:: TRANS 27. RESEÑAS. Págs. 294-297 ::
Carlos Fortea
Madrid, Guillermo Escolar (Colección Babélica), 2022, 104 pág.
María del Carmen Moreno Paz
Universidad Complutense de Madrid
ORCID: 0000-0002-2850-5057
“A traducir se aprende traduciendo…”: esta máxima, con la que se inicia el libro, sirve al autor como punto de partida para su enfoque metodológico: partir de la propia práctica de la traducción para formular un constructo teórico. Esta aproximación al objeto de estudio resulta ya uno de sus principales logros: al apoyarse en la observación de realidades particulares y en un razonamiento inductivo —fruto de su larga trayectoria como traductor y docente—, aspira a una sistematización del conocimiento que se sustente en la propia práctica de la traducción, salvando así la brecha entre la teoría y la práctica que tan a menudo se produce al reflexionar sobre la disciplina.
De ahí, en efecto, el título de la obra: El texto interminable. Del análisis literario a la técnica de traducción, con el que Fortea adelanta que “es posible sistematizar una serie limitada de conceptos, localizarlos en el texto original y emplearlos como guía para la ‘reconstrucción’ del texto en la lengua meta” (pp. 9-10). Para ello, propone un planteamiento didáctico innovador: enseñar la traducción literaria a partir de la escritura creativa; un camino que el propio Fortea reconoce que ha sido poco explorado en nuestro país. Y el autor pone especial énfasis en la tarea del traductor como escritor re-productor y no simple imitador, pues son estos elementos identificables del análisis literario los que guían su labor de recreación, semejante a la de la propia escritura.
Así pues, a lo largo de los capítulos siguientes el autor va desgranando las claves metodológicas de ese análisis literario para adquirir una técnica de traducción, sin por ello proponer un recetario prescriptivo de cómo traducir bien (si bien se deduce que el aprendizaje de esta técnica contribuirá a aprender cómo traducir mejor).
En primer lugar, aborda la lectura como el comienzo de todo proceso de traducción. A diferencia de otros tipos de lecturas más recreativas o analíticas, el autor destaca la importancia de no leer con carácter previo a la lectura, ya que documentarse en exceso condiciona la experiencia de la escritura de la traducción. Para justificar esta aproximación —que en todo caso no está reñida con la documentación durante el proceso de traducción, ni tampoco con tener bagaje literario o cultura general—, Fortea defiende que “toda traducción es una forma de escritura creativa” (p. 16), por lo que solo la primera lectura es realmente creativa y original, ya que provoca una serie de impresiones que es posible recrear en la traducción con mayor nitidez, y evitar así interpretaciones que no refleja de manera explícita el texto original. No obstante, el autor matiza que esta espontaneidad en la lectura y escritura de la traducción no debe interpretarse como falta de precisión a la hora de verter el texto, con una afirmación que deshace con lucidez una dicotomía que parece perdurar en traductología: “Traducir con rigor no es traducir de forma literal, igual que traducir con creatividad no equivale a entregarse a lo que un pasado complaciente llamaba ‘traducción libre’” (p. 19).
La siguiente fase del proceso de traducción pasaría por comprender las herramientas de las que dispone el traductor para abordar su tarea. Haciendo un análisis de lo general a lo particular, señala en primer lugar el tono como el aspecto más relevante que engloba todo el texto, y que define como “la actitud de la historia hacia el mundo recogido en ella” (pp. 23-24). A pesar de la aparente intangibilidad del concepto, el autor propone algunos ejemplos que ilustran su idea: el tono vendría a ser la expresión verbal que escoge el autor para inducir al lector a adoptar una determinada predisposición emocional hacia el texto. Y es posible, además, detectar el tono a partir de elementos concretos del texto, por lo que es importante captarlo en la traducción ya que, recurriendo a una analogía del propio autor, hace las veces de brújula para ayudar al traductor a tomar ciertas decisiones.
Además del tono, menciona también el estilo, que se refiere a la manera concreta de escribir de un autor, “la manera concreta en que emplea los recursos morfológicos y sintácticos de una lengua” (p. 30). Destacamos su constatación de que a lo largo de la historia de la traducción la sintaxis no ha sido un tema de debate tan recurrente como otros, ya que se ha dado por sentado que es posible alterar la estructura sintáctica para acomodarse a la lengua de destino. Y, en efecto, la atención de las reflexiones se ha planteado, en general, en términos de forma o sentido, como si se presupusiera una dicotomía insalvable entre la morfosintaxis, por un lado, y la semántica y pragmática, por otro. Como puntualiza Fortea, es necesario hacer una distinción entre las adaptaciones sintácticas que obedecen a diferencias estructurales entre las lenguas y aquellas que responden al arbitrio del traductor que, por incompetencia o deseo de intervenir el texto, acaba cayendo en esa tendencia sistemática a apartarse del original incluso cuando no es necesario. Y es que el traductor, para Fortea, “no tiene estilo propio” (p. 31), puesto que su pericia debe demostrarse precisamente en ser capaz de imitar los estilos de otros.
Continuando con su disección de los elementos localizables en un texto que condicionan la traducción, el autor también se refiere a partir del quinto capítulo a aquellos que, a pesar de no afectar a la globalidad del texto, sí que influyen inevitablemente en el resultado final de la traducción. Resaltamos en este sentido un comentario de Levine (p. 39), citada por el autor, que se refiere al “carácter provisional del original” y a “la relación —mudable e incontestable— entre los textos”, que implica, de acuerdo con Fortea, que el traductor completa el texto. Y esta idea nos resulta especialmente relevante, porque derriba la sacralidad que se confiere tradicionalmente al texto original, su condición de obra finita e inmodificable, del que la traducción es solo una imitación o copia.
Esas decisiones puntuales que los traductores van tomando a lo largo del texto pueden desembocar en errores o soluciones, y a ellas reserva Fortea un hueco en los capítulos siguientes. Uno de los principales obstáculos a los que se refiere el autor reside en la traducción de nombres propios, cuyas soluciones “vienen condicionadas por los errores cometidos en el pasado” (p. 43). Cita el caso de los nombres propios históricos y numerosos topónimos que se siguen traduciendo a pesar de que la tendencia actual sea no traducirlos, lo que produce incoherencias y sensación de extrañeza. La única excepción la constituirían aquellos nombres con una carga semántica reconocible, siempre y cuando se preserve la coherencia con respecto al resto y, en todo caso, cuando el significado sea reconocible también para el lector original.
Otro elemento que condiciona la traducción es la búsqueda de la oralidad fingida en los diálogos literarios, y que el autor cimienta en la búsqueda de la verosimilitud y de la suspensión de la incredulidad. Cabe destacar una analogía que ofrece el autor al final del sexto capítulo, por lo reveladora que resulta para la construcción de los mundos narrativos: el pacto ficcional que se establece entre autor y lector se produce de igual manera con la traducción, cuando el autor se muestra a través de las palabras del traductor y el lector simula olvidar que está leyendo al autor a través de otra persona.
Partiendo de esta suspensión de la incredulidad, el autor se centra de manera específica en las convenciones estilísticas que condicionan distintos géneros literarios y, por ende, la búsqueda de la verosimilitud en su traducción. Comenzando por la novela histórica, el autor distingue entre la novela histórica propiamente dicha —el periodo histórico de la escritura debe ser lejano— y la novela de ambientación histórica —si presenta personajes y objetos ficcionales—, en las que la terminología desempeña un papel fundamental. Resulta interesante, en particular, un apunte que hace Fortea al respecto, y es que determinados usos lingüísticos propios de una época determinada, aunque precisos, no resultan verosímiles o aceptables por las convenciones de género, de modo que se perpetúan para acomodarse al imaginario colectivo y a las convenciones existentes.
El siguiente género que se aborda es el policíaco, que divide en novela policíaca clásica (o “novela de enigma”) y novela negra, según si la investigación del crimen constituye el foco de interés narrativo o sirve de pretexto para ofrecer un determinado retrato social, y que por lo general presentan distintos usos de la lengua en cuanto a variación diastrática se refiere. Saca a colación en este caso el espinoso tema de la traducción de sociolectos, que plantea no pocas dificultades por su carácter marcadamente cultural, lo que obliga a compensar con otros recursos léxicos o, incluso, a neutralizar.
En último lugar, Fortea aborda las convenciones del género de ciencia ficción (al que también se refiere como “novela de anticipación”), cuyos límites reconoce que es difícil definir. Contrapone la ciencia ficción al género histórico: las realidades probables que anticipan los escenarios de la ciencia ficción se proyectan hacia el futuro, en lugar de hacia el pasado. Y, si la novela histórica exigía una gran precisión terminológica, la ciencia ficción requiere el uso de neologismos para nombrar esas realidades futuribles, a menudo basadas en términos reales de distintos ámbitos científico-técnicos. Resulta llamativo, por otra parte, que el autor englobe (conscientemente) dentro del género de ciencia ficción dos subgéneros que por lo general suelen disociarse: la ciencia ficción propiamente dicha (o novela de anticipación, marcada por unas coordenadas temporales futuribles) y la novela de fantasía, que se desarrolla en mundos alternativos en los que el elemento más característico son las coordenadas espaciales y que contienen numerosos referentes inventados, de modo que para el autor “lo que se busca aquí es la suspensión de la incredulidad mediante una verosimilitud alternativa” (p. 74).
A continuación, se refiere al género de la literatura infantil y juvenil (LIJ), que aborda según sus convenciones estilísticas, no tanto marcadas por la temática sino por el público destinatario. Dadas las características particulares de los subgéneros que la componen (diferenciados, sobre todo, por las franjas de edad), el autor señala como elemento que merece especial atención la variación lingüística; es decir, la capacidad de adaptarse a la manera de hablar del público destinatario, sin caer en la simplicidad y el empobrecimiento lingüístico.
Un capítulo aparte está dedicado a los “clásicos” que, si bien no conforman un género distinto, sí constituyen una categoría especial de obras que, por la elevada consideración de la que gozan en una sociedad y en un polisistema determinado, pueden parecer retos especialmente difíciles. Por un lado, el autor reconoce que, al tratarse de obras canónicas, sobreviven a los siglos con prestigio indiscutible; lo que no ocurre con las traducciones, que “envejecen” por la lengua empleada y por el cambio en las convenciones en la traducción, pero también porque la interpretación que una época hace de una obra difiere con el paso del tiempo, y la traducción es, al fin y al cabo, un reflejo de esa interpretación. No obstante, esta misma condición caduca de las traducciones es la que permite que se aborde la tarea de traducir los clásicos como el resto de obras, ya que el traductor debe ser consciente de que probablemente su traducción también acabe envejeciendo.
El penúltimo capítulo del libro se reserva a la figura del traductor, y a cómo su libertad y autonomía para con el texto es solo parcial, ya que está limitada por las convenciones tratadas en los capítulos anteriores. No obstante, el autor aboga por transgredir y cambiar estas convenciones cuando ya no funcionan o no son coherentes, y recuerda que los traductores constituyen la puerta de entrada de innovaciones léxicas, préstamos y del enriquecimiento de una lengua (siempre dentro de los límites que impone el texto original y la intención del autor). Con todo, el autor no deja pasar la oportunidad para alertar contra los cambios políticamente correctos o que buscan transformar los textos antiguos en textos que se amoldan a la sociedad actual. Considera, además, que se trata de una cuestión de ética profesional, pues el traductor se debe a la verdad tal como es, sin dejar permear su ideología en el texto, y en contra de lo que propugnan corrientes como el revisionismo histórico: “camuflar los peores aspectos de un texto escrito es blanquear el pasado más oscuro, y blanquear el pasado más oscuro es hacer una contribución objetiva al futuro más negro” (p. 93).
En definitiva, este libro se nos presenta no como un manual didáctico, sino como una reflexión articulada sobre la tarea de traducción literaria, en el que el autor va desglosando los principales elementos de ese análisis literario que culmina con el aprendizaje de una técnica de traducción. Y, a pesar de no ser el propósito principal del autor, se conjetura el esbozo de una teoría de la traducción literaria —más allá de los aspectos pedagógicos—, por ejemplo, al defender en numerosas ocasiones las similitudes entre la traducción y la escritura creativa: “aprender a traducir literatura es una mezcla entre aprender a leer literatura y aprender a escribirla” (p. 95). El autor relaciona, además, la práctica de la traducción con los postulados teóricos que hablan del traductor como escritor y de la traducción como un género propio. De este modo, Fortea tiende a lo largo del libro un puente entre teoría y práctica, lo que lo convierte en una lectura encarecidamente recomendada para la didáctica, investigación y práctica de la traducción literaria, por cuanto sugiere y desarrolla numerosas ideas de sumo interés para este tipo de traducción y, en general, para la disciplina.