y denominó Rosas, y Mis memorias, con recuerdos de su infancia y adolescencia. Pero el libro que le ha permitido ocupar un lugar de importancia en la historia de nuestra literatura es Una excursión a los indios ranqueles (1877). Mansilla murió en París el 8 de octubre de 1913.
Domingo Faustino Sarmiento, maestro, periodista, político, brevemente militar, pero fundamentalmente escritor, nació en San Juan, Argentina, por entonces la ciudad más importante de la región cuyana, el 15 de febrero de 1811. Por lazos familiares, estaba vinculado con todos los que habían significado algo en la vida de la pequeña ciudad andina, pero su familia directa era extremadamente pobre. Parte al destierro chileno por oponerse al gobierno de Rosas por primera vez a los 20 años, viviendo una vida de miseria. De regreso en San Juan es maestro y periodista. Funda escuelas y, ante todo, abraza la estética romántica, que a pesar de cierta heterogeneidad política de sus miembros, tiene un enemigo común el Brigadier Rosas. En 1943, segundo destierro de Sarmiento a Chile, donde se forja un lugar destacado como periodista de El Mercurio de Valparaíso. Escribe sobre temas diversos: desde políticos hasta la representación de obras teatrales; en esos años escribe el Facundo. Sarmiento participó en la Campaña del Ejército Grande con el General Urquiza. Fue presidente de la nación entre 1868 y 1974, y embajador en Estados Unidos y Paraguay, donde murió el 11 de septiembre de 1888. Escritor prolífico y de un estilo vigoroso, inimitable, entre sus obras se destacan: Mi defensa (1843), Civilización o barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga (1845), Viajes por Europa, África y Estados Unidos (1849), Recuerdos de Provincia (1850); Campaña en el Ejército Grande (1852). También escribió innumerables artículos periodísticos. Sobre Sarmiento traductor en Chile, véase G. Payás (2007: 29 passim).
8 Bartolomé Mitre (1821-1906), político, militar y escritor argentino, presidente de la República (1862-1868). Nació en Buenos Aires y, siendo aún muy joven, se granjeó con sus escritos y sus opiniones políticas la enemistad del brigadier Don Juan Manuel de Rosas.Tras vivir exiliado en Chile, Bolivia y Perú, Mitre regresó a Argentina en 1852 y participó en el derrocamiento de Rosas, encabezado por el general Justo José de Urquiza. En 1853 fue nombrado ministro de Guerra del gobierno provincial de Buenos Aires, y como tal, trató de oponerse al plan de Urquiza que pretendía que la provincia pasara a formar parte de la recién proclamada República Argentina. En 1859, las tropas de Mitre fueron derrotadas por Urquiza en la batalla de Cepeda y Buenos Aires pasó a formar parte de la federación. Mitre fue nombrado gobernador de la provincia
de Buenos Aires en 1860 y derrotó a Urquiza en la batalla de Pavón (1861). Al año siguiente, fue elegido presidente de la República para un mandato de seis años. Durante su presidencia, Argentina, aliada con Brasil y Uruguay contra Paraguay, participó en la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). En 1868 fue derrotado en las elecciones presidenciales por Domingo F. Sarmiento; volvió a presentarse como candidato en 1891 pero fracasó. Mitre fundó en Buenos Aires el influyente periódico La Nación, en 1870. Entre sus obras se encuentran un gran número de poesías, traducciones de autores clásicos (como el poeta italiano Dante Alighieri) y obras históricas, como la Historia de Belgrano y de la independencia argentina (1858-1859) y la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana (1877-1888).
9 Efectivamente, en la portadilla del tomo se lee «traducción B. M. y D. V. de M.»
10 Carlos A. Aldao nació en Santa Fe el 3 de abril de 1860. Abogado de profesión, fue posteriormente juez, diputado nacional y diplomático. Poseedor de un agudo espíritu crítico, entendió la cultura desde Buenos Aires y fustigó a los caudillos y a las motoneras. Dejó a su muerte
una considerable obra, de la que pueden citarse Blasones de Santa Fe en la independencia nacional, Miranda y los orígenes de la independencia, Errores de la Constitución nacional y Rosas, su obra póstuma. También publicó libros de viajes: Vagando y divagando y A través del mundo. Murió en Buenos Aires el 17 de abril de 1932.