Marco

Lodoli y la

traductora perfecta

ESTHER MORILLAS

Universidad de Málaga

En su libro Boccacce (Burlas), el escritor Marco Lodoli (Roma, 1956) pasa revista a los diferentes protagonistas del entramado editorial, comenzando por el autor novel y el consagrado, y siguiendo con el editor, el crítico, los libreros, los premios literarios, los correctores de pruebas, etc. No podía faltar, dentro de la cadena de producción literaria, la figura del traductor.

A cada uno de estos actantes de la literatura dedica Lodoli uno de los capítulos-cuento que componen su libro, que, como el resto de su producción literaria, está escrito con humor, color e inteligencia (al español se han traducido dos de sus novelas -vid. referencias bibliograficas-, y aprovecho desde aquí para recomendarlas muy enfervorizadamente). El capítulo titulado «La traduttrice», la traductora, es una suerte de parábola sobre la obsesión de los traductores por mantener la identidad de un texto, por salvaguardar tanto el ritmo como el significado de lo que se traduce. «La traduttrice» constituye entonces una suerte de decálogo de los principales problemas relacionados con la traducción, ya sea desde el punto de vista sociológico como exegético: el dominio de la lengua a la que se traduce y de la que se traduce, la diferencia entre lenguas, el respeto por la musicalidad del texto, por ofrecer su equivalencia exacta, el prestigio...

A través de la figura de su personaje Lodoli se burla de los traductores, y se burla paradójicamente estando siempre de parte de los mismos, reconociendo su labor y su esfuerzo. La traductora de su historia no conoce más lengua que la suya, así que traduce del italiano al italiano, pero se enfrenta a las mismas dudas, a las mismas preguntas que si tradujera de una lengua a otra. Igual que Pierre Menard, el autor de El Quijote del famoso cuento de Borges -que para Miguel Sáenz (1997:410) es «el relato más iluminador que existe sobre la traducción»-, pero por otros caminos, la traductora llega a la conclusión de que el mejor equivalente de un texto es el texto mismo; sólo así podrá ser absolutamente fiel, absolutamente respetuoso, absolutamente idéntico. (Y la protagonista, Maria Carla, puesto que ha dado con la traducción perfecta, no se despertará en mitad de la noche acordándose de una palabra que cambiar o un verso que ajustar. La insatisfacción parece ser una de las cualidades del traductor: dudamos siempre, nunca estamos contentos.)

Critica Lodoli la obsesión por mantener la identidad de un texto, pero critica sobre todo a los advenedizos de la traducción, a aquellos que piensan que traducir es una mera cuestión de diccionarios y paciencia (que lo es, y bastante, pero no sólo). Para Maria Carla traducir es una actividad que sirve de contrapunto al salón de belleza y a los actos sociales. Traducir significa para ella formar parte del mundo de la cultura.

Entronca así la protagonista con la tradición de la mujer cultivada, con mucho tiempo libre, cuya dedicación intelectual más intensa es traducir: en tiempos pasados, se le suponía a la mujer una paciencia y resignación infinitas que la hacían idónea para tan ingrato menester (Taillefer, 1995:63). La traducción es para Maria Carla un antídoto contra un mal matrimonio o un matrimonio aburrido (que viene a ser lo mismo) y, al mismo tiempo, una vía para diferenciarse de las demás mujeres insatisfechas y aburridas. Dentro de los estereotipos de la mujer, la mujer frívola que aprovecha su posición social para obtener un puesto dentro del mundo de la cultura, bien a través de sus propias creaciones, bien a través de sus consortes o amistades, es uno de los que más funcionan, porque se presta muy bien a la parodia. (Quizá esto explique por qué, precisamente, el personaje tiene que ser mujer, y ociosa. ¿No podría ser un hombre, que quiera traducir para, si continuamos en el estereotipo de las clases acomodadas, huir de la rutina de los campeonatos de golf y las conversaciones sobre el éxito profesional?)

Pero nos apartamos de nuestra reflexión principal. Lo que se desprende del texto es que traducir, aunque sea una actividad a menudo ingrata y laboriosa, es una dedicación que hoy día goza de cierto prestigio social, por cuanto requiere por parte de quien la realiza grandes dosis de sabiduría. Traducir le va a permitir, dice Maria Carla, entrar en contacto con la esencia del libro que traduce. Y cuando, finalmente, Maria Carla ve la luz que le muestra cómo traducir (la llama del Espíritu Santo) siente el placer y la dicha de encontrar las palabras exactas, y no puede por menos que pensar que los escritores son unos infelices, pues ningún gozo es comparable con el de traducir, con el de comprender la esencia de una frase y ofrecérsela a los demás.

Al leer este pequeño texto de Lodoli no puedo sino reflexionar sobre por qué traducimos. Me refiero a las traducciones que realizamos por gusto, no por compromiso o por dinero (aunque, como se suele decir, a veces no hay suficiente dinero en el mundo para pagar una traducción que se ha llevado las mejores horas del día). Por qué traducen los escritores en vez de escribir una obra propia, por qué traducimos los profesores en vez de dedicarnos a otras tareas más lucidas. Me contaba en una ocasión el escritor Antonio Colinas (y traductor de, entre muchos otros, Leopardi, Pavese, Pasolini que siempre que termina una traducción jura que va a ser la última, pero que luego vuelve a las andadas.

Maria Carla ofrece la solución: al resolver todas las dudas, incertidumbres y problemas que supone traducir, al hacernos dueños de la esencia de un texto y duplicarla en nuestra traducción disfrutamos doblemente de dicho texto, nos sentimos victoriosos de la lucha con las palabras, reyes del eureka, y esta felicidad es incomparable con la dicha de crear, aunque creación y traducción sean, en muchos sentidos, sinónimo, pues el traductor reinventa las palabras que el autor inventó, es decir, las materializa, las escribe, para que el lector pueda leerlas, entenderlas.

La literatura se considera como un arte creativo, es invención, imaginación; en todo texto literario hay originalidad, descubrimiento. Tradicionalmente, la traducción sólo ha sido una copia del original. Pero la traducción no es precisamente una copia, es algo muy distinto. Son muchos los traductores -sobre todo si son también escritores- que defienden el carácter literario de la traducción de textos literarios. Sansone (1995:48) señala que toda buena traducción requiere una constante de creatividad, que se manifiesta en la labor de depuración, integración, sustitución, elección, etc. propia de la artesanal producción del texto de llegada. Y es precisamente en esa búsqueda, selección y ajuste de las palabras donde reside la esencia de la literatura.

Esta labor artesanal es la que permite a los traductores sentirse dueños de aquello que traducen. En «Mi libro favorito» (1989/1993:211) Javier Marías explica su preferencia por Tristram Shandy, de Laurence Sterne, en versión suya:

sé el porqué de cada opción, de cada línea, el porqué de la elección de cada palabra de mi versión, de Sterne según Marías, mientras que lo ignoro en Sterne según Sterne.

Es precisamente la ausencia del texto origi nal lo que, según Marías (1981/1993:191), da pie a la traducción. En la paráfrasis, la recreación o la adaptación, el texto original está presente. El traductor se pone en la piel del autor, piensa como él, habla como él, dice lo que él como lo dijo él. Lo explica también Justo Navarro (1994:16-17), para quien la traducción es un caso de suplantación de identidad, de impersonation: el autor y el traductor hablan distintas lenguas para nombrar las mismas cosas. La traducción, así, es siempre ósmosis, simbiosis, intercambio, pero también individualidad, identidad, singularidad.

Al traducir debemos seguir el guión que nos ofrece el texto de partida, debemos conseguir la traducción más perfecta posible, es decir, aquella que pueda pasar por el original. Como en las fábulas de aventuras, después de sortear miles de escollos el traductor consigue el tesoro de la traducción y, si es un libro lo que ha traducido, cuando éste se publique lo abrirá como quien abre el cofre de las monedas de oro. Pero no es sólo la búsqueda de la equivalencia perfecta lo que nos mueve a traducir, o el deseo de sentirnos los autores de un texto que no es el nuestro. Nada me ha movido a traducir el texto que sigue, si no el egoísmo de que otros puedan leer un texto, un autor, de los que me gusta hablar.

LATRADUTTRICE

Arrivata a trentaquattro anni Maria Carla Robotti Carignano non ha piu voluto essere semplicemente una donna ricca, oziare come le sue cugine nei saloni di bellezza, prendere il sole d’inverno fuori dalle baite e d’estate su qualche caicco, occuparsi di abiti e ricevimenti e amanti impotenti. No, dalla vita lei ha preteso altro, di piu: ha rischiato e s’e messa in gioco pur sapendo che poteva essere un gioco difficile. Il suo improvviso amore perla cultura l’ha trascinata nei musei e nelle biblioteche di mezzo mondo, le ha fatto stringere maní un po’ sudate di poeti silenziosi, pittori scorbutici, registi isterici. Per quattro settimane Maria Carla Robotti Carignano ha cercato un suo posto nel mondo della cultura, e oggi finalmente ce l’ha: grazie a qualche decisa telefo­nata di suo padre e riuscita a proporsi come traduttrice. Lei lo sa bene che tradurre è un lavoro oscuro, spesso misconosciuto, ma che puó mettere davvero in contatto con il battito segreto dei libri. Certo, ha dovuto superare tanti pregiudizi («Lavora solo perché non ne ha bisogno... traduce solo perché la casa edi­trice e di suo zio... ecco chi va avanti, puttana eva... »), pero adesso il suo computer e acceso, i dizionari sono aperti sulla scrivania, il testo da affrontare e lì e lei, mezza nuda, ci suda sopra, umilmente, coscienziosamente.

L’ultimo ostacolo che ha dovuto superare estato quello delle lingue, perché Maria Carla ha si viaggiato tanto, ma le lingue sono bestie che non si addomesticano facilmente. Il tedesco e un lupo che corre tra la foresta e le universita e non si fa impallinare; il francese e un serpente, muta a ogni metro tono e colore, ora scherza ora giudica, cacle dall’alto sui con­cetti; lo spagnolo e un toro infuriato, soffia, raschia, sanguina; l’inglese un uccello libero, migra tra nazioni lontanissime e trasforma il suo canto ogni momento. Insomma, le lingue Maria Carla no le ha imparate proprio. Del resto ha gambe lunghe, un bel seno, per anni alle feste le e bastato sorridere e gettare nel mucchio internazionale dei maschi qualche gattesca parolina.

In italiano, invece, Maria Carla se la cava benino. Intendiamoci, anche per chi e dimadre lingua italiana i problemi non mancano: tutti quei verbi, quelle desinenze, quei regionalismi. Pero se ci si mette d’impegno, se si lavora sodo giorno e notte, i complimenti non possono non arrivare.

Ora Maria Carla ha davanti la prima frase di un romanzo italiano: «La casa sulla collina era grande e verde». Cazzi amari, pensa tra sé e sé la Maria Carla, contenta di quel pensare sporco, triviale, di mettere altro spazio tra la sua vita e quella delle cugine educatine. Come si puó rendere in buen italiano una frase cosi ardita, come si puó riprodurne il senso senza perdere nulla della musica? S’alza in piedi, s’accende una sigaretta sottile, cammina perlo studio, si risiede. La casa: che intende lo scrittore con questo vocabolo? Una villa, forse, oppure una costruzione qualunque, magari abusiva, con l’intonaco scrostato? E no, la casa e dipinta di verde: questo viene enunciato chiaramente. Oppure l’autore dice verde e intende una casa circondata dagli alberi, da un prato, come il palazzo in Toscana di Ughetto?

«La casa sulla collina era grande e verde...» Grande nel senso di vasta, immensa, piena di stanze e saloni. O grande perché il ricordo dilata, amplifica, distorce? Maria Carla gira avanti e indietro le pagine dei suoi vocabolari, salta da una parola all’altra, butta giu qualche ipotesi, cancella, s’accende un’altra sigaretta, bestemmia per sentirsi di nuovo diversa dalle cugine falso timide e molto zoccole. Sulla collina. In cima alla collina, dunque. Sull’api­ce, sul punto piu alto. O costruita cosi, a mezza costa, piccolo borghese, con il cancello elettrico e il garage e il cagnetto che abbaia?

Un leggero mal di testa le appoltiglia i pensieri. Sinceramente Maria Carla e parecchio stanca, tutto qul ponderare e triturare le paro­ le affatica. Le verrebbe voglia di telefonare alla Smeralda Grossi Barbettti per sapere cosa si fa stasera, che feste e che intrallazzi si offrono, chi puó passare a prenderle. Però le è arri­vata voce che anche la Smeralda traduce, e anche la Osanna Michelangeli Cupi e la Barbara Stuart Rosignani. Tutte traduttrici dall’italiano, concorrenti, rivali. Una volta si contendevano i fidanzati biondi in smoking, oggi le pagine dei romanzi italiani. Bisogna rimettersi al lavoro, presto, subito, senza neanche riposarsi un minuto per un caffe coi biscottini.

«La casa sulla collina era grande e verde...» E nella mente affaticata di Maria Carla guizza la soluzione. E un lampo, un’idea, una scarica improvvisa d’intelligenza.

«La casa sulla collina era grande e verde.» Ecco, perfetto. E ora andiamo avanti, che questo romanzo e tanto lungo. Lo scrittore, immagina Maria Carla con una punta di emozione che è una lancia vibrante nell’utero, dev’essere un vero poveraccio.

LA TRADUCTORA

Al llegar a los treinta y cuatro años Maria Carla Robotti Carignano no ha querido ser simplemente una mujer rica, pasar el tiempo como sus primas en los salones de belleza, tomar el sol en invierno fuera de los refugios de montaña y en verano en cualquier barquichuelo, ocuparse de vestidos, recibimientos y amantes impotentes. No, de la vida ella ha pretendido algo distinto, algo más: ha corrido el riesgo y se la ha jugado aun sabiendo que podía ser un juego difícil. Su imprevisto amor por la cultura la ha arrastrado a los museos y a las bibliotecas de medio mundo, le ha hecho estrechar manos un poco sudadas de poetas silenciosos, pin tores escorbúticos, directores de cine histéricos. Durante cuatro semanas Maria Carla Robotti Carignano ha intentado encontrar su lugar en el mundo de la cultura, y hoy finalmente lo tiene: gracias a algunas firmes llamadas teléfonicas de su padre ha coseguido presentarse como traductora. Bien sabe ella que traducir es un trabajo oscuro, a menudo infravalorado, pero que puede hacer contactar realmente con el latir secreto de los libros. Es verdad, ha tenido que superar muchos prejuicios («Trabaja sólo porque no lo necesita... traduce sólo porque la editorial es de su tío... siempre progresan los mismos, no te jode...»), pero ahora su ordenador está encendido, los diccionarios están abiertos sobre la mesa, el texto al que debe enfrentarse está ahí y ella, medio desnuda, suda la gota gorda, humildemente, concienzudamente.

El último obstáculo que ha debido superar ha sido el de los idiomas, porque Maria Carla ha viajado mucho, sí, pero los idiomas son bestias que no se domestican fácilmente. El alemán es un lobo que corre entre el bosque y las universidades y no se deja alcanzar por perdigones; el francés es una serpiente, cambia a cada metro tono y color, ora bromea ora juzga, cae desde lo alto sobre los conceptos; el español es un toro enfurecido, resopla, escarba, sangra; el inglés un pájaro libre, emigra entre naciones lejanísimas y transforma su canto a cada momento. En fin, que Maria Carla no ha aprendido ningún idioma. Por lo demás tiene piernas largas, un buen seno, durante años le ha bastado en las fiestas con sonreír y arrojar al montón internacional de los varones alguna que otra palabrita gatuna.

En italiano, sin embargo, Maria Carla no se defiende mal. Entendámonos, incluso para quien tiene como lengua materna el italiano los problemas no faltan: todos esoos verbos, esas desinencias, esos regionalismos. Pero si se le pone empeño, si se trabaja duro día y noche, los cumplidos no pueden hacerse esperar.

Ahora Maria Carla tiene delante la primera frase de una novela italiana: «La casa sulla collina era grande e verde». Cojones, piensa para sí Maria Carla, contenta de ese pensar sucio, trivial, de poner otro espacio entre su vida y la de sus primas pijas. ¿Cómo se puede verter en buen italiano una frase tan audaz, cómo se puede reproducir el sentido sin perder nada de la música? Se levanta, enciende un cigarrillo delgado, camina por el estudio, se vuelve a sentar. La casa: ¿qué quiere decir el escritor con este vocablo? ¿Una villa, quizá, o bien una construcción cualquiera, quizá ilegal, con el enlucido desconchado? Pero no, la casa está pintada de verde: eso está enunciado claramente. ¿O bien el autor dice verde y quiere decir una casa rodeada de árboles, de un prado, como la finca en la Toscana de Ughetto?

«La casa sulla collina era grande e verde » Grande en el sentido de vasta, inmensa, llena de cuartos y salones. ¿O grande porque el recuerdo dilata, amplifica, distorsiona? Maria Carla pasa adelante y atrás las páginas de sus diccionarios, salta de una palabra a otra, lanza alguna hipótesis, borra, enciende otro cigarrillo, blasfema para sentirse de nuevo distinta de sus primas pseudotímidas y zorronas. Sulla collina. En la cima de la colina, entonces. En la áspide, en el punto más alto. ¿O construida así, a media altura, pequeñoburguesa, con la verja eléctrica y el garaje y el perrito que ladra? Un ligero dolor de cabeza le apapilla los pensamientos. Sinceramente Maria Carla está bastante cansada, todo ese ponderar y triturar las palabras fatiga. Le entran ganas de telefonear a Smeralda Grossi Barbetti para saber los planes de esta noche, qué fiestas y qué trapicheos se ofrecen, quién puede pasar a recoger las. Pero le ha llegado el rumor de que también Smeralda traduce, y también Osanna Michelangeli Cupi y Barbara Stuart Rosignani. Todas traductoras del italiano, competidoras, rivales. Antes se disputaban los novios rubios en esmoquin, ahora las páginas de las novelas italianas. Hay que volver al trabajo, enseguida, ahora mismo, sin ni siquiera descansar un minuto para un café con galletitas. «La casa sulla collina era grande e verde ... » Y en la mente fatigada de Maria Carla estalla la solución. Es un relámpago, una idea, una descarga imprevista de inteligencia.«La casa sulla collina era grande e verde.» Eso es, perfecto. Y ahora sigamos adelante, que esta novela es muy larga. El escritor, imagina Maria Carla con una punta de emoción que es una lanza vibrante en el útero, debe ser un verdadero infeliz.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

A)

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B)

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-(1993). Los haraganes (I fannulloni, 1990), trad. e p. de Mercedes Corral Corral, Barcelona: Circe Marias, Javier (1981). «Ausencia y memoria en la traducción poética», Nueva Estaftta, enero, después en Literatura y fantasma, Madrid: Siruela, 1993,pp. 185-194

-(1989) «Mi libro favorito», El País (Libros), 9 nov., después en Literatura y fantasma, Madrid: Siruela, 1993, pp. 209-212

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Sansone, Giuseppe E. (1995). «Dal Cimetière al Cementerio», en Valéry, Paul, Le cimetire mairin, trad. esp. de Jorge Guillén (El cementerio marino), versión it. de Mario Tutino (Il cimitero marino), ed. de Giuseppe. E. Sansone, Turín: Einaudi, pp. 21-61

Taillefer, Lidia (1995). «Traductoras inglesas del Renacimiento», Hieronymus Complutensis nº 2, pp. 61-65

SAenz, Miguel (1997). «La traducción literaria», en Morillas, Esther-Juan Pablo Arias (eds.), El papel del traductor, Salamanca: Ediciones del ColEgio de España,pp.405-413

RECIBIDO EN SEPTIEMBRE DE 1998