EL GUERRERO Y EL ASESINO


Tres miradas sobre Macbeth de William Shakespeare


Resumen

Macbeth, una de las grandes obras de la literatura occidental puede ser leída de múltiples maneras. Presento aquí tres momentos de una única visión abarcadora, una que quiere otorgarle pleno sentido a las convicciones últimas de la obra shakespereana. Se trata de esa potencia y dignidad de la vida que ancla su pujanza en el sustrato ético del universo, el fondo inquebrantable de nuestros significados.


Abstract:


“Macbeth”, one of the greatest pieces in Western literature can be read in many different ways. I present here three moments of one basic approach, one that tries to make sense of Shakespeare´s most deep-rooted convictions as seen throughout his work: life´s greatness and dignity grounded, I claim, in the ethical foundation of our symbolic universe.


Macbeth como figura de la ambición desbordada, de la pulsión irrefrenable que va del heroísmo y los honores a la crueldad más vil; del orgulloso y valiente guerrero a la pérdida de referentes y orientaciones; de la seguridad con la que el héroe realiza su tarea, al naufragio de la dimensión de sentido que sostiene lo humano. La tragedia de Macbeth parece desarrollarse en la tensión generada por ciertas preguntas fundamentales: ¿Qué es, qué se espera de un hombre? ¿En qué consiste el trazo de su cumplimiento? Cuál es la diferencia entre un héroe y un criminal? E incluso la primera y primordial: ¿por qué no se

debe asesinar? Preguntas que nos remiten al corazón de la ética y, con ella, al orden simbólico que respiramos. ¿Por qué no se debe asesinar? El mandamiento originario, según el filósofo Emmanuel Levinas, el que articula la prohibición esencial de nuestra sociabilidad, precepto inaugural de una vida inscrita en el significado, parece tambalear en cuanto se le pone en entredicho. Las grandes obras de la cultura, ha dicho Tomás Segovia, consisten en una meditación en torno a lo que pauta la huella de nuestra condición. Como el resto de sus tragedias y grandes obras, William Shakespeare parece estar reflexionando, en Macbeth, sobre el sustrato de significados en el que a vida humana apuesta por algunas de sus más inveteradas convicciones.

Quisiera presentar aquí tres momentos de una indagación en torno a esta obra, tres interrogantes cuya sucinta intensidad acucian el pensamiento. ¿Hay alguna diferencia entre un guerrero y un asesino? ¿Cuál es la concatenación precisa a partir de la que una dignidad se desmorona? Presumimos, huelga decir, que los indicios que nos ofrece Macbeth abren espacios y destellos que aun hoy resultan cruciales para la comprensión que tenemos de nuestras propias determinaciones.

La pregunta por la dignidad y cumplimiento de la condición humana parece vertebrar el desarrollo de la obra en la medida en que la trama gira vertiginosamente alrededor de la ruptura de los límites que la hacen posible. La pregunta aparece una y otra vez a lo largo de toda la primera parte hasta enfrentar a Macbeth con el desfondamiento del sentido y del realce que tan denodadamente codiciara. Quisiera hacer aquí, en esta primera aproximación, un recorrido por los momentos que interrogan de manera explícita el contenido de dicha circunstancia; mostrar cómo la condición de hombre, entreverado como está en la obra con el genérico masculino--la virtud enlazada a la virilidad-- no puede

separarse de la vocación humana a la justicia en cuanto que es la justicia la que sostiene el horizonte primario en el que la vida asienta su valor.


  1. ¿Qué es un hombre?


    ¿Qué es un hombre?, se pregunta Macbeth con insistencia durante el agudo periodo de tensión que lo arrastra a su caída. ¿A qué debe atreverse? ¿Qué puede aventurar y qué pensamientos le están vedados? En esta obra, Shakespeare parece meditar de la manera más aguda sobre el ámbito más allá de cuyas fronteras se disgrega la materia que sostiene nuestros pasos. Parece meditar, como se ha dicho, sobre la zona oculta del alma humana entrevista en el crepúsculo bajo la forma de imágenes pavorosas que traen a nuestro oído incitaciones temibles. Son estas las que después de Freud hemos dado en llamar el “orden de deseos reprimidos”. Y reprimidos han de estar para que la existencia se tienda hacia aquella otra dimensión precaria, quebradiza, pero irrenunciable, en la que la vida minúscula de los millones de seres que habitamos la tierra, muestre, sin embargo, su valía y su belleza. No es del todo descabellado pensar que la postura “clásica” que sostiene Shakespeare, que el fondo ético de las grandes obras de la literatura, se ve trastocado después de las terribles guerras del siglo XX y del colapso en el sentir del mundo que tuvimos que asumir como humanidad desde entonces. Difícilmente algún autor contemporáneo se atrevería a decir con Hamlet: “Qué magnífica obra de arte es el hombre/qué noble en su razón, en forma, facultad y movimiento qué admirable…”1 Los autores contemporáneos, por el contrario, parecen decididos a mirar tan solo lo que es innoble y servil, perverso y destructivo en nuestro género. Shakespeare no elude la mirada

    1 Hamlet, Act II, Escena 2. Traducción libre.

    sobre las pasiones que pueden arrebatar el alma, pero le da un tratamiento que sigue siendo pilar de nuestra cultura; un tratamiento, que, si bien toma entre sus manos la corrupción y la ignominia, recupera para la especie una íntima generosidad y el sustrato de una rectitud inquebrantable. Sin éstos, la confianza fundamental que hace posible la vida y la apuesta ineludible por el valor de la existencia se derrumbarían y no habría dónde descansar nuestra capacidad de amar, nuestra aspiración más noble.

    A todo a lo largo de la obra, pues, y particularmente durante la primera mitad, el apremio que quisiera dilucidar qué es un hombre se despliega como el leit motif que conduce el diálogo. Conviene recordar que la figura del “hombre” entendida como dimensión plena de nuestra humanidad, el “hombre” genérico se encuentra, en la literatura clásica y durante toda la historia hasta hace muy poco, referida sobre todo al varón y a la capacidad que tuviera como ser humano cabal. En casi todos los idiomas, el sustantivo genérico que comprende al conjunto de la humanidad se dice en masculino, es decir, parte de la intuición, hoy cuestionada, de que la feminidad es una condición particular mientras que la masculinidad abarca a los dos géneros. En nuestra opinión, la causa de que en todas las culturas conocidas la plenitud del ser humano se identifique con el varón parece mucho más compleja de lo que reconoce el discurso feminista en boga. Abordaremos esta cuestión más adelante, pero quisiera señalar que hay algunos contraejemplos significativos: la Antígona de Sófocles sería uno de ellos, la hija de Edipo que se niega a dejar que su hermano Polinices quede sin sepultura y sin ritos funerarios como lo ha ordenado el Rey.2 Antígona desafía a su tío, en nombre de los dioses, y acomete la tarea de darle humano sepulcro aun a costa de su vida. Darle una sepultura humana a su hermano porque ese gesto


    2 No entro en esta discusión, como ya he dicho, pues implicaría un nuevo ensayo y, en cualquier caso, impediría entender la profundidad de lo que sucede en Macbeth, esta obra magistral.

    de reconocimiento final guarda el orden de símbolos en los que la vida significante se cumple y se respeta a sí misma. Heroína incuestionable de la tragedia griega es ella, y no Creonte, quien representa desde hace dos mil quinientos años la imagen de una humanidad recta y cabal, y la fuerza de su personaje perdura hasta nuestros días. Más cerca de nosotros, en Crimen y castigo de Fedor Dostoievsky, es Sonia quien custodia la palabra que resguarda la inocencia del mundo, frente a un Raskolnikov cuya supuesta erudición confunde su entendimiento. Otros ejemplos hay, como lo muestra la enorme recuperación del papel de la mujer en los distintos momentos de la historia, estudios que hoy visibilizan el valor y la entereza femenina tantas veces pasada por alto.

    Con todo, el genérico masculino ha prevalecido en el lenguaje a lo largo de los milenios. Para los propósitos de nuestro análisis, habremos de indagar en qué sentido la representación de la dignidad de nuestra especie pasa por una fuerza y un arrojo de carácter tradicional o simbólicamente masculino. En Macbeth, muy particularmente, la pregunta por lo que constituye la excelencia del ser humano—o su fracaso—se encuentra íntimamente ligada al desempeño que puede tener este hombre en su calidad de varón. De hecho, virilidad y excelencia están asociados en su etimología latina, así como en la literatura y en los mitos que nos conforman. El “hombre” (vir, viril) en tanto individuo masculino está asociado al término virtus que originalmente significa fuerza, potencia, y por extensión, madurez, excelencia, y perfección de una entidad. Como señala José Abad en su artículo “La virtú según Maquiavelo: significados y traducciones”, los dos significados de esta raíz se superponen:

    Asociado a la idea de masculinidad (virilitas) señala además al “hombre adulto” por oposición al niño, y “al marido” en oposición al hombre célibe. Tirando de este hilo nos encontramos con que vir significaba asimismo soldado […] además de “hombre

    con carácter”, “hombre valiente” y “héroe”. Así pues, el sustantivo virtus cabría traducirse como vigor, madurez, valor, entereza, eficacia, mérito, excelencia, etc. […] Un comportamiento virtuoso haría referencia a una idea de firmeza y perfección que puede tener una valencia moral, aunque no necesariamente: la Virtus militum, que mencionara Salustio, jamás se confundiría con la Virtus continentiae ensalzada por Cicerón.3

    La virtud como excelencia o plenitud y la virilidad como característica de una masculinidad cumplida tienen una raíz común en latín, y, a juzgar por las fórmulas lingüísticas en otras etimologías, es probable que lo tenga igualmente en otras tradiciones. La pregunta en torno a qué es un hombre pasa, como veremos, por la idea del varón como hombre fuerte, osado y poderoso, además de honorable, capaz y digno de confianza. Este es uno de los temas que corren a lo largo de la obra que quisiéramos explorar a continuación.

    Durante toda la primera mitad de la obra, la pregunta atormenta a Macbeth quien va de un punto a otro dejándose tentar y retrocediendo, en diálogo con la imagen de humanidad a la que, como guerrero valiente y hombre digno, debe responder. La obra empieza, como sabemos, cuando Macbeth y Banquo regresan de la guerra, soldados hábiles y esforzados que han ganado una victoria para el rey. En el camino se topan con la enigmática aparición de las tres “brujas” que vaticinan a Macbeth que será señor de Cawdor y rey de Escocia. Paralelamente, el rey Duncan es informado de la valentía e intrepidez de Macbeth contra sus enemigos, y este decide recompensarlo dándole el título que tuviera, justamente, el Señor de Cawdor, aliado con sus adversarios a traición. En este primer momento Macbeth aparece como un leal y aguerrido súbdito del rey, además de su pariente, y el rey como un gobernante recto y generoso. Esta cuestión no es menor: aunque sabemos que a lo largo de la historia los reyes han sido todo menos figuras ideales, el trono en el


    3José Abad, “La virtú según Maquiavelo: significados y traducciones”

    imaginario de los pueblos y, por lo tanto, en la literatura clásica, representa el esfuerzo de justicia y enaltecimiento moral que un pueblo deposita en su monarca. Esa es, en última instancia, la fuente de su majestad. La ambición desbordada que sacude a Macbeth después del espectral encuentro (obtener la investidura máxima con el correlato de poder y privilegios que comporta), golpea contra su pecho aun antes de que Lady Macbeth entre en escena. Ninguna consideración sobre la gravedad del cargo confronta su espíritu, ni tampoco el campo de sus responsabilidades; Macbeth se estremece ante el presagio de poder que anuncia aquel primer vaticinio. Así, apenas en la tercera escena del primer acto, vemos cómo el personaje comienza su tortuosa travesía:

    Macbeth: (Aparte) Dijeron dos verdades

    Como inicio feliz del acto culminante

    De este tema imperial…Gracias caballeros…

    Quizá esta sobrenatural instigación no sea mala, puede que no sea buena; si es mala, sin embargo,

    ¿por qué da muestras de triunfo teniendo

    Por inicio una verdad? Ya soy señor de Cawdor… Si es buena, ¿por qué cedo a una tentación

    cuya imagen horrible eriza mis cabellos

    y hace latir mi firme corazón en los costados

    contra lo que es costumbre en la naturaleza? Siempre es menos el horror presente que el imaginario.

    Mi pensamiento, donde el crimen es solo fantasía, agita de tal forma mi condición de hombre

    que ahoga en conjeturas toda forma de acción, y nada existe más real que lo que no existe. (30)


    La idea de un crimen que lo convertiría en rey, en vez de mantenerlo en la perplejidad de un pronóstico incierto, va abriéndose paso mientras observa cómo ese pensamiento “agita su condición de hombre” de modo que nada es más real que lo que imagina. En este primer momento, la “condición de hombre” a la que se refiere apunta a la susceptibilidad del espíritu frente a la tentación, a pesar de que la imagen misma “eriza sus cabellos” y “hace

    latir su corazón contra lo que es costumbre en la naturaleza”. Macbeth se ve infectado tempranamente por la espina de aquel augurio de grandeza, y su ambición no encuentra freno ni siquiera cuando, poco después, se levanta el segundo obstáculo: el nombramiento de Malcolm, primogénito del rey, como sucesor legítimo. Así, apenas unos versos abajo exclama:


    Macbeth:

    ¡Príncipe de Cumberland! Un obstáculo nuevo Para que yo me hunda, a menos que lo evite,

    Pues se atraviesa en mi camino. ¡Estrellas, ocultad vuestro fuego! Que la luz no haga ver mis oscuros deseos escondidos. (33)


    Lady Macbeth recibe entonces una carta donde su marido le deja entrever que tiene algo grande entre manos y, desde ese momento, ella misma queda presa en el vértigo de la avidez que se ha encendido y los atrapa a ambos. ¿Qué es lo que teme esta aliada incondicional cuando se decide a alimentar la determinación criminal de su marido y a impedir que las dudas emboten su voluntad? Porque es Lady Macbeth la primera que le da nombre a los deseos inconfesables, esos que Macbeth ha visto brotar en su interior.

    Macbeth:

    Amada mía, Duncan viene esta noche.

    Lady Macbeth: ¿Y cuándo partirá? Macbeth: Mañana, así lo ha decidido.

    Lady Macbeth: ¡Nunca

    habrá de ver el sol ese mañana! [...]


    A partir de ese momento, el tema de la hombría –a veces como virilidad y a veces como humanidad (excelencia o plenitud)-- va cobrando relevancia al convertirse en el acicate que emplea Lady Macbeth para evitar que su marido desista de su propósito. La virilidad pasa a significar, en su boca, el valor y la capacidad de llevar adelante lo necesario para alcanzar

    su propia cumbre. Y, en efecto, ante la presencia de Duncan que, alegre, se ha instalado en su castillo, Macbeth depone su audacia criminal para dejarla en manos de su esposa y descarga frente a ella sus temores:


    Macbeth:

    No es posible seguir con esta empresa

    Me ha colmado de honores y he adquirido reputación dorada entre gentes diversas

    que quisiera lucir en su esplendor más fresco sin desecharla tan temprano.


    A lo que Lady Macbeth responde:


    […] ¿Te asusta

    el que tus actos y tu valentía lleguen a ser quizás igual que tu deseo?¿Quieres, acaso, poseer

    lo que ornamento crees de la vida y vivir ante ti como un cobarde,

    dejando que a “quisiera” suceda “no me atrevo” como hace el pobre gato del refrán?


    Macbeth replica entonces:


    Basta, te lo suplico.

    Tengo el valor que cualquier hombre tiene,

    y no es un hombre quien se atreve a más. (Acto I, Esc. 7°)4


    Lady Macbeth le espeta que vivir sin atreverse a conseguir lo que el deseo exige es vivir como un cobarde, a la sombra de sí mismo. Lo que Macbeth ha contrapuesto a esa provocación es todavía el argumento de un caballero, de un hombre que vive bajo la protección de lo que nos resguarda a todos: “y no es hombre quien se atreve a más”. Su argumento puede ser reformulado a partir de la idea de que solo el deseo legítimo cumple la humanidad en su persona; el deseo criminal la disminuye. Pero esa elevada argumentación


    4 Ibid, pg. 41 Edición Alianza Editorial.

    solo va a sostenerse un momento pues Macbeth ya está abocado a una deriva a la que no estará dispuesto a renunciar. Lady Macbeth lo sabe, por eso insiste:


    Lady Macbeth:

    […] Eras un hombre cuando te atrevías Y serías más hombre, mucho más,

    Si fueses aún más de lo que eras. Ni tiempo ni lugar eran propicios, sin embargo, tú querías crearlos.

    Y ahora que se presentan ellos mismos, su oportunidad Abatido te deja […] (Acto I, Esc. 7)


    Ser hombre es atreverse; atreverse a la grandeza que no será sino potencialidad o atisbo si falta la osadía que lleve a realizarla. Así, en el siguiente parlamento, cuando Macbeth desiste de consideraciones de principios y se concentra en la eficacia, comprendemos que todo se ha decidido ya. “¿Y si fracasamos?”


    El Acto III encuentra a un Macbeth que se ha acostumbrado a llevar con indiferencia el horror de la sangre y de la violencia perpetrada sobre el cuerpo y la majestad de Duncan; un hombre endurecido, dispuesto a defender su posesión mal habida, la misma que asesinara su reposo y lo colocara en las filas del infierno.5 Un hombre dispuesto a continuar lo que ha empezado; ya no le asusta un nuevo crimen con tal de alcanzar la prometida felicidad, esa que le resulta tan huidiza. Banquo, testigo insobornable del encuentro con las brujas, no lo deja descansar.6 A diferencia de Macbeth, el presagio que a

    5 Cf. El monólogo en el Act III: Macbeth: ¡De nada sirve estar así/si no hay seguridad! Nuestro miedo hacia

    Banquo/ ha penetrado en lo más hondo, y hay en su realeza natural/algo que debería ser temido. […] Una infecunda corona ciñeron sobre mi cabeza,/me hicieron empuñar un cetro estéril/que deberá arrancarme un día mano extraña/sin tener hijo alguno para que me suceda: si es así/mi alma he mancillado por la estirpe de Banquo;/por ellos he matado al noble Duncan,/llenado de rencor mi copa de reposo/sólo por ellos, dando la joya eterna de mi vida/al enemigo común de los mortales/para hacer de ellos reyes. ¡Reyes a las semillas/ de Banquo! ¡Ven destino, antes de que así sea! ¡Ven y lucha!/¡Lucha conmigo hasta el final!...¿Quién va? Pg.66

    6 En la primera escena del segundo acto, Macbeth le insinúa a Banquo que si se alía a sus planes (sin mencionarlos, claro) puede ganar muchos beneficios. A esto Banquo responde con una categórica negativa: Macbeth acaba de ser coronado rey después de la muerte de Duncan y se encuentra con Banquo fuera del castillo. Allí encontramos este diálogo:

    su amigo le anuncia ser padre de reyes no ha perturbado su tranquilidad ni su integridad. Él, en cambio, no puede descansar sabiendo que hay un hombre capaz de olfatear su secreto. El nuevo rey contrata, entonces, a dos asesinos y, tras forzar el discurso para insistir en que es Banquo el culpable de todas sus desgracias, pregunta si acaso son tan suaves y piadosos que no buscan vengar la cantidad innumerable de sus ultrajes:

    Macbeth:

    […] Creéis que la paciencia predomina tanto en vuestro ánimo Como para dejar que todo siga igual? ¿Sois tan evangélicos

    Que así rogáis por este hombre y por su descendencia cuando con mano firme os condujo a la tumba

    y empobreció a los vuestros para siempre?


    A lo que el asesino le contesta: “Somos hombres, señor”.


    ¿Cómo hay que entender esta respuesta? “Somos hombres” parece querer decir, “no podemos más de lo que nos es posible”. ¡¿Será entonces un asesino a sueldo más piadoso que Macbeth?! En esa misma línea, aunque de manera oblicua, la frase también quiere decir: “debemos conformarnos con nuestra suerte, no podemos hacer más”. O inclusive: “haremos lo que sea necesario para ir sobreviviendo”, lo cual daría plena razón a Macbeth cuando, acto seguido, los compara con la legión de los perros:

    Macbeth:

    Ya lo sé, y como tales figuráis en el catálogo,

    Como el lebrel, faldero, perdiguero, bastardo, reposero, El de agua o de presa o semilobo, todos tienen el mismo


    Banquo: Anoche aparecieron en mi sueño las tres brujas. Estuvieron certeras con respecto a ti.

    Macbeth: No pienso en ellas./Mas, si es posible hallar el momento propicio/ tendríamos que hablar más de este asunto, si es tu deseo.

    Banquo: Estoy a tu disposición

    Macbeth: Si mis planes aceptas, cuando llegue el momento/tendrás honores.

    Banquo: Mientras no los pierda/al tratar de aumentarlos, y pueda conservar/aun libre mi conciencia e íntegra mi lealtad/aceptaré consejos.

    Macbeth: Buen reposo entre tanto. (pg. 44)

    Nombre de perro […] (69-70)


    Así, como perros que buscan su alimento, los asesinos no se preocupan por la forma en que lo obtienen. Entre el conjunto de los hombres registrados en el catálogo (de hombres como de perros), estos asesinos, resignados a su suerte, tendrían “el grado ínfimo”. Macbeth los concita a un odio inventado, y los azuza a un acto de venganza sobre la persona de Banquo:

    Macbeth. (Sigue)

    Ahora, si en la lista humana ocupáis un lugar que no sea el grado ínfimo decidlo,

    y pondré en vuestras manos una empresa,

    con cuya ejecución vuestro enemigo queda eliminado y vosotros atados a nuestro corazón y al afecto de Nos, que soportamos una salud enferma a causa de su vida, cuando se aliviaría con su muerte. (68)


    Como se ve, aquí lo humano, la calidad de “hombre” consiste en el orgullo y el valor necesario para vengarse de una humillación intolerable aunque, en el pasaje, el argumento resulta inverosímil para los mismos asesinos, pues no sería una cuestión de orgullo la que los mueve sino de odio,7 desesperación y afán de lucro. Uno puede preguntarse si no se ha puesto Macbeth en la misma condición paradójica de los matones, pues si con la más despreciable de las actividades estos buscan restañar las heridas que el mundo les ha infligido, este quiere recuperar la “salud” que cada nuevo asesinato aleja de su alcance. El anti-héroe está herido por la desconfianza; ha asesinado el sueño, como le anuncia repetidamente una voz cuando asesina a Duncan.8 Por eso se queja para sus adentros: “¡De


    7 Asesino segundo: “Soy, señor,/de los que viles golpes y mundanos azares/tanto han exasperado, que haría lo que fuese/para vengarme del mundo”. (68)

    8 Dice Macbeth: “Creí escuchar una voz que gritaba: “No volváis a dormir, /que Macbeth ha asesinado el sueño,/el inocente sueño que teje sin cesar las marañas de las preocupaciones/la muerte del ir viviendo cotidiano, baño de la fatiga/bálsamo de las heridas de la mente, plato fuerte de la mesa de la Naturaleza,/principal alimento del festín de la vida… Glamis asesinó el sueño y por lo tanto Cawdor no dormirá más. Macbeth no dormirá más.” (Acto II, esc. 2).

    nada sirve estar así/ si no hay seguridad!”. Lady Macbeth va a expresar la misma idea unos versos más adelante:

    Lady Macbeth:

    Nada se tiene, todo está perdido

    cuando nuestro deseo se colma sin placer. Es mejor ser lo que nosotros destruimos,

    que al destruirlo no vivir sino un goce dudoso. (70)


    El tenor de estas reflexiones va aumentando conforme avanza el diálogo de la pareja hasta llegar a su desenlace inevitable: una vez cometido el primer asesinato, es igualmente necesario eliminar a Banquo y a su hijo pues ambos amenazan su ganancia. Y, en efecto, Banquo es asesinado pero su hijo alcanza a escabullirse. En cualquier caso, la búsqueda de la tranquilidad vuelve a eludirlos. Y como, a pesar de todo, el otrora compañero había sido invitado al banquete, el fantasma ensangrentado de Banquo acude al convite. Solo Macbeth puede observarlo, cierto, pero es imposible que el horror de aquella visión no lo delate: Macbeth:

    No podéis decir que lo hice yo: nunca sacudas tu cabellera ensangrentada sobre mi rostro. (78)


    A lo que Lady Macbeth, desesperada, lo conmina: […] ¿Sois vos, acaso un hombre? Macbeth:

    Sí, y con el valor de mirar a la cara

    A quien el mismo demonio espantaría.


    La locura de Macbeth sigue subiendo de intensidad hasta que asesinato y asesino quedan expuestos. El espectro sale y regresa, y Macbeth, completamente horrorizado, lo desafía: Macbeth:

    ¡Atrás! ¡Fuera de mi vista!¡Qué la tierra vuelva a ocultarte! Tus huesos están vacíos y tu sangre está fría!

    Ya no tienes mirada en esos ojos Con los que me deslumbras. (80)

    Lady Macbeth interviene para convencer a los invitados de que se trata de un mal que lo ataca con frecuencia, pero Macbeth continúa:

    Macbeth:

    A cuanto se atreve el hombre yo me atrevo; Ven acércate, como el feroz oso de Rusia

    O como el rinoceronte armado, o como el tigre de Hircania;

    Adopta cualquier aspecto menos éste, y mis templados nervios No temblarían; […] ¡Atrás horrenda sombra!

    ¡Engañosa irrealidad, atrás! (81) (Sale el espectro)

    Bien, sí, se ha ido.

    Ya vuelvo a ser un hombre…Os lo ruego, sentaos. (81)


    Después de ese momento, el tema de la humanidad-dignidad-virilidad prácticamente desaparece del diálogo pues Macbeth comprende que su ignominia está a la vista y lo único que le queda es aferrarse sin escrúpulos a su poder.9 Siempre ha habido crímenes sangrientos, dice; lo extraño es que los espectros regresen del sepulcro para enfrentar o denunciar al homicida. Después de la escena del fantasma, Macbeth se abandona en manos de las brujas, es decir, renuncia a toda pretensión de decencia y va por voluntad propia a buscar a las tres harpías.10

    Claramente en estos últimos parlamentos ser un hombre (“Ya vuelvo a ser un hombre. Os lo ruego, sentaos”) refiere a la racionalidad y la calma frente al delirio persecutorio. Pero Macbeth se equivocó desde el principio, al lado de su esposa o instigado


    9 Hay alguna referencia a la hombría en el diálogo entre Malcolm y Macduff cuando a éste le avisan que han asesinado a su esposa, a sus hijos y a todos los sirvientes de su palacio. La referencia, sin embargo, no es una verdadera interrogación, como en el caso de Macbeth, sino la repetición convencional de lo que se consideraba viril o femenino según los patrones de la época. Cf. Acto IV, 3.

    10 “[…] Tendrán que ser más claras, pues estoy decidido a conocer/con los peores medios lo peor. A mi propio interés/todas las otras causas se someterán. He ido muy lejos/ en el camino de la sangre. Y si más no avanzase/tanto daría volver como ganar la orilla opuesta.

    por ella, cuando apostó a que su hombría, cifra de una humanidad colmada, consistía en la voluntad de perseguir una grandeza personal sacrificando las precarias certidumbres que enaltecen la existencia común. Si en aquella primera réplica, ser plenamente humano y plenamente viril entrañaba el inviolable respeto a la prohibición del asesinato, muy pronto Macbeth acepta la provocación de su mujer en el sentido de que alcanzar la más alta dignidad era atreverse a realizar, por todos los medios, la promesa en ciernes de su brillo. No comprendió, en aquel momento, que romper los límites que sostienen la confianza y la dignidad fractura el suelo sobre el que se erige la reputación que anhela, arrojando al perpetrador en un vértigo de ansiedad y sinsentido. Hombría y humanidad solo están unidos en la lucha por la justicia, pues la justicia teje el manto que resguarda la posibilidad del sentido, e inaugura para todos la confianza donde germinan la generosidad y el desinterés.

    Si el horizonte de significado que habitamos está dado por cierta benevolencia anterior a la palabra, por la hospitalidad y apertura que es condición de todo lenguaje y de toda sociabilidad, la justicia, en cambio, el ejercicio de la justicia, es la única fuerza capaz de devolver la confianza que ha sido desgarrada por la mentira y la traición. Levinas ha llamado a ésta “justicia del tercero”, una justicia que entra en juego cuando la complejidad de los reclamos o bien la flagrancia de traiciones y crímenes busca ser reparada. Solo la fuerza justa es capaz de restituir el orden simbólico en el que la vida vivida humanamente se eleva y regocija. La justicia resguarda el sentido, es decir, la posibilidad de vivir una vida que no es mera pervivencia sino que se cumple como propósito de amor y de agradecimiento. Tradicionalmente, hasta antes de los Estados modernos, era el noble varón, simultáneamente poderoso, capaz y de elevado espíritu quien podía enfrentarse a la arbitrariedad y el capricho de quien optara por su beneficio personal sobre aquello que supone provecho común y alegría del conjunto. En el contexto de nuestra obra, el

    imperativo de una virilidad madura como condición de quien protege la paz y la honradez de nuestra existencia común se ve, por contraste, en la figura de los jóvenes herederos: Fleance, hijo de Banquo, será, en su tiempo, sucesor digno de su padre pero, de momento, sólo puede huir. Malcolm, legítimo heredero de Duncan y joven de virtud excepcional, debe pedir ayuda al rey de Inglaterra para enfrentarse a la corrupta pero temible potencia que aun ejerce Macbeth. El joven Seyward, en cambio, hijo del guerrero experimentado a quien el rey de Inglaterra ha encargado la misión de recuperar para la justicia el reino de Escocia, muere inútilmente a manos del tirano por una pueril, si noble, osadía. No pueden estos jóvenes héroes asumir la responsabilidad de la justicia pues todavía no cuentan con la fuerza y la experiencia para realizarla. La realización de la justicia es la marca del hombre maduro, además de cabal, quien echa sobre sus espaldas la responsabilidad de todo el género humano empeñado en la tarea de vivir una vida honrosa y plena. Más allá de las complejidades y las derivas peligrosas que esto conlleva, es la dimensión simbólica de dicha capacidad la que se juega en las grandes tragedias, y en ésta de manera particular. Al mismo tiempo, la que nos ocupa parece entrever la zona turbia en que el coraje de un guerrero se desliza hacia el abuso, la indignidad y la degradación.

    La solidez de Macbeth se resquebraja al enfrentar el espectro, y sus palabras dejan al descubierto su oprobio. Expuesto y abandonado por los nobles que inicialmente le rindieran honores, hundido en la desesperación y la fatalidad, la obra culmina con el célebre monólogo en que el antihéroe da cuenta de su ruina. Es el momento en que su escudero viene a avisarle que Lady Macbeth, perturbada por la imagen de la sangre que no logra lavar de sus manos, se ha dado muerte a sí misma:

    Macbeth:

    Un día u otro había de morir

    Hubiese habido un tiempo para tales palabras… Mañana y mañana y mañana

    Se desliza paso a paso, día a día

    Hasta la sílaba final con que se escribe el tiempo Y todo nuestro ayer iluminó a los necios

    la senda de cenizas de la muerte. ¡Extínguete fugaz antorcha! La vida es una sombra tan solo que transcurre, un pobre actor que, orgulloso, consume su turno sobre el escenario

    para jamás volver a ser oído. Es una historia contada por un loco, llena de ruido y de furia, que nada significa. (125)


    Reconocimiento último de la inutilidad de sus trabajos, de la vacuidad final de su existencia. Macbeth asesinó el sueño de su vida al desgarrar el suelo colectivo, el sustrato que alimenta la camaradería y la franqueza. Si la “hombría” era la promesa de una potencia y una majestad, no puede obtenerse al precio de arrasar la rectitud sobre la que se tiende (o desbarranca) nuestra humanidad. Después vendrá Macduff para cumplir lo que estaba ya previsto desde el principio, no solo por las hermanas agoreras sino por la implacable lógica de aquel derrumbe.11


  2. Macduff. ¿Quién es un héroe?

    Sabemos quién es Macduff en la obra Macbeth: otro soldado del rey, un hombre valiente como Macbeth, capaz y honrado, como Banquo. De hecho, es Macduff el encargado de despertar a Duncan para regresar a su castillo muy tempra. no, después de haber pernoctado en el de Macbeth como seña de confianza y distinción. Es, por lo tanto,

    11 A diferencia de Malcolm y del hijo de Banquo que apenas son unos muchachos, Macduff—también un varón y también un guerrero--cumple la promesa de justicia que es la única que puede salvar la circunstancia. Tal vez sea esta condición, la condición de una fuerza bien ejercida, la que dé cuenta del genérico masculino prácticamente universal. Cabe pensar que, en tiempos menos institucionalizados, la búsqueda de la justicia que caracteriza el esfuerzo de la especie hacia las formas generosas de la existencia, pasara ineludiblemente por la capacidad, osadía y poder de quien se opone a la arbitrariedad o el capricho de algunos para salvaguardar el amor y el significado que abrigan la alegría de la existencia.

    Macduff quien descubre el cuerpo ultrajado del monarca y da voces horrorizado. No podrá olvidarlo. Macduff rechaza ir a la ceremonia de coronación de Macbeth por un mal presentimiento o acaso por el pinchazo de una perplejidad difusa. Eso es suficiente para hacerse sospechoso a los ojos de Macbeth, ya coronado rey, cuando ni siquiera ha recibido confirmación de la muerte de Banquo. Macduff representa al guerrero que Macbeth no llegó a ser; el caballero leal, valiente y de noble corazón. Si bien está destinado a convertirse en el brazo que restituye el orden elemental de la confianza y la dignidad pues “no ha nacido de mujer”, como anunciaran las brujas, Shakespeare parece sentir que falta una motivación personal, una pasión íntima que haga de la tarea encomendada un compromiso irrecusable.

    Después de la escena del banquete, como hemos dicho, ya todos los nobles están advertidos de la traición y del crimen de Macbeth, de la usurpación de la corona, de su ambición desenfrenada y su falta de límites. Macduff huye a Inglaterra para unirse a Malcolm, el heredero legítimo de Duncan, temiendo ser—como lo era—la siguiente víctima del tirano. Macbeth se entera por Lennox, uno de sus capitanes, que Macduff ha huido a Inglaterra y jura vengarse:


    Macbeth:

    […] Yo he oído

    galope de caballos. ¿Quién ha venido aquí?

    Lennox:

    Dos o tres, señor, con la noticia

    de que Macduff ha huido a Inglaterra.[…]

    Macbeth (Aparte)

    ¡Oh tiempo! Te has adelantado a mi horrible designio.

    El propósito fugaz no llega a ejecutarse sino acompañado por hechos. […]

    […] Ahora mismo,

    para que mis pensamientos se coronen con actos, hágase lo que pienso:

    Asaltaré el castillo de Macduff por sorpresa

    y pondré sitio a Fife; pasaré por el filo de mi espada a su esposa, sus hijos y a los desventurados

    de su linaje. No más necias bravatas.

    Antes de que el propósito se enfríe, consumaré esta acción.. […] (Acto IV, Esc.1)


    Si en la primera escena del cuarto acto, Macbeth va a buscar por su cuenta a las brujas, en la segunda encontramos a Lady Macduff quejándose amargamente de que su marido la ha dejado a ella y a sus hijos a expensas de cualquier rufián. Ha huido, sí, la situación lo amerita, pero qué será entonces de ella y de sus pequeños sin la protección que les ofrece su presencia. Reniega de su marido como padre y esposo aunque lo defiende frente a los asesinos. Las órdenes se consuman, sin embargo, y el asesinato indiscriminado acaba con la casa de Macduff.

    ¿Por qué abandona Macduff a sus hijos y a su esposa? ¿Acaso no sabía lo que podía suceder? Este cuestionamiento ya no dejará de perseguirlo, al contrario, pondrá en entredicho su honra cuando el propio Malcolm lo interrogue. ¿Es posible que un hombre que se precie de serlo deje desamparados a sus más íntimos, a los más próximos, a aquéllos incapaces de defenderse? ¿Cómo es posible que un soldado honrado, un hombre de bien dejara a sus pequeños expuestos al crimen?

    Malcolm:

    ¿Por qué dejasteis desvalidos a vuestra esposa e hijos, esos móviles dulces, fuertes lazos de amor,

    y sin decirles ni siquiera adiós? Os lo suplico,

    no dejéis que mis sospechas sean vuestra deshonra,

    pues son tan solo mi seguridad. Vos podéis ser muy justo piense yo lo que piense.

    Macduff:

    ¡Ay pobre patria, sangra, sangra!

    Tú, gran tiranía, consolida tu base de firmeza

    Puesto que la virtud no ha de osar enfrentarte. […] (Acto IV, Esc. 3)

    Como se ve, Macduff no responde, sólo se indigna y se lamenta. ¿Era, en realidad, indiferente a su familia? De eso lo acusa dolorosamente su mujer aunque el hijo lo niega.

    ¿Y cómo cargar una culpa tan pesada? Shakespeare no se detiene en esa línea argumental, pues no se trata de un drama psicológico sino de una tragedia. Macduff, debemos suponer, quería a su familia tanto como cualquier padre y esposo dedicado y, de todos modos, es irrelevante. Macduff se va porque hay algo más definitivo en juego, la seguridad de todo el reino. Antes, incluso, de saber lo que había sucedido con los suyos, lo expresa con palabras elocuentes. A las palabras de lamento que Malcolm le dirige, él responde:

    Malcolm:

    Busquemos una sombra desolada

    Y allí las lágrimas vacíen nuestro pecho.

    Macduff:

    Antes bien, empuñemos

    nuestras mortíferas espadas con vigor, y como hombres verdaderos defendamos esta tierra nuestra que agoniza. Cada nuevo día

    conoce los gemidos de otras nuevas viudas, el llanto de otros huérfanos, el dolor nuevo que sacude la faz de un cielo que resuena

    igual que si lo compartiese con Escocia y con ella gritara idénticas palabras de dolor.


    Su dolor es el dolor de Escocia porque cada día hay otros muertos, otros gemidos de viudas y llanto de huérfanos. Cuando viene a enterarse cómo lo ha golpeado a él el tirano, cómo se ha ensañado con sus hijos y con su mujer, y con todos sus caballeros y sirvientes, se aflige y se lamenta, pero a sabiendas de que no es mayor ni menor que el de otros tantos que sufren bajo el mismo yugo. Por eso ha debido irse; no por cobarde ni por indiferente sino porque era necesario anteponer el destino colectivo al drama personal. Su casa y su vida personal queda suspensa y en riesgo pero ¿cómo podría él dedicarse a cuidarla cuando está en juego la vida de tantos otros? Por eso la duda de Malcolm le ofende y por eso, tras un

    diálogo tenso, logra probar que su afán no esconde cobardía ni afán de lucro sino que va a unirse a Malcolm como un caballero dispuesto a resistir, aun a costa de su vida, la arbitrariedad y la infamia. Pues con su vida ha de pagar aquella huida: no con la suya propia, que ha de conservar para cumplir con la tarea de venganza y sobre todo de justicia que le ha sido ordenada, sino con la de todos los suyos: sus hijos, y su edad preñada de posibilidades truncas; su esposa y joven madre; los inocentes escuderos, pajes y criados que le servían. Macduff. No tiene dudas de lo que el tiempo le exige, pero el drama lo muestra como a un hombre desgarrado entre dos lealtades y dos juramentos contrapuestos. Macduff representa al héroe de la epopeya, al héroe trágico, si bien, en este caso, resulta vencedor puesto que el antihéroe debe morir para que el mundo sea otra vez habitable y la existencia un lugar donde es posible confiar y agradecer.12

    Engañado por las brujas, Macbeth pierde su ímpetu cuando se entera de que el bosque de Birman viene hacia él, y el último reducto de su necedad se colapsa cuando Macduff revela que no ha nacido de mujer pues fue arrancado del vientre de su madre. El círculo se cierra y, finalmente, abre el espacio para un nuevo comienzo, para una inocencia renovada.


  3. No asesinarás.


12 No es otra la decisión de Hamlet cuando el fantasma de su padre le ordena vengar su asesinato y restituir la justicia en el reino de Dinamarca. Hamlet abandonará todo, sus estudios, su vida privada, su amor por Ofelia, para abocarse a la misión que le fue confiada; una misión que no es personal, sino que toma sobre sus hombros un destino de justicia, de certeza y dignidad para todo el reino y, por extensión, para todo el género humano. Igualmente Antígona está dispuesta a sacrificar su vida para defender “las leyes de los dioses”, aquello sin lo cual la dignidad del mundo se ve escarnecida por la soberbia y el abuso. Lo extraordinario de esta tragedia es que nos presenta, al mismo tiempo, los dos polos de la decisión: si Antígona siente que no podría vivir si dejara pasar aquel atropello, su hermana Ismene, acepta el decreto de Creonte con tal de conservar su vida. Antígona está dispuesta a morir para que el fondo ético de la existencia prevalezca; Ismene está dispuesta a dejar pasar la injusticia para que la vida continúe. Cuando en el momento culminante de la discusión con el tío, Ismene avala la decisión de su hermana y quiere compartir su destino, ésta se niega y le pide que ella sea fiel a su decisión y viva en nombre de ambas.

¿Cuál es la diferencia entre un guerrero y un criminal? A la sensibilidad moderna esta pregunta puede no resultarle en absoluto evidente: si el guerrero es hoy un soldado del Estado, nada garantiza que su cometido sea incuestionable. Por otro lado, desde Don Quijote de la Mancha, sabemos que definir la causa justa o el bien común conforme a inspiraciones caballerescas, puede resultar bastante confuso e incluso peligroso. En muchas partes del mundo vemos gente dispuesta a matar y a morir por razones que, conforme a las reglas democráticas, resultan criminales. En cuanto nos acercamos para mirar de cerca, el tema de la justicia se descompone en fragmentos de enorme complejidad.

Macbeth, sin embargo, no nos confronta con argucias ni sutilezas en ese terreno. En primer lugar porque se trata de una obra literaria, no de una nota periodística ni de un estudio de caso, aunque sabemos que Shakespeare se basó en el asesinato histórico del rey Duncan a manos de Macbeth, un jefe militar a quien este mismo le había otorgado el título de general. Pero la literatura tiene otros alcances y otros propósitos. Constituye, en realidad, la cifra en que se juega la aspiración humana a un orden de sentido; por eso la lógica que la anima y la magnitud de su valor pertenece a una dimensión simbólica, al campo de lo poético, no a su determinación material. Y por eso aceptamos las reglas de la ficción que nos propone.

En la obra que nos atañe, una de esas reglas es que la justicia no se presenta de manera problemática: Macbeth sabe que ha hecho bien al luchar contra los enemigos del rey y ganar aquella guerra en su nombre. Así lo entiende Banquo, otro esforzado guerrero y honesto de corazón. Macbeth ha sabido arremeter fieramente contra dichos enemigos y tanto así, que su valor llega a oídos del rey y este lo premia con el título que antes perteneciera a cierto caballero, Cawdor, unido a traición con sus enemigos. Para más certeza en este punto, el rey aparece en la obra como dechado de generosidad y de justicia.

El propio Macbeth lo manifiesta de ese modo cuando, por primera vez, siente el llamado de un deseo asesino. Dice Macbeth:

[…] Además, este Duncan

ha sido tan humilde en el poder, y tan ecuánime al gobernar, que sus virtudes clamarían

--tal ángeles con voces de trompetas—contra el acto deleznable de hacerlo desaparecer;

y la piedad, como un recién nacido

que desnudo galopa en la tormenta, o querubín del cielo montado por el aire con sus corceles invisibles,

expondrá este acto horrible a los ojos del mundo y sofocarán las lágrimas el vendaval. [...]


Macbeth sabe que lo que fantasea es el más infame de los actos; en ningún momento intenta justificar su ambición poniendo en duda la legitimidad de Duncan ni la perfección de su carácter. Las brujas lo han incitado a pensar que poseerá la corona y esa premonición se convierte en una “espuela”, dice, imposible de ignorar. No se trata, pues, de la inveterada equivocidad de la justicia sino de un acto vil a todas luces, un acto “que clama al cielo”. Lo que se pone en juego en esta obra, es el señuelo de la majestad y ansia de reconocimiento contra todas las leyes que prohíben el asesinato. ¿Por qué está prohibido asesinar? parecería estar preguntando Macbeth. Después de todo, es la duda de un guerrero poderoso que viene de haber vencido y dado muerte a muchos hombres en una lucha cuerpo a cuerpo. Dar muerte estaba permitido, incluso premiado; ¿por qué no habría de matar a Duncan si convertirse en rey él mismo cumpliría el designio anunciado de su grandeza? ¿Qué excelencia adornaba a Duncan que no poseyera Macbeth con creces? Y si alguna hubiera,

¿no podía con las suyas compensar las que hubiese destruido? Estas preguntas no se plantean en el texto de manera explícita, pero es la interrogación que corre bajo sus aguas.

Macbeth comprende la enormidad del acto que excita su deseo pero no tiene el poder moral para frenarlo, menos aun cuando su mujer y cómplice, Lady Macbeth hace

suyo aquel proyecto criminal y jura evitar que las dudas emboten su capacidad para llevarlo adelante:

Lady Macbeth:

[…] Ven pronto, ven, para que pueda Vaciarte mi coraje en tus oídos

Y azotar con el brío de mi lengua

todo lo que te aparta del círculo de oro con que hados y ayudas sobrenaturales querer, parecen, coronarte.(Acto I, Esc. 5)


Lady Macbeth es el espejo que duplica el impulso original de su marido; la estaca que sostiene y tensa la cuerda de la ambición abriéndole un camino a aquella desmesura. ¿Por qué no habría de cometer el crimen? Cierto, Duncan es un rey amable, nada tiene contra él que le empuje al atroz asesinato. Además es su pariente, lo ha colmado de honores y se encuentra en su castillo en calidad de huésped. Pero la tentación no cede y el crimen se consuma. A diferencia del campo de batalla, Macbeth no le dará muerte a un hombre a la luz del día, en la arena pública: el golpe se envuelve en las brumas de la noche y cuando Duncan está dormido. ¿Puede haber acción más despreciable que atacar a alguien cuando entrega su inocencia al sueño?

Por mejor gobernante que hubiera podido llegar a ser Macbeth, arrebatar a traición el trono, privando de la vida al gobernante legítimo, hace que el orden representado por su poder sea insostenible. Ya E.M.W. Tyllard ha mostrado cómo la visión del mundo isabelina es todavía esencialmente teocéntrica, con la jerarquía de los mundos establecida con claridad y los diferentes niveles en consonancia armoniosa.13 Por esa razón, dice, también cuando un hecho destruye esa concordia, los distintos niveles se descentran ocasionando eventos contra natura: caballos desbocados devorándose entre sí, o las señales espantosas

13 E.M.W.Tillyard, The Elizabethan World Picture, Vintage Books, Random House, New York, 1959.

cuando los conjurados se aprestan a asesinar a Julio César. 14 Los cielos mismos se estremecen ante las abominaciones humanas. El cosmos se organiza desde una sintonía profunda entre objetos celestes, orden natural y principios éticos. Cuando la transgresión deforma el horizonte moral que constituye la urdimbre de lo humanamente deseable, los otros dos engendran, a su vez, monstruosidades y anomalías.15 Lejos está nuestra era posmoderna de este universo equilibrado. Y sin embargo, la sensibilidad poética comprende que tales metáforas no representan solo una creencia arcaica o una forma de explicar el mundo, sino la búsqueda permanente con la que buscamos restituir el trazo de la significación.

Desde antes de consumar el regicidio, Macbeth entrevé que el quebranto que proyecta no habrá de cerrarse con la muerte de Duncan. Una vez perpetrado, el asesinato lo arroja en el círculo perverso de la desconfianza, la angustia y la necesidad de hundirse cada vez más en el crimen. Dice Macbeth:

Si todo terminara una vez hecho, sería conveniente acabar pronto; si pudiera el crimen

frenar sus consecuencias y al desaparecer asegurar el éxito, de modo que este golpe

a un tiempo fuese todo y fin de todo…aquí, sólo aquí, sobre esta orilla y páramo del Tiempo

se arriesgaría la vida por venir […] Acto 1, Esc, 7°


14 W.Shakespeare, Julio César. Acto II, escena 2: “Calfurnia: Fuera de las cosas que hemos visto y oído, cuéntanse las más horribles visiones observadas por los guardias. Una leona ha dado nacimiento a sus cachorros en la calle; y se han entreabierto las tumbas y dejado salir los muertos. Feroces guerreros combatían airados entre las nubes, en filas, en escuadrones y en estricta forma militar, haciendo llover sangre sobre el Capitolio”. Editorial Porrúa, Ciudad de México, 2016, pg. 156.

15 Cf. Macbeth, Acto II, escena 5, justo después del asesinato de Duncan: “Ross: ¡Venerable anciano! ¡Con qué cólera mira el cielo la trágica escena de los hombres!... Viejo: Todo es contra natura, como el acto que se cometió. El martes ya cumplido,/ un halcón que ascendía al cenit de su vuelo fue atacado/ por un búho ratonero, y muerto. Ross: Y (cosa extraña pero cierta) los caballos de Duncan,/ hermosos y ligeros, los favoritos de su raza,/ se volvieron salvajes, rompieron sus establos y emprendieron la huida, / rebeldes a obediencia, como si declarasen/la guerra al hombre. Viejo: Se dice que se devoraban entre sí”. Edición y traducción Instituto Shakespeare bajo la dirección de Manuel Ángel Conejero, Alianza Editorial, Madrid, 1994. Pg. 60

Macbeth empieza cediendo a la atracción de su deseo como algo casi natural para toparse con la integridad de Banquo, quien opone un freno a tal insinuación en un intercambio que no deja lugar a dudas.16 Tras esa negativa, Macbeth se vuelve contra él temiendo su mirada como si fuera su conciencia. Manda matar a Banquo, pero el espectro de su amigo lo delata más allá de toda duda, al tiempo que el pequeño Fleance le recuerda que su corona es espuria e inútil. Ha de matar a la cría, pero no lo consigue. Tendrá que esperar. Sus sospechas se desvían, entonces, hacia Macduff, valeroso soldado del rey, quien no asistiera al banquete de coronación, confundido cuando Macbeth declara que, en un ataque de ira, mató a los guardias que cuidaban a Duncan. Una muerte tras otras, un asesinato tras otro van endureciendo al tirano que al final ya no recuerda el sentimiento de dolor ni de vergüenza; ya nada significa nada, solo una apuesta frente al vacío en donde la vida— su vida—ve sofocadas todas las fuentes de significado.

Cuando un soldado lucha, pone en riesgo su cuerpo y su mortalidad y, aun si lo tildan de “sanguinario” (como se refieren los hijos de Duncan a Macbeth), su brazo está al servicio de lo que enaltece al conjunto de la sociedad. Siempre es en función de la justicia como el héroe se enfrenta a quienes destruyen el lugar donde se traba el valor de la existencia. El guerrero Macbeth se confunde al pensar que la distinción que se le otorga debe adjudicarla a la superioridad de su potencia y no a la causa que lo sostiene. Los límites que separan el espacio común donde se gana la gloria, del ansia de encumbramiento personal, se difuminan cuando este último prevalece sobre el primero. Esa es la zona turbia en que inciden las brujas.


16 Cf. nota 6 de este ensayo, “¿Qué es un hombre?” Acto II, Esc. 1, pg.44-45

¿Qué es, pues, este “valor de la vida” a cuya protección se aboca la ética? Para Levinas, tanto como para Kant, el significado de la vida humana no se encuentra en la búsqueda de la felicidad sino en la moralidad como soporte de todo sentido. La moralidad no garantiza la felicidad pero el ámbito que ella inaugura la hace posible. Si en Kant el imperativo de la razón trasciende toda otra determinación y constituye el punto sobre el que se asienta nuestra dignidad y el valor mismo de la nuestros afanes, en Levinas la piedra de toque de todo el orden de sentido está dada por la prohibición de asesinar: “No matarás”, dice el mandamiento (que, según los expertos, debía ser traducido por “No asesinarás”). No asesinar se revelará como síntesis del orden moral, resguardo de la confianza más básica, red hecha de nudos de respuesta y camaradería sobre la boca del vacío. Esta red de gestos y de signos, este cobijo de lealtades refrenda la alegría y suscita la esperanza. Estamos aquí en el corazón del sentido: entramado que se desanuda con el asesinato igual que con otros actos de atropello, violencia y abuso que corroen el orden significante. La ética nos permite honrar el abandono del otro, un abandono que instituye y presupone la amistad. El descanso y el sueño solo son posibles porque hay amigos: no ser asesinados, despertar por la mañana para reanudar nuestra tarea diaria. Ese cuidado de la confianza, cuidado del desvalimiento santo parece ser la tarea humana más básica: reestablecer sin tregua, frente a las pequeñas fallas ineludibles, los puentes de fraternidad y la ternura. Sin esa fe fundamental la vida humanizada no sería posible; el orden de sentido se quiebra irremediablemente y el lenguaje da vueltas sin ofrecer referencias ni resguardo. Cuando Macbeth asesina a Duncan escucha la voz que le advierte que no dormirá más. Pierde la posibilidad de descansar pues ha asesinado la confianza:

Macbeth:

Creí escuchar una voz que gritaba: ¡No duermas más

Macbeth ha asesinado el sueño!, el inocente sueño,

el sueño que teje sin cesar la maraña de las preocupaciones, la muerte del ir viviendo cotidiano, baño de la fatiga,

bálsamo de las heridas de la mente, plato fuerte en la mesa de la Naturaleza, principal alimento del festín de la vida.

Seguí escuchando el grito “No duermas más” por todas partes,

Glamis asesinó el sueño y por lo tanto Cawdor

no dormirá más. Macbeth no dormirá más. (Acto II, Esc. 2)17


El sueño reparador prolonga y expresa, abriga y teje, simultáneamente, el manto de confianza sin el cual sería imposible depositar nuestra fractura en brazos de un hermano. Porque no habría ya un hermano. Sueño reparador sin el cual el espíritu se precipita en la locura. Macbeth “enloquece” cuando su vida se convierte en la obsesión de conservar un poder vaciado de todo objeto, poder que da vueltas alrededor de sí mismo, estéril como su corona. Pérdida de toda realidad humana, de esa realidad que se impone como coto de sentido frente al universo salvaje. Delirio feroz de muerte y de sangre. Lady Macbeth, en cambio, no delira de manera metafórica sino literalmente. Aquellas palabras presuntuosas donde asegura ser capaz de destetar a la tierna criatura que bebe de su seno y arrojarla sin piedad contra una pared, muestra sus límites: Lady Macbeth sucumbe a la culpa y a la angustia hasta aquel paroxismo existencial que es, en Shakespeare, el suicidio. De frente ante el abismo de un mundo desgarrado, vaciado de amistad y de misericordia, sin lugar donde guarecerse de las Erinias que la persiguen, Lady Macbeth termina con su vida por su mano. Ya Macbeth no tendrá siquiera ese bastión donde apoyar su palabra. Y como anunciaron las brujas, aquel que “no ha nacido de mujer” llega a vengar, aunque sea de un modo alegórico, la obscenidad de aquella deriva monstruosa. Expulsado de su propia humanidad, Macbeth es incapaz de sentir temor ni pena: el ciclo se cierra y él se enfrenta a

17 William Shakespeare, Macbeth, Instituto Shakespeare bajo la dirección de Manuel Ángel Conejero, Alianza Editorial, Madrid, 1994

su final como la fiera en la que se ha convertido. Macduff gana el trono para el legítimo heredero y restituye así el campo de significaciones y de umbrales, esos espacios ganados para la tranquilidad y la entereza, fuera de las cuales la vida humanizada se pulveriza.


¿Por qué, pues, nos está vedado asesinar? Trastorno de los límites que conforman el espacio donde tienen cabida la confianza y la amistad. Tal vez no sea otra cosa lo que nos ha sido asignado. Sostener el amor. Sostener con nuestros actos y palabras la buena voluntad. La buena voluntad como soporte del mundo. Ser para el otro, dice Levinas. No como sugerencia o buen deseo, sino como condición a partir de la cual se articula un orden significante. El tabú cardinal, el mandamiento que enuncia a todos los demás, “No asesinarás”, es el que protege contra la destrucción del espacio de diálogo fundante, el que posibilita y da cabida al continuo esfuerzo de humanidad en que nos empeñamos. Transgredir ese mandato nos destierra de nuestra pertenencia a ese coloquio. Fuera de los márgenes, como el ostracismo al que condenaban los griegos a los asesinos y perpetradores de tropelías: fuera de los linderos urbanos, en compañía de las bestias y la vegetación salvaje. Macbeth, que ha violentado todas las proscripciones, asume una condición inhumana y se convierte en una bestia, si por tal entendemos la imposibilidad de refrenar el instinto brutal. El paso ulterior entra en el campo de lo demoniaco, diríamos, en cuanto que, expulsado de la humanidad y resentido contra el poder cuyo espejismo lo sedujera tanto, no desea otra cosa sino la ruina de ese cobijo frágil que es el orden del mundo:

Macbeth:

[…] ¡Adelante! ¡A las armas!

Si todo ocurre como afirma, tanto importa Darse a la fuga como permanecer.

Comienzo a estar cansado ya del sol.

Quisiera ver destruido el orden de este mundo…

¡Que suene la campana!...¡Vientos, soplad! ¡Ven, destrucción, ven!

Moriremos, al menos, vestidos de armadura.


Macbeth de cara a la fatalidad clamando por la colapso del orden del mundo; Lady Macbeth que ha sellado su vida huyendo de la ansiedad que la precipita al vacío. No se trata de una preceptiva moral; es la consecuencia del vértigo al que nos arroja el desgarramiento del cobijo que nos hace humanos. Esto es, al menos, lo que nos propone esta obra, lo que nos propone este autor señero en esta y en casi todas sus grandes obras.


El orden de sentido no puede traicionarse sin consecuencia temibles. Dios ha muerto. El orden moral se disgrega en todas direcciones, nada hay que pueda anclar un principio de verdad. Y, sin embargo, permanece la contundencia del encuentro, la certeza de una mano amiga, la compasión, la reverencia ante el sufrimiento, la dignidad, el acto generoso, la nobleza de miras y aquellas certitudes que van más allá del pensamiento. “La ayuda al prójimo es buena, el asesinato, malo. Sencillez de lo absoluto”, dice Hermann Broch. Mucho después de la época isabelina, mucho después de la clara y potente voz de Shakespeare, son estos sencillos absolutos los que sostienen las formas más nobles de nuestra circunstancia, la tensión que nos atraviesa, nuestra condición, mortalmente precaria.


Referencias.

Shakespeare William, “Macbeth”, The Complete Works of William Shakespeare, Avenel Books, U.S.A, 1975.

William Shakespeare, Macbeth, Instituto Shakespeare bajo la dirección de Manuel Ángel Conejero, Alianza Editorial, Madrid, 1994


Bloom Harold, El canon occidental, traducción de Damián Alou, Editorial Anagrama, Barcelona, 1995.

Knight Wilson G. Shakespeare y sus tragedias. La rueda de fuego, traducción de Juan José Utrilla, Fondo de Cultura Económica, Breviarios 285, Ciudad de México, 1979.

Kott Jean, Shakespeare Our Contemporary, translated by Boleslaw Taborski, Norton and Company, NewYork, 1974.

Tyllard E. W. The Elizabethan World Picture, Vintage Books, Random House, New York, 1959.

Wilson John, Life in Shakespeare´s England, Penguin Books, London, 1964 Abad José, “La virtú según Maquiavelo: significados y traducciones,

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