Del molino de
Leibniz a la brecha de Levine: Sobre mentes, cerebros y máquinas
Rafael Andrés Alemañ Berenguer
Universidad de
Alicante
https://orcid.org/0000-0002-3612-8167
Resumen: La célebre
metáfora del molino de Leibniz planteó un problema que mucho después Levine
denominó «brecha explicativa», en referencia a la disyunción aparente entre los
aspectos mentales y materiales de la realidad. El monismo neutral, a este
respecto, se revela como un digno rival del monismo materialista, aceptando la
subjetividad irreductible de los qualia. Esta tesis separa en cierto
modo la psicología de la física y, si a ella unimos una hipótesis adicional,
destierra la posibilidad de máquinas pensantes.
Palabras clave: Mente, materia,
monismo neutral, materialismo, qualia
From Leibniz's mill to Levine’s gap: On minds, brains,
and machines
Summary: Leibniz's famous windmill metaphor posed a problem that much later
Levine named the «explanatory gap» due to the apparent disjunction between the
mental and material aspects of reality. In this regard, neutral monism happens
to be a worthy rival to materialist monism by accepting the irreducible
subjectivity of qualia. This thesis somehow separates psychology from physics
and, if we add an additional hypothesis to it, banishes the possibility of thinking
machines.
Keywords: Mind, matter, neutral
monism, materialism, qualia
Recibido: 29/06/2022
Aceptado: 21/12/2022
DOI:
10.24310/nyl.18.2024.15073
1.
Introducción
El clásico
artículo de Levine sobre la dificultad de derivar nuestras más íntimas
experiencias subjetivas a partir del conocimiento disponible sobre la base
material de los procesos cerebrales, publicado cuatro décadas atrás, marcó un
hito en su campo y consagró la expresión «brecha explicativa» (explanatory gap). No tanto por haber aportado
novedades sustanciales como por la nitidez de sus argumentos, se convirtió
desde entonces en texto de referencia para cuantos autores se interesaron por
la relación mente-materia. Para los propósitos de este trabajo -y equiparándola al término «conciencia»- adoptaremos como definición de «mente»
«[…] la dimensión autotransparente de la vida psíquica, en virtud de la cual el
sujeto pensante se convierte en espectador activo de sí mismo, […]» (Arana, 2015:
19). Por otra parte, para la «materia» convendría «[…] un concepto abierto que
designa sin más especificación cualquier entidad que esté inmersa en el
espacio-tiempo y acate las leyes naturales […]» (Ibid:
20).
Los términos del
problema apenas han cambiado desde que ese celebrado artículo vio la luz; bien
al contrario, sus aristas se revelan hoy más numerosas y afiladas, aunque su
núcleo temático permanece intacto. Sigue siendo tan pertinente hoy como
entonces abordar las mismas preguntas que Levine dejó abiertas: ¿cuál es el
vínculo entre las dimensiones material y mental de la realidad?; ¿son
inconmensurables entre ellas?, ¿o ese aparente abismo categorial entre ambas se
debe tan solo a nuestros sesgos y prejuicios? La cuestión se enturbió aún más
con la llegada de los computadores y la así llamada inteligencia artificial,
toda vez que ese nuevo mundo sugirió la posibilidad de que los sistemas
electrónicos de suficiente complejidad desarrollaran alguna forma de
consciencia parangonable con la mente humana.
El fondo de la
cuestión, vestido con diferentes ropajes, siempre gira en torno a la
aparentemente insalvable cisura entre la mente y la materia. Los intentos de
apuntalar una imagen unificada del mundo por encima de este dilema han sido
numerosos y controvertidos, con derivaciones y que llegan hasta nuestros días. Partiendo
en el epígrafe segundo de las consideraciones realizadas desde Leibniz hasta
los contemporáneos de Levine, las secciones posteriores confrontarán el monismo
materialista y el neutro, cuyas visiones resultan más cercanas al conocimiento
científico firmemente establecido, con especial hincapié en el monismo neutral -ya en el apartado tercero- menos difundido que su homólogo
materialista.
Parte esencial de
nuestra discusión será el análisis de la naturaleza de los qualia (en
los apartados cuarto y quinto), especialísimo e irreemplazable componente en la
arquitectura de la realidad del que no podemos prescindir si queremos que en
ella las mentes jueguen algún papel. Este punto, a su vez, nos llevará a
preguntarnos en el epígrafe sexto si cabe atribuir fenómenos mentales a
entidades electromecánicas, como los avanzados computadores y autómatas que la
tecnología futura nos promete. Y en relación con ello se expondrá una posible
formulación de los siempre polémicos vínculos entre ciencias como la física y
la psicología, dejando a un lado la apasionante cuestión de la conciencia -y la autoconciencia- cuya extensión desborda los
límites de este trabajo. El apartado de conclusiones, en séptimo lugar, cerrará
la exposición con un breve resumen de las tesis más relevantes aquí defendidas.
2.
De Leibniz a Levine
Pocos dudarían que
la piedra de toque en la construcción de la propia identidad viene
fundamentalmente dada por la distinción entre la intimidad de nuestro yo y la
existencia de un mundo externo omnipresente, incontestable y siempre ajeno a
los deseos humanos. Nuestros pensamientos, anhelos y temores -nuestra mente, al cabo- quedan al margen de la fría
impavidez del mundo material que nos envuelve, tan abrumador como ineludible.
Con la triste excepción de los desórdenes mentales graves, cualquier persona es
consciente de la taxativa disyunción entre nuestra vida mental y los
acontecimientos materiales del entorno. Desde tan privilegiada atalaya los
seres humanos nos entregamos a explorar hasta el último rincón del universo,
hacia los reinos de lo obnubilantemente grande y de
lo inimaginablemente pequeño. Las ciencias de la naturaleza, y aun las ciencias
sociales, dieron buena prueba de nuestro éxito en esas lides. Pero quedaba
todavía un receptáculo por expugnar, cual era nuestra propia mismidad. Allí, en
las mismas raíces de nuestro universo interior acaso residiese la respuesta a
la incógnita de la esencia, la existencia y -por qué no- la trascendencia del ser humano.
Pero la empresa
resultó inesperadamente ardua, superando con mucho la pugna intelectual que
condujo al descubrimiento de las leyes de Newton o la evolución darwiniana.
Parecía haber algo radicalmente distinto en el mundo mental que lo apartaba sin
remedio de los aspectos materiales de la realidad. No bastó con abandonar las
apelaciones a un alma inmaterial y concentrar las investigaciones en
el cerebro, requisito indispensable para descubrir hasta donde cabía
llegar por ese camino en la explicación naturalista de nuestros cimientos
psicológicos. La frontera entre mente y materia persistía, invisible e
impenetrable, resistiendo todo esfuerzo de traspasarla. El gran Leibniz fue uno
de los autores que más temprana y diáfanamente señaló el núcleo del problema con
su celebrada metáfora del molino:
Hay que reconocer,
por otra parte, que la percepción y lo que de ella depende resultan inexplicables
per razones mecánicas, esto es, por medio de las
figuras y de los movimientos. Porque, imaginémonos que haya una máquina cuya
estructura la haga pensar, sentir y tener percepción; se la podrá concebir
agrandada, conservando las mismas proporciones, de tal manera que podamos
entrar en ella como en un molino. Esto supuesto, una vez dentro, no hallaremos sino
piezas que se impelen unas a otras, pero nunca nada con que explicar una
percepción. Así, pues, esto hay que buscarlo en la sustancia simple, no en lo
compuesto o en la máquina. Más aún, no cabe hallar en la sustancia simple otra
cosa excepto esto, es decir, excepto las percepciones y sus cambios. Y
solamente en esto también pueden consistir todas las Acciones internas
de las sustancias simples. (Leibniz, 1981, p. 87)
Lo que se ha
conocido también como la «brecha de Leibniz» (Leibniz's
gap) situó en el centro del escenario la cuestión medular del dilema
mente-materia. Con este argumento, el filósofo alemán trataba de mostrar las
limitaciones del mecanicismo materialista a la hora de explicar la naturaleza
de nuestra vida mental, la cual deviene ininteligible en el marco de esta
doctrina según el argumento precedente. Por un lado, desde una perspectiva
meramente material solo tenemos acceso a los aspectos objetivos de la realidad
(propiedades medibles, cambios de estado), a través de los cuales
intentamos desvelar los rasgos estructurales básicos del mundo físico. En el
extremo opuesto, aparentemente, se halla nuestra subjetividad interna, en
virtud de la cual no solo componemos las teorías abstractas que
representan el universo material, sino que asimismo nos vemos atravesados por
recuerdos, pensamientos y emociones de toda clase.
Es de gran
importancia subrayar que la dicotomía señalada por Leibniz supone un reto tanto
para dualistas como para monistas. Quienes defiendan que mente y cerebro son
dos entidades separadas habrán de explicar el modo en que interaccionan, a
menos que se abandonen a una suerte de armonía preestablecida o paralelismo
psicofísico -una escapatoria demasiado artificiosa para
ser tomada en serio. Y cuantos aboguen por el monismo deberán justificar la
escandalosa disparidad entre el plano material y el mental que damos por
descontado en todas nuestras descripciones del mundo.
Con la añadidura
de alguna sofisticación formal, argumentos análogos fueron esgrimidos muchos
años después por Saul Kripke, Thomas Nagel, Frank Jackson, Joseph Levine y
David J. Chalmers en sus célebres estudios al respecto. Kripke (1971, 1979,
1980) desarrolló una versión mucho más sofisticada del argumento cartesiano
favorable a una distinción bien fundada entre la mente y el cerebro. Apoyándose
en la semántica de mundos posibles y en su teoría de la referencia directa para
términos lingüísticos, este filósofo concluyó que los estados mentales no
tenían necesariamente que identificarse con estados físicos de esa delicada
porción de materia que llamamos cerebro. El eje argumental sostenía que, por
ejemplo, el concepto físico de calor como agitación molecular era distinto de
nuestra sensación de calor, mientras que no cabe diferenciar entre «sentir
dolor» y «la sensación de sentir dolor». De nuevo, como advertía Leibniz, la
insondable cisura entre objetividad y subjetividad.
En
efecto, parece haber un conflicto irreconciliable entre, por una parte, los
colores, sonidos y olores que captamos -sin olvidar el
flujo interno de nuestros pensamientos- y por otra el
inane mundo de partículas y campos descrito por la física fundamental que
sustenta todo ello (Sellars, 1962). Esa fue la tensión esencial que Levine
recogió en su ya clásico artículo consagrando la expresión explanatory
gap. Con esa locución, tan breve como contundente, logró condensar los
escollos en que embarrancaba la metafísica materialista cuando pretendía dar
cuenta de los aspectos cualitativos de los estados mentales:
Obviously, there is something right about it. Indeed,
we do feel that the causal role of pain is crucial to our concept of it, and
that discovering the physical mechanism by which this causal role is affected
explains an important facet of what there is to be explained about pain.
However, there is more to our concept of pain than its causal role, there is
its qualitative character, how it feels; and what is left unexplained by the
discovery of C-fiber firing is why pain should feel the way it does. For there
seems to be nothing about C-fiber firing which makes it naturally «fit» the
phenomenal properties of pain, any more than it would fit some other set of
phenomenal properties. Unlike its functional role, the identification of the
qualitative side of pain with C-fiber firing (or some property of C-fiber
firing) leaves the connection between it and what we identify it with
completely mysterious. One might say, it makes the way pain feels into merely a
brute fact. (Levine,
1983: 357)
Contemplar
la faceta mental de algunos procesos neuronales como meramente un hecho bruto (brute
fact) de la naturaleza, sin necesidad de
explicaciones ulteriores, nos dejaría en una situación un tanto desairada.
Levine concede que los fenómenos mentales parecen surgir tan solo cuando el
sistema nervioso alcanza cierto grado de complejidad, lo que resulta sin duda
verosímil. No obstante, de ser así nos encontraríamos con la dificultad de que
precisamente en niveles superiores de complejidad no esperaríamos encontrar esa
clase de hechos en bruto. Más aún, Levine prosigue señalando que, aun cuando
conociésemos la correlación entre ciertas configuraciones físicas del cerebro
humano y las experiencias internas vividas por el sujeto poseedor, no sabríamos
justificar por qué tales configuraciones implican tales experiencias y no
otras:
The point I am trying to make was captured by Locke in
his discussion of the relation between primary and secondary qualities. He
states that the simple ideas which we experience in response to impingements
from the external world bear no intelligible relation to the corpuscular
processes underlying impingement and response. Rather, the two sets of
phenomena -corpuscular processes and simple ideas- are stuck together in an arbitrary manner. The simple
ideas go with their respective corpuscular configurations because God chose to
so attach them. He could have chosen to do it differently. Now, so long as the
two states of affairs seem arbitrarily stuck together in this way, imagination
will pry them apart. Thus, it is the non-intelligibility of the connection
between the feeling of pain and its physical correlate that underlies the
apparent contingency of that connection. Another way to support my contention
that psycho-physical (or psycho-functional) identity statements leave an
explanatory gap will also serve to establish the corollary I mentioned at the
beginning of this paper; namely, that even if some psycho-physical identity
statements are true, we can’t determine exactly which ones are true. The two
claims, that there is an explanatory gap and that such identities are, in a
sense, unknowable, are interdependent and mutually supporting. (Ibid: 359)
Esta
brecha explicativa -una sima más bien- nos coloca en la incómoda tesitura de reconocer que
seríamos incapaces de determinar si una criatura con una estructura física
distinta de la nuestra podría verse sometida a las mismas experiencias en caso
de recibir los mismos estímulos. De hecho, ni siquiera tendría sentido comparar
nuestra sensibilidad con la suya (si la tuviese):
Now, if there were some intrinsic connections
discernible between having one’s C-fibers firing (or being in functional state
F) and what it’s like to be in pain, by which I mean that experiencing the
latter was intelligible in terms of the properties of the former, then we could
derive our measure of similarity from the nature of the explanation. Whatever
properties of the firing of C-fibers (or being in state F) that explained the
feel of pain would determine the properties a kind of physical (or functional)
state had to have in order to count as feeling like
our pain. But without this explanatory gap filled in, facts about the kind or
the existence of phenomenal experiences of pain in creatures physically (or
functionally) different from us become impossible to determine. (Ibid: 360)
3. La respuesta del materialismo
monista
Son pocos los autores que en los
últimos tiempos han osado preconizar cualquier forma de dualismo (Eccles, 1992)
o de panpsiquismo (Torday y Miller, 2018), si bien
algunos físicos cuánticos profesan -al menos en sus momentos más
desmadrados- una versión del idealismo que dejaría en mantillas al
obispo Berkeley. Lo cierto es que los triunfos de la neurociencia a lo largo
del siglo XX han sido tan apabullantes que la indiscutible correlación entre el
sistema nervioso central y nuestra vida psíquica ha dejado expedito el camino
para la preponderancia del monismo materialista. La réplica de los adeptos al
materialismo monista ha consistido tradicionalmente en rechazar la existencia
de esa brecha explicativa y, por tanto, negar el problema desde su misma raíz (Churchland,
1996; Papineau, 2002; Dennett, 2005).
En su
opinión, los fenómenos mentales se identifican con procesos materiales, en
virtud de lo cual nos es dado afirmar que la sensación de dolor es idéntica a
la activación de las fibras neuronales de tipo C, o que la visión del color es
otro modo de nombrar cierta actividad en el córtex visual (Place, 1970; Smart,
1990). Así se expone la identidad psiconeural en su
versión materialista, enriquecida posteriormente con la más amplia visión del «fisicismo no reduccionista», que abraza la posibilidad de
que los fenómenos mentales sean resultados emergentes, surgidos a partir de
propiedades físicas sin identificarse con ninguna de ellas en particular
(Bunge, 1998). Comoquiera que sea, en algún sentido los fenómenos mentales
deben identificarse con algún evento material pues de otro modo no podríamos
explicar las cadenas causales que parecen existir entre ambos, como sucede en
los desórdenes psicosomáticos.
Los
seguidores del monismo materialista destacan que -según la ciencia nos ha mostrado- la mente es el nombre otorgado a una colección de
funciones cerebrales, de cambios de estado o procesos en los sistemas
encefálicos de organismos con cierta complejidad mínima. Esos procesos se
hallan estrechamente vinculados al comportamiento observado de tales organismos,
sin que haya sustancias mentales de tipo alguno por las que debamos
preocuparnos. Como lo que tenemos en realidad es un organismo que opera de una
determinada forma, al separar la función del organismo cometemos un grave error
categorial. El estómago y los intestinos -por ejemplo- forman el sistema digestivo porque en ellos tiene
lugar una serie de procesos bioquímicos que llamamos digestión. Pero más allá
del funcionamiento del sistema digestivo, la digestión no es una entidad en sí
misma. Por ello nadie suele argüir que en la naturaleza haya digestiones sin
sistemas digestivos que las lleven a cabo.
Así pues, el monismo materialista
considera que el origen de la aparente brecha explicativa señalada por Levine
se encuentra en la resistencia a aceptar esa identidad entre mente y cerebro.
Dicho brevemente, sería nuestra adhesión inconsciente al dualismo psicofísico
la que nos inhabilitaría para percatarnos de que la brecha de Levine no existe
en realidad. El monismo materialista no ignora la pertinencia de preguntarse
por qué ciertos procesos físicos llevan aparejados aspectos mentales, o por qué
tales procesos engendran determinadas sensaciones conscientes. Lo que sostienen
los materialistas es que esos interrogantes no dependen de una inexistente disparidad
ontológica entre estados mentales y estados materiales, algo que cualquiera
podría advertir si no estuviésemos cegados muy a menudo por un compromiso
implícito con el pensamiento dualista.
¿Cuál sería el origen de tan
persistente adhesión al dualismo? Ciertas conjeturas en psicología fisiológica
sugieren la posibilidad de una doble vía en nuestra arquitectura cognitiva
diseñada para distinguir entre procesos materiales y mentales (Bloom, 2004).
Por un lado tendríamos el módulo «mentalista» -por decirlo así- que nos invita a atribuir estados
mentales a otros agentes aparentemente intencionales, y por otro actuaría el
módulo «materialista» permitiéndonos afrontar los desafíos del mundo físico. En
el requisito práctico de que ambas redes cognitivas nunca se activen a la vez -prosigue Bloom- podría hallarse la razón de que
concibamos la mente y la materia como dos reinos inconmensurables. Sin embargo,
no precisamos suscribir enteramente esta tesis, pues la posible existencia de
esos dos cauces no descarta por principio que mente y materia en verdad
presenten aspectos radicalmente distintivos, y que nuestro sistema cognitivo se
limite a reproducir ese hecho en su estructura.
De un modo u otro, en este debate
siempre aparece una arista que el monismo materialista se empeña en ignorar en
tanto carece de explicación para ella, posiblemente porque tal explicación
resulta inasequible. El filo que la explicación materialista trata de esquivar
disimulando sus contorsiones con más o menos fortuna reside en el
apercibimiento inmediato de la mente sobre sus propios contenidos. Esa
dimensión autorreflexiva que constituye la más pura subjetividad y el centro de
nuestra vida psíquica encierra la clave que perseguimos: «[…]. La
autotransparencia produce un tipo de recursividad muy peculiar que se da de un
modo ubicuo en la mente humana, y de un modo claramente restringido en
cualquier otra criatura de la que haya noticia. […]» (Arana, op. cit: 39).
Aquí se
revela el punto crucial del dilema mente-cerebro, cuya importancia es de tal
calibre que apenas hay lugar para la exageración por mucho que se insista en
él. Ocurre que la subjetividad humana conserva para sí un reducto que se
insinúa inexpugnable ante cualquier tentativa de conquista mediante el único
instrumento disponible para la racionalidad científica, esto es, el escrutinio
objetivo de aquello que investigamos. Ahora bien, ¿cómo abordar objetivamente
algo que por su propia índole es irrenunciablemente subjetivo? Dicho
brevemente, «[…] objetivar la mente es transformar en objeto lo que de por sí
es sujeto, y por tanto negarlo en cuanto tal. […]» (Arana, op.
cit: 126).
Si la mente humana se halla ligada
al cerebro -y todo indica que así es- se colige que habrá surgido
gradualmente por el mismo proceso de evolución biológica que dio lugar a la
progresiva encefalización de nuestra especie. Y de ello se deduciría que
también cabe atribuir cierto tipo de estados mentales a otros vertebrados con
un sistema nervioso relativamente complejo (Proctor et al, 2015; Feinberg y Mallatt, 2016a,
2016b; Birch, 2019; Ginsburg
y Jablonka, 2019). No poseerán las capacidades de
recursividad, abstracción y autoconciencia típicas de los humanos, pero sin
duda tampoco resulta descabellado hablar de mente en ciertos animales, aun
cuando se separe de la nuestra por una barrera cualitativamente infranqueable.
La pertinencia de interrogarse por
los estados mentales de algunos animales conduce a plantarse si también tales
estados o procesos poseerán las cualidades intrínsecas que únicamente nos es
dado conocer a nosotros por medio de la introspección, pues corresponden al
aspecto puramente subjetivo de nuestra intimidad psíquica. Esta duda inspiró el
célebre artículo de Thomas
Nagel (1974) en el que se preguntaba sobre la percepción del mundo de un
mamífero tan distinto de nosotros como un murciélago. Así nos vemos conducidos
al centro de una polémica tan añeja como profunda acerca de esas experiencias
internas que conforman el tejido de nuestra vida mental, los qualia.
4. El problema de los qualia
El término qualia -plural de quale- se debe al estadounidense Clarence
Irving Lewis, quien lo introdujo en 1929 para referirse al carácter fenoménico
de las experiencias provocadas por los datos sensoriales (Crane, 2000), esa aprehensión
directa, intrínseca y no representacional de nuestros estados mentales que se
expresa como «ser tal que» (what is like, en inglés). Algunos
autores se remiten a ese carácter inefable y privado para rechazar su
existencia (Dennett, 1993), mientras que otros se acogen al argumento sobre
lenguajes privados de Wittgenstein (1952) para declararlos imposibles (Scruton,
2016). Pero la refutación de los lenguajes privados ofrecida por Wittgenstein
solo prueba que la conciencia directa de nuestros estados mentales no basta
para determinar el significado de los términos utilizados para referirnos a ellos.
Así pues, algo tan patente como el hecho de la autotransparencia que
caracteriza nuestro mundo mental interno solo puede combatirse mediante
esforzadas piruetas argumentativas como las desplegadas por Scruton:
[…]. Atribuimos cualidades a muchas
de nuestras experiencias no mirando adentro, sino mirando afuera, a las
cualidades secundarias de los objetos. Ver el rojo es una experiencia visual
clara; pero describir esa experiencia es describir qué aspecto tienen las cosas
rojas, lo que a su vez requiere mostrarlas. Las cosas rojas son cosas como
esta; y ver el rojo es una experiencia visual que tienes cuando ves algo como
esto. Ver el rojo es distinto de ver el verde, porque las cosas rojas son
distintas de las cosas verdes. Sin duda, eso plantea la cuestión de las
cualidades secundarias: ¿están de verdad ahí, en las cosas que parecen poseerlas?
Me inclino a pensar que las cualidades secundarias son disposiciones a suscitar
experiencias en el observador normal, pero que las experiencias se deben
identificar a su vez por medio de las cosas que percibimos. […]. (Ibid: 54)
Nótese que aquí el filósofo
británico deposita toda la fuerza de su argumento en la presunta ausencia de qualia
referidos a experiencias puramente internas, sin correlato exterior, suposición
contra la cual milita una constelación de evidencias en nada desdeñables.
Cuando un individuo queda en un estado de aislamiento sensorial, la suspensión
de casi cualquier dato de los sentidos procedente del exterior se suple con una
actividad espontánea del sistema nervioso central en forma de alucinaciones.
Aun cuando esas alucinaciones carezcan de conexión con la realidad externa al
sujeto, no cabe dudar que ese mismo sujeto las experimenta y forman parte de
sus estados mentales en esos momentos con el acceso directo a ellas que tal
situación implica. Luego la sugerencia de Scruton, según la cual la mente
depende enteramente de su enlace con el mundo circundante, no se sostiene.
Nueva munición
-y de grueso calibre- se aportó a la batalla argumental
cuando la imaginaria Mary salió de su no menos imaginaria habitación. En este
célebre experimento mental, propuesto por Frank Jackson (1982, 1986), una
hipotética Mary ha nacido y crecido en el interior de una estancia donde se dan
todas las tonalidades del gris entre el blanco y el negro, aprendiendo todo
cuanto cabe saber sobre los aspectos físicos de la luz y la cromaticidad, pero
sin percepción directa de color alguno. Cuando Mary salga al
exterior y vea por sí misma los colores parece indudable que
experimentará un estado mental antes desconocido para ella. De ser así, se
deduce que los estados mentales poseen componentes -los qualia- que no se pueden explicar en
términos únicamente físicos (como el tipo de conocimiento que Mary tenía sobre
los colores antes de abandonar la estancia). La réplica de Dennett (1991),
arguyendo que un conocimiento completo de la teoría física permitiría deducir
incluso propiedades como los qualia, suena tan poco creíble que no se
sabe si su propio autor la abrazaba sin reservas.
Pocos
negarían la radical diferencia existente entre conocer la luz como una
propiedad física caracterizada por la magnitud que llamamos «longitud de onda»,
y la percepción de la luz en cualquiera de sus posibles colores. Naturalmente,
eso no significa que la mente sea una entidad por completo independiente de la
materia, al estilo dualista; más bien revela la esencial distinción cualitativa
entre el conocimiento abstracto y el directo. El saber abstracto nos lo
proporciona el reino de la física teórica con sus propiedades primarias (masas,
cargas, longitudes de onda, etc.), mientras que en el conocimiento directo
participa un aspecto fenoménico, perceptual, que entraña un ingrediente -los qualia- del que carece la otra modalidad de
conocimiento. Por eso se diría que nos
lastra una insuperable dificultad de principio en el intento de identificar
sucesos mentales con eventos materiales (Fodor, 1975).
Es cierto
que la ciencia porfía por explicar la realidad más allá de las apariencias en
el sentido fenoménico, aunque el acaecimiento de tales «apariencias» sea una
cuestión científicamente interesante en sí misma. De hecho, la ciencia moderna
germinó cuando sus cultivadores concedieron primacía a las propiedades
primarias –no directamente perceptibles- relegando las propiedades
secundarias al casillero fenoménico, es decir, a un estrato puramente subjetivo
de la realidad. Pero ahí nos precipitamos de nuevo en el garlito del que no
acabamos de salir: la investigación científica, como exploración objetiva del
mundo, no emplea predicados fenomenistas (salvo, quizás, como derivados), lo
que se torna una pretensión imposible de satisfacer cuando abordamos la subjetividad
misma del individuo, inmediata a la experiencia e irreducible a términos
externalistas.
El carácter
estrictamente privado e inefable de los qualia parece situarlos allende
cualquier verificación empírica, a diferencia del alto grado de precisión y
fiabilidad de los mecanismos neurofisiológicos. Sin embargo, a mediados del
siglo XX el austriaco Herbert Feigl sugirió que la descripción psicológica y la
neurológica no diferían demasiado, puesto que tanto la designación de la
experiencia privada como la designación de los objetos del mundo físico
consisten en traducir una sensación a un cierto lenguaje (Feigl, 1967). Este
planteamiento de la «doble designación» (en contraste con la conjetura de
Bloom, propia del monismo materialista, sobre una duplicidad de módulos
cognitivos) nos deja ya a las puertas de un monismo no materialista, cuya
aseveración primordial defiende que la mente y la materia son dos aspectos
dispares de una misma realidad subyacente, prescindiendo de cualquier apelación
a instancias más allá del mundo natural. Estamos hablando del monismo neutral.
Formulado
por William James a finales del siglo XIX y promovido activamente por Bertrand
Russell en el XX, el monismo neutral ha sido siempre cuestionado por la
dificultad de concretar cuál es el elemento básico de la realidad cuya diversa
estructuración, según nuestra perspectiva, da lugar a las categorías de «mente»
y «materia». James presentó las sensaciones como ese ingrediente constructivo,
elección recogida inicialmente por Russell hasta que el filósofo británico se
decantó por las cadenas de eventos espacio-temporales.
En tal caso estaríamos justificados al preguntarnos cómo los eventos espacio-temporales -un concepto rotundamente físico- pueden constituir una mente. ¿No sería esto una
modalidad disfrazada de fisicismo y, a la postre, de
materialismo?
5. La
propuesta del monismo neutral
Para absolvernos de la acusación
según la cual el monismo neutral tan solo encubre una versión vergonzante del
monismo materialista, basta con empezar aceptando algo obvio para muchos: en los
qualia nos encontramos con elementos irreductiblemente subjetivos de la
realidad (Searle, 1992), que surgen como propiedades emergentes en sistemas tan
complejos como el cerebro humano y nos permiten construir marcos categoriales
definitorios de la materia y de la mente (Alemañ,
2019). Esa interioridad y autotransparecia de los qualia
establece un límite en la capacidad explicativa del materialismo fisicalista. A
finales del siglo XX se popularizó el término «misterismo»
-mysterianism, en inglés- para asignárselo a quienes sospechaban que la mente
humana nunca acabaría de despejar del todo las brumas que envuelven la
consciencia de sí misma que tanto la distingue del resto del universo (McGinn, 1989; Flanagan, 1991). En otras palabras, se supone
que nunca resolveremos el llamado «problema duro de la consciencia» (Chalmers, 1995), que consiste en la búsqueda de
algún puente para sortear la brecha de Levine. Pero este apelativo comporta una
cierta injusticia, por cuanto podría hacerse extensivo a cualquier campo del
conocimiento. Nunca obtendremos respuestas definitivas cualquiera que sea el
problema científico que abordemos, con la diferencia de que en este caso la
existencia de fronteras se manifiesta de forma más imperiosa. Pese a ello, nada
nos impide presionar sobre tales fronteras para conseguir que retrocedan lo
máximo posible; cualquier otro comportamiento sería una traición al espíritu
científico que debe animar estas indagaciones.
El primer punto a
tener muy en cuenta en cualquier aproximación al monismo neutral es que
no se trata en modo alguno de un mero disfraz, más o menos hábil, para el
dualismo tradicional. Estamos tan acostumbrados a pensar en términos
dicotómicos, entre el dualismo y el monismo materialista, que no solemos
reparar en la posibilidad de alguna otra forma de monismo no materialista. Y sin embargo, autores que no suscriben abiertamente esta
tercera opción se expresan en ocasiones mediante un muy atinado lenguaje
neutralista:
Un matiz que debe tenerse en cuenta
para bieninterpretar mi posición es que no
sostengo que cuerpo y conciencia remitan a realidades disjuntas, sino a una
misma realidad abstraída a partir de dos criterios diferentes (sometimiento a
la legalidad natural y autotrasparencia), criterios
que no se dejan reducir uno a otro, aunque tampoco supone el primero la mera
negación del segundo, ni agotan necesariamente entre ambos las posibilidades de
la realidad abstraída. […]. Hay aspectos de la conciencia […] que muy bien
pueden ser corpóreos (esto es, sometidos a la legalidad natural) aunque la
constitución de la relación sujeto-objeto (esto es, el surgimiento de un
espacio interior de representación autotransparente) en modo alguno es
explicable por la ciencia natural ni cualquier otro instrumento cognitivo, pues
al fin y al cabo todo estos resultan de ella. (Arana, op.
cit: 174-175; cursivas en el original)
Es decir, cuando agrupamos las
secuencias de eventos espacio-temporales en obediencia
a las leyes físicas tenemos un proceso que cabe llamar «material». Pero cuando
entran en juego aspectos como los qualia o la autotransparencia de
nuestra interioridad psíquica -resistentes a una descripción
puramente física- nos las vemos con procesos
mentales.
[…] la conciencia y el resto de lo
que constituye la realidad del hombre (cuerpo, organismo o lo que sea) no se
relacionan entre sí como dos sustancias diferentes, sino como aspectos o
dimensiones de una realidad única. Si tomamos esa realidad tal cual y la hacemos pasar por el filtro naturalista,
obtendremos una versión parcial de lo humano que se atienen estrictamente a
esquemas legaliformes. Podemos llamar «cuerpo»
a su contenido […]. Por otra parte, «conciencia» no quiere decir […]
sino, de modo paralelo, aquellos aspectos de la realidad humana que conseguimos
atrapar cuando prescindimos de todo lo que no sea el mundo interior de
representaciones autotransparentes. […]. (Ibid, 192;
cursivas en el original)
Así, el significado de la
proposición «ver un objeto de color verde» puede considerarse el resultado de
una secuencia causal que comienza en una superficie capaz de reflejar luz de
una cierta longitud de onda. El haz de luz llega a nuestros ojos y activan las
células especializadas de su interior que transmiten la correspondiente señal
eléctrica a lo largo del nervio óptico hasta llegar a la región cerebral donde
será descodificada mediante la excitación de los oportunos grupos neuronales.
Ahora bien, junto con la perspectiva meramente física -objetiva- del suceso coexiste un aspecto
mental por completo subjetivo y por ello estrictamente privado. Esa vertiente
mental, a diferencia de la descripción física común para todos, depende en
exclusiva de cada individuo. Y por si ello fuera poco, los qualia se
revelan aquí como un componente imprescindible de la experiencia mental que
denominamos «ver un objeto de color verde».
En un sentido material, «ver un
objeto de color verde» se simbolizaría como el triplete áC, S, Oñ, donde C es la secuencia de
eventos espacio-temporales causalmente relacionados
que conectan la superficie externa con la zona encefálica de la que depende la
visión del color; S es el sistema material -el cerebro- en que termina la secuencia C,
y O representa cualquier observador capaz de realizar una descripción
físicamente objetiva del proceso. La dimensión mental de ese mismo hecho vendría
simbolizada por el cuarteto áC, S, O*, Qñ en el que las diferencias las marcan la presencia de
los qualia, Q, y la prescripción de que solo un individuo
concreto O* tiene acceso inmediato a su propio estado mental cuando ve
el color verde en cuestión.
6. Física y psicología. La cuestión
de la máquina pensante
Preguntarnos
por el vínculo entre la mente y la materia comporta cuestionarnos, antes o
después, la conexión entre las leyes de la física y las leyes -si existen como tales- de la psicología. Constatamos las
regularidades objetivas que manifiestan entidades consideradas elementales en
el mundo físico. Las pautas que rigen los cambios en las partículas
aparentemente básicas (electrones, fotones, quarks, neutrinos) son buenas
candidatas a ese rango, sin olvidar que esas entidades fundamentales se
desenvuelven en un espacio-tiempo cuyo estatuto ontológico sigue siendo objeto
de disputa.
Todo lo existente
existe de alguna forma concreta; no se puede simplemente «ser» sin más. Esos
modos de existencia son las propiedades de las cosas, las cuales nos permiten
explicar, en cierto sentido, las interacciones y los cambios de las entidades
fundamentales. Las propiedades fundamentales se limitan unas a otras
estableciendo compromisos más o menos permanentes -por ejemplo, los principios de conservación- que justifican la estabilidad del mundo real. Las
ecuaciones que describen las diversas interacciones entre partículas
representan otro ejemplo de ello, en este caso expresando un patrón dinámico de
relaciones entre esos objetos fundamentales. Así pues, una ley fundamental de
la naturaleza sería una relación permanente entre propiedades básicas de
entidades elementales.
Ahora bien,
en la naturaleza no solo tenemos partículas elementales dispersas; hay rocas,
virus, animales y plantas, planetas y estrellas, galaxias y todo tipo de
objetos materiales compuestos por esas entidades básicas. Los entes básicos de
la realidad poseen la capacidad de asociarse para formar entidades compuestas
más complejas, sistemas, que representamos mediante modelos abstractos y
conceptos tan generales como el de sistema. Nunca sobra insistir en que un
sistema no es una mera colección de elementos; más allá de eso, los sistemas
poseen una estructura y una composición características que los dotan de
propiedades -o «formas de ser»- diferentes de las exhibidas por sus
componentes individuales. Tales son las propiedades emergentes que caracterizan
los distintos niveles de complejidad de los sistemas reales.
Parece
lógico suponer que estas propiedades emergentes, a su vez, obedecerán sus
propias leyes, las cuales, debido a su propia especificidad no podrán ser
completamente deducidas a partir de las leyes de los niveles inferiores.
Piénsese en el caso de la viscosidad de un fluido; no cabe hablar con sentido
de la viscosidad de las moléculas individuales que constituyen el fluido, pero
tampoco puede dudarse que el fluido como tal posee esa propiedad. La viscosidad
es una propiedad emergente que depende en parte del tipo molecular, aunque no
se reduzca enteramente a él. No obstante, el punto clave aquí consiste en
advertir que en el ámbito físico los sistemas materiales dan lugar a diversas
propiedades emergentes, según el nivel de complejidad en que nos movamos, cuyo
carácter también es estrictamente físico.
Caso
distinto parece ser el de la psicología. La actividad del cerebro como sistema
material ciertamente posee propiedades emergentes (como las ondas alfa) de las
que carecen las neuronas individuales, pero ocurre que surgen asimismo otras,
como los qualia, que no pueden interpretarse en términos fisicistas. Esta es la peculiaridad -o, al menos, una de
las peculiaridades- que nos permite distinguir la categoría mental de la material, aun cuando ambas remitan a una misma
realidad subyacente. Es verdad que de este modo la psicología ocuparía un
puesto especial dentro de las ciencias, al exhibir algunas propiedades
emergentes sin parangón con el resto, pero este rasgo tan solo debería
preocupar al materialista y no al monista neutral consecuente.
Una faceta
más vino a añadirse al problema cuando el desarrollo de la microelectrónica,
aplicada a la tecnología de la computación durante la segunda mitad del siglo
XX, alentó el sueño de una entidad consciente -con inteligencia y sentimientos
análogos a los humanos- formada por cables y transistores
en lugar de neuronas y glía. El vertiginoso aumento de la potencia de los
computadores reforzó las esperanzas de culminar el llamado «programa fuerte de
la Inteligencia Artificial» aunque nadie aclaraba cómo podía obrarse el
prodigio de que un mosaico de circuitos comenzase a pensar y sentir. John
Searle (1980), con su celebrada e imbatida metáfora de la «habitación china»
puso el dedo en la llaga de la distinción entre operaciones sintácticas y
contenidos semánticos; es decir, las computadoras pueden manipular símbolos,
pero no atribuir significados como sí hace la mente humana. La réplica de los
Churchland (1990) careció de consistencia por cuanto en última instancia confundía
las propiedades emergentes de carácter físico y las de carácter psicológico.
Con toda
seguridad, la controversia en este ámbito perdurará durante largo tiempo aún,
lo que no debería impedirnos, a la luz de la evidencia hoy disponible, formular
una hipótesis ontológica susceptible de acomodarse sin excesivas tensiones en
el seno del monismo neutral. Los qualia parecen constituir un componente
irrenunciable de la consciencia humana, aunque no el único (Peters, 2014), dado
que la capacidad semántica (la semiosis, en el
sentido de Pierce, Morris y Saussure) se presentan asimismo como otro
constituyente indispensable. Cierto que los qualia son elementos
cognitivos diferentes de los contenidos semánticos, pues estos últimos poseen
un carácter conceptual que no tienen los primeros; sin embargo, dado que ambos
configuran dos de las dimensiones esenciales de la mente humana parece
irresistible la tentación de atribuir su origen al carácter singular de dicho
ámbito.
Es decir,
tanto la autotransparencia -manifestada en los qualia- como la capacidad semántica de la vida psíquica
aflorarían, ambas y exclusivamente, en biosistemas de suficiente complejidad (sin
entrar a discutir ahora qué sería una complejidad «suficiente») para
desarrollar lo que denominamos mente humana. A la que bien podríamos llamar «hipótesis
psicógena» debemos la conjetura según la cual, si aceptamos la aseveración de Searle según la cual un
dispositivo electrónico -con independencia de su
sofisticación- carece de mente puesto que solo los
biosistemas complejos disfrutan de capacidad semántica, concluiremos que
tampoco poseerá qualia en la medida en que los consideremos asimismo emergentes
específicos de la actividad neural.
La hipótesis
psicógena propuesta sostendría, pues, la existencia de un lazo indisoluble -con muchos de sus detalles aún por esclarecer- entre autotransparencia y semiosis
en la mente humana (y presumiblemente en otras no humanas de comparable
complejidad). Esto se superpone a la afirmación de que solo los biosistemas
conformados por moléculas orgánicas que alcancen suficiente grado de
complejidad pueden dar origen a propiedades emergentes específicamente mentales
(como los qualia) y a contenidos semánticos. Y de ello, en consecuencia,
se inferiría que albergan mentes.
Sin duda,
esta hipótesis sobre la génesis de la mente -no solo la humana- concede un especial privilegio al carbono, cuyas
combinaciones moleculares construirán los biosistemas en los que se
desarrollará el psiquismo. Sin embargo, este punto no necesariamente debe
interpretarse como un desdoro, sino más bien como una llamada de atención sobre
nuestra todavía profunda ignorancia acerca de las potencialidades aun
insospechadas de la materia, no solo de la mente.
7. Conclusiones
La rabiosa rotundidad con que se
presenta ante el hombre el hiato entre la dimensión mental y la corporal de su
existencia ha suscitado uno de los problemas filosóficos más añejos e
inexpugnables en la historia del pensamiento humano. El dualismo mente-materia,
tan natural para los primeros pensadores como para el individuo común, quedó
postergado por la revolución científica que dio paso a la Modernidad. Impulsado
por esos vientos de cambio, el monismo materialista se enseñoreó del campo de
batalla, despojando a sus rivales siquiera de la licitud de participar en la
liza. Y los espectaculares progresos de las neurociencias en el siglo XX
aparentaban respaldarlo, pues la identidad psiconeural,
que igualaba la actividad nerviosa con la vida mental del sujeto, parecía
ahuyentar cualquier otra opción que no fuese la puramente materialista.
Con todo y ello, declinar la
adhesión al monismo materialista no implica abandonarse en los brazos de un
dualismo que de principio se sitúa extramuros de la indagación científica. Este
dilema se ve superado por la existencia del monismo neutral, que concibe mente
y materia como dos expresiones de un mismo estrato profundo de la realidad que
se manifiesta ante nosotros en esas dos modalidades. La identidad psiconeural de los materialistas se preserva, aunque sin
conceder a la materia una primacía ontológica no exenta de reveses.
Los autores que
desde Leibniz a Levine, y posteriores, han señalado la disparidad de categorías
entre la conciencia y la corporeidad plantearon un reto, aún vigente, que el
monismo materialista no solo no ha respondido sino que a menudo se ha negado a
reconocer. El monismo neutral, aun cuando tampoco posee una respuesta
definitiva para un problema que acaso carezca de ella, ofrece una nueva
perspectiva y propuestas del mayor interés. En los anteriores apartados se han
esbozado algunas de ellas, comenzando por la admisión de los qualia como
propiedades emergentes irreductiblemente subjetivas -y, por tanto, elementos básicos e
irrenunciables de la consciencia-
a los que se une en la mente humana la capacidad de crear y adjudicar
contenidos semánticos.
Tales consideraciones nos condujeron
a las dos hipótesis principales defendidas en este trabajo, a saber: (1º) El
privilegio de los biosistemas complejos basados en el carbono como los únicos
en los que se puede manifestar la doble dimensión mente-materia defendida por
el monismo neutral, lo que excluye la posibilidad de máquinas con una mente genuina.
(2º) En ese ámbito mental superior la conciencia humana se constituye a partir
de elementos como los qualia y la capacidad semántica, entre otros
posibles, cuyas conexiones siguen siendo temas abiertos a la investigación.
A partir de todo ello comprenderemos
la futilidad de empeños como el «programa fuerte de la inteligencia artificial».
La psicología adquiere así un estatuto intelectual radicalmente distinto al del
resto de las ciencias, toda vez que en ella arraiga al menos un componente -los qualia- (y quizás también la semiosis) no del todo reducible a términos, emergentes o
no, meramente físicos. Pero esta inaccesibilidad no debe llevarnos al
desaliento; más bien supone un nuevo acicate para espolearnos una vez más en la
búsqueda de los verdaderos límites del conocimiento humano.
8.
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Rafael
Andrés Alemañ Berenguer
raalbe.autor@gmail.com