:: TRANS 26. 25 AÑOS DE TRANS. Textos de las charlas. Págs. 353-360 ::

Traducir en 1997: faxes, módems y el futuro*

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Juan Gabriel López GuIX

Universidad Autónoma de Barcelona

ORCID: 0000-0002-8305-4201

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Este artículo repasa, con ocasión del vigésimo quinto aniversario de la creación de la revista Trans: Revista de Traductología publicada por el Departamento de Traducción e Interpretación de la Universidad de Málaga, las condiciones de trabajo en España de los traductores editoriales en torno a 1997. Recuerda brevemente las herramientas informáticas y lexicográficas utilizadas, así como la situación laboral (contratos y tarifas), el marco legal (Ley de Propiedad Intelectual) y la situación asociativa (con mención específica a la principal asociación española de traductores, ACE Traductores). También hace referencia a algunos de los cambios producidos desde entonces.

PALABRAS CLAVE: Trans: Revista de Traductología, 1997, traducción literaria, traducción editorial, máquina de escribir, ordenador, procesador de texto, Internet, tarifas, cómputo de palabras, ACE Traductores, visibilidad.

Translating in 1997: faxes, modems, and the future

This article reviews, on the occasion of the twenty-fifth anniversary of the creation of the journal Trans: Revista de Traductología published by the Department of Translation and Interpreting of the University of Malaga, the professional situation of translators working for publishing houses in Spain around 1997. It briefly recalls the computer and lexicographic tools used at that time, as well as the employment conditions (contracts, rates), the legal framewok (Intellectual Property Law), and the associative situation of the translator’s collective (with specific mention of the main Spanish translators’ association, ACE Traductores). It also refers to some of the changes that have taken place since then.

KEY WORDS: Trans: Revista de Traductología, 1997, literary translation, translation for publishers, typewriter, computer, word processor, Internet, rates, word count, ACE Traductores, visibility.

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recibido en octubre de 2022 aceptado en diciembre de 2022

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*Intervención realizada con motivo de la celebración de los veinticinco años de TRANS, acto celebrado el 17 de octubre de 2022 en el Salón de Grados de Turismo de la Universidad de Málaga y en el que participó también Rosario Martín Ruano con una exposición de los avances teóricos ocurridos desde 1997 en el ámbito de los estudios de traducción.

Mi intervención se centró en la práctica de la traducción en torno a 1997. No he atenuado el tono oral del texto para no desvirtuar su naturaleza ni alejarlo del contexto original de su presentación.

Introducción

Muchas gracias por la invitación para participar en la celebración de los veinticinco años de la revista TRANS…, aunque, cuando recibí la propuesta de celebrar una publicación que había nacido hace veinticinco años, pensé que era todo un detalle que se quisieran celebrar los veinticinco años de mi manual de traducción, publicado por Gedisa. Bromas aparte, se trata de una coincidencia que hace que este año sea también para mí un año de celebración cuarticentenaria. No deja de ser una sorpresa que el libro siga teniendo cierto valor y pueda seguir siendo útil, porque, a diferencia de la revista, no rejuvenece y crece cada año. Una prueba de su antigüedad es que apenas menciona (y sólo muy de pasada) Internet y la web; tampoco dice nada de todo el mundo de las herramientas de la traducción automática o asistida, avances todos ellos que han ido ganando peso en la práctica del oficio a lo largo de este último cuarto de siglo. Le falta, en realidad, todo lo que ha vivido la revista, que muda de piel cada año, como la serpiente que en la epopeya mesopotámica le robó a Gilgamesh la planta de la eterna juventud y que los antiguos consideraron símbolo de la salud y la inmortalidad. Empezamos hoy la cuenta para los próximos venturosos veinticinco años. Y vamos a hacerlo con un ejercicio de memoria. Hablaré, por mi parte, de cómo era traducir y el mundo de la traducción en torno a 1997. Para ello recurriré a mis recuerdos y a mi experiencia en aquellos años. Dada la limitación del tiempo de que disponemos, mi intervención tendrá inevitablemente algo de inconexo y de yuxtaposición de acontecimientos y evoluciones que merecerían una exposición más sistemática.

Equipo, herramientas, diccionarios

Aquellos años noventa fueron realmente prodigiosos. Mi trayectoria como traductor profesional había empezado antes, en 1986, con una hermosa máquina de escribir familiar, una Underwood Universal, cuyos “periféricos” eran el papel carbón y el Tipp-Ex líquido. Enseguida, en 1987, en mitad de la traducción de mi segundo libro (la primera novela, El lenguaje perdido de las grúas de David Leavitt), compré con un crédito mi primer equipo informático. Tenía sólo dos elementos, una torre y un monitor, que completé con una ruidosa impresora matricial más tarde, cuando necesité imprimir el texto. El monitor tenía la pantalla ámbar y la torre, que no era torre sino que era más bien zócalo, tenía dos unidades para floppys de 5¼ pulgadas y una memoria RAM de 128 Kb (una memoria que hoy se mide por gigas). En un drive (se llamaban todavía así, luego sería disquetera y luego unidad de disco) introducía el floppy con el procesador de textos (Wordstar); y en el otro, el drive B:, almacenaba la traducción. Para sacar el máximo rendimiento al equipo, creaba con cada inicio un disco virtual C:, donde escribía mi traducción, que se quedaba flotando en un limbo inmaterial del que la volcaba a cada rato en el floppy del B:.

A finales de los ochenta, todos los traductores que ya ejercíamos profesionalmente hicimos esa transición desde la máquina de escribir hasta nuestros primeros ordenadores. El uso de los archivos informáticos permitió agilizar y acelerar el proceso de composición de los libros: el texto no tenía ya que volver a picarse en la casa de fotocomposición. Algunos editores empezaron a pagar un poco más por la entrega del disquete. Después del Wordstar, el siguiente procesador de textos fue WordPerfect, que recuerdo como una pesadilla en su versión 4.2: no tenía menús y había que manejarlo con una serie tan compleja de combinaciones de teclas que se requería el uso de una plantilla-chuleta colocada sobre el teclado. Los traductores más friquis tienen a gala recordar con orgullo algunas de las combinaciones más frecuentes. Por fortuna, creo que hacia 1997 ya nos habíamos pasado mayoritariamente al Word.

El uso del ordenador nos parecía maravilloso. No sólo cambió nuestra forma de trabajar, sino también de pensar. No había que concebir de antemano una frase inmaculada, podíamos escribir mal, no pensar, pensar a trozos, procrastinar, llenar las partes difíciles de asteriscos, usar colores, escribir cualquier cosa. Fue una liberación.

Los diccionarios siguieron siendo durante un tiempo de papel. En los noventa reinaba el María Moliner y ya casi no se usaba el Julio Casares (frecuentado, sobre todo, por los más veteranos). El DRAE, el diccionario de la Academia, no gozaba de mucho predicamento. Sin embargo, a partir de 1992 y la vigésima primera edición del DRAE, la del Quinto Centenario, la Academia había empezado a recuperar terreno y aumentar su presencia mediática. Hoy, con la facilidad e inmediatez del uso del DRAE colgado en la página de la Academia, parece verdaderamente un afán utópico proponer el uso del María Moliner en las clases.

Los que traducíamos del inglés teníamos como diccionarios bilingües el Simon & Schuster, el Collins y el Larousse. En 1994 apareció el Oxford, con una presentación muy amigable y una concepción lexicográfica novedosa que priorizaba el habla sobre la lengua, en las antípodas del Simon & Schuster (que, de todos modos, tenía y tiene —en contra de las apariencias— el lemario más grande). Pese a su lemario más reducido, el Oxford supuso lexicográficamente una bocanada de aire fresco. En francés, la maravilla seguía siendo el Petit Robert. Hoy ofrecen sus maravillas la página web del Trésor de la Langue Française (16 vols., 1971-1994, el sustituto del Littré) o los sitios contenidos en el portal del Centre National de Ressources Textuelles et Lexicales. Los recursos actuales en esas y todas las demás lenguas son imposibles de detallar.

En la década de 1990 aparecieron los primeros diccionarios en CD-ROM: el Oxford English Dictionary (OED) en su segunda edición (20 volúmenes), en 1992 la versión 1 y en 1999 la versión 2. Esa obra maravillosa permitía nuevas búsquedas. Por ejemplo, las citas de autoridad contenidas en las entradas y que registran el primer uso de cada palabra y otros usos diacrónicamente relevantes. Recuerdo la emoción cuando se me ocurrió buscar y encontré, al empezar a probar el CD, «the face that launched a thousand ships» (el rostro que hizo zarpar un millar de barcos) unas palabras del Fausto de Christopher Marlowe. El CD del OED iba con un disquete de 3½ (ya no era floppy, sino disquete), con el que se cargaba el ejecutable que leía los datos del CD, si es que se entiende lo que digo.

De modo paradójico, con los sucesivos progresos informáticos, las actualizaciones y los cambios de sistema operativo, todas esas obras en CD que se suponían eran el futuro, dejaron de funcionar. Los Mac hace tiempo que ya ni tienen lector de CD. Muchas obras, como el propio OED o el Webster’s de Merriam-Webster, son servicios de suscripción. En el caso del OED, mi compact edition en papel sigue acompañándome y sigue siendo una referencia que no se ha desmaterializado, al igual que el Webster’s Third New International Dictionary. Es cierto que cada vez menos usados, pero están ahí, a mano.

En cualquier caso, por entonces nuestros modos de documentación eran todavía mayoritariamente tradicionales; es decir, otras obras en papel que teníamos a mano (lexicográficas o no; el María Moliner en CD no apareció hasta 2007), las llamadas telefónicas a pacientes amigos especializados en algún ámbito del saber o las “botas sobre el terreno”: las visitas in situ a bibliotecas y otros lugares en los cuales podíamos resolver nuestras dudas (unos lugares a veces insospechados para alguien ajeno al mundo de la traducción; recuerdo, por ejemplo, las ocasionales visitas a unos grandes almacenes, que son un territorio macondiano donde las cosas tienen una etiqueta con su nombre).

A mediados de la década de 1990 y todavía en 1997, nuestras herramientas del futuro eran el módem, el fax y el papel térmico. El fax fue un aparato que parecía de lo más moderno. Ahora ese aparato casi produce la misma sensación de vetustez que aquellas cocinas de los setenta decoradas con baldosas de color naranja o aguacate. El módem soltaba su gorjeo chirriante y el texto aparecía impreso en la hoja de papel térmico cuyas letras adquirían con el tiempo el aspecto de un daguerrotipo desvaído. Además, podía darse el caso de que el tamaño del original fotocopiado fuera más grande que el formato del rollo de papel térmico, con lo que había que hacer previamente una fotocopia reducida. El resultado: no sólo las letras se veían poco nítidas, sino que además eran minúsculas. Con algo más de mala suerte, podía ocurrir que la caja de texto se cortara, porque el fax no reproducía la hoja original al completo, sino que tenía un margen propio que podía comerse las primeras o las últimas letras de cada línea, que había entonces que conjeturar. Es una suerte que ese futuro haya quedado atrás, que ya sea un recuerdo del retrofuturo. Desapareció poco a poco, como el gato de Cheshire. Primero se desmaterializó y de aparato de escritorio pasó a ser una aplicación virtual; y luego ya no hemos sabido nada más de él ni hemos vuelto a necesitarlo.

Teníamos Internet y a través de ella funcionaba el correo electrónico y otros servicios como los BBS (los Bulletin Board Systems), pero la web, las tres w, prácticamente no existía con fines útiles para los traductores de libros. La había inventado Tim Berners-Lee en el CERN en torno a 1990, pero fue a partir de 1995 cuando la web se abrió a las empresas y estalló la burbuja de las punto.com; abundaron entonces en ella las páginas comerciales y fue sobre todo de ayuda a quienes se dedicaban a la localización. Los principales navegadores eran Netscape y el Internet Explorer, incrustado este último en Windows.

En 1996 traduje, en colaboración con Carmen Francí, Microsiervos, del escritor canadiense Douglas Coupland. Es una novela sobre la vida de unos empleados de Microsoft llena de referentes culturales y sociológicos que se convirtió en una novela de culto en la comunidad geek y nerd. La tradujimos a medias porque la editorial tenía unos plazos apurados y aceptó la propuesta de una colaboración. Luego supe que, debido a la dificultad de la novela, no había sido ni el primero ni el segundo en recibir la propuesta. El caso es que todas las noches, al terminar la jornada traductora, enviaba a un amigo que vivía en Salt Lake City un correo electrónico con siete u ocho dudas relacionadas con los realia mencionados en las páginas que había traducido... y al día siguiente, al despertar, tenía en el buzón unas respuestas muy claras sobre el tipo de clientela o productos que tenía un establecimiento, qué cosa era algo que se indicaba con su nombre comercial, o quién era determinado personaje de una serie de televisión y quién la veía... Siempre estaré agradecido a David Waid.

Menciono en especial Microsiervos porque esa traducción me sirve de baliza: en 1996, mi herramienta en la red era el correo electrónico. (Por cierto, me había encontrado el término e-mail diez años años antes en mi primera novela, donde se describía el invento a los lectores, y lo había traducido por “correo-e”, palabra que acabó en el basurero de la historia, como también la creación popular de los noventa, el “emilio”. Aunque debo decir en mi descargo que, según supe luego, el Parlamento Europeo usó durante un tiempo “correo-e”.)

Cómputo y tarifas

Por otra parte, el uso de los procesadores de texto había permitido también una forma de cómputo nueva, por caracteres en lugar de por páginas. En 1997 persistía todavía el cómputo tradicional, basado en una plantilla imaginaria de 2.100 espacios, que era herencia de la página física usada como unidad en los tiempos de la máquina de escribir. Los 2.100 espacios eran 30 líneas de 70 espacios, escritas con interlineado doble: el máximo que cabía en una holandesa, un tamaño algo inferior al del folio.

Según un contrato de 1997 firmado con Ediciones B por la traducción de Emboscada en Fort Bragg de Tom Wolfe, el texto de la traducción debía estar “correctamente mecanografiado por una sola cara, en papel tamaño DIN A4, con hojas numeradas, junto con el diskette en el que conste todo el texto traducido”. Al año siguiente, por la traducción de Todo un hombre, también de Tom Wolfe y también con B, el contrato ya sólo estipulaba una tarifa por “páginas de 2.100 espacios aproximados”. La página real como unidad de cálculo fue perdiendo importancia a lo largo del decenio siguiente, en favor del cómputo de caracteres. Las ventajas para las editoriales eran la apariencia de precisión en el cálculo y, sobre todo, el ahorro de dinero. El método es tan bueno como cualquier otro. El problema, como sabemos, es que representa respecto al papel una reducción en el número total de «páginas» de al menos un 15%, por lo que resulta necesario un factor corrector que modifique de modo correspondiente la tarifa. Algunas editoriales vieron ahí una oportunidad. Recuerdo una anécdota que me contó Esther Benítez (debía de ser en torno a 1999). Al parecer, un editor había insistido en pagarle la traducción contando sólo los caracteres sin espacios y dividiendo por 2.100. Esther le entregó un archivo de texto con todos los espacios borrados y le propuso venderle los espacios por separado.

Al final se ha ido imponiendo en el mundo editorial el cómputo de caracteres con espacios medido con Word y dividido por 2.100. Da la impresión de que a muchas editoriales les cuesta desprenderse de esos 100 espacios vestigiales, residuo de la época predigital. Penguin Random House, en cambio, cuenta hoy por 1.000 caracteres con espacios (con diferentes tarifas según la dificultad).

En cuanto a tarifas, he rebuscado entre mis contratos y he consultado también el Libro Blanco de la traducción en España publicado por ACE Traductores también en 1997 (VV. AA., 1997). Por cierto, ACE Traductores no era conocida entonces como ACE Traductores, sino que era la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España, la SATL de la ACE (como la sal de la tierra, pero de los escritores). Según ese estudio, la tarifa media editorial (contando todos los idiomas y tipos de textos) era entonces de 1.408 pesetas por página (de 2.100 matrices), es decir, 8,5 euros, aunque la mitad de quienes cobraban según esa modalidad no superaban las 1.250 pesetas, 7,5 euros.

He consultado la página del Instituto Nacional de Estadística y 7,5 euros de enero de 1997 correspondían en enero de 2022 a 12,71 euros (INE, 2022). (He omitido en el cálculo los efectos de la guerra de Ucrania como consecuencia de la invasión rusa. Quizás los efectos de esa inflación sobrevenida puedan compensarse en parte con un aumento de tarifas dado el aumento de las ventas de libros en comparación con los niveles previos a la pandemia. Según declaró Patrici Tixis, director de comunicación corporativa del Grupo Planeta y presidente del Gremio de Editores de Cataluña y de la Cámara del Libro de Cataluña, en la celebración de la 37ª Nit de l’Edició que tuvo lugar el 21 de noviembre de 2022 en el teatro Roma de Barcelona, el mercado había crecido un 20% con respecto a las cifras de 20191.)

ACE Traductores, LPI y visibilidad

En 1998 un pequeño grupo de traductores de Barcelona que nos reuníamos informalmente una vez al mes, recibimos la propuesta de realizar nuestras actividades bajo el paraguas de la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la “ACE grande” e integrarnos en la junta de dicha sección. Creo que contribuimos a abrir una asociación que estaba demasiado recluida en sí misma, en el núcleo de la vieja guardia fundadora que había hecho un gran esfuerzo por constituirla y realizado importantes aportaciones en la Ley de Propiedad Intelectual (LPI) aprobada en 1987 y cuyo texto se refundió en 1996. Esa ley es muy importante porque equipara al traductor con el autor, le reconoce la autoría de su obra y establece que debe recibir derechos por su trabajo intelectual. Son muchos los aspectos mejorables de su aplicación, pero otros países europeos no disponen de una ley así.

Volviendo a la asociación, tenía poca actividad fuera del círculo de Madrid y, entre otras cosas, se mostraba poco permeable al ámbito universitario de los estudios de traducción, que crecía en aquellos años. La presección, por ejemplo, donde se integraban los candidatos que no cumplían con el requisito de entonces de tener tres libros traducidos y publicados para ser socio de pleno derecho, existía pero de un modo más bien nominal; había gran recelo ante el mundo académico y un escepticismo no pequeño ante la posibilidad de que saliera algo bueno de las facultades de traducción.

La entrada en la junta de nuestro pequeño grupo exterior supuso un revulsivo, que no estuvo exento de fricciones. Fue entonces cuando nacieron la página web, la lista de distribución, la idea del censo de traductores o las tertulias de Barcelona con conferencias que luego se publicaban en la revista Vasos Comunicantes; también se contrataron entonces los servicios jurídicos de Mario Sepúlveda; y los asociados pudieron contar la colaboración de un colega corrector y traductor, ducho en cuestiones informáticas que, entre otras cosas, ayudó a los asociados a realizar la configuración de sus equipos con el servidor contratado entonces, Mundivía. Aprovecho para decir que creo que nunca se agradeció lo suficiente a Javier Guerrero su generosidad y su paciencia.

Por aquellos años, intentamos desde la asociación aumentar la visibilidad de la traducción. Protestamos y escribimos cartas a los periódicos. En la prensa diaria, en El País, por ejemplo, el periódico más importante de España en aquel momento, no se mencionaba en un principio el nombre del traductor en la reseña de un libro con el pretexto de que no había sitio donde colocarlo. Luego se introdujo sin problemas, y con el tiempo ha crecido la conciencia en ese sector. Ahora los periódicos suelen publicar de modo rutinario el nombre del traductor en los materiales traducidos. (De todos modos, El País sigue sin mencionar al traductor en el caso de los avances editoriales.) En cualquier caso, hay una mayor conciencia entre los periodistas, y en la prensa suelen aparecer periódicamente reportajes sobre la profesión.

En los noventa se inició el proceso de concentración editorial que todavía dura y que ha dado lugar en España a un sector editorial con una estructura dual: por un lado, una cúspide macrocéfala con dos grandes grupos, Planeta y Penguin Random House, que tienen juntos una cuota de mercado que superior al 40% (Cotorro, 2019); y, por otro, un puñado de editoriales medianas y una multitud de microeditoriales y nanoeditoriales. Esa dinámica no ha tenido efectos positivos sobre la evolución de las tarifas, pero de modo paradójico ha incidido sobre la visibilidad. La concentración ha tenido como consecuencia la aparición de una miríada de editoriales de pequeño tamaño, dirigidas por una, dos o tres personas procedentes muchas veces de alguna de las editoriales absorbidas. Esas pequeñas editoriales han buscado proyectar una imagen de calidad y buen hacer y, ya sea por convencimiento o por estrategia de marketing, han dado importancia a la figura del traductor y colocado su nombre en la cubierta de los libros y otros espacios peritextuales.

En 1997 nació también, con un proyecto de José Antonio Millán, el Centro Virtual Cervantes, que crearía dos años más tarde su sección El Trujamán, una poderosa herramienta para la visibilización de la traducción (El Trujamán, 1999-). En realidad, 1997 casi parece un año axial, como pone asimismo de manifiesto la efervescencia teórica señalada en la intervención de Rosario Martín Ruano (2022) incluida en este mismo número. El Trujamán nació bajo el segundo director del centro, Pedro Maestre, que encargó su materialización a Miguel Marañón y Mari Pepa Palomero. Fue Mari Pepa quien llevó el peso de la preparación y el lanzamiento de la sección. Desde entonces ha publicado (primero diariamente y ahora, desde hace un par de años y con la colaboración de ACE Traductores, semanalmente) textos con reflexiones sobre el oficio de la traducción escritas por más de ciento cincuenta traductores. El Trujamán tiene un promedio de un millar de páginas visitadas al día.

Un importante elemento cohesionador del colectivo traductor en aquellos años fue el encuentro anual de las Jornadas de Traducción Literaria que se celebraban en Tarazona, donde existía una activa Casa del Traductor fundada por Paco Úriz en 1988, y que luego dirigió —con el apoyo de Albert Freixa— Maite Solana (1999-2003). Esa segunda mitad de los noventa fue un momento muy activo para la Casa y las Jornadas (coorganizadas con ACE Traductores), aunque ambas languidecieron en los primeros años de la década de 2000. Es una lástima que no contemos hoy con unos encuentros parecidos, porque sirvieron para cimentar muchos vínculos entre los profesionales en ejercicio del mundo de la traducción de libros. Quizás lo más similar sean los Encuentros Profesionales de la Traducción Editorial, pero no es lo mismo y no son anuales. Poco después, en esa primera década del nuevo siglo y tras su paso por Tarazona, Albert Freixa impulsaría desde Buenos Aires varias iniciativas conjuntas entre traductores españoles y latinoamericanos que fueron un embrión de colaboraciones futuras entre traductores y asociaciones de traductores a ambos lados del Atlántico. La más importante fue el encuentro de las Jornadas Hispanoamericanas de Traducción Literaria que se celebraron en Rosario en 2006, con casi cien ponentes de América y Europa.

Conclusión

Como se ve, hay luces y sombras. El desarrollo de la tecnología digital y de Internet ha supuesto una verdadera revolución. La editoriales han sacado también partido de ella. Los traductores disponemos de mejores herramientas, lo cual nos permite traducir más rápido y mejor. Podemos traducir mejor hasta el punto de que, en mi opinión, todas las obras influyentes deberían volver a traducirse ahora con la ayuda de unos recursos tan fabulosos. Por poner un ejemplo, en mi traducción de Alicia en el país de las maravillas (2002), pude encontrar la melodía de las canciones del libro y traducirlas de modo cantable. En su momento, no fue una búsqueda fácil: veinte años después, es insultantemente sencillo dar con ellas. Hoy podemos encontrar respuestas a preguntas que las generaciones anteriores ni siquiera soñaron con plantearse.

En cuanto a las tarifas, es cierto que las tarifas no cubren el trabajo realizado. Nunca lo han hecho. Y son muchas las profesiones que se han precarizado. La tarifa media de entonces (equivalente hoy a 12,71 euros, con el ajuste de la inflación) es sin duda superior a la actual tarifa media del sector. Las más altas son las que más han tendido a reducirse. Sería de gran utilidad disponer de un tercer Libro Blanco. La LPI sigue necesitando una mejora en la aplicación de algunos de sus aspectos; en particular, la falta de la información sobre las tiradas y la opacidad en las liquidaciones (VV. AA., 2010).

No quiero acabar con una nota demasiado negativa. La visibilidad ha mejorado. Podemos acceder ahora con más facilidad a una voz pública. ACE Traductores se ha abierto, tiene una presección muy abultada, un programa de mentorías que casi muere de éxito y ha tenido que convertirse en un programa bienal, actividades en muchos lugares de España (Madrid, Barcelona, Málaga, Gijón, Salamanca, etcétera)...

Hace unos pocos días, el 14 de octubre, la escritora de origen bereber Najat el Hachmi (2022) publicó en El País una columna, tan breve como acertada en su concisión, en la que, desde su posición de autora, criticaba el repliegue identitario de nuestro tiempo, elogiaba a los traductores en tanto que “puente entre tradiciones literarias distintas”, “los primeros en fomentar el intercambio cultural y los únicos capaces de achicar la distancia” que por razones idiomáticas los separa a ellos, los escritores.

La traducción es una actividad maravillosa. Nos queda mucho por hacer para seguir disfrutando de ella durante los próximos veinticinco años y para seguir reivindicándola no como criada de la literatura, sino como literatura.

Referencias

Corroto, P. (16 de octubre de 2019). Planeta contra Penguin Random House: guerra abierta entre dos colosos editoriales. El Confidencial. <https://www.elconfidencial.com/cultura/2019-10-16/planeta-penguin-random-house-cercas-vilas_2284280/>

El Trujamán. Revista de traducción (1999). Centro Virtual Cervantes. <https://cvc.cervantes.es/trujaman>

Hachmi, Najat el (14 de octubre de 2022). ¿Quién me traduce? El País (p. 13).

INE (Instituto Nacional de Estadística) (2022), <https://www.ine.es/varipc>.

Martín Ruano, M. R. (2022). La traducción: ese oscuro objeto de desvelos. TRANS, 26.

VV. AA. (1997). Libro Blanco de la traducción en España. ACE Traductores. <https://www.dropbox.com/s/ya2zq6cdq97vecz/primer Libro blanco de la traducción en España.pdf>

VV. AA. (2010). Libro Blanco de la traducción editorial en España. ACE Traductores-Ministerio de Cultura. <https://www.dropbox.com/s/zjflshna8on1nbl/LibroBlancoDeLaTraducciónEditorialEnEspaña_20101.pdf>