La esencialización de la cultura y sus consecuencias en los estudios de traducción

David Marín Hernández

Universidad de Málaga

En este artículo se pretende poner de manifiesto la artificialidad que supone categorizar las personas en culturas, concebidas éstas como unidades con fronteras nacionales bien delimitadas. Desde esta perspectiva, la cultura es un ente estable que determina ontológicamente todos los fenómenos que acontecen en su seno al imprimirles una esencia compartida por todos ellos. Tras analizar algunas de las consecuencias que este concepto de cultura entraña en la teoría y la práctica de la traducción, se propone la posibilidad de prescindir de dicho concepto durante el proceso traslativo. Si el proceso de traducción deja de enfocarse como un contacto entre dos culturas preexistentes, creemos que se conseguirá un análisis más matizado de los rasgos característicos del texto original.

palabras clave: traducción y cultura, Estudios de Traducción, Estudios Culturales, Traducción Poscolonial.

The purpose of the article is to highlight the artificiality of categorizing people into cultures with clearly established national borders. From this viewpoint, culture is a stable entity, which ontologically determines all the events that take place within its boundaries, since it stamps a common essence on them. After studying some of the consequences this concept of culture entails in the theory and practice of translation, we propose that this concept is set aside during the translation process. If this process is not considered as a contact between two pre-existing cultures, we believe that a more detailed description of the source text features will be achieved.

keywords: translation and culture, Translation Studies, Cultural Studies, Postcolonial Translation.

1. La cultura en los estudios de traducción

Al igual que en el resto de ciencias sociales, resulta evidente que el llamado giro cultural también se ha manifestado en los estudios de traducción. El número de monografías y congresos dedicados en los últimos años al análisis de los factores culturales en el proceso traslativo es buena prueba de ello. Este interés general de la comunidad científica por las consideraciones culturales ha sido explicado desde diversos ángulos. Para muchos pensadores, no es casual que el cultural turn haya coincidido con el desarrollo de la economía global. Parece que la uniformidad cultural que se deriva de la globalización ha sido sentida por muchos como una amenaza. La fuerza de los nacionalismos y otros movimientos identitarios se explicaría justamente como un repliegue defensivo ante la posibilidad de perder los rasgos locales definitorios de la identidad. El renacer de los particularismos locales se produce, pues, como una reacción a los tradicionales proyectos de civilización universal, considerados actualmente como corsés eurocéntricos impuestos por la civilización occidental (Lamo de Espinosa 1995: 48-49). Desde esta perspectiva, las diferencias culturales no sólo habrían resistido las embestidas de las tendencias homogeneizadoras, sino que se habría generado un discurso favorable a la resistencia de lo particular —visible igualmente en la producción científica—. Así se explicaría, por ejemplo, que muchas disciplinas hayan convertido la cultura en su centro de interés y reconfigurado sus respectivos objetos de estudio desde esta perspectiva. La psicología nos ofrece un buen ejemplo de este renacer de los particularismos y la influencia de éstos en el terreno de la investigación. Algunos psicólogos sostienen que los procesos psíquicos no son compartidos por toda la humanidad, sino que dependen de los sistemas de creencias y significados en los que se ha socializado el individuo. Psique y cultura mantendrían, pues, una relación esencial (Cole 1996). Por otra parte, desde un enfoque económico, el protagonismo de la cultura en el terreno académico se ha explicado como una consecuencia del carácter posmaterialista de la tercera revolución industrial. En las actuales sociedades de la información, el consumo de bienes simbólicos se ha multiplicado, de ahí que sus procesos de producción, distribución y apropiación hayan llamado la atención de los investigadores sociales, con el consiguiente aumento de la bibliografía consagrada a este tema (Ariño 1997).

Sea como fuere, lo que estas explicaciones ponen de relieve es la íntima relación entre las tendencias académicas que encauzan la producción científica y el resto de campos en que se estructura la sociedad. No sólo las perspectivas desde las que se enfocan los conceptos, sino la misma existencia de éstos está condicionada por instituciones sólo en apariencia ajenas a la comunidad académica. Sin postular una dependencia mecánica entre los distintos campos, lo cierto es que la relación entre ellos es estrecha. Quizás resulte excesivamente simplificador hablar de un mero reflejo de unos sobre otros —pues éstos conservan, aunque en grado variable, su autonomía—, pero sí existe una refracción, de tal manera que la influencia de instituciones externas es digerida y aplicada según las normas de funcionamiento propias (Bourdieu 1992).

Estas refracciones deben estudiarse con atención en el terreno de la traductología, pues, además de la presión más o menos directa que sobre ella puedan ejercer otros órdenes sociales, su naturaleza interdisciplinar la hace particularmente susceptible a la influencia teórica de otras especialidades. El concepto de cultura, tan en boga en la reflexión traductológica reciente, ilustra hasta qué punto la investigación universitaria se deja guiar en ocasiones por el atractivo social de ciertas corrientes de pensamiento. Aunque ninguna disciplina pueda pretender la exclusividad de la cultura como objeto de estudio, es innegable que la antropología tiene ya una larga tradición teórica en este terreno, que se manifiesta en la solidez de sus cimientos teóricos y en la abundante bibliografía que ha generado sobre este tema. Podría pensarse, por todo ello, que los instrumentos analíticos desarrollados por los antropólogos son, a priori, los más adecuados para estudiar los elementos culturales en el proceso traslativo.1 Sin embargo, la influencia de la antropología en los estudios de traducción no ha procedido directamente de las obras de los antropólogos, sino que se ha ejercido a través de la «versión light» de la cultura que proponen la Crítica Poscolonial y los Estudios Culturales —al menos en su fase post-estructuralista (Easthope 1997)—; una versión que, como se verá más adelante, ha irritado profundamente a los antropólogos más ortodoxos, quienes la consideran una mera estrategia comercial y achacan su popularidad a la moda de lo políticamente correcto antes que a sus bondades estrictamente académicas.

Esta contraposición entre la antropología clásica, por una parte, y los Estudios Culturales, por otra, ha sido subrayada por la escuela de los Translation Studies y resulta especialmente visible en las investigaciones de Bassnett, una de las traductólogas que inauguraron esta corriente. Al leer alguno de sus trabajos, se comprende la animadversión que han despertado los Estudios Culturales entre los antropólogos, pues en ocasiones Bassnett llega a identificar la antropología con el etnocentrismo más radical para presentar a continuación los Estudios Culturales como la superación de una noción obsoleta de cultura (Bassnett 1998: 129 y 133).

El que las influencias para conceptualizar la cultura procedan de una u otra dirección tiene profundas repercusiones en la teoría y en la práctica de la traducción, ya que la categorización de las personas en unidades culturales no responde a una realidad natural con la que poder contrarrestar la bondad de los constructos teóricos. Más bien al contrario, son las teorías las que modifican la visión de la realidad y nos hacen actuar en determinadas direcciones, especialmente en el ámbito de las disciplinas sociales. Así como concibamos la cultura, así enfocaremos el proceso traslativo, pues todo método de traducción lleva implícito un determinado concepto de cultura.

1. La traducción como trasvase cultural: la esencialización de las culturas

De la misma manera que no hay decisión inocente en la práctica de la traducción, tampoco las metáforas utilizadas por los traductólogos para referirse a esta actividad son neutras, sino que responden a una determinada práctica discursiva. En este sentido, la imagen de la traducción como trasvase —en sus múltiples variantes: transferencia, traslado, etc.— nos predispone a que veamos fronteras culturales donde quizás no las haya, ya que la acción de trasladar conlleva la existencia de al menos dos «contenedores» separados entre los que se lleva a cabo la reubicación del objeto trasladado (Martín 2003). También la identificación del traductor con la figura del mediador apunta en esta misma dirección, pues lo sitúa inevitablemente «en medio de» dos bloques independientes predispuestos a no entenderse —de ahí la necesidad de alguien que medie diplomáticamente entre ellos—. De la misma manera, la consideración de la cultura como unidad de traducción conlleva su esencialización, ya que todos los elementos del texto original que nos sorprendan por su novedad y se resistan a una reexpresión fácil son vinculados ontológicamente a una cultura preexistente y constitutiva de todo cuanto en su seno acontece. En otras palabras, conceptualizar algo como culturema supone en última instancia ocultar el valor que puede tener por sí mismo y considerarlo únicamente como un atributo representante de una cultura.

El poder hipnótico del concepto culturema muestra toda su eficacia cuando el profesor se lo presenta a los estudiantes de traducción por vez primera: una vez que lo han descubierto, se produce un estallido de culturemas en los textos que han de traducir y prácticamente todo cuanto aparece en ellos es reificado culturalmente. En parte, esto es así porque el culturema ofrece una explicación rápida y sencilla para aquellos elementos del texto original que llaman la atención, pues éstos, una vez que han sido etiquetados como culturemas, ya no precisan un análisis minucioso sobre su función semiótica en el texto: sencillamente son considerados como el producto de una esencia cultural.

El carácter deliberadamente indeterminado de las definiciones y clasificaciones de culturemas que han propuesto algunos autores parece tener precisamente el propósito de dar cabida a cualquier rasgo que nos sorprenda. Así, Nord considera que un culturema es «[u]n fenómeno social de una cultura X que es entendido como relevante por los miembros de esa cultura y que, comparado con un fenómeno correspondiente de una cultura Y, es percibido como específico de la cultura X» (Nord 1997: 34). Al margen de la naturaleza ontológica que se le concede a la diferencia —pues desde esta perspectiva sólo calificamos como culturema lo exclusivo de otras culturas2—, también es destacable en esta definición ya clásica la consideración fenoménica de lo social, de manera que los hechos sociales son concebidos como una manifestación superficial de una esencia cultural profunda. La cultura estaría, de aceptar esta perspectiva, enraizada en lo más profundo del ser y constituiría el origen de su identidad. Aún más significativo nos parece que en la anterior cita se recurra a dos variables claramente diferenciadas —X e Y, prueba definitiva de la reificación de la que es objeto este concepto— para referirse a las dos culturas entre las que tiene lugar el proceso de traducción. Delimitar de forma tan nítida las fronteras de las culturas es el resultado de concebirlas como un todo sistémico en el que los elementos constituyentes están relacionados entre sí y generan una unidad coherente y aglutinadora —pues todos ellos responden a unos mismos valores y creencias—, lo que exige, a su vez, determinar con claridad qué elementos están dentro y cuáles fuera. Es una de las consecuencias del pensamiento estructural.

Sin embargo, pensamos que esta visión no refleja con exactitud la realidad actual de nuestras sociedades. En última instancia, lo que falla en esta conceptualización de la cultura es su relación con otro concepto: el de sociedad. Propuestas como la de Nord presuponen una relación armónica entre estas dos entidades, hasta el punto de que ambas son concebidas como dos caras de la misma moneda. Recordemos que en su definición de culturema hacía depender los fenómenos sociales de un código cultural profundo. Desde esta perspectiva, en consecuencia, a cada sociedad le corresponde una cultura, siendo ésta última la que vincula a los miembros de la comunidad y los mantiene unidos. En definitiva: sin cultura, no habría sociedad, pues ésta se disgregaría en mil pedazos.

Quizás en el momento en el que surgió la antropología como disciplina teórica podía establecerse esta relación unívoca entre los fenómenos sociales y los culturales, pues entonces los antropólogos sí podían dar en sus viajes con sociedades relativamente sencillas —desde un punto de vista cuantitativo— y lo suficientemente cerradas sobre sí mismas como para encontrar esta homogeneidad. Pero hoy en día la situación es muy diferente. «Es difícil estar seguro de si el modelado de las culturas exploradas como sistemas era una ilusión óptica inducida por un punto de vista transitorio e históricamente enmarcado o si era una percepción adecuada de una realidad hoy perdida. Fuera como fuese, la imagen desentona estridentemente con nuestra experiencia actual [...]» (Bauman 1999: 36).

Creemos que el mantener la visión tradicional de las culturas como totalidades hipostasiadas responde a una práctica discursiva que nos dibuja un mundo dividido en unidades culturales discretas, independientes entre sí, con unas fronteras claramente demarcadas y conformadoras de todo hecho social que se produce en el interior de estos límites. En definitiva, una práctica discursiva que, como señalábamos más arriba, responde —más o menos conscientemente— a la voluntad política de ser culturalmente diferentes: «Los socioantropólogos han demostrado que [...] no es que un grupo humano se diferencie de otro porque posea unos rasgos culturales particulares, sino que singulariza ciertos rasgos culturales porque ha optado previamente por diferenciarse» (Delgado 1998: 194).

Tal ha sido la fuerza de este enfoque, que se ha impuesto como un axioma la idea de que traducir implica necesariamente la existencia de «otra cultura», que, por influencia de los Estudios Poscoloniales, se postula generalmente en términos de opresor/oprimido, dominante/dominado, etc. Pese a que desde estas posiciones poscoloniales se critica la visión esencialista de la cultura y se aboga por concebir la identidad cultural como un proceso de construcción permanente —siempre abierto, incompleto, relacional, etc.—, en última instancia siguen considerando las culturas como marcos definitorios del individuo. Por mucho que la identidad cultural posmoderna se describa como fragmentada, cambiante, poliédrica, mestiza... siempre se descubren, detrás de estas propuestas, dicotomías que reducen la heterogeneidad, fronteras nítidas entre nosotros y ellos, entre la cultura X y la cultura Y. Fronteras que, aunque estén desplazándose permanentemente, nunca dejan de ser fronteras, es decir, de actuar como límites que nos señalan lo que está dentro y lo que está fuera, dónde termina nuestro espacio y dónde empieza el exterior. Detrás del aura de tolerancia que parece rodear a los Estudios Poscoloniales, éstos siguen utilizando el concepto de cultura como una «tecnología de la discriminación y de la separación, fábrica de diferencias y oposiciones»; y es que, ante la actual multitud de valores escasamente coordinados, se produce «una experiencia enervante que convierte en seductora cualquier gran simplificación» (Bauman 1999: 92). Así, la subversión del canon o la defensa de sociedades multiculturales —dos grandes proyectos políticos que le han granjeado a esta corriente un gran número de adeptos— siguen recurriendo implícitamente a la violencia epistémica inherente al concepto de cultura más tradicional: aquél que acarrea inevitablemente una categorización agresiva de las personas en grupos.

2. La posibilidad de traducir sin culturas

En lugar de considerar la traducción como un trasvase entre dos culturas independientes, sería más interesante recurrir a otros instrumentos conceptuales que nos permitan dejar de ver las culturas como unidades claramente diferenciadas por fronteras estables. Se trataría, en consecuencia, de dejar de ver esencias culturales allí donde sólo hay diferentes habitus, es decir, comportamientos que surgen ante ciertos condicionamientos sociales, pero de tal manera que aquéllos no están determinados por éstos de forma mecánica, sino que poseen la capacidad de introducir transformaciones generadoras —razón por la que Bourdieu optó por el término habitus en lugar de habitude, «qui est considérée spontanément comme répétitive, mécanique, automatique plutôt que reproductive et productrice» (Bourdieu 1984)3—. La reificación de los comportamientos sociales a través de un concepto de cultura considerado como un todo orgánico trascendente nos impide ver a las personas y sus acciones: sólo vemos epifenómenos de las culturas.

También la sustancialización de las interacciones humanas en una única sociedad —nacional, con un territorio bien delimitado— nos parece poco apropiada si atendemos a los continuos movimientos sociales contemporáneos. Para dar cuenta de la actual situación, la sociología nos ofrece instrumentos más eficaces que el concepto de sociedad nacional. Una de estas propuestas es la de concebir las interacciones como «marcos espaciotemporales que varían en función del sistema de acciones o las formas simbólicas consideradas, dado que sus límites son oscilantes, discontinuos y mercuriales» (Ariño 1997: 72; cursivas nuestras). Considerar la traducción desde la perspectiva de estos marcos espaciotemporales variables implica, entre otras cosas, dejar de conceptualizarla como una práctica que media entre dos sistemas cerrados de creencias interrelacionadas y orgánicas, coherentes, unificadoras y determinantes de la identidad del individuo, tal como afirma Katan en su definición de cultura (1999: 17). Desde la perspectiva de este autor, es inevitable concluir que la comunicación entre culturas resulta imposible sin la presencia de un mediador que filtre y transforme las diferencias. Ahora bien, si abandonamos la idea —pues creemos que es sólo una idea— de la cultura como sistema trascendente y constitutivo de las personas, y consideramos la posibilidad de que los marcos sociales se estén tejiendo y destejiendo continuamente según las circunstancias, el traductor podría acercarse al texto original con la misma actitud con la que lee los textos de «su propia cultura». ¿Acaso no entrañan «nuestros textos» o «nuestra literatura» dificultades conceptuales que nos permiten descubrir nuevas realidades o nuevas cosmovisiones? ¿Por qué, entonces, habríamos de considerar que las dificultades con las que nos topamos al traducir son esencialmente distintas de las que surgen al leer en nuestra lengua y merecen una actitud diferente? No pretendemos negar la evidencia: efectivamente, existen las diferencias, los realia no son los mismos en un lugar o en otro del planeta y, desde un punto de vista funcional, es fácilmente constatable que ante las mismas situaciones o necesidades distintos colectivos actúan de forma diferente. Pero si adoptamos una mirada ingenua —es decir, libre de la ideología inherente al concepto de cultura—, hemos de reconocer que el único criterio que nos permite establecer la distinción entre, por una parte, las diferencias que asumimos como nuestras —las que somos capaces de integrar como una variación de nuestro sistema— y, por otra, las diferencias que situamos más allá de nuestro sistema, es el criterio de las fronteras. En otras palabras: no es que las fronteras se hayan hecho para respetar diferencias culturales, sino que éstas han surgido a partir de aquéllas. La distinción entre «nuestra cultura» y la «cultura del Otro» es una derivación conceptual de las fronteras, según Bauman —lo que quizás tenía su lógica en los tiempos en los que las distancias físicas separaban efectivamente a los individuos, pero «las distancias ya no cuentan como antes, al tiempo que la idea de fronteras geofísicas es cada vez más difícil de sostener en el mundo real. [...] Paul Virilio ha sugerido recientemente que, aunque la declaración de Francis Fukuyama sobre el “fin de la historia” suena harto prematura, hoy se puede hablar con creciente seguridad del “fin de la geografía”» (Bauman 1999: 37-38).

La otredad es, ciertamente, un elemento nuclear en la traducción –aunque no definitorio: no se distingue en esto de la literatura en general, cuya fuerza radica, entre otras cosas, en permitirle al lector ser otro durante el acto de lectura-. Ahora bien, ¿cuál es el marco que resalta el perfil del otro y nos lo hace visible? El Otro puede ser diferente porque habla otra lengua, porque pertenece a un estrato social diferente del nuestro, sencillamente porque es otra persona.... y, según algunos, porque pertenece a otra cultura. De todos estos marcos, éste último es el más reduccionista y el que, en consecuencia, menos rasgos del otro nos permite ver. Y, sin embargo, es el que más éxito tiene en los estudios de traducción. Lo demuestra la popularidad de frases como la que utiliza Katan para concluir su obra: «The heart of the mediator’s task is not to translate texts but to translate cultures» (1999: 241). Lo equivocado, en nuestra opinión, de esta afirmación no es sólo la oposición entre textos y culturas sobre la que volveremos más adelante, sino el concepto de cultura al que recurre este autor, pensado como un marco que determina totalmente al individuo hasta el punto de que considera a las personas meros representantes de las culturas (1999: 241). No lo dice Katan explícitamente en la definición que propone de este concepto, pero los numerosos ejemplos que ofrece dejan bien claro que para él las fronteras de las culturas son las nacionales, ya que, cuando quiere ilustrar los desajustes culturales y la dificultad de llevar a cabo la tarea de mediación, recurre de forma sistemática a malentendidos entre americanos, mejicanos, rusos, ingleses, alemanes, etc. (1999: 24, entre otros muchos ejemplos), como si esos malentendidos no se produjesen habitualmente dentro de cada país por el distinto origen social de cada individuo, por citar sólo otra posible explicación.

Al plantear la posibilidad de dejar de pensar el proceso traslativo en términos de contacto de culturas —tanto si este contacto se produce con un criterio de asimilación dominante, como si lo hace bajo las formas del mestizaje— no se está proponiendo otra utopía política ensimismada y alejada de la realidad —del tipo un mundo sin fronteras—. Todo lo contrario: se trata sólo de que las decisiones del traductor salgan de determinadas estructuras ideológicas previas para resituarse en el plano más artesanal de dicho proceso, el lingüístico. Se trataría de abandonar «[...] las soluciones fáciles y macrológicas a problemas que sólo se resuelven micrológicamente, en el proceso cotidiano de oponer, construir, representar, desplazar» (Carbonell 1999: 172).

3. Traducción y lingüística

Si aceptamos que las «extrañezas» con las que nos topamos al traducir no tienen por qué conceptualizarse como diferencias ajenas originadas por «otra cultura» y, en consecuencia, reaccionamos ante ellas tal como reaccionaríamos al leer un texto en nuestra lengua, habremos de concluir que la naturaleza lingüística del proceso traslativo vuelve a cobrar relevancia. Creemos que las difíciles relaciones entre lo cultural y lo lingüístico visibles en algunas obras de traductología son producto del concepto de cultura que subyace en dichas reflexiones. En ocasiones, se tiene la sensación de que los factores culturales y los elementos lingüísticos están enfrentados y se sitúan en dos polos opuestos, de tal manera que el conceder protagonismo a uno conlleva inevitablemente restárselo al otro. Algo lógico si tenemos en cuenta la visión trascendente de la cultura implícita en estas obras: si ésta se concibe como un todo orgánico, es lógico que acapare todo el protagonismo, pues cualquier otro elemento se considerará inevitablemente como un mero epifenómeno de aquélla.

Ahora bien, las dificultades con las que se han encontrado algunos traductólogos para determinar las unidades de traducción demuestran, a nuestro juicio, que dicha concepción de la cultura no es capaz de dar cuenta fielmente de la realidad de la labor traductora. La unidad de traducción es, efectivamente, uno de esos elementos teóricos nucleares que obligan a «retratarse» a quienes pretenden definirlo, pues en función de cómo se determine puede deducirse toda una visión del proceso traslativo. Ruiz Noguera ya ha subrayado lo inadecuado de distinguir entre las unidades de traducción de naturaleza cultural y las de naturaleza lingüística. Las críticas de este autor se deben a que, en última instancia, todo cuanto ha de traducirse se plasma lingüísticamente en el texto (Ruiz Noguera 2003). Sólo desde una concepción inmanentista de la lingüística —o desde un concepto esencialista y trascendente de la cultura, añadimos nosotros—, se puede proponer una separación de las unidades lingüísticas y las unidades culturales de traducción.

4. Fallas metodológicas en la Crítica Poscolonial

Llaman la atención las numerosas críticas que está recibiendo en los últimos años el concepto de cultura implícito en la Crítica Poscolonial y los Estudios Culturales —y, por influencia de éstos, en los Translation Studies—. Desde ciertos sectores de la antropología, por ejemplo, se está denunciando con especial acritud las inconsistencias metodológicas de estas tendencias. Hay quien considera que esta severidad de los antropólogos es una muestra del rencor que se ha apoderado de ellos al comprobar cómo el éxito social de los Estudios Culturales ha provocado una estampida de filas, lo que ha hecho que muchos investigadores hayan abandonado la antropología más ortodoxa para unirse a la popularidad de lo políticamente comprometido (Feliu 2001: 87-88). Sin embargo, puesto que los reproches provienen desde muy distintos ámbitos académicos y son, en algunos casos, coincidentes, habremos de considerarlos con más atención. James Clifford, por mencionar sólo a uno de los antropólogos contemporáneos más citados, se muestra particularmente crítico y acusa a esta escuela de basar sus fundamentos no tanto en una verdadera preocupación social sino únicamente «en la reproducción de la experiencia exótica de visitar otras culturas o subculturas para satisfacer una necesidad de distracción y de espectáculo [...] por parte del individuo consumidor» (Clifford 1988).

Desde el ámbito de la sociología, Antonio Ariño subraya algunas de las inconsistencias que se aprecian en la metodología investigadora aplicada por los Estudios Culturales en sus etnografías de audiencias activas —reproches basados en los mismos principios y argumentados de la misma forma que los que están lanzando algunos traductólogos a la crítica poscolonial en los últimos años—. Así, Ariño denuncia la propensión a saltar del plano estadístico al ontológico, de tal manera que lo que no son más que regularidades estadísticas en las audiencias —correlaciones entre interpretaciones de los bienes simbólicos y posiciones sociales— se sustancializan con excesiva rapidez en explicaciones que pretenden presentar a algunas clases sociales dominadas por otras, como si no existiese una pluralidad de interpretaciones posibles en el seno de cada una de ellas: «En las etnografías de audiencias [...] hay una inclinación a confundir y reducir los efectos de los media con sus efectos semióticos: si las investigaciones de las audiencias nos muestran que la gente efectúa lecturas discrepantes, entonces ya no hay efecto de dominación (y parece que ya no haya ninguna clase de efecto en absoluto)» (Ariño 1997: 206). En cuanto a la teoría de la resistencia, se plantea este autor algunos interrogantes que nos parecen especialmente interesantes para la traductología, al menos en lo que concierne a las posibles repercusiones políticas de ciertos métodos de traducción supuestamente subversivos. Al estudiar los aspectos simbólicos de la dominación social, critica Ariño la tendencia de los Estudios Culturales a identificar la resistencia en el significado con la resistencia social efectiva, lo que supone con frecuencia «magnificar la resistencia simbólica, ritual y semiótica, [...] pero la resistencia a la interpretación dominante no es equivalente a resistencia a la dominación» (ibíd, 209; cursivas nuestras).

También en los estudios de traducción se ha producido una reacción de distintos investigadores que alertan sobre las categorías reduccionistas utilizadas desde algunos sectores de la Crítica Poscolonial. Una crítica muy similar a la que reproducíamos anteriormente de Clifford es la que formula Martín Ruano. Las etiquetas simplificadoras del tipo «músicas del mundo» o «ritmos étnicos» hacen pensar a esta autora que «lo Otro es menos un rasgo esencial que una estrategia empresarial, una garantía comercial». Al adoptar estas mismas categorías, corremos el riesgo de que la vacuidad de la que adolecen afecte igualmente a la calidad de la reflexión teórica sobre la traducción (Martín Ruano, 2003: 241-42).

Las críticas de Salvador Peña a los Estudios Poscoloniales resultan especialmente interesantes por su doble vertiente. Por un lado, apunta a sus fundamentos científicos para poner de relieve la simplificación que entrañan algunas de las dicotomías de esta escuela —cultura hegemonizada/hegemonizante, lo Mismo/lo Otro—(Peña 2000: 44), y, al mismo tiempo, denuncia el fraude político que se esconde bajo la pretendida defensa de lo marginal: el propósito de subvertir los centros hegemónicos del Poder es sólo una apariencia de rebeldía que ha adoptado esta corriente de pensamiento. No puede pasarse por alto la evidente cercanía a los centros de decisión que mantienen sus «maestros de ceremonias» ni los beneficios que éstos obtienen al servir solapadamente al Poder: «Mi tesis es que desde los años cincuenta comienza a desarrollarse en las sociedades occidentales más avanzadas un modelo ideológico que tiene por objetivo el control sin violencia de los grupos dominados. [...] se trataría de ordenar las zonas más caóticas (y coincidentes con grupos marginales, minoritarios o incómodos) con un discurso presuntamente subversivo que generan y controlan los mismos centros del Poder» (Peña 1999: 180; cursivas nuestras).

Subrayamos en la cita anterior los dos conceptos en los que venimos insistiendo desde las primeras líneas de este trabajo y que, a nuestro juicio, explicarían el enorme éxito del que goza en las disciplinas sociales cierto concepto de cultura: ordenar para controlar. Ovidi Carbonell recurre a estos dos elementos para dar cuenta de la «persistencia del exotismo» y el atractivo que las traducciones extranjerizantes ejercen entre los lectores no iniciados en las culturas alejadas. Al igual que los autores antes citados, señala Carbonell las presiones comerciales y políticas que generan esta fascinación por lo exótico, pero apunta una nueva vertiente que ayuda a comprender mejor esta necesidad por el orden y el control: la psicología social. Para este autor, «[...] la tendencia a representar otros modelos de humanidad que son coherentes e íntegros (son modelos de totalidad) [pretende] superar de forma vicaria la insoportable condición de descentramiento, fragmentación e inseguridad impuesta por los modos culturales occidentales en este final de siglo» (Carbonell 2000: 178; cursivas del autor). En los trabajos de Carbonell se señalan igualmente las implicaciones de esta estrategia en la práctica de la traducción y se advierte de los efectos perversos que los métodos extranjerizantes producen en la práctica traslativa. Las críticas de este autor se dirigen concretamente a algunas de las propuestas de Venutti. Detrás del aparente respeto a las diferencias culturales, se esconde una visión caricaturesca del Otro, pues la extranjerización suele implicar en la mayoría de los casos una reducción simplista de la cultura extranjera a sus rasgos más llamativos. Por paradójico que parezca, estos acercamientos extranjerizantes caen precisamente en los errores que pretenden evitar, ya que «domestican» las culturas foráneas al someterlas a los tópicos que sobre ellas existen (Carbonell 2004).

5. Conclusión

Al plantear la posibilidad de traducir sin culturas no negamos la naturaleza simbólica de la sociedad. «[...] No es posible explicar el comportamiento humano sin tener en cuenta que los actores sociales, además de posiciones en redes y estructuras, además de individuos racionales y maximizadores, son agentes productores de significado, usuarios de símbolos, narradores de historias con las que producen sentido e identidad» (Ariño 1997: 162). No basta, pues, con abordar la descripción de los campos sociales en términos de su lógica interna de carácter instrumental, sino que hay que reconocer igualmente la importancia de lo ritual, especialmente visible en un campo tan ritualizado como el de la traducción, en el que muchas decisiones prácticas —piénsese, por ejemplo, en la traducción de nombres propios— no son la conclusión de un razonamiento lógico-funcional, sino la asunción de ciertas normas de la profesión.

Es evidente que los individuos pasamos por diferentes procesos de socialización a través de los cuales adquirimos valores y creencias, es decir, interiorizamos una cosmovisión que influye en nuestra conducta; como también lo es que en la práctica de la traducción pueden surgir discordancias entre la cosmovisión desde la que se ha generado el TO y aquélla desde la que se traduce o para la que se traduce. No dudamos, pues, de que la traducción puede implicar un choque de diferentes explicaciones simbólicas de la realidad.

Ahora bien, el concepto de cultura no es más que una posible forma de conceptualizar dichas discordancias, y creemos que en ocasiones se abusa de él para ofrecer una explicación simplificadora. El origen de estas discordancias es múltiple y los matices que nos permiten descubrir son variados, pero si iniciamos el proceso de traducción con la idea preconcebida de que vamos a entrar en contacto con «otra cultura», entonces muchos de estos matices se borran bajo el efecto de una única explicación: la diferencia cultural. Con demasiada frecuencia hemos comprobado que la idea de cultura anula cualquier otra explicación: es un atajo tentador que nos impide llegar más lejos en el análisis del TO y preguntarnos por la razón de ser de sus rasgos diferenciadores, por el proceso semiótico en el que se ha generado dicho texto. Por eso, más que como un contacto intercultural, el fenómeno de la traducción podría concebirse «como la relación dialéctica que se da entre la producción de un código semiótico en un contexto determinado, con sus propiedades de adecuación, coherencia y cohesión, y la producción de un segundo código semiótico a partir de aquél» (Carbonell 1999b: 176-77).

Concebir la traducción como un contacto entre dos culturas —entre dos sistemas separados, con fronteras predeterminadas que distinguen claramente nuestro espacio del exterior— no resuelve las dificultades prácticas de la traducción, sino que las oculta: nos presenta estas dificultades hipostasiadas bajo el concepto de culturema. Frente a esta perspectiva, nos parece más adecuado considerar que las culturas —y los culturemas— no son entes que anteceden al proceso de traducción, sino el efecto retroactivo de una cierta forma de enfocar la teoría y la práctica de esta actividad.

Recibido en enero de 2005

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1 En este sentido, llama especialmente la atención que las relaciones entre la traductología y la antropología hayan sido tan escasas, pues las analogías de sus respectivos objetos de estudio y los objetivos que pretenden conseguir son más que evidentes. Como muestra de esta similitud, basta señalar los interrogantes que se plantean los comisarios de los museos etnográficos sobre cómo representar en ellos a las sociedades estudiadas y las posibles «violencias epistémicas» que se ejercen en dicha representación (Lidchi 1997). La coincidencia entre las dudas éticas que asaltan a los antropólogos y las que se vienen planteando en los últimos tiempos en el terreno de la traducción ponen de relieve las relaciones esenciales que existen entre estas dos disciplinas (Rubel y Rosman 2003). Una introducción didáctica sobre los frutos académicos que han generado estas relaciones puede encontrarse, por ejemplo, en Carbonell 1999b.

2 Frente a esta posibilidad, no faltan autores que defienden una noción débil de la diferencia. Desde esta perspectiva, las diferencias, aunque existen, no serían constitutivas de la identidad. «After all, modern thought is not just binary but a particular kind of binary-producing machine, where binaries become constitutive differences in which the other is defined by its negativity». Como alternativa, se propone un concepto de otredad basado en la positividad: «Rather, they begin with a strong sense of otherness which recognizes that the other exists, in its own place, as what it is, independently of any specific relations». (Grossberg 1996: 94)

3 Esta concepción de la cultura como «una matriz de permutaciones posibles, una estructura de elecciones, finitas en número pero prácticamente incontables», está igualmente en la base de la distinción propuesta por Paul Ricoeur entre mêmeté y ipséité: la continuidad en el tiempo de una identidad —mêmeté— consiste en la preservación de dicha matriz —ipséité— (Bauman 1999: 50).