El lugar de la traducción en el campo literario

Jorge Bergua

Universidad de Málaga

El artículo trata de explorar las muchas posibilidades que ofrece el concepto sociológico de campo (tal y como ha sido formulado por Pierre Bourdieu) para los estudios de traducción, haciendo especial referencia a la traducción de autores clásicos griegos y latinos, sobre todo en España. Se discuten brevemente las relaciones entre las traducciones y la literatura de creación; y se indican algunas pautas para un estudio empírico más pormenorizado y cronológicamente acotado, de acuerdo con la orientación teórica señalada.

The article tries ta explore the many possibilities which the sociological concept of field (as formulated by P. Bourdieu) offers to translation studies, making special reference to the translation of classical Greek and Latin authors, especially in Spain. The relationship between translation and creation in literature is briefly discussed, and some guidelines for a more detailed and chronologically limited study are indicated, according to the aforementioned theoretical orientation.

Una de las aportaciones más importantes al estudio de la literatura en los últimos años ha sido sin duda el libro de Pierre Bourdieu, Les regles de l'tart. Genèse et structure du champ littéraire, publicado en 1992 y que ha tenido una profunda repercusión internacional1. En él se expone por extenso toda una forma de entender científicamente los hechos literarios, gracias a una muy sólida teoría sociológica centrada en las nociones de campo y de habitus, junto con el estudio empírico de un caso concreto, la génesis y sentido de La educación sentimental de Flaubert en el marco de las rivalidades literarias de la Francia de mediados del siglo XIX, época en la que asistimos al nacimiento del escritor moderno.

Sin embargo, en dicha monografía de Bourdieu no se aborda el asunto de la traducción literaria, que evidentemente tiene una relación directísima con la estructura y la economía del campo literario en general. Por eso, pretendo en este artículo esbozar algunas grandes líneas para un posible estudio de la traducción (literaria) desde este punto de vista, aunque centrándome en principio en las traducciones de clásicos greco-latinos, especialmente en España; y es que creo que un estudio cabal de la historia de la traducción literaria -es decir, un estudio que no sólo localice, enumere y describa las distintas versiones, sino que explique hasta donde sea posible su función social, su génesis, su razón de ser- debería estar plenamente integrado en la historia de la literatura, nacional o internacional2.

Lo primero sería delimitar si existe realmente un campo o subcampo de la traducción, y su grado de autonomía o de dependencia dentro de otros a lo largo de la historia. Dejando ahora de lado la traducción oral (interpretación), cuyos orígenes son remotísimos y que además con mucha frecuencia se convirtió en una profesión (es decir, que el intérprete era una figura social reconocible, y a menudo disfrutaba de gran consideración, como los dragomanes del Imperio otomano o los intérpretes en ciertas culturas africanas antiguas), la traducción literaria ha tenido una historia y un grado de institucionalización muy distintos en el mundo occidental.

Si pensamos en la situación actual, vemos que la traducción (sobre todo la literaria) cuenta con todo tipo de instituciones plenamente establecidas: existen asociaciones de traductores que velan por sus derechos (como, en España, la Asociación Profesional de Traductores e Intérpretes, o la Fédération International des Traducteurs)3, revistas y colecciones de libros dedicadas en exclusiva a la traducción, una amplia bibliografía teórica al respecto, premios nacionales en distintas modalidades, institutos, departamentos o incluso facultades universitarias donde se imparten estas enseñanzas, etcétera. El paralelismo con el campo literario y sus instituciones es evidente, así como la tendencia progresiva a separarse e independizarse de él (por ejemplo, en el ámbito universitario).

Pero también podemos constatar en el mundo de la traducción literaria la polarización -que es propia del campo literario en general-entre un subcampo de producción restringida (por ejemplo, la traducción de poesía, cuyos autores y lectores son fundamentalmente los propios productores de poesía) y un subcampo de gran producción, simbólicamente excluido y desacreditado (por ejemplo, la traducción de los best-sellers anglosajones)4, de forma que, salvo raras excepciones, la única forma de llegar a ser un traductor visible, es decir, reconocido literariamente, es dedicarse a la traducción de textos consagrados (clásicos en sentido amplio) o en vías de consagración (vanguardia); basta con pensar, entre nosotros, en los casos de Ángel Crespo (traductor de Dante, etcétera) o de Miguel Sáenz (traductor de Bernhard, etcétera). Esto es un indicio claro de que la traducción literaria es en sí un subcampo subordinado dentro del campo de la literatura, pues por lo general no aporta sus propios valores, no puede aportar por sí misma capital simbólico, sino que más bien lo recibe del texto original. Otro indicio -más crudo- de la subordinación con respecto a la literatura «original» es, evidentemente, la distinta remuneración que reciben unos autores y otros por su trabajo (por lo general, 5% de las ventas para traductores, 10% o más para autores, con muchas variaciones)5.

Otro rasgo que comparte la traducción literaria con el campo literario en general es el escaso grado de codificación, es decir, «el grado en que sus límites dinámicos, que se extienden tan lejos como alcanza el poder de sus efectos, son convertidos en frontera jurídica, protegida por un derecho de entrada explícitamente codificado, como la posesión de títulos académicos, haber aprobado una oposición, etcétera, o por medidas de exclusión y de discriminación»6. Es decir, que, como ocurre con la profesión de escritor, la de traductor literario no exige tampoco títulos ni oposiciones para ingresar en ella, pero a cambio de eso ofrece lugares inciertos, mal definidos en el espacio social, y, lo mismo que la profesión de escritor o de artista, es «una de las menos capaces de definir (y de alimentar) completamente a quienes la reivindican, y que, demasiado a menudo, sólo pueden asumir la función que ellos consideran principal a condición de tener una profesión secundaria de la que sacan sus ingresos principales»?7.

Los indicios de dependencia del traductor literario, por tanto, son muy numerosos y visibles todavía hoy, cosa que no habrá de extrañar si recordamos que el traductor es por definición un autor de segundo grado (sin olvidar, además, que, en general, los traductores e intérpretes han pertenecido históricamente a grupos minoritarios de una u otra clase8). Sin embargo, en los últimos decenios son muchas las señales de autonomización de este campo, lo que ha ido permitiendo que el traductor salga poco a poco del «background of indistinct servitude» de que hablaba G. Steiner para convertirse en una figura social algo más reconocible.

Un factor muy importante en este proceso ha sido el avance del espíritu filológico (o su recuperación, si se quiere), sobre todo a partir del siglo XV. Es evidente que, para que la traducción tal como la entendemos hoy cobrara una forma socialmente perceptible, era indispensable una delimitación clara entre «origi-

nal» y «traducción», cosa que muy poco a poco, y con muchos vaivenes, se fue produciendo en el Occidente europeo a partir de esas fechas; dicho de otro modo, para que la traducción empezara a ser una actividad claramente definida y reconocida, era necesaria la emergencia de «textos protegidos» y no «desarticulados», abiertos a la interpolación9. Nos explicamos: los modos de hacer medievales -como los de otras tradiciones no europeas- se caracterizaban por no respetar en absoluto los principios básicos que han presidido la producción literaria europea en los últimos siglos, a saber, I. la existencia del autor como figura reconocible, responsable del texto; 2. el carácter acabado de la obra, no susceptible por tanto de añadidos ni interpolaciones; y 3. la originalidad de dicha obra, dentro de los límites que impone la pertenencia a una tradición y a unos usos comunes. Estos valores, huelga decirlo, están íntimamente ligados a la filología, tal como la conocemos a partir de los alejandrinos.

Frente a ello, el método escolástico de la compilatio se basa en «una gigantesca industria de manipulaciones textuales: los textos son seccionados en partes, ordenados, glosados, comentados; sus máximas son ensambladas en recopilaciones y en corpora.»10 En este contexto, lo que nosotros llamamos la traducción es una operación más de manipulación textual, pues se daba por descontado que romançar una obra implicaba una alteración más o menos grande (a veces enorme) del tenor literal del original. Por eso, por poner un ejemplo del ámbito castellano, cuando el taller de Alfonso X «traduce» la Farsalia de Lucano para embutida -literalmente- en la General Estoria, en realidad está acometiendo una tarea que no es esencialmente distinta de la utilización de otras fuentes, por ejemplo castellanas, como material para esa historia universal; es una labor, si se quiere, de acarreo, sólo que en este caso implica cambio de lengua (y de verso a prosa). La autoría de Lucano, el valor literario de la obra, su carácter exento, son cosas que se ignoran o que quedan en un segundo plano (como también la persona del traductor o traductores, de los que casi nada se sabe)11.

Por lo tanto, la lenta emergencia del espíritu filológico, asociado con el humanismo italiano, será condición indispensable para que la traducción vuelva a aparecer en el horizonte como una actividad visible; y para que vuelva a apreciarse, lentamente, el valor literario per se de los clásicos greco-latinos, más allá de su valor como fuentes históricas o su utilización moraldidáctica (lo que es un indicio cierto de la progresiva autonomización del campo literario respecto del religioso, en cuanto que definidor de la moral). También para que pueda irse imponiendo una idea positiva de la originalidad, que en una sociedad como la medieval resultaba incluso sospechosa12.

Aparte de esto, uno de los indicios más claros de autonomización de la traducción como campo de actividad es la autorreferencialidad y la abierta competencia -en un plano sincrónicoentre los traductores de una lengua o de un autor determinados. Es verdad que, por lo menos desde el siglo XV, los traductores españoles de autores clásicos han tenido en mente y polemizado en sus prólogos, a veces violentamente, con alguna o con varias de las traducciones anteriores (del mismo autor o de otros), tanto españolas como en otras lenguas del entorno; pero en muchas ocasiones esta competencia implícita o explícita era con traductores ya muertos, bastante alejados en el tiempo, y con traducciones ya más o menos fuera de la circulación (por lo tanto no competidores directos en el mercado). Pero en los últimos decenios la situación es ya muy distinta: ha habido una aceleración constante, pues en grandes lenguas como el español o el inglés las traducciones de clásicos greco-latinos se han multiplicado de forma exponencial, de forma que los traductores compiten entre sí abiertamente, es decir, compiten con otras traducciones más o menos contemporáneas (y a la venta), lo que, dentro de la dialéctica de la distinción que es propia de todos los campos, significa que para que una traducción se haga notar ha de aprovechar de una forma inteligente, novedosa, el espacio de los posibles (por ejemplo, el dilema de la traducción en prosa o en verso, y dentro de ésta las distintas posibilidades métricas o rítmicas, etc.)13. En un sentido amplio, también entraría dentro de la dialéctica de la distinción la elección de un autor hasta entonces inédito en la lengua de llegada, sólo que, en el caso de los clásicos antiguos, esto es hoy altamente improbable; en este sentido, es muy difícil lograr el efecto y el significado que tuvieron en su época, por ejemplo, la primera versión de Lucrecio por el abate Marchena, en 1791, o la de Dafnis y Cloe por Juan Valera, en 1880).

Un aspecto interesante del actual mercado de la traducción es lo que podríamos llamar el conflicto de competencias entre los traductores más claramente adscritos al campo literario y los del campo científico (entendiendo por tales, fundamentalmente, los investigadores o profesores de universidad que se dedican a traducir a autores de su especialidad histórica o lingüística). En este sentido, se puede constatar la tendencia de que cuanto mayor capital literario posee el traductor (sobre todo si es escritor), menos peso tienen las introducciones y notas, y al contrario en el caso del capital científico (hasta el punto de abusar francamente de engorrosa erudición); lo que no deja de tener su reflejo en la práctica editorial, con colecciones claramente decantadas hacia el traductor-profesor y al público estudiante-universitario (Gredos, Cátedra, etc.), frente a otras más netamente «literarias»14. Esto, lógicamente, sólo afecta a los clásicos propiamente dichos, que cuentan con muchas versiones en el mercado, no (de momento) a la literatura de vanguardia o de canonización muy reciente. Este conflicto, por otra parte, creo que deriva del carácter fronterizo y profundamente ambiguo de la traducción, mezcla imposible de actividad científica y literaria.

Aunque no pretendemos aquí hacer un trabajo en la línea de lo que suele entenderse habitualmente por «historia social y económica de la literatura», tan cultivado por los estudiosos marxistas, lo cierto es que no estaría de más hacer un poco de historia socio-económica de esta actividad tan importante como ha sido y es la traducción15. Es decir, que al menos en lo que se refiere al mundo occidental, habría que investigar un poco más los orígenes sociales (o étnicos, si procede) de los traductores, las condiciones económicas en las que se han movido, su grado de dependencia de patronos, mecenas, etc., pues todo ello, huelga decirlo, es al final relevante a la hora de entender las traducciones16; en este sentido, creo que el trabajo descriptivo de traducciones, tan necesario todavía, debería incluir entre sus variables la de la extracción social del traductor y las condiciones económicas en las que ha hecho su trabajo, junto con otras como el tipo de traducción, el marco, la visibilidad o no del traductor, su clientela potencial o verificable, su recepción, etcétera17.

Con estas informaciones (en el caso de que estén disponibles), debidamente ponderadas, podría acometerse un análisis de las traducciones algo más realista de lo que habitualmente se ve (y pienso especialmente en el caso de los estudios sobre traductores de clásicos greco-latinos en España), pues se diría que la traducción es una actividad pura ejecutada por personas angélicas que se mueven por valores puros, como la belleza y la fidelidad. Aquí, una vez más, se hace notar la dependencia respecto del campo literario, en el que impera rampante la ideología del creador increado, figura carismática que se mueve por impulsos desinteresados; consecuencia de ello es, también, una historia que consiste en grandes logros que surgen como aislados en medio de la nada circundante.

Una historia de la traducción literaria en Occidente debería tener en cuenta, además del carácter protegido o desarticulado de los textos de que hemos hablado antes, el concepto cambiante de literatura, hoy en día mucho más restringido que antes, por la progresiva autonomización de campos que, como el científico, antiguamente formaban una unidad con la «literatura de creació»18. En este sentido, y por poner un ejemplo ilustrativo, no se puede excluir de la historia de la traducción en España en el XVI la versión de la Materia médica de Dioscórides que hizo el doctor Andrés Laguna (es, de hecho, uno de los grandes hitos de la traducción en ese siglo)19.

En este mismo orden de cosas, es importante la cuestión de la traducción de textos religiosos, que suelen incluirse en las historias de la traducción (nacionales o internacionales), pero que más de una razón aconsejaría tratar por separado, al menos dentro de un estudio orientado por la noción de campo. Y es que desde el punto de vista de la autonomía de este campo de la traducción dentro del campo del poder, los textos religiosos, y más concretamente los bíblicos, han estado sometidos a limitaciones peculiares, muy distintas de los textos profanos, y ello especialmente en los países católicos, donde la prohibición de traducir la Biblia a lenguas romances ha estado vigente durante mucho tiempo20. Baste con recordar, en España, los casos bien conocidos de Francisco de Enzinas (encarcelado en 1543 en Bruselas por su traducción castellana del Nuevo Testamento) o de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera (traductor de la Biblia el primero, divulgador de aquella versión el segundo; ambos tuvieron que exiliarse). Es decir, que, mientras en general las imposiciones del campo del poder han afectado por igual a literatura de creación y a traducción (de forma que, por ejemplo, en el siglo XVI en España era tan imposible publicar epigramas obscenos como traducir con todas las letras aquellos de Marcial o Catulo que resultaban más crudos), los textos bíblicos han estado sometidos a restricciones distintas, en cierto modo opuestas, pues si se impedía la traducción de la Biblia al castellano no era porque se considerase un texto subversivo o deshonesto, sino precisamente por lo contrario, por miedo a degradar la letra sagrada21. Afortunadamente, en tiempos recientes han desaparecido (en Occidente) todas las restricciones en este sentido, de modo que hoy en día los textos bíblicos vienen a ser como otros cualesquiera a estos efectos.

Otra diferencia notable de los textos bíblicos respecto de los demás es que en la Edad Media eran los únicos que estaban más o menos claramente protegidos de interpolaciones, eran textos hasta cierto punto cerrados22 ; y, por eso mismo, este es el único ámbito en el que se puede decir que existió realmente la traducción (con frecuencia literal) en los primeros siglos medievales23.

Con estos presupuestos, un estudio de las traducciones literarias, como decía al principio, ha de estar sólidamente enmarcado en el campo literario correspondiente. No se puede, a imitación de tantas historias de la literatura, convertir la historia de la traducción en una serie de títulos y fechas, ni tampoco de obras excepcionales que van apareciendo aquí y allá, aisladas dentro de un aparente vacío contemporáneo. Como ha quedado más que claro después de los muchos estudios de orientación estructuralista del siglo XX, las obras -en este caso las traducciones- no pueden entenderse más que dentro de un sistema del que forman parte y en el que ocupan una posición determinada.

En este contexto, y refiriéndonos ya a la traducción, es obligado mencionar los trabajos de I. Even-Zohar y G. Toury, inspirados en gran medida por los métodos del formalismo ruso (Tinianov, Jakobson, etc.), y que han tratado de estudiar, entre otras cosas, el lugar (central/periférico) que ocupa la literatura traducida dentro del sistema literario, los mecanismos de competencia que regulan la evolución y la innovación en su interior, etc.24 Especialmente interesante es la constatación de Even-Zohar de que la traducción ocupa normalmente una posición periférica, pero que hay varias situaciones en que puede ocupar un lugar más central (por ejemplo, cuando una literatura joven está cristalizando y dirige su mirada hacia otra u otras literaturas más asentadas, con modelos genéricos sólidos, etc.; o cuando una literatura nacional es en sí misma débil dentro del panorama internacional y está permanentemente dominada por otra u otras, por ejemplo, la literatura sueca actual, país en el que las traducciones suponen hasta un 60% del mercado del libro).

Del denso libro de G. Toury, yo destacaría -para el asunto que me ocupa aquí- el hincapié que se hace en el profundo cambio operado en estos estudios de traducción a partir de los años 70, al desplazarse de una forma muy acusada el interés hacia el objeto (la traducción) y no tanto hacia su fuente (el original): es la tendencia que Toury llama la «target-orientedness»25, y que por fuerza ha se ser bienvenida en los estudios sobre historia de la traducción de autores greco-latinos, tradicionalmente enfangados en un filologismo algo obtuso (especialmente en el caso de las traducciones del griego en España, con su vexata quaestio de si tal traducción estaba hecha o no directamente del griego, cuánto griego sabía el traductor, etc.)26. También es de interés, respecto a las normas de traducción, la observación de que en un momento dado coexisten en un campo o país determinados unos comportamientos dominantes junto con restos de normas pasadas y también con inicios de vanguardias que aspiran a suplantar dichas normas dominantes27; todo ello es fácilmente constatable en el campo que nos ocupa (aunque el concepto de «vanguardia» aplicado a la traducción no deje ser algo problemático).

Ahora bien, el problema que plantean estos estudios es el talón de Aquiles de toda teoría formalista-semiótica: en esos modelos no se tiene en cuenta que los agentes que intervienen en la creación de las obras (las traducciones) son personas de carne y hueso, que ocupan una posición objetiva en el campo, de acuerdo con sus capitales respectivos (capital lingüístico, escolar, científico) y sus intereses. Parece, en dichos autores, como si el agente del cambio y la innovación fuera una especie de absoluto o de inercia abstracta; Even-Zohar llega a decir que la evolución es consecuencia de «the unavoidable competition generated by the state of heterogeneity»28.

En el plano internacional, es decir, el de la competencia entre literaturas y lenguas nacionales, creo que merece destacarse la aportación reciente de Pascale Casanova, que ha puesto de relieve cómo la traducción es «la gran institución de consagración específica del universo literario» y «la vía principal de acceso al universo literario para todos los escritores excéntricos» (excentricidad en el sentido de alejamiento objetivo del centro)29. En este contexto, Casanova insiste en la importancia de la traducción como estrategia de las lenguas nacionales: para las lenguas de destino más pobres (sería el caso del español a partir sobre todo del siglo XV, o del latín en el siglo III a. C.) la intraducción es una manera de agrupar recursos literarios, de apropiarse e incluso de fagocitar un fondo literario indispensable para entrar en la liza internacional. A la inversa, para las lenguas fuertes la extraducción permite la difusión internacional del capital literario central (el griego a Roma en tiempos de la República, el grecolatino a España sobre todo en los siglos XV y siguientes, etc.); mientras que esa misma operación de extraducción, para una lengua pequeña (por ejemplo el albanés o el noruego de hoy), «significa mucho más que un simple cambio de lengua, es en realidad el acceso a la literatura, la obtención del certificado literario»30, casi diría yo, por analogía, el equivalente del paso del manuscrito a la publicación.

Estas consideraciones de Casanova, hechas en el marco de su estudio sobre la internacionalización de la literatura, pueden ser un estímulo para quien quiera analizar la historia de la traducción de autores greco-latinos desde una perspectiva más realista de lo habitual, superando así «la creencia en la igualdad o, mejor dicho, en la simetría entre las operaciones de traducción, concebidas uniformemente como simples traslaciones de una lengua a otra»31. Y no sólo la historia de la traducciones, sino también la de la propia teoría, cuyas motivaciones y formulaciones hay que entender también dentro del contexto de la competencia entre lenguas, literaturas, grupos, etc. (por ejemplo, hasta qué punto las influyentes teorías de la traducción alemanas a finales del XVIII y principios del XIX, especialmente la de Schleiermacher, deben su génesis y sus rasgos característicos a la oposición —explícita o no— contra las teorías y prácticas francesas ya asentadas32.

También son de interés indudable -especialmente para los estudiosos de la tradición clásica- sus observaciones sobre la desnacionalización de las obras como requisito previo para su ingreso en la ambigua y no poco sospechosa categoría de lo «universal». En efecto, toda universalización supone inevitablemente una deshistorización, un gran malentendido - deliberado o no- de la obra en cuestión, gene- rada en y por unas condiciones históricas preci- sas, intransferibles; y no cabe duda de que la traducción contribuye y mucho a ese proceso de deshistorización de las obras que aspiran a ser universales33. Las obras de los clásicos greco-latinos, en este sentido, tenían de partida la «ventaja» de no ser ya de ningún país, ni siquiera de Grecia o Italia, sino de una abstracta e ideal «Antigüedad» considerada como un bloque homogéneo, y eran aptas por tanto para su conversión en universales literarios (y ello ya desde la más temprana Edad Media, que convirtió a la Antigüedad greco-latina en una especie de mundo irreal, cuyos protagonistas eran básicamente figuras carismáticas, emblemas vivientes de vicios y virtudes, susceptibles por tanto de convertirse en modelos o contramodelos perennes para cualquiera).

A esto venía a añadirse el hecho de que ese legado antiguo, por su misma antigüedad (que eo ipso le confería la máxima legitimidad), constituía en sí mismo un espacio con un altogrado de autonomía, que contrastaba con las imposi­ ciones que pesaban sobre la literatura en lenguas vulgares en unos siglos en que,en general, el campo literario estaba muy lejos de alcanzar la autonomía que lo ha caracterizado a partir del siglo XIX. Y esa autonomía relativa era precisamente la condición que había de facilitar la universalización del legado greco-latino, su acceso a la categoría de «clásicos universales».

Creo que con estos elementos podría y debería abordarse, si no una historia completa de las traducciones de autores griegos y latinos en España (labor que estaría en todo caso muy por encima de mis posibilidades), sí al menos algún estudio centrado en una época delimitada -un siglo, unos decenios especialmente relevantes para la traducción-, tratando de aprovechar al máximo las posibilidades, a mi juicio muy grandes, que ofrece el método sociológico de Bourdieu (especialmente su noción de campo) al que hemos aludido repeti damente en estas líneas.

RECIBIDO EN ENeRO DE 2000

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1 Citaremos por la trad. esp., Las reglas del arte. Génesis

y estructura del campo literario, Barcelona, 1995.

2 Cosa que más bien brilla por su ausencia en el conocido libro de H. van Hoof, Histoire de la traduction en Occident. France, Grande-Bretagne, Allemagne, Russie, Pays-Bas, París-Lovaina la Nueva, 1991 (una obra con mucha información, pero más enumerativa que explicativa); algo más convincente es en este sentido el de J. F. Ruiz Casanova, Aproximación a la historia de la traducción en España, Madrid, 2000, donde al menos se intenta situar la traducción dentro del contexto de la lengua y la literatura españolas de cada una de las etapas en que se divide convencionalmente esta historia.

3 Para España, cf. E. Benítez (coord.), Diccionario de traductores, Salamanca-Madrid, 1992.

4 Prescindimos ya de la traducción no literaria (técnica, administrativa, etc.) y de la interpretación, que son actividades en principio carentes de capital simbólico y que lógicamente quedan fuera del campo literario.

5 Esto se debe, entre otras razones, a que la edición de una obra contemporánea aparecida originalmente en otra lengua implica siempre gastos adicionales (además de pagar al traductor), como son la compra de los derechos y eventualmente el pago a entes o intermediarios; de forma que, por ejemplo, en Francia un editor no se plantea la traducción de una obra si el libro no va a tener una tirada superior a 4000 ejemplares (según V. Ganne )’ M. Minon, «Géographies de la traduction», en F. Barret-Ducrocq (ed.), Traduire l'Europe, París, 1992, p. 55-95, el dato aludido está en p. 62).

6 Bourdieu, op. cit., p. 335. Está claro, una vez más, que esta escasa codificación no se aplica a la interpretación o a la traducción jurada, donde los requisitos de entrada suelen ser muy específicos.

7 Bourdieu, op. cit., p. 336 (aunque puede darse a menudo el caso de que los ingresos principales de un escritor provengan precisamente de su actividad como traductor, considerada por él como meramente «alimenticia»).

8 Cf. M. Baker (ed.), Routledge Encyclopedia of Translation Studies, Londres-Nueva York, 1998, p. XIV.

9 Cf. R. Simone, La tercera fase. Formas de saber que estamos perdiendo, trad. esp., Madrid, p. 115-140 («El texto está «protegido» cuando es sentido como un cuerpo intangible, delimitado por una membrana invisible que impide realizar en él modificaciones (...) Por el contrario, el texto está desarticulado cuando no es percibido como un cuerpo cerrado y protegido de las intervenciones externas, al que el lector puede acceder sólo para leerlo, sino como una entidad en la que se puede entrar -por así decir- tanto para leer como para escribir (o mejor dicho, para escribir «dentro de él»)», p. 116).

10 Cf. Simone, op. cit., p. 130.

11 Lo mismo puede decirse, por ejemplo, de cuando el autor del Libro de Alexandre, o de Apolonio (aunque en estos casos no quepa hablar de compilaciones), utiliza una o varias fuentes latinas y las convierte en el resultado castellano que conocemos.

12 Cf. J. A. Maravall, «La concepción del saber en una

sociedad tradicional», en sus Estudios de historia del pensamiento español, Serie primera: Edad Media, 3ª ed., Madrid, 1983, p. 203-54.

13 Sobre el «espacio de los posibles», cf. Bourdieu, op.

cit., p. 347 ss., entre otros lugares.

14 Aunque en alguna de estas colecciones, como la de

Planeta, la elección de traducciones y la parquedad del aparato filológico estén más motivadas por motivos económicos (dicho en otras palabras: reeditar viejas traducciones venerables para no tener que pagar a un traductor vivo) que por otro tipo de razones más «nobles».

15 No conozco ningún estudio histórico de este tipo (alguna referencia, más bien insignificante, en J. Delisle y J. Woodsworth (eds.), Translators Through History, Amsterdam-Filadelfia, 1995). Datos actuales sobre la remuneración de los traductores, el volumen económico que supone esta actividad dentro del sector del libro, etc., pueden verse en distintas publicaciones o informes oficiales españoles; un breve panorama de la situación europea actual (sobre todo en los países con más peso internacional en este sector productivo, incluida España), en Ganne y Minon, art. cit.

16 Me permito sugerir la lectura, a título comparativo, del libro de M. Baxandall, Pintura y vida cotidiana en el Renacimiento. Arte y experiencia en el Quattrocento, trad. esp., Barcelona, 1978, sobre todo el cap. 1 («Condiciones del comercio»), donde se describe de forma muy aguda la realidad social y económica de la actividad pictórica tal y como la percibían sus protagonistas (tanto pintores como clientes).

17 Cf. S. Peña, «El traductor en su jaula: hacia una pauta de análisis de traducciones», en E. Morillas & J. P. Arias (eds.), El papel del traductor, Salamanca, 1997, p. 19-

57, que distingue doce puntos que habría que tener en cuenta a la hora de hacer este trabajo descriptivo (pero no los que yo he señalado). Observa Peña que «la libertad de actuación del traductor está sustancialmente sometida a una serie de restricciones entre las que se cuentan: 1) la relación de hegemónica y hegemonizada que mantengan las dos lenguas con las que trabaja; 2) las corrientes que dominan el modo en que una cultura recibe manifestaciones de otra; 3) la existencia de unas determinadas normas de traducción; 4) las determinaciones impuestas por individuos de mayor jerarquía: el cliente y el protraductor, y 5) la propia función que se le asigne a la versión» (p. 56-57).

18 Cf., por ejemplo, la Historia literaria de España en el siglo XVIII dirigida por F. Aguilar Piñal (Madrid, 1994), donde se incluyen capítulos sobre la producción científica, la de teoría e historiografía literarias, etc.

19 Y se echa en falta en el libro de J. F. Ruiz Casanova, Aproximación a la historia de la traducción en España, Madrid, 2000, ya mencionado.

20 Recuérdese que el indicio más groseramente evidente de la autonomía del campo es la independencia frente a la censura de los poderes, ya sea el político o el religioso, según las épocas o los países.

21 Aunque resultara de un cinismo inaudito prohibir las traducciones castellanas cuando el texto oficial de la Iglesia era también una traducción, la Vulgata de San Jerónimo; en realidad, de lo que se trataba era simplemente de impedir a la gente de a pie leer los evangelios, pues, como le dijo un fraile a Enzinas, «la lectura del Nuevo Testamento ha sido siempre considerada por los católicos como la única y principal causa de donde han surgido en la Iglesia todas las herejías» (F. de Enzinas, Memorias, trad. del latín de F. Socas, Madrid, 1992, p. 180).

22 Sólo hasta cierto punto: por ejemplo, en la General Estoria de Alfonso X se utiliza la Biblia como fuente «histórica», con un grado muy variable de proximidad al tenor literal; también existían las biblias moralizadas (con el texto abreviado y glosado), las paráfrasis, etc.

23 Cf. por ejemplo el art. «Biblia en la Edad Media, La», en R. Gullón (dir.), Diccionario de literatura española e hispanoamericana, 2 vals., Madrid, 1993.

24 Cf. sobre todo I. Even-Zohar, «The position of Translated Literature within the Literary Polysystem», en J. S. Holmes, J. Lambert y R. van den Broeck (eds.), Literature and Translation: New Perspectives in Literary Studies, Lovaina, 1978, p. 117-127 (versión revisada en I. Even-Zohar, Polysystem Studies, Tel-Aviv-Durham, 1990, p. 45-51), y G. Toury, Descriptive Translation Studies and Beyond, Amsterdam-Filadelfia, 1995.

25 Cf. Toury, op. cit., p. 25, etc.

26 Y aquí no tengo más remedio que entonar yo también el mea culpa: cf. mis Estudios sobre la tradición de Plutarco en España, Zaragoza, 1995, esp. cap. 3 (sobre las traducciones de Diego Gracián y F. de Enzinas).

27 Cf. Toury, op. cit., p. 62-63.

28 I. Even-Zohar, Po!ysystem Studies, p. 91.

29 Cf. P. Casanova, La República mundial de las Letras,

trad. esp., Barcelona, 2001, p. 180-184.

30 Casanova, op. cit., p. 183. Por cierto que la posición actual del griego y el latín dentro de este esquema de lenguas «grandes» y «pequeñas» no deja de ser bastante ambigua, pues si bien es cierto que dichas lenguas gozan del prestigio máximo que les confiere su antigüedad y su inmenso capital simbólico históricamente acumulado (a nivel internacional), no lo es menos que cada vez dependen más de la traducción para hacer visible su patrimonio, al ser cada vez menos las personas capaces de leer los originales (cf. Casanova, op. cit., p. 337’. «la centralidad y el crédito literarios de una lengua se miden por el número de políglotas literarios que la leen en versión original: cuando los textos literarios(...) los leen sólo traducidos las instancias centrales (...) nos hallamos en presencia de una verdadera «lengua (eternamente) traducida»).

31 Casanova, op. cit., p. 183. Esta crítica entronca con la visión de Bourdieu de la «economía de los intercambios lingüísticos», entendidos éstos no sólo como actos de comunicación destinados a ser descifrados por medio de un código determinado (Saussure), sino también y ante todo como «relaciones de poder simbólico donde se actualizan las relaciones de fuerza entre los locutores y sus respectivos grupos» (P. Bourdieu, ¿Qué significa hablar? Economía de los intercambios lingüísticos, trad. esp. detestable, Madrid, 1999, P· u).

32 Cf Casanova, op. cit., p. 306-11.

33 Cf. por ejemplo las observaciones de Bourdieu sobre el difícil problema de la traducción de las estructuras sociales, así como -a título de ejemplo- sobre las traducciones de Heidegger, «al que los filósofos franceses han leído de manera deshistorizada al no percibir el contexto político de los elementos más insignificantes de su léxico. Lectura pura de un filósofo inmerso en la historicidad más histórica, y a veces repugnante» (Bourdieu, cit. en «Les sciences humaines au carrefour des langues», dentro del libro de F. Barret-Ducrocq, Traduire l'Europe, ya mencionado, p. 202).