Poesía y traducción

Rafael Morales Barba

Universidad Autónoma de Madrid

A S. Rodríguez Nuero

Que la literariedad de la traducción es inalcanzable procede de la misma ecuación a a que se somete un texto que se divide entre lenguas. Esta operación, mucho más allá de la consideración mesiánica de la inefabilidad y «piedracelismo» de las palabras, parece ser un hecho de grados de lenguaje o, si se quiere, un problema de intensidades con respecto al cual la tradición sacralizadora de la palabra poética sitúa a esta en el vértice de la pirámide; la percepción de la palabra poética como physei, la ubica por encima de lo razonable en prurito de prestigio y, por tanto, en un tipo de palabra que puede ser simbolizada por encima de comunicada (Gutbrodt: 1992)1, ya que su esencialidad se interpreta como verdad La ratificación de esa posición inmaculada y que traslada el problema a la poco mengible y, por tanto peligrosa subjetividad de fomentar puridades, concluye en el exceso de conformar un ultraísmo de lo genuino y en considerar subsiguientemente la comunicabilidad por encima de la inteligibilidad (y a esta postura responden las poéticas más radicales en este sentido como las de Valente o Paolo Valesio donde los silencios son puros y las palabras significan esencias. Así Eliot no dudó en la consideración del sentido más allá de la comunicación sin mas intención que potenciar lo inaprensible del discurso poético y, por tanto, la intraducibilidad); radicalidad egotista que parte interesadamente de los mismos poetas, y que alienta el mito del poema inalcanzable en su totalidad; en la misma medida el poeta alienta su propio mito, más allá del poema, como príncipe de las cielos, imposible albatros baudeleriano que sólo en la deformación de bajarlo a cubierta se toca. En definitiva todo alienta el cliché del fracaso, sin paliativos, del traductor. Y todo, en definitiva, parece remitir a la cuestión de siempre, y en la que los lenguajes extensivos, los que se someten desinhibidamente al concepto (aquellos que se sitúan en la máxima agustiniana del In verbis verum amare non verba, y que debieran convertir al santo como antipatrono del gremio.Y que fue parafraseado en el wo der text unmittdlbar, ohne vermittellnden Sinn, der Wahrheit oder der Lehere angehört, ist er Übersetzbar schlechtin, cuando el texto es inmediato, sin mediación el dogma es traducido simplemente, lo cual pertenece a una herencia clasicista, de auctoritas, como apuntaremos mas tarde (De Man: 1990)2, son siempre menos traicionados que aquellos que no entronizaron la denotación, Finnegans o Polifemo.

La labor del buen traductor está destinada a la recreación por definición. No de otra manera se puede enfrentar a la reconstrucción verbal que radicaliza su puridad en el cruce de arterias que constituyen sonido y sentido, periodo y reglamentación convencional. Ciertamente no siempre la versión ha sido interpretada con tanta certeza como tal o, al menos, tan distanciada de la creación. Como es sabido no de otra forma pueden interpretarse tantas y tantas composiciones renacentistas originales defendidas por el marco teórico de la imitatio del que ahora se carece. Surge de ahí un problema acumulado sobre el de la angustia de las palabras (aquí si que se reúnen traductor y creador), y que no es otro que el de la cuestión candente del como percibe la sociedad la figura del traductor. La admiración que suscita el hallazgo de una inusual incorporación de un adjetivo a un sustantivo y que singulariza al autor no se reproduce en términos de hallazgo en el caso del traductor y, con ello, se sitúa en los parajes del tópico del crítico que, situado siempre en la órbita del creador, roza sin poseer. En cualquier caso si el autor genera y el crítico hace notar la complejidad hermeneútica de la obra (y además pretende la recalificación de su trabajo en un sentido más artístico, como Hartmman (Hartman: 1992)3), el traductor es convertido en un soporte necesario, imprescindible sí, pero que, salvo excepciones, se le viene situando como el obligado a no perder el estilo del autor y, con todo, a ejercitar oficio frente a lo sublime. Una cuestión de límites que pesan más allá de la trasgresión inteligente, y que a veces, como comenta Fedorov, tiene su techo en la presentación de versiones de la misma obra que, sin restar méritos o contradecir el principio de traductibilidad, ofrezcan un mayor conocimiento crítico de la misma con vistas a una definitiva traducción canónica del original.

De todas formas este fracaso previo del tra- ductor proviene (en el caso de la poesía, es decir, en el lenguaje de mayor acumulación retórica o el que a través de la retórica realiza el imaginario de lo soñado en poética paráfrasis entre Yeats y Valery), de la consideración del lenguaje poético como sagrado (por encima de religioso, de unión de lo disperso) y que desde Jena fue tan grato a los Novalis y demás entusiastas. Fue Benjamin (Benjamin: 1923)4 quien reinterpretó desde la consideración idealista y esencialista la sacramentalización de este lenguaje y quien se aplicó a la imposibilidad de la traducción por lo mismo, o más correctamente, quien distanció las posibilidades de interpretación por una cuestión de lastre clasicista, a la manera de la norma de prestigio de la poesía para Valla, y su implicación con la verdad. El rastro de los débitos a la autoridad clásica que impregnó al romanticismo lo hizo con quienes no se sustrajeron a los haces dispersos de la herencia idealista, es decir, a la canonización de lo clásico como sagrado, admirable, puro, etc., a la manera de Petrarca primero en general y Erasmo después en el Conviviium religiosum sobre esa autoctoritas de la poesía. Por eso al traer la modernidad la disgregación del yo como ratificación de la pérdida de lo sagrado (el purismo poético, el esencialismo o piedracelismo), como valor cultural jerárquico, con ello vino la puesta en duda también del valor de la poesía como algo más allá de los límites del acierto gnoseológico y verbal y que, el poco recordado en este sentido, Baudelaire anticipó de manera muy explícita a los simbolistas en su greguería sobre la escisión del yo y la radicalidad de esa partición en el hombre moderno.

Nada es mas obvio que el traslado al traductor del problema de la sacralización del texto y cuanto Benjamin/Paul de Man mantienen desde la afirmación y puesta en solfa de esta cuestión de tantos dimes y diretes, al definir (y contradefinir) la tarea del traductor como la de una capitulación ya que el traductor tiene que rendirse en relación a la tarea de reencontrar lo que estaba en el original. No deja de recordar este apunte cuanto se ha venido diciendo sobre lo mismo desde Peletier (y la desconsideración del traductor) y desde mucho antes, como saben los expertos en estas lides. La desconsideración al reducir la figura al mero conocedor de los lenguajes. En este sentido, tal y como veníamos manteniendo, el concepto de auctoritas clásico se ha venido reproduciendo a pesar de la desentronización del texto como sagrado que se impone tras el lento agotamiento para esta cuestión del romanticismo hacia el minimalismo y arte divertido como antítesis máxima. La epistemología quedará para el crítico y el traductor habrá pagado su osadía de haberse querido situar donde el creador. Este fracaso en relación al texto no deja de constituir una lectura radical que han surgido de todos los intentos de descanonización de los textos desde la perspectiva de la recepción y contra la que enérgicamente vienen surgiendo voces que al exceso de lo proteico del texto descentralizado y su recepción oponen el exceso de lo unívoco. Entre la producción y la reproducción ninguna figura más anfibológica que la del traductor, condenado para siempre a nadar entre dos aguas.

BIBLIOGRAFÍA

De Man, Paul, La resistencia a la teoría, Madrid, Visor, 1990.

Gutbrodt, Fritz, «Poedelaire: translation and the volatility of the letter», Diacritics, Winter, 1992. Hartman, Geoffrey, Lectura y creación, Madrid, Tecnos, 1992.

Vega, Miguel Angel, Textos clásicos de la teoría de la traducción, Mádrid, Cátedra, 1994.

RECIBIDO EN OCTUBRE DE 1996

1 Gutbrodt, Fritz, «Poedelaire: translation and the volatility of the letter», Diacritics, Winter 1992, p 59.

2 De Man, Paul, La resistencia a la teoría, Visor, Madrid, 1990, pp.124.

3 Hartman, Geoffrey, Lecturay creación, Ternos, Madrid, 1992.

4 Benjamin, Walter, The task ofthe translator, Illuminations, Nueva York, Shocken Books, 1969, p. 62.