Dimitris Calokiris
Atenas
No cabe duda de que al orientar este texto hacia la experiencia vivida en torno a la obra, principalmente la obra poética, de Jorge Luis Borges me estoy moviendo en la zona más templada y, sin duda, fascinante de mi actividad como traductor, actividad en cualquier caso limitada.
Mi relación con la obra -con la prosa en primer lugar- de Borges empieza en Salónica a principios de los setenta, en la época del grupo de la revista TRAM, cuando me propuse vertir al griego uno de sus relatos, que para las necesidades del primer número de la revista me tradujo literalmente una paciente compañera de estudios argentina. El resultado de la colaboración no fue muy alentador, pero Borges me había inoculado su cosmología. Desde entonces intenté en múltiples ocasiones traducir relatos suyos, siempre a partir del francés o del inglés, lenguas que, como todo el mundo, más o menos balbuceaba. La verdad es que traducía simple y llanamente para poder hacer una lectura elemental de los textos. Años después, en una edición inglesa de sus poemas que incluía los originales en español, empecé a comprender por qué él prefería siempre referirse a sí mismo como poeta, algo que hasta entonces siempre había considerado una de sus famosas excentricidades. Mi curiosidad por explorar esta vertiente suya me llevó a abrir una veta que, desde entonces, y para mucho tiempo, se convirtió en la obra de una vida paralela.
Así que me compré un voluminoso diccionario español-inglés y un pintoresco método para autodidactos (recuerdo un ejemplo de aquel método: tengo dos hermanas, una es rubia y la otra maestra) y empecé a traducir los poemas palabra por palabra. Dos o tres cosas me ayudaban: el legendario exotismo del autor no era en esencia inasequible -como podría parecer-, puesto mediante la enciclopedia -noción, por otra parte, claramente borgiana-, su lengua era clásica y austera, y, finalmente, la cultura que sus textos presuponían era de estirpe directamente europea, o, cuanto menos, muy poco suramericana.
Del otro lado, se encontraba el laberinto: Borges, el último, tal vez, de sus valedores, me conducía a través de un espeso entramado de referencias a la historia, la literatura, incluso a la lógica y la política, y me invitaba -me provocaba- a explorarlo.
(Es importante subrayar que para evitar al menos algunas de las celadas tendidas por el autor, el traductor de Borges debe consultar con frecuencia la enorme bibliografía latente en sus páginas. Claro, que tal vez sea esa la parte más atractiva del trabajo.)
El hecho es que me encontraba en el punto de resonancia de un elaborado discurso poético, cuyas inquietudes -algunas al menos- eran las que precisamente me esforzaba en formular por cuenta propia. En otras palabras, una literatura, para mí, ajena al tedio.
Ignorando hasta entonces el mundo hispánico -a excepción de Cervantes, el trágico García Lorca y supongo que el Adiós muchachos- traducía de un modo tal vez poco ortodoxo, pero que más tarde se reveló sin duda borgiano; es decir, reescribiendo a través de terceras lenguas -las cuales conocía también deficientemente- en griego, lengua en la que, a saber, me hacía entender con más soltura. Con el tiempo, las cosas empezaron a ir algo mejor.
En este punto intercalo una nota registrada hace años en mi diario de trabajo:
Entiendo que el único camino es seguir el rastro que conscientemente Borges va dejando, bajo las sílabas y los irónicos artificios del lenguaje, el hilo negro que lentamente desmadeja entre las ramas del tronco sin salida de una lengua que estoy emplazado a descifrar con fantasía y experimentos.
Y si él es ciego, ¿qué decir de mí, recomponiendo el mosaico, tesela a tesela, con el bisturí y la linterna?
Me paro a oír los suspiros, los extraños esquemas de una acústica desconocida, paisajes que con dificultad alcanzo normalmente a comprender, nombres de cristal: Arredondo, Saavedra, Rivadavia, Junín... en una topografía que de niño memoricé en mapas y sellos y que ahora de vez en cuando identifico, vaga,fragmentariamente, en los sugerentes folletos que todos los años por primavera envían las agencias de viajes. [..]
Pero es como aquellos jóvenes arrabaleros de Buenos Aires, a los que recuerda a fines de un siglo de hierro, y los pinta de pie durante horas tras un muro o en alguna recóndita playa, con los nervios en tensión toda la noche, acariciando el cuchillo entre los dedos, hasta que con un leve crujido ataque el rival: cuál de los dos será el último en presentarse ante las puertas del Hades.
El texto sobre Averroes termina con el reconocimiento de que su historia no fue sino la historia de una derrota: Borges escribe la historia de Averroes sin saber prácticamente nada de él; Averroes traduce la Poética de Aristóteles basándose en la traducción de una traducción de un texto sirio, y se le escapa el sentido de las palabras comedia y tragedia, nociones inexistentes en el mundo islámico. ¿No será acaso finalmente la labor del traductor la plasmación de su propia derrota? ¿O simplemente lo que queda del enfrentamiento silencioso, del combate entre alguien que escribe luchando con su lengua en la memoria y alguien que busca en la noche del Otro despertar en su lengua su propia memoria?
Y aún hoy, claro está, respondo no sé. Y examino la siguiente hipótesis: si traducir puede significar más en general «utilizar un pretexto para hacer oír la propia voz». Determinar la suerte del escritor extranjero en mi propia lengua, obligándole a optar: ¿’sueño’ o ‘ensueño’?, ¿‘aurora’ o ‘alba’?, ¿’útil’ o ‘herramienta’?, ¿’áureo o dorado’? ¿Y cuándo? Lo abandono en sus dilemas.
Por consiguiente, no concibo la traducción como una actividad servil, de mediación, un mal necesario para el editor o para el lector, sino como escritura con inspiración dada: una suerte de creación por delegación.
Por otra parte, un texto traducido no puede ser una réplica del original; traducirno es fotocopiar: la traducción o constriñe o supera.
Pero, como además la traducción es una suerte de disfraz, nos transporta al ámbito de la parodia. Y ello porque toda traducción ha de ser leída entre comillas: un príncipe ruso, un filósofo chino, un campesino de Luisiana, por ejemplo, que viven en sus paisajes literarios, con su flora y con su fauna, con esos impronunciables nombres, cuando hablan griego (u otra lengua) a través del texto traducido, ¿no atraviesan el umbral de la autonegación, si no el de la inconsciente u obligada autoironía?
Mucho más si se piensa, como Averroes, que la «luna de Bengala no es igual que la luna del Yemen, aunque se describa con las mismas palabras». De tal modo que el texto original tal vez no constituya siquiera el punto de comparación de su traducción; ésta tan sólo, provisionalmente, lo presupone. En el sentido de que toda Odisea -metafórica o no-, en potencia, presupone su Iliada.
Aun cuando el crítico más serio de un texto puede ser su traductor, lo que a éste le quita el sueño es la duda. Sus errores provocan la hilaridad. Sus aciertos, el efímero regogijo de los allegados. Le queda siempre un poso de ansiedad: cuándo una nueva traducción hará olvidar la suya.
Todos lo textos son susceptibles de ser traducidos. Es curioso, sin embargo, observar a los poetas traductores de poetas, a quién traducen y cómo traducen. De todo Dante, por ejemplo, el poeta griego Noicos Engonópulos tradujo -maravillosamente, por cierto- tan sólo veintidós palabras.
No me gusta hablar lenguas extranjeras. Me siento incómodo. Me veo a mí mismo entregado a un infructuoso esfuerzo de interpretación: oigo mi voz fuera de plano, se me olvida el papel, no recuerdo las instrucciones del director. Traducir, sin embargo, es otra cosa: el papel impreso me ofrece el lujo del diccionario, las inagotables transformaciones del tiempo, las disgresiones del sentido, el recurso a libros que de otro modo no abriría. De ahí que rehuya aquellos textos en los que la presencia del traductor ha de ser casi imperceptible. Al menos en el léxico, la sintaxis, el ritmo de la frase y otras peculiaridades. ¿Para qué un texto que traducido por otra persona arrojaría igual o similar resultado? Cuando he tenido que hacerlo ha recurrido siempre a la autosugestión de los seudónimos.
Si se acepta que al escribir abrimos grietas en el muro de la inmortalidad, al traducir lo cementamos. A la hora de la verdad, entre escritor y traductor, instintivamente me identifico con el primero. Pero incluso si, de acuerdo con la célebre formulación de Mallarmé, «el mundo no existe más que para acabar alguna vez en un buen libro», tengo la convicción de que tarde o temprano ese libro será traducido.
Texto de la conferencia pronunciada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Málaga en mayo de 1996.