Adiós a Rafael Alvira

 

 

Juan Arana

Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (Madrid)

https://orcid.org/0000-0002-8028-7210

 

 

Recibido: 1/03/2024

Aceptado: 4/03/2024

DOI: 10.24310/nyl.18.2024.19777

 

 

Juan Ignacio Luca de Tena escribió un libro titulado Mis amigos muertos. Creo que a todos los que hemos doblado ya el cabo de los 70 años nos gustaría escribir otro parecido. El sentimiento de que lo mejor de nosotros mismos se ha ido con los que se marcharon es insoslayable. Mi padre hizo la guerra y cuando era niño me gustaba oírle contar sus hazañas. Un poco más mayor, le pregunté un día si no había sido una impresión muy fuerte eso de verse en mitad de un combate, con balas silbando, cañones disparando, aviones bombardeando y todo eso… Me dijo que su bautismo de fuego fue particularmente violento y que se quedó sobrecogido «al ver como a mi alrededor los camaradas caían como guindas» (sic). No quiero ponerme melodramático, pero los que ya pedaleamos en la tercera edad (o en la ancianidad, o en la vejez, o en el futuro eufemismo que la Academia de la Lengua ponga en circulación para designarla) tenemos la creciente evidencia de que nos estamos internando en una batalla cada vez más cruenta, de la que no va a ser posible salir indemnes. Quienes tenemos siquiera un poquito de fe en ese misterio que es «la vida eterna» empezamos a pensar que ya no merece tanto la pena seguir peleando por una supervivencia que se pone tan cuesta arriba. Dejando por el momento a un lado la inquietud que generan los novísimos por las cuentas que haya que saldar post mortem, uno llega a la conclusión de que, al fin y al cabo, allí va a ser más fácil sentirse en casa que aquí. Me contó un amigo que el padre de un conocido suyo estaba agonizando en presencia de todos sus allegados y expresó el deseo de fumar un último pitillito. Ya todo daba igual, así que se lo dieron. Tras dar un par de caladas —que no le debieron saber tan buenas como esperaba— dijo —vasco él— «¡Ahí os quedáis!» y estiró la pata. El que ha vivido bastante sabe que, dado lo que la vida da de sí, mejor asumir el riesgo y asomarse al otro lado. Personalmente todavía estoy muy agarrado al siglo, pero ya no me resulta tan odiosa la idea de despegarme de él. Me tienta la idea de volver a escuchar las batallitas de mi padre o las lecciones de Leonardo Polo, de reanudar hasta el agotamiento las discusiones con Javier Hernández-Pacheco, de recobrar tantas voces perdidas y añoradas. Y entre los atractivos para ese viaje al más allá hay otro nuevo y poderoso: la amistad de Rafael Alvira. Porque de él recordaré ante todo esa cálida sonrisa con la que daba la bienvenida al extraño y hacía revivir los buenos momentos que quienes le conocíamos habíamos tenido ocasión de vivir con él. No era necesario compartir sus aficiones, gustos, juicios u opiniones. Sentías que no acogía nada tuyo en particular: te acogía a ti. ¿Qué otra cosa podía tener mayor interés? Hemos sido colegas, pero en el aspecto profesional siempre jugamos un poco al escondite. La Universidad de Navarra ha sido el eje en torno al cual ha girado nuestra relación, pero llegó a ella cuando yo la había dejado. He vuelto muchas veces, pero siempre como invitado, mientras que él formaba parte imprescindible de aquel paisaje. Así pues, ni fue mi profesor, ni tampoco mi superior, a pesar de los muchos años que ejerció como director de departamento y decano. Pero tuvo muchísimas ocasiones de asumir uno de los papeles que mejor se le daban: el de anfitrión. Durante unos treinta años hice periódicas estancias en Pamplona para impartir cursos de doctorado o asignaturas de máster. Nada más llegar, la primera visita obligada era a Rafa, al que recuerdo instalado en su reducto del instituto «Empresa y Humanismo». De inmediato hacía malabarismos para encontrar un hueco en su cargada agenda, que reservaba para la buena charla, a menudo en la cafetería de Arquitectura almorzando juntos: no se trataba de gastar dinero, sino de gustar los placeres de la amistad y la conversación. Como filósofos no estábamos en las antípodas, pero tampoco en latitudes y longitudes cercanas. Sus centros de especialización eran el mundo antiguo, la antropología y la filosofía social; los míos, el siglo XVIII y la filosofía de la naturaleza. Él era platónico, yo —por lo menos al principio— kantiano. Había, ya que no desacuerdos, sí diferencias de entonación muy notables. Aunque amigo de Platón, yo lo era más de Aristóteles. Me daba la impresión de que por su parte tenía un paquete considerable a Kant. Recuerdo muy en particular una vez en que, abriendo mucho los ojos como cuando estaba lo más cerca posible del enfado (en la medida que una persona tan bondadosa como él podía conseguirlo), me dijo: «¡Es que lo que dice Kant en La religión dentro de los límites de la pura razón es de coco y huevo!» No lo diré muy alto, pero creo que en eso tenía bastante razón. No obstante, y pese a su fundamentalismo racionalista, sigo pensando que el hombrecillo de Königsberg era una persona decente, aunque por desgracia no supiera mucha matemática. Hasta donde lo he entendido, Rafa era muy pesimista respecto al rumbo global de la filosofía desde el siglo XVII, mientras que yo sólo compartía su desencanto desde principios del XIX. En cuanto a concepciones políticas, él descreía de la democracia y reivindicaba la tradición. Por mi parte, me mantenía fiel a la tradición de mis mayores, que desde hace cuatro generaciones han tratado de conjugar liberalismo y catolicismo. Siempre sostuve churchillianamente que la democracia es el peor sistema posible… exceptuando todos los demás. En estos asuntos había demasiada distancia entre nosotros para darnos la mano. Tampoco era indispensable hacerlo, puesto que estábamos de acuerdo en las cosas verdaderamente importantes, que son todas las demás. Siendo filósofo de pies a cabeza, Alvira anteponía la concreción de las personas a la abstracción de los conceptos. Tenía un respeto exquisito a la disidencia y una cualidad para mí encantadora (he procurado hacerla mía en la medida de lo posible): buscar apoyo en lo anecdótico para elevarse hasta las más altas cumbres de la especulación. El suyo es un fascinante ejemplo de minimalismo retórico. Empezaba carraspeando, como si no supiera bien qué iba decir, con la voz baja y un poco ronca, para ir elevando suavemente la intensidad de su charla sin llegar a lo estridente, clarificando tono y volumen de voz hasta hacerse perfectamente inteligible. Era capaz de demostrar a la vez dos cosas aparentemente opuestas: que no hay nada más práctico que una buena teoría… ni mejor teoría que la que busca un constante careo con la práctica. Hombre de fe, superaba su desilusión acerca de la especie humana con la convicción de que mucho tendrá de bueno cuando Dios se ha dignado asumirla. Así conseguía mantener oximorónicamente un pesimismo alegre, una implacable habilidad para diseccionar nuestras insuficiencias —muy en especial las del pensamiento filosófico y político moderno y contemporáneo— y mantener bien abierta la puerta a la esperanza, la capacidad de encontrar debajo de cada piedra una semilla de plenitud y gozo. Su hermano Tomás me envió una foto de cuando lo sacaron por primera vez a la intemperie después de haber peleado agónicamente por su vida largas semanas en una unidad de cuidados intensivos. Postrado en la camilla era una ruina física, pero la franca sonrisa que iluminaba su demacrado rosto mostraba claramente que por dentro la llama del espíritu estaba más viva que nunca. Tuve oportunidad de visitarlo varias veces después de aquel episodio del que físicamente no consiguió recuperarse. Su voz se había convertido en un hilillo, pero corría sin descanso, como el agua fresca y cristalina que nace de un risueño manantial. «Nunca he escrito tanto como ahora», me decía, como regodeándose en esa postrera gracia que le había sido concedida. Puedo dar fe de ello, puesto que puntualmente cumplió con un encargo que le había hecho y después he conocido varias de sus muchas producciones finales, que están entre las más lúcidas, penetrantes y lozanas de las muchísimas que le debemos.

 

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No quisiera, sin embargo, que este homenaje póstumo tenga el amargo regusto de una despedida. El 8 de febrero de 2014, hace diez años, la facultad en la que había profesado tantos años quiso celebrar su entonces reciente jubilación. Me pidieron que formara parte de los que iban a hablar y compuse un texto que ahora rescato, puesto que ha permanecido inédito y sólo fue dado a conocer en aquella ocasión. Servirá para saludarle no como a un ausente, sino como al amigo querido cuya presencia seguirá latiendo hasta que tengamos ocasión de reencontrarnos en más altas esferas.

 

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Los avatares de los departamentos universitarios en algo se parecen a los de las familias, que son las agrupaciones más naturales y esenciales de seres humanos, tal como el profesor Alvira ha enseñado repetida y acertadamente. Unas generaciones siguen a otras. No es algo que esté garantizado, pero alegra cuando entre las que se suceden reconocemos un wittgensteiniano «aire de familia», y creo que es lo que conviene decir del departamento de filosofía de la Universidad de Navarra. Poniendo como centro de referencia a quien con su amistad y magisterio nos convoca, alcanzo a distinguir cuatro: la de los fundadores del departamento, que fue la de sus maestros; la suya propia; la de los discípulos —suyos y de su quinta—; por último, la de los discípulos de los discípulos. Como si dijésemos, abuelos, padres, hijos y nietos. Hoy nos hemos reunidos miembros de las tres últimas y recordamos con gratitud a los de la primera, pues prácticamente todos se han ido ya. ¿En qué nos parecemos y en qué nos diferenciamos unos de otros? Yo estudié la licenciatura en la primera mitad de los años setenta, cuando habían llegado al punto más alto de sus carreras profesionales los que habían puesto en marcha la sección: Polo, García López, Millán Puelles, Arellano, Strobl o Pérez Ballestar. Patricio Peñalver ya se había vuelto a Sevilla. Arellano también lo hizo, lo mismo que García López a Murcia. Millán nunca dejó Madrid, donde igualmente recaló Pérez Ballestar. Ignacio Falgueras fue a parar a Málaga. Debido a estas ausencias y también como consecuencia natural del fin de una etapa, se produjo cierto bache: era evidente que hacía falta un recambio. La llegada de Rodríguez Rosado determinó el comienzo de la nueva etapa y casi enseguida se incorporaron algunos jóvenes e importantes refuerzos que se habían formado fuera de Pamplona: Alejandro Llano, Angel Luis González y Rafael Alvira. Sumaron sus esfuerzos a los ya llevaban más tiempo trabajando aquí, como Juan Cruz, José Luis Fernández, Jacinto Choza, Modesto Santos, Jaime Nubiola, Ángel d’Ors y algunos fichajes más, como Ignacio Angelleli y Maria Antonia Labrada. Entre todos ellos —la lista no es completa, soy consciente de ello— consiguieron que el departamento conociera lo que desde muchos puntos de vista ha sido su edad de oro. Los que somos mayores esperamos y deseamos que lo ya conseguido se quede pequeño en comparación con lo que van a lograr los que ahora están en las velas y al timón. Porque con Rafa es toda una generación la que se despide de tener a su cargo la nave. Eso es cierto y, no obstante, lo mejor que podemos esperar de Rafa, como de otros a los que ha tocado o tocará pronto descansar de las tareas docentes y administrativas, está todavía por llegar. Quizá se pregunten: «¿Cómo es posible? ¿Más todavía?» No se alarmen, porque no estoy augurando un retorno al poder académico de la vieja guardia. Platón sostiene que el mejor gobernante es el filósofo, pero en ningún lugar añade que lo único que puede hacer un filósofo sea gobernar. Su tarea más alta es, como su nombre indica, la filosofía. Lo otro es tan sólo un servicio, un impuesto que los filósofos de casta pagan gustosos si la comunidad lo demanda. En el libro VII de la República se afirma, en efecto:

 

…tendrán que cargar, cuando les llegue su vez, con el peso de los asuntos políticos y gobernar uno tras otro por el bien de la ciudad y teniendo esta tarea no tanto por honrosa como por ineludible. Y así, después de haber formado cada generación a otros hombres como ellos a quienes dejen como sucesores suyos en la guarda de la ciudad, se irán a morar en las islas de los bienaventurados y la ciudad les dedicará monumentos y sacrificios públicos honrándoles como a démones si lo aprueba así la pitonisa, y si no, como seres beatos y divinos.

 

Aunque lo de «las islas de los bienaventurados», tenga en el texto original un sentido escatológico, yo prefiero pensar que tales islas están aquí abajo y forman parte de ese «ciento por uno» que se nos ha prometido, además de la vida eterna. Y en cuanto a los monumentos y sacrificios, no creo que esta celebración llegue a tanto, ni que, a pesar de su reconocido platonismo, Rafa los demande. Como cabal filósofo que es, le importan poco reconocimientos y felicitaciones: son cosas que distraen de la contemplación, lo único que de verdad merece la pena. Contemplación que caracteriza en su libro Reivindicación de la voluntad «como el diálogo libre de dominio, como aquel ejercicio de la razón acompañada de la voluntad en el que no se pretende otro fin que el del mejoramiento del hombre». Si por vocación humana y sobrenatural Rafa ha querido ser un contemplativo en medio del mundo, por ejercicio profesional ha sido un contemplativo en medio de la academia y del tráfago de la vida intelectual. De eso no se va a jubilar; al contrario: con júbilo se va a dedicar, se está dedicando ya, a ese diálogo, libre de trabas y de obligaciones a veces enojosas. Bien merecido lo tiene. Pero hablando de contemplaciones, no estaría de más recordar durante unos momentos qué deja atrás y cuáles son principales retos que tiene por delante.

La generación que dio al departamento su primer impulso casi se nos ha ido por completo al cielo con la marcha de Leonardo Polo, mientras que la segunda casi ha emigrado en masa a esas platónicas islas de los bienaventurados jubilados, como acaba de hacer Rafa. ¿Qué debe ser recordado y agradecido de una y otra? Corresponden sin duda a dos etapas muy diferentes en la historia de la universidad española: aquella giraba alrededor del magisterio de los catedráticos, de los que se esperaba excelencia intelectual y no tanto talento de gestión, puesto que de un modo natural todo se organizaba de acuerdo con ellos, sin que tuvieran que tutelarlo. Navarra tuvo la suerte de contar con maestros eximios, sin duda las mejores cabezas del momento. Yo asistí a sus clases y puedo certificar que bastaba escucharles para descubrir que el ejercicio de la filosofía era una tarea fascinante y llena de retos. Aquel sistema padecía graves defectos, pero, cuando los puestos clave eran ocupados por figuras de valía, tenía la gran ventaja de focalizarlo todo en lo esencial, esto es, en la creación intelectual. Lo demás se daba, digámoslo así, por añadidura.

En la segunda mitad de los años setenta el escenario cambió por completo. Ya nada se daba gratis, ni la simple autoridad intelectual era reconocida sin más ni más. A partir de entonces fueron necesarias personas con capacidad de liderazgo en todos los ámbitos. En talla intelectual no podían desmerecer del desafiante parangón que suponían sus predecesores, pero además tenían que saber lo que se hacía en otras latitudes, dominar idiomas modernos, conocer tanto las fuentes clásicas como la ingente literatura secundaria. Debían formar equipos de trabajo, gestionar becas y puestos remunerados para los más jóvenes, encontrar fuentes de financiación externa e interna, crear revistas y series editoriales, bregar con un ámbito profesional progresivamente ideologizado, defenderse del tecnocratismo pedagógico (al menos hasta que Bolonia pudo con todos nosotros) y, sobre todo, echarle mucha, pero que mucha ilusión y además contagiarla. En esto, todas las personas que he citado antes y algunas más dieron un ejemplo de entusiasmo, capacidad y dedicación que debe ser reconocido en su justo valor, pero, mientras Ángel Luis González asumía responsabilidades a nivel de facultad y rectorado, los que hicieron cabeza en la sección de filosofía fueron Alejandro Llano y Rafael Alvira. A ninguno los dos tuve como profesor, puesto que entraron en Navarra por una puerta mientras yo salía por otra. Pero dice mucho de su talante que, en mis esporádicas visitas a Pamplona como licenciado en el exilio, sin casi oficio y ningún beneficio, fuera acogido por ambos con los brazos abiertos. Me ofrecieron motu propio una colaboración en la que siempre dieron el primero, segundo y tercer paso. Me consta que no fui una excepción y ello explica el surgimiento de una densa red de relaciones con centros universitarios españoles y extranjeros, de la que todos salimos ganando. A pesar de sus diferencias de talante, estilo y hasta de pensamiento político, que a nadie escapan y ya estaban presentes desde el primer momento, durante largos años Alvira y Llano han constituido el eje alrededor del cual ha girado esta máquina admirable que ha sido el departamento de filosofía de la Universidad de Navarra. Como en una carrera de relevos se han ido pasando mutuamente el testigo, pugnando por asumir las tareas más ingratas, las responsabilidades menos lucidas, los esfuerzos más ímprobos. Para la copa que sabiamente ha dispuesto la organización al término de este acto, adelanto ya mi brindis y reconocimiento por esa colaboración tanto más merecedora de aplauso por cuanto no les ha salido gratis a ninguno de los dos, pero que han sabido llevar hasta sus respectivas jubilaciones y de la que tantos y de tantas maneras hemos resultado beneficiados. No olvidaré recordar a algunos de los que hoy no están, bien porque —como preferidos de Dios— murieron jóvenes (y cómo no tener presentes a Ricardo Yepes, Gorka Vicente o Ángel d’Ors), bien porque su evolución intelectual y personal les llevó lejos de nosotros. Es algo doloroso, y sé, aunque no hayamos hablado de ello, que la herida sigue abierta. Pero ser filósofo y cristiano en las postrimerías del siglo XX y los albores del XXI no ha sido ni es tarea fácil o exenta de peligros. Lo ilustraré con un episodio que me impresionó y que Lamartine narra en su Historia de los Girondinos. Eran los tiempos más duros de la revolución francesa y una muchedumbre ingente se aprestaba a asaltar el palacio del Louvre, ocupado en aquel momento por los monarcas. Defendía el edificio una exigua guardia de mercenarios suizos. El centinela situado en el puesto de vanguardia cayó bajo las piedras que le lanzaba multitud, que por un temor supersticioso no se decidía a avanzar. Con admirable sangre fría, el jefe de la guardia sustituyó ese centinela por otro, y luego por otro y por otro. Ninguno titubeó en llevar hasta el final su cometido, y este sacrificio evitó una tragedia que sin la suya propia hubiese sido mucho mayor.

También vivimos ahora —y con mayor intensidad aún lo hemos vivido en los años que dejamos atrás— malos tiempos para los que no se dejan arrastrar por la corriente, para los que buscan dar al hombre de hoy soluciones reales y no sólo aparentes. Las preguntas de la filosofía son arduas y a veces se deja uno la vida a jirones mientras busca las mejores respuestas. Quien manda una unidad en tiempo de guerra no quisiera otra cosa que volver a casa después de haber cubierto los objetivos y con las tropas indemnes. Sabemos que todo el trabajo hecho, que ha sido mucho y muy honestamente efectuado, en modo alguno se perderá. Ahora bien, no nos toca saber cómo será eso, aunque nos gustaría mucho adivinarlo.

Esa ha sido la vista atrás. Mirando hacia adelante, tendría que dar un par de pinceladas sobre la filosofía de Rafael Alvira, esto es, esbozar lo que le queda por hacer a partir de lo que ya ha hecho. Aquí abundan los que conocen su pensamiento mejor que yo. Si se me ha pedido que aluda a ello, será seguramente para minimizar el riesgo de que me exceda de los diez minutos asignados, que por cierto ya están a punto de cumplirse. Resumiré por tanto y diré que envidio y valoro ante todo su fulgurante capacidad de llegar al meollo de los asuntos. Ojalá pudiera yo hacer lo mismo ahora. Como los escaladores que escogen la vía directísima para llegar a la cima de la montaña y luego avanzan con movimientos seguros y diestros a través de los pasos más peligrosos, Rafael es un maestro en hacer sencillo lo complicado, claro lo oscuro y fácil lo difícil. Difícil facilidad la suya, habría que matizar, como descubre enseguida quien pretende rehacer por sí mismo el camino que siguiendo sus pasos había resultado tan accesible. Le gusta dialogar con los grandes de la historia del pensamiento, sin perderse en nimiedades eruditas o filológicas. Su dominio de la bibliografía internacional más solvente, muy en particular la alemana, es sorprendente, pero de nuevo aquí evita enredarse en escaramuzas de poca monta: una y otra vez va con aplomo a lo sustancial. A menudo comienza su discurso con precisiones semánticas —en apariencia inofensivas— relativas al uso y evolución de ciertas palabras. Es una frase hecha que las pistolas las carga el diablo. Alvira quizá añadiría que lo hará en sus ratos libres, porque la mayor parte del tiempo se dedica a cargar los diccionarios, que son mucho más peligrosos. Y es que basta un leve matiz, un olvido, un cambio de énfasis para que se ponga muy difícil reconocer la verdad, encontrar el camino adecuado o detectar dónde está la clave del problema. Frente a esos riesgos nos pone en guardia, lo cual es muy importante, porque ahora mismo el principal defecto de la filosofía al uso es no salir de lo obvio. La tentación que ha de vencer el filósofo de hoy es la de pensar que su trabajo en realidad no sirve para gran cosa, y que puede emplear su tiempo en afilar lápices y perfilar frases. Frente a la moda del trivialismo teórico pulcramente académico, Rafa apuesta por el gran estilo, que siempre ha consistido en hablar de tú a tú con los gigantes del pensamiento, con infinito respeto, pero sin pacatos remilgos. Llama a las cosas por su nombre y no le tiembla la mano a la hora de disentir, aunque en realidad siempre parte de un mejor que de un no, por muy alejada que sea su posición de la que el autor interpelado defiende. Es como si pensara que la verdad es algo demasiado grande para ser patrimonio exclusivo de los «buenos». Buenos o malos, arrieros somos, y en el camino de la indagación filosófica todos tenemos nuestros ratos de gloria y momentos en que desbarramos. Por eso hay que mantener el espíritu bien alerta para aprender de todos sin hipotecarse con ninguno. Por encima de cualquier otra consideración, Alvira es pensador de totalidades. Para él, el error está en la parcialidad, en encariñarse tanto con una solución como para no ver sus límites y la necesidad de ulterior enriquecimiento. Las escisiones del pensamiento moderno son síntomas particularmente reveladores de este lamentable espíritu de facción. Rafa se defiende y nos defiende de él con resplandores de intuición más que con complejos raciocinios. Un arma que maneja con suma destreza es una aguda ironía que provoca en el lector ese tipo de sonrisa que nunca ofende, pero siempre hace pensar. Ofrezco un ejemplo, entresacado entre cientos, que tomo de su ensayo Dialéctica de la Modernidad:

 

La atención se centra progresivamente en el hombre, tras las épocas que se centraron en el Cosmos o en Dios. Aquí es donde el sarcasmo dialéctico es más agudo. Una filosofía que se centra en el hombre y… que acaba perdiendo al hombre. No es ya que se pueda decir —como Foucault— que el hombre es un invento del siglo XVIII. Es que hoy, en la «cultura de la modernidad», el hombre no le interesa a nadie. Lo que le interesa a cada uno es su placer, pero eso es otra cosa. Que el hombre no le interesa a nadie, salvo como divertimento para los antropólogos culturales, se puede ver sobre todo en la desaparición de la natalidad.

 

Siendo con todos amable, y afable hasta con los adversarios, se empeña en devolver a las formas sus contenidos, desenmascara el número infinito de circunloquios hipócritas que hay detrás de una forma de pensar supuestamente radical y adicta a la filosofía de la sospecha. Sobre todo, recupera la vocación de servicio a un concepto integral de verdad, avanza con valentía, pero midiendo riesgos, y no se conforma con reconciliar la razón teórica y la práctica, sino que rescata a la voluntad del olvido en que la ha sumido una parte sustancial de la filosofía en los últimos siglos, voluntad que reivindica no contra el intelecto, sino a favor del hombre, buscando el fruto de salvarlo del solipsismo individualista:

 

El hecho de que la racionalidad —tanto en el entendimiento como en la voluntad— signifique apertura y éxtasis, es lo que fundamenta el carácter social de la persona. Por muy individuo que sea, la persona no es persona si no es social. La sociabilidad distingue al individuo racional del que no lo es.

 

Así —y ya termino— la filosofía de Rafael Alvira es práctica porque es teórica y viceversa. Su libro sobre la libertad lo certifica: ya en el título pregunta no por la existencia de lo libre, sino por su esencia: ¿Qué es libertad? Existencialmente estamos tan metidos en ella que sólo practicándola podremos conocerla. Por eso enseña ante todo eso: la práctica de la libertad. Si según la vieja fórmula el movimiento se demuestra andando, la libertad se demuestra en el insobornable esfuerzo de ejercerla no de un modo ensimismado sino abierto a todos los vientos:

 

Si ser libre es ser activo, lo seré en la misma medida cuando tenga una actividad creadora o, mejor, ya que nos estamos refiriendo al hombre, constructiva. Por eso construir es la mejor y más bella pasión humana. Construir una familia —que significa construir hombres moralmente libres, no solo hombres en sentido físico—, una empresa, una obra de arte, una sociedad justa, construir… eso es ser libres.       

 

Rafa: esta es precisamente la enseñanza que nos has impartido a lo largo de todos estos años, pero, sinceramente, queremos que sigas profundizando en ella y que nos comuniques tus hallazgos con la palabra hablada y escrita y, sobre todo, con el ejemplo de tu amistad y de tu vida.  

 

 

 

Juan Arana Cañedo-Argüelles

jarana@us.es