SALVADOR PEÑA MARTÍN
Universidad de Málaga
Situándonos en una perspectiva derivada de la tradición kantiana, y declarándonos partidarios de los enfoques deontológicos, defendemos la necesidad de que la traductologia se fundamente en un discurso ético, que complemente las conclusiones lingüísticas pertinentes. Después de examinar distintos problemas de traducción a la luz del razonamiento ético, proponemos la noción de pacto tácito como vía para el entendimiento de algunos de éstos. Y prestamos especial atención a algunas interpretaciones del salmo 136, que contrastamos con diversas conductas no éticas que se registran en la práctica de la traducción.
This paper explains that an ethical approach combined with linguistics is needed in the field of translation studies, and argues as follows: We take as a storting point the Kantian tradition, i.e. o deontologicol view -as opposed to the utilitorian ones. Then we propose an operational concept: the unspoken agreement between any translator and his o her community, os a key for the understanding of the ethical aspects of translating. And we test the notion by the study of a number of versions of different kinds of texts, focusing on some readings of Psalm number 136, as a contrast with a range of unethical behaviours in translation.
La primera prueba de respeto a los seres humanos consiste en no pasar por alto sus palabras. (E. Canetti, trad. J.J. del Solar B.)
Así pues, el valor moral de la acción no reside en el efecto que de ella se espera, ni tampoco, por consiguiente, en ningún principio de la acción que necesite tomar su fundamento determinante en ese efecto esperado.(I. Kant, trad. M. García Morente)
Traducir es una actividad tan compleja que, a pesar de los intentos registrados, sobre todo durante este siglo, sigue resistiéndose a definiciones y a formalizaciones que, sin tomar en consideración esa complejidad de los hechos, pretendan encuadrarla dentro de cualquier marco teórico unitario (no múltiple). Es defendible, desde luego, que cualquier acercamiento a la traducción parta de conocimientos lingüísticos. Al fin y al cabo, tanto desde un punto de vista teórico como práctico, la actividad de traducir implica necesariamente el manejo de textos escritos en dos lenguas diferentes, algún grado de competencia en ambas y maestría (adquirida por la práctica o por instrucción) en generalidades lexicológicas, sintácticas, pragmáticas, etc. Pero también está fundamentada la afirmación de que, tanto para practicar la actividad como para entender el proceso yanalizar los productos, es necesario recurrir a otro género de conocimientos no estrictamente lingüísticos. Esto que decimos está tan ampliamente reconocido entre profesionales y estudiosos de la traducción que no será necesario remitir a bibliografía especializada ni argumentarlo o aclararlo más.
Que reconozcamos el carácter interdisciplinar de la traductología no resuelve el problema. O, al menos, no del todo, pues resulta difícil contentarse con una mera acumulación informe de cuantos datos procedentes de distintas fuentes podamos aportar para un mejor entendimiento de los hechos de traducción. Se hace necesario preguntarse si, dentro de la multiplicidad de conocimientos que utilicemos, no es posible encontrar algún tipo de jerarquía, más allá del reconocimiento de la base lingüística de la actividad. Lo que defendemos aquí es la posibilidad de que vayamos a buscar ese patrón que echamos de menos en la ética, entendida ésta como conjunto de elaboraciones intelectuales acerca de lo que sea o no correcto hacer.
Mejor que seguir avanzando en razonamientos de este género, para exponer nuestra hipótesis, será considerar un breve ejemplo de traducción, que nos servirá también, a modo de paso previo necesario, para explicar cómo concebimos la actividad de traducir. Se trata de las líneas iniciales de L’Étranger de A. Camus (p.9) y su versión castellana, de B. del Carril (El extranjero, p. 7):
1a Aujourd’hui maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. J’ai reçu un télégramme de l’asile: «Mere décédée. Enterrement demain. Sentiments distingués.» Cela ne veut rien dire. C’était peut-etre hier.
lb Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo:
«Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
Simplificando bastante y sin entrar a sistematizar lo que podemos con facilidad constatar intuititivamente, podemos decir que el traductor de ese texto (al igual que otros muchos, probablemente la mayoría) actúa siguiendo un modelo ideal de traducción que consistiría en ajustarse al original y reflejar cada una de las unidades léxicas francesas por sus equivalentes castellanos, e igualmente y respetando el orden de los elementos del enunciado, reflejar las unidades sintácticas francesas por sus equivalentes castellanos. Este sencillo modelo se altera en el texto del telegrama, donde, a las reglas léxicas y sintácticas se superponen las pragmáticas, que gobiernan cómo ha de ser un texto de este género en cada una de las dos comunidades lingüísticas.
Hay, sin embargo que reconocer, que en la práctica son múltiples los casos donde la aplicación de este modelo sencillo no se aplica ni podría aplicarse. Los hechos, repito, muestran una tozuda complejidad. En primer lugar, la desviación de ese modelo ideal puede deberse a puras razones técnicas (en realidad, no muy lejanas de la pragmática lingüística), como resulta fácil comprobar en textos usados como letras de canción. Comparemos, así el original alemán de la primera estrofa de la famosa Balada con que se abre Die Dreigroschenoper, de Weill y B. Brecht con dos de sus versiones: una inglesa, de G. Stern, que aparece en el folleto que acompaña la grabación fonográfica de la mencionada ópera (Weill: Die Dreigroschenoper, pp. 34-5), y una castellana, de M. Sáenz, tomada del texto pensado para su representación escénica (Brecht: Teatro 3, p. 9):
2a Und der Haifisch, der hat Zähne
Und die tragt er im Gesicht
Und Macheath, der hat ein Messer
Doch das Messer sieht man nicht.
2b And the shark has teeth
And he wears them in his face
And Macheath, he has a knife,
But the knife one does not see.
2c Los escualos tienen dientes
Que cualquiera puede ver
Y Macheath tiene un cuchillo
Pero a él no se le ve.
Es fácil comprobar que la versión inglesa sí que se atiene a ese modelo sencillo e ideal que propuse antes, mientras que en la castellana se han tenido en cuenta otras consideraciones: fundamentalmente la necesidad de utilizar el texto como letra de canción, es decir, hacerlo encajar con la música original de K. Weill.
Pero no todo se explica con reglas lingüísticas y restricciones materiales. Hay mucho más en juego. Observemos un ejemplo más, también muy sencillo. Lo ofrece la traducción al castellano de la fórmula religiosa árabe con que tradicionalmente comienzan los textos musulmanes, tal como aparece, entre otras, en la versión de El Corán de J. Vernet (p. 3):
3a bismi llâhi lraHmâni lraHîmi.
3b En el nombre de Dios, el Clemente y Misericordioso.
Aquí la opción léxica del traductor: «clemente y misericordioso» no se debe a determinaciones ni léxicas ni sintácticas ni pragmáticas, sino a una norma de traducción implícita: una tradición ampliamente respetada entre los traductores de árabe, a su vez determinada por el hecho de que la fórmula «clemente y misericordioso» es utilizada, con referencia a Dios, en textos religiosos cristianos.
Acabamos de recurrir, para explicar el comportamiento de dos traductores, a 1) la utilización de textos para unos determinados fines (la canción) y 2) de normas (impuestas por traductores de autoridad). Estamos con ello ya en territorios que tradicionalmente han sido asignados al razonamiento ético. Y eso es en suma lo que aquí proponemos: que se haga explícito el discurso ético en traductología como una vía privilegiada, para entender los hechos de traducción, más allá (pero en unión de) lo lingüístico.
Tal vez no esté de más, antes de seguir adelante, que hagamos explícitos algunos de los postulados de los que partimos, incluso aunque en estas breves páginas no estemos más que intentando dar una llamada de atención, y no desarrollar ni siquiera los fundamentos de un discurso ético traductológico.
Ya hemos advertido antes que consideramos la intuición como método válido de conocimiento en una disciplina que, en nuestra opinión, debe mantenerse muy cerca del carácter artesanal de la actividad que constituye su objeto.
2) Damos por supuesto que el significado existe. Es decir, no compartimos los planteamientos psicologistas de las corrientes cognitivas ni la creencia, extendida entre sociólogos, de que la realidad es meramente una creación social (cfr. la refutación de Searle: 1995). Y, por consiguiente, no admitimos como definición de traducción (Toury: 1995) aquello que una comunidad social acepta como traducción.
3) En ética nos situamos más cerca de las posturas deontológicas que de las consecuencialistas (cfr. p.ej. Singer: 1991), es decir, de quienes mantienen que el comportamiento debe regirse por unas normas determinadas, independientemente de cuáles sean los resultados de la acción.
Y hacemos explícitos nuestros postulados precisamente porque consideramos que la pertinencia del razonamiento ético aplicado al estudio de las traducciones se podría mantener incluso desde perspectivas lejanas a estas que mantenemos. En consecuencia, en lo que sigue vamos a tratar de mantener un razonamiento mínimo en sus alcances, de modo que pueda ser base común a otros enfoques muy distintos, incluidos los que basan la valoración de las traducciones en razones de pura «lógica del mercado». Es paradójico que sea tan fácil encontrar una base común para el razonamiento ético en traductología y que, sin embargo, tal razonamiento apenas haya existido. Por otro lado, que haya aspectos de nuestro razonamiento que sin duda encontrarán la oposición de quienes mantienen enfoques teóricos distintos es también una muestra de que la consideración ética de estos asuntos es necesaria.
La ausencia (o casi) de un discurso ético sobre la traducción es francamente sorprendente, si se tiene en cuenta que algunas de las imágenes más utilizadas durante siglos en Occidente para representar la traducción tienen que ver con el par de nociones fidelidad/traición, con ejemplos tan manidos que no será necesario recordar, y que siguen presentes en estudios contemporáneos, como en el título del trabajo de J.-C. Margot (1979): Traduire sans trahir, por citar un solo caso.
Situándonos en el otro extremo, es claro que al menos algunas corrientes de la traductología contemporánea se plantean problemas de orden ético, por ejemplo, todos aquellos que afrontan el estudio de las traducciones a partir de los efectos de éstas por referencia a su adecuación a unos determinados sistemas de valores. Por reducir de nuevo las ilustraciones, recordemos el caso de los enfoques feministas de la traducción, como el que aflora en el título del trabajo de S.J. Levine (1991): The Subversive Scribe. Por supuesto, puede argumentarse que tales enfoques son políticos, pero al fin y al cabo todo su razonamiento descansa en la cuestión de si determinado hecho de traducción es bueno o malo para determinados fines, es decir, el razonamiento de base de cualquier ética teleológica (o sea, la que atiende a los fines o resultados de las acciones).
Pero, naturalmente, los hechos de traducción más susceptibles de análisis desde la perspectiva ética son los que podemos calificar de manipulaciones, esto es, las tergiversaciones intencionadas y probablemente también todo género de mutilaciones. En un trabajo anterior (Peña: 1994) examiné dos casos de traducción, del árabe al castellano, que me siguen pareciendo muy ilustrativos a estos efectos. El primero proviene del embalaje de unos dulces navideños, donde aparece una serie de textos en castellano y sus versiones a varias lenguas. A continuación reproducimos el original y la versión árabe (con subrayados nuestros):
4a Ingredientes: harina pura de trigo, manteca de cerdo, antioxidante autorizado B.H.A. (E/320), azúcar refinado, vino y aroma natural de naranja.
4b altarkibu: TaHînu qamHin Safin, dihnun nabátiyyuu, maddatun muDâddatun lilta’aksudi muraxxaSun bihâ B.H.A. (E- 320), sukkarun nacimun, nabîdhun wanakhatu burtuqâlin Tabîciyyatun.
Lo que nos interesa es el hecho de que manteca de cerdo se haya traducido como dihnun nabatiyyun, esto es, literalmente: «grasa vegetal». No es necesario tratar de explicar qué motivaciones han podido llevar al traductor a adoptar esa decisión. Lo único que nos interesa aquí es la necesidad de que la traductología se enfrente con hechos semejantes desde una perspectiva ética.
El segundo caso es aún más interesante. Se trata de la traducción del lema lanzado por el dictador iraquí Saddam Huséin durante la Guerra del Golfo en 1991. Se recordará que los medios de comunicación recogieron la expresión «la madre de (todas) las batallas», con la que se traducía el original árabe ummu lmacâriki. Sin volver a exponer lo que ya dije en su momento, lo que nos interesa es cómo un lema que en su lengua original servía a efectos de soflama solemne se convertía en castellano, y en otras lenguas occidentales, en una expresión risible (que luego ha sido utilizada con fines cómicos en subproductos culturales occidentales, p.ej. «La madre de todas las telecomedias»). En este caso estamos ante una sutil labor del traductor que, llevando a su extremo la máxima de fidelidad, apura cuanto puede la traducción literal, sin querer reconocer en el original un procedimiento léxico árabe, registrado en los diccionarios contemporáneos (p.ej. Wehr: 1974), y que podría haberlo llevado a una traducción menos marcada, como «la batalla decisiva» o algo semejante. El asunto, lógicamente, reclama la reflexión ética.
Junto a casos como los anteriores, la casuística ofrece ejemplos de valoración mucho más complicada. Ya que no estoy tratando aquí de agotar el terna, me limitaré a considerar un ejemplo más: en este caso de mutilación. Proviene también de un original árabe, literario ahora; coincide con el arranque de una importante novela de N. Mahfuz (Alshahhad), donde se describe una pintura que ve el protagonista de la narración, y que transcribimos seguida de las versiones publicadas en inglés (The Beggard), italiano (Il mendico) y francés (Le Mendiant):
5a saHa’ibu naSicatu lbayâDi tasbaHu fî muHiTin ‘azraqa, tuZallilu xuDratan tugaTTî saTHa l’arDi fi stiwâín wamtidádin, wa’abqârun tareà tackisu ‘acyunuhâ Tuma’ninatan râsixatan, walâ calâmata tadullu calà waTanin mina l’awTâni, wafî ‘asfala Tiflun yamta Tî jawâdan xashabiyyan wayataTallacu ‘ilà l’ufqi câriDan janba wajhihi l’aysari wafi caynayhi shibhu basmatin gâmiDatin.
5b White clouds floated in the blue expanse overlooking a vast green land where cows grazed screnely. Nothing indicated what country it was. In thc foreground a child, mounted on a wooden horse, gazed toward the horizon, a mysterious semi-smile in his eyes.
5c Bianche nubi fluttuano nello spazio azurro-celeste, proiettando ombra su di un esteso prato verde dove le mucche pascolano placidamente. Nessun indizio rivela di cuale pacse si tratti. In primo piano un bimbo, seduto su un cavallino di legno, gira il viso verso sinistra per contemplare l’orizzonte, con gli occhi misteriosamente allegri.
5d Des nuages d’une blancheur immaculée se détachent sur un ciel bleu au-dessus d’un paysage vert, plat et unifórme. Des vaches qui paissent dont les yeux reflètent une tranquillité inébranlabre. Quel pays est ce? Rien ne permet le déterminer. Au premier plan, un enfant sur un cheval de bois, offrant son profil gauche, le regard dirigé vers l’horizon, avec un vague sourirce á peine perceptible.
Aparte de otras diferencias (en la comprensión del original o en opciones estilísticas) estas tres versiones muestran una curiosa graduación en cuanto a la cantidad de información que transmiten: mientras la versión francesa reproduce con escrúpulo todas las pequeñas unidades informativas en que podría descomponerse el original árabe, algunas de éstas han desaparecido de la versión inglesa y, mucho más, de la italiana. Pequeñas unidades que hemos subrayado en el texto francés cuando alguno de los otros dos las omiten.
Es mucho lo que podría comentarse de actuaciones como las de los traductores italiano e inglés de la novela de N. Mahfuz. Es evidente que éstos están tomando decisiones de tipo literario, al eliminar lo que aparentemente consideran superfluo. Pero lo que nos interesa aquí es que los posibles lectores de esas tres versiones no reciben ningún tipo de información sobre la clase de traducción a que la editorial les da acceso: si se trata de traducciones completas o mutiladas en algún grado, si se trata de trabajos escrupulosos o de adaptaciones con cambios debidos a las opiniones literarias de los traductores o editores. La única declaración con que en cada caso cuentan los lectores es, respectivamente: «Translated by [...]», «Traduzione di [...]» y «roman traduit de l’arabe par[...]».
Este es el punto mínimo del planteamientoal que antes aludí, y que podría servir de base para un enfoque ético traductológico incluso por encima de opciones teóricas o políticas: el hecho de que en cualquier traducción se opera a partir de un pacto, que suele quedar inexpresado. Veámoslo con algún detenimiento.
El texto más antiguo conocido sobre la traducción en Occidente consiste en unas pocas líneas con las que Cicerón (si la atribución es adecuada) concluye el prefacio a cierta traducción suya de un texto oratorio griego. Recordemos estas palabras tal como aparecen, en una de las antologías de textos sobre la traducción (López García: 1996, p. 31), que reproduce la versión de M. Menéndez Pelayo:
Si logro traducir sus oraciones como lo espero, esto es, poniendo de manifiesto todas sus bellezas, sentencias, figuras, y siguiendo no sólo el orden de las cosas, sino hasta el de las palabras, con tal que no se aparten de nuestro grado de decir (pues aunque todas no están exactamente traducidas del griego, procuraré sin embargo que sean equivalentes), habrá una regla y modelo para los que quieran imitar el estilo ático. Basta ya de proemio. Oigamos a Esquines hablando en lengua latina.
Y fijémonos en que Cicerón no sólo está estableciendo un modelo ideal de traducción, sino especificando los términos del pacto que establece, como traductor, con sus posibles lectores. Es evidente, sin embargo, que esto no es lo usual, es decir que el pacto que establecen los traductores o los editores con su comunidad es casi siempre tácito. Pero existe. Se trata de un pacto metalingüístico semejante al que se produce en cada entrada de un diccionario, coincidiendo con el espacio en blanco que queda entre la palabra definida y su definición. En este caso el mensaje tácito equivale a: «esta palabra significa lo siguiente».
Ahora bien, todos entendemos que, en lexicografía, el mensaje puede variar según de qué diccionario se trate. En uno de uso tenemos que reconstruir algo parecido a: «damos fe de que esta palabra se suele usar con el significado siguiente». mientras que en un dicionario normativo no hay exactamente un pacto, sino una suerte de instrucción: «según nosotros, autoridades en materia lingüística, esta palabra debe utilizarse con el significado siguiente».
Es difícil precisar cuál es el contenido del mensaje tácito que media entre la expresión «Traducido por» y el texto efectivamente traducido. Aquí dependerá de la visión de la traducción que los traductores o teóricos mantengan. Podría ensayarse algo parecido a: «Lo que sigue es una versión mía, elaborada en las presentes circunstancias, del original, en la que me atengo a éste, pero donde también respeto normas reconocidas para la lengua y el género de textos de la lengua de llegada». Pero seguramente no sería difícil encontrar quien no estuviera de acuerdo en alguno de los aspectos considerados.
El asunto tal vez se deje alcanzar mejor desde un punto de vista intuitivo. Es probable que, independientemente de nuestros gustos, la mayoría de nosotros encuentre una diferencia sustancial entre la traducción italiana de las líneas de N. Mahfuz y la árabe de los ingredientes del dulce navideño. Es probable que nadie dude de que en esta segunda traducción el pacto -sean cuales sean sus términos- se ha transgredido. Ahora, para seguir adelante, consideraremos algunas versiones de un texto muy distinto a los anteriores: un salmo.
Para mis objetivos aquí, nos bastará con recordar (Collin: 1997) que el Libro de los Salmos reúne una serie de textos de carácter oral, compuestos, en parte bajo el patrocinio o autoría del rey David, entre los siglos Vl y II a.C. Para el castellano, todas las versiones canónicas provienen del original hebreo, aunque el griego-judío y no cristiano en origen- sirvió de apoyo.
Lo que aquí me interesa no son las traducciones propiamente dichas, sino las lecturas, las interpretaciones de los Salmos. Para empezar, notemos que ya de entrada son textos que requieren, desde la perspectiva cristiana, una labor hermenéutica específica, aunque sólo fuera por el hecho de que, como textos del judaísmo tienen un sentido «nacionalista» que es sustituido por el ecumenismo que les confiere el cristianismo. De la importancia para éste de los Salmos habla el hecho de que sea el libro del Antiguo testamento más citado en el Nuevo (Collin: 1997). De ahí que fueran objeto de exégesis por parte de los Padres de la Iglesia en los siglos IV y V, y sean varios los expedientes propuestos para su lectura cristiana, uno de ellos, poner algunos de sus versículos en labios de Jesús (op.cit.), o bien entenderlo a la luz del Padrenuestro (Flor Serrano: 1995).
Concretando un poco más, el mayor o uno de los mayores problemas para la interpretación cristiana de los Salmos se deriva de la frecuencia con que «respiran odio y venganza» (Mannati: 1977). Una de las propuestas para resolverlo es, por ejemplo, la necesidad de que se reconozca la violencia en el mundo y hasta en el propio cristiano (Prévost: 1991).
El Salmo 136 (137, según el cómputo correspondiente al texto hebreo, cfr. Flor Serrano: 1995) se integra, desde el punto de vista histórico, en la serie de textos referidos al destierro en Babilonia y al retorno a la Tierra Prometida, esto es, el período comprendido entre 597 y 538 a.C. (Prévost: 1991). En este caso concreto, el narrador nos sitúa no en el propio marco del destierro, sino en el de la Ciudad Santa de Jerusalén, desde donde se recuerdan los tiempos del exilio (Farnés Scherer: 1978). Como subgénero del Salterio, se lo ha clasificado entre los «salmos de la alianza» (Mannati: 1977) o entre los «cantos de alabanza» (González Núñez: 1995).
Ya que lo que nos interesa en este punto no son estrictamente problemas de traducción, me contentaré con recoger la versión del Salmo en la Vulgata (que está en la base de algunas de las interpretaciones que veremos más abajo) y la versión castellana correspondíen te al texto oficial litúrgico católico, de L.A. Schokel (1972):
6a Super flumina Babylonis, illie sedimus & flevimus: cùm recordaremur Sion:
In salicibus in medio eius, suspendimus organa nostra.
Quia illie interrogaverunt nos, qui captivos duxerunt nos, verba cantionum:
Et qui abduxerunt nos: Hymnum cantate nobis de canticis Sion.
Quomodo cantabimus canticum Domini in terra aliena?
Si oblitus fuero tui Ierusalem, oblivioni detur dextera mea.
Adhaereat lingua mea faucibus meis, si non meminero tui:
Si non proposuero Icrusalem, in principio laetitiae meae.
Memor esto Domine filiorum Edom, in die Ierusalem:
Quid dicunt: Exinanite, exinanite usque ad fundamentum in ea.
Filia Babylonis misera: beatus, qui retribuet tibi retributionem tuam, quam retribuisti nobis.
Beatus, qui tenebit, & allidet parvulos tuos ad petram.
6b Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar, nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha;
que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías.
Señor, toma cuentas de los idumeos
del día de Jerusalén,
cuando se incitaban: «Arrasadla,
arrasadla hasta los cimientos».
Capital de Babilonia, ¡criminal!
¡Quién pudiera pagarte los males que nos has hecho!
¡Quién pudiera agarrar y estrellar tus niños contra las peñas!
Por supuesto, son estas últimas cinco líneas las que mayores problemas plantean desde un punto de vista cristiano. En la vía de los razonamientos que veíamos antes, Schökel (1972 p. 380-1) recomienda lo que él llama una «transposición simbólica», por medio de la cual Babilonia no haría referencia a «una realidad geográfica», sino que sería un símbolo del mal. Por su parte, Raguer (1998) rechaza, con argumentos lingüísticos, la interpretación de las últimas líneas como maldición; según él, se trata más bien de una profecía sobre el fin de Babilonia, tanto la histórica como la simbólica.
Ante estos problemas ha habido otras dos respuestas, además de los esfuerzos hermenéuticos como los que acabamos de ver. En primer lugar hay que señalar que el final del Salmo ha sido suprimido por la Iglesia católica de la oración oficial (Biblia para la iniciación cristiana I, p. 316; Raguer: 1998, p. 145). Sin embargo, a pesar de todo, es notable cómo el Salmo 136 sigue imponiendo su fuerza poética o simbólica. Recordemos, así, y sin extendernos, que, a través de la música reggae y a partir de las creencias de los rastafaris (que sostienen un «sionismo» que hay que i1:terpretar como deseos de volver al Cuerno de Africa original), el simbolismo de Babilonia como ciudad del mal se ha extendido a la música popular contemporánea comprometida con reivindicaciones sociales. Y, de hecho, mucho antes de que esta asimilación por la música pop ocurriera, se registró ya, como vamos a ver, la segunda respuesta a la interpretación de las últimas líneas del Salmo, y que ha consistido en la elaboración de versiones «actualizadas».
Consideremos tres de éstas, limitándonos sólo a la última parte del texto, la correspondiente a la imprecación contra Babilonia. El primer fragmento aparece dando remate a la versión de San Juan de la Cruz ( 7a), que constituye un poema erótico, tal como corresponde a su obra mística, elaborada a partir de las tradiciones poéticas en boga en su tiempo. Los otros dos, contemporáneos, uno de Ernesto Cardenal (7b), data de los años sesenta, cuando el poeta nicaragüense era aún monje en Estados Unidos, y hay que situarlo en el ámbito de las preocupaciones políticas de la época; por último, el tercer fragmento, de Antonio López Baeza (7c), parece situarse en un ámbito relativamente cercano a la sensibilidad de Cardenal.
7a ¡O hija de Babilonia
mísera y desventurada!
Bienaventurado era
aquel en quien confiava
que te a de dar castigo
que de tu mano llevava
y juntará sus pequeños
y a mí, porque en ti esperava
a la piedra que era Christo
por el cual yo te dexava.
7h Babel armada de bombas!
Asoladora!
Bienaventurado el que coja a tus niños
-las criaturas de tus laboratorios -
y los estrelle contra una roca!
7c ¡Ay de tus hijos, si, por sí mismos, no destruyen a tiempo
esos frutos de muerte de vuestros laboratorios nucleares,
y esa autosuficiencia de la razón
que acabarán arrollándonos a todos en su irremediable caída!
¿Cómo explicarnos esto? Rechazada la posibilidad de que San Juan de la Cruz y los demás nos ofrezcan tergiversaciones, debemos formalizar algún concepto que nos ayude a distinguir entre actuaciones como éstas y alguna de las que veíamos antes. Y el concepto que proponemos es el de pacto tácito, el mensaje casi siempre inexpresado que acompaña a una versión y en virtud del cual podemos elaborar una valoración ética. No creemos que haga falta argumentar que, mientras el pacto tácito de San Juan o de Ernesto Cardenal no es «Esto es una traducción, por lo tanto me comprometo a unos mínimos de fidelidad», son muchas las ocasiones en que ese mensaje interpretado de modo intuitivo sí que es el que acabamos de explicitar, pero el traductor o el editor no se atiene a él.
E insisto en la formulación doble: «traductor o editor» porque, desde el punto de vista práctico, muchos de quienes hemos ejercido la profesión de traducir tenemos la experiencia de que es frecuente que algunas decisiones no las tome el traductor sino una persona que está jerárquicamente por encima de él. Volveremos a este importante aspecto de la cuestión un poco más abajo. Por ahora recordemos solamente que es a los editores a los que cabe atribuir decisiones dudosas desde el punto de vista ético como la que consiste en darles a libros traducidos un título en castellano que proviene de la manipulación más o menos sutil del original, al parecer por razones comerciales. Un ejemplo (ateniéndonos sólo a los datos documentales facilitados por la propia editorial) podría suministarlo el título de uno de los libros del sociólogo francés M. Maffesoli recientemente traducido al castellano:
8a L’Ombre de Dionysos: contribution á une sociologie de l’orgie
8h De la orgía: Una aproximación sociológica
No tiene mucho sentido que ampliemos los casos de traducciones donde aparentemente se incumple el pacto tácito. Sí que nos interesa destacar a este respecto que el mundo de la traducción podría describirse paradójicamente como un espacio caracterizado al mismo tiempo por su «anomia» y por su «hipernomia», o sea, donde, por un lado, es fácil sorprenderse de la falta casi total (excluyendo en parte el caso de los traductores jurados) de algún tipo de código profesional de comportamiento, lo que hace tan frecuentes las tergiversaciones, y, por otro, una proliferación de jerarquías profesionales, académicas, institucionales, etc., que están continuamente generando reglas y sometiendo a los traductores al arbitrio de éstas. Se trata de un mecanismo que no hace más que reproducir en negativo la paradoja planteada por Kant cuando afirma que sólo si cumplimos con los imperativos de la ley moral somos auténticamente libres.
Tal vez sea más fácil de comprender todo esto si lo abordamos desde las condiciones reales en que se ejercen la traducción profesional, la didáctica de la traducción y la elaboración de discursos teóricos. De hecho, no es difícil observar una comunidad de principios en hechos tales como: a) las condiciones de sometimiento (ético, al menos) en que se realizan a veces las traducciones, y que explican casos como el que antes veíamos a propósito de los ingredientes del dulce navideño; b) la insistencia, en nuestras Licenciaturas en Traducción e interpretación, en adoctrinar a los futuros traductores en normas lingüísticas fijas, y c) la difusión de teorías de la traducción que pretenden promover un modo concreto de actuar (p.ej. respecto al tratamiento del texto como unidad pragmática) en lugar de reflexionar en torno a lo que está ocurriendo.Todo este género de hechos, admite (¿o lo reclama?) un tratamiento desde las nociones más sencillas de la ética. La dignidad, por ejemplo. El imperativo, kantiano de nuevo, de tomar a la persona (y, por consiguiente, a sus palabras) como un fin en sí mismo, no como instrumentos para conseguir algo.
Y la consideración de la dignidad podría empezar por la del propio traductor. Una ética de la traducción debería abordar rápidamente la cuestión de qué entendemos por traductor. Para dar alguna respuesta, recurriré a la división de la clase asaliarada en las sociedades desarrolladas que propone el economista norteamericano R.B. Reich (citada y discutida por Lasch: 1995). Según él, la mano de obra se subdivide en tres grupos: 1) los analistas simbólicos, que son los responsables máximos de una actividad cualquiera, bancaria o de construcción, por ejemplo; 2) los trabajadores de producción rutinaria, que están bajo las órdenes de los anteriores, y 3) los servidores en persona, tales como fisioterapeutas.
Pues bien, todos convendremos en que la mayoría de los trabajadores que llamamos traductores pertenece a alguno de los dos últimos grupos, o a los dos a la vez. Mientras que en el negocio o la institución de la traducción, la responsabilidad última de actuación y decisión suele corresponder a profesionales que no trabajan exactamente traduciendo sino decidiend qué se traduce, cómo se ha de hacer y quién se encargará de ello. En otras ocasiones, cuando se trata de trabajo libremente contratado, es el cliente quien oc pa esa posición de responsabilidad y decisión.
De manera que, en gran parte, tanto el trabajo como la responsabilidad ética les son enajenadas a los traductores. Por lo cual será siempre necesario precisar quién es el verdadero agente de una traducción (el sujeto del pacto tácito). Y será también necesario distinguir dos tipos de actuación no ética complementarios: la sumisión del traductor a la voluntad del agente responsable y la consideración, por parte de éste, de móviles utilitaristas, como los que hemos visto en los casos de los dulces navideños o los títulos de libros «retocados».
Pero notemos que, junto a esa «lógica perversa del mercado», carente por completo de ética, existe una ética propia del mercado, llamada también ética de la equidad (Fromm: 1956), que consistiría en un pacto de fiabilidad con arreglo a las condiciones del mercado: «yo te vendo este producto cuya calidad te garantizo a cambio de este precio». Y, en gran medida, esta ética de la equidad, que preside gran parte de los intercambios comerciales en nuestras sociedades, está ausente del mercado de la traducción. A los consumidores de traducciones apenas se les reconocen derechos.
Aunque lo que aquí defiendo es que sea no tanto la equidad como la dignidad lo que esté en la base de la conducta de los traductores y, por consiguiente, se cuente entre las preocupaciones de los estudiosos. Y, lo recuerdo de nuevo, defiendo una deontología, entendida ésta en su sentido filosófico. Volvamos a «la madre de las batallas». Desde un planteamiento ético, pero consecuencialista o teleológico (preocupado por los efectos de la acción) podría defenderse una actuación como esa, si le atribuimos a la traducción un papel en la lucha contra un dictador, por ejemplo. Aunque en ese caso concreto no podamos precisar si se trató de eso o simplemente de un caso más de sumisión a la voluntad del agente con capacidad de decisión (lo que parece más plausible). Un planteamiento deontológico, por el contrario, se limitaría a aplicar el imperativo de máxima fidelidad, con un resultado que probablemente coincidiría con una traducción que respondiera a la mera ética de la equidad.
Pero deontológico también en el sentido que se le suele dar al término normalmente: relacionándolo con los deberes y la respetabilidad de un gremio. De hecho, la responsabilidad del artesano (y como artesano creo que hay que ver al traductor) se construye a partir del cumplimiento de unas normas propias del oficio. Lo cual aleja esta visión de cualquier enfoque teleológico, del fin que justifica los medios.
En suma
1. Con lo anterior he pretendido simplemente poner sobre la mesa la necesidad de que se inicie un planteamiento ético sistemático en traductología.
2. Por paradójico que resulte, hemos visto que la defensa de tal discurso ético es el arma más poderosa con que contamos frente al prescriptivismo al uso en nuestra profesión.
3. Muchas de las carencias éticas observadas las hemos derivado de las condiciones (de enajenación de responsabilidad) en que desarrollan su trabajo muchos traductores.
He tratado de iniciar el debate entre las perspectivas consecuencialistas y las deontoló- gicas de cara a los problemas de la traducción.
4. La consideración del profesional como artesano facilita esta visión ética de la traducción. Sea como sea, el profesional debe tender a exigir que su firma acompañe siempre sus trabajos, para delimitar así su responsabilidad.
5.He echado de menos que el pacto que siempre acompaña a una traducción no se haga explícito y preciso en cuanto a lo que el traductor ofrece (al modo de Cicerón en el texto traductológico clásico).
Aunque no nos engañemos, la práctica real de la traducción puede llevar a tomar decisiones que, según un planteamiento ético teórico, habría que rechazar, pero que la lógica de la acción recomienda. El planteamiento ético es necesario, pero trae consigo todos los problemas que entraña la conquista de la libertad.
REFERENCIAS
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RECIBIDO EN NOVIEMBRE DE 1998
1 Una primera versión, oral, de este trabajo la expuse a los estudiantes del Programa de doctorado de la Universidad de Granada Estudios de traducción e interpretación que asistieron a mis clases de Análisis de traducciones, durante el mes de diciembre de 1998. La presente versión escrita se ha visto, además, beneficiada por la orientación, los comentarios y la documentación que he recibido de Leandro Félix Fernández, Manuel C. Feria García, Vicente Fernández González, María López Villalba, Manuel Mata Pastor, Justo Navarro y, especialmente, de Miguel Vega Martín. Les quedo muy agradecido, por su ayuda y por el talante ético de todos ellos.