Idioma e información. La lengua española de la comunicación

Joaquín Garrido Medina

Madrid, Síntesis, 1994, 383 págs.

Juan Crespo Hidalgo

Universidad de Málaga

O. El autor expone en el PRÓLOGO (págs. 13-

14) las claves de su libro: “hacer entender la lengua española como comunicación, o por lo menos entenderla mejor[...]. Consiste en considerar la lengua en funcionamiento, como procedimiento de representación de información y comunicación entre personas.” (pág. 13). Se basa, principalmente, en la tradición gramatical y lexicográfica del español: la Academia, Bello, Cuervo, Fernández Ramírez, Gili Gaya, Lapesa, M. Seco.

Estudia la variación como propiedad de las lenguas, como enriquecimiento cultural. Y, anticipémoslo ya: enriquecimiento cultural, tolerancia y disfrute de la lengua es lo que se propone el libro y lo que obtiene con creces el lector, pues “estas cosas del idioma son las del ser humano, las de la comunicación y el conocimiento” (pág. 14).

1. El primero de los diez capítulos del libro, CORRECCIÓN, COMUNICACIÓN E INFORMACIÓN (págs. 15-40),

trata, partiendo, entre otros, de Bello y Bühler, los conceptos de uso, corrección, uniformidad, variedad, y lengua común. Concibe Joaquín Garrido (JG) la corrección “como uso más uniforme, que nos sirve para entendernos entre todos los que hablamos la misma lengua. [...] Instrumentos plurales de una identidad común, son las peculiaridades que, en lugar de sustituir o excluir, afianzan y enriquecen el uso más uniforme, el ideal de corrección, nuestra lengua común” (pág. 19).

Las lenguas, según qué fines, como los tamaños de papel, clavijas o voltajes de los aparatos eléctricos, necesitan uniformidad y estandarización para facilitar su uso. Pero no hay que oponerse a que los tamaños, las clavijas o los voltajes cambien, si resultan más eficaces, seguros y
adaptables a las nuevas circunstancias. Igualmente, en lo tocante a las lenguas, esos nuevos usos tendrán que convivir con las otras formas hasta que el relevo se haga naturalmente.

Contribuyendo todos a la labor de uniformación de la lengua como obra de todos, se supera el aparente problema de la lengua correcta y se aspira a la lengua común que “al ser patrimonio de todos, no lo es de nadie en exclusiva” Conecta el autor el concepto de uso apropiado con los conceptos chomskyanos de competencia gramatical y competencia pragmática (concebida como “el conocimiento sobre el uso apropiado según los propósitos que se tengan”) (pág. 21). De forma lógica y con ilustración textual periodística clara y elocuente nos conduce el autor a la gestión de la información, a la información implícita, explícita y contextual de un texto, y a una verdad, de cuyo olvido parte la mentira y rumor humanos: “toda información representada en el texto, todo significado, solo se entiende en relación con la otra información de la que forma parte [...]. Usar las palabras, más que tejer [el emisor] y destejer [el receptor], es un proceso de tejer quien las junta en un texto y volver a tejer quien lo interpreta. La comunicación tiene éxito si la textura es la misma para las dos partes” (pág.24).

Tras prevenirnos contra los eufemismos con ejemplos como ‘uniformar’, ‘unificar’, ‘uniformizar’ por pretender ocultar la realidad, JG define lengua común “[l] como algo que nos pertenece a todos [...] [2] entre los usos, es preferible el más extendido, el más conocido por todos, precisamente por ser el más común. Y [3] ciertos usos, aunque no sean los más extendidos, se guardan también por ser parte de la herencia común (pág.28). [4] “El lenguaje es natural en el ser humano (pero no las lenguas, que son accidentes o consecuencias de la historia)” (pág. 32). Ninguna lengua se merece una guerra.

Repasa brevemente las piezas del uso de la lengua: la fonología, la sintaxis, la semántica y la pragmática. Emplea ejemplos que hacen meditar sobre cómo habla uno, sobre cómo piensa uno, porque lo ve en los demás y le quedan ganas de saber de la información explícita, implícita, contextual, para saber más de cómo los otros piensan y nos ‘piensan’. El primer capítulo ha conseguido su objetivo: ha atrapado al lector con el “conócete a ti mismo [y a los demás]”, conociendo tu lengua en funcionamiento.

2. ¿CÓMO SE HABLA BIEN? LA PRONUNCIACIÓN (págs. 41-75)

En este capítulo JG emprende la tarea de mostrar dicho funcionamiento. Empieza respondiendo a una pregunta inteligente que sustituye a la tópica y cateta pregunta de ¿dónde se habla bien? Una respuesta, en cuanto a la pro­nunciación correcta, siguiendo a Tomás Navarro Tomás, decía que es “la que se usa corrientemente en Castilla en la conversación de las personas ilustradas” (TNT, 1932, pr.4). Se prefiere la de esas personas “por ser más uniforme la culta. Se trata de considerar modelo de corrección lo que sea patrimonio común de los hablantes, lo que permita la comunicación entre el mayor número de hablantes posible” (JG, pág. 41).

Pero no se sienta nadie herido, hoy se acepta que existen “dos modelos principales de pronunciación, que podemos denominar septentrional y meridional, o español del norte y español del sur y americano (pág. 41) [ ...] las dos pronunciaciones del español se diferencian en bien poco si las comparamos con la variación que hay en otras lenguas que se hablan a ambos lados del Atlántico, como el portugués, el francés o el inglés” (pág. 43). Ambas pronunciaciones proceden de la evolución del castellano medieval, ambas son hijas de la misma madre, ambas legítimas, ninguna con privilegio de mayorazgo. Razones históricas de poder extralingüístico, que no lingüístico, han favorecido a una frente a otra hermana, a Castilla la Vieja, frente a la renovadora Andalucía. Si el subsistema fonológico con más variedad (‘ese’, ‘ce’, ‘elle’, ‘ye’ y sus correspondientes grafías) acoge en su seno al más económico, lo respeta, acepta y valora como hermano de igual a igual, la convivencia está asegurada y el fin a salvo: el cultivo del español o castellano, útil para vivir en ‘pax linguistica panhispanica’; ya que el mundo hispánico tiene tareas humanas pendientes: ‘fabricar comida’ digna para el cuerpo y el espíritu, pues la lengua heredada de variado uso sola no basta para allegar la dignidad a los hispanos del mundo entero. Concluye JG: “Conviene recordar aquí la máxima de dos mejor que una: aceptemos las dos pronunciaciones como buenas. Evitemos menospreciar a nadie o que nos menosprecien a nosotros por cuestiones de sonidos [...]” (pág. 47).

Con este talante por divisa, el autor describe con ciencia y amenidad las vocales y consonantes españolas (con aderezos del vasco, andaluz, inglés, italiano, catalán, francés, ruso, rumano, silbo gomero, etc.) desde el punto de vista articulatorio y acústico. Destacamos el apartado 2.3.2. Las consonantes en tablas por el esfuerzo de síntesis gráfico-visual.

3. HABLAR CON TONO: ACENTO Y ENTONACIÓN (págs. 77-96)

Al centro de la sílaba, al tono, a la intensi­dad, al acento, dedica JG este capítulo, tras ‘inquietar’ al lector con la pronunciación correcta de ‘atlas’: [a-tlas]/[ad-las]/[aδ-las]; ‘atleta’, etc. En pocas páginas hallará el lector información clásica e información actual sobre varias lenguas y el español en particular. Toda esta información está tamizada y razonada para que un asunto tan de especialistas sea comprensible.

La coherencia del autor, que urde todo el libro, sobresale en el estudio de la entonación: “comunicativamente es más interesante una entonación idiomática que sea lo más general posible, lo menos idiomática posible, lo más común a todos posible. Esta entonación no se improvisa: se aprende [.//.] para la comunicación importa más la entonación que podríamos llamar fonológica o funcional, la que sirve para distinguir informaciones entre sí” (págs. 88 y 89).

Como muestra del fino análisis de JG, valga el comentario sobre las construcciones de relativo explicativas que quedan separadas del resto de la construcción de la que forman parte: “un caso de iconismo, [...] de similitud entre las marcas empleadas y el dato representado por ellas. En la entonación se da más que en otro terreno de la lengua la semejanza que contradice el principio de arbitrariedad del signo lingüístico propuesto por Saussure (1916)” (pág. 95).

PARA EMPEZAR A ESCRIBIR: LA ORTOGRAFÍA (págs. 97-126)

Después del análisis de las definiciones de ‘tecnología’ y ‘técnica’ tanto en español como inglés, prueba de su ‘olfato especial para rastrear acepciones’ (acuñación de Julio Casares, 1969, Introducción a la lexicografía moderna, Madrid, CSIC, 19923, pág. 24), aborda la antigua tecnología de la escritura. Tras el descubrimiento de la escritura, está el conocimiento científico, explícito o no, de la estructura fonológica de una lengua, por una parte; y, por otra, la existencia de unos usuarios muy especiales: sacerdotes y escribas, el control de los pensamientos y las acciones, respectivamente.

Ilustra JG la historia de la escritura con ejemplos del árabe, egipcio, hebreo, griego, fenicio, latín, chino, etc. Esclarece las etapas de la evolución de la escritura (pictogramas, ideogramas y fonogramas) con documentación al alcance de la vista y el entendimiento de todos, y lleva al lector (como antes lo había hecho) a que comprenda “que lengua y alfabeto son entidades de diferente naturaleza: la lengua es un fenómeno social, con procesos de cambio complejos; la ortografía y el alfabeto que se emplee en ella son instrumentos creados por los seres humanos y susceptibles de cambio dirigido por ellos” (págs. 107-108). Esos ‘ellos’ fueron y son las castas religiosas o políticas, sobre todo, y en sentido amplio.

Pero, descubiertos, de forma más o menos consciente y publicada, los sistemas fonológicos, el mejor procedimiento para la representación escrita es el sistema alfabético, entendido que ese mejor no se refiere a la ‘competencia’ entre alfabetos particulares: griego, latino, árabe, etc. Con la consciencia de fonema, lo lógico es buscarle una figura (cf. A. de Nebrija, 1492, Gramática de la lengua castellana, Madrid, Editora Nacional, cap. III) que lo soporte, una letra (grafía o grafemas, precisando más). Por razones históricas de distinta índole y variación de todo tipo, no siempre se cumple que cada fonema tenga su pareja gráfica. Esa adaptación aparente de alfabeto y sistema fonológico es lo que se llama ortografía.

La historia de la ortografía española es la historia de sus reformas: la de Alfonso X en el siglo XIII, basada en la pronunciación; después, como todo en la vida, tras quinientos años, el idioma cambia la pronunciación, y la flamante Real Academia Española, de 1726 a 1741, acomete otra reforma importante en su primer diccionario, el inestimable ‘Diccionario de Autoriades’ y en la no tanto ‘Orthographia’ de raigambre latinizante, como salta a la vista. De 1815 hasta 1974, las reformas se espacian y reducen casi exclusivamente a la acentuación. Con todo, recordemos que, por mucho que el alfabeto se ajuste a la pronunciación (¿cuál?), nunca se podrá llegar a esta por aquel; pues, como recuerda JG, “Quien se acerca a la pronunciación desde la escritura se parece, como también dice Saussure (1916, Introducción, 6- 1), a quien se cree que, «para conocer a alguien, es mejor su fotografía que su cara»” (pág. 117).

Si es verdad que existen fotografías mejores y peores, también lo es, como documenta, comenta y valora JG, que existieron y existen aficionados y profesionales de la cámara idiomática dispuestos a sacar la foto ‘ideal’ del idioma, de este idioma que vive en millones de kilómetros cuadrados y en boca de varios cientos de millones de hablantes. Un amplio objetivo fotográfico habrá que usar para abarcarlo todo, reconocernos todos, y, “De este modo contribuirá la ortografía española al carácter compartido de la lengua común, y a la propia razón de ser de la lengua y de su uso escrito: el entendimiento mutuo de los que se comunican, de los que nos comunicamos en español” (pág. 126).

5. MÁS ALLÁ DEL HABLAR: HACIA LA ESCRITURA COMO COMUNICACIÓN (págs. 127- 151)

Sin hablante ni oyente no existe ni lengua ni palabras. Esto es obvio, y como todo lo verdaderamente importante, olvidado. El hablante y el oyente, como sus propios nombres indican, están ahí para hablar u oír, para comunicarse: “pedir información [...] dar órdenes [...] afirmar y negar” (pág. 128), y también fabular (hablar de sí mismo, de los demás, de las cosas, con verdad o mentira).

Hablar no es una actividad mecánica de ensartar unos sonidos tras otros, palabras y más palabras, aunque, a veces, muchas veces, algunos ejerciten, sin respeto al oyente, otra capacidad de la lengua: desinformar. Hablar sí es, quedó dicho, comunicar, añadir con sentido sobre un asunto o negocio información a la ya dada por el oyente. En el escribir, el oyente no está en el acto de la escritura, pero está en el enunciado, en las fórmulas gramaticales (vocativos, imperativos de remisión, etc.) y en el contexto: debemos conocer al destinatario, si queremos tener éxito.

Vistas así las cosas, la gramática de una lengua debe tener en cuenta a los protagonistas de la comunicación. Otra cosa es la relación de conocimiento, información y comunicación que JG deslinda y ejemplifica con claridad y precisión poco frecuentes. Lo que interesa a la lingüística es que hablar es comunicar, transportar ordenadamente conocimientos e información para los demás, a la vez que el mismo acto de hablar produce información añadida. El hablar, como medio de transporte no es vehículo todoterreno, no llega a todas partes y en todo tiempo. Para subsanar esa limitación se pasa del oído a la vista y se emplea la escritura. Sobra decir que no se comprende desde hace muchos cientos de años el mundo sin los muchos sistemas de escritura. La escritura cambió el mundo. La imprenta lo dio a conocer. El libro y la prensa lo revolucionó. Y todo pasa porque la escritura cambia la forma de comunicación. En la escritura se pierde la inmediatez de la relación hablante-oyente; se pierde, en parte, el oído, la entonación. Para remediarlo, en la medida de lo posible, se usó, desde la época bizantina, la puntuación. Los signos de puntuación evitan, por una parte, que el significado de ciertas cláusulas resulte ambiguo y dudoso, y, por otra parte, la escritura permite distinciones que no se producen acústicamente: uso de mayúsculas y comillas con determinadas intenciones. De forma análoga, el acento ortográfico, la tilde, se emplea con criterio distintivo y de ahorro, no señala propiedad acústica. Recordemos con JG que “ la ortografía no está para enseñar a nadie a pronunciar a partir de lo escrito” (pág. 147).

En resumen, la puntuación representa propiedades sintácticas, modos de unión de los componentes de la oración, que, en la realización oral, se marcan con curvas de entonación. La escritura se convierte en medio autónomo y no en una simple representación gráfica del hablar; el hablar, muchas veces, lamentablemente, imita al escribir, que tiene su propia parcela de uso.

6. EL SER INFORMÍVORO: DE LA ESCRITURA A LA SOCIEDAD DE LA INFORMACIÓN (págs. 153-181)

La comunicación necesita de la información como dato procesado por la mente, y el acto mismo de la comunicación produce información. Hoy, más que nunca, sabemos que la información es esencial para el conocimiento, el saber, el poder, el chantaje, etc.. El abono y depósito apropiado para la información es la escritura: la multiplica y conserva. La escritura es un acto social, un darse a los demás, empezando por uno mismo que se siente, se oye, se objetiva o subjetiva en el espejo de la letra: “Nuestra identidad, nuestro dinero, nuestra lengua es todo cuestión de memoria [...] memoria escrita” (pág. 155). La función distinta de la escritura le permite no entrar en pugna con la oralidad. No se debe considerar que “una lengua es su literatura” (pág. 158), llevados por “la dificultad de no tener por escrito un corpus de la lengua tal corno es al hablar” (pág. 159).

Volvamos a la escritura de la mano de JG que aduce los conceptos de código restringido y código elaborado y la importancia del último en la enseñanza para transmitir significados universalitas que amplían la capacidad de memoria. La capacidad de escribir no madura naturalmente corno el hablar o el andar, sino que necesita de la memoria, de aprendizaje y de tiempo. Y como en casi todo, la forma cómo se relaciona autor y lector (yo y el otro) es crucial. Debemos adecuar el estilo, registro o nivel comunicativo al lector para que nos entienda.

En el caso de la comunicación, las letras (minúsculas y mayúsculas, tipos, familias o estilos, cuerpos) la separación entre palabras y entre sintagmas por medio de espacios y signos de puntuación; la disposición tipográfica (comillas, negritas, cursivas), la distribución en párrafos, capítulos, etc. se deben adecuar oportunamente. El texto tiene, por lo tanto, una topografía estructurada de forma particular invisible al hablar. Esa, al ojo, aparente separación de unidades traba el sentido del texto. Otra característica de lo escrito es que permite al lector elegir el fragmento que se quiere leer, releer o memorizar, aumentando la cantidad de información. Uno de esos elementos que no se oye al hablar, pero que se usa al escribir, es la lábil coma. La explicación de sus usos es magistral. Pase y disfrute directamente el lector del apartado 6.3.4. Ausencias del hablar: de la coma al párrafo.

Establecidas las características de la escritura desde el anterior plano de análisis, se compren- de lógicamente que la comunicación escrita disponga de géneros, de modelos de textos distintos de los géneros del hablar. Modelos clásicos e hipertextos de la era informática, modelos puros y modelos multimedia de la segunda revolución industrial; pero siempre con la letra detrás, de una u otra forma.

7.EL OFICIO DE HABLAR: ELOCUENCIA Y CORTESÍA (págs. 183-212)

Los niños aprenden a hablar en la lengua que les hablan por proceso de maduración. Escribir y hablar, corno oficio y con técnica, requieren del aprendizaje de ciertas reglas. Escuchar y leer buenos modelos nos aprovecha por transferencia y sin demasiadas pausas, por un lado; y por otro, si acomodarnos la actividad comunicativa a los requisitos del género textual (“rasgos lingüísticos de un determinado acto comunicativo” (pág. 184)) que se requiere en cada momento, y por medio del estilo (“conjunto de opciones que caracterizan a un tipo de hablante” (pág. 185)) “tratamos de resolver problemas prácticos de comunicación” (pág. 187), llegamos a la idea de JG sobre qué es hablar bien: “hablar de acuerdo con el género y con el estilo” (pág. 187).

Todo lo anterior lo demuestra con los ejemplos tales del apartado 7.1.3. Demasiado estilo en la dicción: el afán de muchos locutores y políticos por acentuar de más o de menos, por añadir letras y sonidos, llegando incluso a pasarse de rosca, corno aconseja evitar en 7.1.4. Pasarse de género: hablar como leer, en el que advierte que “no pronunciarnos letras, sino sonidos representados mediante letras” (pág. 189). Recuerda que la cortesía en el hablar y escribir (decir claramente los sonidos, buena caligrafía o impresión mecánica) es necesidad. Descortesía por parte del que habla para un público es perder el interés de los oyentes por no emplear, por un lado,la expresión (p. ej. frases largas y encadenadas), velocidad y ritmo apropiados (con pausas y entonación adecuadas al sentido); no tener presentes,por otro,los conocimientos de los oyentes; y,cómo no,aspirar aire en cantidades amplias para aumentar el flujo de aire de forma que aumente la intensidad del sonido sin necesidad de forzar e irritar las cuerdas vocales. No olvidemos que las pausas (convenientemente colocadas y graduadas según la organización del discurso y del enunciado) y los reposos ayudan al hablante a pensar lo que va a decir,y al oyente a asimilar la información recibida. No olvidemos tampoco que pausas y puntuación no siempre coinciden.

Bien están todas esas normas y recomendaciones sobre el bien hablar,pero ¿cómo conseguir mejorar en el hablar y el escribir? Joaquín Garrido alega al crítico renacentista,Juan Luis Vives: “lo que les faltare por naturaleza suplirlo con el arte y con el trabajo y exençiçio,y tanbién con la ynmitación” (citado por JG, pág. 194). Exhortación que será estéril “si vno,antes que comiençe a escreuir,no tiene pensado o ymaginado el negoçio o la materia sobre que escriue, no podrá dezir sino disparetes, y muy mayores si le falta la disposiçion para darle la horden y conçierto y traça que se requiere” (Vives,loe. cit., pág. 195).

Esa “traça” en el hablar, recuerda JG, permite “repetir e incluso es recomendable. De lo que se trata es de indicar explícitamente las relaciones entre las ideas, recapitular cuando haga falta,y,sobre todo,mantener unas dimensiones adecuadas al hablar. La tentación al hablar en público es dejarse llevar por la escritura. El primer paso es hablar como si se estuviera escribiendo, con frases largas que solo resisten la escritura” (pág. 195).

Acompaña a estas verdades, muchas veces olvidadas, un decálogo de recomendaciones y recursos de apoyo para hablar en público con coherencia, claridad, sencillez y eficacia. En resumen,hablar bien es “arte [ ...],una técnica [...] una capacidad de tener éxito,comprobada en la acción y sometida a reglas. Se trata de hablar en relación con una situación dada para cambiarla” (pág. 197). Fluidez,propiedad,claridad,corrección idiomática,adorno y adecuación son ideas y medios de la retórica clásica para conseguir tal empresa.

Pero todo lo anterior,aunque parezca mucho, no basta, pues hablar no es un acto solitario, generalmente,sino que precisa del oyente, del otro, para comunicarle, mandarle, pedirle, en suma, para establecer relación. Las relaciones sociales (de poder,solidaridad,edad,sexo) tienen su escaparate más visible en la cortesía del tratamiento y en las fórmulas de pedir y ordenar. Esas corbatas verbales,como, siguiendo a Britta Neumann, rotula JG, esos ‘tú’, ’usted’, etc., y esos complementos atados al cuello,cual ronzal,conducen el protocolo de las relaciones humanas. Con sabiduría multilingüe traza el autor el panorama de las opciones de cortesía. Pase cortésmente el lector y mire con provecho.

8. PALABRAS Y MÁS PALABRAS: MORFOLOGÍA Y DICCIONARIO (págs. 213-249)

De la mano de los no tan invariables, en cuanto a la significación, adverbios nos pasa JG, con lógica, a través del laberinto de las acepciones, al lío del vocabulario (no haga oídos sordos a esta rara capacidad del autor la Academia Española). Ese monstruo de no se sabe cuántas cabezas que es el vocabulario de una lengua es un producto histórico multiestructural que precisa de múltiples enfoques de estudio para comprenderlo.

Apoyado en Bréal, Jespersen, Jackendoff, Ullmann, el maestro Menéndez Pidal, Soledad Varela, etc., por un lado, y en Saussure (lengua y habla), Hjelmslev (sistema o esquema, uso y norma), Coseriu (sistema, norma y habla), por otro, JG desenmaraña el aparente embrollo de la morfología del léxico y la variación en la lengua.

Muy bien toda esa teoría lingüística que va poco a poco trazando los rasgos ocultos de las formas y significados del léxico. Para menesteres más inmediatos, conforme el léxico se registraba en la escritura, añejábase por la historia, se imponía por la espada y el comercio, o se diversificaba por la naturaleza variada de oficios, técnicas, ciencias, etc., los usuarios de las lenguas necesitaron y necesitan de instrumentos de ayuda para sus limitaciones humanas: vida, entendederas y retentiva tasadas. Esos instrumentos, los diccionarios, guardan la riqueza léxica de las lenguas, son sus más preciados tesoros: cronistas y testimonios de las construcciones intelectuales y materiales de los pueblos. Como instrumentos, si son los adecuados y están puestos al día, sirven para descifrar con prontitud el vocabulario de otras lenguas, y ayudan, con más o menos acierto, a activar el léxico de la lengua propia y de la ajena.

De entre toda la variada tipología de productos lexicográficos que se desprende de los párrafos anteriores destaca un diccionario: el ‘diccionario de la Academia’, el ‘diccionario académico’, el ‘Diccionario de la lengua española’, diccionario general, guía y norma común de y para todos los hispanohablantes, cuya misión y función ha sido y es objeto de crítica no siempre justificada. Esas son, entre otras, sus características !imitadoras y su grandeza: “es el primero entre iguales no solo por su tradición e influencia, sino sobre todo porque su existencia se debe a esta capital función del diccionario de la lengua para sus hablantes. Otros dos diccionarios se destacan actualmente por su interés normativo: el de Moliner y el de Gili Gaya y Alvar Ezquerra” (pág. 238).

A la lengua común, al uso común integrador es a lo que aspiran aquellos que tienen claro que a este mundo se viene a convivir; y sentido común es lo que pone JG al tratar la vieja polémica recurrente sobre los extranjerismos. Como muestra, valgan los comentarios sobre galicismos y anglicismos del tipo ‘hacer el amor’, ‘lobby’, ‘surmenage’, ‘estrés’, ‘espónsor’, etc., y el correspondiente corolario: “El papel de los especialistas es encontrar rápidamente una palabra patrimonial adecuada para cada nuevo concepto[.//.][pero] No siempre podemos esperar de los especialista que se preocupen de los extranjerismos: sin ir más lejos, muchas personas dedicadas a estudiar y enseñar la lengua parecen encontrar la precisión solo fuera de la propia lengua, y hablan de sus teorías con los términos y, lo que es peor, con las siglas de su denominación extranjera” (págs. 241-242). Y es que ‘en este país’ nunca llueve a gusto de todos, pues, si la Academia Española propone, malo: va contra algunos leguleyos a la violeta del idioma; si es ‘pasota’, peor: permite la barbarie de los creadores noveleros. Y para colmo, algunos libros de estilo (piratas de lo ajeno y telepredicadores de la pureza del idioma), confunden género, sexo, discriminación, etc., y pontifican contra ‘jueza’ y palabras similares que son testimonio fiel de la deuda histórica que la sociedad y, por ende, la lengua ha tenido y tiene con la mujer. Bienvenidas sean esas juezas, concejalas, médicas, etc., que harán más plural, variada y precisa la lengua y sociedad hispanohablante.

Epígrafe aparte merecen los traductores, personajes apocados y humildes -como diría Ortega y Gasset-, intermediarios culturales, mercaderes de palabras injustamente tratados por aquellos que, viendo la paja en el ojo ajeno, no aprecian la viga en el propio, los motejan con el repetido dicho de ‘traductor traidor’, aplicable, por lo general, más a la propia expresión del traductor, que a su comprensión de la ajena. El buen traductor busca en las alforjas de la lengua de destino la expresión adecuada, amolda al idioma receptor extranjerismos y neologismos, cuando son imprescindibles, enriqueciendo día a día esta lengua nuestra que se forjó con las traducciones del rey sabio, se doró con la cultura clásica, ilustró con la prosa dieciochesca y se irisó en América.

9. EL TEXTO POR DENTRO: LA SINTAXIS EN FUNCIONAMIENTO (págs. 251-311)

En este capítulo culmina la idea motriz del libro: no considerar la lengua “como un procedimiento de juntar palabras que quieren decir algo por sí mismas [sino que] se trata de combinar información explícita de manera que, usando la implícita que exige, se construya una interpretación de las palabras que forman el texto” (pág. 251). Para desarrollar dicha idea, JG delimita los conceptos de ‘uso cognoscitivo’ de la lengua y la enunciación. Concluye, por medio del análisis de ejemplos clarificadores, que “la sintaxis es combinación de palabras (y estructuración interna de las palabras, es decir, morfología) mediante marcas que en conjunto representen ideas y sirvan para comunicarlas” (pág. 252).

Esa combinación y esas marcas son variadas: una misma marca con informaciones diferentes, marcas diferentes de una misma información; es decir, la variación sintáctica. Por todo ello no es tan fácil ni prudente pontificar sobre que algo (p. ej., la variación posesivo/artículo) no se emplea en la lengua o rechazar tal uso por extranjerizante; pues no hay que olvidar, por un lado, los diferentes tipos de comunicación oral y escrita, y, por otro, la dificultad que ha habido, hasta hace poco, para el registro y estudio de lo oral, popular y periférico.

Poco a poco, página a página, argumento tras argumento, vemos que la sintaxis no es el simple hecho de combinación de palabras, sino que, como mecanismo de gestión de información (información sobre lo que se habla, sobre el hablante, sobre el oyente), exige pautas de combinación que conllevan variaciones de tendencias de uso. Por ejemplo, se comprueba que a lo largo del tiempo (S. Fernández Ramírez 1951 y Spanoghe 1993 sobre la concurrencia del artículo y el posesivo) en español, según qué tipo complementos o argumentos, se excluye o restringe el uso de los posesivos.

De lo anterior se deriva que no es tan fácil de calificar una construcción como preferible o rechazable. Hay que hablar, por tanto, de elección característica de una u otra construcción por libertad estilística, por preferencia de una comunidad, y, si cuaja ese uso preferente, se llegará al cambio lingüístico. Cambio cuyas causas no hay que buscar en influencias extrañas, sino en tendencias latentes en la propia lengua que esperan su época de esplendor.

Esas tendencias de uso más o menos potenciales, de más o menos uso, las oímos y vemos en casos como el leísmo, laísmo loísmo. Se trata de tendencias divergentes de los usos etimológicos para responder a la necesidad cognoscitiva y comunicativa de diferenciar entre personas y cosas, por una parte; género y sexo, por otra. En español, como el pronombre de tercera persona en singular no cumple bien esa función, no la expresa con claridad, la lengua cambia para arreglarlo: ‘le (a Pedro) vi’, ‘lo (el robo) vi’; ‘la di el recado’, ‘le dije un piropo’. Sin embargo, una cosa es arreglar lo que es relevante (distinguir personas de cosas, p. ej.), y otra, pretender la total regularidad del sistema pronominal heredado con unas determinadas características, adaptado histórica y peculiarmente en la extensa geografía hispana, y sujeto a la orientación académica.

Los datos estadísticos que recoge JG sobre el leísmo muestran la variedad de usos, según las necesidades de la gestión de la información, para una construcción clara del texto. Estudiando el leísmo en la misma red de construcciones de los complementos con ‘a’, el neutro de los demostrativos y el artículo, se observa que funciona como peculiaridad de una variedad del español, en particular; y como fenómeno sintáctico característico del español, en general.

El mismo proceder riguroso y documentado aplica el autor al estudio de casos que le interesan para abonar su tesis sobre la variación en el uso, savia de la lengua. El lector, perito o no en la metalengua de la gramática con apellidos, comprobará que no se puede censurar indocumentadamente usos preposicionales del tipo ‘de que’ (‘Pensar de que’, ‘Se pone en conocimiento de que[...)’, ‘Pensar de que este tema’; ‘Será mejor despedirnos’, ‘Hago cuenta que he hallado en él’; ‘Informar que’, ‘Informar de que’; ‘Estar seguro que’, ‘Estar seguro de que’, ‘No me hagas de reír’; ‘con base a’, ‘en base a’, ‘a nivel de’, etc. El conflicto entre estas construcciones procede, en esencia, -según propuesta de JG- de que algunas marcas ya no funcionan, de que existe un nuevo régimen frente a otro antiguo, de que “hay competencia entre ellas y otras más antiguas y mejor establecidas en el uso general” (pág. 287).

En el enfoque de la lengua que el autor quiere mostrar, constituye un paso más la sección dedicada al análisis y síntesis de los problemas de las construcciones con gerundios. Si analizar no es fácil, sintetizar lo es menos, y ambas operaciones salen con bien en las diecinueve páginas (288-306) que JG dedica a los problemas normativos del gerundio. El autor desmenuza la débil censura de que “la relación temporal que establece[el gerundio] no puede ser ni de anterioridad ni sobre todo de posterioridad” (pág. 289); pues, en relaciones conceptuales de anterioridad y posterioridad establecidas, mediante las construcciones de gerundio, “los hablantes no tenemos dificultades” de interpretación. Otra cosa es que el gerundio, debido a su enorme ‘productividad’, ‘competitividad’ y ‘economicidad’ para integrar esquemas cognoscitivos complejos, llegue a proliferar tanto en el texto que harte y empobrezca la variedad.

Esperamos que el autor, siguiendo este modelo de análisis y síntesis, esclarezca otros muchos problemas que tiene planteados la gramática normativa moderna: aquella que muestra el repertorio más rico de construcciones, informa sobre el empleo más claro y eficaz en cada situación, y, por tanto, sitúa a la gramática de usos en el plano de las ciencias complejas del hombre.

Tras las densas páginas dedicadas al plurivalente gerundio, rinde JG homenaje a las gramáticas a las que ha dedicado horas y horas de consulta provechosa, a saber: la de Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña, la de Bello anotada por Cuervo, la de don Salvador Fernández Ramírez y, naturalmente, las de la Academia.

10. LA LENGUA EN SOCIEDAD (pág. 313-349)

Cuando otros problemas extraños a la vida del español lo requieren, tocan a rebato los cruzados de la causa de la inmaculada pureza del idioma y organizan ‘eventos’, y levantan institutos y fabulan empresas para defenderlo. El tiempo pasa y queda lo importante, por ejemplo: actuar con lógica propia del idioma, en el caso de la pronunciación y ortografía de los nombres propios extranjeros; conducirse con cortesía lingüística respecto al interlocutor en cuestiones de toponimia de las distintas lenguas de España.

De este nuevo enfoque de tolerancia y análisis de la diversidad social y lingüística se derivan las soluciones que propugna JG respecto a la lengua y a la naturaleza de la norma. En las postrimerías del siglo presente, a unos pasos del próximo, en un clima dominado por los metafóricos vientos de lo políticamente correcto y por las histéricas corrientes de los imaginarios frentes distintos y opuestos de lenguaje sexista, feminista y machista, la cosa de la norma no puede anclarse en consideraciones de prestigio de unas zonas frente a otras, o de unos estratos sociales determinados. Los vientos que corren son los de la ‘deslocalización industrial’, la estandarización de componentes, motores compartidos por distintas marcas, fusiones industriales y empresariales que ahorren costos, en una palabra: normalización, “adopción de usos comunes y consensuados”, que es distinto “de la normalización entendida, con fines reivindicativos políticos, de hacer normal una situación que antes no lo era” (pág. 341).

ÍNDICE ONOMÁSTICO (págs. 351-357)

Cerca de seiscientos nombres componen este índice.

BIBLIOGRAFÍA (Págs. 361-383)

Unos setecientos títulos en varios idiomas y completamente al día dan cuenta del bagaje científico que sustenta cada una de las, aproximadamente, doscientas cincuenta cuestiones lingüísticas tratadas en el libro.

CONCLUSIÓN

Grande era el reto que tenía JG y ha salido “con bien’’, como me comentaba personal y verbalmente un amigo maestro en las materias tratadas en el libro. El libro es idioma español tamizado por la comparación con muchos idiomas. El libro es información sobre la verdad de la realidad lingüística, información sobre cómo organizar con lógica las otras verdades del texto y, además, es valoración llena de sentido común, sabiduría y dominio bibliográfico poco usado sobre problemas normales a toda lengua, aunque algunos quisieron y quieren convertirlos en conflicto desintegrador de lenguas y pueblos.