:: TRANS 27. MISCELÁNEA. Teoría y generalidades. Págs. 69-89 ::

El “lenguaje puro” y la traducción mística de Walter Benjamin

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Alicia Silvestre Miralles

Universidad de Zaragoza

ORCID: 0000-0002-2923-9424

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Walter Benjamin reflexiona en “La tarea del traductor” sobre el lenguaje y la traducción. Este trabajo tiene por objetivo principal evaluar la aplicabilidad de su teoría en el análisis de la obra Subida al Monte Carmelo de san Juan de la Cruz. Se ponen en relación los conceptos de su teoría para delimitar y comparar en qué medida pueden ser aplicados y averiguar en cuáles puntos concretos la teoría puede aplicarse a este género místico. Una aproximación inicial confirma la funcionalidad de conceptos como “lengua pura”, “no comunicabilidad”, entre otros, para la aprehensión de la obra del místico carmelita.

PALABRAS CLAVE: traducción, mística, texto sagrado, lengua pura, Walter Benjamin, san Juan de la Cruz.

Walter Benjamin’s “Pure Language” and Mystical Translation

Walter Benjamin reflects on language and translation in “The Task of the Translator”. The main objective of this work is to evaluate the applicability of his theory in the analysis of the work Ascent of Mount Carmel by Saint John of the Cross. We apply some concepts of his theory with the aim of delimiting and comparing to what extent they work, to find out in which specific points the theory can be applied to this mystical genre. An initial approach confirms the functionality of concepts such as “pure language”, “non-communicability”, among others, for the apprehension of the work of the Carmelite mystic.

key words: translation, mysticism, sacred text, pure language, Walter Benjamin, Saint John of the Cross.

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recibido en diciembre de 2021 aceptado en enero de 2023

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1. Introducción

El objetivo de este artículo es evaluar el alcance de las teorías benjaminianas sobre el lenguaje y la traducción, en su aplicación al género de la mística, con miras a delimitar en qué puntos estas teorías describen o se distancian de dicho género. Para ello, se realiza una lectura crítica y reflexiva, extrayendo los puntos principales de la teoría, que luego se confrontan con diversos aspectos de la obra Subida al Monte Carmelo de san Juan de la Cruz.

Si bien la traducción de textos religiosos cuenta con una larga tradición (pensemos en el Cantar de los Cantares o la Biblia), la atención a los procesos históricos y traductológicos en la traducción de textos místicos no ha recibido un tratamiento tan sistemático. Encontramos numerosas incursiones entre culturas, pero suelen ser más aisladas que bidireccionales, esto es, se trata de intereses particulares y no de movimientos grupales ni masivos. No obstante, en territorio hispano la obra de fray Luis de León, fray Luis de Granada, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz y sor Juana Inés de la Cruz ha recibido innúmeras traducciones ya a muchas lenguas, y contamos con la colección de la Biblioteca de Autores Cristianos, consolidada y con rigor filológico. Además, existen otras incursiones y editoriales alternativas que han marcado tendencias: la Antología de poesía mística española de Miguel de Santiago (editorial Verón, de Barcelona, 1998) o las recogidas en la editorial Olañeta (Palma de Mallorca) sobre mujeres místicas, mística sufí, y otras en la colección “Los pequeños libros de la sabiduría”. También la editorial Verbum, de Madrid, ha dedicado varias obras a la mística sufí y la editorial Libros del Innombrable, de Zaragoza, la Antología de poesía mística de Antonio Fernández Molina (2006).

Podemos destacar entre los hitos actuales la colección de escritores místicos cristianos traducidos al árabe por Antoine Khater y las traducciones al español de la mística renana (Susón y Taulero) por parte de Salvador Sandoval. Ahora bien, si nos centramos en los trabajos específicos sobre traducción mística, el número se reduce drásticamente: resaltan los trabajos de Lieve Behiels sobre la terminología mística en las traducciones españolas de Jan van Ruusbroec. Hugo Marquant (2009) reflexiona sobre la traducción de textos espirituales diferenciándola de la traducción espiritual con un planteamiento traductológico.

La prosa de la obra Subida al Monte Carmelo, de tono interpretativo, se desarrolla en torno al poema místico “En una noche oscura”, que constituye el leitmotiv que conduce los capítulos y que el autor entra a desentrañar. En esta prosa inserta fragmentos (excerpta) de la Biblia en latín, que se traducen al castellano, pero sin la fidelidad que esperaríamos los lectores actuales. Esto supone un ejemplo inusual de traducción interlingüística. El libro llega a petición de las discípulas del santo, que escuchaban con asombro las explicaciones inspiradas sobre el poema y su aplicación a la vida ascética.

2. Teorías benjaminianas sobre el lenguaje

Las teorías benjaminianas sobre el lenguaje y la traducción ¿pueden estar relacionadas con el género místico? Según Margaret Cohen (2004), ya en la obra “El concepto de Historia”, Benjamin recurre al misticismo judío, buscando un modelo de praxis en tiempos oscuros, inspirado en el precepto de la Cábala Luriánica que afirma que la obra del hombre santo es la actividad conocida como tikkun. La afluencia de mística judía en Benjamin parte de su amistad con Gershom Scholem, fundador del estudio de la Cábala.

Según esta, los atributos de Dios fueron, en una ocasión, guardados en frascos cuyo vidrio estaba contaminado por la presencia del mal. Estos frascos se dispersaron, extendiendo su contenido de los cuatro rincones de la Tierra. Tikkun es el proceso de recolección de los fragmentos dispersos para rearticularlos. Esa misma aspiración a la restauración del estado edénico o prebabélico también guía el ensayo “La tarea del traductor” (Die Aufgabe des Übersetzers), en el que las traducciones, en tanto que fragmentos dispersos de la verdad, se unen en un “lenguaje puro”, en un ideal, pero oculto. Esta verdad última es, en realidad, incomprensible, utópica y, en el caso de existir, no es expresable. Sin embargo, mientras que Zohn sugirió que una totalidad de fragmentos son reunidos, Benjamin insiste en que el resultado final sigue siendo una parte rota (Jacobs, 1975).

La característica más representativa del lenguaje humano es para Benjamin precisamente su capacidad de nombrar. La función de este lenguaje es esencialmente expresiva y creativa, y en esto se vincula con el lenguaje místico, que pretende manifestar aquello que aún no ha sido emitido y también a menudo lo que no puede ser referido, lo inexpresable, y así encuentra en el código del lenguaje la materialidad necesaria para dar forma a lo que aún no tiene forma, porque nadie lo ha nombrado antes.

Dado que toda experiencia mística es esencialmente personal e intransferible, incluso dentro del camino del alma del mismo individuo, el acto de nombrar implica un acto creativo que los místicos emprenden en general con cierto temor, conociendo la distancia que separa sus discursos balbuceantes de la Palabra divina. Sin embargo, la urgencia de comunicarse hace que corran el riesgo de decirlo, conscientes de que siempre es insuficientemente descriptivo, y viene como envuelto bajo un velo. Así se expresa el santo en el Prólogo a Llama de Amor Viva (2005, p. 911): “Alguna repugnancia he tenido, muy noble y devota señora, en declarar estas cuatro canciones que Vuestra Merced me ha pedido”. El carmelita sabe de la problemática que supone utilizar el lenguaje para traducir lo inefable:

los dichos de amor es mejor declararlos en su anchura para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar. Y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración (Cruz, 2005, p. 734).

“Declararlos en su anchura”, o sea, explicar todas las posibles interpretaciones, a pesar de que “no hay para qué atarse a la declaración”, es decir, la interpretación es válida, pero hay otras válidas, y para comprender los “dichos de amor” (versos) no es preciso ciencia racional.

Aparte de la obra de La tarea del traductor, de 1923, Benjamin trabaja en su teoría sobre el lenguaje en textos como el de 1916, Sobre el Lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres; en 1933 escribe La doctrina del semejante y Sobre la facultad mimética. Dos años después encontramos Problemas de la Sociología del lenguaje. De todos estos textos, en resumen, Furlan (1996, p. 92) extrae que la teoría benjaminiana explica tres géneros del lenguaje: (1) lenguaje edénico, que es el del conocimiento puro a través del nombre de las cosas, (2) el lenguaje humano y (3) el lenguaje silencioso de las cosas. El lenguaje místico se encontraría en una encrucijada entre los tres: es humano, porque proviene de seres humanos comunes; es edénico, porque algunos de esos seres humanos han alcanzado momentos específicos de encuentro/reconexión, y poseen imagen y similitud con el Creador, si bien Benjamin mantiene sus reservas frente al hecho de que el lenguaje sea humano (Man, 1986). De todos modos, dentro de la literatura, los poemas de los místicos son, por excelencia, los más cercanos al silencio de las cosas y del mundo, en su incapacidad para registrar y describir, mezclada con la capacidad de hablar y la necesidad de hacerlo. Para Benjamin, el polo abstracto es más expresable que el concreto. La traducción y el nombrar restauran la univocidad del ser y su inmanencia inicial. Por lo tanto, de acuerdo con Benjamin, debemos tratar de restaurar un lenguaje alienado que opera por completo a través de lo concreto y rechaza los juicios y algunos tipos de abstracción. Así, el lenguaje permitiría acercarse a lo divino.

Benjamin cree que no todo puede estar contenido en el lenguaje o ser nombrado. En la práctica, la distancia entre lo expresable y lo inexpresable siempre supone un conflicto intrínseco al lenguaje. Estos polos también limitan gráficamente los umbrales de la traducción.

El lenguaje en Benjamin aparece como un símbolo de los incomunicados, pero, al mismo tiempo, es también la transmisión de lo que es comunicable. La incomunicación se acerca a la materialidad de las cosas mientras que lo comunicable tiene un grado menos material. Lo inconsciente o inexpresable es tratado como revelación en el lenguaje, y no como aquello no dicho. Para Benjamin, el acto de nombrar es la relación entre los seres humanos y Dios, de ahí que el lenguaje que es plenamente expresable se encuentre para él en la religión en cuanto revelación, mientras que los lenguajes humanos parecen limitados ante la idea de creatividad ilimitada del lenguaje divino.

Queda en toda lengua y en sus creaciones, amén de lo comunicable, algo no comunicable, algo simbolizante o simbolizado, según el contexto en que se halle. Lo simbolizante sólo se halla en las creaciones limitadas de las lenguas; lo simbolizado, por otra parte, en la evolución misma de las lenguas. Y lo que intenta manifestarse e incluso brotar en la evolución de las lenguas es aquella semilla misma de la lengua pura. (Benjamin, apud López García, 1996, p. 345)

El lenguaje místico, como se defiende aquí, puede ser un puente entre ambos lenguajes (humano y divino), en la medida en que el lenguaje místico puede ser revelación. Sin embargo, Benjamin conecta la necesidad de traducir con la narrativa de la Caída: ¿habría hipotéticamente una intención de significar (logos, Gemeinte), unificada con su modo de entender esta intención de significar (lexis, Art des Meinens). Babel pondría el abismo entre estas dos realidades y, en consecuencia, desde entonces, las palabras de las diferentes lenguas, a la hora de nombrar el mismo objeto: “Porque mientras todos los elementos singulares, las palabras, las frases, los contextos de las lenguas extranjeras, se excluyen entre sí, estas mismas lenguas se complementan mutuamente en sus intenciones” (Benjamin, apud López García, 1996, p. 339). Paul de Man completa y reelabora este pensamiento afirmando que:

Al hacer hermenéutica tratas del significado de la obra, al hacer poética tratas de la estilística o de la descripción, del modo como una obra significa. (…) Las dos no son complementarias, en cierto modo son mutuamente excluyentes y esto es parte del problema que Benjamin expone, un problema puramente lingüístico. (1986, p. 136)

Como resultado de esta brecha, el “lenguaje puro” deja de ser un fin en sí mismo y se convierte en solo un medio, es decir, solo en signo y no ente. El lenguaje pierde así su capacidad de nominar, que es lo que lo caracteriza en esencia, pero antes de ese nombramiento del hombre, preexiste el lenguaje de las cosas, de naturaleza ontológica por así decirlo. Entre los idiomas de las cosas y los del hombre hay una relación: en el acto de nombrar las cosas el hombre crea la primera traducción. Cuando pone el sonido al silencio, lo desconocido se hace conocido; el hombre, al nombrar, agrega conocimiento a las cosas. La creación se vuelve así completa. Para Benjamin, (2019, p. 54 y ss.), ese lenguaje puro prebabélico, no es el original, aunque sí sea el lenguaje original del hombre, puesto que también las cosas poseen un lenguaje mudo (afónico), que, de hecho, precede al lenguaje fónico de los nombres. Puesto que en el paraíso el hombre nombra las cosas en respuesta a la apelación previa de las cosas hacia él, nombrar acaba siendo la primera traducción. La traducción del lenguaje de las cosas al del hombre equivale a la traducción de un lenguaje imperfecto a otro más perfecto. En resumen, pues, la creación de Dios se completa cuando las cosas reciben sus nombres del hombre.

Traducir es, como se aprecia, una forma de conciliar idiomas, y el espacio donde estos se reconcilian se llama “lenguaje puro”. De allí, los idiomas deben traer no solo el significado, sino especialmente los modos de intención de cada idioma, “haciendo de modo que ambos sean reconocidos como fragmentos de una lengua más grande, como fragmentos de una vasija” (Benjamin, 2008, p. 77). La traducción adquiere así, según algunas interpretaciones, la función mesiánica de rescatar (reconectar) aquella relación central recíproca. La función primordial del lenguaje y la función de la Palabra se funden: “Porque si en el original forman una cierta unidad, como la cáscara con la fruta, en la traducción, el idioma cubre su contenido en pliegues amplios, como una túnica real” (Benjamin, 2008, p. 73).

Estos amplios pliegues permiten precisamente a san Juan de la Cruz, en el momento de traducir fragmentos de la Biblia del latín al castellano, admitir ciertas variaciones de la literalidad o concederse ciertas licencias para adaptarla a su propia explicación (alrededor de las tres potencias del alma y las virtudes teologales), siguiendo el estilo de los sermones. Estos pliegues también son responsables de las crecientes explicaciones que difieren del poema místico en la Subida: así, cuando el poeta se enfrenta al reto de explicar por escrito su poema, a petición de las religiosas que se hallan bajo su dirección espiritual, el santo descubre que su escrito solo puede ser desvelado utilizando el Texto Sagrado, lo que requiere una traducción. En este diálogo entre el poema (traducción de su experiencia de comunión) y la Biblia (la Palabra) nacen los comentarios en prosa que darán lugar a sus cuatro tratados más importantes: Subida al Monte Carmelo, Cántico Espiritual, Noche Oscura y Llama de Amor Viva. Sin embargo, vale la pena mencionar que únicamente la primera mitad de la Subida contiene traducciones interlingüísticas (latín> castellano). Veamos un ejemplo:

(…) según se lee en el Pentateuco (Num 11, 32-33) y lo cuenta David, diciendo: Abhuc escae eorum erant in ore ipsorum, et ira Dei descendit super eos; que quiere decir: Aun teniendo ellos los bocados en sus bocas, descendió la ira de Dios sobre ellos (Ps 77, 30-31). (L2. C21§6) (Cruz, 2005, p. 362)

En los siguientes capítulos del libro (y en obras posteriores), el autor opta por prescindir del original latino e inserta directamente en su discurso extractos de la Biblia en castellano. ¿A qué se debe a este cambio? En nuestra hipótesis, varios factores confluyen: la desintegración del latín como lengua de poder, la Reforma y la Contrarreforma, las persecuciones, las herejías, las ediciones de la Biblia en lenguas vernáculas. En la faceta estilística, el crecimiento ascético del autor permite un grado superior y más profundo, más maduro, de encuentro con la Palabra, hasta el punto en que las Escrituras sean plenamente asimiladas y se den a conocer: llega un momento en que ya hablan por sí mismas, directamente, sin necesidad de intermediación o traducciones, por lo tanto, el autor ya no necesita traducirlos a su idioma y gana soltura en las interpretaciones.

Los místicos, gracias a su experiencia de unión, aunque sea fortuita por un momento, se convierten en portadores privilegiados (traductores) de la verdad, porque, a través del encuentro providencial, ellos, como los apóstoles en Pentecostés, adquieren la capacidad de llevar la llama ardiente. Vale aquí la pena recordar aquella imagen del san Juan en el Apocalipsis: tras ser tocado por el fuego del Espíritu en sus labios será capaz de “leer el Libro Sellado”.

Benjamin señala que lo que existe en un poema más allá de la comunicación es lo que es “inaprensible, misterioso, poético”, precisamente aquello que el traductor solo puede restaurar al convertirse él mismo en poeta (2008, p. 66). Los originales no se crean pensando en el lector; por lo tanto, la traducción no puede ser buena si transmite contenidos no esenciales, pensando en el receptor. La traducción no puede resolver el problema de la extrañeza de las lenguas, pero el crecimiento de las religiones sí porque permite que en las lenguas germine la semilla oculta de una lengua superior. La traducción, sin embargo, no reniega de su camino, en el sentido de un última, definitiva y decisiva etapa del trabajo creativo en el lenguaje (Benjamin, 2008, p. 89). Este núcleo, sin embargo, es intocable, intransferible: “Sustráigase de la traducción lo que se puede obtener en términos de información e inténtese traducirlo; aun así, quedará intocable en el texto aquello a lo que se dirigía la labor del verdadero traductor” (Benjamin, 2008, p. 73). En esta etapa, la tarea del traductor es:

redimir en la propia (lengua) la lengua pura, exiliada en la extranjera, liberar el lenguaje del cautiverio de la obra a través de la recreación: esta es la tarea del traductor. Por ella, el traductor rompe las barreras podridas de su propia lengua. (Benjamin, 2008, p. 79)

Ahondando en la noción de recrear, vale la pena traer a colación el testimonio de Benedetto Croce:

Tutt´altra cosa sono le traduzioni del secondo genere, le traduzioni poetiche, perché esse, movendo dalla ri-creazione della poesia originale, l’accompagnano con gli altri sentimenti che sono in chi la riceve, il quale, per diversa condizionalitá storica e per diversa personalitá individuale,è diverso dall´autore; e su questa nuova situazione sentimentale sorge quel cosiddetto tradurre, che è il poetare di un’antica in una nuova anima. Se fosse un poetare dell’anima stessa del poeta da cui si prendono le mosse, non potrebbe esprimersi se non nei suoni stessi in cui già si espresse, e la traduzione poética non nascerebbe. (1936, p. 28)1

Cuando el místico poetiza, también crea símbolos. Es su forma de acceder a ese núcleo. Incluso sin tocarlo, el hecho de tender a él, de acercarse, restaura a los lectores, bajo una nueva forma lingüística, parte de este misterio teóricamente intransferible. Es más, cuando san Juan de la Cruz escribe las explicaciones en prosa de su propio poema, no solo glosa, sino que crea un nuevo lenguaje para estas realidades experimentadas, como ya destacaron Pacho (1998) Mancho Duque (1982, 1993, 2004, 2005a, 2005b) y García Palacios (1992) en sus estudios sobre el léxico sanjuanista. La obra resultante es prácticamente independiente del poema; por otro lado, al escribir el poema místico, rescata el Lenguaje Puro a través de símbolos (poetizando).

En la Subida, la prosa, con respecto al poema, toca tangencialmente este núcleo, como la traducción toca fugazmente y solo en el punto infinitamente pequeño del significado del original, para perseguir, según la ley de la fidelidad, su propio camino dentro de la libertad del movimiento de la lengua (Benjamin, 2008, p. 79).

Alrededor de un tercio de las traducciones que san Juan hace de la Biblia se presentan a modo de sondeo, es decir, son aproximadas, modificadoras, amplificadoras. Traen consigo movimientos reveladores, pero la función de revelar pasa a segundo plano, pues lo que el santo hace no es solo la hermenéutica de una experiencia sensible, sino una tentativa de traducir lo revelado, no solo en forma o en significado objetivo y literal, sino en contenido mistagógico. Es debido a este contenido transformador por lo que las discípulas quieren escuchar una y otra vez las explicaciones del santo: cada verso trae, en cada nueva lectura, una nueva versión. El talento del traductor provoca que el sentido inaprensible sea transmitido ocultamente a través del símbolo, el ritmo, la capacidad de sugerir, el vacío entrelíneas, lo no dicho pero implícito. Por otro lado, las traducciones que el santo hace de los mismos fragmentos bíblicos nunca son idénticos; muchos incluyen ligeras variaciones con respecto al texto original. Algunos argumentan que esto se debe a lo que fueron hechas sobre la marcha, en el curso de su escritura (Silvestre, 2016), pero también porque, en el caso de los textos sagrados, el misterio contenido en el original requiere ser conservado en el texto de destino y la traducción no puede ni debe desmentirlo. Es por eso por lo que Mauri Furlan (1997, p. 555) afirma que “todo lo que es revelación y que le sea posible intuir o reconocer al traductor-profeta, también será anunciado bajo forma incalculable, misteriosa, poética”.

La traducción del Texto Sagrado en la Subida supone como punto de partida su aceptación como Verdad. Se basa en el respeto a esta lengua por ser originada en la Fuente. Este vínculo esencial tiene lugar a través de la fe y la creencia, factores sin los cuales la traducción se realizaría únicamente a nivel conceptual o lingüístico. Sobre este riesgo, al analizar textos místicos, ya ha advertido García de la Concha (1978, p. 156) que:

en los místicos el compromiso hacia la eficacia expresiva viene urgido y apoyado por una extraordinaria gracia sobrenatural. Por supuesto que, prescindiendo de esta dimensión, aceptable sólo por la fe, cabe analizar los escritos inspirados desde esta sola ladera o en el puro nivel de escritos. […] no alcanzaremos a valorar bien los hallazgos expresivos si dejamos de contemplar el núcleo religioso del que, como forma básica del contenido, parten y hacia el que convergen.

Este núcleo religioso se asemeja a ese núcleo del lenguaje puro. El santo también advierte que la razón no es suficiente, e incluso a veces esta actúa como un obstáculo para la penetración en el misterio. Recordemos el episodio en el que ese joven letrado, deseoso de conocer, le pide libros y el santo le da para leer el catecismo como lección de humildad (Jesús María, 1943) o el caso de la monja analfabeta, a la que anima diciendo: “aunque la Vuestra Reverencia le falte el ejercicio de teología escolástica, con que se entienden las verdades divinas, no la falta el de la mística, que se sabe por amor, en que no solamente se saben, mas juntamente se gustan” (Cruz, 2005, pp. 602-604), es decir, lo que dignifica la tarea del traductor no es la creencia, sino la experiencia del éxtasis, la iluminación, entendida como el sentimiento de comunión con lo divino, lo que constituye de cierta manera un revelación que no depende del conocimiento intelectual. Las verdades divinas tienen canales alternativos (saber, gustar) que son independientes del logos y que encuentran mejor expresión en lo misterioso/poético/revelado.

Las traducciones e interpretaciones del Texto Sagrado, realizadas por san Juan de la Cruz en la Subida suponen una aclaración para el saber popular. Avanzó más en el camino de la fe y esto le concedió el título de Doctor de la Iglesia, pues accedió a parcelas de conocimiento aún no transitadas por otros. Sin embargo, tales traducciones no agregan nada a la Verdad, porque nada se puede añadir. Dios terminó su discurso en su hijo Jesucristo, y no queda nada por revelar. Esta fue la convicción de san Juan de la Cruz, ya expuesta por san Pablo (Gálatas 1, 8): “pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema”:

No conviene, pues, ya preguntar a Dios de aquella manera, ni es necesario que ya hable, pues, acabando de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás. Y quien quisiere ahora recibir cosas algunas por vía sobrenatural, como habemos dicho, era notar falta en Dios de que no había dado todo lo bastante en su Hijo. Porque, aunque lo haga suponiendo la fe y creyendola, todavía es curiosidad de menos fe. De donde no hay que esperar doctrina ni otra cosa alguna por vía sobrenatural. (Cruz, 2005, p. 368)

El Índice Quiroguiano (1583-1584) en su sexta regla, estableció que el Texto Sagrado podría ser traducido por autores católicos para la educación (“edificación”) de las personas, si se utilizaba fragmentariamente: repitió la prohibición de editar la Biblia en lenguaje vulgar, pero no cláusulas, oraciones o capítulos insertados en libros católicos, así como las epístolas y evangelios que se cantaban en la misa durante todo el año y que aparecían junto a los sermones o declaraciones (González Olmedo, 1964). Se puede ver que en el siglo xvi las traducciones del Texto Sagrado, por arriesgarse a interpretaciones particulares, estaban sujetas a filtros severos, y no siempre estuvieron dentro de la ortodoxia. Las modificaciones que san Juan de la Cruz hace al traducir el Texto Sacro pretenden relacionar dicho texto con la purificación de las potencias (memoria, entendimiento, voluntad) y el trabajo de las virtudes, a modo de diario espiritual para sus discípulas. Los símbolos de la Biblia vienen revelados casi siempre bajo estas categorías, pero, considerando la coyuntura amenazante, sorprende la libertad, con la que el santo añade sintagmas explicativos dentro de la traducción como los aquí señalados en cursiva y que no se desprenden del original latino:

(…) Y así nos llama El por san Mateo diciendo: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos, et invenietis requiem animabus vestris (11,28-29); como si dijera: Todos los que andáis atormentados, afligidos y cargados con la carga de vuestros cuidados y apetitos, salid de ellos, viniendo a mí, y yo os recrearé, y hallaréis para vuestras almas el descanso que os quitan vuestros apetitos. (L1. C7§4) (Cruz, 2005, p. 275)

La traducción de animabus por apetitos está totalmente condicionada al significado que el autor quiere dar al fragmento dentro de su argumentación. La adición de sintagmas explícitos como con la carga de vuestros cuidados y apetitos era frecuente entre oradores y creadores de sermones, como describe Francis Cerdán:

Muchos predicadores dan, primero, una sencilla y fiel traducción del texto evangélico. En general, después de citar en latín el versículo principal que parece ser el reclamo de la perícopa entera —es lo que técnicamente se llama dar el tema del sermón—, el orador sacro proporciona, en la salutación, un breve resumen de la página.

Y después, cuando se trata de una estricta homilía, se repiten uno a uno los versículos, en latín primero, seguidos de su traducción inmediata al principio de cada punto, o consideración o discurso, en que se articula el sermón.

Esta traducción suele ser fiel. […] Pero puede ocurrir que ya a este nivel de sencilla traducción, el predicador dé ligeros toques de manipulación o que añada algún detalle. (2000, p. 91)

En el ensayo La tarea del traductor, Benjamin explica que el lenguaje, sea en el habla o en la escritura, tiene una fuerza mágica para crear coincidencias. La mímesis tiene una dimensión mística, porque el futuro se puede leer a partir de las correspondencias, de ahí que la constricción de la fidelidad ya no funcione como antes:

La fidelidad en la traducción de palabras aisladas no consigue casi nunca transmitir el sentido que tenía en el original. Pues la importancia del sentido para el original no se agota en lo designado, sino que surge precisamente a través del modo en que lo designado está unido al modo de designar en la palabra particular. (2019, p. 22)

El lenguaje puro, según Benjamin, sería, por lo tanto, ese lenguaje hipotético que existía antes de la deconstrucción babélica. Si la caída hizo nacer varios idiomas, el lenguaje de los místicos rescata ese vínculo primordial a través de la ascesis y la revelación, es decir, una parte del proceso proviene de la gracia (revelación) y otra del esfuerzo mismo (ascesis). Este rescate se lleva a cabo a través de la lectura personal y la mayor comprensión del Texto Sacro, resultado de un momento de revelación y/o conversión. Así sucedió a los apóstoles en Pentecostés, o a Saulo después de caer del caballo: solo después de los eventos transformadores comenzaron a entender el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento en la persona de Jesús: el Texto se Revela como Verdad.

Siguiendo con nuestro análisis podemos preguntarnos: ¿en qué momentos el ensayo de Benjamin no encaja con la descripción del texto carmelita? Benjamin rechaza cualquier noción de poesía que la entienda como algo orientado a una audiencia o a un lector: “ningún poema está pensado para el lector; ningún cuadro para el observador; ninguna sinfonía para el auditorio” (Benjamin, 2019, p. 7). Acepta que el arte postula la existencia física y espiritual del hombre, pero en ningún caso las obras se preocupan por su respuesta (Man, 1986). Esta declaración de la falta de importancia del receptor, a primera vista, parece oponerse a las declaraciones, escritas pensando en un público: los avanzados en el camino espiritual. Sin embargo, san Juan de la Cruz es consciente de que el lector cambia y encontrará nuevos significados a medida que mejore espiritualmente, lo que ya encontramos en la Biblia bajo la redacción: “saca de su tesoro cosas nuevas y viejas” (Mateo, 13, 52). La Subida se dirige a todos los que inician el camino de la purgación: “Da avisos y doctrina, así a los principiantes como a los aprovechados”, pero solo unos párrafos más tarde la generalidad es desdeñada y especifica como destinatarios a frailes y monjas del Carmelo, “los cuales, como ya están bien desnudos de las cosas temporales de este siglo, entenderán mejor la doctrina de la desnudez del espíritu” (Cruz, 2005, p. 257).

Por otro lado, encontramos que el propio Benjamin reconoce un tono exaltado, mesiánico, profético en su escritura de “La tarea del traductor”:

Indeed, as you read this text, you will have been struck by the messianic tone, by a figure of the poet as an almost sacred figure, as a figure which echoes sacred language. […] the mood, the atmosphere in which this essay was written is one in which the notion of the poetic as the sacred, as the language of the sacred, the figure of the poet as somehow a sacred figure, is common, and is frequent. (Man, 1986, pp. 77-78)

Cabe pues, en este punto, asumir la concepción mística o sagrada que Benjamin tiene del lenguaje, la poesía y el poeta, y hacer de ello el punto axial donde se apoya nuestra tentativa de aproximación entre teoría y praxis en el análisis de la función poética, y su redefinición como función metafísica o mística del lenguaje.

3. La función mística del lenguaje

Benjamin reconsidera la relación entre obra de arte y traducción. Según el alemán, la obra de arte no está destinada a la comunicación, sino que la supera. El arte, para Benjamin, va más allá de la comunicación, la sublima, es comunión. En la obra de arte la comunicación no es esencial, sino que su esencia radica en la no-afirmación, lo intangible, lo misterioso, lo poético. Esta es precisamente la misma función metafísica y a menudo encubierta que encontramos en la literatura mística, plagada de símbolos, parábolas, y lenguaje de contenido elusivo, indirecto, implícito. Como afirma Furlan (1997, p. 555, traducción nuestra), “para Benjamin el fin último es la contemplación de la Idea, de la esencia, revelada en el lenguaje de la verdad, el lenguaje puro, que nunca es completamente logrado, pero puede ser inculcado desde la complementariedad del significado hecho posible en la confrontación de las lenguas entre sí, y que solo puede ser expresada por aproximaciones y analogías, por poéticas”.

Cabe recordar que la lengua en su origen es, para Benjamin, onomatopéyica. Para la creación (poiesis), a menudo los místicos eligen intuitivamente la poesía, no solo por el ritmo, la capacidad de síntesis, el simbolismo o la belleza, sino porque ese parece ser el lenguaje natural del ser humano, cuando se refleja en su Creador, es decir, cuando descubre su identidad con Dios en la capacidad de crear (poiein) a través del lenguaje. Lo poético solo puede traducirse a lo poético.

Los poemas místicos, haya cuidado, no tratan de reemplazar la Palabra divina, sino de entrar en un clima de unión primordial y rescatarla a través de la complementariedad, el acercamiento y la analogía típica del género poético. En esta intuición, la filósofa María Zambrano ya dijo:

Otro momento entre las tres cosas [poesía, filosofía y religión] se verifica, según se nos ha aparecido, por el camino místico [...] de que toda poesía sea en último término mística o la mística sea en su raíz poesía; una forma de religión poética o religión de la poesía. (1994, p. 75)

Dado que el éxtasis es fugaz, el poeta místico necesita revisar y volver a ese recuerdo de experiencia vivida, y luego tratar de expresarla una y otra vez, dando paso a ese continuo de conversiones de las que habla Benjamin. Gira de centro a centro, como un derviche, sin tocar nunca el Centro:

Un doble movimiento lo reclama sobreponiéndose: el de ir a ver y el de llegarse hasta el límite del lugar por donde la divinidad partió o la anunciaba.

Y luego hay que seguir de claro en claro, de centro en centro, sin que ninguno de ellos pierda ni desdiga nada. Todo se da inscrito en un movimiento circular, en círculos que se suceden cada vez más abiertos hasta que se llega allí donde ya no hay más que horizonte. (Zambrano, 1977, p. 13)

Por lo tanto, la traducción en el campo de la mística aspira al reino de la reconciliación y la integridad entre los idiomas. Es una actividad dirigida al lenguaje en general, mientras que la poesía es simplemente dirigida a algunas regiones de la lengua; sirve para unir y armonizar los diferentes idiomas, ampliándolos para incluirlos en las intenciones de los demás, para que se complementen entre sí, y en esto se expresa el anhelo de una lengua que exprese inmediatamente la verdad.

Para Jakobson la función poética del lenguaje está centrada en el aspecto sensible y palpable del mensaje: “[la función poética] pone en evidencia el lado palpable de los signos, [y] hace más profunda por eso mismo, la dicotomía fundamental entre los signos y los objetos” (1971, p. 19). Así pues, la realidad del signo es bipartita: incluye un aspecto sensible o perceptible (el significante) y otro inteligible o traducible (el significado). Continuando con esta línea de pensamiento, podríamos concebir una función religiosa centrada en el aspecto intangible del mensaje. Esta función hace que el texto vaya más allá (metafísica) de la mera cognición intelectual y, sin embargo, aprehenda realidades espirituales (lo que otros llaman “poético” o “místico”), confluyendo para la reconexión del ser humano con lo divino, así como el tikkun pretende restaurar y rehacer el lenguaje hasta su estado original. La característica fundamental de esta función religiosa sería su tendencia al núcleo, su gravitación alrededor del Centro sin llegar nunca a él.

Otras características definitorias serían, por un lado, su capacidad de transformación espiritual del lector (Silvestre, 2018) (pensemos en los muchos santos que narran como parte fundamental de sus conversiones la lectura del Evangelio o de hagiografías heroicas) y, por otro lado, la activación de nuevas interpretaciones del mismo texto, causadas por la lectura repetida por parte del mismo lector. En la medida en que el individuo cambia, las interpretaciones varían, pues incorpora nuevos valores y comprensión del mundo, nuevas relaciones semánticas, fruto de su evolución personal. El lenguaje y el conocimiento acompañan indisociablemente ese progreso. Es cierto que, técnicamente, el mismo individuo está en constante transformación, pero nos referimos aquí a los avances de la senda espiritual, por eso san Juan de la Cruz llama avanzados a unos: a los que ya llevan tiempo intentando cumplir las Escrituras en su cuerpo y en su vida. Y es que uno puede leer simplemente para acrecentar su bagaje intelectual, o puede leer para buscar su perfeccionamiento moral. Además, puede elegir seguir aquello que lee, o simplemente almacenarlo. Esa característica de los nuevos sentidos en cada lectura es compartida por el género poético. Recordemos que son cuatro los pasos de la lectio divina2, la lectura orante de la Biblia: leer, meditar, orar y contemplar. En ocasiones se añade un quinto paso: actuar.

El místico trae los destellos del lenguaje puro al lenguaje humano como un Prometeo moderno robando fuego de los dioses. Sin embargo, la tarea del traductor del Texto Sagrado es la de “rescatar en lengua propia la lengua pura, complementada en la lengua extranjera; liberación, por repoetización (Umdichtung), el lenguaje puro, cautivo en la obra (Dichtung)” (Furlan, 1997, p. 553). En palabras de Benjamin (2019, p. 26), “consiste en rescatar la lengua pura, cautiva en la lengua extranjera; en sacarla de la prisión del original y liberarla en la transcreación [rompiendo] las carcomidas barreras de la propia lengua”. En este tipo de traducción, el traductor se exime de la creación de significado, porque este ya está presente en el original; su tarea no es crear, sino volver a crear la creación:

La universalidad del espíritu era la respuesta a la confusión babélica: hay muchas lenguas, pero el sentido es uno. […] El buen traductor de poesía es un traductor que, además, es un poeta […]; o un poeta que, además, es un buen traductor […]. La razón de la incapacidad de muchos poetas para traducir poesía no es de orden puramente psicológico, aunque la egolatría tenga su parte, sino funcional: la traducción poética […] es una operación análoga a la creación poética, sólo que se despliega en sentido inverso. (Paz, 1971, p. 157)

La intención del poeta es ingenua, primera, intuitiva y trabaja en la relación lenguaje-sentido, mientras que la intención del traductor es derivada, última, idealizada, y trabaja en la relación lengua-lenguaje. El poeta místico, en este sentido, es traductor, y no estrictamente poeta. Toma el lenguaje puro y lo trae al lenguaje del ser humano, pero el sentido le preexiste, esto es, el poeta místico (pensamos en san Juan de la Cruz) no es en sí mismo creador del sentido, sino de la forma, bajo especies personales y estilísticas que provienen de su sensibilidad y experiencia.

De hecho, en la recreación, la traducción se dedica a descubrir el lenguaje puro; la confrontación de las posibilidades expresivas en el plano del lenguaje crea una complementariedad que a menudo revela un sentido que no había sido percibido en el lenguaje del original y que refleja el lenguaje puro. Por lo tanto, todas las versiones y conversiones contribuyen a agregar a la Palabra, de manera totalizadora. En cuanto versiones, son legítimas, pero insuficientes, ya que la integridad solo se logrará idealmente cuando todos los verbos y la capacidad creativa (poietica) de cada individuo se confunda en el mar de la Divinidad:

[…] la complementariedad de las lenguas en la lengua pura tiene como objetivo siempre la perfección del lenguaje, que tiene lugar en lo indecible, en el silencio […]. [L]o que se quiere decir en las lenguas singulares e incompletas no se encuentra en su relativa autonomía, como en las palabras y frases singulares (aislado), en cambio, por el contrario, debe entenderse en metamorfosis continuo, hasta desde la armonía de todas las formas de querer decir puede estallar como lenguaje puro. (Furlan, 1997, p. 555)

Para Benjamin el núcleo esencial es aquello que en la traducción es intraducible. Inevitablemente, toda traducción tiende hacia ello, sin alcanzarlo nunca de manera perfecta, pero transfiriendo el original a un ámbito más “definitivo”:

Por tanto, la traducción trasplanta el original a un ámbito —irónicamente— más definitivo de la lengua, al menos en la medida en que el original ya no podrá ser transferido de allí a ninguna otra parte por ninguna otra traducción; solo podrá seguir siendo elevado hacia dentro de él, siempre comenzando de nuevo y en otro lugar. (Benjamin, 2008, p. 74)

La integración de varios idiomas en un idioma verdadero es lo que da plenitud al trabajo del traductor, en la medida en que su unión se acerca más a un hipotética “lengua de la verdad”:

Esta lengua, sin embargo, en la que frases, obras y juicios aislados nunca se entienden, por lo que siguen dependiendo de la traducción es aquella en la que, sin embargo, las lenguas coinciden entre sí, completas y reconciliadas en su forma de designar. Sin embargo, si, de hecho, hay una lengua de la verdad, en la que se almacenan sin tensión e incluso silenciosamente los últimos secretos que el pensamiento se esfuerza por perseguir, entonces esa lengua de la verdad es la verdadera lengua. (Benjamin, 2008, p. 75)

Benjamin deduce de una cita de Mallarmé que “la traducción se encuentra, con sus gérmenes de tal lenguaje, a medio camino entre la poesía y la doctrina” (2008, p. 76).

La poesía de san Juan de la Cruz, partiendo de una experiencia mística, dio como resultado cuatro tratados en prosa que elaboran doctrina ascética tomando los versos de sus poemas como punto de referencia. Se abrirá una brecha entre el verso y la prosa, oscilando hasta crear algo más que tratados, declaraciones, es decir, glosas del significado posible del poema para la purificación del alma. El discurso autointerpretativo, como una espiral hermenéutica, condujo a una doctrina independiente, hasta el punto de dejar de lado la referencia del poema en el libro de la Subida. Es precisamente por eso por lo que la traducción debe abdicar, según Benjamin, de la intención de comunicar algo de significado. En esto el original le resulta esencial porque elimina la preocupación y la disciplina de lo tiene que comunicar:

Al igual que los fragmentos de un recipiente, para ser recompuestos, deben seguirse unos a otros en el más mínimo detalle, pero sin coincidir, la traducción debe, en lugar de tratar de parecerse al significado del original, ir configurando, en su propio idioma, amorosamente, llegando hasta el detalle, el modo de designar el original, haciendo así que ambos sean reconocidos como fragmentos de una lengua mayor, como los fragmentos son pedazos. Y precisamente por eso, la traducción debe abstraerse del propósito de comunicar. También en el ámbito de la traducción vale: [...] en el principio era el Verbo. (Benjamin, 2008, p. 77)

Según Benjamin, “la verdadera traducción es transparente, no cubre el original, no lo saca de la luz; hace que la lengua pura, como si se fortaleciera por sus propios medios, recaiga aún más enteramente sobre el original” (2008, p. 78). El lenguaje místico también requiere esta transparencia, no solo por la fidelidad al texto, sino también porque debe expresarse a sí misma y nada más, sin traicionar su esencia, a riesgo de comunicar la Caída y no la Unión Primordial,

En vista de esto, la traducción requiere una confianza tan ilimitada que, así como en el texto la lengua y la revelación se unificaron, en la traducción la literalidad y la libertad deben obligatoriamente unirse, sin tensiones, en la forma de la versión yuxtalineal. Porque todos los grandes escritos contienen, hasta cierto punto, —en grado superior, sin embargo, los escritos sagrados — su traducción virtual entrelíneas. La versión yuxtalineal del texto sagrado es el arquetipo o ideal de toda traducción. (Benjamin, 2008, p. 81)

A pesar de no constar referencias específicas a textos místicos, las alusiones al Texto Sagrado en el ensayo del alemán permiten vislumbrar que sus reflexiones parten de una admiración y profundo conocimiento de tales fuentes, lo que se percibe, por ejemplo, en la religiosidad y universalidad de ciertas ideas, y, sobre todo, en la consideración de la versión interlineal del Texto Sagrado como imagen ideal de toda traducción.

4. Consideraciones finales

El pensamiento benjaminiano en torno a la traducción muestra su herencia del idealismo (Kant, Fichte, Schelling y Hegel) y del misticismo judío, en particular de las ideas mesiánicas. Está claro que, al confrontar las teorías sobre la traducción que surgen de su ensayo “La tarea del traductor”, se puede afirmar su validez para explicar las traducciones de textos sagrados y místicos, dado que esta tipología textual tiene una (supuesta y asumible) relación con la Verdad.

A lo largo del trabajo de la Subida, hay una disminución y desaparición de frases latinas, al tiempo que aumenta progresivamente la inserción del Texto Sagrado en castellano. Aumentan referencias, como si el santo, dado que se purifica a sí mismo, se estuviera uniendo al verbo inicial, fusionando ambos discursos (del Creador y de la Criatura) en una sola palabra, lo Sagrado, sin necesidad de adiciones o explicaciones adicionales. Al llegar al final de la obra, el santo habla con las mismas palabras que el Texto Sagrado. De hecho, este modo de citación se mantendrá en los tratados y declaraciones posteriores (Noche Oscura, Cántico Espiritual y Llama de Amor Viva), confirmando su decisión estilística en su progreso gradual hacia la unión mística.

En resumen, la comparación resulta fructífera: para Benjamin la lengua sería la más alta forma de la facultad mimética y concentraría las actividades que alguna vez fueron de la magia, el misticismo y la superstición. Si el parentesco suprahistórico de las lenguas se encuentra en la lengua pura, la totalidad de las intenciones de cada lengua y de las lenguas entre sí solo se completa en la lengua pura. Lo que se busca en la traducción es la representación o producción de la propia lengua pura, de manera que la tarea del traductor es “rescatar el lenguaje puro en su propio idioma” (Benjamin, 2008, p. 63).

En el caso del género místico, el poeta no traduce de un lenguaje humano a otro, sino que tomaría de la fuente de esta lengua pura para verter, en forma de lenguaje humano, la información revelada. Por lo tanto, es importante entender por qué los místicos sienten una especie de traición al hablar de esta experiencia, y ponerla en sus propias palabras, pues, en cuanto traducción, se aparta de la Verdad y, de alguna manera, al no ser perfectamente idéntica, corre el riesgo de negarla, pervertirla. Aun así, si Aufgabe puede interpretarse, además de como “tarea”, como “entrega”, “abandono” o “renuncia”, entonces el traductor debería renunciar a la tarea de refinar lo que estaba en el original (Man, 1986, p. 80). Apreciamos, sin embargo, que, a pesar de la ingrata tarea, no abandonasen. Gracias a ellos, la Historia de la Traducción aún se desarrolla.

Referencias

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1 Traducción propia: algo completamente diferente son las traducciones del segundo tipo, las traducciones poéticas, porque estas, partiendo de la re-creación de la poesía original, la acompañan con los otros sentimientos que están en quien la recibe, y quien, teniendo un diferente condicionamiento histórico y una diferente personalidad individual, es diferente al autor; y sobre esta nueva situación sentimental surge lo que llamamos traducir, que es el poetizar de una antigua alma en una nueva. Si fuera un poetizar del alma misma del poeta desde el cual se parte, no podría expresarse sino en los mismos sonidos en los que ya se expresó, y la traducción poética no nacería.

2 La frase latina “Lectio divina” significa ‘lectura divina’. Alude a la manera de leer la Sagrada Escritura. En el siglo XII, el monje cartujo Guigo, describió sus etapas: la primera etapa consiste en la lectio, momento en que se lee la Palabra de Dios lenta y atentamente, para hacerla penetrar dentro de sí. La segunda etapa es la meditatio. En ella se reflexiona y se rumia el texto bíblico. La tercera etapa es la oratio, y en ella dejamos de lado nuestra manera de pensar para permitir que nuestro corazón hable con Dios, inspirándonos en su Palabra. La última etapa es la contemplatio. Es entonces cuando dejamos nuestras palabras y pensamientos para simplemente descansar en esa Palabra y poder escuchar en lo profundo de nuestro ser, la voz de Dios que habla dentro de nosotros. Esa escucha nos transforma interiormente. De ahí surge un efecto en nuestro comportamiento y modo de vida (actio) que sirva de testimonio, viviendo lo que leemos en la Palabra de Dios.