LA NATURALEZA EN LA NUEVA BILDUNG ESTÉTICA
Sixto J. Castro
Universidad de Valladolid
https://orcid.org/0000-0002-9519-4113
Resumen: Como todo concepto, el de naturaleza tiene una historia que constituye una trama compleja de capas de sentido que aparecen y se ocultan en diversos momentos. La consideración contemporánea de la naturaleza como una realidad cuasidivina ha hecho salir a la luz antiguas concepciones de esta como una realidad deífica, que dan lugar a un trenzado diferente del de entonces. Para mostrar que nuestro concepto de naturaleza está constituido por un enmarañado haz de discursos, referencias e intereses haré una lectura crítica de las tesis del filósofo británico M. Budd. Finalmente, propondré una lectura del concepto eckhartiano de Gelassenheit para comprender el papel que ocupa en el imaginario contemporáneo esta naturaleza divinizada que nos exige abstenernos de toda intervención para lograr una contemplación pura.
Palabras clave: naturaleza, Budd, Eckhart, divinización.
NATURE ACCORDING TO THE NEW AESTHETIC BILDUNG
Abstract: Like every concept, the concept of nature has a history consisting of a complex weave of layers of meaning that appear and are concealed at different times. The contemporary consideration of nature as a quasi-divine reality has brought to light old conceptions of nature as a deific reality, which give rise to a different weave. In order to show that our concept of nature is constituted by this entangled bundle of discourses, references, and interests, I will make a critical reading of the theses of the British philosopher M. Budd. Finally, I will propose a reading of the Eckhartian concept of Gelassenheit in order to understand the role that this divinized nature plays in the contemporary imaginary, which requires us to abstain from any intervention in order to achieve a pure contemplation.
Keywords: nature, Budd, Eckhart, divinization.
Recibido: 25/09/2023
Aceptado: 12/01/2024
DOI: 10.24310/nyl.18.2024.17648.
Es una obviedad decir que los conceptos tienen una genealogía y una historia. Igualmente obvio es que gran parte de las construcciones conceptuales que se elaboran para dar cuenta de un fenómeno creen falsamente partir de cero, en la mayor parte de las ocasiones por inconsciencia o desconocimiento de quienes las proponen. El hecho es que, al usar determinados conceptos, normalmente oscilamos entre diferentes contenidos que legítimamente se cobijan bajo el término que refiere tal concepto, como fruto de su «historia efectual».
Cuando hoy hablamos de naturaleza no nos referimos sin más a la physis griega, ni tampoco a la naturaleza newtoniana. Parece obvio que el objeto de pensamiento de Newton y Aristóteles, aquello a lo que se refieren sus discursos, no es el mismo, ni lo es la naturaleza romantizada de los románticos (valga el pleonasmo) o la naturaleza de los cosmólogos actuales. Parece igualmente evidente que cuando hablamos hoy de la naturaleza no podemos sin más considerar que el enfoque aristotélico o la lectura kantiana de la naturaleza sean la última palabra al respecto, lo que no significa que no sea posible tomar elementos de la filosofía aristotélica o kantiana para pensar la naturaleza. Pero hay que reconocer que esta es hoy un «objeto» muy diferente del que estaba en el ámbito de posibilidades de reflexión de ambos filósofos.
Estos cambios intensionales y extensionales, usando la terminología popular entre los filósofos analíticos, no requieren de siglos para producirse. En ocasiones se dan en el itinerario vital de un mismo filósofo. Un caso paradigmático es el de Kant. Se ve muy claro cuando comparamos, hablando en términos generales, la naturaleza mecánica y sometida a una legalidad imperturbable de la Crítica de la razón pura con la naturaleza protorromántica de la Crítica del Juicio, que da lugar al genio y, por tanto, a una trascendencia creativa absolutamente opuesta a todo mecanicismo, que será asumida por los románticos como la naturaleza originaria (Desmond, 2003: 62-63). Parece que esta naturaleza «originaria» no se puede pensar del mismo modo que se pensaba aquella naturaleza determinada y determinable. Si se le aplicasen las herramientas de la Crítica de la razón pura a esta «otra» naturaleza, no tendríamos los mismos resultados que se dan en esa obra.
Parece pues evidente que el concepto de naturaleza tiene una historia constituida por muchos hilos, por un trenzado complejo que, de algún modo, se transparenta en diferentes momentos del devenir histórico: cuando ese trenzado se va enriqueciendo, va mutando y ciertas capas de sentido y de significación quedan ocultas, mientras que otras que yacían latentes salen a la luz, aunque quizá tomen una forma distinta. Un ejemplo palmario del asunto puede ser la consideración contemporánea de la naturaleza como una realidad dotada de un carácter cuasi-divino. Esta concepción contemporánea nos permite percibir los antiguos hilos de ciertas concepciones de la naturaleza entendida como una realidad deífica, pero trenzados de un modo diferente, al incorporar nuevos elementos a esta trama que constituye –al menos en parte– el concepto contemporáneo.
Esta idea de la trama se hace evidente a poco que estudiemos un concepto: vemos que tiene una historia en la que, habitualmente, subsume en sí muchas otras conceptualizaciones previas, a veces de modo dialéctico, a veces simplemente de manera acumulativa. La idea, pues, que quiero defender en este texto, es que nuestro concepto de naturaleza está construido por una trama compleja de discursos, referencias, intereses, etc. procedente de muchas voces y de diversos orígenes, como diría Barthes de los textos. Para mostrar esta tesis haré referencia, desde una perspectiva diferente, a algunas de las ideas que argumenté en un texto publicado hace unos años, en el que revisaba de manera crítica la tesis del filósofo británico M. Budd relativa a nuestro modo de relacionarnos estéticamente con la naturaleza (Castro, 2015).
La idea fundamental de Malcolm Budd es que en nuestro acercamiento estético a la naturaleza tenemos que abstraer de toda acción humana que pueda haberla afectado, porque, de no hacerlo así, nuestra contemplación de la naturaleza la «reduce» a un artefacto o la equipara a una obra de arte. Y esta es, según él, una maniobra ilegítima, que no deja que la naturaleza sea naturaleza. Su intento de recuperar la naturaleza como naturaleza es comprensible, en tanto que el desarrollo estético postkantiano está presidido por la reflexión sobre las artes, hasta el punto de que la apreciación del arte se ha visto como modelo de la apreciación de la naturaleza. Su razonamiento, a pesar de que no es convincente desde el punto de vista argumentativo, nos ayuda a desvelar ciertos elementos latentes en la contemporánea cuasi-divinización de la naturaleza a la que aludimos.
La idea de Budd –aunque él no la exprese en estos términos– es que es necesario mediar de alguna manera en nuestra contemplación de lo natural para suprimir cualquier intervención anterior sobre la naturaleza, huyendo de toda lo que sea sospechoso de artefactualización, de tal modo que nuestra apreciación estética de la naturaleza se ciña, aunque suene reiterativo, a apreciarla como naturaleza y no como arte, ya que el arte siempre se juzga desde categorías artísticas, mientras que la apreciación de la naturaleza es (supuestamente) mucho más libre. La naturaleza es lo otro que el artefacto, y por eso hay que apreciarla estéticamente en el modo que le corresponde. Por tanto, nuestra apreciación estética supone eliminar cualquier residuo de impureza.
Para determinar el tipo de apreciación que le compete en propiedad a la naturaleza, una apreciación que debe ser «pura», es necesario, según este autor, «abstraer de cualquier diseño impuesto sobre la naturaleza, especialmente de un diseño impuesto para lograr un efecto artístico o estético» (Budd, 1996: 210). Para justificar su propuesta, Budd se remite a la idea kantiana de «belleza libre», que Kant desarrolla en el parágrafo 16 de la Crítica del Juicio, la pulchritudo vaga. Como es sabido, Kant articula este concepto frente al de belleza dependiente (pulchritudo adhaerens), aquella que supone la presencia de un concepto en el juicio de gusto. En el juicio de belleza dependiente los objetos se ponen bajo el concepto de una finalidad determinada, como cuando yo juzgo la belleza de una iglesia: debo saber qué es una iglesia antes de juzgar si es bella o no. Por el contrario, la belleza libre es la que es objeto del juicio puro de gusto, a partir de lo que se da a los sentidos. De este modo, parece que la belleza dependiente es, de alguna manera, una belleza no pura, sino en parte intelectualizada. Lo que parece proponer Budd con su apelación a Kant es que experimentemos la belleza de la naturaleza como si su forma de algún modo estuviese adaptada a nuestras capacidades cognitivas, pero sin considerar que eso sea efectivamente así, porque, de esa manera, la experimentaríamos como arte, y no como naturaleza (Budd, 1998: 7). Tal sería el caso, por ejemplo, de la naturaleza entendida como artefacto de Dios, de donde se derivan numerosos argumentos estéticos en el espacio de la teología y de la filosofía. Pero ese no es el propósito de este filósofo.
De todos modos, esta estrategia no es tan prometedora como pudiera parecer a primera vista. En efecto, Budd basa su defensa de ese modo específico de contemplación en el concepto kantiano de belleza libre, aquella de los papagayos, las flores y el ave del paraíso. Pero Kant señala que esta categoría puede aplicarse también a ejemplos artísticos: fantasías sin tema, grecas, arabescos… Hoy diríamos que también al arte abstracto en general. Si también el arte puede jugar en el campo de la belleza libre, parece que la apreciación artística se nos cuela como posibilidad en la propuesta de Budd. Es decir, aplicando la idea de belleza libre podríamos seguir apreciando estéticamente la naturaleza como apreciamos la música absoluta o la pintura abstracta (supuestamente). Pero aún hay más: Kant sostiene que diversos ejemplos de belleza natural (caballos, animales cotidianos…) caen dentro de la categoría de belleza dependiente. Luego si jugamos con las categorías de naturaleza, arte, belleza libre y belleza dependiente las posibilidades que obtenemos son muy variadas y desde luego no nos permiten establecer la correlación buscada entre belleza libre y naturaleza.
Este modo de enfocar el asunto, tanto en Budd como en Kant, oculta en cierta manera el hecho de que la belleza que se nos presenta siempre es dependiente y solo haciendo un poderoso ejercicio de «epojé» intelectual tenemos una belleza libre. Exactamente lo contrario de lo que proponía Kant: las fantasías sin tema son bellezas supuestamente porque son fantasías, siguen las leyes de la armonía y el contrapunto, etc. Es decir, son, de hecho, bellezas dependientes (si no sabemos qué es una fantasía, difícilmente podríamos decir que es una fantasía bella). Y podemos hacer el ejercicio intelectual de plantearlas como si fuesen naturaleza (eliminando todas las convenciones tonales que la presiden y que, en cierto modo, determinan que se las considere bellas), como hacemos con el ave del paraíso, pero, curiosamente, no con el caballo. Como se ha dicho, parte de la naturaleza cae también dentro de la categoría de belleza dependiente. El asunto es que, para salvar la propuesta de Budd, tenemos que rescatar esa pequeña parte de naturaleza que queda completamente fuera de los intereses y conceptos humanos para poder referirnos a ella como belleza libre y, entonces, sí, dejar que nos afecte estéticamente solo en lo que tiene de naturaleza. Pero esto no es tan fácil de precisar, a pesar de las apariencias.
Las preguntas surgen inmediatamente: ¿son las propiedades estéticas de la naturaleza y las de la obra de arte las mismas o son distintas? Y en este último caso, ¿qué propiedades estéticas son las propias de la naturaleza? Y esto solo en el caso de que nuestra contemplación de la naturaleza sea estética, porque la contemplación puede ser muchas otras cosas: religiosa, mística, erótica (en sentido platónico), etc. Pero la pregunta sustancial es qué es esa naturaleza que ha de ser apreciada en tanto naturaleza. Y aquí es donde va a entrar la historia del concepto como el elemento decisivo.
Parece que lo obvio es distinguir lo natural de lo artificial (Budd, 2002: 119), pero eso solo traslada la pregunta a otro lugar: qué es lo artificial. Budd señala que el artefacto es lo intencionalmente producido. Esto deja fuera de lo artefactual la naturaleza, si no la consideramos en su origen un artefacto de Dios, o si restringimos la artefactualidad a las creaciones humanas. Pero, aun así, habría que definir «artefacto» de una manera más precisa, pues cabe pensar que hay artefactos no intencionalmente producidos, como, por ejemplo, las astillas resultantes de la talla de una escultura de madera. Considerar estas astillas como productos intencionales implicaría considerar «intencional» absolutamente todo producto no deseado de una acción humana, es decir, considerar que la «intención» cubre también los casos no previstos o no deseados. Obviamente esto puede hacerse, pero entonces sería más correcto oponer la naturaleza a cualquier producto de un acto humano para evitar la ambigüedad del término «intencional». Sin embargo, hay actos humanos (y del hombre) cuyos productos difícilmente pueden ser considerados artefactos, desde los desechos a las sensaciones. No parece muy clara entonces esa contraposición entre natural y artefactual. Aun así, la propuesta de Budd es pensar la naturaleza como un producto exclusivo de fuerzas y procesos naturales (Budd, 2002: 109), lo cual sigue arrojando más oscuridad que luz. Pensar la naturaleza como algo ajeno a la intervención humana deja fuera de la naturaleza los parques naturales, las cordilleras con senderos para los alpinistas, los jardines de las ciudades, es decir, absolutamente todo lo que consideramos de alguna manera natural, y la naturaleza queda, de este modo, restringida a ser una especie de noúmeno inalcanzable y solo accesible mediante este ejercicio ascético de los conceptos al que me he venido refiriendo.
No parece que haya otra manera de referirse a la naturaleza que de un modo apofático. La naturaleza no es un artefacto, no es una entidad cultural, no es un ente intencional, no es un ente finalista… Y todos estos noes, de alguna manera equivalen a un sí: la naturaleza es una construcción conceptual. Al ir negando constantemente mostramos que nuestro concepto de naturaleza es el resultado de muchas teorías e hilos históricos.
Cuando hoy hablamos de naturaleza nos referimos a cosas muy diversas de las que pensaban en el siglo III a.C o en el IX d.C. Pero aquellas no quedan excluidas. No empezamos a pensar la naturaleza desde cero, sino que nuestro trasfondo lo constituyen cada vez más determinaciones relativas a qué se considera naturaleza. Como señalaba al principio, en la historia del concepto de naturaleza todos estos mimbres están constantemente tejiendo nuevas referencias. Por ejemplo, Scoto Eriúgena, en ese siglo IX, siguiendo a San Agustín, para quien Dios es «naturaleza increada» (San Agustín, De Trin XIV, 12.16), consideraba que toda la realidad (Dios incluido) es naturaleza (natura). Esta puede ser natura naturans y natura naturata, y ahí entra todo lo que existe. No hay una realidad exterior a la natura frente a la que esta se pueda definir negativamente. Es obvio que este es un caso extremo de «naturalismo» que nadie, en el uso que damos hoy a ese término, consideraría tal (Pérez Marcos, 2021), pues el naturalismo contemporáneo es antimetafísico por definición y Scoto Eriúgena es metafísica en su forma más pura. Esta idea de que Dios y naturaleza se confunden abarca también muchos otros conceptos de naturaleza, desde el Deus sive natura spinoziano a las divinizaciones de la naturaleza que se dan en innumerables culturas y tradiciones.
Lo más habitual de esta construcción son las oposiciones definicionales, es decir, aquellas que se elaboran para delimitar el territorio, aquellas que oponen naturaleza y espíritu (Hegel), naturaleza y téchne (Aristóteles), naturaleza y gracia o lo natural frente a lo sobrenatural (Tomás de Aquino)… En ocasiones, la naturaleza es vista como invariable, o al menos como algo que encaja como un guante en nuestras formas apriorísticas de acercarnos al mundo, como sucede en el Kant de la Crítica de la razón pura y sus categorías. En otras, como algo empieza a adquirir un carácter cuasi-orgánico, como es el caso de las obras finales de este autor y sus sucesores románticos. O como algo que palidece frente a lo geistlich, que diría Hegel.
La cuestión es que tan perfectamente se puede subsumir todo lo real bajo el concepto de naturaleza como definir esta por medio de un sistema de oposiciones. O incluso rechazar que la naturaleza sea algo. En cualquiera de estos casos, el concepto de «naturaleza» se revela una construcción eminentemente cultural. Así la naturaleza qua naturaleza es más bien cierta realidad interpretada qua naturaleza. Dentro de ese concepto han caído, caen y caerán cosas muy diversas.
Con el concepto de «naturaleza», como con las palabras, hacemos cosas, construimos mundos y, según el mundo posible en el que nos alojemos, el término «naturaleza» juega un juego u otro, es decir, está por un concepto o por otro. La naturaleza, entonces, pasa a ser más cultura que naturaleza en sí, y no puede ser otra cosa. Con esto llegamos al aparente absurdo de que la «naturaleza» (concepto) no se puede identificar con «lo natural», porque no se deja explicar por un vocabulario que no sea eminentemente cultural. Joseph Margolis señala que «la simple descripción y la explicación de la naturaleza son (ellas mismas) artefactos del mundo cultural» (Margolis, 2009: 78). En el texto de Italo Calvino Si una noche de invierno un viajero, un personaje se dedica a borrar mentalmente todos los elementos que no va a tomar en consideración: ministerios, bancos, rascacielos, a sus superiores, a los transeúntes, cuarteles, personas de uniforme, hospitales, hospicios, la universidad, estructuras económicas y cómo no:
«la naturaleza… Ja, ja, no crean que no he comprendido que también ésta de la naturaleza es una linda impostura: ¡muera! Basta con que quede una capa de corteza terrestre lo bastante sólida bajo los pies, y el vacío por todas las demás partes» (Calvino, 1980: 116).
Es evidente que plantear la naturaleza en estos términos puros «ideales» tiene una potencialidad política muy interesante, muy adorniana. Es entender la naturaleza como algo que está «fuera» del acceso universal de la racionalidad, el mercado, la tecnología, la ciencia, etc., quizá como un espacio para la contemplación del que borramos toda finalidad. Martin Seel señala que la experiencia estética de la naturaleza se caracteriza precisamente por esto, por vivenciarse como «espacio de la contemplación», como un lugar de la contemplación libre de fines y meditativa, que invita a sumergirse en ella y a olvidarse de sí (Seel, 1991: 38). La naturaleza se convierte así en espacio de contemplación precisamente cuando no ha sido configurada para ello. Pero para que esto sea posible, hay que «dejarla ser». Al hacer esto construimos un espacio propiamente natural mediante el recurso a la Gelassenheit, un término de largo recorrido teológico y filosófico.
Gelassenheit suele verterse al español por calma, serenidad. El sentido original de este término, según el diccionario de los hermanos Grimm[1], es «el hacer y el ser de quien se ha dejado a sí mismo y se ha dejado a sí mismo en un dios (…)». El diccionario nos envía a gelassen, y de ahí ya nos remite al Maestro Eckhart y a Taulero, los místicos renanos. El término pasa a Lutero y acaba llegando a Heidegger, que lo vuelve filosóficamente popular. En Eckhart, la Gelassenheit manifiesta básicamente la identificación con la voluntad divina que posibilita que el hombre se desarrolle como imagen de Dios, para lo cual tiene que vaciarse y negarse, es decir, tiene que «dejar a Dios ser Dios». Esto es lo mismo que se nos pide hacer ahora con la naturaleza. Todo habitar invasivo, poseedor queda rechazado. Incluso el espacio de la definición por opuestos parece inapropiado. Dejar que la naturaleza sea naturaleza es parte de la nueva Bildung, de la nueva formación del ciudadano (Castro 2015). Y en cierto modo, de la religión de nuestro tiempo. Este carácter religioso de la contemplación y del trato con la naturaleza se deriva de inclusión en la Bildung que se demanda en nuestra época.
Bildung es un término que introduce en la lengua alemana el Maestro Eckhart (Fraas, 2000: 44ss) y su etimología nos remite a Bild, imagen (Cassi, 2014: voz «Bildung»). Bildung hace referencia al proceso de formación, de dar forma, de dar imagen, y remite a inbîlden, que significa la adquisición de una representación figurativa que, para los místicos, es dada por Dios, que es quien imprime su imagen (sich einbildet) en los seres humanos. La explicación que da el neoplatónico Maestro Eckhart suena a nuestros oídos muy hegeliana –de hecho, Hegel reconoce la influencia de Eckhart en su pensamiento–: el hombre está extrañado (entfremdet), alienado de su origen en Dios, al que tiene que retornar. Para superar este extrañamiento, el hombre debe emprender otro extrañamiento: del mundo y de sí mismo, debe aniquilarse (ent-werden, no ser). Esa es la condición para la comunidad con Dios. Por eso Eckhart entiende la «Bildung» como «el aprendizaje de la serenidad», por el que el hombre se hace semejante a Dios, una aventura en la que es Dios quien dirige el proceso. Ahora, tal como se deriva de los discursos que hemos presentado, se nos pide hacer lo mismo con la naturaleza. Para que esta pueda ser realmente experimentada como naturaleza debemos dejarla ser, como el ser heideggeriano –también inspirado por Eckhart–, y eliminar todos esos residuos posesivos y atronadoramente invasivos, técnicos, que habitualmente hay en nuestra relación con ella, entre ellos el considerarla desde la perspectiva del arte. Debemos vaciarnos de nosotros mismos, de nuestros esquemas y precomprensiones y, como acción positiva, para que la naturaleza sea vista como naturaleza, tenemos que liberar nuestra imaginación (Einbildungskraft, de nuevo la etimología es clave), como harán los románticos alemanes. Ahora ya no es Dios quien conforma al ser humano a su imagen y mediante su imagen, quien le posibilita retornar a esa unidad originaria, sino que ese papel reconstructivo, unificador, totalizante y desalienador le corresponde a la imaginación, de ahí el papel del genio, íntimamente relacionado con la naturaleza desde Kant, cuya imaginación da lugar a las ideas estéticas (Kant, 1995: § 49). Esta espiritualización de la naturaleza, que va a acabar ocupando en cierto modo el lugar de lo divino (con el genio como su profeta, desde el punto de vista estético) es otro de tantos mimbres que están en la base de esta concepción de la naturaleza que nos exige que la dejemos ser naturaleza, y arrastra consigo toda esta etimología encarnada en la historia del concepto. Estamos asistiendo a un cambio categorial. Y la naturaleza (junto a otras realidades) va a ocupar el hueco dejado por un mundo religioso que se parece en muchas cosas al estético.
Hemos postulado así un espacio prístino, gelassen, no interferido, que se resiste a toda intervención, ahora incluso imaginativa, que rechaza toda detención: «la naturaleza como tal». Para diferenciarla del arte, que se encuadra en determinadas categorías que determinan nuestra apreciación –la apreciación estética de una tragedia es distinta de la de una novela, precisamente porque cada categoría establece sus demandas– Budd sostiene que las «propiedades estéticas o apariencias estéticamente relevantes son típicamente indefinidas y están abiertas de una manera que no es característica de las obras de arte» (Budd, 2006: 268). Así construimos la naturaleza como un espacio, indefinido, indefinible, externo a la construcción cultural, en último término inalcanzable e «imposeíble»; divino, en una palabra.
Esta pureza no es la que vemos al abrir los ojos o pisar la hierba. En nuestra vida cotidiana nos relacionamos con la naturaleza –al igual que hacemos con la divinidad– mediante conceptos que la desfiguran, pero que nos posibilitan un determinado tipo de acceso a ella, completado, sin duda por los accesos afectivos, religiosos, técnicos, prácticos... La contemplación pura requiere de un cierto tipo de ascesis. La Gelassenheit no se da sin muchos abandonos.
Apreciar la naturaleza como lo que realmente es supone dejar de lado toda apelación ingenua a «lo dado» de la naturaleza y aceptar su carácter construido. En esta apelación a una naturaleza cuasi-divina se detecta el temor a que la interpretación contamine de algún modo la realidad. Cuando, en el capítulo La rebelión, de la obra de Dostoievski Los Hermanos Karamazov, Iván discute sobre la cuestión el mal con su hermano, el novicio Aliosha, y le relata una enorme lista de sufrimientos infligidos a los niños como algo que simplemente no puede soportar, le dice: «No comprendo nada –prosiguió Iván como si delirase–, ahora no quiero comprender nada. Quiero atenerme al hecho. Si pretendo comprender alguna cosa, enseguida cambio el hecho, y he decidido atenerme a él…» (Dostoievski, 1987: 395). Análogamente, comprender la naturaleza, analizarla y transformarla, parecería un modo de violentarla.
Quizá la solución sea alinearse con Susan Sontag y pretender una experiencia puramente erótica de la naturaleza. Ver más, sentir más, interpretar menos (Sontag, 1984). Pero, de nuevo, la erótica de la naturaleza implica la Gelassenhheit, no intervenir en ella, acceder a ella despojados de todo. Y eso supone también un entrenamiento, una educación, una Ausbildung, dejarse conformar. Siempre la Bildung. Ahora, la de la naturaleza divinizada.
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Sixto J. Castro
sixto.castro@uva.es