alba jiménez

Universidad Complutense de Madrid, España

albjim04@ucm.es

Crimen y ley en la transición del derecho abstracto a la moralidad

Crime and Law in the Transition from Abstract Law to Morality

RESUMEN: se expone una lectura del momento de transición entre el derecho abstracto y la moralidad en las Líneas Fundamentales de la filosofía del derecho a través de una confrontación (Auseinandersetzung) con algunos aspectos de la filosofía práctica kantiana a partir del análisis de los conceptos de persona, crimen, culpa y ley.

Palabras clave: persona; crimen; pena; derecho abstracto; moralidad

Studia Hegeliana, vol. XI (2025), pp. 175-189. ISSN: 2444-0809 ISSN-e: 2792-176X

Sociedad Española de Estudios sobre Hegel

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional BY NC SA

ABSTRACT: A reading of the moment of transition between abstract law and morality in the Fundamental Lines of the philosophy of law is presented through a confrontation (Auseinandersetzung) with some aspects of Kantian practical philosophy based on the analysis of the concepts of person, crime, guilt and law.

Keywords: person; crime; punishment; abstract law; morality

Recibido: 05/05/2025

Aprobado: 24/05/2025

DOI: 10.24310/stheg.11.2025.21829

I. Planteamiento

El presente trabajo tiene como objeto de estudio los conceptos de ley, persona e imputación en el ámbito del Derecho Abstracto y la Moralidad en los Grundlinien der Philosophie des Rechts1 (en adelante GPhR). Con esta mira se hará paralelamente breve mención a algunos aspectos de la filosofía moral y penal de Kant. Dicha comparación no se propone incidiendo en los aspectos críticos del planteamiento hegeliano más habituales sobre su filosofía práctica: dualismo, rigorismo, formalismo, universalismo mal entendido, carácter tautológico del imperativo categórico o crítica a la concepción de los deberes y obligaciones, por mencionar algunos de los lugares más comunes. Se tratará más bien de subrayar la confrontación trazada en torno a ciertos problemas que arraigan en la noción de “persona” en su doble valencia jurídico-moral, duplicidad que en Hegel está aparentemente bien delimitada y separada, frente a la noción de sujeto kantiana, la cual, por razones sistemáticas de peso que no vienen al caso, alberga en sí una faz jurídica y una faz moral, que sin embargo convergen en una raíz común que sustenta los dos ámbitos. Como telón de fondo de este planteamiento se encuentra por tanto la perplejidad que puede suscitar el hecho de que Hegel necesite de la Moralität para desarrollar una explicación completa del crimen y el restablecimiento de la situación de derecho previa a la transgresión, a través de la pena, desde la elucidación de la relación entre la voluntad individual para sí y la voluntad universal en sí, cuyo espacio de juego no está en condiciones de abrir el Abstraktes Recht por sí solo.2

II. El concepto de persona

Las primeras aproximaciones en el contexto del Derecho Abstracto a la noción de persona la definen como instancia que se legitima a través de su libertad, autoconciencia del yo, saber de sí como objeto o voluntad abstracta y existente para sí. Con “voluntad abstracta”, Hegel quiere referir expresamente que la voluntad debe ab-straerse, separarse de todas sus determinaciones individuales, quedando libre frente a toda autodeterminación compatible a su vez con la libertad de otras personalidades. En esta primera fase, la personalidad equivale al momento universal de la voluntad como forma paradigmática de la autorreferencia pensante que puede fundar el derecho abstracto.

La persona debe poder resistir la contradicción entre la abstracción de la imputabilidad y su concreción materializada en el quién del sujeto particular (cuáles son las pasiones que me determinan, mis condicionamientos genéticos, mi estado de salud, mi extracción social, mi formación, etc.) En el Derecho abstracto la persona refiere a sí misma la realidad externa, bien como posesión, bien como pacto a través de un contrato. En el caso de la posesión, puesto que la determinación de la persona es absolutamente abstracta, la forma directa de constitución de su libertad se erige como lo “inmediatamente distinto y separable de ella” (GPhR 62) a saber, la cosa, el objeto de la propiedad. Aquí la persona sería tanto como la relación de propiedad entre los dos relata: la cosa poseída y el acreedor de la posesión. La cosa que se posee es la instancia exterior merced a la cual la persona se reconoce y, a la vez, la persona no es sino la exposición de sí misma en su patrimonio. En este juego de doble reconocimiento la persona se muestra en su forma más alienada en la medida en que necesita de la cosa exterior en la que se reconoce, pero la cosa no puede por definición reconocer a la persona.3

Ser persona es por su parte la capacidad de contratar, el vínculo sinalagmático por el que el deber de cada parte se sostiene horizontal y simétricamente a partir del deber de la otra. En eso se materializa la firma, la promesa que vincula a la persona en sus distintos momentos temporales, el de la proyección del cumplimiento o el de la cancelación de la palabra que rompe retroactivamente la validez del pacto y deroga el deber de la contraparte. La personalidad en el caso del contrato surge del arbitrio (GPhR 75), esto es, las personas que contratan lo son con independencia de aquello que contratan. Son autónomas y cobran su existencia, no en su co-pertenencia, sino como personalidades constituidas de antemano, con independencia de su capacidad para contratar. En este punto, Hegel matiza contra Fichte que el carácter del vínculo que une y separa a las personas que firman un contrato debe entenderse a su vez en su naturaleza jurídica. Para Fichte, la obligación de las partes se hace efectiva solo en el momento del cumplimiento de la prestación de las partes que, inmediatamente, coacciona y refuerza el sometimiento de la voluntad del otro a lo pactado. Antes de la ejecución de la prestación, la obligación es solamente moral y se sustenta en una promesa. En Hegel, hay una diferencia clara entre la naturaleza de la promesa y del contrato, que tiene consecuencias directas sobre la noción de personalidad. En la promesa, aquello futuro que se promete es por definición susceptible de romperse. La índole subjetiva de la voluntad puede dar cumplimiento o no a aquello que com-promete a las partes. En el contrato, la sola existencia de mi decisión de vincular(me) en mi palabra, mi firma o mi resolución, enajena mi voluntad, quedando a disposición de la subjetividad común que el pacto jurídico sella de una vez por todas.

III. Contrato y sociedad civil

La confusión de los planos del derecho abstracto y la moralidad tiene como consecuencia la ilegítima extensión de patrones que se desplazan del ámbito familiar, al nacional o al internacional. A juicio de Hegel, la intromisión de conceptos propios del ámbito del derecho privado en el ámbito político constituye un error inadmisible. Como ha sido señalado en muchas ocasiones, la influencia de la lectura de Rousseau en Hegel ejerce una influencia notable en sus obras de juventud y, posteriormente, en las críticas que dirige frente a las diversas concepciones contractualistas y frente al concepto rousseaniano de la voluntad general. Al fin y al cabo, ambos colocan la libertad como fundamento de lo político. Esto se reconoce de manera paradigmática en el epígrafe “La libertad absoluta y el terror” de PhäG o en el §٢٥٨ de la PhR, donde Hegel se revuelve contra la idea de que el Estado pueda surgir a partir de una voluntad arbitraria o un contingente y caprichoso consentimiento explícito y compartido.

Uno de los razonamientos más claros de Hegel contra la teoría contractualista es esgrimido a propósito de su lectura de la crítica de Beccaria a la pena de muerte. La línea argumental central de Beccaria consistía justamente en afirmar que es imposible que en el pacto social los individuos hubieran aceptado la muerte propia o de otros, aún en el caso de los castigos por los crímenes más extremos. La respuesta de Hegel es aquí muy parecida a la que podría haber dado Kant: y es que, si bien para Hegel el estado no es un contrato, el argumento para apoyar esta tesis utiliza una estrategia profundamente kantiana. El estado no es un contrato porque su pegamento no es la protección o la seguridad de los individuos que lo integran, sino que tiene un propósito “más elevado” que constituye un fin en sí mismo. En cualquier caso, bien mirado, el principal blanco de la crítica en estos parágrafos parece ser más bien el propio contractualismo, quedando la defensa de la pena de muerte matizada y en segundo plano. Kant, como Hegel, critica la noción de contrato de sus contemporáneos, pero plantea una propia, en una de las doctrinas más originales de la filosofía crítica. Llama la atención el enorme parecido de algunas posiciones de Hegel con la fórmula kantiana del postulado del derecho público, cuando por ejemplo afirma: “El derecho de la naturaleza es por eso la existencia de la fuerza y el hacerse valer de la violencia, siendo un estado de naturaleza un estado de actividad violenta y de injusticia, del cual no puede ser dicho cosa más verdadera que esta: “que hay que salir de él” (W.10, 312).

Ahora puede apreciarse mejor el punto en el que podemos aproximar la posición kantiana a la noción hegeliana del contrato. Además del enemigo común de las concepciones hipotéticas de los contratos, en ambos casos, puede decirse que el contrato es tanto como una manifestación o “fenómeno” del Derecho mismo. Por lo demás, en el ámbito del derecho penal no así en el caso de Kant, en otros desarrollos o flexiones de su imperativo categórico, la ley tiene un origen circular, como en el propio Hegel, en el sentido de que esta se acaba de conformar como tal solo cuando el castigo por su quebrantamiento le devuelve retroductivamente su eficacia y su vigencia y reconfirma al sujeto transgresor en su personalidad. En efecto, la aceptación del castigo es la manifestación más solemne de que el sujeto moral se hace responsable de sus actos, esto es, de que reafirma su imputabilidad y por tanto su personalidad. Del mismo modo que el enemigo público, el que no acepta las leyes del pacto, debe ser expulsado de la comunidad, no con el propósito pragmático de proteger a otros individuos o de propiciar bajo resortes psicológicos su arrepentimiento y su eventual reinserción, sino por la única y pura razón de devolver a la ley la completa legitimidad que le ha sido robada con la transgresión, “la existencia positiva de la vulneración existe solo en cuanto voluntad particular del delincuente. La vulneración de esta, en cuanto voluntad existente, es, pues, la superación del delito, que de otro modo sería válido y es el restablecimiento del derecho” (GPhR 98).

IV. Quebrantamiento y ley

Hegel insiste a este respecto en los problemas de la teoría de la pena dentro de la ciencia positiva del derecho moderno y en la ingenuidad de que un mal se repare con otro mal, lo que además siempre queda expuesto al infinito malo de la venganza. La restitución del delito nunca puede entenderse como la producción de un mal, sino como la restauración del derecho por el derecho:

En las diversas teorías sobre la pena (la teoría de la prevención, la teoría de la disuasión, la teoría de la amenaza, la teoría de la corrección, etc.) este carácter superficial del mal está presupuesto como lo primero, y lo que debe resultar de ello, por el contrario, está determinado de manera igualmente superficial como un bien. Sin embargo, esto no tiene nada que ver ni con un mal ni con este o aquel bien, sino que se trata, de un modo determinado, de lo ilícito y de la justicia. (GPhR ⸹99)

Por lo demás, la reparación debe tener lugar de acuerdo con criterios de proporcionalidad que buscan una identidad no cualitativa como en la ley del talión, sino cifrada en el valor del hecho y los equilibrios de fuerzas en torno a ese valor. Aquí radica precisamente la justificación de la pena de muerte en Hegel y en Kant, en el hecho de que “no hay ningún valor equiparable con la privación de la vida” salvo, se entiende, la propia privación de la vida, no ejecutada de un modo anómico por una voluntad subjetiva que meramente existe para sí haciéndose incapaz de retornar a la validez en sí de lo justo, lo que nos haría de nuevo incurrir en las maldades del infinito malo, sino administrada por aquella instancia que acapara el monopolio legítimo de la violencia. Esta diferencia es equivalente a aquella apuntada en GPhR 103 entre justicia vengativa y justicia punitiva. En paralelo con la crítica de Kant a Wolff, Hegel rechaza mordazmente el valor de la amenaza y de cualquier resorte empírico en la adopción del deber jurídico: eso es tanto como concebir al ser humano como a un perro, dice Hegel. En Kant, ciertamente, podemos encontrar un rastro de “conductismo” o de intento de modificación de la conducta externa observable merced a resortes empíricos en la introducción que hace de los motores impulsores como una suerte de andadera pedagógica o auxilio provisional que, apoyado en el sentimiento o en preceptos de códigos religiosos positivos contribuye a tomar conciencia del deber moral.4 Pero, el tenor fundamental de su posición trascendental, quiere en principio sortear los fundamentos empíricos de todo jaez.

Pero: ¿qué ocurre, se plantea Hegel, cuando se hace pasar un interés particular por una razón universal? En este caso, también se refuerza la norma jurídica, porque se apela a ella, aunque se esté en el fondo socavando su integridad. El concepto kantiano de publicidad proporciona a nuestro juicio una salida airosa a este problema, sin necesidad de distinguir entre un apoyo meramente externo a la ley y un apoyo real, habida cuenta de que por definición el vínculo con la ley es en Kant precisamente eso, un vínculo meramente externo, al contrario que en el caso de la moralidad, donde, un sujeto cuya conducta observable haya sido desde sus primeros días la de un ser humano perfectamente virtuoso o “de buenas costumbres” puede sin embargo ser un ser humano malvado, si en su intención no ha obrado meramente aus Pflicht. Para Kant, los intereses particulares forman parte del ámbito de la política, en el sentido despectivo de una manera de conducirse ante la cosa pública que no está al servicio de la doctrina ejecutiva del derecho ni de su vocación universal. Solo cuando los argumentos son transparentesen el concreto sentido de que cuando se inicia una cadena de pensamientos se desconoce de antemano cuál será el lugar teórico al que van a desembocar y se está dispuesto a llegar de la mano de cualquier otro a un territorio de verdad compartida y construida en comunidad, desplazando sus convicciones iniciales en favor de otras más justas podemos ingresar en el dominio fiable de la razón jurídica que no toma parte sino en la búsqueda de aquello que es bueno para un sujeto respecto del cual podemos suspender el juicio en relación con sus determinaciones concretas. La publicidad garantiza en el caso de la filosofía práctica kantiana que podemos contar con una instancia efectiva de heterocomposición del conflicto que es genuinamente neutral porque está al servicio de una subjetividad trascendental isomorfa en todos los individuos. De lo contrario, los caminos de la confrontación de cada subjetividad se abrirían en una pluralidad infinita de intereses particulares extensible al infinito. Análogamente, Hegel reconoce en la venganza privada que sigue al crimen la lógica del juicio infinito en el sentido del parágrafo 173 de la Enz, que describe este como aquél en el que tiene lugar una completa inadecuación entre sujeto y predicado como en la proposición “un león no es una mesa”.

La vulneración o cancelación del derecho que se da en el crimen, con independencia de su manifestación fenoménica concreta (hablamos de crimen en el sentido de que la transgresión de la ley es indisimulada o manifiesta sin revestir el engaño estratégico de otras formas de ilícito) debe ser a su vez cancelada. Pero, si dicha cancelación se da desde el punto de vista de la venganza de una voluntad subjetiva, se convierte en una nueva forma de vulneración infinitamente vulnerable.5 Lo que corta de una vez por todas el infinito malo de la venganza para Hegel es castigar los actos criminales como crimina publica (GPhR 102). La venganza es justa según su contenido, pero injusta formalmente si acaece como resultado de una voluntad subjetiva particular que quiere hallar satisfacción en el resarcimiento del crimen. Aunque las personas que integran un tribunal público tengan también una dimensión fenoménica, por decirlo con Kant, una voluntad patológica que no puede evitar autocomprenderse tomando parte de la decisión judicial, actúa o debe actuar haciendo coincidir su voluntad con la universalidad de ley.

En la concepción de la pena que se intenta delinear cabe subrayar otro aspecto de coincidencia entre Kant y Hegel recién insinuado a propósito del rechazo de la política desligada del derecho y es que ambos rechazan las teorías instrumentalistas del delito. La teoría del delito kantiana podría concentrarse en la fórmula penal del imperativo categórico que rezaría como sigue en su forma negativa: “no actúes como el enemigo, el cual, con su voluntad públicamente expresada a través de sus obras, denota una máxima que de convertirse en regla universal haría imposible el postulado del derecho público que nos obliga a salir del estado de naturaleza y sus leyes perentorias”; o, en su fórmula positiva: “trata al delincuente como persona o sujeto de imputación y nunca como medio para fomentar otro bien, ya sea para el delincuente mismo o para la entera sociedad civil, como si fuera un objeto del derecho real”; o, en términos de la teoría del delito: “ha de retribuirse con la muerte la muerte ilegítima de un tercero”. En el caso de la prevención tanto general como especial, ya sea positiva o negativa, se apela a la ejemplaridad, la disuasión, la reinserción o la seguridad, pero la pura retribución o incluso la imputabilidad o inimputabilidad de los sujetos como tal resulta irrelevante: el derecho pretende proteger al ciudadano de un peligro de igual modo que lo haría de un fenómeno regido por la causalidad subalterna del mundo natural, aunque debe garantizar al menos el cumplimiento de la expectativa normativa o la inmunidad ante el quebrantamiento de la misma; garantía que introduce una clara perspectiva consecuencialista. Esta posición resulta sumamente coherente con la crítica de Hegel a la casuística psicologizante que disuelve la responsabilidad por el delito en una serie de causas concomitantes, como si en lugar de un sujeto moral, habláramos de una cosa.

V.Imputación y tránsito a la moralidad

Cuando la determinidad de la voluntad deja de ser abstracta para autodeterminarse entramos en la esfera de la moralidad. La voluntad del sujeto ya no se expone a través de cosas que ingresan o salen en la esfera de su propiedad, ni en compromisos que la vinculan a otros a través de un contrato, sino que ahora se expone así misma en la acción de la que es responsable. La personalidad emerge como sujeto moral porque como ser imputable comienza a interiorizar la pena que se promete con el quebrantamiento del deber. Es decir, de nuevo aquí, muy en consonancia con la posición kantiana y con la teoría penal del derecho abstracto, solo porque el sujeto es imputable y capaz de elevarse reflexivamente sobre la trama de la necesidad natural, decimos que es una persona que puede hacerse responsable de sus actos de modo que su acción singular (el E del silogismo jurídico) puede subsumirse en una ley general (A) que y esto es lo importante no es presa del principio de razón suficiente que conecta los acontecimientos de acuerdo con la causalidad subalterna, sino que se trata de una ley que el sujeto racional se da a sí mismo.6 De nuevo reconocemos aquí una línea clara de convergencia entre Kant y Hegel (podríamos añadir en este caso al Schelling del Freiheitsschrift). En Hegel el crimen justifica la aparición de la libertad, como el pecado original en Schelling. En Kant, de modo algo más sutil, es precisamente porque nuestra naturaleza no es santa y por tanto no quiere siempre el bien, porque es patológica, que podemos paradójicamente aspirar a ser morales, es decir, a restañar la diferencia entre el ser y el deber. La concepción hegeliana de la acción en el triple nivel del propósito (Vorsatz), la intención (Absicht) y la conciencia moral (Gewissen) involucra una reflexión sobre la dimensión de la causalidad en el sentido de la correlación material entre comportamiento y resultado, que parece hacerse eco del estado de la cuestión en el debate de su época y que por su parte ha inspirado la reflexión contemporánea sobre la imputación en la posterior teoría del delito.7 En el propósito, la acción entendida como mía, aparece contaminada por el curso de causas concomitantes y eventos contingentes ligados a la realización de su fin. Con la intención, el contenido interno de la acción particular se hace inteligible en su condición universal y, el sujeto moral debe hacerse responsable no solo de los delitos intencionados, sino también de aquello de lo que se tiene mera culpa, según la distinción kantiana de la Metafísica de las Costumbres.

En la primera sección de la moralidad Hegel desarrolla algunos aspectos relevantes de la consideración del dolo como causación intencional, hoy diríamos, del resultado típico.8 Anticipando algunas de las principales concepciones finalistas de la acción, Hegel escruta con detalle la relevancia de aquellas consecuencias no queridas directamente por el sujeto. La acción para Hegel o exteriorización de la voluntad subjetiva es también la causación final evitable como en el sistema de Welzel, en el sentido de que lo que diferencia una conducta directamente imputable de un ciego proceso natural es que una eventual conducta alternativa y posible hubiera podido evitar el resultado antijurídico no querido por el agente. Sobre qué se considera evitable Hegel se pronuncia subrayando que, en efecto, todo acto criminal es explicable desde el punto de vista mecánico a partir de razones que, en cierto modo, han forzado la conducta. En efecto, la educación, la hechura genética y epigenética del actor, sus pasiones o sus patologías psicológicas determinarán su conducta, aunque la libertad, como el carácter inteligible kantiano, radica justamente en qué hace uno con y a partir de aquellas determinaciones. De lo contrario, entenderíamos el centro de imputación que es el sujeto moral como una cosa y no como la voluntad libre que es. Por naturaleza, el sujeto moral no obra propiamente bien ni mal, a menos que entendamos esta naturaleza ad intra como el fundamento de determinación objetivo del obrar objetivado en máximas. En el esquema kantiano, ciertamente la índole moral, buena o mala, aunque sea innata no es incorregible o fruto de la determinación. Frente a los diversos tipos de latitudinarios (los indiferentistas que sostenían que el ser humano no es propiamente ni bueno ni malo o los sincretistas que consideran que es en parte bueno o en parte malo) el rigorismo kantiano no acepta estas medias tintas, pero la segunda naturaleza a partir de la que nos definimos a nosotros mismos en la tradición bíblica, frente a las culturas mesopotámicas o helénicas, a partir del mito adánico, atribuyen toda responsabilidad a la libertad humana.9 Hegel advierte sin duda la dificultad extrema de aceptar la llamada indivisibilidad material del resultado que acepta la equivalencia de las condiciones sin las cuales el resultado de una acción no se hubiera producido y distingue cuidadosamente las causas que se conectan intencionalmente con el propósito del agente de aquellas que no puede gobernar, aunque de hecho determinen el resultado de su acción de un modo más o menos indirecto:

La acción, traspuesta además como existencia exterior que se desarrolla por todos lados conforme a sus conexiones en la necesidad externa, tiene múltiples consecuencias. Las consecuencias, en la medida que conforman una figura que tiene por alma el fin de la acción, son las suyas (lo que pertenece a la acción), pero al mismo tiempo, en cuanto fin puesto en la exterioridad, la acción está abandonada a fuerzas exteriores que la conectan a algo completamente diferente de lo que ella es para sí y la arrastran a consecuencias remotas, extrañas. Asimismo, es el derecho de la voluntad es que se hayan de imputar solo las consecuencias primeras, porque solo ellas radican en su propósito. (GPhR ⸹118)10

La distinción nítidamente trazada por Hegel tiene una posible traducción en una crítica, tanto al deontologismo formal kantiano, que desatiende por completo la consecuencia de las acciones siempre que la intención haya tenido lugar por deber, como a la actitud diametralmente opuesta que juzga el resultado de las acciones solo por sus consecuencias. Ambos, dualismo irreductible de ser y deber ser o reduccionismo al ámbito del ser y la causalidad eficiente, son a juicio de Hegel formas incorrectas especulares del entendimiento abstracto. En este sentido el concepto kantiano de Sumo Bien puede resultar una pieza clave para leer retrospectivamente la posición de Hegel que se matiza. El escrito de la religión recuerda que la primera dificultad estriba en que la distancia entre el bien que debemos realizar y el mal del que partimos es infinita. En segundo lugar, la intención no deja de ser la de un ser que vive en el tiempo, sin embargo, el valor moral de la persona debe juzgarse como la totalidad de la serie que progresa al infinito. En tercer lugar, aunque perseveremos en nuestra buena intención, la deuda de mal que anida en nuestra raíz es intransferible e inextinguible. La más personal de todas las deudas hace que el hombre espere un castigo infinito y la exclusión del reino de Dios.

En este punto interviene la gracia como la sentencia de Dios, el único que conoce la revolución de la máxima suprema que guía al ser humano. Tras la conversión, el ser humano que ha renovado su intención se somete a los padecimientos que corresponden a las transgresiones posibles de la ley moral entendida como mandamiento divino. Pero dichas transgresiones acometidas por el “hombre viejo”, por seguir con la expresión paulina, son castigadas con sacrificios que el hombre nuevo, en su nueva personalidad, ya no vive como padecimientos, sino como ocasiones de redención, revelando en su carácter inteligible un corazón siempre alegre. Así, conforme al ideal epicúreo, ese ser humano dividido cubre el texto primitivo de su palimpsesto moral, recibiendo la retribución ante su quebranto como una oportunidad para fortalecer la vigencia de la ley moral y la dicha del que actúa meramente por mor del bien.11 El problema que plantea aquí Kant como “una grave pregunta especulativa”12 para conciliar la justicia y la consumación del bien supremo, y que bien merecería un estudio comparado con la recepción del problema de la imputación que hace en la Met der Sitten o en las lecciones de filosofía moral, representa en realidad una de las mayores dificultades de toda teoría de la retribución. En resumen: toda vez que la identidad personal no es un expediente legítimamente fundado desde el punto de vista ontológico, nos es obligado conceder que la imputación, que por definición solo es susceptible de conectar o subsumir actos bajo el arco de responsabilidad de un sujeto, inevitablemente se aplica de hecho sobre un sujeto moral divido, cuando no, sobre una miríada de sujetos entre los cuales pesan más los saltos o discontinuidades que la permanencia. Por eso es de la mayor importancia que Kant nos hable de una máxima suprema que sirve de base a las diferentes máximas o principios subjetivos de determinación del obrar empírico en el ser humano fenoménico.

VI. Causa e intención

La máxima suprema corresponde así a la una única Gesinnung que solo puede ser en definitiva mala o buena, reduciendo así certeramente toda la complejidad y la plétora infinita de matices con la que podemos describir el mundo práctico de la conducta real efectiva de los seres humanos. Como en Hegel, la intención es una.

A Kant le preocupa que no haya coincidencia entre virtud y felicidad, que un hombre bueno pueda ser infinitamente desdichado. Es por esto que la religión cumple un papel relevante prometiendo la unión de estos dos elementos dolorosamente separados. Pero lo que el escrito de la religión nos descubre es que este ideal no es meramente el producto de una necesidad psicológica o de una necesidad de atribución de justicia personal, sino que depende de un ideal más alto que vincula a la entera asamblea de los hombres. Las leyes que nos religan deben ser consideradas análogamente como mandamientos de un legislador comunitario. Frente a las leyes sometidas a la coacción política, se trata de leyes que se refieren al interior del ser humano y a su intención, no a su conducta observable. La aparente antinomia diría algo así como que las leyes éticas no pueden ser pensadas como procedentes de una voluntad superior como si fueran estatutos; en ningún caso Dios puede decidir el contenido de la ley, pero, sí son justas, deben obedecerse como si fueran mandamientos divinos, es decir, como si hubiera un soberano moral del mundo excrutador de los corazones. Por la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, sabemos que una persona puede obrar siempre correctamente y conforme a la ley moral y sin embargo no ser moral, si sus intenciones son aviesas. La rectitud de las intenciones puede no ser transparente incluso para el propio agente moral. Es por eso que, por utilizar un viejo ardid kantiano, la voluntad divina puede ser ratio cognoscendi de la ley moral, pero en ningún caso ratio essendi. En la comunidad jurídica atendemos a la conducta externa observable de los ciudadanos. En la comunidad ética, sin embargo, el gobernador debe poder conocer la intención última que anida en los corazones de los agentes morales para dirimir si su conducta es verdaderamente aus Pflicht, además de ser conforme o no a dicha legalidad externa. Formar parte de esta comunidad ética o pueblo de Dios bajo leyes de virtud no es una posibilidad o el fruto de una decisión entre otras composibles, sino que es para Kant un deber, análogamente a como el postulado de derecho público obliga a salir del estado de naturaleza merced al contrato social. La fisionomía del contractualismo kantiano se entiende mejor como una estructura de niveles ensamblados. La crítica al eudaimonismo de Achenwall que tiene una dimensión fundamentalmente jurídico-política nos enseña que el fundamento del contrato social no puede ser en ningún caso empírico o utilitario, como sucedía en los modelos propuestos por los contractualistas clásicos. La introducción de la perspectiva trascendental hace que la constitución de un estado jurídico normativo con leyes no perentorias sino permanentes e iguales para todos se conciba como un fin en sí mismo. Y, del mismo modo que debemos salir del estado de naturaleza jurídica porque la coacción legal pública es preferible a la resolución privada de conflictos, el hombre está obligado a salir de la esclavitud a la que su propia culpa moral le condena. Así, el llamado “triunfo del principio bueno” del que Kant nos habla, pasa por la obligación del ser humano de superar el estado de corrupción que asola a los hombres por el mero hecho de convivir. Del mismo modo que hay un estado de naturaleza jurídico en el que cada ciudadano como un átomo vela por su propio interés, en el estado de naturaleza ética cada ser humano es el propio juez de sí mismo esquivando la mirada al interior del que conoce la intención última de cada corazón. Se trata en definitiva de deberes del ser humano para consigo mismo y, precisamente, el hilo conductor por el que todo ser racional se determina así mismo con vistas a la creación de una verdadera comunidad ética es la reunión fontanal de virtud y felicidad. El bien supremo es por tanto y ante todo un fin comunitario, un deber que el ser humano tiene obligación de promover con otros.

En el caso de Hegel, el concepto de bien, identificado asimismo con la intención de la subjetividad moral, reproduce al cabo la contradicción surgida del hecho de que el fin último del mundo, tal como se refiere a él en Enz 507, debe reunir en sí tanto las particularidades de los sujetos que aspiran al bienestar en la satisfacción de sus intereses e inclinaciones como, simultáneamente, debe ser expresión de la voluntad general. De este modo, como en la doctrina kantiana del Sumo Bien desde la que por cierto irradian muchos de los problemas sistemáticos de la doctrina de la virtud, en Hegel, el mundo se constituye con independencia de las exigencias teleológicas de una subjetividad moral menesterosa y eventualmente infeliz:

por ello, es contingente que este mundo concuerde con los fines subjetivos, que el bien se realice [o no] en el mundo, y que el mal siendo como es el fin en si y para sí nulo, se anule [también] en el mundo; [es contingente] además que el sujeto halle su bienestar en el mundo y [lo es también] por último que el sujeto bueno sea feliz en él y el sujeto malo sea desgraciado. Pero también al mismo tiempo el mundo debe permitir que se lleve a cabo lo esencial, debe permitir que la buena acción llegue a buen término en él, del mismo modo que debe garantizar la satisfacción de su interés particular al sujeto bueno, impedírselo al malo y eliminar el mal mismo.13

Bibliografía

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Reyna, R.: “Reflexión y libertad en la teoría kantiana de la imputación” en Claridades. Revista de Filosofía, 13/1 (2021) pp. 207-225.

[1] Este estudio tiene su marco en el Proyecto de investigación Schematismus: “Esquematismo trascendental, teoría de las categorías y mereología en la filosofía kantiana: una perspectiva fenomenológico-hermenéutica” (PID2020-115142GA-100) financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades.

[2] Entre los trabajos de la Hegel-Forschung que vienen a incluir de manera más clara la reflexión sobre el problema de la transgresión de la ley y la personalidad en el marco diferenciado de la moralidad, frente al derecho abstracto y la eticidad, cabe mencionar la teoría de la acción desarrollada por Quante M. en su Hegel Begriff der Handlung, Frommann-Holzboog, Stuttgart-Bad Cannstaat, 1993. Hay traducción al castellano en: El concepto de acción en Hegel, Anthropos, México, 2010.

[3] En el caso kantiano se produce un vínculo si cabe más evidente entre personalidad y condición moral. Como es sobradamente conocido, en la Religión dentro de los límites de la mera razón, frente a la disposición para la animalidad como ser viviente y la disposición a la humanidad como ser racional, Kant distingue la disposición a la personalidad como aquello que caracteriza a la voluntad como sujeto imputable. La animalidad conlleva vicios bestiales derivados del amor físico a uno mismo, mientras que la humanidad ligada a la tendencia a procurarse un lugar en sociedad y calcular en favor de la prevalencia de nuestro interés particular nos hace mirarnos a nosotros mismos unilateralmente a través de los otros, incurriendo en vicios diabólicos como los celos o la rivalidad. A la personalidad siempre le acecha el peligro de que motivos espurios y pragmáticos se entretejan subrepticiamente con los motivos puros de adhesión a la razón legisladora, pues la madera torcida de la que estamos hechos padece inclinaciones, instintos que nos arrastran hacia goces de los cuales no tenemos concepto como el sexo (no se llega a entender si es Kant el que carece de tal concepto o es inherentemente incapaz de él) o pasiones en las que perdemos el dominio de nosotros mismos cuando somos una cosa más en manos de lo que Kant llama en Antropología Parow o en la analítica de lo sublime das Geschäft des Lebens, el negocio de la vida. Frente a la disposición (Anlage) al bien, aquí nos topamos con una propensión (Hang) al mal que puede darse en diferentes grados: fragilidad (admito la idea del bien in thesi, pero la niego in hypothesis), impureza o improbitas, en la que la ley no es el único y suficiente motor impulsor, y la corrupción directa de las máximas o perversitas, en la que, como su propio nombre indica, se invierte el orden moral entre razones morales y motores impulsores de carácter empírico.

[4] Kant, I.: Moral Mrongovius II, Alba Jiménez (ed.) Sígueme, Salamanca, 2016.

[5] Adviértase que Kant, cuando se pregunta por el fundamento del mal para arribar a la índole del mal radical sobre el que solo podemos aspirar a prevalecer, pero no a exterminar, argumenta que ni debe buscarse en la sensibilidad que, bien al contrario, nos da la posibilidad de sobreponernos merced a nuestra vis moral inteligible ni en la transgresión de la razón legisladora pues la sola vulneración de su autoridad o caería en una concatenación infinita de coacciones recíprocas y magnitudes negativas opuestas o incurriría en autocontradicción al pretender cancelar su propia autoridad. La vigencia de la razón solo puede restaurarse por tanto en un movimiento de autorreflexión. Es por esto quizás que Hegel, yendo un paso más allá, ve la punición como un derecho, fundamentalmente del delincuente que ha ejercido efectivamente la transgresión.

[6] Duque, F.: La era de la crítica, Akal, Madrid, 1998, pp. 808 y ss.

[7] En el caso concreto de Larenz, al que suele referirse como el primer teórico de la imputación objetiva, tal como la conocemos en la moderna teoría del delito, antes de Honig o Roxin, la referencia a Hegel apunta ya en la dirección de conectar la causalidad con la intencionalidad a partir de un primer autor (Urheber) que transforma un hilo de acontecimientos azarosos en un curso de acción patrimonio de una voluntad libre. Cfr.: Larenz, K.: Hegels Zurechnungslehre und der Begriff der objektiven Zurechnung. Ein Beitrag zur Rechtsphilosophie des kritischen Idealismus und zur Lehre von der juristischen Kausalität, Werner Scholl, Leipzig, 1927.

[8] Los mimbres conceptuales de la noción de dolo indirecto son introducidos en el derecho penal por Benedikt Carpzov de 1670 en su Practica nova Imperalis Saxonica rerum criminalium in partes III y desarrollados por primera vez por Daniel Nettelbladt en la Dissertatio iuridica de Homicidio ex Intentione Indirecta Commisso de 1756. Poco después Ernst Ferdinand Klein desarrolla la noción de dolo indirecto vinculado al problema de la intención en los Grundsätze des gemeinen deutschen und preussischen peinlichen Rechts, que Hegel conocía. Vid.: Battistoni, g.: “La moralidad en Hegel y los conceptos jurídicos de dolus indirectus y culpa” en Journal of the Philosophy of History, Vol. 2, nº4, 2011.

[9] Si se permite la digresión, precisamente el cuestionamiento de Arendt a partir de su concepto de mal banal pretende erguirse frente a una poderosa tradición teológica, filosófica y jurídica que vincula las malas intenciones a las malas acciones. Lo que Arendt parecía leer antihegelianamente y, desde luego, contra Kant (en el sentido literal de que parecía no atender a las declaraciones expressis verbis de la Religion respecto de qué significa el mal radical) es que el mal moral, en el sentido de Übel, puede entenderse por analogía con el mal natural en el sentido de Böse. Como si dijésemos, por ejemplo, el SARS-Cov-2 produjo un mal incalculable sin ningún tipo de malvada intención, de igual modo que los llamados asesinos de oficina (Schreibtischmörder) ocasionaban la muerte de judíos en el genocidio nazi. Solo que esa inversión del lugar de las máximas pragmáticas o consilia en detrimento de la verdadera adhesión a las leyes morales es ya el verdadero mal radical, sin necesidad de apelar a semblante mefistofélicos o especialmente aviesos.

[10] Hegel, G.W.F.: Líneas fundamentales de la filosofía del derecho o compendio de derecho natural y ciencia del Estado. Anacleto Ferrer, Francesc J. Hernández y Benno Herzog (eds.), Trotta, Madrid, 2025, p. 195.

[11] La equivocidad con la que en el ámbito teórico selecciona Kant los términos para nombrar respectivamente los esquemas de la cantidad y la cualidad parece corregirse en la aplicación práctica a propósito de la doctrina de la gracia y de la tesis sobre la doble imputación de los castigos (antes y después de la conversión moral). Así, en el contexto del esquematismo teórico, se señalan las subrepciones que se producen por el hecho de que el esquema del grado no se puede aprehender sin apelar a una cierta aprehensión numérica o cuantitativa de la realitas phaenomenon. El grado, en efecto, así lo había definido Wolff, es la cantidad de la cualidad. Esta confusión o encabalgamiento de conceptos que supone uno de los mayores escollos en la eventual reconstrucción de una teoría del continuo en la filosofía de Kant y, en general en la cabal comprensión de los principios matemáticos del entendimiento puro, parece disolverse implícitamente en el ámbito del esquematismo de la razón práctica en la que, frente a la cualidad de la intención moral, se habla del grado como de un aspecto meramente cuantitativo de la misma. En este sentido afirma Kant que, según la cualidad, la intención pensada como suprasensiblemente fundada puede tildarse de santa conforme al ideal que impone su arquetipo (el esquema o hipotiposis Cristo), mientras que, según el grado, la distancia entre la intención finita y la intención beata es por definición irrestañable e infinita (p. 98). Un poco después, opone sin ambages la cualidad al grado a propósito de nuevo del examen de la conversión de la intención moral: “Aquí el hombre ha de conocer ante todo su carácter […] a través de toda su vida” (pp. 100-101).

[12] Ak, VI 76

[13] Hegel, G. W. F.: Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Ramón Valls Plana (eds.), Alianza, Madrid, 2000, p. 537.