Editores y traductores difusores de la historia literaria: El caso de Arturo del Hoyo en la editorial

Aguilar

Marcos Rodríguez Espinosa

Universidad de Málaga

Durante más de veinticinco años D. Arturo del Hoyo (1917) ha trabajado como asesor literario de la editorial madrileña Aguilar. A finales de marzo de 1996 tuvo la amabilidad de concedernos una entrevista en su casa madrileña de la calle Conde Duque. En estas páginas reproducimos parte de nuestra conversación que tenia como principal objetivo profundizar en los diversos temas relacionados con el papel de las editoriales como difusoras de autores extranjeros y de las relaciones de dependencia y complicidad política que se establecieron entre editores y traductores en aquellos años. Asimismo Arturo del Hoyo nos reveló aspectos ocultos sobre el funcionamiento de la censura durante la dictadura del general Franco, la controvertida presencia de servicios de inteligencia extranjeros en el mundo editorial español y sus opiniones sobre la rivalidad que se estableció entre las empresas madrileñas y barcelonesas.

Arturo del Hoyo (Madrid-1917) no sólo es autor de una obra propia como escritor de ficción y ensayista (Gracián, 1965) y un investigador interesado por los fenómenos que surgen cuando las lenguas entran en contacto, como lo pueden atestiguar sus diferentes publicaciones, entre las que podemos destacar su Diccionario de palabras y frases extranjeras (1988). Asimismo, ha traducido autores fundamentales de la literatura norteamericana como Herman Melville (Moby Dick, 1968) y William Faulkner (Light in August, 1966) y ha sido colaborador habitual de publicaciones que han marcado una época en las letras españolas como El Sol, Ínsula, La estafeta Literaria y Árbor.

Podríamos afirmar que la obra de Arturo del Hoyo estaría situada en el centro de un conjunto de fuerzas ideológicas que André Lefevere describía en Translation, Rewriting, and the Manipulation of Literary Fame (1992) como difusoras o canonizadoras («rewriters») de la historia literaria, a causa de sus ediciones de autores contemporáneos españoles que habían sido desterrados por la censura franquista, entre los que deben ser citados Federico García Lorca (1954), Miguel Hernández (1952), Max Aub (1968) y Rafael Alberti (1983), así como por la profunda influencia que ejerció a través de su trabajo como antólogo y difusor de la literatura extranjera en España (Teatro mundial, 1955).

Cualquier estudioso de la traducción literaria en España sabría que ya no podemos referirnos a Fiodor Dostoievski sin olvidarnos de Rafael Cansinos-Asséns, que la figura de José Méndez Herrera nos trae a la memoria las obras de William Shakespeare y Charles Dickens, que las novelas de Jane Austen y Sir Arthur Conan Doyle han estado durante muchos años ligadas a la personalidad de Amando Lázaro Ros y que el cáustico humor de Moliére y Óscar Wilde nos han llegado a través de los textos traducidos de Julio Gómez de la Serna. En este sentido, el nombre de Arturo del Hoyo está íntimamente relacionado, a través de su trabajo como editor, con todos estos grandes representantes de la tradición traductora en lengua española y con la labor de difusión literaria y de textos traducidos que la editorial madrileña Aguilar desarrolló durante la década de los cincuenta, sesenta y setenta.

El día 25 de marzo de 1996, D. Arturo del Hoyo tuvo la amabilidad de recibirnos en su domicilio de Madrid en el que, rodeados de su excelente biblioteca y las pinturas del «joven» dramaturgo Antonio Buero Vallejo, nos habló extensamente sobre la historia de la editorial Aguilar, el trabajo de los traductores, su identidad, sus honorarios y el destino final, en muchas ocasiones desconocido, de sus textos. Por otra parte, haciéndonos partícipes de su propio compromiso político, nos desveló algo sobre las diversas instituciones y personalidades que pugnaron por influir en las editoriales madrileñas y barcelonesas en los años más oscuros del franquismo.

M. R. E. ¿Cuándo empezó Vd. a trabajar para la editorial Aguilar?

A. DEL HOYO Posiblemente a finales de los años cuarenta. Cuando entré a trabajar en la casa Aguilar ocupé el puesto de Federico Carlos Sainz de Robles. Este hecho podría haber creado una fricción entre nosotros, pero siguió acudiendo a la editorial como siempre y tratándome como un caballero.

M. R. E. ¿Cuál era la fución de Sainz de Robles en aquella época en la editorial Aguilar?

A. DEL HOYO Se dedicaba a sus libros y le dejábamos que se ocupara de todo lo relacionado con los censores porque aunque había estado depurado, era un liberal muy católico. Además, era un hombre muy abierto que tuvo la mala suerte de haber escrito algunos libros con un tono «un poco desagradables» para el nuevo régimen al tratar ciertos temas en su obra Historia de la villa de Madrid. A pesar de que ocupé su puesto, cuando tenía una buena noticia para mí, como pudiera ser un aumento de sueldo del que se había enterado en una comida con don Manuel Aguilar, se alegraba. Cuando se marchó definitivamente de la editorial Aguilar a Espasa-Calpe, porque allí le ofrecían una situación de más libertad, siempre me sacaba una reseña en los periódicos cuando yo escribía alguna cosilla... y esto no se lo hace una persona a otra a la que le ha ocupado el puesto. Sainz de Robles lo comprendió, me tenía aprecio y no hubo ningún problema.

M. R. E. ¿Quién decidía la política editorial de Aguilar?

A. DEL HOYO Bueno, había muchas secciones. En la literaria, llegaba una propuesta, bien del extranjero o bien española, y se hacía un informe que se presentaba a una especie de consejo.

M. R. E. ¿Cómo se decidían las traducciones que iban a realizarse? ¿Tenía alguna influencia el régimen político del momento?

A. DEL HOYO Bueno, era un proceso parecido. Nosotros actuábamos sabiendo lo que se podía hacer. Por ejemplo, publicamos todas las obras de Bertrand Russell... y la censura quizás nos cortaba algo. Recuerdo que nos tacharon un elogio a Jesucristo que aparece en La sabiduría de occidente. Se lo comunicamos al propio autor; no se mostró nada sorprendido por este hecho y finalmente lo autorizó.

M. R. E. ¿Existía en fa editorial Aguilar un equipo de lectores?

A. DEL HOYO Yo me encargaba fundamentalmente de ese trabajo. Leía, buscaba y rechazaba. También había personas que proponían cosas desde fuera, sobre todo los amigos de don Manuel Aguilar. Hubo una época en que Pedro Laín Entralgo aconsejó algunas cosas; el mismo José Luis Sampredro recomendaba y tradujo libros relacionados con economía. Cuando yo entré en Aguilar él acababa de traducir El curso de economía de Samuelson, que me dieron para que revisara la versión final.

M. R. E. ¿Entonces podríamos decir que Vd. actuaba de corrector de pruebas?

A. DEL HOYO Al principio podríamos decir que sí, pero el problema de este trabajo está en que uno cree que una persona determinada sabe un idioma muy bien y se le encarga una traducción. Sin embargo, incurre en errores, o bien porque no domina bien el idioma o porque se lo ha pasado a otro individuo para que lo haga; es decir, firma el contrato, pero no ha traducido el texto. Bien por hacerle un favor a alguien, se confían, y ha habido casos de gente que te recomendaba a alguien que había salido de la cárcel después de 1a guerra civil y que no tenía ningún otro medio de subsistencia... y se le daba algo para traducir y que luego tenía que corregir yo mismo. Normalmente esto ocurría con la Biblioteca de Iniciación Filosófica, que eran libritos pequeños, y que si había alguna equivocación, o resultaba una traducción especialmente catastrófica ... la podía corregir en un rato. Además, era una colección que yo controlaba directamente y mi única obligación con la editorial era enviar unos cuantos ejemplares al año a Buenos Aires.

M. R. E. ¿Se acuerda de algunas de estas traducciones encargadas por motivos de «compromiso político»?

A. DEL HOYO Muchos estudiantes, por ejemplo Eloy Terrón. Hace poco me escribió una carta. Creo que está enfermo de Parkinson. En ésta me agradecía aquellas traducciones que le encargué hace muchos años. Nunca me había escrito antes ni nos saludábamos cuando nos veíamos pero en esta carta me agradecía cómo le abrimos las puertas de la intelectualidad a un paleto como él. Me entristeció mucho porque podía ver a un hombre apagado que está rememorando las personas que se han portado bien con él a lo largo de su vida....

M. R. E. ¿Cuánto cobraban los traductores en aquella época?

A. DEL HOYO El cálculo de los honorarios se hacía por espacios de máquina de escribir que cabían en un folio. Sobre estos espacios, se establecía una tarifa máxima y mínima, según el prestigio del traductor y la dificultad de la obra. Finalmente, cuando yo encargaba la traducción había una tendencia a que se pagara lo menos posible. Cuando lo hacía don Manuel, y quería ser generoso se saltaba la norma (risas).

M. R. E. ¿Podríamos decir que don Manuel Aguilar era una persona generosa?

A. DEL HOYO Tenía fama de generoso aunque también de mezquino. Dependía de cómo quería quedar con esa persona, y cómo quería que esa persona lo apreciara. Por ejemplo, hubo un tal Torres, catedrático de universidad, que inició la Biblioteca de ciencias económicas y empresariales, al que le llegaba a dar un catorce por ciento de derechos de asesor. Algo inusual en aquella época.

M. R. E. ¿Existían los derechos de autor para el traductor?

A. DEL HOYO No, los derechos del traductor no existían. Simplemente se les pagaba por trabajo hecho. Luego, más adelante, se introdujo, por presión, y porque parecía que debía hacerse, la costumbre de abonarle una cantidad al traductor puesto que las editoriales estaban continuamente comprándose y vendiéndose traducciones. Esto es lo que ocurrió con las novelas policiacas de la colección Lince que habían sido todas publicadas por la editorial Molino de Barcelona o con el caso de las traducciones del gran Cansinos-Asséns al que le dábamos la mitad de la tarifa de venta acordada con la otra editorial. En este sentido, suponía un pequeño avance, y en algunos casos bastante dinero.

M. R. E. ¿Cómo se reclutaba a un traductor?

A. DEL HOYO En la mayoría de las ocasiones se trataba del conocimiento personal. Sin embargo, había casos en que ciertas traducciones estaban patrocinadas por determinadas fundaciones culturales dedicadas a la difusión de la cultura de su país. Podríamos considerarlo como una acción de propaganda política durante los cincuenta y los sesenta. (Esto ocurrió con la obra Principio y esperanza de Herman Bloch). En este sentido, también puede mencionarse la obra del sociólogo suizo André Siegfrich o de editoriales que trabajaban para el servicio de propaganda de la CIAP como fue el caso del libro Estados Unidos una revolución permanente. En estos casos, financiaban la edición o compraban ejemplares, y además, imponían al traductor.

M. R. E. ¿Habían elaborado algún tipo de indicaciones de estilo para las traducciones?

A. DEL HOYO Se suponía que se respetaban los nombres originales, aunque hubo una época anterior en España en la que se traducían. Yo era muy respetuoso en este sentido, incluso en las bibliografías, sostenía una lucha que nunca me respetaron acerca de los lugares de publicación de las obras. No existían indicaciones escritas. Aunque recuerdo algo muy curioso: la traducción de las obras completas de D’Annunzio de Julio Gómez de la Serna, editadas en México por ser un autor prohibido en España. En esta ocasión, supongo que el traductor estaría apremiado por razones económicas, nunca por falta de talento, me encontré ciertos «errores» en los nombres de origen mitológico griego y romano que me hicieron pensar que un traductor tan genial como Julio Gómez de la Serna pudo haberle dejado el encargo a otra persona. No obstante, no debemos olvidar que editar las obras completas de cualquier autor suponía mecanografiar miles de folios y este tipo de «errores» podían aparecer.

M. R. E. ¿Podría decirme algo más sobre julio Gómez de la Serna?

A. DEL HOYO Tradujo mucho, fue el traductor de las obras completas de Óscar Wilde y de Moliere. Era de los que vivía de la traducción... también fue políticamente depurado después de la guerra civil. Fue un republicano liberal. No creo que tuviera un compromiso ideológico con ningún partido, ni su hermano Ramón tampoco. Al concluir la guerra, un hombre como Julio Gómez de la Serna acostumbrado a desenvolverse en los ambientes de la bohemia madrileña, se encontró con una familia con cinco hijas que alimentar y prácticamente en la miseria. La hija pequeña era una belleza reconocida en el Madrid de la época hasta el punto de que fue retratada cuando tenía dieciocho años en una famosa colección de la época llamada «Bellezas de España». Pues bien, cuando tenía unos quince años esta chiquilla iba con la bolsa de la compra a que yo le extendiera el recibo por lo que su padre había traducido ese mismo día, que podrían haber sido unas sesenta pesetas. Recuerdo que en esa época Julio Gómez de la Serna colaboró conmigo en un libro titulado Teatro mundial en el que había que hacer un resumen comentado de cada obra. El caso es que este señor venía a cobrar inmediatamente cada una de sus colaboraciones a causa de la situación económica de su familia.

M. R. E. ¿Cómo fueron sus relaciones con la censura.franquista?

A. DEL HOYO La verdad es que le tenía mucho miedo a ir a la censura. Allí sonaba mucho mi nombre, pero el que daba la cara era Federico Carlos Sainz de Robles. La censura era una organización de amplias ramificaciones en el sentido en el que un amigo mío, el arabista Nemesio Morata, gran entendido en Averroes, alguna vez me dijo que la censura le había enviado libros para que diera su opinión. Sin embargo, no podríamos decir que era una persona que trabajaba directamente para el aparato ideológico de la censura. Todas las obras y todos los papeles de la editorial pasaban el control de la censura para conseguir el permiso de publicación.

M. R. E. ¿Podía ocurrir que un editor censurara previamente una obra?

A. DEL HOYO Naturalmente. Se censuraban los pasajes que creíamos que iban a ser penalizados por las autoridades y si veíamos que era un tema muy complicado ni siquiera lo presentábamos. Puede decirse que tenían un grupo extenso de personas a las que le enviaban un libro y luego había la oficina de censura en la que se dejaban los textos y luego se recogían. En esta oficina es donde Federico Carlos Sainz de Robles hacía sus gestiones. Sainz de Robles era una persona muy extrovertida, dicharachera y con capacidad de aligerar los trámites. Además, tenía la convicción de que a la persona a la que yo conocía en la sede de la censura era un compañero mío de carrera que había sido miembro del POUM y me había propuesto que me convirtiera en secretario de la Juventud Comunista Ibérica al comienzo de la guerra. El que yo tuviera conocimiento de este hecho podría haberme traído unos efectos desagradables para mí y la familia. Por eso, nunca fui a la censura. En aquellos momentos, la generación que estaba en esos puestos nos conocíamos todos. Por ejemplo, la redacción del periódico Arriba eran todos compañeros míos de la facultad: García Serrano, Revuelta, etc. Lo que había que hacer era no tropezarse con ellos ya que uno había salido bien de la guerra.

M. R. E. ¿En aquellos años había una preferencia por la literatura inglesa o norteamericana?

A. DEL HOYO Entre los que éramos jóvenes entonces quedaban vestigios del prestigio que tuvo entre nosotros Hemingway, Faulkner, Dos Passos, Driesser, Upton Sinclair, Sherwood Anderson. Nosotros nos educamos en la literatura extranjera, por una parte, en la colección Universal, y por otra a través de una serie de editoriales como Zeus, Elite, Oriente... es decir, que traducían los escritores rusos, alemanes, norteamericanos. Como digo en mi prólogo a las obras de teatro de Max Aub, el gran acontecimiento cultural de la República, al menos en Madrid, a parte de las instituciones, fue la quiebra de la CIAP, S.A.(Compañía Iberoamericana de Publicaciones, S.A.). Esta editorial pertenecía a los millonarios Bauer, que eran unos judíos de origen sefardita, dueños de las minas del Riff. Tenían un palacete en la calle San Bernardo y la antigua finca de duque de Osuna cerca de Barajas. Pues bien, esta gente, compró los fondos de todas las editoriales madrileñas, salvo Calpe, como Renacimiento. No era un mal proyecto porque en lugar de pequeñas editoriales malviviendo, se constituyó una gran editorial con mucho dinero. Sainz Rodríguez colaboró asiduamente con ellos. Desarrollaron una gran capacidad para promocionar libros y autores. Seguramente quebraron por culpa de sus otros negocios. A raíz de aquello todas las plazas de Madrid se llenaron de carritos cargados con los fondos de la editorial Iberoamericana. Curiosamente la fama de hambre y miseria que la vida de Valle-Inclán arrastra se debe en su totalidad a esta ruina. Valle- Inclán había disfrutado de un buen nivel de vida, pero cuando se hunde la CIAP queda en la miseria; él que se producía sus propios libros y los daba a administrar a esta editorial, pero de repente encuentra su obra en los baratillos de la ciudad. En fin, como le decía, gracias a estos saldos de libros, leímos la mejor literatura extranjera a un precio baratísimo.

M. R. E. ¿Qué podría contarnos acerca de los rumores que había en torno a la actividad editorial del catalán Josep Janés? En concreto, me refiero a sus relaciones con la embajada británica.

A. DEL HOYO Mucho se ha comentado acerca de este tema aunque todo este tipo de cosas debemos ponerlas en cuarentena. Janés era uno de estos escritores que empezaban en Cataluña escribiendo en su lengua vernacular. Estalla la guerra y deja la carrera literaria. Coincidí con él en la feria del libro de Frankfurt, a la que sólo acudíamos dos editoriales españolas en aquella época. Allí se quedó muy asombrado de que un mesetario conociera tantas cosas sobre él. En una comida le comenté que sabía que había sido director literario del Amic del Combaten!, que era el periódico del ejército de la República en Cataluña; aquí en Madrid se editaba La -voz del combatiente, que era una especie de periodiquito para los soldados.

M. R. E. ¿Conoció al director del Instituto Británico, Walter Starkie?

A. DEL HOYO Todo el mundo sabía quien era Walter Starkie. Sin embargo, durante mi época en Aguilar tuve una gran amistad con la Sra. Simpson, la persona encargada de la difusión del libro inglés en España y muy amiga de los Baroja. Estoy casi seguro que estaba relacionada con el servicio de inteligencia británico. En alguna ocasión, incluso llegó a preguntarme cosas relacionadas con la política española del momento, dejándome a entender que se trataba de parte de su actividad como espía, y que me debía sentir libre para responder o no. Cuando empezaron a interesarse por el Opus Dei, yo sabía bastantes cosas de la obra por mi amistad con el arabista anteriormente mencionado. Así que un día, vino a verme una mujer parecida a una de esas espías rusas que salen en las películas de James Bond y estuve hablando con ella. En otra ocasión, en casa del nuevo director del Instituto Británico (ya se había marchado Starkie), que dicho sea de paso, tenía toda la pinta de un espía, comimos con Julio Caro Baraja y con un periodista del semanario Observer, que sería otro espía con toda seguridad, para que le manifestáramos nuestra opinión sobre Manuel Fraga, poco antes de que fuera destinado a la embajada de Londres. En aquellos años, Julio Caro, José Luis Cano y yo mismo hacíamos reseñas de libros ingleses para publicaciones como Ínsula. Los ingleses estaban interesados en una labor de difusión propagandística, así que la Sra. Simpson mandaba periódicamente a la revista un paquete de libros. Además, durante aquellos años se dio la situación de que la falta de divisas en España era un pretexto para no pagar derechos de autor a las editoriales extranjeras. Aunque editoriales con ramificaciones en el extranjero, como Aguilar, podían pagar, Josep Janés debió de aprovechar para contratar una gran cantidad de libros ingleses porque sabía que no tenía que pagarlos. No era un espía al servicio de Inglaterra. La situación paradójica que vivíamos era que convenía editar libros ingleses porque no había que pagar derechos de autor ni de nada. No obstante, habría que tener el dinero preparado para cuando se pudiera pagar. Quizás pudo haber una relación con Inglaterra a causa de la difusión que Janés hacía de libros ingleses, aunque soy de la opinión de que los británicos no son tan generosos. Este asunto de Janés es, de todas formas, muy complicado y no me atrevería a hablar demasiado de algo que no conozco demasiado bien.

M. R. E. ¿Se atrevería a decir que las editoriales madrileñas y barcelonesas tuvieron políticas editoriales diferentes?

A. DEL HOYO Aguilar pudo editar una gran cantidad de libros porque el papel biblia no estaba sometido a los controles de otros tipos de papel. Como don Manuel Aguilar había tenido éxito con los tomos de Obras eternas y Joya antes de la guerra, se encuentra ahí con una mina porque para sacar al mercado cualquier libro había que hacer una solicitud, enviar ejemplares a la censura, las necesidades de papel que se tenía, justificarla y entonces daban la autorización para comprar el papel. Era un racionamiento como el de la comida. Janés tenía la suerte de que en Cataluña, como han tenido que complacerlos, siempre hicieron lo que les dio la gana. Las papeleras catalanas tenían un papel muy bueno, como habrá visto en los libros de José Janés, y tenían toda la tela que querían para encuadernar. Han sabido sacar muy buenas ventajas de su papel de víctimas. La industria editorial catalana prospera mucho en la época de Franco porque están los papeleros, los telares catalanes ayudando y obteniendo favores de los que se carecían en Madrid. Luego, la censura era más suave en Barcelona. Existe novela española publicada en Cataluña porque en Madrid la censura era mucho más exigente. Como consecuencia de este hecho, Madrid se especializa en libros de ensayo o de temas más o menos históricos, mientras que en Cataluña tiene un apogeo la novela.

M. R. E. ¿Se refiere Vd. a editoriales como Destino?

A. DEL HOYO Efectivamente, editamos colecciones de ensayos que tuvimos que sacar en México. Sin embargo, colecciones semejantes, con otros títulos, fueron autorizadas en Barcelona. En este tipo de antologías aparecían gentes como Marx, Lenin, Ghandi... pero, en Cataluña se lo permitían. Otro caso fue el_ de la famosa novela Las últimas banderas de Ángel María de Lera. Aguilar tenía un contrato de exclusividad como descubridores de este escritor. Un día me dijo que si no lo dejábamos suelto, la obra nunca se autorizaría. Era una manera de herir a la editorial. Sin embargo, a Lera le habían comunicado que si se le dejaba libre tendría la oportunidad de ganar el premio Planeta, como de hecho ocurrió un tiempo después.

M. R. E. ¿Piensa Vd que el régimen de Franco pudo apoyar en los años cuarenta y cincuenta la publicación de determinados autores?

A. DEL HOYO No. El régimen podía influir en la Editora Nacional. Pero en este tema dominaba la personalidad del editor.

M. R. E. ¿Sabía Vd. que muchas de las traducciones que fueron originariamente encargadas por la editorial Aguilar han sido reeditadas por otras editoriales?¿ Qué puede decirme acerca de las traducciónes denominadas «maquilladas»?

A. DEL HOYO Sí, era un acuerdo común entre los editores. En cuanto a las traducciones maquilladas podemos decir que fueron una práctica muy utilizada con anterioridad al año 1915. En aquellos años, impresores se convirtieron en editores. Un editor respetable no haría eso. Ahora bien, le pueden engañar también. En relación con editoriales como Bruguera, que se iniciaron publicando tebeos, con poca cultura editorial, al igual que les había ocurrido a los que habían empezado imprimiendo, se hacen editores a causa de los beneficios de la empresa aunque no conocen bien el negocio. En el caso de Bruguera, crearon un auténtico imperio con ramificaciones en México y en toda América del Sur. Luego, este tipo de negocios basados en una persona se hunde. Pero, volviendo al tema de las traducciones plagiadas, puedo afirmar que fue una práctica común tanto aquí como en América. En estos momentos se están editando ilegalmente, Crisolines en Argentina, dada la demanda que hay de los diez primeros tomos por parte de los coleccionistas y que nosotros no sacamos muchos ejemplares al mercado en su momento. Lo mismo ocurre con las Obras Completas a causa de la clásica encuadernación en piel que ya ha desaparecido en las ediciones modernas.

M. R. E. ¿Existe un archivo de la editorial Aguilar?

A. DEL HOYO Si, el archivo de la antigua editorial Aguilar se encuentra depositado en el pueblo de Pinto. En realidad, no sé lo que se han llevado allí o ha desaparecido. Se supone que los nuevos dueños trasladaron allí todo lo que tenía que ver con Aguilar pero no lo sé con seguridad. Tengo entendido que había una chica haciendo una tesis sobre la editorial pero no ha podido tener acceso a los documentos.

M. R. E. ¿Qué información tiene Vd acerca del traductor Manuel de la Escalera?

A. DEL HOYO Este hombre comenzó como pintor con Pancho Cossío. No sé si nació en México, aunque su familia era de origen santanderino. Era comunista, y hasta podría ser que el mismo Pancho Cossío lo fuera antes de ser falangista. Enseguida, fue encarcelado tras la toma de Santander y se pasó el resto de su vida preso. Cuando salió de la cárcel era un anciano. Don Manuel de la Escalera traducía para Janés y yo le conocí a través de un compañero suyo de Alcoy, que era anarquista, que decía que los que pertenecían a ese grupo de presos se llamaban a sí mismos los «rehenes» porque cuando todo el mundo había salido, ellos seguían encerrados como si fueran los ultimos vestigios de la victoria del régimen franquista porque ya no había ningún motivo para tener a esta gente en la cárcel. Este hombre tradujo y publicó en la cárcel. Después se marchó a México en donde trabajó como traductor para el editor español Grijalbo y posteriormente escribió un libro contando sus expenencias.

M. R. E. ¿Se le permitió firmar sus traducciones durante los años en los que trabajó en la cárcel?

A. DEL HOYO Salvo los cinco primeros años no hubo problemas en este sentido. Muchas veces eran los propios editores los que quitaban los nombres de los represaliados políticos; por ejemplo, las obras de Espronceda, que habían sido editadas en la colección Joya no llevaban el nombre de Juan José de Domenchina que fue su prologuista. Así, el nombre de Américo Castro desapareció de su edición de El Buscón de Quevedo para Espasa-Calpe. Un caso parecido me ocurrió cuando preparaba las obras completas de Federico García Lorca. Al consultar la edición de Losada pude comprobar que las dedicatorias con las que el autor había acompañado sus poemas habían sido suprimidas. Así que las recuperé. Lo mismo puedo decir de las poesía completas de Rafael Alberti preparadas por su hija Aitana. Yo sabía que el famoso poema A cabalgar, a cabalgar estaba dedicado a Santiago de la Cruz. Un reportero de frivolidades de los años treinta, y comandante del batallón de caballería que había en Alcalá de Henares durante la guerra. Su mujer trabajaba en Aguilar y me atreví a incorporar la dedicatoria en las obras completas de Alberti, aunque ha vuelto a desaparecer en las siguientes reediciones. Parece ser que el propio Alberti no quería que saliera, digo yo. Cuando Santiago de la Cruz salió de la cárcel se dedicó a representar a artistas españolas como Carmen Sevilla en Méjico.

M. R. E. ¿Conoció Vd. al famoso traductor Amando Lázaro Ros?

A. DEL HOYO En efecto. Era un gran aficionado a la caza, disfrutaba de muy buena salud, se duchaba con agua fría en invierno y se daba un paseo a las siete de la mañana con su perro. Era un hombre muy vital y muy buena persona. Sin embargo, no terminó de cuajar como novelista. La posguerra supuso un paréntesis demasiado largo para él. No pudo exiliarse, estuvo en la cárcel y pudo salvar la vida gracias a que su hermana era una monja navarra muy bien relacionada porque a todos los periodistas que atrapaban los fusilaban. Puedo confesarle que el único miedo que tuve durante todos los años de la dictadura fue porque escribí cuatro artículos que aparecieron en El Sol durante la guerra. Tuve mucha suerte, pues al ser oficial en el ejército estuve muy poco tiempo en la cárcel. No me cogieron en mi unidad al acabar la guerra. Al ver mi expediente me condenaron a seis meses en campos de trabajos. Al acabar esto y gracias a los buenos avales que me hicieron los catedráticos de la facultad no tuve muchos problemas. Sin embargo, unos días después de ser liberado me encontré con un antiguo compañero de curso en Madrid que me cogió por el brazo y me llevó a la Dirección General de Seguridad para acusarme de haber escrito aquellos artículos. Aquel hecho hubiera sido suficiente para que me hubieran fusilado. Sin embargo, un amigo que le acompañaba, y que no debía ser de su cuerda, le convenció para que me soltara. Esos cuatro artículos los he tenido clavados en mi memoria todos aquellos años porque aparecieron publicados, sin que yo lo hubiera autorizado, en Mundo Obrero. Algo muy parecido le ocurrió a Julián Marías con Frente Rojo. Sin embargo, el caso era que los artículos habían sido escritos para otros periódicos y habían sido utilizados para estos. Y yo tuve la mala suerte de que en el primer número que aparece de El Sol en el año 1937, como órgano matinal del Partido Comunista, (Mundo Obrero era un periódico vespertino) un artículo que yo le había enviado a mi amigo, el director de El Sol (periódico independiente), se había quedado allí y fue publicado en la primera página junto a otro de La Pasionaria. Eso era condena de muerte segura. Otro de los periodistas y traductores que se salvaron junto a Amando Lázaro Ros es Eduardo de Guzmán, porque era un anarquista que había colaborado con Hera y Besteiro y algunos falangistas en la rendición de Madrid.

M. R. E. ¿Cuáles su opinión acerca de los editores que no mencionan el nombre de los traductores en sus libros, o usan identidades de traductores que ya han fallecido?

A. DEL HOYO En este sentido puedo contarle la historia de una traducción que realizó mi mujer, Isabel Gil de Ramales, de la obra de Charles Davillier titulada Viaje por España con ilustraciones de Gustavo Doré. Se trata de una obra que me encargó la editorial Castilla en 1949, a imagen y semejanza de Obras eternas de Aguilar, y que me recuerda esos años tan tristes de la posguerra. En su edición colaboramos mi mujer, yo mismo (escribiendo el prólogo y las notas), junto con Antonio Buero Vallejo que elaboró el epílogo, (y de hecho fue el primer trabajo que publicó en su vida), Juan José Carreras, Corrales Egea y García Pavón. Sin embargo, en aquel momento no aparece el nombre de mi mujer como autora de la traducción. En el año 1991, ediciones Giner me pide autorización para publicar el texto que preparamos entonces en una de estas colecciones que los bancos regalan a sus accionistas. Inmediatamente le exigí que apareciera el nombre de mi mujer. Giner quería tener una edición de prestigio por eso recurrió a mí. De todas formas, eliminó el epílogo de Buero pues su reedición le hubiera salido mucho más cara. Bueno, cosas muy parecidas ocurren hoy en día con gran parte del catálogo original de Aguilar que sigue reeditándose en colecciones de novela y ensayos filosóficos que se venden en grandes tiradas.

M. R. E. ¿Cuántos traductores trabajaban para Aguilar en el momento de máxima expansión de la editorial?

A. DEL HOYO Es muy difícil de calcular. De manera continua había gente que trabajaba en un libro. Existía un equipo fijo entre los que estaban clásicos como Amando Lázaro Ros, Julio Gómez de la Serna, Rafael Cansinos Asséns, José Méndez Herrera, etc, pero pudo haber tantos traductores como libros había en el catálogo, le estoy hablando de más de cincuenta personas. El volumen de trabajo que teníamos resulta inimaginable hoy en día. Me acuerdo de cuando nos prohibieron las obras completas de Balzac. Entonces, el traductor hacia original y copia. Se presentaban dos ejemplares a la censura. Las autoridades se quedaban uno. Nosotros conservábamos otra copia, y si no lo autorizaban, teníamos que enviarlo a Méjico. Para lo cual había que preparar otra copia teniendo en cuenta la poca fiabilidad de ciertos transportes y las aduanas. Hoy en día es muy fácil con las fotocopiadoras, pero entonces casi todo el aparato comercial que había de venta de libros a particulares debían quedarse horas extraordinarias copiando las obras completas de Balzac que correspondían a los seis tomos de las obras completas, es decir, veinticuatro mil folios. Imagínese simplemente el trabajo que llevaba consigo ordenar el material. No le hablo de lo que podía significar revisar el estilo de la traducción.

M. R. E. ¿Qué recuerda del traductor Méndez Herrera?

A. DEL HOYO Fue una persona muy dinámica. Autor teatral, de zarzuelas, poeta, periodista... y traductor de las obras de William Shakespcare en verso. No sé hasta qué punto tuvo problemas políticos Méndez Herrera. Muy del régimen no tuvo que ser, en tal caso hubiera figurado más y no se hubiera dedicado tanto a la traducción. En fin, estos datos, no denotan un compromiso muy fuerte con la dictadura.

M. R. E. Se cuentan muchas historias acerca del final de la editorial Aguilar. ¿Cuáles su versión?

A. DEL HOYO El final es que la vanidad, el factor puramente humano sin relación con la actividad industrial, hace que las cosas terminen. Este es un oficio que vuelve locos e idiotas, idiolocos (sic), a los editores. Se creen importantes, finos, son reclamados por mucha gente, viajan, conocen autores, les dan coba, figuran, aunque entonces no se pavoneaba tanto como hoy en día; pero es un oficio fino y se puede presumir en los salones. El poder de ir a hablar con Picasso, incluso tener en nómina a estas personalidades, les vuelve locos. En la última etapa de la editorial empezaron las locuras con los aduladores y los granujas que se acercaron a don Manuel, una persona era muy fácil de impresionar. Don Manuel estaba acostumbrado a un tipo de negocio personal, pero llegó un momento en que aquello era una fábrica de muchos empleados a los que ya no conocía. A sus sobrinos, personas de una gran capacidad, aunque uno de ellos tenía debilidad por la bebida, no les importaba arruinar la editorial con tal de hacer lo que les diera la gana. Se empezaron a editar libros, como fue el caso de El libro del ama de casa, que paraba toda la producción de la editorial para que saliera. Con este motivo se pasaban horas y horas eligiendo las telas. Incluso se hacían viajes a Barcelona. El libro en cuestión era una especie de ocupación de doña Rebecca, la esposa de don Manuel, y mi mujer que le ayudaba. Se vendía a menos precio que lo que costaba fabricarlo. Los empleados de allí lo comprábamos con un cuarenta por ciento de descuento; se regalaba también como una agenda. Hasta que llegó el momento en que una fábrica de lavadoras encarga cuarenta mil ejemplares como regalo para su clientela. Ya no son diez pesetas por volumen en cuatro mil ejemplares lo que se pierden sobre el coste. Y esto fue lo ocurrió con muchos libros. Nosotros hacíamos una colección que se llamaba El uni- verso de las formas. La vendíamos baratísima. En esta misma época se le ocurre al sobrino de don Manuel sacar al mercado un producto denominado «librofilm», que salía a un precio disparatado porque llevaba una pantalla y un aparato para visionar las diapositivas. Para promocionar el libro se hicieron unos premios especiales para los vendedores. Para vender este producto había que subir el precio de los demás libros y así sucesivamente. Disparates extendidos como una marea. A mí, este despilfarro, me costó una grave afección pulmunar y una úlcera de duode- no porque veía lo que estaba ocurriendo con la editorial. A esto hay que añadir los sueldos que eran el doble de los empleados de Espasa- Calpe. Además, don Manuel murió de un cán- cer. Incluso la cantidad que la editorial había reservado para los momentos de penuria fue gastada en estos proyectos locos. Se convirtieron en una empresa que hacía libros para lucirse personalmente y regalarlos, no para venderlos. Los productos antiguos se vendían más caros para financiar proyectos disparatados. Incluso, había unos frailes y fotógrafos que viajaron por todos los conventos carmelitas de España para escribir un libro sobre Santa Teresa. Al mismo tiempo había un señor cobrando un salario y dietas por toda España para hacer una guía turística que nunca hizo. Otro señor haciendo algo de ordenadores y que nos demandó por incumplimiento de contrato por una gran cantidad de dinero. En conclusión, una serie de individuos chupando de aquello. Sin embargo, luego, con la gente que trabajaba y se esforzaba no tenían ninguna consideración.

RECIBIDO EN FEBRERO DE 1997