:: DOSIER. Págs. 13-16 ::

El siglo XVI y la traducción (y unas notas apresuradas sobre la traducción de clásicos y nuevos clásicos)

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José Francisco Ruiz Casanova

Universitat Pompeu Fabra

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recibido en diciembre de 2020 aceptado en diciembre de 2021

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Nadie puede dudar de que la explosión de la lengua castellana (o española) como lengua literaria tiene fechas, autorías y obras concretas y que todas ellas van sucediéndose en poco menos de una centuria, la que ocupa ese a veces mal llamado Renacimiento —otras, primer Siglo de Oro; y otras, con nomenclatura general, Humanismo—.

Si pensamos en la producción literaria del siglo XVI castellano, los nombres y las obras de relevancia, tal y como ha querido destacar la historia de la literatura, se muestran en todos los géneros, en todos los registros, en todas las modalidades y hasta en todos los territorios. Recordar ahora a Garcilaso de la Vega y Juan Boscán, a fray Luis de León, a Juan de la Cruz, a Fernando de Herrera o a Francisco de Aldana, en la poesía; obras como La lozana andaluza, Lazarillo de Tormes, en la narrativa; o los comienzos de la escena teatral moderna, no sería más que redundar en lo que los cánones académicos ya han fijado desde hace más de dos siglos.

Cabe añadir que el siglo XVI es, por circunstancias culturales, históricas e incluso políticas, un tiempo en el que la lengua castellana vivirá su segundo proceso de normalización, tras aquel tímido aunque significativo intento llevado a cabo por Alfonso X el Sabio al reivindicar el castellano drecho. Tal normalización tanto es fruto de la expansión, del uso y de la expresión literaria como de las circunstancias: baste recordar ahora la Gramática de Nebrija y la multitud de obras sobre la lengua que irán sucediéndose a lo largo del siglo, todo ello acompañado en el tiempo por la expansión imperial y por otras circunstancias extralingüísticas (entre las que la extensión de la imprenta no es la menor) que confluyen, como sabemos, en tan corto espacio de tiempo.

Un siglo más tarde, cuando Sebastián de Covarrubias acometa la publicación de su Tesoro de la lengua castellana (1611), ese primer diccionario que quiso ser, en realidad, una enciclopedia, el humanista no dejará de lado las consideraciones sobre la lengua castellana en relación a otras lenguas, encarecerá el estudio de las mismas y presentará, aun sin pretenderlo, un panorama cultural que excede el ámbito puramente lexicográfico:

Yo he buscado con toda diligencia este tesoro de la lengua castellana y lidiado con diferentes fieras, que para mí y para los que saben poco, tales se pueden llamar las lenguas estrangeras: latina, griega, hebrea y arábiga y con las demás vulgares, la francesa y la toscana, sin la que llaman castellana antigua, compuesta de una mezcla de las que introduxeron las naciones que al principio vinieron a poblar a España.

En toda esta compleja navegación por los fundamentos históricos y culturales de la lengua castellana, la traducción desempeñó un papel que no siempre reconocieron las historias literarias basadas en el prurito de lo nacional. Si el Humanismo legó algo a la cultura europea de su tiempo, no cabe discusión sobre que su legado fue, principalmente, de carácter lingüístico: las nuevas lenguas de la(s) cultura(s) no solo afianzaron identidades o configuraron mundos, sino que asimismo viajaron más allá de las fronteras, siempre convencionales, que trazan los hombres, la Historia o las circunstancias. Y aun cuando la actividad de la traducción es eje axial de la cultura humanística europea, aun cuando es en este momento cuando se produce una ingente cantidad de obras que se refiere parcial o totalmente al acto cultural de traducir, cómo dicha acción haya contribuido a la morfología de una cultura o de una lengua particular es, todavía, un camino de estudio que estamos recorriendo.

La traducción en el siglo XVI español se abre en múltiples vertientes. En primer lugar, y siguiendo la tradición medieval, o enmendándola, el Humanismo establece a través de sus traducciones el vínculo cultural necesario que explica su existencia como tiempo cultural: los clásicos griegos y latinos, traducidos, retraducidos, editados o revisados, son el modelo de un mundo que aspira a la excelencia de las nuevas lenguas. Y, junto a tales traducciones, también el concepto de clásico se expande y ya no se cierra sobre las lenguas madre sino que alcanza a las lenguas vecinas y a sus contribuciones de mayor irradiación: Dante, Petrarca, Castiglione, Camões, Ausiàs March acompañan a Virgilio, a Horacio, a Tácito o a Cicerón en ese nuevo mundo en el que las naciones expresan su visión del mundo en sus propias lenguas y dichas lenguas viajan más allá de los límites territoriales en que nacieron.

A la traducción de clásicos y de nuevos clásicos debe sumarse la traducción bíblica, fuente y origen de los más viejos debates sobre el arte de traducir, sus límites, formas y posibilidades. Como un nuevo síndrome de Babel, la traducción de los textos sagrados, bien sea la realizada bajo los auspicios canónicos, filológicos o nacionales, bien sea la obra de un traductor en soledad y diálogo con el texto emanado, retoma asuntos teóricos y problemas prácticos que, para el mundo que siguió al Imperio Romano, tenían ya, al menos, diez siglos de antigüedad. Y junto al fenómeno de una traducción bíblica auspiciada y de una traducción libre de todo tipo de condicionamientos, junto a unas traducciones bíblicas obra de un colectivo de hombres y otras de puño y letra de una sola mano, los mismos debates y las mismas conclusiones, aunque por caminos diversos, llevarán a la cultura humanística a un cisma entre la Ortodoxia y la Filología, una de las claves más significativas de aquel tiempo histórico.

Y, por último, en la singularidad de aquel conglomerado de territorios y reinos que dio finalmente en Imperio español, la lengua, y con ella la imprenta, los libros y la religión viajaron al otro lado del océano Atlántico. Y allí, el flujo y reflujo de esas corrientes marinas que son las lenguas no solo participó de la castellana allende el mar, sino que ensanchó esta lengua con culturas y lenguas desconocidas hasta los comienzos de este medular siglo XVI.

En su benemérito y nunca suficientemente recordado ensayo sobre la cultura humanística en Italia, Jacob Burckhardt recordaba a sus contemporáneos de finales del siglo XIX cómo fue la tradición escrita la que afianzó y alzó el edificio de las modernas culturas europeas:

Importancia infinitamente mayor que los restos de construcciones y que los restos artísticos, en general, del mundo antiguo, tenían, naturalmente, los monumentos literarios, tanto griegos como latinos. Se les consideraba como fuentes de todo conocimiento, en sentido absoluto (Burckhardt, 1984: 104) .

Y ese conocimiento se realizó dirigiendo la mirada de cada lengua y de cada cultura en dos direcciones: una, hacia el pasado clásico grecolatino; otra, en torno de sí mismas, hacia las lenguas y las culturas que se desarrollaban bajo expresión literaria italiana, portuguesa, castellana o francesa. El Humanismo no solo supuso la refundación de la cultura sobre los cimientos de la Antigüedad sino también la modelación de tales culturas a partir del contacto y de la presencia de las lenguas y culturas vecinas. Hablar de los clásicos, hasta entonces, era hablar de los autores en lengua griega o latina; hablar de los clásicos, ahora, contempla un campo expansivo, nuevo, donde Dante se da la mano de Homero, Petrarca de Virgilio o Camões de Horacio. Si la cultura es construcción y mirada hacia el pasado, parece decir el Humanismo, también es construcción del presente y mirada en torno. Cualquiera que conozca la historia de la poesía petrarquista española necesitará poco más para asentir: la traducción, pero no solo la traducción, sino el estudio, la lectura, la glosa, la imitación, las artes poéticas y retóricas o las gramáticas, todos estos son los mecanismos sobre el que se construye el edificio de la cultura moderna.

Así lo entendieron Garcilaso de la Vega y Juan Boscán cuando acometieron aquella renovación lírica que tiene, como dejó escrito José Manuel Blecua, fecha exacta para su comienzo: 1526. Y fue el poeta catalán quien pronto comprendió, alentado, leído y quizá asistido por su amigo toledano, que la traducción participaba también de ese magno proyecto del conocimiento, de esa aventura humana del saber que nos mostraba tanto las diferencias como las semejanzas entre unos y otros orbes culturales, lingüísticos, y de tal convicción nacería una traducción, la de Il Cortigiano, una versión —la realizada por Boscán— merecedora de elogios contemporáneos como los de Juan de Valdés y que prácticamente ha alcanzado reimpresa nuestro siglo; pues, no lo olvidemos, y la difusión (mediante traducciones) de la obra de Castiglione recorrió prácticamente toda la geografía europea entre los siglos XVI y XVIII, como bien estudiara Peter Burke (1998).

Nadie, excepción hecha de Cristóbal de Castillejo, quien, al tratar de justificar sus apresuradas traducciones ciceronianas mantiene que el castellano «está bien defetuoso» respecto de la magnificencia expresiva del latín, nadie más que este poeta seguirá concibiendo la traducción como una labor de derivación en la que las lenguas (de partida y de llegada) son situadas en una escala de grados de perfección, en una verticalidad que ya no es asumible.

Un mundo nuevo exige una mirada nueva, y en esa mirada nueva, como he dicho, tanta relevancia adquieren las traducciones de los griegos y de los latinos como las traducciones de Erasmo de Rotterdam o de Francesco Petrarca. Sobre el primero, sobre la estela que en la cultura europea sembró su obra, Marcel Bataillon, hace ya más de ocho décadas, realizó su contribución en un modelo de estudio tan productivo como postergado por las aproximaciones teóricas actuales, más centradas en cuestiones políticas y de sociología de la cultura que en el relato histórico: me refiero, obviamente, al modelo «A en B» y al libro Erasme et l’Espagne (Bataillon, 1991 [1937]). Por otra parte, las traducciones de la obra petrarquista (Triunfos y Cancionero) llegan a la península cuando los modelos literarios que proponen están más que ensayados, si no asumidos, por los escritores castellanos: una muestra más, y no singular, de cómo no solo las traducciones explícitas, escritas e impresas o manuscritas fueron la fuente de la conexión de lenguas y de culturas. Antes del acto de traducir se da siempre, por definición, el acto de lectura. Y la cultura del siglo XVI es, ante todo, lectura: lectura del pasado y lectura del propio presente.

REFERENCIAS

Bataillon, Marcel (1991 [1937]): Érasme et l’Espagne. Recherches sur l’histoire spirituelle du XVIe siècle, Ginebra: Droz.

Burckhardt, Jakob (1984): La cultura del Renacimiento en Italia, trad. Jaime Ardal, México: Porrúa.

Burke, Peter (1998): Los avatares de El Cortesano: Lecturas e interpretaciones de uno de los libros más influyentes del Renacimiento, trad. Gabriela Ventureira, Barcelona: Gedisa.